5: El heraldo de Khaine

CUATRO

El heraldo de Khaine

Alith se halló de nuevo regresando a Elanardris con un secreto que guardar, esa vez uno que le quemaba como ningún otro. La revelación del regreso de Malekith hecha por Elthyrior había echado más leña al fuego que ardía en su interior, y el joven heredero ansiaba anunciar a su familia que ya había empezado la guerra por Nagarythe. A pesar de sus deseos, la sinceridad que desprendían el rostro y el tono del heraldo negro le había cautivado, y pensó en Elthyrior más como un mensajero que traía noticias graves que como el portador del tipo de nuevas que son motivo de celebración, de modo que guardó silencio.

Pero Alith no tardó demasiado en hallar alivio en la llegada de un mensajero desde tierras occidentales con la nueva del retorno del príncipe. La residencia se convirtió en un hervidero de actividad cuando la noticia llegó a oídos de Caenthras y del resto de príncipes aliados exiliados en la mansión de los Anar.

Tres días después del encuentro entre Elthyrior y Alith, Eoloran convocó a príncipes y nobles en el gran salón para discutir un plan de acción. Esa vez, Alith ocupaba una silla en la mesa alta, junto a su padre y su abuelo, si bien no estaba seguro de lo que iba a decir. La advertencia de Elthyrior de que debían permanecer en Elanardris ocupaba un lugar prominente en su cabeza, pero percibía que los demás se mostraban más favorables a partir al encuentro del príncipe recién regresado.

—Sin duda, son unas noticias estupendas —dijo Caenthras—. Por fin ha llegado el día que tanto habíamos anhelado y el momento de librarnos del atroz yugo del reinado de Morathi. La preocupación por la seguridad de nuestras familias nos tenía de manos atadas, pero ahora podremos dar rienda suelta a nuestro espíritu y luchar.

Se oyeron voces de aprobación a las palabras de Caenthras entre los elfos reunidos; también la de Eothlir. El padre de Alith se puso en pie y paseó la mirada por el salón.

—Hemos sufrido durante mucho tiempo, temerosos de Morathi y sus sectas —declaró—. Hemos sido esclavos de ese miedo. ¡Pero eso ha terminado! Nos han llegado noticias de que Malekith está marchando hacia la fortaleza de Ealith, desde donde emprenderá la reconquista de Anlec. No sólo es un deber sino un privilegio ayudarle en esa empresa. No se trata de una batalla para recuperar únicamente nuestras tierras, sino todo Nagarythe.

De nuevo, prorrumpieron las muestras de acuerdo entre los presentes. Alith se esforzaba por mantenerse en silencio. Se respiraba un ambiente marcial en el salón, pues los elfos congregados se desahogaban tras años de frustración. Alith no era capaz de encontrar las palabras que transformaran aquella corriente de ira, y en parte era porque él mismo participaba de ella. El joven heredero se debatía entre sus propios deseos y la advertencia de Elthyrior.

Alith se percató de pronto de que todas las miradas se habían vuelto hacia él, y entonces se dio cuenta de que se había puesto en pie. Miró primero a su abuelo y luego al salón atestado de rostros expectantes. Si expresaba una opinión contraria a la de su padre, probablemente se granjearía el desprecio, o quizá la compasión, de los presentes; no lo escucharían y lo acusarían de cobarde, pues, a fin de cuentas, era el heredero de la Casa de Anar y se esperaba que alzara la voz para lanzar un desafío a Anlec.

Continuó en silencio un instante, atormentado. Un murmullo de inquietud se propagó por el salón y aparecieron ceños fruncidos en los rostros vueltos hacia Alith. El muchacho tragó saliva. Se le iba a salir el corazón del pecho.

—Yo también deseo represalias —declaró Alith. Hubo gestos de aprobación entre la multitud, y Alith levantó una mano para frenar el optimismo—. Son tiempos difíciles que exigen cabezas sensatas, no corazones enardecidos. He aprendido mucho de la sabiduría de mi abuelo, entre otras cosas, la virtud de la paciencia.

Algunas voces de descontento interrumpieron brevemente el discurso de Alith.

—Si el príncipe Malekith hubiera reclamado nuestra ayuda, yo mismo cabalgaría orgulloso para sumarme a su campaña. Sin embargo, no lo ha hecho. Sería una muestra de osadía que empuñáramos las hojas contra nuestros compatriotas naggarothi sin haber recibido la invitación de nuestro legítimo señor. Si nos cobramos por nuestra cuenta la revancha por los males que hemos padecido, ¿qué diferencia habría entre quienes defendemos el verdadero ideal de libertad y quienes imponen su tiranía por la fuerza de las armas?

Las muestras de desacuerdo derivaron en exclamaciones de burla. Alith no se atrevió a mirar a su padre y clavó la mirada en uno de los elfos de la primera fila.

—Khalion —prosiguió Alith, extendiendo la mano—, ¿qué ha cambiado de ayer a hoy? ¿No confiáis en que nuestro príncipe recupere vuestras tierras y restablezca la justicia que deseamos? ¿Por qué ahora estamos tan ansiosos por desatar la tormenta de la conflagración si bajo el sol de ayer nos esforzábamos para que imperara la paz? El dolor nos consume, nos carcome el espíritu, pero no debemos alimentarlo con la sangre de nuestros hermanos elfos. Sólo con el permiso del príncipe podemos reclamar nuestras tierras y le debemos el respeto a su autoridad. Si derramamos sangre, es probable que estalle la guerra que durante tanto tiempo hemos tratado de evitar. Debemos apaciguar los ánimos con la cautela; de lo contrario, nuestras acciones podrían tener unas consecuencias que no alcanzamos a ver.

La indignación era evidente en los rostros de los elfos, y eran mayoría los que sacudían la mano con desdén y miraban con desprecio a Alith.

—No os preocupéis por su desconsideración, Alith —le dijo Caenthras, acercándose a grandes zancadas al joven. El venerable señor fulminó con la mirada a los elfos, reprendiéndolos por su falta de respeto—. Valoro vuestro razonamiento y admiro vuestro coraje y sinceridad. No comparto vuestros argumentos, pero mi opinión de vos no ha mermado porque los hayáis expresado.

Alith exhaló un suspiro profundo, se sentó y cerró los ojos. Notó una mano en el hombro y cuando alzó la mirada, se topó con el rostro de su padre.

—Puede ser que de nuestro miembro más joven hayan salido las palabras más sabias —dijo Eothlir—. Sé que ninguno de los presentes emprenderá la marcha si no es junto al estandarte de la Casa de Anar, de modo que debemos tomar una decisión dura. Mucho hemos reflexionado sobre lo que será de nosotros en estos tiempos de tinieblas. Si fuera por mí, partiríamos sin importar qué nos tenga preparado el destino en vez de escondernos aquí y esperar a que venga a buscarnos. Sin embargo, no soy yo el señor de los Anar.

Toda la atención se volvió a Eoloran, que permanecía sentado, con un codo apoyado en la mesa y la barbilla envuelta por la mano. Recorrió la sala con la mirada y la detuvo en Alith más tiempo que en ningún otro elfo. Finalmente, el señor de Anar se enderezó, se aclaró la garganta y apoyó las palmas de las manos en la mesa.

—Mi instinto siempre me ha llevado a evitar los conflictos; eso lo sabéis todos bien —declaró el jefe de la Casa de Anar—. Durante mucho tiempo hemos soportado las convulsiones y las tinieblas, y al parecer la estabilidad y la luz van a regresar a nuestras vidas. He escuchado tus palabras, Alith; sin embargo, se ha apoderado de mí un temor singular. Malekith ha decidido actuar ahora y no puedo permitir que se diga que los Anar se quedaron al margen como meros espectadores del fracaso. Es nuestro deber asegurar el éxito del príncipe, pues de ello dependen la paz y la prosperidad de nuestro pueblo en los días venideros. Durante mucho tiempo nos hemos mantenido alerta y expectantes, exigiendo el regreso del príncipe. Ese momento ha llegado, y a menos que quieras presentar nuevos argumentos de peso, mi decisión está tomada.

Alith abrió la boca para hablar, pero se dio cuenta de que no tenía nada más que decir, ningún argumento que añadir para mantener a los Anar a salvo en Elanardris. Meneó la cabeza y volvió a sentarse. Eoloran asintió y miró a su hijo y a su nieto.

—¡Los Anar partirán al amanecer!

* * *

Un mal presentimiento acompañaba a Alith en su marcha junto al resto de los guerreros de los Anar. Cumpliendo las disposiciones enviadas con raudos jinetes por Eoloran, el ejército proveniente del otro lado de las colinas y las montañas se había agrupado al sur de Elanardris. Las huestes pusieron rumbo oeste y unos veinte mil guerreros se dirigieron a la ancestral fortaleza de Ealith.

Los Anar marchaban a pie, pues el agreste suelo de sus tierras no era apto para la caballería. Desde los tiempos de Aenarion habían luchado con arcos y lanzas, en detrimento de los caballos y las armas de caballería. No obstante, los elfos avanzaban a un ritmo vertiginoso y alcanzarían Ealith en cuatro jornadas.

Alith caminaba a trancos junto a su padre, a la cabeza de una compañía de arqueros: la guardia de honor de la Casa de Anar. La mayor parte del tiempo marchaban en silencio. El humor adusto de Eothlir estaba en consonancia con la atmósfera que rodeaba toda la empresa. Nunca antes los elfos habían marchado hacia una guerra contra otros elfos.

El crepúsculo empezaba a proyectar sombras sobre las colinas cuando Alith avistó un cuervo surcando el cielo en dirección oeste. El joven elfo siguió el rumbo del ave y vislumbró fugazmente la silueta negra de un jinete en la cresta de un monte. El caballero se desvaneció en las sombras inmediatamente, pero Alith no dudó un instante de que se trataba de Elthyrior.

Cuando el ejército se detuvo para montar el campamento, Alith se excusó ante su padre y le prometió traer alguna presa para la cena. Con el arco en la mano, se escabulló serpenteando entre las líneas trazadas por las cada vez más numerosas tiendas, y enfiló hacia el oeste.

Dejó atrás las hogueras del campamento y únicamente las estrellas le alumbraban el camino. Transcurrido un tiempo llegó a la cresta en la que había visto al oscuro jinete y ascendió con agilidad la escarpada pendiente, saltando de roca en roca hasta que alcanzó la cima. A la luz de la luna blanca, Sariour, que se alzaba en el cielo, el joven heredero examinó el paisaje que lo circundaba, en busca de algún rastro del heraldo. A cierta distancia en el otro extremo de la cresta, Alith descubrió un corcel negro detenido mansamente en una pequeña hondonada. Dio un paso hacia él, pero se detuvo en cuanto advirtió el ruido de fricción del metal con una piedra de afilar. Se volvió y vio a Elthyrior sentado en una roca a su espalda, afilando una daga con el filo dentado. Como en la ocasión anterior, el heraldo iba envuelto en una capa de plumas de cuervo y con el rostro oculto. La luz de la luna se reflejaba en sus ojos, que siguieron de cerca a Alith mientras éste se acercaba y se sentaba a su lado.

—Lo siento —dijo Alith.

—Quizá hay cosas que no pueden cambiarse —replicó el heraldo negro—. Morai-Heg empieza a tejer con la madeja de nuestras vidas y nosotros debemos hacer lo que podamos con los hilos sueltos. Nadie os pedirá cuentas por las decisiones de otros.

—Lo intenté —suspiró Alith.

—Eso no importa —repuso Elthyrior—. Ya se ha elegido un camino. No hay vuelta atrás, aunque vuestro ejército no debe continuar.

—Ya es demasiado tarde. Mi abuelo está decidido a marchar hasta Ealith.

—Nunca llegará a la fortaleza —dijo Elthyrior—. Malekith tomará Ealith, pero es una trampa urdida por Morathi. En estos momentos se ciernen sobre las tropas del príncipe decenas de miles de guerreros y sectarios. Si acudís en su rescate, también caeréis. Os advertí que todavía no había llegado vuestro momento. Los Anar han desatado la ira de Morathi.

Alith se sintió desconcertado un instante. No alcanzaba a comprender las palabras de Elthyrior.

—¿Una trampa a Malekith? —consiguió decir por fin.

—Todavía no ha ocurrido, y el príncipe es lo suficientemente astuto como para evitarla —dijo el heraldo negro con media sonrisa—. Ahora partiré para advertirle del peligro. Mañana al anochecer llegarán otros desde Ealith, enviados por el príncipe. Aseguraos de que vuestro abuelo escuche lo que le contarán. Sumad vuestra voz a la suya si es necesario. Los Anar deben dar media vuelta ya, o nunca más veréis Elanardris.

Alith dejó caer la cabeza y la hundió entre las manos, intentando pensar. Cuando se enderezó, esperaba que el heraldo negro hubiera desaparecido; sin embargo, no se había movido de su sitio.

—¿Seguís aquí? —preguntó el muchacho.

Elthyrior se encogió de hombros.

—Mi corcel es rápido y todavía dispongo de un poco de tiempo para disfrutar de la brisa nocturna.

Alith se puso en pie sin responder e inició el descenso por la pendiente, pero se volvió al oír la voz de Elthyrior.

—Os ahorraré algo de tiempo —le gritó el heraldo negro, arrojándole un bulto.

El joven Anar lo cogió instintivamente. Lo examinó y vio que era un fardo envuelto en varias capas de hojas anchas de árbol y atado con briznas de hierba. De nuevo alzó la mirada hacia la cresta, pero esa vez Elthyrior sí había desaparecido.

Alith abrió el paquete mientras continuaba el descenso y en su interior encontró dos liebres de las nieves ligadas por las patas traseras.

Todavía sobre la pendiente del monte, algo atrajo la mirada de Alith al norte. Miró detenidamente y descubrió el centelleo revelador de un número incontable de hogueras en el horizonte. Aun sin saber lo que presagiaba su descubrimiento, apretó el paso para regresar al campamento y corrió directamente a la tienda de su padre.

Eothlir estaba enfrascado en una conversación con Caenthras, Eoloran, Tharion y Faerghil, y todos levantaron la mirada furiosa hacia Alith cuando el joven elfo irrumpió sin aliento en la tienda.

—El enemigo está cerca —soltó Alith, dejando caer el par de liebres en el suelo—. Hay campamentos al norte.

—¿Cómo es posible que nuestros exploradores no los hayan avistado? —inquirió Eoloran, mirando fijamente a su hijo.

—Están detrás de un monte que hay al oeste —explicó Alith, para evitar que su padre quedara en evidencia—. Los he visto por casualidad.

—¿Cuántas hogueras? —preguntó Caenthras.

—No podría decir un número exacto —dijo Alith—. Docenas.

Eoloran asintió con la cabeza e hizo un gesto a Tharion para que le pasara un cilindro de piel. El elfo sacó un amplio pergamino del interior del tubo y extendió el mapa encima de la mesa.

—¿Dónde viste ese campamento aproximadamente? —preguntó Eoloran, indicando a Alith que se acercara.

Alith miró el mapa y buscó la ubicación en la que se hallaban; luego trazó el itinerario que había seguido hacia el oeste y que lo había conducido a su encuentro clandestino con Elthyrior, y localizó la cresta en la que se había producido. A continuación, siguió con el dedo una línea aproximada hacia el norte, según iba recordando mentalmente la escena, y se detuvo en una cadena de colinas que se extendía del nordeste al suroeste.

—El campamento se encuentra en algún lugar a los pies de estas colinas —dijo Alith—. No creo que hayan visto nuestras hogueras, a menos que estuvieran buscándolas.

—Entonces, todavía disponemos del factor sorpresa —gruñó Eothlir—. Debemos prepararnos para lanzar el ataque en cuanto amanezca.

—¿Y si son muy superiores a nosotros en número? —preguntó Alith, acordándose de la aterradora advertencia de Elthyrior.

—Primero debemos determinar sus fuerzas —señaló Eoloran, asintiendo, más cauteloso que su hijo. Se volvió a Tharion y Eothlir—. Reunid un grupo reducido de exploradores y espiad al enemigo para tener una idea más certera de su fuerza y de su situación.

—Alith, tú nos guiarás al lugar desde donde viste las hogueras —dijo Eothlir.

Alith asintió, contento porque su padre contaba con él.

—Tharion, reclutad a los guerreros con mejor vista de vuestra compañía y enviádmelos. Luego, aseguraos de que todo esté preparado para iniciar la marcha con la salida del sol.

Tharion asintió y tomó el yelmo alto que descansaba en un lado de la mesa. Sonrió fugazmente y abandonó la tienda.

—Tened cuidado con los centinelas —dijo Eoloran—. Si el enemigo desconoce nuestra presencia, debe continuar siendo así. Haced un recuento de sus tropas y observadlos, pero ninguna otra cosa que se salga de mis disposiciones.

Miró detenidamente a Eothlir para asegurarse de que esta última cuestión había quedado clara. El padre de Alith asintió con la cabeza.

—No os preocupéis, señor —repuso Eothlir—. No los espantaré; no os privaré de la oportunidad de volver a liderar a los Anar en el campo de batalla.

Eothlir reunió a un puñado de elfos en los confines del campamento de los Anar. Envueltos en capas oscuras, partieron antes de la medianoche encabezados por Alith. El joven elfo condujo la partida hacia el oeste, ascendiendo por el monte, ligeramente al norte del lugar de su encuentro con Elthyrior. Aunque dudaba de que el heraldo negro anduviese cerca o de que llegaran a verlo si él no lo deseaba, Alith consideró conveniente no correr el riesgo.

Desde la cresta del monte se veían con claridad las hogueras. Alith se tomó el tiempo necesario para contarlas. Eran más de treinta, dos de ellas de unas dimensiones excepcionalmente grandes. El contorno ondulado de las bases de las colinas no permitió a la cuadrilla ver el campamento hasta que casi alcanzaba ya la cima de la cresta. Una vez arriba, Eothlir determinó la dirección que debían seguir mediante las estrellas que poblaban el cielo despejado y se dirigieron hacia el nordeste.

Poco tiempo después apareció por el oeste la segunda luna, un brillante hilito verde que derramó su luz mortecina por las estribaciones de los Annulii. Los elfos avanzaron rápidamente por las escarpadas laderas, apenas distinguibles de las sombras de las rocas y los árboles que los rodeaban. Cuando los ruidos del campamento enemigo llegaron transportados por el viento hasta los oídos de los elfos, Sariour ya se había puesto y las sombras eran más densas.

El enemigo no se preocupaba demasiado por mantener su presencia en secreto. De vez en cuando se oían chillidos desgarradores acompañados por bramidos de aprobación. Las carcajadas descontroladas llegaban hasta los exploradores, y Alith, preocupado por lo que pudieran encontrarse, lanzó una mirada preñada de nerviosismo a su padre. Agachados, alcanzaron la cumbre de una pequeña colina y divisaron el campamento naggarothi que se desplegaba ante ellos.

Una masa de tiendas cónicas negras circundaba una inmensa pira; la luz que desprendía permitió a Alith distinguir unas figuras que retozaban y cuyas sombras oscilaban en el suelo embadurnado de sangre. Las figuras se sacudían y proferían gritos agónicos sobre las llamas. Alith vio un montón de elfos acurrucados y encadenados con grilletes con pinchos, que eran pateados y torturados por sus guardianes.

Durante el tiempo que Alith estuvo observando, los sectarios sacaron del grupo a una de las prisioneras, que lloraba a lágrima viva, la condujeron a rastras hasta la pira y la dejaron caer en el suelo, a los pies de un elfo completamente desnudo, salvo por una máscara metálica y un taparrabos raído hecho de piel humana. Alith reconoció inmediatamente su rango: era un sumo sacerdote de Khaine, el Señor del Asesinato. El oficiante sostenía en una mano una larga hoja de acero, terriblemente parecida a la que Elthyrior había estado afilando horas atrás, y por un instante, a Alith le aterró la posibilidad de que el heraldo negro le hubiera embaucado. Sin embargo, el elfo enmascarado era más alto que Elthyrior y llevaba el pelo descolorido y salpicado de cuentas de huesos.

Alith contempló, muy a su pesar, cómo levantaban a la víctima. El sacerdote de Khaine le rajó los brazos y el pecho, y los sectarios se arrojaron sobre ella y llenaron con la sangre que manaba de sus heridas cuencos hechos de cráneos. Se arañaban y se mordían unos a otros en su pugna por conseguir toda la sangre que pudieran, y luego se llevaban los espantosos recipientes a los labios y daban largos tragos.

La víctima se desmoronó sin fuerzas sobre las rodillas. El sacerdote agarró un mechón del pelo de la moribunda, le arrancó un trozo de cuero cabelludo y lanzó el sangriento trofeo al montón de cabelleras que tenía a su espalda. La muchacha gritaba de dolor mientras tiraban de ella para levantarla. El débil forcejeo con sus captores era inútil. La ensartaron en una lanza y la arrojaron a la hoguera. Una nueva ovación estalló en el campamento. Aquella celebración de la barbarie helaba la sangre.

—Desde aquí no los vemos a todos —dijo Anadriel, una dama elfa que Alith conocía desde que tenía memoria.

Durante años, Anadriel había ayudado a aquellos que habían importunado a Morathi a escapar de las garras de las sectas y llegar a Elanardris. Sus facciones afiladas conservaban una expresión impávida, y Alith no podía ni imaginarse las veces que habría presenciado anteriormente los horrores que estaban desarrollándose ante sus ojos.

—Tenemos que acercarnos.

Eothlir asintió e hizo un gesto a Anadriel para que encabezara la partida. Siguieron un sendero sinuoso que descendía por la ladera de la colina oculto por un bosquecillo. Anadriel los guió con tiento entre los finos troncos en dirección a las hogueras.

Pero de repente se detuvo y alzó el arco con una flecha preparada para disparar. Alith llevó la vista al frente y vio la silueta de dos figuras recortada por la luz del fuego. Ancló lentamente una flecha a su arco, se pegó a Anadriel y miró a derecha e izquierda por si había algún otro enemigo cerca.

—Vos os encargáis del de la izquierda —dijo Anadriel, sin apartar la mirada de los sectarios, un elfo y una elfa.

No había duda de las intenciones de la pareja y una sensación de asco brotó en el interior de Alith mientras los contemplaba cogidos de la mano y corriendo al trote en dirección al bosque con los cuerpos ungidos de sangre.

—Ahora —musitó Anadriel, y Alith soltó la cuerda del arco.

La flecha voló con firmeza entre los troncos y alcanzó al elfo en la garganta. La saeta de Anadriel se clavó en el ojo de su compañera. Ambos cayeron silenciosamente. La partida se deslizó discretamente y se cobijó en las sombras de las tiendas.

Alith se volvió al oír un chasquido metálico seguido de un ruido breve y vibrante, y vio a su padre agarrando con un brazo el cuerpo de un sectario y empuñando su cuchillo ensangrentado con la otra mano.

—Deprisa. La ceremonia no los mantendrá distraídos eternamente —musitó Eothlir, depositando el cadáver en el suelo y arrastrándolo hacia la espesura de las sombras.

Avanzaron a hurtadillas entre las tiendas de campaña, hasta que pudieron oír con total claridad la voz del sacerdote. Eothlir envió a Anadriel a la izquierda y a Lotherin a la derecha, para que realizaran un recuento de las fuerzas enemigas.

Alith sintió una mano en el hombro y se dio cuenta de que había empezado a erguirse con el arco preparado para disparar. Eothlir le hizo un gesto con la cabeza para que se detuviera.

—Mañana —susurró su padre—. Mañana se lo haremos pagar.

—¿Y qué pasa con los que van a seguir sacrificando esta noche? —inquirió Alith.

Casi le provocaba un dolor físico barruntar lo que todavía podían hacer los sectarios. Eothlir se limitó a menear de nuevo la cabeza y apartó la mirada de su hijo.

El joven elfo tuvo que hacer de tripas corazón para escuchar la invectiva preñada de odio que profería el sumo sacerdote.

—¡Escuchadme! ¡Escuchad al heraldo de Khaine! Recordemos las demandas de nuestro señor mientras las libaciones del Rey de la Sangre se derraman sobre vosotros: ¡Expulsad a los impuros y ofreced su carne como prueba de su debilidad! ¡Alzad la voz para alabar sus muertes y aceptad la fuerza del Señor del Asesinato para derrotar a quienes lo desdeñan!

La masa de elfos prorrumpió en un clamor salvaje. El sumo sacerdote levantó la mano izquierda por encima de la cabeza, y la sangre del corazón que sostenía chorreó por su brazo.

—¡Khaine todopoderoso, acepta estas ofrendas y aplaca con ellas tu ira! ¡Concédenos tu fuerza para matar al traidor que te ha repudiado y exterminar a sus descarriados seguidores en las piras de tu gloria!

Una nueva oleada de aullidos acompañó la proclama mientras los sectarios iban amontonándose en hordas exaltadas.

—Danos tu consentimiento para descuartizar a quien te ha dado la espalda y arrojar sus órganos al fuego como muestra de arrepentimiento por sus errores. Consiente que el heredero engendrado de manera deshonesta del hijo elegido por ti perezca en las cenizas de la venganza. Consiente que el castigo carmesí mane de su cadáver para purgar la perfidia de sus actos.

El sacerdote lanzó el corazón a la muchedumbre, que, como si fuera una jauría de perros salvajes, se enzarzó en una vil disputa por el trofeo. La voz del heraldo de Khaine se suavizó, aunque seguía llegando clara a toda la audiencia.

—Nosotros somos muchos más —dijo a los seguidores de Kahine—. Nuestro odiado enemigo cree que está a punto de lograr la victoria. No sospecha el tormento que le aguarda, porque su victoria es falsa; carece de la bendición de Khaine. Nuestro enemigo está regocijándose y alardeando de su vacuo triunfo en las entrañas de la trampa. ¡Nadie saldrá vivo de Ealith! ¡Muerte a Malekith!

—¡Muerte a Malekith! —corearon los seguidores, en el punto álgido de su frenesí, rajándose el torso y los brazos con dagas, y untándose el pelo con sangre propia.

La multitud se abalanzó sobre los prisioneros que quedaban vivos. Alith desvió la mirada, vencido por un sentimiento que era mezcla de odio y terror. Los espeluznantes gritos de los adeptos retumbaban en todos los rincones del campamento y las miles de voces pregonando su sed de sangre le pusieron los pelos de punta. El viento le soplaba de cara y el hedor a carne chamuscada que se propagaba entre las tiendas le produjo náuseas.

Una sombra revoloteó a su izquierda y apareció Lotherin, con el gesto serio. Alith observó que tenía un corte en la mejilla y las manos cubiertas de sangre.

—Diez mil sectarios, quizá más —informó Lotherin a Eothlir—. Hay otro campamento un poco más al oeste, con aguerridos soldados de Anlec. Puede ser que sumen otros cinco mil entre lanceros y arqueros.

Eothlir asintió con una expresión ausente en el rostro. Anadriel no tardó en reunirse con ellos y confirmó la estimación de Lotherin. Además de los millares de seguidores de Khaine que participaban en los rituales, había muchos miles más esparcidos por todo el campamento, adormecidos por la acción los narcóticos.

—Ya he visto suficiente —sentenció Eothlir, que hizo una señal a sus compañeros para que abandonaran el campamento—. Debemos prepararnos para la batalla de mañana.

* * *

Alith deambulaba por la tienda de su abuelo como un lobo aprisionado en una trampa, caminando arriba y abajo mientras escuchaba a los oficiales del ejército elaborando el plan. Las palabras de Elthyrior le atormentaban; las siniestras advertencias del heraldo negro habían sido un poco vagas en los detalles pero insistentes. Eoloran explicaba resumidamente la disposición de las compañías de los Anar cuando la exasperación desbordó al joven.

—¡Esperad! —espetó el muchacho, que sintió cómo súbitamente todas las miradas se clavaban en él. Templó los nervios antes de continuar, mirando directamente a su padre—: Ya habéis oído las palabras del heraldo de Khaine. Malekith se dirige a una trampa en Ealith y es imposible llegar a él. ¿De qué sirve que nos arrojemos a las garras del enemigo?

—¿Tenéis alguna alternativa? —preguntó Caenthras, en un tono seco, cargado de desdén—. ¿Queréis regresar a las montañas con el rabo entre las piernas y esperar a que Morathi descargue su ira sobre nosotros? Hemos de avanzar para reunimos con el príncipe Malekith y sumar fuerzas.

—¿Y si agotamos esas fuerzas en esta empresa infructuosa? —replicó Alith, tratando de mostrarse juicioso y de ocultar el miedo que la brusquedad del señor elfo le había metido en el cuerpo—. En una cacería hay que derribar a la presa de un único disparo. El cazador aprende cuándo toca disparar y cuándo esperar. Si nos precipitamos a la hora de disparar, estamos delatándonos ante nuestro objetivo y le concedemos la oportunidad de reaccionar.

—Y si vacilamos podríamos perder la ocasión de realizar un disparo mortal —gruñó Caenthras.

El noble respiró hondo y su mirada se cruzó con los ojos de Eoloran, que lo observaba cejijunto, reprobándole el arrebato. Se volvió de nuevo a Alith.

—Disculpad mi rudeza, Alith. Llevamos muchos años esperando este día, buscando el momento propicio para atacar. La duda invita al desastre. No me conformo con sentarme en el salón de casa a observar cómo pasa esta oportunidad por delante de nuestras narices, preguntándome qué habría ocurrido si hubiéramos actuado en vez de quedarnos de brazos cruzados. Explicaos, por favor. ¿En qué proponéis que basemos nuestra estrategia? ¿En la retórica jactanciosa de un sacerdote alucinado? No sabemos con certeza que Malekith se encuentre en una situación tan desesperada como el heraldo de Khaine quiere hacer creer a sus seguidores.

Alith se enardeció al advertir el significado intrínseco de las palabras de Caenthras, pero se mordió la lengua y no replicó, pues no podía revelar que Elthyrior le había adelantado lo que luego había pregonado el heraldo de Khaine. Caenthras se volvió a Eoloran y apoyó los puños en la mesa sobre la que estaba desplegado el mapa.

—Aunque es posible que no podamos ayudar a Malekith directamente, todavía podemos serle útiles. Un ataque distraería al enemigo y algunas miradas se apartarían del príncipe. Si no hacemos nada, esos miles de sectarios marcharán hacia la posición de Malekith para apuntalar la trampa. ¿Acaso no debemos intervenir? ¿No debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para mermar el poderío de su emboscada?

—Vuestra propuesta es loable —dijo Eoloran—. Cuanto menores sean las fuerzas a las que tenga que enfrentarse Malekith, mayores serán sus posibilidades de escapar.

—Otro temor me incomoda —señaló Alith—. ¿Quién protege Elanardris mientras nosotros luchamos aquí? ¿Quién puede afirmar que el próximo golpe de Morathi no será contra nuestro hogar? ¿Qué clase de victoria conseguiríamos mañana si cuando regresemos a nuestras tierras, éstas se encontraran en manos del enemigo?

El argumento de Alith caló hondo entre los asistentes y un velo de angustia cubrió el rostro de Eoloran, cuya mirada saltó de Alith a Caenthras y viceversa, y finalmente se posó en Eothlir.

—Hijo mío, la decisión no me concierne sólo a mí —dijo Eoloran con gravedad—. Si bien soy el señor de la Casa de Anar, mi administración está encaminada a que goce de un futuro a tu mando. Has permanecido en silencio todo este tiempo. Me gustaría oír tu opinión.

—Concededme un instante para reflexionar —repuso Eothlir.

Eothlir abandonó pausadamente el pabellón, que quedó sumido en el silencio más absoluto. Caenthras se puso a estudiar minuciosamente el mapa, evitando las miradas de los demás, mientras que Alith agarró una banqueta y se sentó en un rincón de la tienda. El silencio rezumaba nerviosismo, y Alith, una vez expuesto su razonamiento, no veía el momento de marcharse. Pero se obligó a quedarse, aunque podía notar el resentimiento que destilaban algunos de los elfos presentes, incluido Caenthras. Temeroso de distanciar a su padre de alguien por quien sentía gran estima, una parte de Alith esperaba que Eothlir se decantara por la propuesta de Caenthras y, de ese modo, lo desagraviara. Aunque Caenthras había prestado un apoyo inquebrantable hasta entonces, Alith no sabía cómo se tomaría el orgulloso elfo una decisión contraria a su parecer.

La puerta de la tienda se abrió violentamente, y los presentes alzaron la mirada. El rostro de Eothlir era la viva imagen de la resolución.

—Lucharemos —declaró el señor de la Casa de Anar—. No podemos mantenemos al margen mientras están cometiéndose todas estas atrocidades. Sólo el destino decidirá el precio que debamos pagar. Los crímenes de las sectas no pueden quedar impunes. Para bien o para mal, llega un momento en que debemos proteger a los nuestros. El príncipe Malekith tiene que recuperar el trono por el futuro de Nagarythe y nosotros debemos contribuir en la medida de nuestras posibilidades.

—Coincido —afirmó Eoloran—. Mañana destruiremos a los adoradores de Khaine y después ya decidiremos el siguiente paso. ¿Todos de acuerdo?

Caenthras asintió al punto con la cabeza. Alith se puso en pie lánguidamente y miró a su padre y a su abuelo.

—Nadie será más fiero que yo en la lucha —afirmó el joven elfo—. La venganza será nuestra.

* * *

Las armaduras y las puntas de las lanzas centelleaban a la luz del alba mientras el ejército de los Anar levantaba el campamento y ponía rumbo norte. La estrategia de Eoloran consistía en caer cuanto antes sobre los adeptos para impedirles que avanzaran hacia Ealith y se acercaran aún más a Malekith.

Los sectarios serían indisciplinados y atacarían con impaciencia, de modo que el señor de los Anar dividió sus huestes en tres grupos. Envió por delante partidas de exploradores raudos que rodearían al enemigo por los flancos y se mantendrían ocultos hasta que estallase la batalla. Alith recibió la orden de encabezar el ala derecha de ese contingente, mientras que Anadriel lideraría la izquierda. Eoloran les dejó claro que las fuerzas de los costados debían encargarse de los guerreros de Anlec y sacarlos del campamento. Era imprescindible que los separaran de la línea de batalla principal. Aun así no debían enzarzarse en una lucha abierta con ellos. Alith tenía que replegarse en cuanto atrajera las huestes enemigas para alejarlas de los sectarios.

Entretanto, Eothlir y las compañías de lanceros conformarían la fuerza principal, que establecería una posición defensiva en las colinas que dominaban el campamento enemigo. El resto de los arqueros, con Eoloran al mando, rociarían de flechas a los miembros de las sectas y los provocarían para que se lanzaran colina arriba en un ataque desventajoso.

Alith, abrumado por los nervios y la excitación, marchaba hacia el norte a la cabeza de medio millar de elfos. El terreno accidentado y la luz mortecina del amanecer ocultaban la columna, que no tardó en desaparecer de la vista del contingente principal de las huestes de los Anar. Alith cayó en la cuenta de que aquello estaba ocurriendo de verdad, que no se trataba de ninguna fantasía y que estaba al mando de una compañía de elfos que marchaba hacia la batalla. A diferencia de su abuelo y de su padre, nunca antes había comandado a otros elfos, y la experiencia le resultaba muy distinta de las cacerías solitarias que tanto deleite le procuraban. Por primera vez se sintió como un verdadero señor de la Casa de Anar, atenazado tanto por la gloria que lo aguardaba como por la extrema responsabilidad.

Le volvieron a la mente Elanardris y su madre. Sabía que ella estaría en la mansión, atormentándose por el futuro de la familia. Alith estaba decidido a volver con honor. El recuerdo de Ashniel rápidamente eclipsó todos los demás. ¿La impresionaría? Estaba convencido de que sí. Ella adoraba a su padre, todo un guerrero, y era seguro que la experiencia bélica incrementaría su consideración hacia Alith.

El sol ascendía por el cielo mientras los exploradores avanzaban raudos hacia el norte. Alith se permitió dejarse llevar un poco por sus ensoñaciones e imaginó la escena de su regreso triunfal. Ashniel estaría esperándole en la escalera del porche de la mansión; su cabello y su vestido largo y holgado ondearían por la brisa. Alith correría por el largo camino desde la entrada, se fundirían en un abrazo y las lágrimas de alegría de ella humedecerían sus mejillas. El joven elfo estaba tan enfrascado en su fantasía que tropezó con una piedra, y la breve punzada de dolor lo devolvió a la realidad. Se reprendió por su inmadurez y se volvió, ruborizado, a los guerreros que lo acompañaban, pero al parecer nadie había visto su traspié, o quizá los soldados eran lo suficientemente educados como para fingir desinterés. Alith comprendió que muy pronto se le exigiría toda su atención y su destreza, así que apretó los dientes, cerró con fuerza la mano alrededor del arco y continuó la marcha a grandes zancadas.

* * *

Muy distintos eran los asuntos que se apelotonaban en la cabeza del padre de Alith. No era un neófito en la guerra, pues había pasado varias centurias en las colonias antes de regresar a Elanardris para formar una familia. Pero esa batalla no tenía nada que ver con las anteriores. Su ejército no iba a enfrentarse a orcos salvajes, ni a goblins, ni a criaturas bestiales de las tenebrosas selvas de Elthin Arvan. Nunca se le había pasado por la imaginación que algún día su oponente en el campo de batalla sería el que encontraría ese día. Ni siquiera en la lobreguez que emponzoñaba aquellos últimos años de tiranía de Morathi había llegado a pensar que se vería obligado a luchar contra su propio pueblo. La escaramuza en la mansión había sido una acción instintiva de supervivencia, la reacción a un ataque. Pero ahora Eothlir se encontraba encabezando varios millares de súbditos con el propósito firme de matar a otros elfos.

Era una situación perturbadora, y el hecho de que considerara que la batalla a la que se encaminaba era inevitable no aplacaba su desazón. Podría haber convencido a su padre para regresar a Elanardris sin sacar las armas, pero no lo había hecho. Envuelto por el ruido pesado de los pasos se dio cuenta con inquietud de que en el fondo anhelaba aquella conflagración, y le asaltó el temor de que el mismo deseo de derramamiento de sangre que empujaba a los adoradores de Khaine a cometer sus depravados actos también anidara en algún rincón oscuro de su espíritu.

Esos macabros pensamientos le trajeron a la memoria una historia que su padre le había relatado en tiempos pasados. Eoloran sólo se había pronunciado sobre el tema una vez y siempre se había negado a volver a hablar de ello. El suceso había acontecido poco después de que el Rey Fénix se llevara del altar de Khaine la Hacedora de Viudas, la ignominiosa arma de la que se decía que poseía el poder de matar dioses y arrasar ejércitos. Eoloran siempre había rehusado llamar a la espada de Khaine por su nombre, y a menudo se había referido a ella como la Maldita o «esa hoja infernal». Al hablar de la Hacedora de Viudas su mirada adquiría una expresión fantasmagórica, como si estuviera contemplando los remotos recuerdos de unas escenas que Eothlir nunca llegaría a ver, ni siquiera en sus peores pesadillas.

La historia que recordó Eothlir transcurría durante una batalla en Ealith, la misma fortaleza que ahora había recuperado Malekith. Un ejército de demonios descomunal había irrumpido en las montañas y arrasaba todo lo que encontraba a su paso por las colinas y las tierras que después gobernarían los Anar. Los heraldos negros —los veloces ojos y oídos de Aenarion— habían informado del asunto al Rey Fénix en Anlec, y éste había partido hacia allí con sus huestes para enfrentarse a la legión del Caos.

Aenarion se había posicionado en Ealith y durante una noche interminable de lucha, en la que los cielos brillaron con luces espectrales y la tierra misma ardió bajo los pies, los demonios se lanzaron contra las murallas de la fortaleza. Aunque el grueso de las huestes del Caos fue derrotado, Aenarion estaba empeñado en su exterminación total y, a lomos de su dragón Indraugnir, el Rey Fénix lideró su ejército fuera de la ciudadela, con Caledor el Mago a su lado, y Eoloran y un centenar más de importantes príncipes a su espalda. Eoloran había descrito el ardor guerrero que lo embargaba, cómo resonaba en sus oídos el jubiloso cántico de Khaine que brotaba de «esa hoja infernal». Lo único que recordaba eran los constantes tajos de las espadas y las lanzas, y el amor alegre por la muerte que se había instalado en su corazón.

Eoloran le había hablado de aquellos tiempos con bochorno, aunque el motivo que le había empujado a matar con tamaño desenfreno y felicidad estaba justificado: la supervivencia de los elfos. Eothlir nunca había llegado a comprender de veras lo que había significado la guerra contra los demonios para toda una generación, pero si el desprecio que sentía hacia sí mismo por lo que estaba a punto de hacer era una décima parte de la aflicción de sus mayores, podía hacerse una idea de los horrores que perturbaban los sueños de éstos.

Evocó otro recuerdo, éste mucho más reciente: el mezquino sermón del heraldo de Khaine y los cadáveres de los sacrificados amontonados en la pira. Había que exterminar esa plaga si no querían ver cómo se propagaban las masacres por todo Ulthuan. Ya había devastado Nagarythe, y Eothlir sabía que la barbarie se extendería por el imperio si no se le ponía freno. Este pensamiento fortaleció su resolución y le ayudó a posponer su aversión hasta el momento en que pudiera permitirse el lujo de la duda y la compasión. Comprendió que tenía que luchar sin alegría ni ira, pues tales tentaciones podían despertar el antiguo reclamo de Khaine, que seguía resonando a pesar de las centurias transcurridas desde los tiempos de Aenarion.

Ese día mataría a sus hermanos elfos. Al siguiente ya tendría tiempo para llorarlos.

* * *

Alith y su reducida compañía de arqueros ascendieron por las colinas que envolvían el campamento de los sectarios. Su sigilo se reveló innecesario, puesto que no había patrullas de guardia. Cuando el joven Anar alcanzó la cima de una loma, comprobó que en el campamento reinaba un silencio sepulcral, síntoma de que el libertinaje de la noche anterior había saciado a los adoradores de Khaine.

Un poco más al norte, hacia el oeste, en los pabellones de los guerreros de Anlec, la actividad era mayor. Los capitanes recorrían a trancos las tiendas, bramando órdenes para formar las compañías de arqueros y lanceros. En un principio, Alith pensó que quizá habían detectado a los exploradores de Anadriel y se preparaban para enfrentarse a ellos. Sin embargo, tras un rato observando, sus temores se disiparon, pues los soldados de Anlec formaron disciplinadamente en el amplio claro que se extendía en el centro del campamento y desfilaron y realizaron los ejercicios de instrucción bajo la mirada atenta de sus oficiales, de modo que el ajetreo obedecía únicamente a la actividad cotidiana de la tropa en campaña.

Alith enfiló hacia el este y perdieron de vista el campamento de los sectarios, si bien el humo de las hogueras mantenía a los arqueros permanentemente informados de su situación. El sol irrumpió con fuerza por detrás de las montañas que se elevaban al este y vertió su luz matinal por las laderas de las colinas. A pesar de los rayos resplandecientes, el aire continuaba frío y las bocas de los arqueros seguían despidiendo nubes de vaho.

El joven elfo calculó que ya habrían sobrepasado la posición de los sectarios por el norte y giró hacia el oeste, en dirección al campamento de los soldados de Anlec. A medida que se acercaban, recuperó la cautela. Repartidos en pequeños grupos, los guerreros de los Anar progresaron agazapados detrás de arbustos, rocas y árboles, saltando de uno a otro con disimulo hasta que rápidamente alcanzaron la parte posterior de la cresta de una escarpada colina, donde se cobijaron, listos para asomarse al campamento de los guerreros de Anlec y entrar en acción.

Alith hizo una señal a dos de sus guerreros, Anraneir y Khillrallion, trepó sigilosamente hasta la cima de la colina y observó las filas del ejército de Anlec. Continuaban haciendo ejercicios con las lanzas y los arcos, cuyos movimientos rápidos y preciosos componían una coreografía que simulaba la batalla.

Esperó unos instantes con los nervios a flor de piel, preguntándose si Anadriel ya habría llegado a su posición. Observaba el cielo tanto como el campamento enemigo y avistó con alivio la figura de un halcón que llegaba volando desde poniente, tomaba altura y se lanzaba en picado sobre el campamento enemigo. El ave trazó unos círculos, y luego descendió un poco más, de manera que las puntas de sus alas peinaron la hierba de la ladera. Finalmente, soltó un gañido y se posó en la rama pelada de un arbusto no muy alejado de la mano derecha de Alith. Éste estiró el brazo y el halcón planeó hasta su muñeca, se agarró con fuerza, aunque sin clavarle las garras.

—Atacamos —le susurró al ave.

El halcón dio su conformidad inclinando la cabeza; luego, batió las alas y remontó el vuelo. Alith contempló cómo bordeaba el campamento de las tropas de Anlec y desaparecía en un bosquecillo de abetos bajos que se extendía al oeste.

Alith sacudió la cabeza hacia Anraneir y Khillrallion, que dieron media vuelta y se deslizaron por la pendiente para informar al resto de los arqueros. Poco después, la compañía de elfos al completo se ocultaba camuflada entre la alta hierba de la cima de la colina, con las flechas ancladas a las cuerdas de los arcos. Alith se enderezó ligeramente y echó un último vistazo a su objetivo.

Los aledaños del campamento apenas distaban un centenar de pasos de la cuadrilla de Alith. Varios centinelas armados con arcos y lanzas hacían guardia y centraban su atención en las laderas de las colinas.

—¡Ahora! —bramó Alith, disparando contra el guardia que le quedaba más cerca.

La flecha se hundió en el pecho de su destinatario tras perforarle el peto de la armadura. El guerrero, gritando, cayó desplomado, mientras otros proyectiles surcaban el aire zumbando y derribaban al resto de los centinelas.

Los guerreros de Anlec eran soldados aguerridos, y su respuesta no se hizo esperar. Formaron en columnas para marcha, con los arqueros al frente, y se escindieron en compañías. Las tropas de vanguardia, de unos mil guerreros, recorrieron a paso ligero los amplios caminos que se extendían entre las tiendas con tal propósito. Entretanto, Alith y sus arqueros disparaban sus saetas apuntando al cielo para que aterrizaran verticalmente sobre las filas de guerreros. Aunque docenas de ellos cayeron derribados por las letales flechas, la columna prosiguió implacable su avance.

A la estela de la vanguardia salían del campamento otras compañías que se dirigían directamente hacia la posición de Alith y sus elfos. Las notas graves de los cuernos procedentes de las tropas de guerreros naggarothi le pusieron a Alith los pelos de punta. En otros tiempos, esas mismas notas habían servido para alertar del ataque de los demonios y llamar a las armas a los leales seguidores de Aenarion. A Alith le pareció una perversidad que ahora él y sus guerreros fueran considerados los agresores y quienes combatían contra los ejércitos de Anlec. El rumor de las pisadas retumbaba en el silencio de las primeras horas del día, acompañado por el tintineo de las cotas de malla y el chirrido de los metales.

Desde el otro extremo del campamento también llegaron alaridos agónicos. Alith llevó la vista hacia el lado opuesto de la explanada y vio las flechas de la partida de Anadriel encapotando el cielo por el oeste. La vanguardia de Anlec no varió el rumbo; sin embargo, las compañías que marchaban a su zaga vacilaron al oír un grito de su comandante, quien no estaba seguro de si estaba respondiendo a un amago o a un ataque real.

—¡Seguid disparando! —ordenó Alith, enderezándose para descargar un torrente de flechas sobre los guerreros de Anlec.

La columna de vanguardia había alcanzado los límites del campamento, y los arqueros se separaron de los lanceros. Inmediatamente, las saetas de plumas negras cortaron el aire de camino a los exploradores de los Anar. Los gritos de dolor llegaron hasta Alith, y cuando se volvió a su izquierda, en la espesa hierba yacían varios cuerpos de los que sobresalían las saetas enemigas. Un par permanecía inmóvil, mientras que otros dos se extrajeron los proyectiles y se vendaron las heridas.

No más de setenta pasos los separaban de los lanceros cuando el aluvión de flechas procedente de las fuerzas defensivas del campamento se intensificó. Otra docena de elfos sucumbió bajo la cascada de proyectiles, que se precipitó sobre los exploradores de la Casa de Anar.

—¡Llevaos a los muertos! ¡Ayudad a los heridos! —bramó Alith, disparando una última flecha contra la avanzadilla de lanceros—. ¡Vamos hacia el nordeste! ¡Hay que alejarlos del campamento!

Bajo una nueva lluvia de flechas, los exploradores se escabulleron ladera abajo y enfilaron hacia la derecha. Abandonaron los parapetos naturales, salieron a la carrera detrás de Alith por la hondonada y ascendieron la loma del lado opuesto. El joven comandante elfo dio el alto cuando estuvieron nuevamente fuera de la vista de los arqueros de Anlec y apuntaron sus flechas hacia los lanceros, que en ese momento alcanzaban la cima que ellos acababan de abandonar.

Los lanceros se replegaron y desaparecieron de la cumbre, pero retornaron poco después, flanqueados por los arqueros de apoyo. Mientras ordenaba a sus exploradores una nueva retirada, Alith se preguntó cómo le iría a Anadriel y si los sectarios de Khaine ya habrían reaccionado al ataque. Luego, se concentró en el enemigo, que le pisaba los talones, y pensó que sería una mañana muy larga.

* * *

Los círculos que el halcón trazaba en el cielo informaban a Eothlir de que Alith y Anadriel estaban a punto de iniciar el ataque. También sobre el campamento de los adoradores de Khaine todo estaba preparado. Eothlir y Eoloran observaban a los sectarios. El más joven sostenía en la mano izquierda el estandarte recogido y plegado de la Casa de Anar, y con la derecha aferraba el acero dorado de Cyarith, la Espada de la Venganza del Alba, cuya empuñadura sentía cálida en la mano. El sol matinal que asomaba detrás de las montañas bañaba la hoja y, en el filo, centelleaba la energía mágica.

Detrás de Eoloran se encontraba Caenthras, en cuya mano apresaba el cuerno ondulado de un carnero, engalanado con cintas plateadas. A la señal del señor de la Casa de Anar, Caenthras se llevó el instrumento a los labios y emitió una nota larga y aguda. Dio otros tres toques con el cuerno y las notas resonaron en el campamento que se extendía a sus pies.

Eothlir esperó unos instantes mientras el sonido del cuerno iba despertando a los estupefactos elfos. Avistó al heraldo de Khaine, con la máscara reluciente, saliendo a trancos de un pabellón con las paredes manchadas de sangre. El sacerdote agitaba los brazos frenéticamente, tratando de despertar a sus seguidores. Cuando un número considerable de adeptos se había congregado en torno a su líder, Eothlir deshizo el nudo alrededor de la tela, desplegó el magnífico estandarte y lo alzó a la vista de todos.

Plantó el emblema en la hierba mullida de la cima de la colina y dio un paso al frente. Caenthras tocó otra nota larga y estridente, que atrajo todas las miradas hacia la colina.

—¡He aquí el poderoso Eoloran de Anar, señor de estas tierras! —vociferó Eothlir—. ¡Habéis penetrado sin permiso en sus dominios! ¡El señor de Anar exige que esta turba de harapientos los abandone inmediatamente y regrese a los agujeros donde fue engendrada! Renuncia a ser acusado de cobarde por asesinar a quien no puede defenderse y, por tanto, reta a sus deshonrosos enemigos a medir sus hojas contra verdaderos guerreros. Sin embargo, no carece de piedad y escuchará los ruegos de todo aquel que suplique perdón por los crímenes que ha cometido. ¡Quien abjure de su falso credo será recompensado con la paz de Isha!

Eothlir dio un paso atrás, y Caenthras emitió otro toque con el cuerno para indicar que el comunicado había finalizado.

—Esto debería hacerles pensar —dijo Eoloran, sonriendo con gravedad—. Creo que la parte de «la paz de Isha», en particular, hará que se vayan.

Eothlir no pudo evitar sonreírse, convencido de que las provocaciones obtendrían los frutos deseados. Miró por encima del hombro y contempló los millares de guerreros de los Anar listos para la batalla, que aguardaban fuera del campo visual de los seguidores de Khaine. Los arqueros formaban una línea justo debajo de las cimas de las colinas de los alrededores, con las compañías de lanceros a su espalda. Los estandartes se sacudían con el viento matinal y las afiladas puntas de las lanzas y de las flechas resplandecían a la luz del sol. Ataviadas con sus uniformes azul marino, las huestes eran un lago de aguas profundas en cuya superficie reverberaban los rayos de sol.

—Ahí vienen —masculló Caenthras.

Eothlir devolvió la vista al campamento y vio varios centenares de adeptos que se alejaban de las tiendas en tropel en dirección a la posición de los Anar. Meneó la cabeza ligeramente, casi avergonzado por la perfección con la que estaba marchando el plan. La verdad era que el enemigo había renunciado a cualquier derecho de ser considerado civilizado y en su sano juicio.

Eoloran dio media vuelta y descendió por la colina, dando la señal de avance a sus arqueros, y se incorporó al ala derecha de las huestes cuando el primer sectario llegó al pie de la primera loma.

Ésos eran los peores, los que se lanzaban al ataque con un absoluto desapego a sus vidas. Empuñaban cuchillos y espadas; en el cuerpo exhibían dibujos trazados con sangre y llevaban el pelo en punta y también embadurnado de sangre. A pesar de la aparición de miles de arqueros en la cima de la colina no se replantearon su atolondrada carga.

Eothlir oyó la orden de su padre y observó sin ninguna emoción la nube de flechas que cubrió el cielo. La oscura tromba de proyectiles se precipitó en masa sobre la ladera poblada de adeptos y ni uno solo de ellos sobrevivió.

El heraldo de Khaine ya estaba reuniendo una fuerza más cohesionada. Arrastrados por el viento llegaban los berridos que el sumo sacerdote y sus subalternos proferían mientras recorrían la irregular línea de sectarios, rociándolos con sangre de los sacrificios y exhortándolos a matar a los ofensores del Señor del Asesinato. Al igual que durante la ceremonia de la noche anterior, los adeptos aullaban, y chillaban y vociferaban alabanzas a Khaine, o simplemente exteriorizaban mediante gritos ininteligibles la ira que bullía en su interior.

Los tambores se unieron a la algarabía gutural y rápidamente marcaron un ritmo frenético que retumbó en las laderas de las colinas. Eothlir sintió que se le aceleraba el corazón con aquel ritmo marcial y que los oídos le palpitaban con el golpeteo de los tambores. Sin duda, la cadencia que marcaban tenía algo de mágico, ya que se notó desbordado de furia y tuvo que refrenar el impulso de lanzarse a la carga. Echó un vistazo a los demás y vio que pugnaban contra la misma tentación.

—¡Mantened la posición! —gritó Eothlir—. ¡Esperad mi orden!

Estiró el brazo derecho y sostuvo Cyarith a la altura del hombro, paralela al suelo, como si se tratase de una barrera que contenía a los miles de lanceros que esperaban detrás de ella. El brazo de Eothlir tembló un momento; a medida que su excitación alimentaba la magia de la espada, la empuñadura subía de temperatura.

El señor de Anar se humedeció los labios; notaba como la espada recogía energía del aire que la envolvía.

El heraldo de Khaine marchaba con paso firme al frente de sus millares de seguidores. El golpeteo de los tambores persistía, ahora acompañado por las pisadas de los pies descalzos en el duro suelo. Los gritos de los sectarios habían convergido en un único cántico —«¡Khaine! ¡Khaine! ¡Khaine!»—, que puso a Eothlir los pelos de punta. Las energías de las tinieblas se arremolinaban en el cielo. Si bien el aire estaba limpio, el tono rojizo de la luz del amanecer fue oscureciéndose hasta convertirse en un velo carmesí que cubrió a los elfos. Los sentidos mágicos de Eothlir palpitaban siguiendo una cadencia invisible en consonancia con el pulso acelerado de su corazón.

Más veloz que sus guerreros, el heraldo de Khaine se detuvo a una docena de pasos del ejército de la Casa de Anar y, con gran pompa, sacó dos cuchillos del cinturón. Eothlir se estremeció al ver las dagas para sacrificios. Aunque resultaba imposible hasta para un elfo verlas desde aquella distancia, Eothlir podía sentir las runas de Khaine grabadas en las hojas, unas marcas vivas en su memoria.

El heraldo de Khaine cruzó los brazos, apoyó la punta de cada acero en el hombro opuesto y, con un rápido movimiento, se rajó el pecho. Abrió los brazos y la sangre brotó de las heridas, y las gotitas carmesíes salieron disparadas de las hojas.

Eothlir sintió náuseas al ver las gotas de sangre volatilizándose y formando una neblina rojiza cada vez más densa, una nube de sangre que finalmente ocultó al heraldo. La nube se expandió; un extremo ascendió en dirección a Eothlir, mientras que el otro se precipitó como una cascada por la ladera hacia los adoradores de Khaine.

—¡Ahora! —gritó Eothlir a su padre al comprender que muy pronto la nube ocultaría al enemigo.

Eoloran no cuestionó la orden de su hijo y dio la señal a los arqueros. Las largas líneas dispararon sus proyectiles contra la estridente muchedumbre congregada debajo. Muchos sectarios cayeron víctimas de la descarga, atravesados por las flechas de los Anar, pero la neblina roja envolvió rápidamente a los supervivientes. Los arqueros continuaron disparando contra la turbia nube que se propagaba hacia ellos, aunque sin demasiadas esperanzas de alcanzar sus objetivos.

Eothlir se dio cuenta de que el encantamiento no tardaría en cubrir toda la ladera y entonces los arqueros resultarían inútiles, así que no aguardó la orden de su padre y se volvió a los lanceros que esperaban en las pendientes más retrasadas.

—¡Avanzad hasta vuestras posiciones! ¡Deprisa! —bramó, enarbolando la espada por encima de la cabeza y apuntando al frente con ella, como si pudiera arrastrar a las compañías hasta la posición.

Las notas del cuerno dieron la señal para el avance y en la ladera retumbaron las pisadas firmes de miles de soldados.

La niebla carmesí había alcanzado la cima de la colina, y Eothlir notó un sabor a sangre en la boca mientras la nube mágica lo engullía hasta sus entrañas rubicundas. Las gotas de sangre le corrían por el rostro y se incrustaban en la fina malla de la cota de plata. La empuñadura de Cyarith se le resbalaba. Se miró la mano y vio que apretaba el puño con tanta fuerza que se había clavado las uñas en la palma, que sangraba. Su sangre se mezclaba con la turbia nube que lo envolvía.

A su alrededor, aparecieron unas figuras oscuras, unas siluetas recortadas en la neblina rubicunda con el sol a la espalda. Suspiró, aliviado, al ver rostros familiares. Se trataba de Thorinan, Casadir, Lirunein y otros leales a la Casa de Anar. Sostenían delante sus refinados escudos blancos y las lanzas con el fuste negro caladas. Los guerreros de la Casa de Anar se congregaron alrededor de sus compañeros.

* * *

Centenares de arqueros flanquearon las cimas de los montes que rodeaban el campamento de los guerreros de Anlec, muy superiores en número a los elfos al mando de Alith. Los exploradores se habían dispersado por la cadena de colinas que quedaban al oeste del enemigo y se habían puesto a cubierto entre los arbustos y las hierbas esparcidos por el terreno.

Alith sintió un golpecito en el hombro y se volvió. Anraneir le señalaba el sur. El joven Anar distinguió una extraña nube en la distancia, un miasma rojo que envolvía las colinas que rodeaban el campamento de los adoradores de Khaine. No entendía lo que veía, pero no presagiaba nada bueno.

En ese preciso momento, Alith oyó las pisadas trepidantes procedentes de la ladera opuesta. Aunque el origen del ruido quedaba fuera de su campo visual, al punto tuvo claro que el sonido se alejaba hacia el sur. Su temor fue en aumento cuando se dio cuenta de que los lanceros de Anlec abandonaban el campamento en dirección al contingente principal de los Anar, convencidos de que los arqueros los protegían.

—Al parecer nuestra presa ya se ha cansado de mordisquear el cebo —observó Anraneir.

Alith asintió con el ceño fruncido y una expresión meditabunda en el rostro. El plan de atraer las tropas de Anlec había fracasado. Poco podían hacer unos centenares de arqueros contra unas huestes de aquellas dimensiones si éstas no los consideraban una amenaza.

—Debemos captar su atención —declaró Alith, que dio media vuelta y emprendió el descenso por la ladera haciendo un gesto a Anraneir para que lo siguiera—. Cuando la presa elude al cazador, el cazador se encomienda a Kurnous.

Ante la mirada desconcertada de Anraneir, Alith extrajo una flecha de la aljaba colgada a la espalda. Con aire pensativo, el joven noble recorrió con el dedo la saeta desde las plumas hasta la punta, en cuya cabeza afilada se demoró unos instantes.

Alith pronunció, entonces, la palabra para prender fuego utilizada en el santuario de Kurnous, y en la punta de la flecha apareció una reluciente llama amarilla. Orientó el arco hacia el cielo y disparó la saeta llameante en dirección al campamento. La llama trepó fluctuando por el cielo hasta perderse de vista.

—Informad a los demás —dijo Alith—. Hay que incendiar el campamento.

Anraneir sonrió, admirado, y recorrió rápidamente la línea de exploradores transmitiendo las órdenes del joven príncipe. Alith sacó otra flecha y repitió el proceso para prender la punta antes de dispararla. Enseguida una línea de destellos llameantes trazó un arco desde la ladera y aterrizó en el campamento, más allá de los arqueros enemigos. Alith no tenía forma de saber cuántos proyectiles habían hecho blanco, pero después de varias ráfagas una oscura y densa nube de humo se elevó por el cielo.

—¡Funciona! —exclamó riendo Anraneir, regresando junto a Alith.

Alith volvió gateando a la cima de la colina y vio que los arqueros de Anlec avanzaban con las flechas ancladas a las cuerdas de sus armas. Bastaba con que los exploradores se replegaran en dirección opuesta a las fuerzas enemigas para sacarlas del campamento.

—Rodeadlos por el norte. No dejéis que os vean —ordenó Alith, que se había colgado el arco y había gateado de regreso junto a Anraneir—. Aunque no tengo mucha experiencia como bailarín, sé que en el baile hay que llevar la iniciativa.

—¡Pues va a ser un baile la mar de divertido! —exclamó Anraneir.

* * *

La neblina roja no permitía ver nada más allá de veinte pasos. Eothlir escudriñaba con nerviosismo las profundidades cambiantes de la nube, tratando de vislumbrar algún indicio del enemigo, cuyos gritos y aullidos sonaban cada vez más cercanos, pese a que el gas mágico amortiguaba el estruendo.

—¡Silencio! —espetó Eothlir.

En cuestión de segundos, las líneas de lanceros enmudecieron y se quedaron como estatuas, de modo que no hubo un tintineo de armadura ni un murmullo que rompiera el silencio.

Eothlir escuchó detenidamente el bullicio cada vez más cercano de los sectarios y le dio la impresión de que provenía de su izquierda.

—¡Por el oeste! —advirtió a sus huestes.

Las palabras acababan de abandonar sus labios cuando en la penumbra apareció una oscura masa que rápidamente se descompuso en figuras desatadas que se precipitaban hacia ellos. Miles de adeptos ascendían enloquecidamente por la ladera de la colina gritando y jadeando; enarbolaban dagas y espadas de hojas serradas, con las facciones contraídas en una expresión de lascivia y odio o con la viva imagen de la ira en los rostros.

Los sectarios arremetieron contra los lanceros de los Anar, saltando sobre ellos cuando aún los separaban varios pasos y aterrizando con sus hojas centelleantes por delante. Las huestes de Eothlir alzaron los escudos para repeler los golpes y el choque de metales resonó amortiguado en la niebla. Por todo el campo de batalla se extendió el fragor de los gritos de guerra de los Anar mezclados con las plegarias a Khaine y el repique de aceros.

Eothlir no apreciaba con claridad lo que ocurría, pero su preocupación se centró con rapidez en lo que le llegaba de frente, ya que otra oleada de sectarios ascendía atropelladamente por la ladera.

—¡Tomad todos los prisioneros que sea posible! —gruñó Eothlir—. Mi padre quiere interrogar a los cómplices de Morathi. Si podéis, apresad con vida al heraldo de Khaine.

Apenas una docena de pasos separaba a los soldados de los Anar, de los adeptos, que seguían ascendiendo a la carrera. Eothlir enarboló a Cyarith con una mano y con la otra sacó una daga que llevaba en el cinturón. Cuando los sectarios se acercaron a media docena de pasos, el príncipe Anar se lanzó contra ellos y con Cyarith rebanó la cabeza de un sectario, mientras que con el cuchillo rajaba el pecho desnudo de otro.

Esquivó una hoja directa a su cara y hundió la punta de la espada en la garganta de un tercer adorador de Khaine. Un instante después, la línea de lanceros embistió a los sectarios que rodeaban a Eothlir, y se desencadenó el caos de las batallas.

El muro de moharras sesgó el grueso de los adeptos y los soldados de los Anar avanzaron, clavando las lanzas a sus adversarios y, una vez heridos éstos, quitándoselos de en medio a golpetazos con los escudos. La ferocidad controlada de la falange no encontraba rival en el ataque desordenado de los sectarios, que retrocedían demolidos por el contraataque.

—¡No descendáis! —bramó Eothlir, preocupado porque el ímpetu de los lanceros los llevara colina abajo.

La compañía de Eothlir regresó a la cima de la colina sin romper la línea. Los adeptos reanudaron el ataque, agachándose bajo las lanzas para arremeter contra las piernas de los guerreros. Eothlir esquivó los golpes, rebanó y mató con Cyarith, y acabó con todos los adeptos que lo acechaban. Los heridos de ambos bandos iban acumulándose rápidamente sobre la hierba y aumentaban los gritos de dolor. Los adeptos no hacían caso de sus bajas y seguían apretando, espoleados por su sed de sangre. Los lanceros aguantaban, firmes, las embestidas de los desquiciados asesinos, y nuevos efectivos se sumaban a la línea para ocupar las brechas que iban dejando los compañeros que caían.

Atrapado en la vorágine de aceros y gritos, Eothlir no podía hacer otra cosa que pelear por su vida. Cercenó el brazo de un adepto enfervorizado y hundió la daga en la entrepierna de otro. Las hojas chirriaban en su armadura mientras él propinaba un puñetazo en el rostro de un sectario y le rompía los huesos con la manopla. Cyarith trazó un amplio arco en el aire y seccionó la pierna de otro oponente, que se precipitó por la ladera dando volteretas y sin dejar de proferir obscenidades.

Eothlir sintió una ráfaga de consternación, casi como una brisa fría que le rozaba la piel. Llegaba de su derecha, acompañada por chillidos estridentes de dolor y sollozos. Se abrió paso a golpe de espada entre los sectarios en dirección al origen de la turbulencia. Empujó a un lado a uno de sus propios guerreros; el tumulto se abrió, y Eothlir vio al heraldo de Khaine.

Una pila de cadáveres rodeaba al sumo sacerdote. Estaba empapado de sangre y con los brazos abiertos, y empuñaba una larga daga en cada mano. Unas llamas oscuras ardían en las cicatrices de las inscripciones grabadas en su cuerpo, y el poder de la magia hacia que su máscara de demonio se retorciera y gruñera. Saltó hacía delante dejando una estela de sombras espectrales rojas y lanzó un tajo con la hoja que aferraba en la mano derecha. La daga atravesó limpiamente un escudo, y el brazo que lo sujetaba salió volando por el aire. No había hoja ni armadura que soportara aquellas dagas maldecidas por Khaine, y en un abrir y cerrar de ojos, varios elfos cayeron como moscas, víctimas de sus perversas atenciones.

Un lancero se levantó detrás del heraldo de Khaine apoyando lastimosamente todo el peso del cuerpo en su arma y, con un esfuerzo evidente, hundió la lanza en la espalda del sacerdote, hasta que la punta sobresalió de su estómago.

El sumo sacerdote se derrumbó sobre las rodillas, pero su desfallecimiento sólo duró un instante fugaz. Se levantó de nuevo, dio media vuelta y le arrebató la lanza al elfo. El heraldo sacudió la mano con una velocidad inusitada y en el rostro del lancero apareció una daga; el elfo cayó desplomado, gritando de dolor. El heraldo de Khaine partió, entonces, la vara que le atravesaba el torso, se extrajo la lanza y soltó las dos mitades en el suelo. La sangre salió a borbotones de la herida y formó un charco a los pies del sacerdote.

—¡Acepta esta ofrenda, mi más amado señor! —exclamó el heraldo, levantando al cielo las manos ensangrentadas.

Unas llamas negras brotaron en las yemas de los dedos del heraldo de Khaine, se propagaron por sus brazos y centellearon por todo su maltrecho cuerpo. La carne del sacerdote se agrietó y ardió, pero a medida que el pellejo se desprendía de su cuerpo iba dejando al descubierto una piel incólume y libre de la terrible herida.

Con el fuego mágico llameando por su figura, el heraldo de Khaine se adelantó y se agachó para extraer el cuchillo del lancero muerto, y en cuestión de segundos, estaba luchando de nuevo para despejar una senda ensangrentada entre los guerreros de los Anar.

Eothlir se abrió paso con su espada entre el tumulto de sectarios que seguían la estela carmesí de su líder. Seccionó brazos y piernas, hundió a Cyarith en esternones y rebanó gargantas en un interminable torbellino de acero.

—¡Enfréntate a un verdadero hijo de Nagarythe! —bramó el señor de Anar, emergiendo de entre los cuerpos desplomados de sus oponentes.

El heraldo de Khaine se volvió como una exhalación y encaró a Eothlir. En los orificios para los ojos de su máscara ardía un fuego blanco. El resplandor de aquella mirada sobrenatural aterrorizó a Eothlir, pues era como si estuviera mirando a los ojos al mismísimo dios de la Mano Ensangrentada.

—Tu agonía será un auténtico deleite para mi señor —gruñó el heraldo. Su voz era áspera y tenía un matiz metálico—. Toda victoria precisa su bendición, y tu destino está sellado.

El heraldo de Khaine se lanzó hacia delante, rompiendo el vínculo entre sus ojos y los de Eothlir. Por puro instinto, el príncipe se agachó y, arrojándose hacia la derecha, esquivó por un milímetro las dagas del sacerdote, que cortaron el aire con un zumbido.

Eothlir rodó por el suelo y se puso en pie; detuvo un golpe con la hoja de Cyarith y arremetió con el cuchillo. El heraldo se balanceó para eludir el tajo, reculó rápidamente de puntillas y sus dagas se entrecruzaron en una compleja coreografía de movimientos fluidos e hipnotizantes. Eothlir mantuvo la mirada clavada en la máscara de su oponente, ignorando el horripilante escalofrío que le subía por la espalda provocado por el sigilo que dibujaban los aceros del heraldo entrelazándose en el aire.

Eothlir bajó el brazo izquierdo y armó el derecho con Cyarith para descargar la espada sobre la muñeca del heraldo. La mano del sacerdote salió volando por el aire, apresando todavía la siniestra daga. Eothlir dio un salto hacia atrás cuando el heraldo lanzó una nueva acometida, rápido como una serpiente, y la punta de un cuchillo destelló a menos de un centímetro de la garganta del señor de Anar, que se apartó buscando un hueco por donde atacar el brazo sano del heraldo, con la esperanza de despojarlo del arma que le confería tanto poder.

Justo cuando a Eothlir se le presentó la oportunidad, Caenthras se le adelantó como una exhalación, rugiendo con ira y blandiendo con las dos manos su lanza Khiratoth, la Zarpa Devastadora. El veterano guerrero hundió la punta del arma en el pecho del heraldo de Khaine, y de Kbiratoth brotó una llama azul que desintegró el cuerpo del sacerdote, que quedó envuelto por la nube de humo de la explosión. Caenthras atravesó los restos humeantes del sacerdote sin volver la mirada atrás y cargó contra los sectarios, que habían interrumpido momentáneamente su ataque, consternados por la desaparición de su líder.

La repentina irrupción de Caenthras había dejado desconcertado a Eothlir, que se tomó unos instantes para digerir lo ocurrido. Entretanto, algunos sectarios reaccionaron y salieron huyendo de Caenthras; sin embargo, muchos más se lanzaron en tropel, aullando y ululando, ávidos de venganza. Eothlir se armó de valor mientras los lanceros cerraban filas y se preparaban para afrontar el nuevo embate.

A pesar de los extraordinarios esfuerzos de Alith, las huestes de Anlec habían empujado a sus exploradores hasta una posición que dejaba el campamento fuera del alcance de sus flechas. Las tropas enemigas se habían detenido donde los proyectiles de la partida de Alith no podían alcanzarlas, y las filas apretadas de lanceros los miraban con desdén desde la colina opuesta. El sol ya casi señalaba el mediodía. Los contingentes se encontraban cara a cara y los oficiales aguardaban acontecimientos.

—Bueno, ya tenemos su atención, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Anraneir.

—Hay algo inquietante —contestó Alith, pronunciando en voz alta una preocupación que había estado creciendo en su interior—. Veo arcos y lanzas, pero no caballos. Los ejércitos de Anlec están compuestos de arqueros, lanceros y caballeros.

—Entonces, ¿dónde están los caballeros? —inquirió Anraneir, echando un vistazo por encima del hombro como si esperase ver la caballería enemiga aproximándose en ese preciso instante.

—Quizá los sectarios se comieron sus corceles —respondió riendo Khillrallion.

—Yo diría que han partido hacia Ealith para intimidar a Malekith —dijo Alith.

—¿Y si regresan? —preguntó Khillrallion, con una mueca de nerviosismo—. No podemos superar la caballería.

—Tenemos que permanecer aquí para evitar que los sectarios reciban refuerzos —repuso Alith—. Ya sea para bien o para mal, poco podemos hacer nosotros. Si nos replegamos, los guerreros avanzarán hacia el sur y atacarán al ejército de mi padre.

—Sería conveniente decidir un plan para el supuesto de que aparezca la caballería —señaló Anraneir.

Alith paseó la mirada alrededor. Lo único que veía en las estribaciones de los Annulii eran arbustos y árboles. Si bien aquellas tierras pertenecían a su familia, no las conocía con la misma profundidad que las montañas, de modo que para el caso era lo mismo que si se encontrara en Saphery o Cracia.

—Quizá esto nos ayude —dijo Anraneir, sacando un rollo de pergamino.

Alith lo tomó y lo sostuvo en el aire, para que se desplegara por su propio peso. El documento resultó ser uno de los mapas de Eoloran.

—¿Cuál es nuestra posición actual? —preguntó Alith, que se lamentaba por no haber prestado más atención durante la junta de guerra.

Anraneir suspiró y señaló el noroeste, y luego el mapa.

—Ealith se alza en esa dirección. Estamos en los aledaños de las estribaciones, aquí —explicó el explorador—. Si necesitáramos escondernos de la caballería, sugeriría el Valle de Athrian, hacia el nordeste. En el caso de que se acercara la caballería enemiga, nos habríamos cobijado bajo los árboles antes de que cayera sobre nosotros.

—Siempre y cuando advirtamos su llegada con suficiente antelación —apuntó Khillrallion.

—Buena apreciación —dijo Alith, que asintió con la cabeza a Anraneir y le devolvió el mapa—. Llevaos cinco exploradores, dirigios al norte y estad atentos a la llegada de visitas desagradables.

Anraneir volvió a guardarse el mapa en el morral y se alejó con paso ligero y vociferando una ristra de nombres. Alith tamborileó con los dedos sobre la ancha hebilla de plata de su cinturón, absorto en sus pensamientos.

Los lanceros enemigos no habían variado su posición y no daban muestras de tener intención de atacar.

Alith se volvió repentinamente a Khillrallion.

—¿Alguna sugerencia sobre lo que debemos hacer ahora? —preguntó Alith.

Khillrallion meditó unos instantes; al cabo, se le dibujó una sonrisa en los labios.

—Me sé unas canciones fantásticas…

* * *

Alith admiró la paciencia, no así la lealtad, de quienquiera que comandara las huestes de Anlec. Pasado el mediodía, los guerreros de armaduras negras no habían bajado la guardia y se mantenían preparados para un posible ataque de la cuadrilla de exploradores, formados en filas silenciosas a pesar de que la temperatura no dejaba de subir. Habría sido una tontería que se hubieran lanzado en persecución de los elfos de la Casa de Anar, pues éstos no cargaban con el lastre de las armaduras, y la posibilidad de darles caza era nula. Por el contrario, el oficial de las huestes de Anlec había optado por esperar. La pasividad del enemigo enervaba a Alith, receloso porque no se le estuviera escapando alguna especie de truco del enemigo y preocupado porque su oponente supiera algo que él desconocía, como, por ejemplo, cuándo regresaría la caballería.

Cada dos por tres, Alith se adelantaba ligeramente con sus exploradores, disparaban un puñado de flechas contra las tropas de Anlec y volvían a retroceder a una nueva posición. Más que nada lo hacía para combatir el aburrimiento, aunque para sus adentros se justificaba con que ese acoso era una manera de minar la moral del enemigo. La realidad era que a cada uno de sus exploradores le quedaba alrededor de media docena de flechas, así que si el enemigo finalmente decidía salir tras ellos, poco podrían hacer aparte de correr.

Entrada ya la tarde, Alith oteaba constantemente el sur en busca de algún indicio de su padre y de su abuelo, y luego dirigía la mirada al norte, por si aparecía alguna señal de advertencia de la aproximación de la caballería. Confiaba en la victoria del grueso del ejército comandado por Eothlir sobre los adoradores de Khaine, pero según pasaba el tiempo crecía su ansiedad por divisar los estandartes de los Anar ondeando sobre las colinas.

—¡Mirad! —exclamó Khillrallion, sacudiendo la cabeza hacia el sur.

—Por fin —suspiró Alith cuando vio el resplandor revelador de las armaduras de los soldados que coronaban la lejana cumbre de una colina.

El oficial enemigo también se había percatado de la situación y las compañías de lanceros se desentendieron de los exploradores, giraron rápidamente y se desplegaron hacia el sur para enfrentarse al nuevo adversario. Alith estaba a punto de dar la orden de arremeter contra las columnas de Anlec por la retaguardia cuando un grito llevó su atención al norte.

—¡Jinetes! —bramó Anraneir, que apareció corriendo por una cresta al norte—. ¡Centenares!

—¡Hacia el nordeste! —espetó Alith, irguiéndose—. ¡A la carrera!

Los exploradores se precipitaron por la falda de la colina, franqueando con agilidad los arbustos y las rocas que encontraban a su paso. Con un ritmo rápido y constante se dirigieron a los bosques del Valle de Athrian, desviando la mirada constantemente al norte. Alith vislumbró en el horizonte una nube de polvo que se les acercaba con cierta velocidad, aunque todavía no se veía a los jinetes.

—¡Más deprisa! —apremió a sus guerreros, apretando él mismo el paso.

La arboleda del Valle de Athrian apareció ante Alith cuando alcanzó la cima de una escarpada colina. Un arroyo fluía desde las lejanas montañas y atravesaba sinuosamente el valle que se desplegaba a sus pies. Ambas orillas estaban pobladas de esbeltos pinos, y a medida que se ensanchaba el arroyo, el pinar se expandía por el profundo valle formando una masa de árboles lo suficientemente vasta como para cobijar a los elfos.

Alith sentía como trepidaba el suelo aporreado por miles de cascos. El estrépito lo perseguía mientras corría hacia los primeros árboles que crecían de forma dispersa en los límites del bosque. A ese estruendo se sumaron el tintineo de los arneses y los gritos. Camuflado por el ramaje de los árboles y según corría, Alith tuvo el coraje de echar un vistazo a su izquierda. Vio unas extensas líneas de caballeros que coronaban una colina a unos escasos doscientos metros de él.

Los jinetes emergieron de la humareda que había levantado el galope de las monturas. Pero no se trataba de los siniestros caballeros de armaduras negras de Anlec; los jinetes que veía vestían de un azul y un blanco resplandecientes, y llevaban unas armaduras con la malla plateada. Los estandartes que portaban exhibían caballos blancos bordados, y las cabezas de sus monturas y sus propios cascos estaban engalanados con plumas de alegres colores.

—¡Caballeros de Ellyrion! —exclamó riendo Alith, que frenó en seco y derrapó sobre la fina alfombra de pinocha, sumido en las sombras de los árboles.

No se explicaba qué hacían tan lejos de sus tierras, pero una sonrisa de oreja a oreja le iluminó el rostro nada más identificarlos. Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos hasta la entrada del bosque, desde donde contempló, rodeado por otros exploradores que también admiraban el espectáculo, a los Guardianes de Ellyrion descendiendo por la ladera.

Los jinetes aferraban lanzas con las moharras en forma de hoja, y los arreos de sus corceles refulgían a la luz del sol. A medida que se acercaban, Alith empezó a distinguir sus caras. Pero un escalofrío le recorrió la espalda cuando advirtió la expresión de gravedad en los rostros de los caballeros, mientras unos calaban las lanzas para cargar, y otros, armados de arcos, disparaban cabalgando al galope unas saetas dirigidas a Alith y sus exploradores.

—¡Al bosque! —gritó el joven elfo, que saltó hacia el tronco más cercano, trepó por el ramaje con la agilidad de un gato y se deslizó entre las hojas afiladas hasta el extremo de una rama.

—¡Somos amigos! —rugió Alith, haciendo bocina con las manos para que su voz se elevara por encima del resuello de los corceles y el estruendo de los cascos—. ¡Bajad las armas!

Docenas de jinetes convergieron en el árbol, con las cuerdas de los arcos tensas y las flechas ancladas. Un grupo de caballeros se adelantó bajo un estandarte con la figura de un caballo plateado sobre un fondo circular azul y decorado con una crin blanca.

—¡Pertenecemos a la Casa de Anar! —gritó Alith, aunque dudaba de que ese nombre tuviera algún peso entre los Guardianes de Ellyrion.

Un jinete con el casco dorado y coronado por una cresta de crin se escindió del grupo con la lanza acomodada bajo un brazo y un escudo de oro con un semental rampante repujado en el otro.

—Soy el príncipe Aneltain de Ellyrion —espetó el elfo, protegiéndose los ojos del sol para examinar a Alith.

—Alith de Anar —respondió Alith, enderezándose con cautela—. Decidme a quién habéis jurado lealtad y explicad vuestra presencia en nuestras tierras.

—Debo lealtad al Rey Fénix y he cabalgado toda la noche para unirme en la batalla al príncipe Malekith, legítimo señor de Nagarythe. Me dirijo al Paso del Unicornio en cumplimiento de las disposiciones de mi señor, el príncipe Finudel.

Alith saltó con pericia de la rama, aterrizó sobre la alta hierba muy cerca de Aneltain y alzó la mano a modo de saludo. Los jinetes estrecharon el círculo a su alrededor con actitud amenazante.

—Soy hijo de Eothlir y nieto de Eoloran de Anar —repuso Alith—. Compartimos enemigo. —Se volvió y señaló hacia el sur—. En estos momentos, los guerreros de la Casa de Anar están luchando contra los traidores de Anlec. Vuestra presencia será bien recibida por mi abuelo. Después, podréis contarnos cómo le van las cosas al príncipe Malekith en Ealith.

Aneltain se inclinó y habló con uno de sus caballeros, quien inmediatamente sacó un cuerno enroscado de oro y tocó una secuencia de notas. Los Guardianes de Ellyrion reaccionaron a la orden abandonando el bosque y formando de nuevo en largas columnas. Aneltain se quedó solo con Alith. El príncipe de Ellyrion codeó ligeramente su montura para acercarse al muchacho y se encorvó sobre la silla para hablarle. La escasa distancia permitió a Alith advertir una herida reciente en la mejilla del príncipe y la suciedad en la capa, que delataba la dureza del viaje.

—Ealith era una trampa —dijo Aneltain, sacudiendo la cabeza con profunda aflicción—. Malekith está replegándose hacia el oeste para embarcar en Galthyr. Haríais bien en regresar a vuestro hogar. Pero ya nos extenderemos sobre este tema cuando acabemos con las fuerzas enemigas que ahora nos ocupan.

Antes de que Alith pudiera articular una respuesta, Aneltain ya había girado el caballo y se alejaba al galope para colocarse al frente de su regimiento. Otro toque de cuerno puso en marcha a los caballeros, que se dirigieron a medio galope hacia el sur para sumarse al ejército de los Anar.

* * *

El jaleo de risas colmaba el pabellón de Eoloran, un sonido que Alith no había oído en mucho tiempo. Aneltain y sus capitanes brindaban por la victoria con copas de plata llenas de vino. También Eothlir sonreía, aunque su rostro conservaba una expresión meditabunda.

—Tenéis el agradecimiento de la Casa de Anar —declaró Eoloran, alzando su copa hacia Aneltain.

—¡Como ya nos habéis repetido una docena de veces, Eoloran! —replicó el príncipe de Ellyrion—. No nos debéis ninguna gratitud, pues sin vuestras huestes habríamos estado solos frente a los adoradores de Khaine. Le debemos a la fortuna, o quizá al ardid de Morai-Heg, que el príncipe Malekith me pidiera que llevara algunas de mis fuerzas directamente al sur. De lo contrario, la caballería que aniquilamos no muy lejos de Ealith habría sido un hueso duro de roer para vuestro ejército.

Alith se sorprendió al oír aquellas palabras, pues anteriormente Aneltain le había contado que Malekith lo había buscado con insistencia tras la batalla de Ealith y le había ordenado que regresara a Ellyrion por el Paso del Unicornio. Parecía algo más que una mera coincidencia que en su última entrevista Elthyrior le hubiera prometido que otros llegarían para corroborar la advertencia de que a Malekith le aguardaba una emboscada en Ealith. Era evidente que el legítimo señor de Nagarythe estaba al tanto de los movimientos de las tropas de la Casa de Anar y les había enviado refuerzos. Como en ocasiones anteriores, Alith se sulfuró por tener que guardarse aquella información, consciente de que si la divulgaba, estaría traicionando su pacto con Elthyrior.

—¿Creéis que Malekith alcanzará Galthyr? —inquirió Caenthras, levantando la mirada de la mesa con los mapas que había estado examinando concienzudamente desde que Alith había llegado—. ¿Qué ruta seguirá hasta el puerto? ¿En manos de quién lo encontrará?

Aneltain se encogió de hombros.

—No puedo daros una respuesta distinta a esas preguntas de la que vos mismo daríais —respondió el príncipe—. Sólo llevo en Nagarythe unos días. No son mis tierras y desconozco por completo vuestro pueblo. Lo único que puedo decir es que si hay alguien capaz de escabullirse de las garras de los sectarios, ése es Malekith. Dispone de un ejército poderoso y la distancia que debe recorrer no es excesiva. El príncipe es el guerrero más extraordinario y el comandante más sagaz que he visto jamás. Su flota personal le espera en Galthyr, y tengo la esperanza de que los gobernantes de la ciudad mantengan su oposición a Morathi.

—Una esperanza insólita en los tiempos que corren —señaló Eothlir, cuyo rostro adquirió un gesto de gravedad—. Sin embargo, es alentador pensar que no sólo los Anar plantan cara a la tiranía de Anlec.

—¿Regresará Malekith? —preguntó Caenthras, mirando fijamente a los oficiales de Ellyrion.

—Me atrevería a decir que no lo hará antes de la primavera —se aventuró a decir Eoloran—. Si bien todavía no ha sufrido una derrota propiamente dicha, este ataque parece haber sido un tanto… precipitado, si os interesa mi opinión. Uno no puede pretender presentarse en Anlec y llamar a sus puertas para que lo dejen entrar.

—Tenemos que concentrarnos en preparar el terreno para el regreso glorioso de nuestro señor —observó Eothlir—. Morathi ya conoce las intenciones de Malekith, de modo que hemos perdido el factor sorpresa. También debemos tener en cuenta que hemos alzado el brazo contra Anlec, y no sabemos cuándo asestará su golpe de respuesta.

—Hemos de seguir hostigando a los ejércitos de Morathi y mantenerlos distraídos mientras Malekith reagrupa sus fuerzas —apuntó Caenthras—. De ese modo, cuando regrese, encontrará un contrincante disgregado y descompuesto.

Alith recibió con preocupación tanto aquella propuesta como el efecto que tuvo en Eoloran, cuyo semblante delataba que estaba considerándola seriamente. La última batalla apenas había incidido en las fuerzas de los Anar, así que la advertencia de Elthyrior tenía que estar relacionada con unos acontecimientos que Alith todavía desconocía.

—No sería un movimiento inteligente —objetó Eothlir para alivio de su hijo—. Ahora que hemos sacudido el avispero deberíamos regresar a Elanardris y refugiarnos.

—Lo poco que he oído de los heraldos negros me inclina a pensar que ésa es la decisión más acertada —repuso Aneltain.

La mención de los heraldos negros atrajo inmediatamente la atención de Alith. También la de su abuelo.

—¿Heraldos negros? —gruñó Eoloran, entornando los ojos con recelo—. ¿Qué trato habéis tenido con esos oscuros jinetes?

La reacción del anciano elfo desconcertó a Aneltain, que se encogió de hombros en actitud defensiva.

—Actúan como exploradores de Malekith y nos condujeron a Ealith por una ruta secreta —respondió el príncipe de Ellyrion—. Una vez en la ciudadela, nos llegaron noticias de que marchaban ejércitos desde el norte, el oeste y el sur para congregarse en Ealith, sitiar al príncipe y aniquilar su ejército. No creo que las cosas le vayan mejor a la Casa de Anar si permanece en campo abierto.

—Ya hemos ayudado a Malekith —dijo Alith, dirigiendo sus palabras a su padre y a su abuelo—. El ejército que hemos arrasado hoy ya no representa ninguna amenaza para Malekith, y le hemos proporcionado tiempo para la retirada, como había propuesto Caenthras. Nuestras bajas son relativamente escasas de momento, pero eso podría cambiar de un día para otro si continuamos aquí. Además, ¿quién es capaz de adivinar qué fuerzas marcharán hacia nuestras tierras cuando Malekith se haya escabullido?

Eoloran se sentó a la mesa con los mapas y se frotó el ala de la nariz, como tenía por costumbre cuando se enfrascaba en profundas reflexiones. Cerró los ojos, dando la impresión de que se aislaba del mundo que lo rodeaba mientras ponderaba su decisión.

—Regresaremos a Elanardris —aseveró sin abrir los ojos.

Alith reprimió una explosión de alivio. Toda la ansiedad que había estado acumulando desde su encuentro con Elthyrior se disipó y, de repente, se sintió terriblemente agotado. Se excusó, dejó atrás las interminables deliberaciones de los señores y enfiló hacia su tienda, exhausto pero feliz. Elanardris sería un lugar seguro y pronto volvería a ver a Ashniel.