2: Las tinieblas procedentes de Anlec

DOS

Las tinieblas procedentes de Anlec

Para los elfos, cuyas vidas se prolongan durante siglos, el tiempo pasa volando. Un año para ellos es como un día para los hombres, de modo que sus planes y sus relaciones se desarrollan a un ritmo más lento. Alith de Anar, joven e impaciente, pasó dos años haciendo la corte a Ashniel —de solsticio de verano a solsticio de verano—, por medio de cartas y cortejos, bailes y cacerías. Embelesado por la belleza serena de la doncella naggarothi, el bisoño príncipe Anar dejó de lado sus mayores preocupaciones y se entregó a la felicidad durante un tiempo, o al menos al entusiasmo azuzado por la promesa de una felicidad futura, de modo que prestaba menos atención a las inquietudes que sus padres expresaban entre cuchicheos y no pasaba tanto tiempo en los bosques. Por el contrario, se encerraba en la biblioteca de Elanardris para dedicarse al estudio y a la memorización de poemas con los que impresionar a su enamorada, o a escuchar de boca de su madre las historias, las leyendas inmemoriales, de dos amantes divinos: Lileath y Kurnous.

Como muestra de su amor, Alith encargó al más afamado sastre la confección de una capa de color negro azulado, con incrustaciones de diamantes que representaban las estrellas, unidas con hilo de plata para componer las figuras geométricas de las constelaciones. Había leído los libros de astronomía disponibles en la biblioteca familiar, y él mismo había realizado el diseño, que reproducía la bóveda celeste sobre Ulthuan el día del alumbramiento de Ashniel. Había llevado a cabo las gestiones con secretismo, y ni siquiera su familia estaba al tanto, pues quería ofrecer el regalo a su enamorada el siguiente solsticio de verano y no estaba dispuesto a arriesgarse a que llegara hasta sus oídos ningún rumor sobre el asunto.

La noche ya caía sobre los jardines engalanados para las celebraciones, y los criados aparecieron con lámparas mágicas que colgaron de las ramas de los árboles. La luz dorada del atardecer se intensificó con el resplandor amarillo de las lámparas. Cuando por fin el sol desapareció y las estrellas se esparcieron por el cielo, todo quedó bañado por un brillo plateado. En el aire flotaba el parloteo de los elfos que recorrían los jardines y las vías que componían los elegantes alrededores de Elanardris, acompañado por el tintineo de las copas de cristal y el murmullo de las fuentes.

Alith recorrió como una sombra los grupos diseminados de invitados en busca de Ashniel, con la capa bajo el brazo y envuelta en un papel de seda importado de las colonias occidentales. El fardo era ligero como una pluma, pero le pesaba como si fuera de plomo. La excitación y el miedo pugnaban en el interior del joven elfo mientras rodeaba las zonas de césped y enfilaba de nuevo hacia el área pavimentada donde se servía el banquete.

Dos invitados se separaron un instante, y Alith vislumbró el rostro pálido de Ashniel, hermoso a la luz de las lámparas, con una expresión de elegancia y dignidad y un fulgor ceniciento en los ojos. Alith fue abriéndose paso entre la muchedumbre de elfos hasta que se vio obligado a detenerse en seco porque una figura de gran estatura se interpuso en su camino cuando apenas lo separaban unos pasos de la doncella. Levantó la mirada al mismo tiempo que giraba para franquear el obstáculo y descubrió en él el rostro de Caenthras, con una recelosa ceja enarcada.

—Alith —rugió Caenthras—, os andaba buscando.

—¿Sí? —respondió el joven, desconcertado y súbitamente angustiado—. ¿Para qué? Es decir, ¿qué puedo hacer por vos?

Caenthras esbozó una sonrisa y posó una mano sobre el hombro del muchacho.

—Relajaos, Alith —le tranquilizó el arrogante elfo—. No os traigo malas noticias, simplemente, una invitación.

—¡Ah! —exclamó Alith con un tono más animado—. ¿Para una cacería, quizá?

Caenthras suspiró y meneó la cabeza.

—No todo en la vida gira alrededor de los bosques, Alith. No. Hospedo en mi casa a unos visitantes de Anlec que me gustaría que conocierais: sacerdotisas que vaticinarán vuestro futuro y el de Ashniel. Había pensado que si los augurios os son favorables, podríamos discutir los detalles para la unión de ambas casas.

Alith abrió la boca para responder, pero entonces se dio cuenta de que no sabía qué decir. Apretó la mandíbula para evitar soltar alguna estupidez y se limitó a asentir con la cabeza, tratando de adoptar una expresión de elfo juicioso. Caenthras arrugó ligeramente la frente.

—Creí que os alegraríais.

—¡Y me alegro! —exclamó Alith, presa del pánico—. ¡Me alegro muchísimo! Suena maravilloso. Sin embargo…, ¿y si los presagios de las sacerdotisas son adversos?

—No os preocupéis, Alith. Estoy convencido de que los augurios serán favorables.

Caenthras se volvió y lanzó una mirada por encima del hombro en dirección a Ashniel y otra al bulto que cargaba Alith bajo el brazo. Tras hacer un gesto rotundo con la cabeza, tiró de Alith, lo abrazó por el pecho y lo condujo hasta la joven entre la aglomeración de elfos que la rodeaban.

—¡Hija mía, luz de los cielos invernales! —dijo Caenthras—. ¡Mirad lo que he encontrado merodeando por los alrededores como un ratón en su ratonera! Me parece que tiene algo que deciros.

Caenthras empujó a Alith, y el muchacho dio un par de pasos tambaleantes antes de detenerse frente a Ashniel. Hundió la mirada en los ojos grises de la joven y se derritió. El poema que había estado ensayando en la biblioteca se le escabullía de la memoria. Tragó saliva, intentado recomponerse.

—Hola, amor mío —dijo Ashniel, inclinándose para besar a Alith en la frente—. Llevo toda la noche esperándoos.

Su perfume, destilado de flores silvestres otoñales, asaltó la nariz de Alith, y el joven elfo sintió un mareo momentáneo.

—Esto es para vos —dijo, retrocediendo un paso y sacando atropelladamente el fardo.

Ashniel tomó el regalo, acarició el suave papel y admiró la cinta que lo envolvía, ligada con un intrincado nudo. Con la ayuda de Alith deshizo la cinta y dejó caer el papel, que aterrizó planeando sobre el suelo. Alith agarró la capa por el cuello y la desplegó para descubrir todo su maravilloso resplandor. Se oyeron exclamaciones de admiración entre el resto de elfos, y una sonrisa de fascinación se dibujó en los labios de Ashniel.

Alith miró a su alrededor y vio que un gran número de invitados se había congregado alrededor del patio. Varias docenas de elfos, entre quienes se encontraban su madre, su padre y su abuelo, contemplaban la escena, y pensó que quizá no había sido tan sagaz en su secretismo como había creído.

—Permitidme —dijo Caenthras, adelantándose y arrebatándole la capa de las manos.

Ciñó la prenda alrededor del cuello de su hija y, con gran habilidad, cerró el broche en forma de luna creciente sobre el hombro derecho de la muchacha. Nada más ver su obsequio sobre el cuerpo de Ashniel, las palabras retornaron a Alith de manera espontánea.

—Así como las estrellas iluminan la noche, vos alumbráis mi vida —recitó Alith, cogiéndose las manos a la altura del pecho y alzando los ojos al cielo—. Así como el mundo se descubre ante su mirada, mi vida se despliega ante la vuestra. El fulgor que la resplandeciente Lileath nos arroja con su belleza no es nada comparado con la luz que vos irradiáis.

Se oyeron nuevas exclamaciones de admiración entre los elfos reunidos, mezcladas con murmullos que lo censuraban por haber comparado la belleza de una mortal con la de la diosa Luna, pero el muchacho los ignoró, convencido de que no eran más que los comentarios de unos mojigatos.

—Mi corazón arde como el sol y quisiera que la luz que desprende se reflejara en vuestra alma —concluyó Alith.

Ashniel paseó la mirada con refinado regocijo por el resto de las doncellas congregadas, satisfecha por las expresiones de envidia que veía en sus rostros. Rodeó las mejillas de Alith con sus manos y replicó sonriendo:

—Lileath rechazó a Kurnous, pero yo no seguiré su ejemplo. El cazador ha capturado a su presa con la más deslumbrante de las trampas y nunca podré escapar.

Estalló una ovación cada vez más generalizada, y Alith y Ashniel se encontraron en el centro de una masa de elfos que se abrían paso a empellones, ansiosos por felicitarlos y examinar la delicada capa. Alith se dejó llevar por el momento y se sintió embriagado por una paz que no había experimentado en ninguna otra situación que no fuera en lo alto de las cumbres montañosas y con una flecha anclada a la cuerda del arco. Feliz, agarró una copa de vino de uno de los sirvientes y la alzó a modo de brindis en dirección a Caenthras, quien le correspondió con un gesto de reconocimiento hecho con la cabeza antes de desaparecer entre en el barullo.

Apenas asomaban las lunas por encima de las montañas cuando Gerithon, el consejero de los Anar, emergió apresuradamente de la mansión para departir con Eoloran y Eothlir. Alith se excusó ante Ashniel y se unió a su padre y su abuelo.

—Insiste en hablar con vos —dijo Gerithon.

—Entonces, traedlo —respondió Eoloran—. Oigamos lo que tenga que decir.

—Que así sea. Dejemos que se exprese delante de todos —añadió Eothlir.

Gerithon suspiró, resignado, y regresó a la residencia. A Alith se le pasó fugazmente por la cabeza la idea de que el visitante fuera el tenebroso jinete que había visto en el bosque algunos años atrás. Desde su primer encuentro con aquel elfo —o lo que suponía que era un elfo, pues no podía saberlo con certeza—, el joven príncipe lo había descubierto unas cuantas veces más observándolo desde la cresta de un monte o confundido entre los árboles de algún bosquecillo. En todas esas ocasiones, el jinete había desaparecido sin dejar rastro antes de que pudiera haberse acercado a él. Alith jamás había hablado con nadie sobre aquella extraña figura que lo observaba, temeroso de no poder dar respuestas a la alarma que generaría.

Sin embargo, quien llegó escoltado por Gerithon desde la casa no era el jinete, o si lo era, había mudado de vestimenta, pues iba ataviado a la manera de los adeptos a las sectas del placer, una serie de túnicas superpuestas de color púrpura, aunque traslúcidas, se solapaban sobre su cuerpo, de manera que ocultaban su desnudez y le permitían conservar cierta dignidad. En la ceja derecha llevaba un aro de plata del que colgaba un rubí ovalado, similar al que llevaba incrustado en la aleta izquierda de la nariz. La cabellera negra, si bien con las puntas descoloridas, le caía sobre los hombros trenzada con cuentas de cristal azules y rojas. Alith se fijó en que, a pesar de su apariencia decadente, el recién llegado llevaba una espada prendida del cinturón: un acero largo y delgado con la guarnición en forma de dos manos abiertas sujetando la hoja.

—Príncipes —dijo el visitante, haciendo una reverencia—, permitidme que me presente. Mi nombre es Heliocoran Haeithar. He cabalgado desde Anlec para hablaros.

—No hay mensaje proveniente de Anlec que deseemos oír —aseveró Eoloran.

La mayoría de los asistentes a la fiesta y unos cuantos sirvientes se habían congregado alrededor del recién llegado y se respiraba hostilidad en el aire, aunque Heliocoran parecía ajeno a la situación y continuó como si tal cosa.

—Su majestad, la reina Morathi, desea invitar a la Casa de Anar a una audiencia —informó Heliocoran. Recorrió a los asistentes con la mirada y añadió—: Y por la autoridad que me ha sido concedida, extiendo la invitación a los príncipes que se hallen aquí presentes.

—¿La reina Morathi? —espetó Eothlir—. Lo último que sabía era que Nagarythe estaba gobernado por el príncipe Malekith. No tenemos ninguna reina.

—Es una pena que se haya permitido que los falsos rumores propagados por Bel Shanaar arraiguen en estas tierras —se lamentó con voz mansa Heliocoran.

Alith examinó minuciosamente al enviado y se fijó en sus peculiares ojos; tenía las pupilas inquietantemente pequeñas y el iris verde cubría prácticamente toda la zona blanca de la esclerótica, a lo que se sumaba una delgada línea trazada con perfilador que provocaba un marcado y perturbador contraste.

—Ya decidiremos nosotros qué es verdad y qué mentira —declaró Eoloran—. Decid lo que hayáis venido a decir y marchaos.

—Como deseéis —repuso el heraldo, de nuevo haciendo una reverencia con excesiva afectación—. Los reinos de los demás príncipes se han conjurado contra Nagarythe y quieren convertir a Malekith en su títere. El príncipe teme regresar a Ulthuan en las condiciones actuales. Camaradas muy queridos por Malekith han sido tomados como rehenes para comprar la lealtad del príncipe. Ésa es la verdad. Los naggarothi han sido traicionados por Bel Shanaar, quien ya usurpó el trono del Fénix al sucesor legítimo de Aenarion. A medida que pasan los años, Bel Shanaar manifiesta con mayor elocuencia su rechazo a nuestras tradiciones y costumbres, y la reina Morathi se ha hartado de su hipocresía. Por eso, convoca a todos los príncipes, capitanes y lugartenientes aún leales al auténtico señor de Nagarythe y los invita a viajar a Anlec para la celebración de un concilio con las figuras más prominentes de estas tierras.

Su voz había adquirido un tono estridente, pero enseguida regresó al dócil susurro previo. Sus gestos parecían más propios de quien suplica confianza que de un heraldo ampuloso.

—Subalternos de Bel Shanaar, el Fénix usurpador —continuó el heraldo—, han asesinado y encarcelado a elfos inocentes; los han perseguido únicamente por entregarse al ocio y a su fe, los han acosado por perseverar en los cultos ancestrales de nuestro pueblo. Si no respondéis contra esta confabulación, Nagarythe se desmoronará, y linajes más débiles que los vuestros se enzarzarán en una lucha por el poder. Si no os importa que os arrebaten vuestras tierras, que encadenen a vuestros hijos y que vuestros sirvientes y vuestros vasallos se hundan en la miseria, permaneced aquí, continuad despreocupados y sin mover un dedo. Pero, si por el contrario, preferís que Morathi salvaguarde la herencia de Malekith para que el príncipe recupere su lugar legítimo como sucesor de Aenarion y señor de Ulthuan, debéis acompañarme en mi regreso a Anlec.

—Si bien no siento ningún cariño por Morathi, tampoco Bel Shanaar es objeto de mi afecto —declaró Caenthras, dando un paso adelante y saliéndose del corro de elfos que rodeaba a Heliocoran—. Si los guerreros del Rey Fénix se adentraran en mis dominios, ¿acudiría Anlec en mi auxilio?

—Eso deberemos tratarlo en el concilio —respondió el mensajero.

—¿Qué garantías nos ofrecéis de que no se trata de una trampa? —preguntó Quelor, uno de los príncipes aliados de la Casa de Anar—. ¿Quién nos asegura que en Anlec no nos aguardan grilletes y mazmorras inhóspitas?

—Precisamente esta división provoca el regocijo entre los agentes de nuestros enemigos —declaró Heliocoran—. Enfrentar a los naggarothi entre sí es el objetivo de nuestros adversarios. La reina Morathi no puede dar garantías inmunes a la duda sembrada por los espías hostiles, de manera que apela a vuestro sentido del deber y al vigor que corre por vuestras venas. Todos los presentes somos hijos genuinos de Nagarythe, y cada uno de nosotros sabe que nuestro derecho y nuestra responsabilidad es salvaguardar el honor del reino. Dejaos hechizar por los brujos cobardes de Saphery, y los mercaderes de Lothern y Cothique nos arrebatarán nuestros dominios de ultramar. Considerad las advertencias de la reina Morathi.

—Hacéis justicia a vuestro cargo —dijo Eoloran—. Nunca había oído tanta cólera expresada con tamaña dulzura. Ya habéis transmitido vuestro mensaje; ahora abandonad mis tierras.

—No podéis manteneros neutrales en esta guerra, Eoloran —apuntó con franqueza el heraldo—. Durante años, la Casa de Anar ha rehusado declarar su lealtad a ninguno de los bandos y ha estado acogiendo a sus amigos y protegiéndolos del conflicto, pero ha llegado el momento de dejar clara vuestra postura. Si optáis por el camino correcto y por defender vuestros dominios de los invasores procedentes de los demás reinos, como recompensa vuestro linaje prevalecerá y vuestro estatus saldrá reforzado. Pero para ello tendréis que aclarar vuestra posición respecto a los infortunados deseos y poderes de Bel Shanaar y sus aduladores.

»Si en cambio decidís apoyar a los usurpadores, puede ser que por un tiempo mantengáis vuestra condición, pero la ira de Morathi contra quienes traicionen a Nagarythe será atroz. Seréis derrocado y repudiado por quienes os respetaron en el pasado, y pasaréis el resto de vuestros días como vagabundos sin tierra.

—¿De modo que nos amenazáis? —espetó Eothlir—. ¿Nos ponéis en el borde de un acantilado y nos dais a elegir entre estrellarnos contra las rocas o morir ahogados?

—Decidme, pues, Eothlir, ¿qué os dicta el corazón? —inquirió Heliocoran—. De todo lo que os he dicho, ¿qué os parece falso? ¿Confiáis en Bel Shanaar tanto como para uniros a él?

Gerithon reapareció apresuradamente proveniente de la mansión, hecho un amasijo de nervios.

—¡Fuera hay soldados armados, alteza! —informó Gerithon—. He llegado a contar tres docenas, pero quizá sean más. Su oficial está riñendo en la entrada.

—¿Por qué vendría un heraldo armado para la batalla? —preguntó Eothlir, señalando la espada prendida en la cintura de Heliocoran—. ¿Y qué significan esos soldados a nuestras puertas?

—Corren tiempos peligrosos —respondió el heraldo—. Los agentes de Bel Shanaar merodean por los bosques como jaurías de perros salvajes. Comprenderéis que tenemos que protegernos unos a otros. Sería una desgracia irreparable que el enemigo atacara a vuestra familia.

—¡Largo de aquí! —bramó Eoloran—. ¡Coged todos vuestros chantajes y amenazas, y marchaos!

Heliocoran reaccionó al arranque de ira de Eoloran como si estuvieran amenazándole con una espada y reculó en dirección a la casa; dio media vuelta, refunfuñando, y se abrió paso entre el tumulto de elfos, quitándose de en medio a una camarera, que se estrelló sobre los añicos de las fuentes de cristal. En cuanto el mensajero desapareció en el interior de la residencia, Eothlir salió como un vendaval tras él.

—¡Conmigo! —rugió—. ¡Va a abrir las puertas para que entren los soldados!

Alith no enfiló directamente hacia la casa con los demás, sino que corrió hacia el ala oriental de la residencia, donde se encontraban sus aposentos. De un salto se introdujo en una estancia por la ventana abierta y se abalanzó sobre el baúl que había al pie de la cama, en el que guardaba el arco y las flechas. Jadeante por el esfuerzo, encordó el arco y agarró la aljaba. Abrió la puerta con violencia y cruzó a la carrera el pasillo y después la galería revestida con paneles de madera que conducía al comedor de la parte anterior de la residencia. Los gritos y el fragor de la lucha retumbaban por toda la mansión. Alith se precipitó hacia la ventana y vio que un grupo de guerreros cubiertos con armaduras negras había penetrado por la puerta del muro exterior y estaba arremolinándose junto a las columnas del pórtico, tratando de abrirse paso al interior empujando a sus compañeros de las filas delanteras para atravesar la puerta.

El joven elfo abrió la puerta de doble hoja que comunicaba con el vestíbulo de la entrada y se encontró de frente con su padre y su abuelo, que luchaban espalda con espalda, blandiendo espadas arrebatadas a sus contrincantes. Meanthir y Lestraen yacían desangrándose en el suelo, posiblemente sin vida. También tres soldados del heraldo parecían muertos.

Alith armó el arco y alcanzó en el muslo a uno de los invasores, salvando de ese modo a su abuelo de un tajo directo al hombro. Eoloran aprovechó el espacio liberado por el soldado derribado y embistió con la espada a otro atacante por encima de la guarnición de su hoja y le cercenó el brazo. Elfos leales a la Casa de Anar acudieron presurosamente desde la otra ala del edificio, armados con espadas y dagas que habían descolgado de las panoplias de las paredes del salón principal. También apareció Caenthras, empuñando una lanza larga, cuya moharra hundió en la espalda de uno de los elfos que bregaban con Eothlir.

Un estruendo ensordecedor de cristales rotos llegó desde el comedor, y cuando Alith se volvió, vio una turba de soldados vestidos de negro que irrumpían espada en mano en la mansión a través de las ventanas. El muchacho alcanzó con su arco al primero, pero otros dos elfos saltaron ágilmente al interior. Alith disparó otra flecha; sin embargo, esa vez el proyectil apenas produjo un débil chasquido metálico al impactar de refilón en el casco dorado de su objetivo, y mientras el joven príncipe sacaba rápidamente otra saeta de la aljaba colgada a la espalda, el guerrero lo embistió.

El joven elfo esquivó de un salto lateral la espada de su contrincante y tensó el arco y soltó la cuerda en un único y fluido movimiento del brazo. La cabeza de la flecha atravesó el peto de la armadura de su adversario, quien, herido aunque no muerto, soltó un berrido y lanzó un tajo hacia el cuello de Alith. El joven príncipe se balanceó hacia atrás, aunque no pudo evitar que la punta de la espada le rasgara la túnica; un reguero de sangre brotó de su pecho herido. Contuvo un grito de dolor y clavó la punta de la flecha en el rostro del guerrero, que se derrumbó de espaldas tapándose un ojo con una mano.

Tharion apareció en la entrada, empuñando un mandoble; después de cercenar las piernas del elfo que le cortaba el camino, dio una voz de alarma. Alith se volvió y descubrió a otros tres soldados que avanzaban hacia él, mientras que un cuarto guerrero se encaminaba hacia el fuego que ardía en la monumental chimenea. Vio que este último agarraba una rama llameante de la hoguera y se dirigía a los tapices que colgaban de la pared opuesta a las ventanas.

Sin pensárselo dos veces, flechó el arco y apuntó entre los dos elfos que lo acechaban, exhaló lentamente y disparó la saeta, que se hundió en el cuello del elfo que empuñaba la rama candente. El trozo de madera se deslizó de la mano muerta del guerrero y aterrizó inofensivamente con un golpe sordo sobre el suelo de piedra.

El heredero de la Casa de Anar apenas tuvo tiempo para disparar otro proyectil, que perforó el hombro de su destinatario, antes de que Caenthras y Tharion se lanzaran contra los asaltantes aferrando sus armas y bramando gritos de batalla ancestrales. Alith quedó impresionado por la ferocidad de los príncipes maduros, ambos miembros veteranos del ejército de Aenarion y diestros guerreros.

La lanza de Caenthras alcanzó la garganta de uno de los elfos de uniforme negro, que se sacudió como un títere sin hilos antes de caer desplomado. Por su parte, Tharion repelió un golpe dirigido a sus piernas y, con un giro de las muñecas, descargó su pesada hoja en el brazo armado de su contrincante y se lo amputó a la altura del codo, y con otro un golpe de revés, lo lanzó hacia atrás, con el peto de la armadura partido y la sangre brotándole a borbotones y empapándole la ropa negra.

El chacoloteo de los cascos sobre los adoquines atrapó la atención de Alith, que se abalanzó hacia las ventanas y vio a Heliocoran lidiando con un corcel pardo, a cuya silla pretendía subirse. En el tiempo que tardó Alith en saltar cuidadosamente por la ventana para evitar los fragmentos de vidrio que todavía sobresalían del marco, Heliocoran había conseguido dominar la montura. El heraldo sacudió repetidamente las riendas, giró el caballo y lo condujo por el patio en dirección a la puerta principal.

Alith apuntó con el arco al mensajero, que se alejaba al galope, pero las líneas de abetos que flanqueaban el camino desde la entrada ocultaron su objetivo, y el joven elfo saltó a la galería, se agarró con una mano a la parte superior ligeramente desplazada de una columna y se columpió para ganar impulso y encaramarse al pórtico, desde donde dominaba todo el patio hasta la entrada.

Un soldado con el uniforme de la Casa de Anar y con una herida sangrante en la pierna salió a trompicones de la torre de entrada, justo delante del heraldo, quien encorvó el cuerpo sobre la montura y, según pasaba al galope, le cruzó de un tajo el pecho y lo derribó.

Alith se arrodilló sobre el tejado del pórtico y apuntó. La algarabía del choque de espadas y de los gritos de guerra que provenían de abajo fue desvaneciéndose en sus oídos a medida que su cuerpo y su mente se concentraban en la figura menguante de Heliocoran.

Se imaginó a sí mismo en los bosques acechando un jabalí o un ciervo, ajustó la línea de tiro teniendo en cuenta el viento que le acariciaba la mejilla izquierda y alzó un pelín el arco para que el proyectil no se quedara a mitad de camino de su presa, que huía a gran velocidad.

Alumbrado únicamente por la luz trémula de las lámparas, el heraldo permanecía envuelto por las sombras y apenas lo separaban unos metros de la salvación, pero Alith podía determinar con claridad su posición mediante su ojo mental.

El joven elfo musitó una plegaria en honor a Kurnous y disparó la flecha. El proyectil de plumas negras surcó la oscuridad como un rayo y su punta centelleó con la luz de las antorchas colgadas de los muros del patio.

Alith oyó un grito cuando la saeta encontró su objetivo. Heliocoran se desplomó sobre la montura, pero no cayó de ella y desapareció al otro lado de la torre de entrada.

Tres guerreros del mensajero salieron tambaleándose del vestíbulo de la mansión justo debajo de Alith, que disparó tres flechas en una rápida sucesión y los tumbó con un único proyectil para cada uno. Eoloran, Eothlir, Caenthras y los demás emergieron atropelladamente de la casa y se detuvieron en seco cuando vieron que se habían quedado sin oponentes. Eoloran levantó la mirada por encima del hombro y vio a su nieto.

—¿Alguno ha logrado escapar? —le preguntó Eoloran.

—He alcanzado a Heliocoran, pero no sé si la herida será mortal —respondió Alith.

Eoloran farfulló algunas imprecaciones y le hizo un gesto a Alith para que bajara de su posición.

—Sólo ha quedado él —observó Eothlir—. Vendrán más, pero no podemos saber cuándo. Al parecer, la Casa de Anar ya se pronunciado.

A pesar del semblante funesto de su padre, sus palabras hinchieron de orgullo a Alith. Desde el nacimiento del joven elfo, la Casa de Anar se había conformado con desempeñar un papel menor en los asuntos de Nagarythe. Pero ahora todo había cambiado. Morathi había declarado una guerra en toda regla a la Casa de Anar, y Alith estaba encantado de que muy pronto la inacción llegara a su fin. Después de todo, él era un naggarothi; en su corazón palpitaba la guerra y su sangre le exigía gloria.

Había llegado el momento de demostrar su valía y ganarse un renombre del que ya disfrutaban otros miembros de su familia, un renombre que sentía que todavía no se había ganado el derecho de compartir.

Descendió al suelo embaldosado, esforzándose por disimular la sonrisa que se le había dibujado en los labios.