1: El joven cazador

UNO

El joven cazador

En los días del primer Rey Fénix, Aenarion el Defensor fundó el reino de Nagarythe en las agrestes tierras septentrionales de Ulthuan. Bajo su reinado, los naggarothi —como se denominaba al pueblo de Aenarion— se instruyeron durante largo tiempo en las artes de la guerra y formaron un temible ejército para enfrentarse a los demonios del Caos.

En Anlec, la más poderosa fortaleza de los elfos, Aenarion presidía la corte junto a la reina Morathi, con quien tuvo a su hijo Malekith. Aenarion pereció en la batalla que selló la victoria contra los demonios, y su hijo lo sucedió como señor de Nagarythe. El príncipe Malekith cumplió las promesas de su padre y concedió tierras y riquezas a los numerosos príncipes que habían luchado al lado de Aenarion. Sin embargo, fiel a su naturaleza belicosa y errante, Malekith partió hacia las colonias en busca de nuevas guerras.

En el segundo lugar en el orden de los afectos de Aenarion, sólo por detrás del gran Caledor Domadragones, se encontraba Eoloran de Anar, portaestandarte del Rey Fénix. A él concedió Malekith la administración de las tierras orientales de Nagarythe, que comprendían las colinas y las Montañas de Annulii, y que bajo su gobierno en nombre de Aenarion y Malekith vivieron una época de paz y prosperidad.

Eoloran era un príncipe sabio y se conformó con acrecentar el poder y los privilegios de la Casa de Anar por medios pacíficos, si bien envió a su hijo Eothlir a luchar en las colonias durante un tiempo para que adquiriera experiencia en la guerra. La esposa de Eoloran había fallecido durante la conflagración contra los demonios, y el señor de los Anar llevaba una vida de reclusión, aunque siempre estaba presto para acudir a la llamada de los nobles de menor rango de Nagarythe. Otros príncipes más ambiciosos incrementaron su notoriedad, y los logros de Eoloran sólo perduraban en la memoria de quienes recorrían los pasillos de Elanardris.

La partida de Malekith a la conquista de nuevos imperios para los elfos sembró la semilla de la división en el reino de Nagarythe. Morathi, celosa del poder otorgado a Eoloran —si bien era cierto que éste rara vez hacía ostentación de él—, tejió una maraña de intrigas políticas con el fin de aislar a los Anar del resto de Ulthuan, al mismo tiempo que le permitía subyugar Anlec y el resto de Nagarythe. Éste no era un tema que Eoloran gustase de tratar con su familia, que permanecía a la expectativa del plan —en el caso de que tuviera uno— que el anciano elfo ejecutara para recuperar el acervo familiar. Eoloran prohibió que ningún miembro de la Casa de Anar visitara Anlec y se limitó a enviar misivas a sus pares nobles recordándoles el apoyo que los Anar les habían prestado durante siglos y las antiguas y mutuas promesas de cooperación. El hijo de Eoloran, Eothlir, hizo todo lo que estuvo en su mano para mantener el estatus de la Casa de Anar, pero era consciente de que se avecinaba un cambio. No podía decir a ciencia cierta qué le había puesto en alerta, pues la advertencia le llegaba como un leve temblor en el rabillo del ojo, un sonido en el umbral de lo audible o un lejano olor arrastrado por el viento.

Corría la estación de las heladas del año mil cuarenta y dos del reinado del Rey Fénix Bel Shanaar. En los dominios de los Anar, el viento había cambiado de dirección y soplaba ahora del norte, acarreando el frío del invierno desde las montañas. Las rachas de nieve llegaban impelidas desde las cumbres más altas y se agitaban como banderines blancos. Los tramos de pinares más lejanos aparecían espolvoreados de nieve a medida que el rigor invernal descendía día a día por las faldas de las montañas. Envuelta en un largo chal de lana azul oscuro, Maieth permanecía inmóvil en los jardines de la residencia de los Anar. Eothlir, su marido, pasó el brazo alrededor de ella y sonrió.

—Dentro arde un fuego reconfortante, ¿qué haces aquí fuera con este frío? —preguntó Eothlir a su esposa.

—Escucha —dijo ella.

Ambos permanecieron en silencio; el único sonido apreciable era el susurro del viento; entonces se oyó un ruido apenas perceptible, el graznido de un cuervo.

—Un cuervo solo en invierno —dijo Eothlir—. Un mal augurio, ¿no te parece?

—Sí. Aunque no es mejor augurio una casa llena de huéspedes llegados repentinamente de Anlec en busca de asilo.

—Sólo es una solución temporal —repuso Eothlir—. El príncipe Malekith regresará algún día y pondrá freno a los excesos de Morathi. Hemos de tener paciencia.

—¿Excesos? —replicó Maieth, riendo con amargura y sin asomo de regocijo—. ¡Las matanzas y la perversión no son excesos!

—Goza de la protección de algunos nobles, ya lo sabes. Aun así hay otros tantos que la consideran una tirana y le oponen resistencia.

—¿Y cuándo lo demostrarán? —inquirió Maieth, soltándose del abrazo de su marido para mirarle fijamente a los ojos—. Pasan los años y no han hecho nada… ¡Nosotros no hemos hecho nada!

—Es la madre del príncipe de Nagarythe y la esposa de Aenarion. Un movimiento declarado en contra de ella sería considerado traición —declaró Eothlir—. De momento nos basta con gobernar nuestras tierras y mantenerlas alejadas de su repugnante influjo. Si trata de arrebatarnos abiertamente el poder, hallará una resistencia mayor de la que se espera.

—¿Y qué me dices de Tharion, Faerghil, Lohsteth y todos los que ahora reposan en nuestras camas temerosos de regresar a Anlec? —insistió Maieth—. ¿Acaso no son igualmente príncipes de Nagarythe? ¿No comprendes que también pensaron en su momento que Morathi no sería tan descarada como para lanzarse directamente contra ellos?

—¿Me tienes por un traidor y un usurpador? —espetó Eothlir—. O peor aún, ¿estarías dispuesta a quedarte viuda y que tu hijo creciera huérfano de padre? En Anlec reina Morathi, pero su autoridad no se extiende hasta las montañas. Podría intentar liquidarnos de uno en uno, pero no podrá actuar contra todos nosotros unidos. Por lo menos un tercio de los ejércitos está fuera con Malekith y otro tercio es leal a mi padre y a sus aliados. Morathi no puede hacer aparecer soldados por arte de magia por muchos poderes de vidente y adivina que tenga.

—Tu padre dispone de la mitad de los soldados de todo Nagarythe, y aun así, ¿qué hace? —inquirió Maieth con desdén—. Permanece aquí escondido, escribiendo cartas. ¿Es que no somos todos hijos e hijas de Nagarythe? Nuestros ejércitos deberían estar acampados a las puertas de Anlec, exigiendo a Morathi una compensación por los males que ha causado a nuestro pueblo.

—¿Y qué pasa con Malekith, sucesor de Aenarion y nuestro señor legítimo? —replicó Eothlir, agarrando a su esposa por los hombros—. ¿Crees que será indulgente con aquellos que se levanten en armas contra Anlec sin su consentimiento? ¿Recibirá de buen grado a quienes traicionen a su madre? Te lo diré: mi padre se moriría de vergüenza si fuera considerado un traidor, de modo que está tratando de conseguir apoyos de la única manera que puede.

—¡Chsss! —exclamó de repente Maieth, abrazándose a su marido.

Eothlir se volvió y vio a un joven elfo, de no más de treinta primaveras, que descendía la amplia escalinata de la mansión. Ataviado con ropa de caza ribeteada de pieles moteadas y ceñidas con unas correas de cuero, en las manos sostenía un fino arco negro y una aljaba con flechas.

—¿De práctica otra vez, Alith? —preguntó Eothlir al recién llegado, liberándose del abrazo de su esposa—. Ya sabes que no hay un solo señor en las montañas con una vista y una mano comparables a las tuyas.

—Yo no he oído lo mismo, padre —respondió con abatimiento el muchacho—. Khurion dice que su primo de Cracia, Menhion, es capaz de acertar a un ave de los pinos en pleno vuelo a un centenar de pasos.

—Khurion dice muchas cosas, hijo —apuntó Maieth—. Si fuera verdad todo lo que afirma, sus cuatro primos podrían retar a todos los ejércitos del mundo.

—Sé que exagera —reconoció Alith—. De todas formas, he hecho una apuesta con él para dejarlo en evidencia. En primavera competiré con Menhion y defenderé el honor de la Casa de Anar. Hasta entonces debo practicar mientras la nieve me lo permita.

—De acuerdo, pero regresa antes de que oscurezca —dijo Eothlir.

Alith asintió y se alejó, echándose la aljaba al hombro. Sabía que sus padres lo tenían por un muchacho distante, incluso taciturno; cuando él andaba cerca, hablaban entre susurros o guardaban silencio. Sin embargo, Alith era observador y tenía un oído agudo, de modo que sabía que las cosas no iban del todo bien en Nagarythe. La mansión de los Anar estaba atestada de príncipes refugiados que habían optado por no ceder ante Morathi ni sus espantosas sectas.

El joven elfo sabía además, a diferencia quizá de su padre y de su abuelo, que aquel asunto no se resolvería mediante la diplomacia y que habría que emplear la fuerza. Admiraba a su familia por evitar el enfrentamiento directo con los señores de Nagarythe, pero sabía que algún día estaría al frente de la Casa de Anar y estaba decidido a que el mundo en el que él gobernara fuera mejor de lo que era entonces. Los demás lo seguirían, pero no por miedo, sino por respeto. Nunca era demasiado pronto para ganarse el respeto; sin embargo, a menudo sí era demasiado tarde.

Abandonó los jardines de diseño formal por la puerta plateada de la vertiente más elevada y se adentró en las colinas cada vez más altas que se amontonaban en la falda del Suril Anaris, la Montaña de la Luna. Tanto la montaña como las tierras que la rodeaban pertenecían a los Anar; el abuelo de Alith las había recibido del mismísimo Aenarion. Si bien era un territorio inhóspito en invierno, abundaban la caza y las aves, y los prados bajos ofrecían ricos pastos para las cabras y las ovejas. Algún día aquellas tierras serían suyas, así que las recorría siempre que podía con el propósito de llegar a conocerlas como conocía la casa que le había visto nacer.

Aquel día se dirigió hacia el nordeste, siguiendo el curso del Inna Varith. El gélido río fluía desde las recónditas cuevas de la ladera del Suril Anaris y regaba con su agua fresca las tierras de Elanardris antes de volver a desaparecer de la superficie en las Cataratas Haimeth, muchos kilómetros al sur.

Mientras avanzaba por el sinuoso margen del río, Alith avistó un pez en las aguas claras que, como una flecha plateada, saltaba y nadaba a contracorriente por los rápidos que formaban las rocas. Para poder cruzar a la orilla norte del río, el joven elfo fue saltando con destreza de piedra en piedra, haciendo caso omiso del torrente que le azotaba los pies y de la superficie resbaladiza de las rocas en las que se posaba.

Una vez en la otra orilla encontró un sendero que se perdía colina arriba, serpenteando entre rocas oscuras y arbustos pelados. Aún le llevó algún tiempo alcanzar el borde del pinar y pisar la alfombra de pinocha helada. Desde allí inició una veloz carrera bajo las ramas solapadas de los árboles, y sus ligeras zancadas apenas dejaban rastro en el mantillo crujiente.

El joven elfo se guiaba por un sentido interno, en consonancia con el inapreciable calor del sol oculto tras las nubes, el viento que le castigaba el rostro y el leve desnivel del suelo bajo sus pies. Con tanta confianza como si leyera un mapa, se dirigió hacia el este, bosque a través, por la ladera de la montaña. En las ramas que se extendían sobre su cabeza los pájaros revoloteaban de un lado a otro, mientras que en el suelo los depredadores bigotudos de cuatro patas olisqueaban la maleza irregular, sin percatarse de su paso. La ruta que siguió lo condujo hasta un afloramiento rocoso que se abría paso entre el ramaje y se elevaba varias decenas de metros por encima de los árboles; en la base se distinguía la entrada de una cueva de escasa altura. Las nubes habían descendido por la falda de la montaña, y ahora envolvían el claro con un delicado velo gris que apagaba los colores y atenuaba los sonidos.

Alith se agachó para cruzar el orificio que había en la roca y emergió en una gruta espaciosa, cuya oscuridad total sólo impedían los rayos de sol que se colaban por la entrada. Estiró el brazo a su derecha, y su mano se topó con una antorcha confeccionada con ramas entrelazadas e insertada en un aplique en la pared de la cueva. Pronunció una palabra y en el extremo de la antorcha brotó una chispa que rápidamente se transformó en una llama. Alumbrándose con ella, Alith se internó en la gruta.

La cueva se abría y daba paso a una amplía nave natural que había ido adquiriendo su morfología a lo largo de milenios. Las estalagmitas y las estalactitas se habían encontrado muchos años atrás y ahora formaban columnas relucientes, muy parecidas a los pilares de una gran catedral. No sólo su apariencia era la de un templo, pues Alith había entrado en uno de los santuarios consagrados a Kurnous, el dios de la caza. Los destellos oscilantes de la antorcha danzaban reflejados en docenas de cráneos colocados en las hornacinas a lo largo de la pared de la cueva; pertenecían a lobos y zorros, osos y ciervos, halcones y conejos. Algunos estaban bañados en oro; otros tenían inscritas delicadas runas con plegarias o agradecimientos. Todos ellos eran ofrendas a Kurnous.

Aunque su culto estaba más extendido en Cracia, cuyos cazadores eran célebres en todo Ulthuan, todavía se adoraba a Kurnous en aquellas comunidades que no se habían trasladado a los centros urbanos en continuo crecimiento. En Elanardris se tenía en gran estima al dios cazador, pues las ceremonias dedicadas a Asuryan y al resto de los dioses aún no habían desplazado las costumbres de quienes vivían lejos de las urbes.

El suelo del santuario estaba cubierto de broza como en el bosque, y en las paredes había murales que representaban escenas de caza, concretamente de depredadores atrapando a sus presas. Algunas eran antiquísimas y ya se habían difuminado, mientras que otras eran más recientes y nítidas. Alith sabía que el templo recibía más visitantes, aunque nunca se había cruzado con otro cazador.

Aquel día no tenía mucho que ofrecer, si bien en ocasiones anteriores había realizado sacrificios para el Lobo de los Cielos. Se arrodilló frente al altar —un plinto de piedra cubierto de ramitas, ceniza y desechos— e introdujo la antorcha en un orificio horadado en la roca. A continuación, hizo un montón con ramas rotas y hojarasca, arrancó una ramita llameante de la antorcha y sopló para avivar el fuego. Pronunció unas cuantas palabras de gratitud y arrojó el palito a la minúscula pira.

Sacó entonces algo del zurrón que llevaba colgado del cinturón: una rodaja de carne del último ciervo que había cazado una docena de días atrás. Ensartó el trozo de venado en una rama ahorquillada que colocó sobre el fuego, y casi de inmediato la carne empezó a crepitar.

El joven elfo se sentó con las piernas cruzadas ante el altar y apoyó el arco sobre las rodillas; levantó las manos por encima del arma y musitó unas palabras en honor a Kurnous para agradecerle la presa que ahora le ofrecía y rogarle su favor en las siguientes cacerías.

Permaneció sentado con la cabeza gacha y meditando en silencio. Intentó dejar a un lado sus preocupaciones y concentrarse en la siguiente batida. Se vio a sí mismo en la cima del Suril Anaris; el sol le bañaba el rostro y los bosques se extendían a sus pies. Visualizó los itinerarios de los animales, los pantanos donde bebían, los lugares donde cazaban. El paisaje del Suril Anaris se desplegó ante él desde su interior. Todavía quedaban muchas zonas oscuras: lugares que Alith no había visitado aún.

Tras rendir el tributo correspondiente, el joven elfo se puso en pie y, dejando el trozo de venado ardiendo a su espalda, abandonó la amplia nave. Mediante otra poderosa palabra apagó la antorcha y la devolvió al aplique, donde la encontraría el próximo visitante, ya fuera él mismo o cualquier otro, pues eso carecía de importancia. Se agachó para salir de la cueva y una vez en el exterior se quedó paralizado.

Justo enfrente, envuelto por la densa neblina, se dibujaba la figura de un ciervo. Era una criatura descomunal; la parte alta del lomo se alzaba por encima de Alith y la cornamenta era de una amplitud mayor de lo que abarcaban sus brazos. Tenía el pelaje blanco, a excepción de una mancha negra bajo el pecho. El venado miraba a Alith con unos penetrantes ojos castaños, si bien no daba muestras de agresividad ni temor.

El joven elfo se enderezó lentamente sin desviar la mirada de los ojos del ciervo. El animal agachó la cabeza y sacudió la cornamenta, escarbando el suelo con una pezuña. Alith estaba convencido de que se trataba de una señal enviada por Kurnous, cuyo significado no acertaba a comprender. El venado empezaba a alterarse; alzó la cabeza al cielo y emitió un largo berrido. Alith dio un paso atrás, con la palma de la mano estirada al frente en señal de apaciguamiento, pero entonces el ciervo volvió repentinamente la mirada hacia poniente y se adentró brincando en las profundidades del bosque.

Alith se volvió hacia donde el ciervo había mirado y descubrió una figura bajo las copas de los árboles. Montaba un caballo negro e iba envuelta en una capa de plumas también negras. Llevaba la cabeza cubierta por una capucha que le encubría las facciones.

Alith se llevó instintivamente la mano al arco y se volvió para agarrar una flecha de la aljaba. Pero cuando devolvió la vista al frente, el jinete había desaparecido. El joven ancló la flecha a la cuerda del arma y cruzó a la carrera el claro en dirección al borde del bosque, donde había estado la montura instantes antes. Sin embargo, no halló huellas en el suelo; la pinocha helada no mostraba señales de haber sido removida por pies ni cascos.

A Alith le inquietó el hecho de que dos sucesos tan singulares hubieran coincidido en el tiempo. Recorrió en vano el claro con la mirada. Desarmó el arco y echó a correr de regreso a la residencia familiar; todo pensamiento relacionado con la caza se había esfumado.

* * *

El heredero de la Casa de Anar decidió no compartir los extraños encuentros con su familia, pues sus progenitores ya tenían suficientes preocupaciones como para añadir a ellas los imaginativos relatos de su hijo. El episodio fue desvaneciéndose de su memoria durante el invierno y la primavera siguientes, hasta que llegó un momento en el que ya no fue capaz de discernir si había ocurrido realmente o si no había sido más que el fruto de su imaginación. Los pensamientos sobre extraños augurios y jinetes misteriosos cedieron su lugar en la cabeza del joven elfo a una preocupación más insistente: el amor.

El día previo al solsticio de verano, Alith se solazaba con las cálidas caricias del sol, tumbado y con la mirada fija en el cielo resplandeciente. Llevaba puesta una gonela de seda blanca, corta y sin mangas, que le dejaba el rostro, los brazos y las piernas expuestos a los reconfortantes y cálidos rayos del astro.

—Esto sí que es caro de ver —observó Maieth, sentada junto a su hijo sobre la hierba que tapizaba la ladera.

A sus espaldas, se alzaba sobre la falda de la montaña la imponente mansión de la Casa de Anar, capital de Elanardris, cuyos muros resplandecían con la luz del sol. Los elfos se congregaban en grupos repartidos por los jardines, charlando, bebiendo y comiendo dulces y exquisiteces de las bandejas que paseaban los criados ataviados con uniformes plateados.

—¿A qué os referís? —preguntó Alith, girando el cuerpo para recostarse con el codo apoyado en la hierba.

—A tu sonrisa —respondió su madre, también sonriendo.

—Es imposible estar triste en un día tan radiante como hoy —señaló Alith—. El cielo azul, la luz estival; son cosas que escapan a las tinieblas.

—¿Y? —inquirió Maieth, mirando fijamente a su hijo—. Este año ha habido muchos días como éste, y no te había visto tan feliz desde que disparaste tu primera flecha.

—¿No os basta con que esté contento? —protestó Alith—. ¿Por qué no iba a ser feliz?

—No te andes con remilgos, mi pequeño reticente —dijo burlonamente Maieth—. ¿No hay algún otro motivo para esa felicidad desbordada? ¿Algo relacionado con el banquete del solsticio que se celebrará mañana?

Alith entornó los ojos y se incorporó.

—¿Qué habéis oído? —preguntó, clavando la mirada en los ojos de su madre.

—Cosillas —respondió Maieth, restándole importancia con un ademán—. Me encontré con Caenthras justo antes de subir aquí. Supongo que ya lo conoces, el padre de Ashniel.

Alith le retiró la mirada nada más oír el nombre de la doncella elfa, y Maieth se echó a reír ante la súbita incomodidad de su hijo.

—¡Así que es verdad! —exclamó Maieth, esbozando una sonrisa triunfal—. Eso es lo que me dan a entender la felicidad que destilas hoy y la cara de enamorado que se te pone cuando Ashniel anda cerca. ¿Ha aceptado ser tu pareja en el baile?

—Sí —respondió el joven elfo, cuyo rostro adquirió una expresión de consternación—. Claro está que depende de que su padre dé su permiso. ¿Qué os ha dicho exactamente?

—Sólo que correteas por los bosques como una liebre y que tu atuendo es más propio de un cabrero que de un príncipe.

Alith se sintió abatido e hizo ademán de levantarse, pero Maieth se inclinó y posó una mano en su hombro para retenerlo.

—Y que estaría encantado de que el hijo de los Anar cortejara a su hija —agregó inmediatamente.

Alith se quedó inmóvil y mudo un instante, y una sonrisa de oreja a oreja le iluminó el rostro.

—¿Ha dado su consentimiento? —preguntó Alith.

—Así es —repuso Maieth—. Espero que hayas estado practicando tus pasos de baile y no hayas invertido todo tu tiempo en el arco ese.

—¡Calabreth ha estado enseñándome! —aseguró.

—Vamos. —Maieth se puso en pie y tendió una mano hacia su hijo—. Deberías saludar a Caenthras y darle las gracias.

Tiró de su hijo para ayudarlo a levantarse. Alith vaciló un momento, paseando la mirada por los elfos reunidos como si fueran una manada de lobos de los hielos moviéndose en círculo.

—Ya ha dado su consentimiento —le recordó Maieth—. Lo único que ha de preocuparte es no olvidar tus modales.