8: El fin de una era

OCHO

El fin de una era

Con la esperanza de recuperar algo de su antigua pasión, Malekith retomó sus relaciones con los enanos de Karak-Kadrin y, a su lado, lucho contra los monstruos y los mutantes que se adentraban en las tierras meridionales desde el Imperio del Caos. De vez en cuando, el Alto Rey se unía a Malekith en las conquistas, y juntos avanzaban a lo largo de las montañas y a través de la tundra para llevar la civilización a los gélidos territorios agrestes del norte.

Aquello contentó a Malekith durante un tiempo; el bálsamo de las batallas y la lejanía de los círculos políticos de los príncipes elfos apaciguaron su agitación interior. Con la espada empuñada se convertía de nuevo en el dueño de su propio destino. Las leyendas sobre sus conquistas crecieron proporcionalmente y su nombre volvió a pronunciarse con admiración entre los ciudadanos nobles y poderosos de Ulthuan y sus colonias.

No fue sino en el frío glacial de las tierras del norte cuando Malekith se topó por primera vez con las tribus de hombres. Algunas eran extremadamente salvajes; en ocasiones, salían huyendo a la primera señal de las huestes de elfos y enanos, y otras veces, emergían de sus cuevas y sus toscas cabañas para plantar batalla inútilmente contra un enemigo infinitamente superior. En un principio, Malekith los consideró un simple pueblo bárbaro más, ni muy diferente ni mejor que los orcos o los hombres bestia.

Sin embargo, cuando Snorri y Malekith condujeron sus ejércitos hacia el interior de los Saraeluii, un grupo de humanos salió tímidamente de sus rudimentarias moradas para recibirlos con unos humildes obsequios, que consistían en pan y carne asada. Si bien no disponían de nada más que de armas de piedra y pesados garrotes, se presentaron ante Malekith y Snorri sin miedo, emitiendo gruñidos en su básica lengua.

El Alto Rey aceptó la comida ofrecida y a cambió regaló al jefe de los humanos una pulsera de oro que llevaba en la muñeca. El hombre la sostuvo en alto, admiró el metal resplandeciente y una sonrisa agrietó su rostro mugriento y barbado. A continuación, el líder de la tribu dio unos pasos arrastrando los pies e hizo unas señas a Malekith y a Snorri para que lo siguieran a las cuevas.

En un principio, el príncipe elfo no se dio por aludido, pero como Snorri, con su curiosidad habitual, salió detrás del humano, Malekith finalmente cedió y los acompañó, aunque antes dio instrucciones a sus guerreros para que estuvieran preparados por si se producía algún contratiempo. La entrada de la mayor de las cuevas estaba protegida por una cerca de madera cortada rudimentariamente y unas cortinas confeccionadas con hierbas y pieles de animales sin curtir, y por ella escapaba el humo de las hogueras que ardían en el interior. Malekith se agachó para atravesar las pieles, y cuando se enderezó de nuevo, se encontró en una caverna profunda y con el techo alto.

En el interior había media docena de mujeres humanas amamantando a sus bebés. Otro grupo de mujeres mayores atendía un fuego sobre el que cocinaban medio ciervo. Los humanos miraron a sus invitados con curiosidad, y Malekith comprendió inmediatamente que aquellas criaturas no tenían nada que ver con los orcos o los hombres bestia. Había algo en sus miradas que revelaba inteligencia y sentimientos, algo totalmente opuesto a la animadversión irreflexiva que desprendían los ojos de un orco.

Snorri tiró del brazo del elfo y le señaló con excitación las paredes de la caverna. Estaban cubiertas con frescos que representaban numerosas y muy distintas escenas, intercaladas con símbolos abstractos y rudos pictogramas. El Alto Rey reclamó en especial la atención del príncipe sobre el dibujo de una pequeña figura oronda que empuñaba lo que parecía un hacha, tenía una mata de pelo rojo y una larga barba también pelirroja, y luchaba contra una horda de figuras con cuernos y largas garras muy semejantes a los demonios.

—Grimnir —dijo Snorri con una sonrisa. Malekith asintió.

El pintarrajo guardaba cierto parecido con el dios ancestral de los enanos, que se había teñido el pelo de un vistoso color naranja y se había aventurado en el Imperio del Caos blandiendo un hacha con inscripciones de runas para combatir a los demonios. Eso había sucedido hacía más de mil años; sin embargo, las pinturas de la cueva no parecían tener más que un puñado de lustros. Malekith se preguntó si los humanos habrían transmitido de generación en generación lo que habían presenciado tantos siglos atrás por medio de las pinturas. Si era así, eso decía mucho sobre su carácter e inteligencia. Malekith no dijo nada, pero había quedado impresionado.

Los dos líderes de las huestes de elfos y enanos pasaron una tarde, en su mayor parte silenciosa, con los humanos, compartiendo con ellos su comida y mostrándoles las baratijas y las armas que portaban. Los humanos eran torpes y sucios, pero Malekith percibió en ellos cierta nobleza de espíritu. Después de abandonar el campamento, y tras prometer mediante signos y gestos que regresarían, Snorri y Malekith entablaron un extenso debate sobre qué hacer con aquel pueblo.

—Son hijos de los Ancestrales como nosotros —señaló el Alto Rey—. No son criaturas del Caos ni de las tinieblas, aunque sean seres simples y su civilización todavía se halle en un estado muy primitivo.

—¿Todavía? —inquirió Malekith.

—Por supuesto —respondió Snorri—. Sin ningún tipo de orientación ni protección, han sobrevivido a la desaparición de los Ancestrales y el advenimiento de los Dioses Oscuros. No tengo ninguna duda de que con poco que los aleccionemos se convertirán en un pueblo útil. Me da la impresión de que aprenden deprisa y que atenderán a todo lo que les enseñemos.

—¿Y con qué propósito los educaríamos? —preguntó riendo Malekith—. ¿Deseáis utilizarlos como obreros ilustrados? ¿O acaso vuestra intenciones albergan un proyecto mayor?

—Les enseñaría a hablar, y a escribir —respondió Snorri con seriedad—. Quizá no la lengua de los enanos exactamente, sino una con la que todos podamos entendernos. Si están aquí, es por una razón; algo en mi interior me lo dice. Nuestro deber es protegerlos de los peores peligros del mundo y asegurarnos de que prosperan.

—¿Quiénes somos nosotros para decidir lo que debe o no debe suceder? —replicó Malekith—. Hasta ahora su inteligencia y su fuerza les ha bastado para sobrevivir, y quizá lo correcto sería dejar que siguieran su propio camino y no intervenir. Nosotros no podemos saber cuál es la voluntad de los dioses ni de los Ancestrales. Coincido totalmente en que su existencia alberga un propósito, pero no podemos adivinar a qué obedece. ¿Nuestra misión es interferir, o dejar que los acontecimientos sigan su curso?

—¡Hum! Vuestras palabras encierran mucha razón. Sin embargo, cualquiera que sea su destino, no creo que perecer a manos de criaturas horrendas ni tragadas por las legiones tenebrosas del Caos se encuentren entre las opciones. ¿No os choca que hayan desarrollado su civilización justo aquí, a la mismísima sombra de las Tierras Yermas del Caos? Sé por parientes que se han adentrado en los territorios del norte que hay muchas tribus de humanos, tanto en las montañas como en las llanuras hedidas. ¿No consideráis más propicio que los protejamos de la corrupción, de modo que quizá con el tiempo se conviertan en un baluarte contra los ejércitos de los Dioses del Caos?

—Los vería con mejores ojos como unos aliados retrasados que como enemigos inteligentes —dijo Malekith—. ¿Qué ocurre si absorben todo lo que les enseñamos y vuelven esos conocimientos en contra de nosotros?, con unas hachas de piedra y un puñado de lanzas con las puntas de sílex no representan ninguna amenaza, pero ¿quién puede predecir lo que ocurriría si aprendieran las técnicas para trabajar los metales, para organizarse en una nación que un día contemplara nuestros imperios con envidia?

—Es cierto que muchas cosas escapan a nuestro conocimiento —afirmó Snorri—. No puede tomarse una decisión sobre este asunto en el transcurso de un día.

Finalmente, ambos líderes se pusieron de acuerdo y decidieron que sus pueblos esperarían y observarían. Había razones para creer en una raza humana sumamente prometedora, pero también existía el riesgo enorme de que se contaminara y se aliara con las tinieblas. Los elfos y los enanos matarían a sus vecinos bárbaros con cautela; ambos les ofrecerían el amparo de sus imperios, pero únicamente actuarían como espectadores del desarrollo de su civilización y de los derroteros que siguiera.

* * *

Durante un tiempo el mundo siguió girando y Malekith fue feliz. Las guerras y las aventuras colmaban sus aspiraciones y sólo muy de vez en cuando regresaba a Athel Toralien, pues prefería las tierras agrestes a los reinos cada vez más domesticados y austeros de su colonia. El príncipe de los naggarothi recibía las alabanzas de todas las colonias y se había convertido en el rey de facto, pues, si bien no era poseedor del título, el resto de los príncipes contemplaban con admiración sus logros.

«Deja que Bel Shanaar gobierne la aburrida Ulthuan —se repetía Malekith—. Deja que el Rey Fénix llene sus días resolviendo las riñas de príncipes malcriados». La gloria y la celebridad eternas se ofrecían al príncipe de Nagarythe, y él se aferraba con las dos manos a todas las oportunidades que se le presentaban.

Pero todo estaba a punto de cambiar.

* * *

Durante más de dos siglos las colonias crecieron y perduraron y en el exterior el poder de Malekith no conoció rival, excepto, quizá, en Karaz-a-Karak. Pero entonces llegaron noticias de que Bel Shanaar, por entonces ya desmesuradamente rico gracias a los impuestos y al comercio estaba planeando un viaje a la capital de los enanos para encontrarse con su homólogo, el Alto Rey. La mayoría de las ciudades de las colonias celebraron por todo lo alto aquella nueva. Sin embargo, Malekith no lo recibió con agrado.

—¿Qué propósito tendrá esta visita? —preguntó el príncipe a Alandrian. Acababa de recibir una carta de Morathi en la que le advertía de las intenciones de Bel Shanaar.

Se encontraban en una amplia cámara en las entrañas del palacio de invierno del príncipe, donde Malekith se retiraba durante la estación de las heladas, hasta que su ejército podía volver a ponerse en marcha. En la chimenea, construida a imagen y semejanza de las de los enanos, ardía el fuego, y los dos elfos estaban reclinados en unas tumbonas, ataviados con unas cálidas togas de lana.

—No puedo conocer sus intenciones, alteza —respondió Alandrian.

—No te andes con remilgos, Alandrian —espetó Malekith—. ¿Qué crees que se propone? Mi madre afirma que su autoridad en Ulthuan está debilitándose y que pretende reforzar su popularidad.

—Vuestra madre está en mejor posición que yo para juzgar los acontecimientos que se producen en Ulthuan, alteza —señaló Alandrian. Pero, tras la fría mirada que recibió de su señor, añadió rápidamente—. Lo que ella dice confirma mis propias creencias. Si bien la riqueza de Tiranoc no deja de crecer, algunos príncipes son de la opinión de que Bel Shanaar no lidera su pueblo. La verdadera gloria de nuestra civilización recae en las colonias. En Ulthuan la vida discurre con tantos lujos que nadie siente la necesidad de luchar ni de trabajar. No se cultivan los campos ni se caza. Todos los deseos de sus habitantes son satisfechos por los productos que se importan del resto del mundo: los sacos de granos, las carnes especiadas, las gemas talladas, las chucherías de los enanos. La indolencia se ha instalado en Ulthuan y sus gentes se entregan a la poesía y a la música, al vino y al libertinaje.

Malekith frunció el ceño y se acarició la barbilla.

—No puedo rechazarlo directamente —dijo el príncipe—. El resto de las ciudades todavía ven con buenos ojos su influencia.

—Los aplausos y las sonrisas de muchos príncipes enmascaran su envidia —declaró Alandrian—. Buscan fuerza en el trono del Fénix para conseguir una mayor independencia de Athel Toralien.

—Lo único que conseguirán es cambiar un señor por otro —aseveró Malekith—. Yo les ayudé a levantar sus ciudades. Yo mantengo sus tierras seguras. ¿Y cómo me lo pagan? Le lloran a Bel Shanaar y esperan que él los proteja de las crueldades del mundo.

—Quizá podamos sacar algo de provecho —dijo Alandrian—. Si los enanos ven la debilidad de Bel Shanaar en comparación con vos, vuestra posición saldría reforzada.

—No, eso no nos conviene —dijo Malekith—. El rey Snorri cree firmemente en la unión de nuestros pueblos, tal como lo están los suyos. Si Bel Shanaar se muestra débil, el Alto Rey trasplantará esa debilidad al resto de los elfos, yo incluido. Él cree que Ulthuan y sus príncipes son tan fuertes como Nagarythe y yo. No podemos revelarle que no es así y derrumbar esa ilusión que tan útil nos ha resultado hasta ahora.

—Pues no veo la forma de volver esta situación en vuestro favor, alteza —reconoció Alandrian.

—¿Por qué ahora? —musitó Malekith para sus adentros—. ¿Por qué, después de mil doscientos años, Bel Shanaar decide visitarnos?

* * *

Esa pregunta sacó de quicio a Malekith durante los largos meses de invierno que pasó rumiando en Athel Toralien. El príncipe comprobó con dolor que en las colonias sólo se hablaba de la visita del Rey Fénix y que los veleidosos y chismosos elfos de las demás ciudades coloniales arrinconaban en el olvido todas sus proezas y su gloria pasadas.

El príncipe se sintió aún más agraviado por las noticias de que Bel Shanaar tenía previsto visitar en primer lugar la ciudad de Tor Alessi. A primera vista no dejaba de ser lógico, pues esa ciudad había sido fundada por príncipes de Tiranoc y, por lo tanto, eran los propios dominios del Rey Fénix. Sin embargo, Malekith sabía que en el fondo esa decisión explicaba un sutil desprecio, ya que Athel Toralien era la ciudad más importante en tamaño y poder de Elthin Arvan. Athel Toralien era la capital de facto, igual de poderosa, si no más, que Tor Anroc. Bel Shanaar pretendía demostrar que, a pesar de ello, todavía había tierras que Malekith no controlaba.

El Rey Fénix y su séquito arribaron a la ciudad de los naggarothi ha mediados del verano. Malekith se aseguró de que el recibimiento dispensado a Bel Shanaar no dejara lugar a dudas de la ciudad que gobernaba realmente Elthin Arvan. Hizo venir al grueso de su ejército —unos doscientos mil guerreros— y dispuso los regimientos de arqueros con sus vestimentas negras, a los caballeros con sus magníficas armaduras y a los lanceros con sus semblantes severos, a lo largo de la carretera de entrada a la ciudad.

Nunca antes se había visto un espectáculo militar como aquél, ni en Ulthuan ni en ningún otro lugar. Las huestes naggarothi eclipsaron la guardia del Rey Fénix, aun con los refuerzos de las tropas de Tiranoc que los habían acompañado desde Tor Alessi. Malekith esperaba que la comparación entre ambos ejércitos no pasara desapercibida para el resto de los príncipes.

Para no parecer superado en riquezas por el Rey Fénix, Malekith agasajó a sus invitados con refinadísimos obsequios y celebró un banquete que se prolongó por espacio de treinta días, un número que escondía otro sutil desprecio, pues Malekith dedicó cada uno de los días de las celebraciones a un invitado distinto de la comitiva que componían el Rey Fénix y los veintinueve príncipes que lo acompañaban. El mensaje de Malekith era claro: Bel Shanaar era el primero entre iguales, en ningún caso superior a ninguno.

La víspera de la partida de Bel Shanaar, Malekith invitó al Rey Fénix a presenciar las maniobras de los guerreros de Athel Toralien. Los soldados llevaron a cabo su instrucción frente a los muros de la ciudad, desde cuya colosal torre de entrada los observaron Malekith y su oponente. Otra docena de príncipes los acompañaban, lo que obligó a Malekith a medir cuidadosamente sus palabras.

—Veo que estáis impresionado, majestad —dijo Malekith.

—¿Qué amenaza os fuerza a mantener un ejército de estas dimensiones? —preguntó Bel Shanaar, apartando la mirada de las columnas de lanceros que desfilaban por debajo de la torre de entrada y dirigiéndola al príncipe.

—Las tierras de Elthin Arvan siguen siendo el hogar de bestias y orcos —respondió Malekith—. Mantengo guarniciones en docenas de ciudadelas repartidas entre el océano y el imperio de los enanos. Y no hay que olvidar la amenaza permanente que representan las tierras del norte.

—¿Bandas de maleantes, tribus diseminadas de humanos asaltadores? —preguntó con socarronería Bel Shanaar.

—Los Dioses Oscuros y sus legiones de demonios —replicó Malekith y se regocijó con el temor que reflejó por un momento el rostro del príncipe.

—El Vórtice de Caledor se mantiene firme —señaló desdeñosa mente Bel Shanaar—. Esas precauciones son innecesarias.

—Heredé un deber de mi padre —dijo Malekith en un tono lo suficientemente grave como para que llegara a oídos de los demás nobles sin dificultad—. Protegeré a mi pueblo contra cualquier amenaza, y estaré preparado para hacer lo mismo por los habitantes de Ulthuan.

Bel Shanaar miró con el rabillo del ojo a los príncipes y no dijo nada. Los naggarothi prosiguieron con las maniobras, hasta que el sol empezó a ponerse en el océano.

—Bueno, ha sido realmente instructivo —sentenció Bel Shanaar, dando una palmada. Se dio media vuelta para enfilar hacia una de las puertas de la torre, pero inmediatamente se volvió a Malekith—. Lamento tener que partir tan pronto, pero otros príncipes me han rogado que visite sus ciudades y palacios. Los naggarothi no pueden tenerme en exclusiva. Ya me entendéis.

Antes de que Malekith pudiera replicarle, el Rey Fénix había desaparecido envuelto por una camada de príncipes.

El señor de Nagarythe se marchó como un vendaval en sentido opuesto. Necesitaba dar rienda suelta a su frustración y se preguntó dónde se abría escondido Alandrian.

* * *

La gira del Rey Fénix culminó con la visita a Karaz-a-Karak. Bel Shanaar, deseoso de desplegar todo su esplendor y poder, llegó con un séquito de tres mil elfos y una guardia que multiplicaba por diez ese número. Los miembros de la comitiva de mayor rango fueron alojados por los enanos, mientras que para el resto se montó un gigantesco campamento que se extendía varios kilómetros a lo largo de la carretera que conducía a la fortaleza.

La ceremonia de bienvenida fue un espectáculo que ni los enanos ni los elfos habían presenciado jamás, pues cada una de las partes intentaba superar a la otra en magnificencia y vistosidad. El Alto Rey había convocado a todos los reyes de las distintas fortalezas para recibir a Bel Shanaar. Por su parte, el Rey Fénix llegaba asistido por centenares de príncipes menores, nobles y príncipes gobernantes de Ulthuan, incluido Malekith. Snorri deseaba que fuera el príncipe de Nagarythe quien le presentara a Bel Shanaar y, en nombre de la amistad que los unía, Malekith había accedido a asistir a la recepción del Rey Fénix, acompañado por cinco mil caballeros naggarothi.

* * *

El día señalado, la procesión de elfos alcanzaba una longitud de más de un kilómetro y medio. Un centenar de estandartes ondeaban por encima de la columna que recorría la carretera hacia Karaz-a-Karak, flanqueada por los enanos que desde ambos lados del camino los vitoreaba y aplaudían, muchos de los cuales llevaban varios días bebiendo para conseguir anticipadamente el espíritu apropiado. Quinientos reyes y thegns formaban la guardia del Alto Rey, cada uno de ellos acompañado por sus correspondientes portadores de estandartes y escudos, mientras que muchos grabadores de runas y maestros ingenieros mostraban con orgullo los emblemas de sus gremios, rodeados por los miembros de Consejo de los clanes de cada fortaleza.

Como era de esperar se celebró un fantástico banquete pródigo en discursos, tanto que la fiesta se alargó durante ocho días, pues cada rey thegn debía ser debidamente presentado, a pesar de que muchos habían luchado e incluso habían vivido codo con codo durante siglos.

Durante las celebraciones, Malekith se mantuvo junto al Alto Rey para facilitarle cualquier tipo de consejo o información que precisara, y se dignó ejercer el papel de traductor para Bel Shanaar. El punto álgido de toda aquella actividad llegó la octava noche, cuando el Alto Rey y el Rey Fénix, por fin, compartieron La tarima del trono en la sala de audiencias. Bel Shanaar se explayó hablando sobre los beneficios de la alianza y el espléndido recibimiento que les habían ofrecido los enanos; elogió a los príncipes por la creación de aquel rincón del vasto imperio y concluyó su discurso con un anuncio que puso a prueba los límites de tolerancia de Malekith.

—Los elfos y los enanos siempre estarán unidos por una amistad imperecedera —declaró Bel Shanaar—. Mientras nuestros imperios perduren perdurará la paz entre nosotros. Como símbolo de nuestra dedicación a esta causa común, nombraré un embajador en esta corte, un cargo que recaerá en uno de nuestros hijos predilectos. Él es el arquitecto de mi imperio y el forjador de esta alianza, y su autoridad en estas tierras tendrá el mismo valor que la mía. Sus palabras serán mis órdenes. Su voluntad será mi deseo. Yo nombro al príncipe Malekith embajador en Karaz-a-Karak y le concedo las bendiciones de todos los dioses en sus empeños.

Malekith echó chispas al oír aquellas palabras y tuvo que esforzarse por mantener una expresión de gratitud en el rostro. «Mi imperio», había dicho Bel Shanaar. «Su voluntad será mi deseo», le dijo una voz interior encolerizada. Con aquellas pocas palabras, Bel Shanaar se había apropiado de todo lo que había creado con su trabajo y su lucha durante tantos siglos. ¿Qué derecho tenía el Rey Fénix para reclamar nada de lo que Malekith había logrado?

¿Embajador? Malekith ya ejercía una autoridad absoluta en aquellas tierras; no necesitaba el beneplácito de Bel Shanaar. Las colonias eran suyas. Se las había arrancado a la naturaleza agreste y a las hordas de las tinieblas con sus propias manos; con la sangre que había vertido y los sufrimientos que había padecido con el alumbramiento de aquel enorme imperio mientras Bel Shanaar había permanecido sentado en su trono de Tor Anroc, enriqueciéndose con los botines obtenidos por el esfuerzo de los naggarothi. El príncipe contuvo la ira e hizo una rápida reverencia al Rey Fénix, evitando la mirada de Snorri, no fuera que el Alto Rey advirtiera la furia que lo corroía por dentro.

Posteriormente, Malekith se disculpó ante Bel Shanaar por no poder permanecer a su lado durante el resto de la visita con el pretexto de que requerían su presencia en Athel Toralien. En realidad, partió hacia el santuario de los bosques, pues era presa de una ira tan virulenta que no podría ver la cara de otro elfo en meses.

* * *

Al final, el príncipe se tranquilizó y retomó su vida normal. Durante las cinco décadas que siguieron a la visita de Bel Shanaar, Malekith y Morathi mantuvieron una correspondencia periódica. La sacerdotisa no escatimaba los elogios a su hijo por sus logros, aunque también lo reprendía cariñosamente por ignorar el legado de su padre en Ulthuan. Siempre le había insistido en que regresara a la isla para reclamar su derecho de cuna, pero sus misivas se volvieron más agrias si cabe tras la visita de Bel Shanaar a Karaz-a-Karak. Ella también había comprendido el desprecio infligido por las palabras y las acciones del Rey Fénix, y en su siguiente carta, se había extendido en las críticas a Bel Shanaar y había censurado su hipocresía al hablar de la decadencia de Nagarythe.

La intuición de Malekith sobre ese asunto lo llevó a poner mayor mención en los asuntos domésticos de Ulthuan, si bien no compartió con nadie su renovado interés. En los años que siguieron se prodigó en preguntas sutiles sobre la vida en Nagarythe, tanto mediante las misivas a Morathi como directamente a los leales naggarothi que seguían cubriendo la ruta marítima entre la isla de los elfos y las colonias.

De vez en cuando, se quedaba preocupado por las respuestas que recibía de los comerciantes, pues se hablaba de cultos cabalísticos consagrados a los dioses elfos más siniestros y de sectas del placer que se entregaban al lujo y al exceso. Sin embargo, las cartas de Morathi atenuaron sus suspicacias.

«Muchos de los príncipes gobernantes —explicaba la sacerdotisa en una de sus cartas—, celosos por la prominencia de Nagarythe en detrimento de la corte establecida en Tor Anroc, han orquestado una campaña sutil e insidiosa contra mí y mi Consejo. No me acusan directamente de ningún delito, pero mediante insinuaciones y rumores dan a entender que estamos aliados con algún oscuro poder».

A Malekith no le resultaba difícil imaginar cómo la envidia de los príncipes los había llevado a urdir algo así, y creía a su madre cuando le aseguraba que aquellas «sectas del placer» no eran más que rituales ancestrales que los naggarothi siempre habían realizado para el apaciguamiento de los dioses elfos menos recordados.

«El Rey Fénix incluso ha dado a entender que no ve con buenos ojos los lazos de los naggarothi con Khaine —continuaba la carta—. Si por Bel Shanaar fuera, nuestros dioses más antiguos caerían en el olvido, mientras él decora sus cámaras con el oro que las espadas de nuestros guerreros depositan en sus cofres».

En su carta de respuesta, Malekith pidió a su madre que no hiciera nada que molestara a los príncipes ni llevara a cabo abiertamente ningún movimiento contra el Rey Fénix. Ella se lo prometió, aunque en un tono que desafiaba la autoridad de los príncipes elfos. Algo de lo que Malekith había oído empezó a calar entre los habitantes de las colonias. Los elfos siempre se habían deleitado con el vino, la música y la poesía, tanto la lírica como la satírica. Sin embargo, Malekith pasaba meses, en ocasiones años, sin pisar las ciudades, de modo que los lentos y sutiles cambios que sufrían parecían más severos a sus ojos cuando regresaba a ellas.

La debilidad de espíritu y la relajación que Malekith había detestado de Ulthuan habían empezado a impregnar los hábitos de Athel Toralien. Muchos de los ciudadanos eran colonos de segunda e incluso tercera generación que no habían tenido que blandir una espada furibunda para defender sus tierras, y Malekith temió que la estabilidad del imperio, que tantas luchas le había costado conseguir, estaba debilitando el corazón de sus súbditos. Malekith no quería dar una imagen de tirano y no se opuso abiertamente a las numerosas tabernas y antros de placer que parecía haber aflorado en cada edificio de la ciudad. Sin embargo, ordenó a su Consejo que iniciara el reclutamiento para el ejército de los naggarothi mayores de edad. De ese modo, Malekith obligaba por ley a lo que en otro tiempo había sido una tradición, con la esperanza de que la disciplina y la vida militar formaran una nueva generación con la voluntad y la fuerza de los primeros elfos que le habían seguido hasta aquellas tierras.

El contacto cada vez más continuado con humanos despertó el carácter inquisitivo de su espíritu y el príncipe profundizó con pasión en el estudio de aquella raza, así como de los tenebrosos poderes que dominaban las Tierras Yermas del Caos. Cada vez se internaba en territorios más septentrionales, a veces solo, otras, acompañado por sus huestes. Si bien las agrestes florestas ya habían sido despejadas por los elfos, Malekith lideraba sus ejércitos hacia el norte poseído por un espíritu ávido de sangre que causó preocupación en aquellos que conocían bien al príncipe.

Al regreso de una de esas campañas, Malekith visitó a sus aliados enanos en Karak-Kadrin. Cuando el príncipe entró en la sala del trono del Rey Brundin, que había sucedido a su padre como monarca de la fortaleza unos años antes, el ambiente estaba enrarecido. Un Consejo de nobles con un gesto solemne en los rostros rodeaba al rey. Entre ellos se enconaba Kurgrik, cuyas riquezas habían crecido considerablemente desde los días de modesto maderero.

El camarada enano más antiguo de Malekith se dio media vuelta y bajo apresuradamente la escalera para encontrarse con el príncipe, mesándose la larga barba con nerviosismo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Malekith.

—El Alto Rey yace en su lecho de muerte —le explicó Kurgrik, estrujándose la barba—. Los mensajeros han peinado las tierras del norte buscándoos. Pregunta por vos, príncipe elfo. ¡Debéis ir a Karaz-a-Karak!

Malekith lanzó una mirada a la tarima del trono, observó los rostros fríos y consternados, y supo que Kurgrik no estaba exagerando.

—Discúlpame ante el rey Brundin, pero debo partir inmediatamente.

El príncipe giró sobre sus talones y abandonó la cámara a la carrera. Atravesó una puerta tras otra precipitadamente, ignorando las voces preocupadas que le interrogaban y las preguntas de sus acompañantes, y recorrió rápidamente túneles y galerías hasta que llegó a la enorme puerta de entrada a la fortaleza. En la ladera que se extendía en el exterior estaban acorralados los corceles de los elfos. Malekith saltó la valla y se dirigió directamente al caballo más alto, que no era otro que su propio corcel. No esperó a que le colocaran la silla ni la brida y se encaramó al caballo de un salto, lo orientó hacia el sur y, obedeciendo la orden susurrada por el jinete, el caballo emprendió un galope frenético, salvó la valla de un salto y enfiló hacia el Paso de los Picos.

Aunque Malekith cabalgaba velozmente en dirección sur, el temor de llegar demasiado tarde le corroía por dentro. Cuando su corcel ya estaba a punto de caer extenuado, giró al oeste y enfiló hacia una de las torres de los elfos que vigilaban los límites del gran bosque de Elthin Arvan, se apropió de otra montura y continuó hacia el sur. Dominado por la inquietud, Malekith no durmió ni comió, y cabalgó a la luz de la luna como lo había hecho a pleno sol. Después de tres días de viaje llegó a las inmediaciones de la fortaleza de Zhufbar. No muy apartada de la carretera, una cuadrilla de enanos estaba perforando un nuevo pozo. Malekith dirigió el caballo hacia ellos. Los enanos lo miraron con incredulidad, pues de manera inesperada tenían enfrente al embajador de los elfos.

—¿Qué noticias hay de Karaz-a-Karak? —preguntó Malekith.

—Nada nuevo —respondió el maestro de los obreros, un enano rudo y con la piel curtida, con una barba de un rubio ceniciento y un garfio en lugar de la mano izquierda.

—¿El Alto Rey sigue con vida? —inquirió el príncipe.

—Eso dice lo último que hemos oído.

Sin pronunciar una palabra más, Malekith espoleó su montura, que salió al galope en dirección a Agua Negra, donde tantos años atrás había luchado codo con codo con el Alto Rey. Sin embargo, en su cabeza no había sitio para los recuerdos hermosos, pues Malekith estaba poseído por la ansiedad de ver a su camarada antes de que falleciera. Cabalgó por la orilla; su montura, forzada por su jinete a correr a una velocidad temeraria, dejaba tras de sí una estela de agua pulverizada.

Al día siguiente, Malekith se incorporó a la carretera que se dirigió hacia el sur y que unía directamente Karak Varn con Karaz-a-Karak. El camino tenía la anchura necesaria para el paso simultáneo de varios carros y estaba empedrado, de modo que el avance era rápido. Pasó serpenteando entre vehículos de enanos, hasta que avistó una caravana de elfos. Frenó su agotada montura delante del carro que encabezaba la columna, desmontó e hizo una señal al conductor para que se detuviera.

—¿Príncipe Malekith? —preguntó el conductor—. ¿Qué os trae por aquí?

—Necesito uno de tus caballos —respondió el príncipe mientras liberaba de los arneses al primero de los animales que tiraban del carro.

—Podéis cabalgar conmigo —sugirió el conductor, pero el príncipe no le prestó atención y salió al galope sin explicación ni pago alguno.

Malekith estuvo cabalgando otros dos días, hasta que por fin divisó la descomunal entrada de Karaz-a-Karak, y por primera vez en su vida, no admiró la majestuosidad de sus puertas de oro ni contempló maravillado las enormes torres ni los altísimos contrafuertes que las flanqueaban. Recorrió al galope el tramo de carretera que lo separaba de la ciudad a lomos de la sudorosa montura. Los centinelas de la entrada hicieron el ademán de adelantarse para impedirle el paso, pero el príncipe no frenó, y cuando los guardias lo reconocieron y comprendieron sus intenciones, se apartaron rápidamente y empujaron a otros enanos para despejar el camino a Malekith.

El príncipe cruzó velozmente la puerta y en las bóvedas resonó el chacoloteo de los cascos de su caballo sobre las losas. Los enanos se refugiaban en los umbrales de las puertas o salían corriendo en todas direcciones para evitar ser atropellados por Malekith según recorría los sinuosos túneles que conducían a los aposentos del rey. El príncipe sólo frenó la montura cuando vio una masa de consejeros del monarca congregada junto a la puerta de una de las cámaras reales; saltó del caballo, corrió hacia la muchedumbre y agarró del brazo al primero de los nobles, un sabio llamado Damrak Puñodeoro.

—¿Llego tarde? —preguntó Malekith.

El enano, atónito, se quedó mudo unos instantes antes de menear la cabeza, Malekith soltó a Damrak y se dejó caer con la espalda apoyada en la pared.

—No me habéis entendido, embajador —explicó Damrak, posando una mano nudosa en el hombro de Malekith—. El rey sigue esperándoos.

* * *

Podía oírse el eco del solemne redoble de tambores retumbando en todas las estancias y pasillos de Karaz-a-Karak. En la pequeña cámara únicamente había dos figuras. El rey Snorri, con el rostro tan pálido como la barba lacia con los ojos cerrados en la cama ancha y baja. Malekith permanecía arrodillado a su lado, con una mano posada sobre el pecho del enano y llevaba en vela, junto al anciano rey, los tres días que habían transcurrido desde su llegada, y en ese tiempo, apenas había comido ni dormido.

De las paredes de la habitación colgaban pesados tapices que representaban escenas de las batallas que habían librado juntos, en los que el papel de Snorri se exaltaba convenientemente. Malekith no se tomó a mal que el rey enalteciera sus hazañas, pues ¿acaso en Ulthuan no habían coreado a viva voz su nombre mientras que el de Snorri Barbablanca no había sonado más que como un susurro? «Cada pueblo con los suyos», pensó Malekith.

Los párpados de Snorri temblaron y se abrieron, y dejaron al descubierto unos ojos azul pálido y empañados. Sus labios se torcieron para esbozar una sonrisa, y una mano encontró a tientas el brazo de Malekith.

—Si las vidas de los enanos duraran lo que las de los elfos, mi reinado se prolongaría otros mil años —dijo Snorri.

—Aun así, nosotros también morimos —respondió Malekith—. La medida de nuestras vidas, como las de cualquier otra raza, viene dada por lo que hacemos cuando estamos vivos y el legado que dejamos a nuestros descendientes. Una vida de milenios no vale nada si cuando llega a su fin sus acciones suman cero.

—Eso es cierto…, es cierto —dijo Snorri, asintiendo con la cabeza mientras se borraba la sonrisa de sus labios—. Lo que hemos construido tiene un valor legendario, ¿verdad? Nuestros dos poderosos imperios han arrinconado a las bestias y a los demonios, y ahora las tierras son seguras para nuestros pueblos. El comercio nunca ha vivido tiempos de mayor prosperidad y las ciudades no dejan de crecer.

—Vuestro reinado ha sido glorioso, Snorri —dijo Malekith—. Vuestro linaje es sólido; vuestro vástago sabrá conservar vuestros maravillosos logros.

—Y quizá los aumentará.

—Quizá, si así lo desean los dioses.

—¿Y por qué no lo harían? —preguntó Snorri. Tosió mientras se recostaba; los hombros se le hundieron en las abultadas almohadas bordadas con oro—. Aunque me cueste respirar y mi cuerpo esté enfermo, mi voluntad se mantiene inquebrantable, dura como la roca que forman las paredes de esta cámara. Soy un enano, y como ocurre con todo mi pueblo, en mi interior reside la fuerza de las montañas. Y aunque ahora este cuerpo esté débil, mi espíritu irá a las Salones de los Ancestros.

—Y allí recibirá la bienvenida de Grungni y de Valaya —dijo Malekith—. Ocuparéis vuestro sitio con orgullo.

—Todavía no he acabado —protestó Snorri, frunciendo el ceño. Con semblante severo, continuó—: Escuchad el siguiente juramento, Malekith de los elfos, camarada en el campo de batalla, amigo en el corazón. Yo Snorri Barbablanca, Alto Rey de los enanos, lego mi título y mis derechos a mi primogénito. Aunque atraviese la puerta de los Salones de los Ancestro mis ojos permanecerán posados en mi imperio. Haced saber a nuestros aliados y a nuestros enemigos que la muerte no pone fin a mi tutela.

El enano prorrumpió en un ataque de tos incontrolable. Miró a Malekith; tenía los labios rociados de sangre y las facciones del rostro endurecidas. El elfo se volvió lentamente hacia el rey.

—La venganza será mía —juró Snorri—. Cuando nuestros enemigos se multipliquen, regresaré para salvar a mi pueblo. Cuando las criaturas repugnantes de este mundo aúllen a las puertas de Karaz-a-Karak, empuñare mi hacha de nuevo y mi ira sacudirá las montañas. Escuchad, Malekith de Ulthuan, y escuchadme bien. Grandes han sido nuestros logros, y grande es también el legado que os dejo, mi más leal confidente, mi más bravo hermano de armas. Juradme ahora, cuando mis pulmones exhalan sus últimos suspiros, que mi juramento ha sido escuchado. Juradme por mi propia tumba, por mi espíritu, que os mantendréis fieles a los ideales por los que ambos hemos luchado durante tantos años. Y sabed que no hay nada más repugnante en el mundo que el ser que rompe un juramento.

Malekith tomó la mano con la que el rey le agarraba el brazo y la apretó fuerte.

—Lo juro —dijo el elfo—. Por la tumba del Alto Rey Snorri Barbablanca, líder de los enanos y amigo de los elfos, lo juro.

Los ojos de Snorri destellaron y su pecho ya no se hinchó ni se deshinchó. El fino oído de Malekith no advirtió ningún signo vital y no supo si sus palabras habían sido oídas. Soltó la mano del rey, le cruzó los brazos sobre el pecho y cerró delicadamente los ojos de Snorri.

Mientras se ponía en pie miró por última vez el cadáver del rey; luego, salió de la cámara. Fuera, el primogénito de Snorri, Throndik, aguardaba de pie junto con una docena de enanos más.

—El Alto Rey ha fallecido —declaró Malekith, cuya mirada viajaba por encima de las cabezas de los enanos congregados y se posaba en la cámara del trono. Se volvió a Throndik—. Ahora vos sois el Alto Rey.

No dijo más. El príncipe elfo se alejó discretamente de la asamblea de enanos y cruzó la casi vacía cámara del trono; se detuvo en mitad de la sala y levantó la mirada hacia la elevada tarima. Recordaba perfectamente la primera vez que había estado allí. Entonces, Aernuis había concentrado toda la curiosidad de Malekith y apenas había prestado atención al Alto Rey. Ahora sólo podía pensar en el enano que yacía inmóvil en el pequeño dormitorio.

El trono estaba vacío. Todo estaba vacío. Habían salido victoriosos de las guerras contra los orcos y los hombres bestia. Los elfos habían despejado los bosques y los enanos habían conquistado las montañas. Bel Shanaar le había arrebatado el gobierno de las colonias. Era como si Snorri, aún sin saberlo, se hubiera llevado a la tumba los últimos días de gloria. Ahora su amigo estaba muerto y no quedaba nada por lo que luchar.

Nada, salvo el trono del Fénix.

* * *

Durante la siguiente década, Malekith se distanció aún más de su corte en Athel Toralien. Tal como había hecho anteriormente en Nagarythe, le legó el gobierno en un Consejo de príncipes y otros sabios y bien considerados dignatarios, y traspasó el cargo de embajador a Carnellios, un príncipe de Cothique que había participado en las conversaciones iniciales y que gozaba de la confianza de los enanos. Cuando lo tuvo todo dispuesto a su gusto, el príncipe declaró que se adentraría de nuevo en las tierras del norte, en una campaña que se prolongaría varios años y de la que quizá nunca regresaría, y pidió voluntarios para acompañarlo.

Tras este anuncio, Malekith inició una ronda de visitas por los castillos y las ciudadelas que protegían el territorio de Athel Toralien y les trasladó el mismo anuncio. Eligió a los más bravos capitanes, caballeros y arqueros de cada guarnición y emprendió el regreso a la ciudad con setenta caballeros.

El príncipe y su compañía regresaban a Athel Toralien a caballo por la carretera que se extendía de este a oeste cuando se toparon con un campamento extramuros que se expandía casi un kilómetro en paralelo al camino. Unos pabellones con enormes toldos alojaban a ricos nobles, mientras que se contaban por centenares las tiendas más modestas.

Yeasir aguardaba en la entrada oriental para recibir a su señor.

—¡Doy gracias a los dioses de que hayáis regresado! —exclamó el lugarteniente, agarrando la brida del corcel de Malekith para que el príncipe desmontara.

—¿Alguna emergencia? —preguntó Malekith, entregando las riendas a uno de sus acompañantes—. ¿Una horda de orcos, quizá? ¿Bestias del norte?

—No, no —respondió Yeasir—. No hay ninguna amenaza.

—Entonces, ¿por qué hay un ejército de vagabundos y príncipes a las puertas de mi capital? —inquirió Malekith, volviéndose para contemplar la ciudad de tiendas que se extendía junto a la carretera.

—Todos ellos desean acompañaros en vuestro viaje —explicó Yeasir entrecortadamente.

—¿Todos? —preguntó Malekith, con las cejas enarcadas.

—Seis mil setecientos veintiocho —especificó Yeasir—. Bueno, eso según el registro de voluntarios que Alandrian se vio obligado a iniciar. Empezaron a concentrarse en la ciudad y, como no había espacio en los muelles ni en los mercados, tuvimos que mandarlos aquí fuera, y a la mayoría hubo que proporcionarles un alojamiento.

—No puedo llevar conmigo más de quinientos —aseveró Malekith—. Manda de vuelta a casa a los que tengan mujer o hijos y a los que nunca hayan vertido sangre en una batalla. Eso debería reducir algo el número.

—Entendido, alteza. Muchos no son naggarothi, ¿aun así aceptaríais su compañía?

—Sólo si juran lealtad a Nagarythe —respondió el príncipe con el rostro endurecido—. Y no quiero a nadie menor de trescientos años. Necesito experiencia; veteranos curtidos.

—También hay dieciocho príncipes de varios reinos —explicó Yeasir—. ¿Qué debo hacer con ellos?

—Sólo buscan la gloria propia con el fulgor de mis triunfos —espetó Malekith—. Todo aquel que no sea de Nagarythe, y me refiero a Nagarythe, no a esta ciudad, mándalo a casa. Sólo hablaré con quien creas que merece mi atención.

—Como deseéis, alteza. —Yeasir hizo una reverencia y se marchó.

Malekith regresó a la carretera mientras se difundía por el campamento la noticia de su regreso. Sonaron los cuernos y se multiplicaron los elfos que salían de sus tiendas y enfilaban hacia la ciudad. Rápidamente centenares de elfos invadieron la carretera reclamando a gritos la atención del príncipe. Malekith les dio la espalda y entró en la ciudad. Se volvió a uno de los centinelas.

—Mantén la puerta cerrada hasta que se vayan —le ordenó el príncipe.

* * *

Malekith eligió quinientos elfos como compañeros de viaje, suficientes para tripular una nave y luchar, y no demasiados para proveerlos de comida y suministros en tierras ignotas. Casi la mitad tenían la edad de Malekith, y algunos habían partido con él desde Ulthuan. Ninguno tenía familia, pues Malekith sabía que iban a adentrarse en tierras completamente desconocidas y, cualesquiera que fueran los peligros que los aguardaban, .estaba decidido a que sus ansias de conocer mundo no dejaran un legado de viudas y huérfanos.

Alandrian era el responsable de organizar el abastecimiento de la expedición y la repatriación de los voluntarios rechazados. Aun así, encontró un hueco entre sus numerosas obligaciones para reunirse una noche con Malekith.

—¿Está todo listo? —le preguntó el príncipe, sentado en un sillón en la terraza de su casa de la ciudad.

Malekith hizo un gesto a Alandrian para que se sirviera de una licorera de vidrio que había sobre una pequeña mesa. Alandrian llenó una copa del vino dorado y se sentó.

—Si me permitís una sugerencia, alteza —dijo delicadamente el lugarteniente—, quizá os convendría llevar quinientos y un compañeros.

—¿Quinientos uno? —inquirió Malekith. E inmediatamente rompió a reír e hizo un gesto de comprensión con la cabeza—. ¿Estás ofreciéndome tus servicios?

—Eso hago, alteza —reconoció Alandrian—. Si Yeasir os acompaña, así haré yo.

—No puede ser —aseveró el príncipe—. Yeasir no tiene familia, pero tú tienes una mujer hermosa que te ha dado dos hijas igualmente bellas. Antes me cortaría un brazo que privarles de su padre.

—Estáis destinado a grandes gestas —replicó Alandrian—. Os he servido sin mácula y he cumplido con mis obligaciones con vigor y lealtad. Sólo demando que no se me aparte del servicio.

—Tus tiempos en el ejército han llegado a su fin —afirmó Malekith, que alzó una mano para interrumpir la protesta de Alandrian—. He estado redactando unos documentos y ahora sois príncipe de Nagarythe, el gobernador de Athel Toralien.

—¿Príncipe? —balbuceó Alandrian.

—Eso es. —Malekith estalló en carcajadas cuando vio el rostro atónito de su amigo—. Iba a esperar un poco para anunciarlo, pero no me has dado opción. Serás mi regente en Elthin Arvan. Yeasir es un soldado de pies a cabeza y lo nombraré comandante de Nagarythe, un cargo que yo mismo desempeñé cuando mi padre aún estaba vivo. Tú eres un líder con la paciencia necesaria para armonizar tu sabiduría con tu don de palabra. La mejor manera de servirme no es con la punta de una lanza, sino con la punta de una pluma. Gobierna Athel Toralien de acuerdo con la mejor tradición de Nagarythe. Mantente siempre preparado para acudir en ayuda de tu tierra natal. Y lo más importante ¡disfruta de la vida que los dioses te han concedido y exprímele todo su jugo!

Malekith levantó la copa para brindar por su camarada, que hizo le propio con la suya sin demasiado entusiasmo, todavía conmocionado por la declaración del príncipe.