5: El Alto Rey

CINCO

El Alto Rey

Malekith estaba ansioso por continuar el viaje hacia la fortaleza del Alto Rey, y agradeció que Kurgrik tuviera al parecer su propio calendario que cumplir, ya que en las minas que se extendían en el subsuelo de Karaz-a-Karak necesitaban urgentemente el cargamento de madera del thegn. Por lo tanto, la partida de enanos y elfos dejó la ciudad de Karak-Kadrin a primera hora del día siguiente.

El rey se presentó para despedirlos, y se mostró mucho más accesible y afable alejado de la formalidad de la corte; estrechó la mano, uno a uno, a todos los elfos, y a Malekith le golpeó cariñosamente el brazo. Dijo unas palabras en su lengua a las que el príncipe respondió asintiendo con la cabeza y sonriendo, sin molestarse en escuchar la traducción de Alandrian.

Malekith y la partida no regresaron a las puertas por las que habían accedido a la fortaleza, sino que fueron acompañados por una ruta subterránea hasta otra entrada, que, aunque ligeramente menos imponente que la primera, no causó una impresión menor en el príncipe, pues no conducía a la superficie, sino a una amplia galería abierta en el lecho de roca de la montaña que se extendía en dirección sur; el suelo estaba cubierto de losas y era lo suficientemente ancho como para permitir el paso simultáneo de carros y enanos.

La carretera subterránea estaba iluminada por lámparas, y se habían alisado las paredes con tal perfección que no se producían sombras. El techo estaba apuntalado por unos enormes pilares de roca y hierro que alcanzaban fácilmente una altura de cuatro o cinco elfos uno encima del otro.

Emprendieron aquella etapa del viaje montados en la parte trasera de unos carros traqueteantes. No resultaba del todo incómodo, aunque la ausencia de la alternancia entre el día y la noche empezaba a crispar los nervios de Malekith. A los tres días de marcha, empezó a preguntarse por la longitud de aquel túnel y pasadas seis jornadas se moría por ver el sol o las estrellas, e incluso un cielo tormentoso.

De manera periódica pasaban junto a puestos de guardia que eran algo así como las versiones subterráneas de los baluartes que habían visitado en la superficie. Por los alrededores de aquellas fortalezas patrullaban guerreros con un aspecto inquietante y armados con arcos mecánicos.

La carretera principal estaba salpicada de encrucijadas de las que partían numerosos ramales y túneles secundarios, y el tráfico de enanos, tanto en carros como a pie, era continuo. Acarreaban toda clase de productos: lingotes de metales, sacas de carbón, fanegas de cosecha, herramientas de minería…

Al octavo día, Malekith había recuperado el interés, pues estaba dándose cuenta de la verdadera medida del imperio de los enanos. Cada día cubrían como mínimo trece leguas, de modo que ya habían recorrido más de quinientos setenta y cinco kilómetros. La carretera continuaba en línea recta hasta donde la vista alcanzaba, así que supuso que seguían viajando hacia el sur. Si cada uno de los pasajes secundarios y las demás salidas conducían a otras fortalezas y asentamientos, no había duda de que las montañas eran un hormiguero de enanos.

Una parte de la arrogancia inicial del príncipe se esfumó mientras meditaba sobres las titánicas implicaciones de una alianza con aquel pueblo. Si el tratado entre los elfos y los enanos no se demoraba, los naggarothi verían incrementado notablemente el poder que ya ejercían en las colonias.

A raíz de esas meditaciones, Malekith prestó más atención a los acuerdos que los enanos tenían entre sí, y puso todo su empeño en aprender los rudimentos de su lengua por medio de Alandrian. Se esforzó por memorizar los nombres de sus acompañantes enanos, apodos extraños como Gundgrin, Borodin, Hagrun y Barronk, y se quedó con las palabras enanas para espada y hacha, y con que aquella carretera recibía el nombre de Ungdrin Ankor.

También, quiso aprender cómo designaban el oro, pero la cantidad de palabras era tal que todas se mezclaron en su cabeza. Durante una parada para descansar, Malekith condujo a Alandrian hasta una pequeña cavidad apartada y planteó la cuestión a su lugarteniente.

Azgal, churk, bryn, galaz, gnolgen, gorl, konk, thig, ril, skrottiz… —se quejó Malekith—. ¡Todas estas palabras terribles…! ¡No consigo acordarme de cuál es la que significa «oro»! ¿Cómo voy a aprender este estúpido idioma?

—Todas significan «oro», alteza —le respondió pacientemente Alandrian.

—¡El oro es oro! —exclamó Malekith—. ¿Para qué necesitan esa maldita cantidad de palabras?

—Sin duda, el oro es oro, alteza —dijo Alandrian, sacando una cadena del interior de su toga con un amuleto de los enanos que le había regalado Kurgrik—. Para un enano, sin embargo, hay numerosos tipos de oro. El oro del borde exterior, con un matiz rojizo, se llama konk. El motivo interior está hecho de un metal ligeramente más blando que ellos denominan gorl.

—Ya entiendo —afirmó Malekith, aunque no entendía nada en absoluto.

Alandrian leyó el desconcierto en su rostro.

—Nosotros vemos un metal al que llamarnos oro —explicó pausadamente el capitán, guardándose de nuevo el amuleto en la toga—. Los enanos ven una variedad de metales y tienen un nombre para cada una.

—Entonces, ¿cada palabra se refiere a un tipo distinto de oro? —preguntó Malekith—. Oro blando, oro duro, oro más brillante… ¿Ese tipo de cosas?

—Ese tipo de cosas, eso es, alteza —dijo Alandrian, acompañando sus palabras con un movimiento alentador de la cabeza.

—Pero no puede haber tantos tipos de oro, es imposible, ¿no? —inquirió Malekith.

—Físicamente no —respondió Alandrian, con el gesto torcido por la consternación mientras trataba de encontrar una manera de explicarse—. Para los enanos el oro posee otras cualidades, no sólo las físicas.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, para empezar tenemos el oro de la suerte.

—¿El oro de la suerte? —Malekith frunció el ceño.

—El oro que se ha encontrado por casualidad, por ejemplo —respondió Alandrian.

—Suena extraño, pero en definitiva son un pueblo extraño —comentó Malekith.

—El tipo de oro también varía dependiendo de su procedencia, de dónde se encuentra en un momento determinado y de su propia historia —continuó explicando Alandrian, como respuesta a la mirada exigente del príncipe—. Hay una palabra para el oro que forma parte de un lingote y al que todavía no se le ha dado otra forma. Otra palabra diferente designa el oro que ya había sido utilizado y vuelve a fundirse para convertirlo en otro objeto. Hay un oro que sirve para gastarlo, que ellos denominan impaciente, y otro que debe conservarse. Son casi las mismas palabras que utilizan para esperar o paciencia. Luego está el oro que aún no se posee, como el de los yacimientos o el prestado. Por supuesto, eso significa que también existen palabras para el oro que uno quisiera tener o que tuvo en otro tiempo…

—¡Basta! —espetó Malekith—. Entonces, tienen infinidad de palabras para decir oro. No pueden esperar que las aprenda todas.

—¡Oh, no, alteza! Al parecer, ni siquiera los enanos conocen todos los nombres del oro. Uno utiliza la palabra que le apetece, y el otro interlocutor enano probablemente entenderá lo que quiere decir el primero.

Alandrian lanzó una mirada fugaz por encima del hombro hacia los enanos, que estaban subiéndose a los carros para reemprender la marcha.

—De todas formas será mejor no hablar demasiado de oro —advirtió el lugarteniente—. Siempre que lo menciono sus ojos adquieren un brillo extraño. Algunos se muestran tremendamente exaltados. ¡Una vez les hablé sobre las puertas de oro de Lothern, y Kurgrik a punto estuvo de desmayarse!

—Entonces, ¿me recomiendas no hablarles de los tesoros incalculables que cobijamos en Athel Toralien?

—Eso mismo, alteza.

Malekith asintió y dirigió la mirada más allá de la espalda de su lugarteniente; sus ojos se posaron en Kurgrik, que los observaba con el ceño levemente fruncido. El príncipe sonrió abiertamente y le hizo una señal con la mano, tratando de borrar de la mente la imagen que se le había formado del thegn manoseando una moneda y echando espuma por la boca.

El décimo día tomaron un desvío de la carretera principal y, hasta donde Malekith podía decir, enfilaron hacia el oeste. El tráfico de carros y enanos a pie se multiplicó, y el príncipe conjeturó que debían encontrarse próximos a la capital. Kurgrik estaba cada vez más animado, y por las relativamente pocas palabras que Malekith había aprendido y por mediación de la traducción de Alandrian, supieron que llegarían a su destino el día siguiente.

La agitación de Malekith crecía según se acercaba el final del viaje y arengaba constantemente a Alandrian para que redoblara sus indagaciones sobre los enanos y, especialmente, sobre su Alto Rey. En este aspecto Kurgrik se mostró extrañamente reticente, y lo único que comentó fue que se llamaba Snorri Barbablanca y que era el primer monarca que gobernaba sobre todos los reinos de los enanos. Malekith conocería a aquel dignatario al día siguiente.

Mientras la caravana se preparaba para iniciar la marcha tras un descanso, Malekith extrajo de su equipaje la más elegante de sus capas, de color púrpura y con dos dragones entrelazados bordados con hilo de oro; se perfumó la cabellera con las fragancias que llevaba consigo y se la recogió detrás de los hombros con una cinta de plata adornada con cinco rubíes y tres diamantes del tamaño de la yema de un dedo y tallados en forma ovalada. Contento con la majestuosidad de su aspecto, tomó asiento al lado de Kurgrik en el carro que encabezaba la columna. En cierta manera, su orgullo quedaba herido por el hecho de que para que su cuerpo entrara en el asiento prácticamente tenía que encajar la barbilla entre las rodillas flexionadas.

La entrada por Ungdrin Ankor a la capital del reino de los enanos consistía en una serie de puertas de oro con un sistema de engranajes y ruedas dentadas que permitían abrirlas sin esfuerzo, con un simple empujón, a pesar de su considerable peso. Las puertas exhibían numerosas inscripciones de runas escritas verticalmente, con las líneas separadas por esplendidos diamantes.

La entrada estaba flanqueada por dos pilares de mármol negro, en los que se habían esculpido rostros ancestrales que fulminaban con la mirada a todo aquel que se acercaba. Las losas del suelo mostraban una variedad infinita de dibujos. Kurgrik dijo algo a Alandrian.

—Todos los símbolos de los clanes están grabados en estas piedras-tradujo el lugarteniente.

Malekith no dijo nada y dirigió su mirada de guerrero hacia las defensas de la entrada. Unas cámaras secundarias con sólidas puertas de hierro y con ventanas con postigos y aspilleras se asomaban al corredor, de manera que las tropas defensivas podían disparar sus flechas a cualquier asaltante sin correr ningún riesgo. Un vistazo más arriba reveló otras aperturas, a través de las cuales podía arrojarse aceite hirviendo.

Entre aquello y lo que ya había visto en la colosal entrada a Karak-Kadrin, Malekith llegó a la conclusión de que aquellas fortalezas eran inexpugnables. Además, la comunicación subterránea entre las diferentes ciudades que proporcionaba Ungdrin Ankor imposibilitaba un asedio prolongado, pues a menos que se controlara aquella carretera, no había forma de atajar los abastecimientos. A pesar de aquellas defensas, Malekith sabía que no existía una fortificación totalmente inaccesible; sin embargo, el precio que habría que pagar por conquistar una ciudad de aquellas características aconsejaba encarecidamente establecer una alianza con los enanos en vez de enfurecerlos.

Kurgrik y sus acompañantes descendieron de los carros y fueron recibidos con palmadas en la espalda y calurosas palabras de bienvenida de los camaradas enanos que deambulaban por el interior de la fortaleza, aunque sus reacciones distaban enormemente del asombro y el interés que habían despertado en Karak-Kadrin.

A medida que se adentraban en Karaz-a-Karak se acentuaba aquella sensación; aquellos enanos parecían estar familiarizados con los elfos. Malekith rememoró entonces la reacción de Kurgrik en su primer encuentro y le pareció que, con la perspectiva que daba el tiempo, el thegn no se había sorprendido por el hecho de ver elfos en sí, sino por encontrarlos en aquel lugar.

Los temores de Malekith se confirmaron cuando una escolta de guerreros profusamente armados los condujo a la sala del trono del Alto Rey.

La cámara era más amplia y opulenta que la que habían visitado en Karak-Kadrin, y de sus paredes colgaban tantos escudos, estandartes y emblemas de oro que apenas se atisbaba un centímetro de piedra entre ellos. El suelo era una alfombra de baldosas de oro con rubíes incrustados, y el techo estaba sembrado de lámparas. Un centenar de escalones se extendían hasta un estrado donde había ubicado un enorme trono, igualmente engalanado con oro y gemas. Varias docenas de enanos con vestimentas y portes nobles se habían congregado en la sala.

Lo más extraordinario de todo, y lo que atrapó inmediatamente la mirada de Malekith, fueron los dos elfos que había junto al trono, inmersos en una conversación con el rey.

Malekith reconoció enseguida a uno de ellos; se trataba del príncipe Aernuis de Eataine, un renombrado almirante que había estado al mando de las primeras naves que habían atravesado el océano. No se había sabido nada de él en los últimos cuarenta años y se había llegado a la conclusión de que su expedición había fracasado. El motivo de su prolongada ausencia apareció repentinamente ante los ojos de Malekith, que sintió cómo la ira se apoderaba de él al comprender el secretismo con el que el príncipe llevaba sus tratos con los enanos.

El otro elfo era desconocido para el soberano de Nagarythe, pero por su porte dedujo que se trataba de un consejero de Aernuis. Ambos notaron un cambio en el clima de la cámara, levantaron la mirada y vieron a Malekith entrando a grandes zancadas en la sala del trono. Aunque la abundante iluminación no le permitía asegurarlo, a Malekith le dio la impresión de que los rostros blanquecinos de los elfos palidecían un poco más.

Kurgrik se adelantó rápidamente a Malekith para anunciarle al rey, sentado en su trono, con un codo apoyado en la rodilla y la barbilla descansando sobre el puño. El monarca se enderezó con interés cuando vio aproximarse a Kurgrik y escuchó atentamente al thegn, cuyas explicaciones se alargaron un buen rato. El rey asintió y dirigió su mirada severa hacia Malekith.

—Feliz bienvenida a Karaz-a-Karak —dijo Snorri Barbablanca.

Malekith se estremeció al oír aquella manera de destrozar su lengua, aunque no fue menor la sorpresa que le produjo que el rey la utilizara.

—Hola, rey —respondió Malekith lo mejor que pudo en el idioma de los enanos.

Recuperando la compostura a marchas forzadas, ignoró las sonrisitas en los rostros de Aernuis y su subordinado; en la expresión de Snorri no advirtió regocijo ni enojo.

—Yo, Malekith.

El rey asintió, satisfecho, y solicitó a Malekith con un gesto que se acercara a la larga escalera. Malekith lanzó una mirada por encima del hombro a Alandrian y le hizo una señal para que lo acompañara.

El príncipe de Nagarythe subió los escalones de dos en dos con la capa inflada a su espalda.

—¿Malekith? —preguntó el elfo cuyo nombre desconocía el príncipe—. Eres la última persona que uno esperaría ver aquí.

—Eso parece —respondió Malekith—. Tú me conoces, sin embargo, yo no sé tu nombre. Por favor, comunícaselo a mi acompañante, Alandrian, para que pueda saber el nombre del elfo imprudente que liquidaré inmediatamente por no pronunciar mi título completo al referirse a mí.

—Sutherai —balbuceó rápidamente el elfo, lanzando una mirada aterrorizada a su príncipe.

Malekith enarcó una ceja con desagrado.

—Alteza —añadió Sutherai, temblando.

El Alto Rey contemplaba aquella conversación con lo que parecía ser una expresión de sumo interés, y sin duda había interpretado los tonos de las voces de Malekith y Sutherai, si es que no había comprendido por completo la situación que se había creado entre ambos. Snorri clavó entonces la mirada en Aernuis, que esbozó la más servil de sus sonrisas y dijo algo en la lengua de los enanos.

—¡Eso es una ignominia! —espetó Alandrian a la espalda de Malekith.

Malekith se volvió a su lugarteniente y le lanzó una mirada inquisitiva, Sutherai se quedó pasmado, y el rostro de Aernuis se vio dominado por un gesto de repentina contrición.

—Por lo que he podido comprender, el príncipe acaba de describiros como un gobernante de segunda —explicó Alandrian pausadamente. Y añadió a continuación—: Pero no os mostréis demasiado duro delante del Alto Rey. Tengo la impresión de que Aernuis se ha labrado un puesto preponderante en su corte.

Malekith asimiló las palabras de su lugarteniente y reprimió la ira.

—Por favor, comunica al Alto Rey mi título completo, rango y linaje, de modo que pueda entender mejor quién es el elfo que está delante de él —dijo Malekith sin alterarse, aunque sus ojos perforaban a Aernuis.

Alandrian habló extensamente, y Malekith comprendía que estaba enumerándole todos y cada uno de los títulos y rangos que poseía. El rey no pareció demasiado impresionado, pero lanzó una mirada de soslayo a Aernuis antes de responder a Alandrian.

—El rey Snorri pregunta por qué los elfos sienten la necesidad de tener tantos títulos —dijo Alandrian—. Él es conocido simplemente como el Alto Rey.

«Porque nosotros valoramos el prestigio y los rangos más que vosotros, salvajes moradores de las cavernas», fue lo primero que pensó Malekith, pero se mordió la lengua y meditó unos instantes su respuesta.

—Dile que esos títulos se utilizan rara vez —dijo el príncipe tras cavilar brevemente—; por ejemplo, cuando unos vulgares nobles olvidan cuál es su sitio y se muestran irrespetuosos.

Alandrian tradujo las palabras de Malekith lo mejor que pudo, y el rey miró a Aernuis con el ceño aún más fruncido, meneando la mandíbula mientras reflexionaba sobre los sucesos que estaban desarrollándose ante él. Tras un dilatado y elocuente silencio, Snorri miró a los ojos a Malekith y le guiñó un ojo de manera extraña. Inmediatamente el rey esbozó una sonrisa y prorrumpió en unas sonoras carcajadas. Malekith también sonrió, pues la hilaridad del rey era franca y no había ni rastro de mofa en su expresión.

Snorri se levantó del trono y se acercó con paso firme a Malekith, le garró la mano, la sacudió enérgicamente y le dio unas palmadas en el brazo. Luego, regresó a su trono, y el príncipe no pudo evitar lanzarle una sonrisa maliciosa a Aernuis mientras el monarca le daba la espalda, lo que enfureció más si cabe al príncipe rival.

El rey masculló algo en su lengua y agitó la mano para que lo dejaran solo. Malekith hizo una reverencia antes de darse media vuelta; consideraba prudente consolidar aquella exigua victoria mientras pudiera. Aernuis descendió por la escalera junto al príncipe de Nagarythe.

—Llevo tres años aquí —dijo Aernuis—. Todo este tiempo he estado trabajando arduamente para ganarme la confianza del Alto Rey. No podéis entrar en Karaz-a-Karak como un torbellino y esperar que os concedan los mismos derechos que a mí.

—No olvidéis con quién estáis hablando, Aernuis —respondió Malekith—. Sé que este pueblo desprecia el derramamiento de sangre entre hermanos más incluso que nuestro propio pueblo, pero si vuestras respuestas no me satisfacen, os degollaré.

—Entre estas paredes vuestras amenazas son vanas —gruñó Aernuis—. Disfruto de la protección del rey Snorri. Si intentáis hacerme daño, se entenderá como un atentado contra el mismísimo Alto Rey.

—Ya veremos lo que dura ese trato de favor. No podéis esconderos detrás de sus barbas eternamente, príncipe. Acabáis de afrentarme, y eso es algo que no olvidaré fácilmente ni me llevará poco tiempo perdonar.

Llegaron al pie de la escalera. Ya se habían separado ligeramente cuando Malekith se dio media vuelta y posó una mano en el hombro de Aernuis, un movimiento que desde la posición del trono del Alto Rey dio a impresión de tratarse de un gesto amistoso. En realidad, el príncipe de Eataine estaba retorciéndose de dolor, fuertemente apresado por el señor de los naggarothi, quien hundió los dedos en la toga y la carne del elfo.

—Espero con ansias el momento de alimentar a los cuervos con vuestros huesos —aseveró Malekith con placer—. El único modo que tenéis de recuperar mi favor es convirtiéndoos en una figura completamente indispensable para mis planes. Decidme todo lo que sabéis sobre este pueblo y cómo llegasteis aquí y puede ser que reconsidere mataros.

Aernuis hundió la mirada en los ojos de Malekith, con la esperanza de encontrar un atisbo de socarronería o debilidad, pero no lo había; la mirada del príncipe de Nagarythe era dura como una piedra y tan absolutamente carente de compasión como la mirada de un tiburón hambriento. Aernuis apartó la mirada, se liberó del doloroso agarrón de Malekith y se alisó las arrugas de la toga; con el semblante desconcertado, se dio media vuelta y se marchó sigilosamente, si bien tuvo que soportar las miradas desdeñosas de los naggarothi que aguardaban en la entrada.

* * *

Aquella misma noche —supuso Malekith, pues no podía asegurarlo—, Aernuis se presentó en los aposentos del príncipe con actitud conciliadora, pues incluso hizo una reverencia formal cuando entró, si bien el impacto de su gesto quedó atenuado por el hecho de que el esbelto elfo ya había tenido que encorvarse para atravesar la puerta, de escasa altura.

Malekith estaba recostado sobre un diminuto catre, con la espalda apoyada contra la pared. Llevaba puesta una toga larga y holgada de color púrpura. Su armadura yacía cuidadosamente apilada en el suelo, pues no disponía de un perchero lo suficientemente alto para colgarla. Otros elementos como la espada y el yelmo estaban debidamente guardados en los estantes bajos de un armario. En las manos sostenía el broche que le habían regalado los enanos en Karak-Kadrin. Levantó brevemente la mirada hacia su visitante y enseguida la bajó de nuevo a la joya, cuya bella factura seguía maravillándole.

—Me temo que se ha producido un malentendido entre nosotros —dijo Aernuis—. Mi disponibilidad para compartir el botín que pueda derivarse de una relación sólida con los enanos es absoluta. Yo estoy prácticamente solo en este lugar, y vivir rodeado de estos individuos me ha llevado a adquirir malos hábitos. Para mí sería un honor servir en todo lo que me permitan mis capacidades en beneficio de Ulthuan.

—Continuad —dijo Malekith sin levantar la mirada.

—Me ha llevado años construir la relación que mantengo con los enanos —explicó Aernuis—. Sólo he pasado los tres últimos junto al Alto Rey. Anteriormente había establecido mi morada en Karak-Izril, una ciudad al sur, tan lejana como Karak-Kadrin. Cuando atravesamos el océano buscamos un paso hacia oriente, pero las tormentas nos arrojaron contra las costas que se extienden al suroeste de donde nos encontramos ahora. Si bien buena parte de la tripulación sobrevivió al naufragio, no pudimos salvar la nave y llegamos a la orilla de estas extrañas tierras sin provisiones ni conocimiento alguno de adónde habíamos ido a parar.

—Suena espantoso —masculló Malekith, todavía embelesado por el broche.

—Y lo fue —afirmó Aernuis, ignorando la ironía del príncipe—. El territorio que se extiende entre el mar y las montañas está infestado de orcos, unas despiadadas bestias de piel verde siempre dispuestas a matar y destruir.

—Ya las conozco —dijo Malekith, sin abandonar su fingido desinterés—. No son pocas las que mi espada ha tocado.

—Nos atacaron goblins montados en lobos, y nos vimos empujados a marchar más hacia el este, hacia las entrañas del páramo que se extiende al sur de esta ciudad —continuó Aernuis—. Luchamos con todas nuestras fuerzas, pero sufríamos ataques constantes y el número de nuestras huestes fue mermando poco a poco. Deambulamos durante varios meses, buscando la forma de marchar hacia las montañas, pero a menudo nos topábamos con campamentos de orcos o partidas de asaltadores que nos cortaban el camino. Apenas había nada que cazar, y el hambre y la sed tuvieron un efecto tan funesto entre nosotros como los goblins. Cuando ya no quedaba más que un puñado de los miembros de mi tripulación, los demás decidieron regresar a la costa con la esperanza de que algún otro buque hubiera seguido nuestra ruta. Yo sabía que aquello era una locura, porque habíamos acabado allí por casualidad, pero no hubo forma de disuadirlos, de modo que los dejé partir. Únicamente el leal Sutherai permaneció a mi lado.

—¡Qué conmovedor!, os lo aseguro —exclamó Malekith, dejando el broche sobre una mesilla y balanceando los pies en el aire hasta posarlos en el suelo para encarar al príncipe de Eataine—. Decidme, mi buen almirante, ¿qué habéis estado haciendo en los últimos cuarenta años?

—Sutherai y yo llegamos a las estribaciones de la cordillera. Avanzábamos de noche y durante el día nos ocultábamos en el lecho de los arroyos y los pantanos para que no nos encontraran —explicó Aernuis. La expresión angustiada de su rostro mientras rememoraba aquellos días era un vivo testimonio del miedo que había pasado—. Llegamos a un edificio extraño que nos pareció abandonado y nos refugiamos en él. Los orcos no se acercaban allí, de modo que nos quedamos un tiempo en aquel lugar. Se trataba evidentemente de un baluarte de los enanos, y seis días después de nuestra llegada, éstos regresaron. En un principio estaban decididos a matarnos, pero imagino que nuestro aspecto era tan desastrado y lamentable que bajaron las hachas. La curiosidad nos salvó, y nos llevaron con ellos de regreso a Karak-Izril, donde pasamos muchos años.

Aernuis reparó en el semblante receloso de Malekith y suspiró.

—No espero que entendáis las dificultades que pasamos —dijo el príncipe de Eataine—. Éramos dos extraños en un lugar terriblemente lejano de nuestra patria. No sabíamos si había más elfos en un radio de mil kilómetros, y aunque los hubiera habido, no había manera de contactar con ellos. Ni siquiera podíamos marcharnos cuando aprendimos los rudimentos de su lengua y empezaron a confiar en nosotros. ¿Adónde íbamos a ir? ¿A la selva para emprender una búsqueda audaz de unos hermanos que con toda probabilidad ya no existían? Me sentía como si hubiera tropezado con todas las riquezas del mundo y no tuviera nadie con quien compartirlas, nada en lo que gastarlas.

—¿Riquezas? —preguntó Malekith, dejando a un lado su pretendida indiferencia.

—Ya habéis visto los ornamentos de las salas, el oro y la plata que llevan encima, su destreza en la construcción de armas —dijo Aernuis—. Y eso no es más que una parte de las riquezas que albergan estas montañas. Cada fortaleza tiene su propia cámara atestada de gemas y metales preciosos. Las he visto. Codician el oro como ninguna otra cosa en el mundo, y lo acopian como una ardilla acumula frutos secos para hacer frente al invierno. Viéndoos me doy cuenta de que han cambiado muchas cosas en Ulthuan desde que me marché, y supongo que ahora tenemos las manos llenas de todas las riquezas que hay repartidas por el ancho mundo. Si conseguimos firmar un tratado con los enanos, vos y yo seremos los elfos más preeminentes entre los príncipes de Ulthuan.

—Yo ya soy preeminente —señaló el señor de Nagarythe.

—Quizá vuestros soldados no estén tan seguros —contestó Aernuis.

—¿Qué queréis decir? —espetó Malekith, poniéndose en pie, encolerizado.

—Sutherai ha hablado con muchos de ellos y se ha enterado de que las riquezas y el poder de Bel Shanaar se han multiplicado con lo que recauda en su imperio. Aunque vuestros derechos aquí crezcan año a año, ¿quién puede decir lo que la fortuna deparará a Nagarythe en Ulthuan? Si alcanzáis un acuerdo con los enanos y actuáis como mediador entre sus reyes y el trono del Fénix, seréis vos quien decidirá el destino de Bel Shanaar.

—Alandrian debería aprender a cerrar la boca —musitó Malekith.

—Conmigo a vuestro lado contaréis con un socio preparado y dispuesto para interceder por vos ante el rey Snorri —continuó Aernuis—. Sin mí, os llevará más de veinte años ganaros su confianza, y durante ese período muchas cosas podrían acontecer. Ha sido casualidad que ambos nos topáramos con este pueblo, pero nuestras ciudades no dejan de crecer y cada vez son más los que cruzan los mares. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que alguien más se encuentre con ellos? Si me teméis a mí como rival, vuestro temor al mismo tiempo debería ser mayor. Ahora se nos ha presentado la oportunidad de hacer algo que sellará nuestro sitio en la historia, pero esa oportunidad no durará eternamente.

—Quizá os haya juzgado mal-reconoció Malekith.

Un velo de esperanza cubrió el rostro de Aernuis, pero rápidamente se esfumó cuando el príncipe de Eataine advirtió el semblante severo de Malekith.

—Os consideraba un cobarde, pero sois un simple mercader. Yo soy el príncipe de Nagarythe, un guerrero y un general, no un comerciante que hace trueques y regatea con seres inferiores.

—¿Y lo gloriosos que serán los ejércitos de Nagarythe con las riquezas de las montañas en sus cofres? —dijo Aernuis con una sonrisa en los labios—, ¿con las lanzas forjadas por los enanos en las manos y las aljabas llenas de flechas por ellos fabricadas? Ya habéis visto sus edificios; son robustos y resistentes. Tienen un aspecto burdo, pero podríamos aprender sus técnicas y aprovechar esos conocimientos para erigir hermosos palacios donde matar el tiempo de los largos días y levantar castillos que defenderán nuestro imperio hasta la eternidad. La mayor parte de sus construcciones son toscas y funcionales, pero guiados por la mano de un elfo, pensad lo que su dominio de la piedra, el metal y la madera supondría para nuestro pueblo. Esta relación no sólo significaría un intercambio de mercancías, sino una nueva era de dominio elfo.

—No creo que nos revelen sus secretos tan a la ligera —señaló Malekith.

—No, pero si algún día deciden hacerlo, ¡será a nosotros! —exclamó Aernuis.

Malekith volvió a sentarse, absorto en sus pensamientos. Imaginaba las legiones de Nagarythe marchando por carreteras que atravesaban colinas y cruzaban puentes que se extendían por anchos ríos y pasos montañosos. Se había fijado en los extraños arcos mecánicos que llevaban numerosos enanos y fantaseó sobre lo que sus mejores arqueros podrían hacer con unas armas como aquéllas.

Sólo transcurridos unos momentos recordó que Aernuis seguía en la cámara. Levantó la mirada hacia el príncipe, que lo miraba atormentado por la expectación y el miedo mientras él meditaba sobre el futuro.

—De acuerdo —resolvió Malekith—. Habéis demostrado que me sois útil y, de momento, no os mataré. Ahora dejadme solo.

Aernuis hizo una reverencia con toda la dignidad que fue capaz de reunir y se marchó. Malekith agarró el broche de la mesa y lo contempló de nuevo, recorriendo con un dedo las intrincadas líneas de la joya. Sonrió mientras se lo prendía en la toga, se puso de pie y demandó la presencia de Alandrian.