CUATRO
Unos aliados inesperados
Athel Toralien sólo fue la primera de una larga lista de grandes victorias para Malekith y los naggarothi, que tras subyugar a los pieles verdes de los bosques que rodeaban la ciudad emprendieron la marcha hacia el este a través del nuevo continente. Transcurrido casi medio siglo, Athel Toralien se había convertido en un puerto de una actividad frenética, comparable a otros asentamientos como Tor Alessi y Tor Kathyr, y Malekith planeaba fundar otra ciudad más oriental.
Aquellos años habían sido testigos de un flujo continuo de naggarothi a las colonias, y las huestes de Malekith superaban los veinte mil guerreros. Acompañado por este ejército, el príncipe marchó siguiendo el curso del formidable río Anurein, que se prolongaba varios centenares de leguas, desde sus fuentes en las montañas hasta la desembocadura en el mar. Malekith arrasó campamentos de goblins y expulsó a los hombres bestia y demás criaturas viles de las densas florestas, y los naggarothi fueron dejando una estela de bosques despejados y granjas fortificadas.
Al sur, otras ciudades estaban prosperando de manera similar, y sus gobernantes buscaban ansiosos una alianza con el príncipe de Nagarythe, de modo que las fuerzas de otros señores elfos se unieron a la marcha hacia el este. Hubo además otro pueblo al que llegaron las noticias de aquel general brillante y líder carismático: los enanos.
Fue durante el tercer año de marcha cuando se cruzaron los caminos de los habitantes de las montañas y los naggarothi.
Las florestas de Elthin Arvan eran cada vez menos espesas, al mismo tiempo que aumentaban las estribaciones montañosas que se elevaban entre el ramaje de los árboles, y los exploradores de las huestes naggarothi regresaron junto a Malekith para informarle de que habían encontrado algo extraño en los bosques: vastas extensiones de arboledas habían sido taladas, no mediante los rudimentarios métodos de los hombres bestia o los orcos, sino que los árboles habían sido derribados con suma pulcritud; además habían reparado en la abundancia de pisadas de pies calzados y en los claros habían hallado restos de hogueras dispuestas concienzudamente.
Malekith formó una compañía con sus mejores guerreros y durante varios días avanzaron hacia el este, siguiendo el rastro que conducía a las montañas.
Los elfos encontraron los vestigios de campamentos y se maravillaron de la precisión con la que se habían alineado las tiendas de campaña, se habían cavado los fosos para las hogueras y se habían talado los árboles para abrir claros perfectamente cuadrados. El suelo mostraba numerosas huellas. También había pruebas de que se habían levantado empalizadas y se habían cavado zanjas temporales que posteriormente se habían desmantelado o se habían cubierto de tierra. No había duda de que los desconocidos estaban organizados, y Malekith ordenó a sus exploradores que se mantuvieran alerta día y noche.
Pasaron otras tres jornadas hasta que los elfos se toparon con un sendero o, más acertadamente, una carretera, que tenía su origen en un extenso campamento. A decir por las huellas que hallaron, que se dirigían al norte, oeste y sur, había sido utilizado como una especie de escala previa a las incursiones en todas direcciones. El suelo no sólo había sido apisonado, sino que además estaba sembrado de piedras para hacerlo más firme.
La carretera estaba arreglada de manera similar, y se extendía hacia el sureste entre los árboles y ascendía por las colinas, en línea recta hasta donde alcanzaba la vista.
Malekith ordenó a sus guerreros que se mantuvieran fuera de la carretera, y siguieron su curso guardando las distancias, furtivamente, a bosque través y al amparo de los árboles. Cuando cayó la noche, los elfos divisaron el brillo de hogueras y columnas de humo que se elevaban hacia las estrellas a varios kilómetros de distancia.
Malekith dudó sobre la manera de proceder. Si aquellos taladores desconocidos eran hostiles, a los naggarothi les convenía rodear su campamento durante la noche. Sin embargo, lanzarse sobre ellos en las horas de oscuridad probablemente provocaría en el contingente que seguían la sorpresa y una justificada respuesta hostil.
Finalmente, decidió arriesgarse; dejó a varios de sus mensajeros más veloces junto a la carretera con la orden de que regresaran rápidamente a las colonias para dar la voz de alerta si al alba no había regresado o no habían recibido noticias suyas. A sus arqueros más astutos les ordenó que flanquearan el campamento y se prepararan para una emboscada que lanzarían en el caso de que sus desconocidas presas se levantaran en armas. Inmediatamente, los arqueros se encaramaron a los árboles y se alejaron saltando de rama en rama, de una manera tan sigilosa y discreta que su paso ni siquiera perturbó a los pájaros. Los demás recibieron la orden de avanzar en paralelo a la carretera, detenerse a escasa distancia del campamento y estar listos para suministrar refuerzos en el caso de que las cosas se pusieran feas.
Malekith y dos lugartenientes, Yeasir y Alandrian, marcharon siguiendo la carretera, con las armas enfundadas y las capas recogidas detrás de los hombros, de manera que no dejaban lugar a dudas de que escondieran nada sospechoso debajo de ellas.
Ya en las inmediaciones del campamento, los elfos divisaron dos grandes braseros a cada lado de la carretera, que proporcionaban una iluminación extraordinaria, y un puñado de seres diminutos —la cabeza del más alto del grupo no llegaba a la altura del pecho de un elfo— y fornidos, de hombros y torsos musculosos, y con barrigas prominentes, de un contorno considerable. Eran extremadamente peludos; todos lucían una barba que les llegaba a la cintura, e incluso a dos de ellos les colgaba el vello facial casi hasta las puntas de sus robustas botas.
Llevaban el cuerpo protegido por cotas de malla, sujetas con gruesos cinturones de piel, en los que destacaban enormes hebillas de hierro. Sus brazos estaban desnudos, salvo por unos torques de oro enroscados que componían enigmáticas figuras y la guardia de la nariz de los cascos les cubría buena parte de los rostros achaparrados.
Algunas cimeras de sus cascos eran verracos saltarines o elegantes dragones, y en tres de ellos sobresalían unos cuernos. Sólo después de un examen exhaustivo, Malekith tuvo la certeza de que aquellos cuernos estaban sujetos a las celadas y no eran unas protuberancias de los cráneos de los desconocidos que asomaran por un orificio en los cascos. Cada uno de ellos sujetaba un hacha de cabeza simple con una forma que no se asemejaba a nada que Malekith hubiera visto antes. También cada uno tenía un enorme escudo redondo, con remaches de hierro en los bordes y asombrosos dibujos de wyrms enroscados, yunques y martillos alados.
Los desconocidos estaban charlando, congregados alrededor de uno de los braseros. El finísimo oído del príncipe atrapó fragmentos de conversaciones en una lengua gutural que le sonó muy parecida al ruido que produce un puñado de gravilla precipitándose por una pendiente, o al crujido de guijarros pisoteados; un sonido que le crispó los nervios y le obligó a hacer un esfuerzo para detener la mano que ya se deslizaba hacia la empuñadura de la espada.
Los centinelas advirtieron la presencia de los tres elfos que se les acercaban, y se volvieron todos a una y los miraron detenidamente. Malekith y sus dos acompañantes se detuvieron dentro del círculo iluminado por la luz del fuego, a unos cincuenta o sesenta pasos de los guardias. Los diminutos soldados intercambiaron rápidas miradas, y luego gestos de conformidad, y cuatro de ellos enviaron de regreso al campamento a un quinto, que salió corriendo con una velocidad sorprendente dada la escasa longitud de sus piernas.
Los dos bandos permanecieron inmóviles y se limitaron a mirarse. Así continuaron un tiempo considerable.
Finalmente, apareció una partida de enanos por la carretera, procedentes del campamento; eran algo más de una docena. Sin duda, uno de ellos —un enano con la barba recogida en cuatro largas trenzas fijadas con numerosos prendedores dorados— era el líder. Bajo la espesa barba, Malekith distinguió un jubón azul bordado con hilo de oro que formaba angulosas piezas de pasamanería. Los demás marchaban con deferencia algunos pasos por detrás de él, con los ojos recelosos y aferrando hachas y manillas.
Malekith separó de manera ostensible los brazos del cuerpo para demostrar que no albergaba ningún propósito de hostilidad, aunque sabía perfectamente que podía desenvainar su espada en un abrir y cerrar de ojos. Yeasir y Alandrian imitaron a su príncipe. Una mirada furtiva a izquierda y derecha le bastó para constatar que había varios elfos escondidos entre las hojas, con las flechas andadas en la cuerda de los arcos, apuntando al líder del campamento de enanos, quien se adelantó con paso seguro, se detuvo entre los braseros, hizo una señal a los tres elfos para que se acercaran y aguardó con los brazos cruzados firmemente en el pecho mientras los visitantes avanzaban con lentitud por la carretera.
Malekith levantó una mano para ordenar a sus lugartenientes que se detuvieran cuando estaban a unos diez pasos de los enanos, y él se adelantó un par de metros más. El líder contempló al príncipe con el ceño fruncido, aunque Malekith no acertó a saber si aquélla era una expresión de desagrado o el gesto natural de los enanos, pues todos tenían el ceño fruncido.
Desde aquella distancia, Malekith podía oler tan bien como veía a los enanos, y tuvo que reprimir una mueca de asco cuando una desagradable mezcla de olores a cueva y sudor le asaltó la nariz. El líder enano siguió mirando a Malekith de arriba abajo, y luego se volvió y gruñó algo a sus subordinados, que mostraron cierta relajación y bajaron levemente las armas.
El cabecilla tendió una mano mugrienta y de su boca salió algo parecido a «Kurgrik». Malekith bajó la mirada hacia la zarpa roñosa que le habían ofrecido y se esforzó por que su rostro no revelara la repugnancia que le producía.
—Malekith —dijo el príncipe, que estrechó la mano sucia un momento y retiró la suya rápidamente.
—¿Malkit? —preguntó el enano, y por fin mostró una ligera sonrisa.
—Bueno, más o menos —respondió Malekith, instalando en su rostro una sonrisa afable, aprendida durante los largos años que había pasado disfrazando su frustración por las cortes de Ulthuan.
—Elfo —dijo Kurgrik, señalando al príncipe, que no pudo disimular su sorpresa.
La sonrisa del enano se ensanchó y de su boca escapó una carcajada bronca; asintió con la cabeza y repitió:
—Elfo.
El líder de los enanos invitó mediante gestos a los tres naggarothi a su campamento. Malekith dio un paso al frente e hizo una serial casi imperceptible con la cabeza a los guerreros ocultos en los árboles, que se esfumaron sin mover una sola hoja.
El diseño del campamento era tal como Malekith había conjeturado a partir de las pruebas recopiladas en el bosque. Cinco filas de cinco tiendas cada una ocupaban un claro cuadrado abierto en medio de la floresta, a un lado de la carretera. En el extremo de cada fila de tiendas ardía una pequeña hoguera cuidadosamente prendida en el interior de un hoyo cercado por piedras.
Todos los enanos del asentamiento se habían congregado para ver a los recién llegados, y resoplaban descaradamente a los altos y esbeltos elfos que se internaban en el campamento, caminando con paso regular para no dejar atrás a sus anfitriones. Los naggarothi recibían las miradas inquisitivas de los oscuros ojos de los enanos desde todos los ángulos, pero Malekith no leyó animadversión en sus rostros, sino curiosidad.
Por su parte, los elfos miraban a los enanos con el semblante neutro, inclinando educadamente la cabeza cuando sus ojos se cruzaban con los de uno u otro miembro del campamento.
Los enanos los condujeron al otro extremo del asentamiento, donde ardía una enorme hoguera rodeada por varios bancos bajos de madera. Los miembros del Consejo de enanos se sentaron flanqueando a su líder, quien hizo un gesto para que Malekith y sus acompañantes hicieran lo mismo. El príncipe intentó sentarse con toda la dignidad que le fue posible, pero una vez acomodado en el diminuto asiento, las rodillas se alzaban por encima de su cintura, así que optó por reclinarse sobre un costado y adoptar una postura más cómoda. Por algún motivo, el gesto de Malekith provocó las risas de algunos enanos, aunque no encerraban ninguna malicia.
Los elfos recibieron unas jarras de latón y tres enanos aparecieron en escena, dos de ellos unían esfuerzos para transportar un enorme barril. El tercero les indicó que lo posaran cuidadosamente delante de su líder, y a continuación, con gran pompa, ensartó una espita en la cuba con la ayuda de una maza y vertió una pequeña cantidad del contenido espumoso en la mano, lo olisqueó y se humedeció la punta de la lengua con el líquido. Inmediatamente estiró el brazo con el puño cerrado en dirección a Malekith, levantó el pulgar y una sonrisa le iluminó el rostro. Malekith le devolvió la sonrisa, pero le pareció conveniente no corresponderle al gesto de la mano por si acaso se interpretaba como una falta de respeto.
El jefe de los enanos se puso en pie, se agachó junto al barril y llenó su jarra de oro con el brebaje. Yeasir siguió su ejemplo, no sin cierto titubeo, y olisqueó prudentemente el contenido de su jarra. Malekith observó con gesto inquisitivo a su lugarteniente, que se encogió de hombros, desconcertado, y seguidamente el príncipe y Alandrian se levantaron para llenar sus jarras y volvieron a sus asientos.
El líder de los enanos levantó su jarra en un gesto que incluso los elfos entendieron como un brindis, se la llevó a los labios y vació el contenido de la jarra en tres tragos pantagruélicos. Luego, se relamió con satisfacción y estampó la jarra contra el banco; con el dorso de la mano se limpió la espuma que le cubría la barba y le guiñó un ojo a Malekith.
El príncipe, vacilante, dejó pasar un hilito de líquido por los labios. La bebida era densa; Malekith sintió que su amargor le abrasaba la lengua, se atragantó y no pudo contener la tos, lo que provocó una nueva oleada de risas benévolas entre los enanos.
Con el orgullo herido por esas risas, que a pesar de su afabilidad no dejaban de expresar cierta sorna, Malekith gruñó y tomó un trago largo del brebaje. Reprimió las arcadas que le sobrevenían mientras el líquido descendía por su garganta y bebió y bebió sintiendo cómo se le llenaban los ojos de lágrimas con el sabor amargo de la bebida, tan diferente de los delicados vinos de Ulthuan como lo es el invierno del verano.
Vació hasta la última gota del brebaje en la boca, tragándose también la bilis que le ascendía desde el hígado, arrojó alegremente la jarra por encima del hombro y enarcó una ceja inquisitiva. Los enanos rompieron a reír nuevamente, aunque esa vez las risas se dirigían a su líder, quien primero resopló y luego hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.
Malekith se volvió a Yeasir y a Alandrian, que al parecer estaban apurando sus jarras. Sin embargo, con el rabillo del ojo, Malekith advirtió unas manchas de humedad en el suelo que se extendía junto a sus compañeros, y sospechó que habían aprovechado la distracción que había propiciado su actuación para deshacerse de buena parte de sus bebidas.
Pasaron el resto de la noche comunicándose de manera rudimentaria, cada uno pronunciando el nombre de los objetos en su propia lengua y cosas por el estilo. Malekith envió a Yeasir para que informara a los demás de que todo iba bien y se quedó con Alandrian. Su lugarteniente reveló un desconocido don para las lenguas y enseguida adquirió nociones del idioma de los enanos.
A lo largo de los siguientes cuatro días, Malekith y Alandrian compartieron buena parte de su tiempo con los enanos, e invitaron a Kurgrik al campamento de los naggarothi. Gracias a Alandrian supieron que Kurgrik era un thegn, un noble de una poderosa ciudad enclavada en las montañas llamada Karaz-a-Karak. Tan extraños como los elfos se habían sentido en el campamento de los enanos se sintieron éstos en el de los elfos.
El anfitrión Malekith ofreció a los enanos copas de oro con el vino de Cothique más delicioso que tenía a su disposición y que los enanos engulleron con entusiasmo mientras los elfos lo saboreaban a pequeños sorbos. Los enanos mostraron una curiosidad sin límites, aunque no resultaba ofensiva, y siempre educadamente ya través de Alandrian, solicitaron examinar las tiendas de los elfos, sus armas, los toneles de agua y toda clase de objetos. Sus manos ásperas acariciaban con una delicadeza sorprendente las armaduras elegantemente labradas, y emitían gruñidos de aprobación mientras contemplaban las afiladas puntas de las lanzas y las flechas de los elfos.
Mientras caía la noche del cuarto día, Alandrian regresó del campamento de los enanos y buscó a Yeasir. Los dos lugartenientes enfilaron hacia el pabellón de Malekith y pidieron permiso para entrar desde la puerta. Malekith se hallaba sentado, observando a uno de sus numerosos sirvientes bruñendo su armadura, y cuando comprendió el significado de la mirada de sus subordinados, despidió al criado y les hizo una señal con la mano para que se adentraran en la tienda.
—¿Traéis noticias? —preguntó Malekith, agitando distraídamente el vino contenido en una copa de plata.
—Ya lo creo, alteza —respondió Alandrian—. Kurgrik tiene la intención de partir mañana. —Malekith no hizo ningún comentario, y Alandrian prosiguió—. Kurgrik os extiende una invitación para que lo acompañéis a los reinos de los enanos.
—¿En serio? —exclamó Malekith—. Interesante. ¿Qué creéis que se esconde detrás de este ofrecimiento?
—Yo no soy ningún experto, alteza, pero me da la impresión de que es una invitación franca —señaló Alandrian—. Os ofrece la posibilidad de llevar una escolta de cincuenta guerreros.
—Cuidado, alteza —advirtió Yeasir—. Si bien cincuenta naggarothi pueden conformar una escolta suficiente frente a las exiguas fuerzas de Kurgrik, sólo los dioses saben lo que os aguarda más adelante. Incluso si confiamos en la palabra de los enanos, cosa que yo no hago, tendréis que encomendaros a ellos y esperar que os proporcionen la protección adecuada contra los peligros desconocidos que tengáis que afrontar. Diría que todavía abundan los orcos y los hombres bestia, y si lanzaran un ataque, ¿quién puede asegurar que los enanos responderán sin titubear y no os abandonarán?
—No creo que los enanos se hubieran aventurado a alejarse tanto de sus montañas si fueran unos cobardes —señaló Alandrian—. No percibí ni un atisbo de temor en sus rostros cuando vinieron a nuestro campamento, a pesar de que estaban a nuestra merced.
—La valentía y el deber no son lo mismo —señaló Yeasir, que se levantó y empezó a deambular por el pabellón—. Una cosa es luchar por uno mismo. La cuestión es si lo harán por nuestro príncipe. —Enfiló con grandes zancadas hacia la entrada de la tienda y levantó con brusquedad la portezuela—. Cada uno de los elfos de Nagarythe que están ahí fuera daría su vida por nuestro señor, pero ninguno de ellos arriesgaría una gota de sangre por Kurgrik, a menos que se lo ordenara el príncipe. No espero más de los enanos; más bien bastante menos, si he de seros sincero. ¿Qué pasa si Kurgrik muere? ¿Sus guerreros seguirían peleando por Malekith?
—Podemos solicitarles un juramento para que así sea —respondió, Alandrian—. Para ellos el honor tiene un valor incalculable, y me atrevería a decir que la palabra de un enano es comparable a la promesa de un elfo.
—¡Eso carece de importancia! —aseveró Malekith—. Si finalmente le acompaño, cuidaré de mí mismo como siempre he hecho. No encomendaré mi seguridad a los enanos. Más fundamental me parece la cuestión de si merece la pena ir con ellos.
—Sin duda, nos proporcionará una cantidad ingente de información alteza —indicó Alandrian—. Podemos aprender mucho no sólo sobre los enanos, sino sobre el mundo que se extiende más al este.
—Podremos evaluar las dimensiones de sus ejércitos y las cualidades de sus guerreros —añadió Yeasir—. Nos convendría conocer las características de nuestros enemigos.
—En el caso de que fueran enemigos —puntualizó Alandrian—. Como gesto de confianza y amistad, esta embajada podría proporcionarnos unos valiosos aliados.
—¿Aliados? —preguntó Malekith—. La prosperidad de Nagarythe viene determinada por su propia fuerza. No necesita la caridad de los demás.
—No me he expresado bien, alteza —se excusó Alandrian, acompañando sus palabras con una reverencia—. Es cierto que todos los príncipes de Ulthuan miran con envidia nuestra superioridad y que en Elthin Arvan no hay nadie que atesore un poder comparable al del príncipe Malekith. Sin embargo, si bien ahora en todos ellos rige el mismo espíritu y palpita el mismo corazón, las lealtades de esos reinos podrían mudar en cualquier momento. Actualmente, Bel Shanaar no tiene ningún interés en las colonias debido a su lejanía de Tor Anroc, pero si volviera la mirada hacia estas orillas y el trono del Fénix pretendiera tomar el control de estas tierras, ¿cuántos príncipes permanecerían a vuestro lado?
—¿Y qué podrían hacer los enanos contra eso? —preguntó Malekith, depositando la copa en una mesa y clavando la mirada en su lugarteniente.
—Ellos gozan de una libertad absoluta respecto a Ulthuan —explicó Alandrian—. Con los enanos como aliados os convertiréis en el poder fáctico en Elthin Arvan y será Bel Shanaar quien deberá andarse con pies de plomo en sus relaciones con vos.
—Yo no tengo mentalidad de político —dijo Yeasir, que regresó a trancos de la puerta del pabellón y se detuvo frente a su señor—. Eso os lo dejo a vos. Sin embargo, por lo que he podido comprobar, el armamento de los enanos es resistente y está fabricado a conciencia; nosotros seguimos dependiendo de las importaciones de Nagarythe para el abastecimiento de las armas y las armaduras de nuestros guerreros. Si pudierais garantizar una fuente de suministro en estas tierras, nuestra seguridad mejoraría notablemente.
—Siempre Yeasir el Práctico —dijo Alandrian—. Alteza, pensad en un tratado entre Ulthuan y los enanos beneficioso para ambos. ¿Quién mejor que el príncipe Malekith de Nagarythe para iniciar esa nueva era?
—Tus lisonjas son elementales y burdas, Alandrian, sin embargo, me convencen los argumentos prácticos de Yeasir —aseveró Malekith, poniéndose en pie—. Alandrian, transmite al thegn mis deseos de acompañarlo a sus tierras. Pon de relieve el honor que estoy concediéndole y arráncale todas las garantías de seguridad que aplaquen tus preocupaciones y que la prudencia requiera.
—Por supuesto, alteza —respondió Alandrian con una reverencia.
—Yeasir, para ti tengo otra tarea.
—A vuestro servicio, alteza.
—Esta noche escribiré dos cartas y te las confiaré antes de mi partida —dijo Malekith—. Una tiene Tor Anroc y la mano de Bel Shanaar como destino. No daré la oportunidad al Rey Fénix de acusarme de no haberle informado.
—¿Y la otra, alteza? —inquirió Yeasir.
—La otra debe llegar a mi madre —contestó Malekith con una sonrisa sardónica—. Asegúrate de entregar ésta primero. Si Morathi se enterara por terceras personas de lo que está sucediendo aquí, nuestras vidas perderían todo su valor.
* * *
Al día siguiente, Malekith, Alandrian y cincuenta guerreros naggarothi se unieron a la partida de Kurgrik, que emprendía el regreso a su hogar. Durante la mayor parte del viaje los elfos marcharon en silencio junto a sus nuevos aliados, igualmente taciturnos. Malekith avanzaba con paso firme al lado de Kurgrik y acompañado por Alandrian, que le hacía las funciones de traductor. Aunque diera la impresión de que el príncipe caminaba totalmente relajado, sus ojos y sus oídos mantenían un permanente estado de alerta.
A pesar de que en el campamento los enanos habían hecho gala de una gran confianza en sí mismos, ahora se mostraban más cautelosos. El contingente de los enanos estaba formado por unos doscientos guerreros y numerosos carros cargados con árboles talados y tirados por unos robustos ponis. Una fuerza de vanguardia compuesta por cincuenta enanos: marchaba a unos ochocientos metros de la columna principal, que avanzaba sin prisa pero sin pausa junto a los carros.
Todos los enanos portaban armas y nunca alejaban las manos de los mangos de las hachas ni de las empuñaduras de las espadas. La vigilancia era constante y continuamente enviaban exploradores a los bosques para prevenir las emboscadas.
El paso de la marcha era lento, y tanto Malekith como el resto de los elfos podrían haber avanzado mucho más deprisa si así lo hubieran deseado. No obstante, los enanos mantenían un ritmo constante, y gracias a su eficiencia a la hora de montar y levantar los campamentos, conseguían cubrir largas distancias cada jornada sin caer víctimas de la falta de fuerzas ni del cansancio.
Durante la noche, los enanos cavaban con presteza zanjas defensivas revestidas con los troncos afilados que transportaban en los carros y las cuadrillas de vigilancia patrullaban permanentemente. Kurgrik seguía entreteniendo a Malekith con cerveza y relatos que Alandrian intentaba traducir.
Tras cuatro días de viaje, los bosques perdieron el dominio del terreno y cedieron su lugar a praderas que se extendían en pendiente y colinas azotadas por el viento. Las montañas se divisaban a lo lejos, con sus cumbres nevadas envueltas por nubes inmóviles. Incluso los picos más altos de las Montañas de Annulii de Ulthuan se antojaban diminutos comparados con aquellas ancestrales montañas que recorrían el horizonte de norte a sur, al parecer en una sucesión infinita de cumbres.
Las colinas estaban cubiertas por una alfombra de hierbas altas y helechos salpicada por rocas que se habían precipitado rodando desde las montañas en tiempos inmemoriales. La carretera continuaba en línea recta hacia el este, entre las zarzas y atravesando una llanura; sin embargo, de ambos lados partían senderos y se adivinaba el rastro dejado por el paso de animales.
Ya más cerca de las montañas, apareció ante ellos el primero de los varios baluartes erigidos por los enanos que visitarían.
Se trataba de una estructura ancha y baja, de sólo dos pisos de altura, nada que ver con las majestuosas torres coronadas con chapiteles de Ulthuan, y bastante fea a ojos de Malekith. La fortaleza estaba coronada con almenas y protegida por una torre cuadrada en cada esquina. Se levantaba en una colina que dominaba la carretera, y sobre los muros se habían ubicado imponentes catapultas y artilugios para arrojar flechas.
Un grupo de enanos armados con hachas y martillos salió al encuentro le Kurgrik y sus curiosos invitados justo cuando estallaba una tormenta procedente de las montañas que azotó las colinas con una lluvia torrencial y vientos tempestuosos, así que el oficial al mando condujo rápidamente a los viajeros al interior de la fortaleza.
Apenas había muebles en el interior del baluarte, y a Malekith las paredes de piedra desnudas le parecieron deprimentes. El príncipe se preguntó por qué los enanos no cubrirían los muros con tapices y pinturas. Su humor se apaciguó ligeramente cuando los llevaron a una amplia sala en cuyo centro ardía un fuego crepitante. Por muy lóbrego que fuera el rudimentario sentido estético de los enanos, era preferible a la tempestad que se había desatado en el exterior.
Kurgrik les presentó a su anfitrión como Grobrimdor, un venerable enano de más de cuatrocientas primaveras, cuya barba cana, también en su caso, alcanzaba una longitud que era la mitad de su altura, y que en ningún momento se despojó de la cota de malla ni del hacha prendida del cinturón, ni siquiera mientras presentaba a los miembros más destacados de la guarnición. Malekith comprendió que a pesar de la tormenta los enanos no descartaban la posibilidad de sufrir un ataque.
Grobrimdor y Kurgrik proporcionaron a los elfos unas austeras mantas y platos de sopa espesa, y luego pidieron educadamente a Malekith que les contara más sobre los elfos y Ulthuan. El príncipe se sentó en un banco junto al fuego, acompañado de Alandrian, que haría las veces de rudimentario traductor.
—Al oeste, más allá de las vastas florestas, se extiende el Gran Océano —empezó a relatar Malekith—. Tras muchas jornadas de viaje se divisan las costas de Ulthuan. Nuestra isla es fértil y verde, como una esmeralda engarzada en un mar de zafiro. Por encima de los altos árboles y los prados exuberantes se elevan torres blancas, cuyas siluetas se recortan en los resplandecientes picos de las Montañas de Annulii.
—Y vosotros vivís en esas montañas, ¿verdad? —preguntó Kurgrik.
—Sólo vamos allí a cazar —respondió Malekith—, excepto en Cracia y Caledor, montañas y colinas en sí mismas, donde no hay praderas ni frondosas llanuras que habitar.
Kurgrik recibió aquella respuesta con un gruñido de decepción, pero inmediatamente sus ojos se encendieron con un vigor renovado.
—¿Hay piedras preciosas y oro en esas montañas? —preguntó el thegn;
—Oro y plata, diamantes y gemas de todas las clases —contesto Malekith.
—¿Y tu rey estaría interesado en comerciar con nuestro pueblo? —inquirió Kurgrik, cada vez más animado.
—No es una decisión que ataña únicamente al Rey Fénix. Tenemos numerosos príncipes, y cada uno de los reinos de Ulthuan está gobernado por un soberano elfo que decide el destino y el futuro de sus tierras y su pueblo. Yo gobierno Nagarythe, el mayor de los reinos de Ulthuan y también las colonias que se extienden al oeste de donde nos encontramos ahora.
—Eso está muy bien —afirmó Grobrimdor, e hizo una señal a los criados para que trajeran jarras de cerveza—. En nuestro caso es igual nuestros reyes gobiernan las ciudades y el Alto Rey reina desde Karaz-a-Karak. Vuestro rey debe ser un líder extraordinario si es capaz de gobernar a tantos príncipes.
Malekith se mordió la lengua y frenó el impulso de volverse a Alandrian. Por el contrario, bebió un sorbo de cerveza para ganar el tiempo necesario para elaborar su respuesta.
—Bel Shanaar, el Rey Fénix, es un estadista inteligente y diplomático en su discurso —dijo Malekith—. Mi padre, el primer Rey Fénix, fue un gran líder. Él fue nuestro guerrero más bravo y quien nos salvó de las tinieblas.
—Si tu padre era rey, ¿por qué su hijo no lo sucedió? —pregunté Kurgrik, que frunció sus pobladas cejas con suspicacia.
De nuevo Malekith se vio obligado a meditar cuidadosamente su respuesta, no fuera a revelar un defecto o flaqueza que pudiera ofender a los enanos.
—Yo gobernaré Ulthuan cuando Ulthuan esté preparada para mi gobierno —respondió el príncipe—. Necesitaba tiempo para que se curaran las heridas producidas por la terrible guerra librada contra los demonios del norte, de modo que los príncipes decidieron no respetar la línea sucesoria de mi padre y otorgaron el trono del Fénix a uno de los suyos. En interés de la armonía y la paz no impugné esa decisión.
Grobrimdor y Kurgrik asintieron y gruñeron en señal de aprobación, Malekith se relajó levemente. Sin embargo, la turbulencia de sus pensamientos no se había amainado. Los enanos habían desempolvado los viejos sentimientos y ambiciones que habían empujado a Malekith a viajar a Elthin Arvan con el fin de dejarlos atrás. Alandrian, consciente de la desazón de su príncipe, llenó el silencio.
—Habéis hablado de comercio. Nuestras ciudades crecen rápidamente de un año para otro. ¿Qué puede ofrecernos vuestro pueblo a cambio de nuestras riquezas?
La conversación giró nuevamente alrededor de un tema estimado por el corazón de los enanos, y toda conversación sobre reyes y sucesiones cayó en el olvido. Poco más dijo Malekith durante el resto de la velada, se dejó llevar por sus pensamientos, sabedor de que Alandrian le transmitiría lo importante de lo que se hablara.
Mucho antes de la medianoche los enanos mostraron a los elfos sus hoscos aposentos, y Malekith durmió junto con sus guerreros en un amplio dormitorio, sobre el suelo, pues los catres de los enanos eran demasiado cortos para la altura de los elfos.
* * *
El príncipe se despertó a la mañana siguiente tras una noche prácticamente en vela. La mayoría de los enanos ya estaban en pie y dedicados a sus quehaceres, o quizá fuera que no se habían acostado. Malekith se puso encima una simple toga y una capa, y salió del dormitorio. Los enanos le dedicaron unos gruñidos de bienvenida cuando entró en la sala principal, pero no hicieron ningún ademán de detenerlo. Guiado únicamente por el antojo, ascendió por una pequeña escalera y salió al exterior de una torre achaparrada y con almenas.
El sol no era más que un débil resplandor detrás de las montañas que se levantaban por el cielo resplandeciente, lo que trazaba una línea de picos irregulares que parecía no tener fin. Una densa neblina ascendía formando volutas alrededor del baluarte, y el aliento de los centinelas enanos salía de sus bocas en forma de nubes de vaho. Las gotas de rocío destellaban en sus barbas y armaduras de hierro. Sólo el traqueteo de botas metálicas sobre las piedras y el tintineo de las armaduras de malla de los enanos rompían el silencio.
Malekith pasó un rato contemplando las montañas que se extendían al este, hasta que las voces de elfos que le llegaban desde abajo le revelaron que sus hermanos se habían despertado. Cuando ya emprendía el regreso a la sala inferior, Alandrian irrumpió precipitadamente en el exterior de la torre. En cuanto vio a su príncipe, el lugarteniente se relajó de manera ostensible, y cuando Malekith lo miró enarcando una ceja inquisitiva, su rostro adquirió un gesto de sonrojada culpabilidad.
—Cuando me he despertado, no estabais —explicó Alandrian, avanzando con grandes zancadas por la muralla—. He pensado que quizá, habíais sido víctima de algún mal.
—¿Has pensado que podían haberme secuestrado?, ¿que me habían hecho desaparecer por medio de la brujería sin entablar batalla?
—No sé lo que he pensado, la verdad, alteza —respondió Alandrian— de pronto he tenido miedo y he recordado las advertencias de Yeasir.
Malekith se volvió de nuevo hacia el majestuoso paisaje. La niebla sé había disipado por completo y las montañas se mostraron con todo su esplendor. Respiró hondo y soltó el aire con afectación.
—No cambiaría la tranquila pedantería del trono del Fénix por estas vistas —afirmó Malekith—. ¿Quién necesita ser el Rey Fénix cuando aguardan la gloria y las conquistas? Dejemos que Bel Shanaar se marchite entre cortes y audiencias. Un mundo más vasto está esperándome.
Alandrian no parecía convencido.
—¿Qué ocurre? —preguntó Malekith,
—Es Bel Shanaar quien elige permanecer en Ulthuan y basar su gobierno en las cuestiones domésticas y políticas —señaló Alandrian—. Si fuerais vos el Rey Fénix, estoy seguro de que lideraríais nuestros ejércitos sobre el terreno, como ahora, y no desde la comodidad de Anlec. Con el tiempo, los príncipes se darán cuenta de que el rey está gobernando confortablemente resguardado a sus espaldas, no al frente de ellos. Entonces, comprenderán el verdadero valor de Nagarythe y de su príncipe.
—Quizá —dijo Malekith—. Quizá llegue el día en que eso ocurra.
Los dos naggarothi permanecieron en silencio unos segundos, contemplando las montañas, cada uno sumido en sus propios pensamientos sobre lo que el tratado entre ellos y los soberanos enanos podía resultar para los naggarothi. El sol asomó entre las cumbres más bajas y la luz dorada se derramó por las colinas.
Un carraspeo gutural atrajo la atención de Malekith, que cuando se volvió, encontró un enano junta a la puerta de la torre.
—Deberíamos unirnos a nuestros anfitriones, alteza —indicó Alandrian—. Kurgrik deseará salir temprano.
—Adelántate y prepara la partida —dijo Malekith, que se volvió hacia las montañas, aunque sus pensamientos se habían trasladado en sentido contrario, hacia el oeste, hasta Ulthuan—. Enseguida me reúno contigo.
* * *
Durante los días sucesivos, los enanos y los elfos se detuvieron en varias fortalezas más a lo largo de la carretera. Todas ellas tan anodinas como la primera, y las expectativas de Malekith respecto a las ciudades de los enanos se desmoronaban con cada nueva visita a uno de esos edificios pequeños y funcionales.
Los enanos aprovechaban la visita a las fortalezas para pasar la noche, recopilar noticias de las guarniciones y presumir de sus fascinantes acompañantes. La cerveza con la que les habían obsequiado en su primer encuentro siempre estaba presente, y por cortesía, Malekith se dignaba degustar las distintas variedades que le ofrecía cada uno de los oficiales de los baluartes. Lejos de caer rendido al vulgar brebaje, Malekith había aprendido el arte de tragar rápidamente la cerveza que le servían, de manera que se redujese al mínimo el regusto que le quedaba en la boca. Pensó que quizá ése era el motivo de que los enanos bebieran tan rápido, y decir, que en realidad no les gustaba el sabor de su propia bebida. Sin embargo, la regularidad con la que regresaban a los barriles durante la helada sugería lo contrario.
Cuando se introdujeron en las montañas propiamente dichas, los enanos aconsejaron a los elfos que se mantuvieran alerta. Si bien los bosques eran los dominios de las criaturas del Caos y de bestias ávidas de sangre, las montañas eran el hogar de orcos, goblins y otros seres como trolls, gigantes y pájaros monstruosos que con frecuencia volaban hacia el sur en busca de comida.
—Una vez, los demonios y los monstruos sitiaron nuestras fortalezas —explicó Kurgrik por medio de Alandrian, cuya destreza como traductor mejoraba día a día.
La pendiente de las estribaciones de la cordillera empezaba a endurecerse a medida que se adentraban en las montañas, y la columna avanzaba serpenteando por el abrupto sendero; Kurgrik montado en su carro, y Malekith y Alandrian a pie junto a él.
—El sol se escondió y un manto de oscuridad cayó sobre las montañas —continuó el thegn—. Los aullidos y los gruñidos de las criaturas del norte retumbaban en los valles. Las bestias aporreaban nuestras portaladas y se arrojaban contra las murallas. Muchos enanos perecieron defendiendo sus hogares de aquellos horrores.
—Nosotros también padecimos un asalto del Caos —indicó Malekith—. Aenarion, mi padre, lideró la guerra contra los demonios y nos salvó de una época oscura.
—Grimnir fue el más destacado de nuestros guerreros —dijo Kurgrik con una sonrisa nostálgica—. Grungni, maestro de las runas y el más sabio entre los mortales, forjó dos grandes hachas para Grimnir, con la que aniquiló un ejército de bestias. Valaya le tejió una capa, y con ese obsequio protector, Grimnir luchó contra incontables y ferocísimos enemigos. A pesar de su implacable destreza, Grimnir no podía derrotar a todos los demonios, pues éstos arremetían como una marea incesante.
—Así ocurrió en Ulthuan —afirmó Malekith—. Las legiones del Caos, parecían no tener fin. Luchamos desalentados hasta el sacrificio final de Aenarion. Él vertió su sangre en el altar de Khaine a cambio de la victoria.
—Grimnir se internó en las tierras del norte con una de sus hachas y se abrió paso luchando hasta las enormes puertas de los Dioses del Caos, —explicó Kurgrik, torciendo el gesto levemente por la interrupción del príncipe—. Nunca más se le ha visto y su hacha se perdió. La batalla, continuó incluso al otro lado de las puertas y todavía hoy sigue luchando contra los demonios en sus propios dominios, para impedir el avance de sus innúmeras compañías.
—El Vórtice de Caledor cerró las puertas —señaló Malekith—. Fue la magia de los elfos lo que frenó la marea de demonios.
Alandrian vaciló un instante y finalmente no tradujo las palabras de su señor.
—¿A qué viene ese silencio? —inquirió Malekith.
—Quizá sea mejor que los enanos no se enteren de que nosotros dejamos encerrado a su héroe más glorioso en los dominios del Caos —respondió Alandrian, lanzándole una mirada de advertencia—. Podrían no tomarse con agrado esa noticia.
—No podemos permitir que vayan proclamando esa falacia —insistió Malekith—. Es la fuerza de los elfos y no la de los enanos la que retiene los ejércitos de los Dioses Oscuros.
—¿Quién puede afirmar que los ancestros de los enanos no contribuyeron inconscientemente al conjuro de Caledor? —dijo Alandrian—. Sin duda, el hecho de que también sufrieran las tinieblas del Caos es otra cosa más que tenemos en común. Dejad que celebren sus propias victorias, pues no empañan las de vuestro padre.
Malekith tomó en consideración el argumento de Alandrian, aunque no estaba totalmente convencido de permitir a los enanos que menoscabaran los logros de Aenarion. Una mirada fugaz a Kurgrik le reveló que el enano estaba observando el intercambio de palabras entre los elfos con un amable desconcierto. El príncipe se calmó al ver el rostro feo e íntegro del enano.
—Dile que tanto los elfos como los enanos se han ganado el derecho de vivir en el mundo en libertad —dijo Malekith—. Y que albergo la esperanza de que nunca más luchemos por separado, sino como aliados.
Alandrian no pudo evitar un gesto de profunda sorpresa.
—¿Qué? —inquirió Malekith—. ¿Qué tiene de malo lo que he dicho?
—Nada, alteza —respondió Alandrian—. De hecho, todo lo contrario. ¡Son las palabras más diplomáticas que he oído salir de vuestros labios en cien años!
El júbilo que expresaban los ojos de Alandrian ahogó la respuesta iracunda que había germinado en la garganta de Malekith, y el príncipe sólo carraspeó, simulando aclararse la garganta.
—Limítate a tener contento al enano —consiguió decir finalmente, reprimiendo una sonrisa petulante.
* * *
El viaje prosiguió durante trece días, hasta que divisaron la ciudad —o Fortaleza, como ellos la denominaban— de los enanos. Karak-Kadrin era el nombre que le habían dado, y de las urbes enclavadas en las montañas era una de las más septentrionales.
La ubicación de la ciudad era inequívoca y su aspecto era lo opuesto a las fortalezas que habían visitado durante el viaje. Centinelas y máquinas de guerra poblaban las elevadísimas murallas y torres que flanqueaban el paso y desde donde se dominaban los accesos. Unas efigies descomunales de enanos con las facciones estilizadas aparecían esculpidas en las laderas: Los Dioses Ancestrales, según explicaron a los elfos.
Las torres de la entrada, de roca oscura, aparecieron ante sus ojos cuando la carretera giró hacia el margen septentrional del paso para iniciar la sinuosa ascensión por la ladera. Eran como dos colosales baluartes, cuyos cimientos constituían la propia montaña y desde los que se alzaban miles de rocas cortadas y colocadas meticulosamente para erigir unas fortificaciones que rivalizaban con las enormes torres marítimas de entrada a Lothern. Los pendones dorados resplandecían con la luz del sol serraniego, y de las murallas colgaban estandartes en los que se habían bordado runas angulosas y algunos de los curiosos motivos de los enanos.
Las puertas que aparecían entre las dos gigantescas torres permanecían cerradas. Eran casi tan altas como las torres, con la parte superior arqueada, y estaban recubiertas por unas planchas de oro en las que se habían repujado rostros ancestrales y elementos propios de la herrería, como yunques, marrillos y forjas. En la entrada hacían guardia unos guerreros protegidos por cotas de malla y placas de armadura, con los rostros feroces escondidos detrás de los yelmos.
Cuando la columna fue divisada, desde las torres de la entrada rugieron los cuernos. Las notas largas y estridentes resonaron por todo el valle y las reverberaciones ascendentes y descendentes se sucedieron armónicamente. Tras aquella señal, en una de las puertas se abrió una portezuela que, aunque más pequeña, alcanzaba una altura de tres elfos y era de una anchura que permitía el paso simultáneo de diez individuos.
Malekith, que ya había quedado impresionado por el esmerado aspecto exterior de la fortaleza, se frenó en seco nada más traspasar la puerta y miró atónito a su alrededor. El vestíbulo del recinto se había excavado en la roca de la montaña, y la piedra, lejos de la deprimente lobreguez mostrada en los baluartes que jalonaban la carretera, había sido tratada y pulida, de manera que resplandecía a la luz de centenares de lámparas. Cada una de las imperfecciones o estratos de la roca era en sí misma una espléndida pieza decorativa. Alargado y no más ancho que las puertas de la entrada, el vestíbulo se adentraba en la montaña como un túnel. Unos arcos enormes esculpidos en roca viva y revestidos de plata sostenían el altísimo techo. Las columnas alineadas a lo largo de las paredes seguían el patrón de los baluartes que habían visto en la ladera de la montaña: pilares con las efigies angulosas de los enanos esculpidas se elevaban hasta las bóvedas del techo.
Las lámparas que iluminaban aquel extraordinario escenario estaban prendidas de unas cadenas suspendidas desde las bóvedas; eran mayores que un enano e irradiaban una luz mágica. Gracias a ellas se distinguían las figuras esculpidas entre un arco y otro, que representaban escenas de guerreros enanos en plena batalla, obreros trabajando en las minas, herreros golpeando el yunque y viñetas que ilustraban a los enanos empleándose a fondo en otras actividades.
El suelo estaba cubierto de losas uniformes, aunque en todas ellas se habían grabado minuciosamente runas y dibujos intrincados que luego se habían rellenado con cristales de colores, así que el suelo era un torrente de azules, rojos y verdes. Apostados a ambos lados a lo largo del pasillo, había más centinelas con armaduras bañadas en oro y con hachas de doble cabeza con incrustaciones de piedras preciosas.
Los heraldos se habían adelantado, y la comitiva fue recibida con una gran solemnidad. Cuando habían cruzado la descomunal portalada de la fortaleza, la pareja de centinelas les había saludado alzando sus armas, y lo mismo hicieron los guardias apostados en el pasillo a medida que la columna se adentraba en procesión por la larga galería. En el otro extremo les aguardaba una delegación de enanos ataviados con jubones con vivos estampados y elaborados yelmos adornados con cuernos o alas dorados; además, lucían numerosos anillos y brazaletes, collares y broches, de manera que cuando se movían, centelleaban con la luz de las lámparas.
Detrás de cada miembro de la delegación había un portaestandarte que sujetaba un pendón con las armas de su señor, engalanado con banderines dorados y plateados, y bordados con hilos de todos los colores y brillos imaginables. Como en el caso de otros elementos decorativos, los banderines mostraban hachas y martillos, yunques y relámpagos, con una perfección y un esplendor tales que Malekith posteriormente concebiría el estandarte real de Nagarythe a imagen y semejanza de aquéllos.
A la espalda del cortejo de bienvenida había una puerta tan grande como la que habían atravesado para entrar en la fortaleza. Era una sola pieza de madera maciza de algún roble gigantesco de las montañas, con tachones de bronce cuyas cabezas eran dos martillos cruzados.
Los dignatarios los recibieron con una reverencia que ejecutaron lentamente, apartándose las barbas con un brazo para que éstas no barrieran el suelo. Malekith les correspondió inclinando la cabeza, y el resto de los elfos también se encorvaron respetuosamente. Uno de los nobles portaba una maza grande y ornamentada, y volviéndose, dio tres poderosos martillazos a la puerta, que resonaron por toda la sala. En la puerta, a la altura de la cabeza de un enano, se abrió una rendija y hubo un intercambio de palabras. Dio la impresión de que se producía una especie de discusión, pero Malekith supuso que se trataba de algún tipo de conversación cargada de una formalidad que a él se le escapaba.
Entonces, las bisagras incrustadas en el muro giraron, la puerta se abrió con una ligereza sorprendente y descubrió las cámaras que se extendían al otro lado.
La fortaleza era un auténtico laberinto de pasillos, túneles y galerías, y aunque intentó retener en la memoria el recorrido que realizaban, Malekith no tardó en sentirse perdido entre los interminables pasajes y escaleras. Tenía la impresión de que estaban ascendiendo hacia las entrañas de la montaña, aunque por una ruta que alternaba las subidas con las bajadas.
El interior de la fortaleza no era tan espléndido como el vestíbulo, si bien mantenía el esmero en la construcción y estaba ornamentado con gemas y metales preciosos. En su recorrido, la comitiva pasó por fundiciones a pleno rendimiento, cuyos hornos expulsaban el calor por unos conductos abovedados; el estruendo de los martillos retumbaba alrededor de los visitantes. Al parecer, trabajaban sin pausa, si bien un artesano o un operario de la forja levantaba ocasionalmente la mirada. Los enanos ataviados con blusones sucios y mandiles de cuero, trajinaban por los túneles y las salas, y Malekith se quedó con la impresión de que se trataba de una industria que no descansaba.
Finalmente, llegaron a la cámara de audiencias del rey Gazarund. Era una sala amplia, con el techo bajo, y de cuyas paredes colgaban escudos y estandartes. Dos hogueras ardían en sendos fosos alargados a cada lado de la sala, y el humo que desprendían se perdía por un ingenioso dispositivo de chimeneas y canales que lo conducían hasta el exterior, a través, de la ladera de la montaña. Una pasarela de unos seis metros se elevaba ligeramente del suelo, cruzando la cámara desde la entrada hasta el estrado del trono por una pendiente escalonada. Las incrustaciones de oro de las baldosas desprendían un brillo carmesí, bañadas por las llamas rojizas de las hogueras.
Kurgrik hizo un gesto a los elfos para que se detuvieran, y él se adelantó junto con el resto de thegns y miembros ilustres del Consejo real.
El rey Gazarund estaba sentado en un trono de granito negro con tracería de oro. Su semblante expresaba más austeridad que complacencia por la visita, y el fuego se reflejaba en sus ojos bajo las cejas pobladas. Tenía los brazos desnudos, salvo por los intrincados y sinuosos torques que exhibía en cada bíceps. Un sencillo tabardo blanquiazul era la única prenda que le cubría el cuerpo. Su barba era espesa y oscura, si bien se distinguían algunos pelos sueltos canos, y era tan larga que a pesar de que la llevaba recogida en trenzas y la tenía enrollada y afirmada por unas presillas encima del cinturón, todavía estaba a punto de tocar el suelo. Tenía el rostro curtido y poblado de arrugas, y la piel marcada por las cicatrices acumuladas a lo largo de los años.
Lo que más llamaba la atención, no obstante, era el parche de oro que le ocultaba el ojo derecho, y la impresión de que aquel elemento estaba incrustado en la propia carne del rey horrorizó a Malekith.
La corona descansaba sobre una mesa junto al trono; era tan grande y recargada que ni siquiera aquel robusto enano podría haber soportado su peso sobre la cabeza. Unas alas tan amplias como las de un águila se desplegaban de su yelmo de batalla y las carrilleras estaban sembradas de diamantes. En su lugar, el rey portaba una sencilla corona de acero, ribeteada con intrincados motivos cobrizos, por cuyo borde forrado de pelo se escapaban algunos mechones de su despeinada cabellera.
Los nobles pidieron la venia al príncipe, o al menos eso entendió Malekith por su experiencia en ceremonias similares en la corte de Bel Shanaar. El monarca hizo un único movimiento afirmativo con la cabeza, y los elfos recibieron una señal para que se adelantaran.
La verdadera ceremonia de bienvenida, con el rey de Karak-Kadrin y sus thegns siguiendo escrupulosamente el protocolo, se desarrolló con una parsimonia extrema. Malekith y el monarca intercambiaron regalos; el príncipe recibió un broche de oro elaborado por los enanos y entregó al Rey un elegante brazalete elfo de plata decorado con zafiros.
Malekith fue presentado a los nobles de la fortaleza, una lista de nombres ininteligibles que inmediatamente olvidó, y luego fueron conducidos a las cámaras que les habían acondicionado aparte y que ocuparían durante su estancia entre ellos.
Los dormitorios eran confortables, pero alejados del lujo. El mobiliario estaba diseñado para enanos, de modo que las sillas y las camas eran lamentablemente pequeñas, y a Malekith le resultó más sencillo arrodillarse delante del lavabo de arcilla sujeto a la pared para lavarse la cara que encorvar el cuerpo para lavarse.
En la habitación no había ninguna hoguera, pero una rejilla en la pared despedía una brisa cálida y constante. Malekith supuso que el aire era redirigido desde las forjas que habían visto debajo mediante algún ingenioso mecanismo. La ropa de cama y la tapicería de las sillas eran ásperas y acartonadas, como también lo era el relleno del colchón. Aunque hubiera preferido tumbarse sobre algo más mullido, no suponía una necesidad perentoria tras tantos años de su larga vida dedicados a las campañas por tierras agrestes.
Tras un breve descanso, Malekith comunicó a los centinelas apostados a su puerta que ya estaba listo para comer mediante los apropiados gestos mímicos de meterse comida en la boca y frotarse la barriga. Los enanos asintieron, le respondieron algo indescifrable y recuperaron la posición previa.
Malekith llamó a Alandrian y, a través de él, volvió a pedir comida, pero recibió por respuesta que aquella noche se celebraría un banquete en su honor.
* * *
La celebración fue excesivamente efusiva, bañada con cantidades ingentes le cerveza e interminables discursos que Malekith no entendía. La sala donde tenía lugar el banquete estaba engalanada con más estandartes y escudos de latón que exhibían los emblemas de diversos clanes y asociaciones de la fortaleza.
Se habían dispuesto tres mesas a lo largo de la sala, y cada una albergaba un centenar de comensales. Malekith y sus hombres, junto al rey y sus nobles de mayor confianza, ocupaban otra mesa perpendicular a las anteriores, que presidía el banquete.
En su mayor parte, la comida era deliciosa y estaba basada principalmente en carne asada y verdura hervida. También se sirvieron en abundancia salsas espesas y contundentes bolas de masa, junto con jarras de cerveza de todas las variedades y graduaciones. Malekith estaba acostumbrado a las carnes aromatizadas y a los sabores delicados que proporcionaban las hierbas y especias que crecían en Ulthuan y en las islas del otro extremo del mundo, de modo que aquel menú le dejó el estómago pesado; también comprendió el porqué de la complexión rolliza y la anchura de la cintura de los enanos.
Aunque sin refinamiento, la preparación de la comida era competente.
Sin embargo, hubo momentos en que los modales de sus anfitriones desesperaron al príncipe.
Cada plato se presentaba en unas bandejas enormes, y cuando el rey se había servido lo que deseaba, parecía que se abría la veda para qué todos los demás agarraran lo que les viniera en gana. La cerveza se derramaba por los listones de las mesas, y en toda la noche Malekith no apartó el ojo de un charco de salsa que se expandía por las tablas acercándose amenazadoramente a él.
Kurgrik, sentado a la izquierda de Malekith, se había asignado la función de atender al príncipe durante el banquete, y se aseguraba de que su invitado no se quedara con hambre sirviéndole una cucharada tras otra de estofado, de modo que en su plato se levantaban montañas de patatas, pato asado, pastel de cebada y demás delicias.
Otro hecho que dejó perplejo a Malekith se produjo poco después del cuarto plato. Estaban en medio de una pausa, mientras se retiraban los restos de comida de las mesas, cuando los enanos sacaron unas bolsitas, repletas de hojas trituradas, llenaron con ellas pipas de todos los tamaños, y formas, y procedieron a encenderlas. Y durante un rato, estuvieron dando bocanadas de humo con gesto de satisfacción.
El humo no tardó en cubrir la sala, y una espesa nube se quedó flotando encima de las mesas, lo que provocó un violento acceso de tos en numerosos elfos, entre ellos Malekith. Kurgrik malinterpretó aquello como un sutil mensaje y ofreció su tabaco al príncipe, que lo rechazó con una sonrisa y un firme movimiento de la cabeza. Kurgrik se encogió de hombros y devolvió la bolsita con las hojas trituradas a los recovecos de la toga de donde había salido, al parecer nada ofendido por la negativa de Malekith.
Enseguida aparecieron nuevas bandejas con patatas humeantes, filetes de venado y salchichas descomunales, y el silencio se instaló en la sala. A continuación, hubo otra tanda de discursos que Alandrian se esforzó por traducir. La mayoría versaban sobre el honor familiar, las grandes tragedias y el valor en el campo de batalla. Malekith pronto dejó de escuchar a su lugarteniente y se dejó llevar por sus pensamientos.
Entonces, sintió una punzada en las costillas, y cuando miró a su alrededor, descubrió a Alandrian mirándolo fijamente. Paseó la mirada por la sala atestada de humo y advirtió que todos los ojos estaban puestos en él.
—Me parece que es el turno de vuestro discurso, alteza —le susurró Alandrian con una sonrisa traviesa en los labios—. ¿Queréis que os haga de traductor?
—Me parece más conveniente que no —respondió Malekith—. Sé que has aprendido bien su extraña lengua, pero no me gustaría que por error acabaras llamando al rey «jabalí verrugoso abotagado» en mi nombre. Mi voz sonará debidamente autoritaria y carismática, así que el significado exacto de las palabras no será necesario para trasladar el mensaje a sus espíritus.
El príncipe de Nagarythe se puso en pie. Kurgrik se inclinó y le llenó a jarra con cerveza, tan espesa y oscura que podría haberse confundido con brea.
—¡A vuestra salud! —exclamó Malekith, levantando la copa y dirigiéndola a la sala.
Los enanos permanecieron en un estado de expectación respetuosa, con las manos alzadas, aferrando las jarras. No tenían ni idea de lo que el príncipe había dicho.
—¿Qué les pasa? —masculló Malekith por la comisura de los labios, tratando de que no se le descompusiera la sonrisa remilgada.
—Creo que quieren algo un poco más…, bueno…, extenso —respondió Alandrian—. Tendréis que decir algunas palabras más para que sientan que les habéis dedicado el discurso que merecen.
—Está bien —dijo Malekith, devolviendo la atención al rey de le fortaleza—. ¡Vuestras estancias son imponentes y están llenas de extraordinarias maravillas! He quedado asombrado con las habilidades de vuestro pueblo, y sé, de todo corazón, que una alianza con vuestra majestad será enormemente beneficiosa para mi gente.
Miró de refilón a Alandrian y recibió un alentador gesto de aprobación de su lugarteniente, de modo que el príncipe prosiguió con su discurso. Sin embargo, ante las expresiones educadas pero indescifrables del mar de rostros que se extendía frente a él, Malekith decidió concederse un capricho.
—Sois un pueblo digno, aunque algo desaliñado y de escasa altura. —Esto provocó una tímida risa entre los elfos, a la que se sumaron los enanos a pesar de desconocer el motivo—. Ha sido un placer inmenso conoceros, aunque no tengo ni idea de vuestros nombres y vuestros rostros me resultan prácticamente idénticos.
Otra mirada de soslayo a Alandrian tuvo como respuesta una mueca de reprobación, pero Malekith ignoró a su subalterno y continuó con la broma.
—Es sorprendente que vuestras bocas produzcan tanto humo como vuestras chimeneas, y si no muero ahogado antes de que acabe la noche, tendré que agradecer a los dioses la protección que me han dispensado. Sé que acabamos de conocernos, pero espero que con el tiempo comprendáis el privilegio que os he concedido con mi presencia. Hay gente en mi tierra que nunca ha sido honrada con una audiencia conmigo, y sin embargo, aquí me tenéis, sumergiendo la taza en un caldo nauseabundo y tratándoos como iguales. Me han asegurado que sois un pueblo honorable, y por vuestro bien espero que así sea.
Malekith se enderezó y apoyó el pie sobre la mesa para inclinarse, una proeza nada destacable para el esbelto elfo, dado que la mesa le llegaba por las rodillas.
—¡Escuchad! —exclamó el príncipe, cuya voz llegó a todos los rincones de la sala y atrapó la atención incluso del miembro más beodo de la audiencia—. Os iría muy bien que nos hiciéramos amigos. Los naggarothi no negocian fútilmente con otros pueblos, ni siquiera con los elfos de otros reinos. Si no os comportáis como es debido con nosotros, podéis dar por segura nuestra venganza, inmediata y letal. Prenderemos fuego a estas estancias y amontonaremos vuestros cadáveres en piras tan altas que competirán con estas montañas. Con mucho gusto os permitiremos morar en estas cumbres rocosas, y nosotros nos quedaremos con las tierras bajas y los bosques. Si os oponéis, no tendremos otra opción que pasar por encima de vosotros, como lo hicimos con los orcos, los hombres bestia y los goblins. Estoy deseoso de reunirme con vuestro Alto Rey, quien, espero, estará a la altura de mi posición y poseerá la inteligencia necesaria para negociar conmigo. Pero os advierto que si no quedo impresionado por su figura, podría decidir aniquilaros. De hecho, al próximo de vosotros que pronuncie incorrectamente mi nombre le atravesaré la molleja con mi hoja. Hasta que nos dignemos aprender vuestra ruda lengua, por favor, no mancilléis la herencia de mis antepasados y el legado a mis descendientes con vuestros horribles labios y gordas lenguas.
Malekith levantó de nuevo su jarra y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Porque Nagarythe reine sobre vosotros durante muchos años!
Antes de que el príncipe pudiera añadir nada más, Alandrian se levantó como un resorte y profirió un grito festivo con la jarra alzada. El resto de los elfos, algunos claramente conmocionados y otros con un gesto de conformidad en el rostro, lo secundaron. Los enanos imitaron, vacilantes, a su líder, y una entusiasta ovación inundó la sala con el estruendo de los gritos y de las jarras golpeando la mesa.
—Gracias —dijo Malekith, levantando una mano que pedía silencio.
Al parecer, los enanos no entendían el gesto, pues continuaron dando golpes y aplaudiendo.
Alandrian posó una mano en el brazo de su príncipe y tiró de él hacia abajo, antes de que pudiera añadir nada más. Malekith se sentó, y una sonrisa de satisfacción le iluminaba el rostro.
Aquello parecía poner fin a la ronda de discursos, y los criados aparecieron cargados con enormes boles con pudín humeante, preparados con cereales hervidos y miel, y pesados trozos de bizcocho para mojar en el dulce caldo. A continuación, sirvieron bandejas con fuertes quesos que olían a cabra enferma —al menos, eso fue lo que pensó Malekith—, que iban acompañados por unas finas galletitas con la textura y el sabor de delgadas astillas de madera seca.
Malekith había perdido toda noción del tiempo bajo el techo rocoso de la sala, y cuando se permitió a los elfos retirarse a sus aposentos, no podía afirmar si era medianoche o si ya se aproximaba el amanecer. La mayoría de los enanos prosiguieron la fiesta, aunque un número significativo de ellos simplemente habían caído sobre las mesas sumidos en un sopor etílico.
Para los comensales de más alto rango, los sirvientes llevaron pequeñas almohadas que colocaron cuidadosamente debajo de los roncadores rostros de los ebrios señores. A los invitados de menor importancia los dejaron seguir durmiendo tal cual, con las cabezas hundidas en las salsas derramadas y las migas esparcidas por la mesa.
Lo único que Malekith sabía era que el banquete había resultado más extenuante que el viaje, si bien se metió en la cama con el estómago lleno y las energías renovadas, horrorizado y fascinado a partes iguales por las extrañas costumbres de aquel pueblo.
Por un lado, eran escandalosos, descuidados y desconocían los rudimentos de la etiqueta. Sin embargo, también había reunido numerosas pruebas de que eran estudiosos, observadores, aplicados y leales. Su detallismo en los trabajos que realizaban era comparable al de los mismos elfos, y en la construcción de armas y de artefactos mecánicos, sus conocimientos superaban a los que se tenían en Ulthuan. También quedaba patente, de acuerdo con lo que había visto en la fortaleza, que poseían conocimientos de magia, aunque era cierto que Malekith no había visto a ningún enano ejerciendo abiertamente la brujería, y cuando Alandrian les había interrogado sobre el tema en nombre del príncipe, había recibido educadas pero firmes negaciones de que entre los enanos hubiera hechiceros de cualquier naturaleza.