VEINTE
La batalla de Anlec
A la señal de Malekith, las huestes avanzaron ordenadamente en dirección a uno de los puentes que cruzaban el foso de fuego. Las flechas surcaron el cielo desde las azoteas de las torres exteriores y comenzó la batalla.
Garrarroja emitió un rugido feroz, batió las alas y elevó a Bathinair por el cielo resplandeciente. El príncipe de Yvresse fue ganando altura hasta salir del alcance de los arcos enemigos. Lo mismo hizo el círculo de magos de Saphery. Los lanceros avanzaron resguardados detrás de sus escudos, sin perder el paso firme a pesar de la lluvia de flechas, cada vez más densa, que caía sobre ellos.
Con un gruñido aterrador, Garrarroja se lanzó en picado hacia la primera torre. Los arqueros apostados en la parte superior del baluarte dirigieron sus armas hacia la bestia que se precipitaba desde el cielo, pero sus flechas simplemente rasguñaban la dura piel del grifo. La pica de Bathinair emitió un destello de energía atravesando los pechos de un puñado de infieles mientras Garrarroja atacaba ferozmente a otro grupo y con su pico y sus garras descuartizaba y desgarraba insurrectos.
Otra torre sufrió la ira de Thyriol, que se dirigió hacia ella como un rayo. En la punta de su báculo crepitaba un fuego verde, y mientras su pegaso planeaba por el cielo, el mago arrojó su encantamiento y las llamas de su báculo adquirieron la forma de un halcón que emprendió un descenso letal y explotó entre los arqueros, cuyos cuerpos salieron despedidos de la construcción defensiva.
Más elfos emergieron en la azotea desde el interior de la torre, justo a tiempo para ser alcanzados por un rayo rojo que había arrojado el báculo de Merneir y que hizo añicos los bloques de granito de la torre, de modo que los cuerpos envueltos en llamas y los trozos de roca saltaron por los aires y aterrizaron en el suelo carbonizado. Las huestes encabezadas por Malekith se colaron en tropel por el hueco de seguridad abierto entre las dos torres, mientras Bathinair y los magos volaban en círculo sobre sus cabezas y recibían las ovaciones y los agradecimientos atronadores de la infantería.
El puente fortificado parecía un obstáculo mucho más exigente; consistía en cuatro torres inmensas que formaban dos parejas con una mitad de la plataforma cada una, de modo que el foso llameante sólo podía atravesarse si ambas estaban tendidas. En la azotea de cada torre, había un temible artilugio que arrojaba flechas enormes que alcanzaban larguísimas distancias a través de la llanura estéril. Malekith ordenó al ejército que se detuviera antes de penetrar en el radio de alcance de aquellas terribles máquinas.
El príncipe se adelantó unos metros en solitario a lomos de su corcel, como si desafiara a las cuadrillas de los artefactos a que dirigieran sus ingenios contra él. La escena resultaba espeluznante: el príncipe solo sobre su caballo contemplando el desalentador puente de la ciudadela como un león inmóvil ante un oso negro gigante.
Malekith alzó lentamente una mano abierta, sintió como se formaba un remolino de magia a su alrededor y fijó la mirada en el foso de fuego. Ceñida en su cabeza, la corona vibró, y el príncipe advirtió las energías místicas que rebullían en el parapeto de llamas. Malekith había sido señor de Anlec y conocía las palabras mágicas que regían el fuego del foso, pero podía sentir que a las llamas de la zanja se habían sumado otros encantamientos. Sin duda, su madre había adivinado que intentaría utilizar las palabras mágicas para desmantelar aquella defensa. Sin embargo, Morathi no había contado con la corona, que quintuplicaba los poderes de Malekith.
En el interior del príncipe se acumuló una energía que habría hecho explotar a un mago menor. Esta ola de magia no dejaba crecer, y Malekith sintió el escalofrío provocado por la excitación. Pronunció el hechizo mientras abría las compuertas de su mente y liberaba la ola mágica, que fluyó desde su interior hasta el foso de fuego. Las llamas fueron oscureciéndose y creciendo a medida que Malekith vertía en ellas toda su voluntad y determinación, hasta que alcanzaron una altura de treinta metros.
Sudando por el esfuerzo, el príncipe alzó la otra mano. Los brazos le temblaban por la tensión. Las llamas se retorcieron y se contorsionaron tratando de escapar de su hechizo, pero Malekith apretó los dientes y empezó a acercar las dos manos, y las llamas reaccionaron ondulándose y formando dos olas altísimas, una a cada lado del puente.
Entonces, Malekith chocó las dos manos, lo que provocó un ruido atronador, y las dos olas de fuego convergieron atropelladamente y envolvieron por completo las torres. El fuego negro abrasó las catapultas de flechas e invadió las azoteas. Unas llamas azabache incineraron elfos y máquinas de manera fulminante y los redujo a nubes de ceniza que se quedaron flotando sobre el puente. Cuando las llamas empezaron a chamuscar los añejos tablones del puente levadizo, Malekith separó las manos y puso fin al hechizo. El fuego se debilitó y recobró su color anterior.
El príncipe dejó escapar un grito que expresaba tanto alivio como júbilo, se volvió a su ejército y les hizo una señal para que reanudaran la marcha. Una sonrisa de oreja a oreja partía en dos el rostro de Malekith y cuando los lanceros de Nagarythe llegaron a su altura frenó su caballo junto a Yeasir. El lugarteniente lo miró con suspicacia.
—¿Sabíais que iba a funcionar? —le preguntó Yeasir.
—Bueno —respondió Malekith con una sonrisa—. Hay un buen trecho de regreso a Ellyrion. No me hubiera gustado haber venido hasta aquí para nada.
La risa de Yeasir siguió retumbando en los oídos de Malekith cuando giró su corcel y cabalgó hacia el sur para departir con Charill y sus cazadores de Cracia. Mientras Malekith trazaba el siguiente paso de su plan con su colega príncipe, los magos de Saphery se posaron en las azoteas humeantes de las torres del puente y soltaron las sujeciones de las enormes pasarelas, que cayeron estrepitosamente sobre el foso de fuego y dieron vía libre para la entrada en Anlec. Malekith quiso dar un ejemplo de confianza a sus soldados y fue el primero en cruzar el puente sobre su corcel, que avanzó por la pasarela a un vistoso medio galope.
La verdad era que la siguiente fase del ataque era la que más preocupaba al príncipe. El primer saliente de las murallas distaba quinientos pasos, y luego deberían recorrer cien pasos más a través de un pasillo flanqueado por arqueros hasta llegar a las torres de entrada. Bathinair y sus magos harían lo que pudieran con las tropas de las murallas, pero Malekith sabía que en aquella ocasión la velocidad sería su mejor aliada. Aun así, las bajas serían cuantiosas.
* * *
Yeasir encabezó la marcha hacia la puerta oriental. Las flechas del tamaño de lanzas que arrojaban los artilugios ubicados en las murallas cruzaban silbando el aire e impactaban entre sus filas de lanceros, y cada proyectil fulminaba media docena de guerreros. La fiereza de las flechas era tal que no había escudo ni armadura que pudiera repelerlas. Yeasir gritaba hasta enronquecer arengando a sus elfos a Continuar en medio del nubarrón de saetas, consciente de que, si bien las defensas de Anlec no tenían ningún punto débil, las máquinas eran ineficaces en las distancias cortas, de modo que una vez que llegaran a las inmediaciones de las murallas habrían dejado atrás lo más peligroso.
Un millar de elfos cayó durante la carrera a pie por el campo sangriento. Los caballeros se mantenían en la reserva para atacar cuando se hubiera abierto una brecha en la entrada. Yeasir todavía no sabía muy bien cómo se las ingeniarían para lograrlo, pero tras la proeza con el foso de fuego, Yeasir quería creer que su señor tenía preparada una estratagema igualmente ingeniosa. Yeasir se dio cuenta de que, de hecho, su vida dependía de ello.
Los lanceros pudieron tomarse un respiro gracias a los guerreros de las colonias, que avanzaron con unos gruesos paveses de madera. Los soldados que habían llegado desde las tierras de ultramar disponían de armas novedosas, como las ballestas de repetición diseñadas por los enanos, que podían disparar una ráfaga de flechas en un breve espacio de tiempo, y parapetados tras sus empalizadas móviles, descargaban una tras otra ráfagas de saetas hacia las murallas y derribaban a los artilleros y obligaban a los naggarothi defensores a cubrirse. Sin embargo, la respuesta del enemigo nunca cesó por completo, y las pesadas flechas de las catapultas perforaban los escudos circulares y herían y mataban a los soldados que se refugiaban tras ellos.
Las tropas enemigas que quedaban fuera del alcance de las ballestas sufrieron el acoso de los encantamientos de Thyriol, Merneir y Eltreneth. Una tormenta de rayos azules y púrpura descargó en las almenas y lanzó por los aires uno tras otro a los guerreros allí emplazados. Hechizos de fuego con forma de halcón, dragón o fénix dejaban a su paso una estela de soldados carbonizados. Las catapultas quedaban hechas añicos tras recibir los encantamientos de los magos, y las armaduras se ponían al rojo vivo y abrasaban a sus ocupantes. Dagas de magia blanca descuartizaban cuerpos, mientras que espadas que nadie blandía seccionaban y mataban a los seguidores de las sectas que defendían las murallas.
Bathinair también participó en la ofensiva, y él y Garrarroja fueron dejando un rastro de cuerpos decapitados y desmembrados a lo largo de un tramo del muro norte de la entrada hasta que la intensidad de las ráfagas de flechas que les arrojaban los forzó a remontar el vuelo, vertiendo sangre por numerosas heridas. El grifo pasó planeando sobre Yeasir y sus lanceros, y el líquido carmesí que se deslizaba por el pico y las garras de la bestia alada regó a los elfos.
El lugarteniente no tenía tiempo para maravillarse con ese tipo de espectáculos. Una tercera parte de sus guerreros yacían sin vida o heridos sobre aquel campo de exterminio, y sólo habían cubierto la mitad de la distancia que los separaba de su objetivo. Si bien, al parecer, estaban lo suficientemente cerca como para inquietar a las tropas defensivas con la posibilidad de que alcanzaran la muralla, pues la enorme puerta se abría delante de ellos como si bostezara.
Una furiosa marea de depravación que Yeasir reconoció inmediatamente emergió bajo el arco de la entrada. Sólo cubiertos por taparrabos y mallas raídas, y con los pelos de punta fijados con sangre, los seguidores de Khaine se lanzaban a la carga en medio de un griterío atronador. Centenares de fanáticos adoradores de la muerte, de ambos sexos, con la piel embadurnada de sangre, engalanados con alhajas grotescas hechas con nervios y tripas, y blandiendo largas dagas con las hojas de sierra y espadas con un aspecto maléfico, salían por la puerta abierta como un torrente de carne y sangre.
Yeasir conservaba frescos en la memoria los gruñidos salvajes y los ojos abiertos como platos de los discípulos elegidos de los dioses de la muerte y sabía que sólo vivían para el derramamiento de sangre. Los vapores narcóticos del incienso y las pociones elaboradas por los sacerdotes que oficiaban sus rituales enardecían su brutalidad.
El lugarteniente ordenó a los lanceros que se frenaran y recompusieran la formación para recibir la carga de los adoradores de Khaine. Así dispuestos eran más vulnerables a las flechas disparadas desde la muralla, y Yeasir tenía la certeza de que los arqueros defensores no tendrían ningún problema en seguir disparando contra el tumulto que se formaría aunque corrieran el riesgo de derribar a alguno de sus camaradas; a todas luces habían dejado salir la marea de sectarios precisamente con esa intención, y las puertas volvieron a cerrarse estruendosamente a su espalda.
Un ruido atronador de cascos de caballo atrajo la atención de Yeasir, y cuando se volvió, vio que los Guardianes de Ellyrion se acercaban al galope y adelantaban como un vendaval la línea de lanceros, agachándose y balanceándose sobre la silla para eludir la lluvia de flechas proveniente de la muralla. Con gran maestría, los guardianes empezaron a descargar sus arcos contra los adeptos sin detener las monturas. Cabalgaron en todas direcciones y, a veces, incluso giraban completamente el cuerpo para disparar a los sectarios que dejaban atrás. Algunos apuntaron hacia las tropas apostadas en la muralla y demostraron una puntería impecable, y aun cabalgando a gran velocidad, sus saetas perforaban todas las cabezas y brazos que asomaban por encima del muro.
Los caballeros formaron dos círculos que se desplegaron alrededor de los lanceros, y al amparo de sus arcos, Yeasir ordenó reanudar la carga, esa vez acompañados por los dos círculos de jinetes, que ya no se separaron de los lanceros.
Cuando ya sólo quedaba un puñado de adoradores de Khaine, Los Guardianes de Ellyrion dejaron de disparar, guardaron los arcos y echaron mano de las lanzas. Con Finudel y Athielle a la cabeza, y blandiendo sus célebres armas, los Guardianes de Ellyrion se lanzaron a la carga. Sin embargo, era tal la brutalidad avivada por los estupefacientes que los adeptos no se amedrentaron y siguieron luchando, hasta que el último de ellos coronó una montaña de cadáveres, mascullando con su último suspiro una maldición contra sus enemigos.
El camino hacia las puertas había quedado despejado, y los jinetes de Ellyrion se apartaron para que Yeasir y sus lanceros pasaran entre los altos muros que conducían a las inmensas puertas. Tras ellos venían Charill y sus cazadores de Cracia, y detrás de éstos, los lanceros de Yvresse, preparados para penetrar por cualquier brecha que se abriera.
Los lanceros de Yeasir se sumergieron en la sombra de los muros que se cernían sobre sus cabezas, lanzando miradas inquietas a sus crestas intimidantes, temerosos de que la muerte se precipitara sobre ellos en cualquier momento. Yeasir se arriesgó a mirar fugazmente a su espalda, en busca de alguna señal que le informara de las intenciones de Malekith. El príncipe marchaba a lomos de su corcel un poco más atrás, con los brazos cruzados despreocupadamente a la altura del pecho. De algún modo, el príncipe notó la mirada de su lugarteniente, le hizo un gesto en tono de broma con la mano, y luego le señaló las torres de entrada.
Yeasir se volvió hacia las amenazadoras torres y vio que en las almenas parecían unas oscuras figuras encapuchadas. Llevaban arcos en las manos y los apuntaron hacia los lanceros, con las flechas ancladas en las cuerdas.
—¡Atención! —gritó Yeasir, levantando el escudo.
En ese preciso instante, el estandarte negro que ondeaba en la torre se agitó e inmediatamente se vino abajo, como si se hubiera talado el mástil del que colgaba, y en su lugar se izó el nuevo estandarte: blanco y plateados con la imagen bordada del ala de un grifo. Yeasir se tambaleó y estuvo a punto de caerse de la incredulidad cuando reconoció el estandarte de la Casa de Anar.
Los guerreros de Anar arrojaron cadáveres ensangrentados por las almenas, y el lugarteniente de Malekith vio que eran cuerpos degollados y descuartizados de los adeptos y soldados leales a Morathi. La puerta de la ciudadela se abrió de nuevo ante Yeasir, y éste dejó escapar un estruendoso rugido triunfal.
Temeroso de que la puerta se cerrara de un momento a otro, echó a correr, seguido de cerca por sus lanceros. Con los guerreros león de Cracia y los lanceros de Yvresse pisándoles los talones, Yeasir fue el primero en cruzar el umbral de Anlec, y mientras atravesaba la sombra que la puerta proyectaba en el suelo, profirió otro grito atronador, exaltado por el regreso a su ciudad natal.
* * *
No obstante, la ciudad era completamente diferente de la que Yeasir había dejado varios siglos atrás. La enorme plaza que se extendía inmediatamente después de atravesar la puerta había estado dominada en otro tiempo por una gigantesca estatua de Aenarion sentado sobre Indraugnir. Ahora, en cambio, la explanada estaba circundada por estatuas de los cytharai. Atharti retozaba desnuda sobre un pedestal de mármol, con unas serpientes enrolladas alrededor de las extremidades. Anath Raema, la cazadora, sostenía su arco en una mano y la cabeza de un elfo decapitado en la otra, y alrededor de la cintura exhibía un cinturón hecho de manos y cabezas cercenadas. El dios Khirkith estaba representado agachado ante un montón de huesos, con un valioso collar en la mano y admirando su botín.
Había muchos más; dioses de la destrucción y la muerte, y diosas de la lucha y el dolor. Delante de cada estatua ardía un brasero que chisporroteaba mientras se consumía su atroz combustible. Las manchas de sangre en los pedestales de las estatuas daban testimonio de las funestas prácticas llevadas a cabo por los seguidores de las sectas.
Cuando Yeasir había partido de Anlec, los edificios que flanqueaban la plaza albergaban concurridos foros comerciales, repletos de productos llegados de todo el mundo. Ahora los soportales de esos edificios se habían convertido en rediles para animales, y el espacio delimitado por las columnatas estaba atravesado por barrotes que mantenían enjauladas en la penumbra bestias sobrenaturales de todo tipo.
Osos mutantes gruñían y roían los barrotes, los bicéfalos otros aullaban y hasta la plaza llegaban las pestilentes emanaciones gaseosas de los corrales de las bestias mitad toro mitad bisonte. De las jaulas de las quimeras salvajes salían unas nubes densas, y unas repulsivas y gigantescas serpientes escupían veneno a través de los barrotes. Otras bestias gruñían, retozaban o rugían amenazadoramente desde los confines tenebrosos de sus prisiones.
Una jaula en particular despedía una enorme columna de humo, y a través de él se vislumbraban las llamas. La puerta de la celda salió disparada y se oyó un alarido ensordecedor, como si una multitud de criaturas chillara a la vez. Entonces, una bestia titánica emergió de las sombras; se trataba de una hidra que echaba fuego por las bocas de sus siete cabezas. Las escamas que le cubrían el cuerpo eran de un oscuro color azul, y los numerosos ramalazos y cicatrices que exhibía daban fe del maltrato que había recibido de sus cuidadores. Tenía las cabezas cubiertas por placas de armadura dorada, al igual que la hilera de púas que le recorría el espinazo y los musculosos costados.
Detrás de ella aparecieron dos cuidadores blandiendo unas atroces aguijadas y fustas con las que impelían al monstruo a avanzar, acompañando sus golpes con gritos y sartas de insultos. Enrabietada, la hidra se movía con paso firme, arañando las losas del suelo de la plaza con sus garras, y sus cabezas se meneaban y se contorsionaban como si fueran un nido de serpientes. De la jaula emergió otra bestia enorme; ésta de piel roja, cubierta por una armadura plateada de la que sobresalían hojas afiladas y púas, y con un collar con pinchos alrededor de cada uno de los cinco cuellos. También una pieza de armadura salpicada de cuchillas protegía su cola, que sacudía de un lado a otro mientras sus cuidadores le aguijoneaban los costados con las puntas de sus picas y la azotaban con garrotes cubiertos de espinas espantosas.
El pavor que sintió Yeasir al ver aquellas dos extraordinarias criaturas cruzando estrepitosamente la plaza en dirección a sus lanceros no lo había sentido desde el shaggoth. El capitán consiguió sobreponerse al miedo y llamó a sus soldados para que formaran un muro de escudos, aunque albergaba serias dudas de que esa maniobra defensiva sirviera de algo cuando aquellas monstruosas criaturas se abalanzaran con su peso sobre los naggarothi.
Los gritos y los alaridos retumbaron a la derecha de los guerreros y los carros de leones de Charill irrumpieron a toda velocidad en la plaza encabezados por el príncipe. Los cuidadores de la primera hidra giraron la bestia hacia los aurigas de Cracia y la fustigaron para que cargara contra ellos.
Siete llamaradas amarillas brotaron de las gargantas de la criatura dirigidas a la cuadriga de Charill. Pero el príncipe llevaba colgado un amuleto de orfebrería a la altura del pecho, que empezó a brillar irradiando energía. Una refulgente aura azul envolvió al soberano de Cracia y a sus leones, y las llamas se deslizaron inofensivamente alrededor de ella.
Los leones se abalanzaron sobre la hidra y mordieron y arañaron su cuerpo escamado, pero las cabezas de la criatura embistieron a sus agresores y con sus colmillos como dagas les arrancó trazos ensangrentado de carne. Los aullidos de dolor de los leones resonaron por toda la plaza. La hidra retrocedió entonces con dos fieras aprisionadas en sus aterradoras mandíbulas y las levantó en el aire, enmarañadas en las correas deshilachadas de sus arneses, lo que provocó el vuelco de la cuadriga. Charill y Lorichar cayeron dando volteretas del amasijo de madera despedazada y hierros retorcidos, y se pusieron de pie mientras el resto de cuadrigas cargaba contra la bestia.
Los aurigas de Cracia pasaron como un rayo junto al monstruo, y sus hachas y los colmillos de los leones acuchillaron su piel antes de virar bruscamente para evitar las sacudidas de la cola y sus serpenteantes cabezas. A su estela llegaron los cazadores, que blandieron sus hachas trazando amplios arcos en el aire y hundieron toda la hoja a través de le dura piel de la criatura. Aunque la sangre se le escapaba por docenas de heridas, la hidra no se amilanaba y seguía abriendo surcos carmesíes entre los guerreros de Cracia con sus poderosas mandíbulas y sus atroces garras.
Charill lanzó su grito de guerra y se unió al ataque empuñando a Achillar, que refulgía con su luz blanca. Con la prodigiosa hacha propinó un golpe terrorífico a la criatura en uno de sus cuellos y lo seccionó por completo. La cabeza cayó al suelo y todavía siguió contoneándose como una serpiente durante un rato. Por unos instantes, la sangre salió a borbotones del muñón, pero el señor de Cracia observó, horrorizado, cómo la espantosa herida se cerraba casi de inmediato; seguidamente la carne empezó a hincharse, y volvieron a crecer venas y arterias, y músculos y nervios se regeneraron, de modo que en cuestión de segundos había aparecido una nueva cabeza en sustitución de la anterior.
Varias docenas de cazadores y los restos de tres cuadrigas yacían alrededor de la bestia, que seguía repeliendo a los aurigas de Cracia con su ferocidad. Lorichar profirió un bramido ininteligible, se lanzó contra la bestia con la punta de lanza del estandarte de su linaje apuntando al pecho de la hidra y clavó el extremo del emblema hasta el fondo entre las escamas de la criatura. Apoyó todo el peso de su cuerpo en el asta y continuó apretando, hundiendo cada vez un poco más la improvisada lanza, con sus abultados músculos en tensión y el rostro desencajado por el esfuerzo.
Yeasir no tuvo tiempo de ver lo que ocurría a continuación, pues la segunda hidra ya se cernía sobre los naggarothi.
—¿Dónde está el príncipe Malekith? —preguntó Fenrein a la espalda del capitán.
Yeasir no respondió, aunque él se había preguntado lo mismo. No había visto al príncipe desde que habían entrado en la ciudad, y lo que en ese momento más deseaba en el mundo era tener a su señor al lado. La magia y Avanuir habrían despachado en un abrir y cerrar de ojos la horrenda criatura que acechaba a los naggarothi.
Un traqueteo y unos alaridos ensordecedores distrajeron por un momento al lugarteniente, que se volvió hacia el origen de los ruidos y vio un grupo de insurgentes que desatrancaban las otras jaulas. Toda clase de monstruos emergieron de las celdas, aullando y rugiendo. Bestias con escamas y otras con plumas, algunas majestuosos y otras deformes, los moradores de las Montañas de Annulii cautivos salían de sus jaulas como una pesadilla hecha realidad. Los guerreros de Yvresse avanzaron con las lanzas listas para embestir la siniestra horda.
Yeasir no podía dedicarles más tiempo y se volvió de nuevo hacia la hidra, de la que ya no les separaban más de una docena de pasos.
La bestia echó atrás las cabezas y lanzó un grito de advertencia a los guerreros de Nagarythe, que hincaron la rodilla en el suelo y levantaron sus escudos al unísono, justo en el momento en que la hidra escupía su fuego. Las llamas envolvieron a los lanceros, y Yeasir sintió cómo el calor del escudo se trasladaba a sus manos y le abrasaba los dedos. Estallaron los gritos de dolor, y el hedor a carne chamuscada se agolpó en las fosas nasales del capitán elfo. Yeasir alzó la mirada por encima de la cortina de humo y vio que buena parte de su compañía yacía en el suelo presa de las llamas; algunos agraciados con la muerte, otros chillando y sollozando, agarrándose las extremidades achicharradas o rodando por el suelo con el pelo y la ropa tomados por el fuego.
Unas flechas con las plumas negras cortaron el aire por encima de los naggarothi, disparadas desde las torres de entrada por los arqueros de la Casa de Anar. Su blanco no era la monstruosa hidra, sino los insurrectos que se parapetaban tras la mole de la bestia. Varias saetas impactaron impecablemente en sus objetivos y los dos cuidadores de la criatura se desplomaron con los cuerpos y los cuellos perforados y ensangrentados.
De repente, liberada de los latigazos y las aguijonadas de sus cuidadores, la hidra se detuvo. Tres de sus cabezas se volvieron para examinar los cadáveres inmóviles y las otras cuatro se irguieron y olisquearon el aroma a basilisco y caltaur que flotaba en el aire. La hidra giró, con las fauces salivando su potentísimo veneno, y descubrió a sus enemigos de las montañas. De sus numerosas gargantas brotó un silbido ensordecedor y echo a correr pesadamente hacia los demás monstruos.
Su presa más cercana era un lobo gigante con ojos brillantes y colmillos de hierro, que encaró a la hidra y se abalanzó sobre una de sus gargantas. Ya sin nadie que la controlara, la bestia destrozó al lobo y continuó su carrera, aplastando con la cola y las garras las criaturas de menor tamaño que se interponían en su camino. Cuando las bestias de las montañas se engancharon, lo que ocurrió a continuación, fue incontrolable. Estalló un baile de llamaradas y relámpagos entre las criaturas mutantes y la furia desatada tiñó la plaza de sangre de todos los colores. Los guerreros de Yvresse retrocedieron dando gritos de alarma cuando el cuerpo descuartizado de un basilisco aterrizó entre sus filas y los roció con una sangre venenosa que les abrasó la piel.
Yeasir no pudo evitar reír, más aliviado que divertido. Con un vistazo fugaz a un lado comprobó que los aurigas de Cracia habían liquidado a su monstruoso contrincante, aunque continuaban entretenidos con su cadáver, golpeándolo y descuartizándolo con sus hojas para asegurarse de que su tejido no se regeneraba.
El paradero de Malekith seguía siendo un misterio. Yeasir se volvió y buscó con la mirada al príncipe. Lo encontró encima de la muralla, hablando con Eoloran, príncipe de la Casa de Anar. Ordenó a sus lanceros que se mantuvieran alerta por si se producía otro ataque y se alejó de su compañía en dirección a la escalera de la muralla.
* * *
Malekith vio a Yeasir cuando éste todavía subía con brío los escalones del muro de la entrada y le hizo un gesto para que se acercara. Junto al príncipe se encontraban Eoloran, su hijo Eothlir y su nieto Alith; todos ellos cubiertos por armaduras de plata y capas negras, y armados con arcos con los sigilos mágicos grabados. Los tres tenían el gesto adusto, a diferencia de Malekith, que contemplaba con deleite la sangrienta explosión de violencia que tenía lugar en la plaza que se extendía a sus pies. Presentó a Yeasir a sus acompañantes dando unas palmadas alentadoras en la espalda a su segundo al mando.
—¡Buen trabajo! —le felicitó el príncipe—. Sabía que no me defraudarías.
—No entiendo, alteza —dijo Yeasir.
—La ciudad, tonto. —Malekith se echó a reír—. Una vez aquí, sólo es cuestión de tiempo. Y tengo que agradecértelo a ti.
—Gracias, alteza, pero creo que vos merecéis más alabanzas que yo —replicó Yeasir. Se volvió a los miembros de la Casa de Anar—. Y sin estos nobles caballeros, yo todavía estaría al otro lado de las murallas, quizá con una flecha en el estómago.
—Sí, bueno, yo ya los he agasajado suficiente con mis agradecimientos —dijo Malekith—. Más nos vale no pasarnos con nuestras alabanzas; quién sabe qué ideas podrían metérseles en la cabeza.
—¿Cómo es que están aquí? —preguntó Yeasir.
—Malekith se puso en contacto con nosotros hace ya unas semanas —respondió Eoloran. Era un elfo anciano, con facciones de halcón y una voz profunda—. Cuando nos informó sobre sus intenciones de asaltar Anlec, lo primero que pensamos fue que estaba loco, pero nos bosquejó en secreto una idea general de sus planes de ataque y quedó patente que no se trataba de un gesto gratuito. De muy buen grado accedimos a participar en la liberación de Nagarythe de su espantoso régimen de tinieblas. Hace diez días llegamos a la ciudad ataviados a la manera de los repugnantes adoradores de Salthe, Khaine y demás cytharai. Nos reunimos en secreto y aguardamos el ataque de Malekith. No pudimos abrir las puertas antes porque la plaza estaba llena de seguidores de Khaine… Bueno, eso ya lo sabéis, pues os habéis enfrentado a ellos. Cuando la plaza quedó desprotegida, tomamos la puerta lo más rápidamente que pudimos.
—Bueno, tenéis toda mi gratitud, alteza —dijo Yeasir, inclinando todo el cuerpo en una reverencia. Se volvió a Malekith con el ceño fruncido—. Debo admitir que en cierta manera me siento herido porque no me confiarais vuestros planes, alteza.
—¡Ojalá hubiera podido! —respondió Malekith—. Confío en ti más que en el brazo que empuña mi espada, Yeasir, pero temía que esa información influyera en tu comportamiento en el campo de batalla. Quería que las tropas defensoras creyeran que tenían la situación bajo control, y un conocimiento previo de la presencia de los miembros de la Casa de Anar podría haberte animado a no avanzar hasta que se abrieran por completo las puertas. Debíamos perseverar en la carga contra las murallas para que toda la atención se centrara en el exterior de la ciudad y no se volviera hacia el interior.
Malekith se volvió a Eoloran.
—Si me disculpáis, creo que mi madre me espera —dijo el príncipe de Nagarythe, ya despojado de todo buen humor.
* * *
La plaza todavía era el escenario de una lucha encarnizada, y hasta allí llegaron los caballeros de Anlec para ganarse su porción de gloria, blandiendo con furia sus lanzas contra los insurgentes y las bestias.
Diseñada como una fortaleza, Anlec estaba dispuesta de manera que no existía una ruta directa hasta el palacio central. El ejército de Malekith avanzó cautelosamente por las calles laberínticas, flanqueado por arqueros apostados en las azoteas y las ventanas de los edificios. El príncipe sabía que la existencia de pasadizos y galerías subterráneas multiplicaba las posibilidades de que el enemigo irrumpiera desde cualquier dirección y luego desapareciera por los recovecos de la ciudad.
Sin embargo, Malekith había tenido suerte y las tropas defensoras habían empleado el grueso de sus fuerzas en la protección de las murallas, convencidas de que el enemigo nunca conseguiría introducirse en la ciudad mediante las armas. Aquello había propiciado el disgregamiento del ejército defensor restante, en su mayor parte compuesto por simples adeptos a las sectas que lanzaban sus ataques a lo loco y de un modo descoordinado que no ponía en ningún aprieto a los guerreros de Malekith.
En un momento dado, no obstante, la marcha se detuvo. Una figura temible subida a una mantícora descendía desde el cielo hacia la columna. Malekith distinguió al príncipe Kheranion, a quien conocía desde hacía mucho tiempo.
Iba ataviado con una armadura de ithilmar con inscripciones de runas protectoras y forrada con encantamientos favorecedores, forjada en el santuario de Vaul y sobre la cual se decía que no existía un arma de este mundo que pudiera atravesarla. La bestia que montaba el príncipe tenía el cuerpo de un león gigante y unas alas de murciélago que sumieron en sombras la calle cuando el traidor se lanzó en picado contra ellos, en medio de los rugidos feroces de su bestia alada.
Los caballeros que formaban la cabeza de la columna se vieron sorprendidos por el ataque del príncipe, y los dientes del monstruo resquebrajaron sus armaduras y sus monturas, y ellos se desparramaron por los adoquines del suelo.
El príncipe empuñaba la cruel pica llamada Arhaluin, la tenebrosa y letal arma que Caledor había forjado para Aenarion antes de que éste blandiera la espada de Khaine. Malekith se volvió loco al ver la pica en manos de su enemigo; salió al galope y los cascos de su corcel echaron chipas al golpear el pavimento, mientras él concentraba la magia necesaria para lanzar un conjuro.
Pero antes de que Malekith pudiera atacar a Kheranion, el lugarteniente de Morathi remontó el vuelo y se elevó por encima de los tejados unos instantes antes de lanzarse en picado para un nuevo ataque contra los lanceros de Yvresse que componían la cola de la columna.
Varias veces repitió estos ataques relámpago que impedían el avance del contingente y permitían a las tropas defensivas acumularse alrededor de la columna. Las puertas y las ventanas escupían flechas a los guerreros de Malekith, e insurrectos vestidos con togas rojas emergían de trampillas, agarraban soldados y desaparecían con ellos antes de que sus compañeros tuvieran tiempo de reaccionar. Los gritos desgarradores empezaron a resonar por las calles y a poner de los nervios a los guerreros de la columna.
Acosados por tierra y aire, Malekith apremió con frustración a su ejército para que avanzara.
El príncipe de Nagarythe sabía que lo que se extendía más adelante era un campo de exterminio que multiplicaría la vulnerabilidad de sus elfos a un ataque, pero no existía otra opción que abrirse paso hasta el palacio. Enseguida las sinuosas calles los condujeron a una explanada rectangular cercada por unos altos muros salpicados de orificios letales. En medio de la lluvia de flechas que provenían de aquellas estrechas rendijas, Malekith reunió la energía para un hechizo.
En aquel lugar, el corazón de Anlec, rebosaba la magia negra, que había llegado atraída por la muerte y el sufrimiento de las víctimas de las sectas. Ayudado por la corona, Malekith pudo acceder a aquel flujo de energía y utilizarla. Intentó crear un escudo alrededor de sus tropas, pero la magia negra rechazaba someterse a su voluntad y se deslizaba y escapara de su control mental, así que Malekith soltó un alarido, dio rienda suelta a su frustración y liberó el torrente de magia. Entonces, brotó un nubarrón de flechas que se alejó ferozmente de Malekith, y cada pequeña saeta que componía la ráfaga se retorció y se encorvó buscando una aspillera o una rendija por donde pasar. Inmediatamente los gritos y los gemidos resonaron en las galerías que se extendían al otro lado de los muros que delimitaban el claustro, y la sangre de la carnicería empezó a esparcirse desde las ventanas y por debajo de las puertas.
Kheranion lanzó un nuevo ataque y se precipitó sobre los guerreros de Malekith con la pica calada. El príncipe de Nagarythe arrojó un rayo a su monstruosa montura, pero Kheranion levantó su escudo bañado en plata, y el proyectil mágico chocó inofensivamente contra el escudo encantado.
Kheranion no era ajeno a la brujería, y a su alrededor se formó una aureola oscura que rápidamente se convirtió en una bandada de cuervos maléficos que se lanzaron contra el ejército de Malekith y picotearon los ojos y la piel expuesta de los soldados, lo que provocó el desorden y el pánico entre las filas. Malekith sacudió el brazo con desdén para contrarrestar el embrujo, y los cuervos se desvanecieron en una bola de llamas y plumas.
Kheranion estaba tan concentrado en su duelo de magia con Malekith que no advirtió el cuerpo que surcaba el cielo en dirección a él. Primero, apareció como una manchita entre las nubes, pero rápidamente fue creciendo hasta que pudo distinguirse la figura del grifo de Bathinair. Kheranion reparó en sus alaridos y se volvió bruscamente, pero era demasiado tarde. Blandida por Bathinair, Nagrain dejó una estela de trizas de hielo, y su punta cristalina atravesó los músculos y los huesos de la mantícora en la zona donde el ala derecha se unía al resto del cuerpo. La bestia emitió un extraño alarido, giró y arañó con sus garras el pecho de Garrarroja. Ambas criaturas se gruñeron, se mordieron y se clavaron las garras mutuamente.
Bathinair esquivó una embestida de Kheranion mientras sus monturas se enganchaban y caían en espiral hacia el suelo. Nagrain volvió a atacar, pero Kheranion repelió el golpe con su escudo y hundió su pica mágica en la garganta de Garrarroja. Durante su agonía, el grifo apresó con su pico la pata izquierda delantera de la mantícora y las dos bestias con sus jinetes se estrellaron contra un tejado, por el que fueron rodando hasta aterrizar finalmente en el suelo adoquinado de la calle.
La mantícora sacudió el aguijón de su cola y golpeó a Bathinair en el pecho, que salió volando de su trono. Kheranion soltó a Arhaluin y desenvainó una espada cuya hoja era una llama. El príncipe avanzó con determinación hacia el maltrecho Bathinair. La mantícora se irguió y se lanzó a la carga con el cuerpo inclinado, arrastrando el ala herida e inútil.
Malekith desenfundó a Avanuir y espoleó su caballo con la mirada clavada en Kheranion. Sin embargo, otra sombra oscureció brevemente a Malekith. Era Merneir sobrevolando la plaza a lomos de su pegaso; en su mano el báculo irradiaba una luz dorada. El mago profirió un grito y lanzó una bola de fuego azul que surcó el cielo y estalló junto a Kheranion. El príncipe saltó por los aires, y la mantícora se derrumbó sobre un costado. El pegaso agitó sus cascos con herraduras de oro, y el mago descendió sobre la mantícora blandiendo su espada, y con ella seccionó la cola con la punta venenosa de la bestia mientras Kheranion meneaba la cabeza y se ponía en pie, todavía conmocionado.
A la espalda del príncipe traidor, Bathinair también se levantó del suelo, aferrando a Nagrain con las dos manos. Tenía el rostro desencajado por la ira y el lado izquierdo de la cara atravesado por unos regueros de la sangre que manaba de un tajo en la frente. Levantó la lanza y la apuntó hacia Kheranion, y una nube de trizas de hielo salió disparada de la punta del arma y embistió la armadura del príncipe, quien de nuevo se desplomó sobre el suelo.
Totalmente desesperado, Kheranion estiró un brazo y arrojó una descarga de energía que impactó de lleno en el pecho de Bathinair y lo lanzó contra el muro que se levantaba una docena de pasos detrás de él. El mago hincó una rodilla en el suelo, respirando con dificultad, mientras Kheranion se arrastraba a gatas para recuperar su espada.
Justo cuando los dedos del traidor se cerraban alrededor de la empuñadura de su execrable espada, llegó Malekith. El príncipe de Nagarythe se inclinó sobre la silla de su corcel, y Avanuir abrió un surco en la armadura del renegado y llegó hasta su columna vertebral. Con su montura al galope, Malekith saltó de espaldas de la grupa y aterrizó como un gato junto al príncipe maltrecho. Kheranion miró fijamente a los ojos a Malekith y advirtió el brillo asesino de su mirada.
—¡No me matéis! —suplicó Kheranion, que se dejó caer de espaldas y arrojó su espada mágica lejos de él—. Soy un tullido, ya no represento ninguna amenaza.
Malekith observó que en eso tenía razón, pues su cuerpo tiraba de las piernas como si fueran un peso muerto mientras él trataba de alejarse arrastrándose por los adoquines.
—Quizá os gustaría que acabara con vuestro sufrimiento —dijo Malekith, dando un paso adelante y señalando con la punta de Avanuir garganta de su enemigo.
—¡No! —gritó Kheranion—. Si bien mi cuerpo está destrozado, quizá los curanderos más sabios tengan remedios para mis heridas.
—¿Y por qué os iba a permitir yo que siguierais viviendo? ¿Para qué os convirtierais en una serpiente doméstica y volvierais a morderme?
Kheranion sollozó, presa del dolor y el miedo, y levantó un brazo como para protegerse del golpe de gracia.
—¡Acuso a Morathi! —gritó Kheranion, cuyas palabras resonaron por todo el patio—. ¡Renovaré mi juramento de fidelidad a Malekith!
—Sois un traidor, y ni siquiera tenéis el valor de mantener vuestros principios —aseveró Malekith—. La traición puede perdonarse; la cobardía no.
Malekith llevó hacia delante la punta de Avanuir, y Kheranion chillo pero la punta de la espada se detuvo a escasos milímetros de la garganta del príncipe postrado.
—Sin embargo, yo también juré ser compasivo —declaró Malekith apartando la espada—. Aunque habéis perpetrado numerosos actos infames contra mí, debo respetar ese juramento y ser clemente con quienes se arrepienten de sus fechorías. Puede ser que encuentre algún modo de que incluso una criatura tan cobarde como vos enmiende sus agravios.
Kheranion se abalanzó con un gruñido agónico sobre los pies de Malekith, se abrazó a sus piernas y gimoteó una ristra de agradecimientos sin sentido. Malekith lo apartó con desdén de una patada.
—¡Patético! —exclamó con aspereza el príncipe.