2: El viaje a Elthin Arvan

DOS

El viaje a Elthin Arvan

Con la determinación y los recursos necesarios, Malekith se concentró en la reconstrucción de Nagarythe, como el resto de los príncipes hicieron con sus propios reinos. Durante aquel período, Ulthuan se alzó sobre las cenizas de la guerra, y las ciudades crecieron y prosperaron. Las tierras de labranza fueron comiéndose los terrenos agrestes de Ulthuan a medida que los elfos moldeaban la isla según sus necesidades.

En las montañas, los cazadores hallaron extrañas bestias transformadas por la magia negra: numerosas hidras con múltiples cabezas, quimeras anormales, diversos grifos aulladores y algunas otras criaturas del Caos. A la mayoría las aniquilaron, pero otras fueron capturadas y domadas para ser utilizadas como montura. También las aves habían sufrido transformaciones, y los elfos trabaron amistad con las águilas gigantes que sobrevolaban las corrientes de aire caliente que ascendían por las montañas, pues habían sido obsequiadas con la facultad de hablar.

Se construyeron naves y las flotas partieron para explorar las tierras que se extendían al otro lado del mar. El poder de los elfos iba en aumento. Tiranoc, el feudo de Bel Shanaar, aprovechó esta expansión como el resto de los reinos elfos, cuyos súbditos se embarcaban en busca de nuevas colonias en orillas lejanas.

En vista de que el futuro de su dominio no yacía únicamente en las tierras de Ulthuan sino que abarcaba todo el globo, Malekith decidió encabezar un contingente de los naggarothi en una expedición de conquista y exploración. Puesto que había dedicado mucho tiempo a la reconstrucción de Nagarythe, cada vez que se sentía irritado por la vida doméstica buscaba la aventura de los cazadores de las montañas o entrenaba con las legiones de Anlec.

La vida segura y cómoda que disfrutaban los príncipes de Ulthuan no estaba hecha para él, ya que el fuego de su espíritu ardía con más intensidad y las palabras de su madre y de su padre le asaltaban continuamente. Se sentía destinado a empresas mayores que la construcción de murallas y la recaudación de impuestos, de modo que nombró numerosos ministros y tesoreros para que realizaran esas tareas en su lugar.

Cuando se cumplía el año doscientos cincuenta y cinco del reinado de Bel Shanaar, Malekith abandonó Nagarythe con una poderosa flota rumbo a oriente, hacia las salvajes tierras todavía no conquistadas de Elthin Arvan. Delegó la administración del reino en su madre. A pesar de que la relación entre ambos había vivido momentos de tensión —pues Morathi se negaba a aceptar el destino de su hijo con la placidez que lo hacía él—, siempre se habían mantenido muy unidos.

Bajo el cielo primaveral de los muelles de Galthyr, madre e hijo se separaron; Morathi protegida del frío por un chal de piel de oso negro, y Malekith ataviado con su armadura dorada. Detrás del príncipe, el buque insignia anclado en el puerto cabeceó sobre el agua; las velas blancas se sacudieron con la brisa, y los pisos superiores del casco dorado resplandecieron con la luz matinal. Mar adentro aguardaba una docena de navíos de Nagarythe cuyos cascos negros y dorados se balanceaban con el vaivén del oleaje espumoso. A bordo de cada uno de ellos se contaban quinientos guerreros y caballeros: una escolta acorde con el hijo de Aenarion.

—Tus viajes te vestirán de gloria —le dijo Morathi con una afectación sincera—. Lo he visto en mis sueños y mi corazón lo sabe. Te convertirás en un héroe y en un conquistador, y a tu regreso a Ulthuan recibirás un baño de alabanzas.

—No tengo nada que demostrar —aseveró Malekith.

—Tú no —convino Morathi—. Ni a ti, ni a mí, ni a tus leales súbditos. Serás un magnífico Rey Fénix cuando vuelvas y el resto de los príncipes descubran tu verdadera valía.

—Aun en el caso de que no sea así, Bel Shanaar no es inmortal —señaló Malekith—. Yo le sobreviviré y llegará un momento en el que los príncipes deberán elegir de nuevo un sucesor. Entonces, la corona de Ulthuan regresará a su linaje legítimo, y yo honraré la memoria de mi padre.

—Tu partida me produce júbilo, pues no soportaba ver cómo te marchitabas por los pasillos de nuestra morada como una rosa privada de sol —confesó Morathi—. Algún día tu nombre estará en boca de todos los elfos y marcará el comienzo de una nueva era para nuestro pueblo. Es algo que está escrito en las estrellas y, por lo tanto, en tu destino. Morai-Heg me ha obsequiado con ese conocimiento, de modo que así será.

La profetisa apartó la mirada un instante y la dirigió hacia el norte. Malekith abrió la boca para hablar, pero Morathi alzó un dedo para impedírselo. Cuando se volvió de nuevo a su hijo, éste sintió que la mirada de su madre se posaba en él como la de un cordero delante de un león; tal era su intensidad.

—Grandes hazañas están esperándote, hijo mío, y una fama a la altura de la de tu padre —dijo Morathi, cuya voz empezó casi como un susurro y fue subiendo de volumen a medida que hablaba—. ¡Deja que Bel Shanaar continúe sentado en su trono, enriqueciéndose a costa de los esfuerzos de su pueblo! Como bien has dicho, su momento pasará y se descubrirá la debilidad de su estirpe. ¡Que no te preocupe la opinión de los demás! ¡Sigue adelante y actúa guiado por tu juicio, como príncipe de Nagarythe y Líder del pueblo más extraordinario del mundo!

Su abrazo se alargó unos segundos, durante los cuales compartieron todo aquello que las palabras no podían decir. Las lágrimas no estuvieron presentes en esa despedida, pues los elfos de Nagarythe estaban curtidos en la adversidad y la pérdida; para ambos, simplemente, se trataba de un capítulo más en la historia de Nagarythe, de cuyo atrevimiento debería quedar constancia en esas páginas con el relato de hazañas valerosas y de las conquistas realizadas.

* * *

Los navíos de los elfos eran veloces y resistentes, y la flota de Malekith navegó rumbo nordeste durante cuarenta días, surcando el Gran Océano sin contratiempos. Los elfos eran maestros de la navegación, herederos de la civilización ya extinguida de los Ancestrales, y tenían el mundo a su entera disposición. Las expectativas y la excitación se apoderaban de los marineros y guerreros de Nagarythe cuando dirigían la mirada al este y fantaseaban sobre las maravillas que los aguardaban.

Malekith desbordaba energía. Deambulaba sin descanso por la cubierta de su barco; cuando no, se encerraba en su camarote para estudiar concienzudamente las cartas de navegación y los mapas enviados por los capitanes elfos precursores en la exploración de los vastos mares y las costas ignotas.

Siempre que se presentaba la ocasión, pasaba de un barco a otro para compartir su tiempo con el resto de príncipes y caballeros que lo acompañaban en la expedición.

Los elfos celebraban banquetes con el pescado que capturaban del mar y brindaban a la salud de su soberano con el vino cargado en Ulthuan, Los ánimos eran los propios de las conmemoraciones, como si echarse al mar ya fuera en sí mismo una victoria, Malekith no podía reprocharles su optimismo, pues él también se sentía atrapado por el señuelo de la aventura al despertar cada mañana y ver su flota surcando el mar hacia el amanecer. Cuando se cruzaban con otros barcos que se dirigían hacia poniente, cargados con madera y minerales procedentes de las nuevas tierras, intercambiaban noticias con sus capitanes, y cada encuentro avivaba su excitación ante las riquezas y las oportunidades que les esperaban.

El territorio que se extendía al oriente era agreste y virgen en su mayor parte. Criaturas salvajes habitaban en montañas majestuosas y selvas impenetrables. Pero también ofrecía enormes recursos aún sin explotar a quien tuviera la osadía y el ingenio para adentrarse en aquellas tierras.

Malekith juró a sus súbditos que erigiría un nuevo imperio para todos ellos allí, de unas dimensiones y un esplendor que eclipsarían el reino de Ulthuan. Eso exaltó los ánimos más si cabe de sus elfos, pues los príncipes se vieron ya convertidos en reyes y los caballeros se imaginaron como príncipes en sus ensoñaciones. Con Malekith como rey cualquier cosa parecía posible, y todos se convertirían en señores de su propio castillo, repleto de delicias y enclavado en medio de un claro o un valle de una belleza pasmosa.

Malekith no ponía freno a sus fantasías, pues ¿quién era él para hacer añicos sus sueños? Sus palabras siempre habían sido sinceras y realmente veía las tierras vírgenes de Elthin Arvan como un nuevo punto de partida, como un lugar donde el fantasma de su padre no lo acosaría ni las expectativas de su madre le impedirían respirar.

Cuando el alba despuntó el cuadragésimo primer día, el alboroto se extendió por la flota. Se había avistado tierra: a lo largo de unos cuantos kilómetros despuntaban varios cabos y se divisaban superficies llanas de arena blanca y barro oscuro. Pero la agitación que se vivía no venía provocada por ese motivo, ya que los capitanes de los navíos sabían que el avistamiento de tierra se produciría aquel día, sino por una enorme cortina de humo que flotaba en la línea del horizonte, al norte. En algún lugar había un incendio, con uno o varios focos, y Malekith cayó presa de una premonición. Ordenó a sus capitanes que viraran al norte, y la flota al completo ejecutó una grácil danza sobre las olas, siguiendo la línea de la costa a toda vela.

Poco después del mediodía alcanzaron el puerto de Athel Toralien, una fe las primeras colonias fundadas en aquel nuevo mundo. Sus torres blancas emergían majestuosamente del océano de árboles que crecían en la orilla misma, y un enorme espolón se introducía en el mar y recibía el impacto de las olas. Los temores de Malekith se confirmaron; las llamas que abrasaban la ciudad tenían origen en diversos puntos y el hollín tiznaba la superficie de las murallas. Mientras la flota de los naggarothi viraron para introducirse en la bahía que albergaba Athel Toralien, se percataron de que no había ningún barco en los muelles. Malekith conjeturó que los navíos habrían huido del desastre que había padecido la ciudad, cualquiera que hubiese sido, y que Athel Toralien había quedado desierta. Sin embargo, sus suposiciones se revelaron en parte erróneas, ya que según se aproximaban los barcos al puerto los vigías lanzaron gritos ensordecedores. ¡Sobre las murallas de la ciudad estaba produciéndose una contienda!

Cuando la nave de Malekith contactó con el exiguo embarcadero, el príncipe saltó a los tablones blanqueados, seguido por sus elfos, que se precipitaron apresuradamente desde el barco, sin esperar a que se extendieran las pasarelas para desembarcar. Malekith lanzó un grito a sus guerreros apelando a las armas y recorrió como un vendaval el embarcadero en dirección a los almacenes que se levantaban a lo largo del puerto. Poco antes de que llegaran a los edificios, aparecieron varios grupos de elfos que emprendieron la carrera hacia los naggarothi. La mayoría eran mujeres, desaliñadas y asustadas, arrastrando niños aterrorizados, con los ojos abiertos como platos y agarrados a los vestidos de sus madres como si estuvieran aferrándose a la vida.

—¡Gracias a Asuryan! —gritaron las mujeres, arrojándose al cuello de Malekith y sus guerreros, con las mejillas cubiertas por regueros de lágrimas.

—¡Tranquilizaos! —espetó Malekith para aplacar la efusividad de su gratitud y calmar sus llantos—. ¿Qué diablos está pasando?

—¡Orcos! —respondieron—. ¡La ciudad está sitiada!

—¿Quién gobierna la ciudad? —preguntó el príncipe.

—Nadie, señor. El príncipe Aneron partió hace ocho días con la flota y el grueso de las tropas. En los barcos no había espacio suficiente para evacuarnos a todos. El capitán Lorhir está haciendo todo lo que puede para defender las murallas, pero los orcos disponen de unos artefactos que arrojan piedras en llamas, y llevan días lanzando sus proyectiles contra la ciudad.

* * *

El ejército de Malekith estaba congregándose en el muelle. El príncipe dispuso que desembarcaran los caballos. Mientras los caballeros se preparaban, ordenó a dos compañías de lanceros y a sus mejores arqueros que lo siguieran a las murallas. Según avanzaban por la ciudad, pudiere comprobar que la devastación no alcanzaba las cotas que habían temido en un primer momento. Los artilugios bélicos de los orcos eran bastante imprecisos y los edificios dañados estaban esparcidos por toda la ciudad. Malekith enfilaba hacia una escalera que conducía a la muralla cuando una llameante roca embadurnada de alquitrán pasó volando por encima de su cabeza e impactó en una torre, lo que provocó una lluvia de fuego y escombros sobre la calle que se extendía debajo.

El príncipe subió los escalones de tres en tres y rápidamente alcanzó la parte superior de la muralla, que tenía una altura aproximada de nueve metros. El muro de cerramiento de Athel Toralien formaba un semicírculo de más de un kilómetro y medio que encerraba la ciudad contra la bahía que se desplegaba al sur. Al otro lado de la fortificación, se extendía un bosque hasta más allá de donde alcanzaba la vista, estriado por los caminos que partían en forma radial de la ciudad, uno desde cada una de las tres puertas.

Había cuerpos amontonados por doquier, tanto de elfos asesinados como de horripilantes criaturas con la piel verde, largos colmillos y músculos como rocas cubiertos con burdas armaduras. Al parecer, el ataque estaba teniendo lugar en la puerta de una torre de la muralla, a unos doscientos metros de donde se encontraba Malekith. Un variopinto grupúsculo de elfos —algunos con armaduras, otros con togas— repelía con lanzas y cuchillos un enjambre de orcos gritones y encolerizados.

Otra masa de orcos acechaba desde cuatro escaleras destartaladas apoyadas contra el muro.

—¡Formación de avance! —bramó Malekith, desenvainando a Avanuir, su espada.

Las compañías de lanceros se distribuyeron en unas disciplinadas filas de seis en fondo, con los escudos superpuestos, de manera que sólo sobresalían las puntas de acero de las lanzas. Malekith les indicó con un gesto que avanzaran, y emprendieron la marcha con paso regular; las botas pateaban al unísono el duro suelo de piedra.

—Despejad esas escaleras —ordenó el príncipe a sus arqueros antes de salir a la carrera hacia la cabeza de la columna.

Los arqueros se aproximaron al borde de la muralla; unos cuantos se posicionaron en las almenas y descargaron los arcos contra los salvajes que ascendían por las escaleras. Su puntería se reveló de una precisión letal, y docenas de pieles verdes se precipitaron al suelo dando volteretas, con los ojos, los cuellos y los pechos perforados por flechas con plumas negras.

Los orcos habían encontrado un punto de apoyo en la muralla y varios consiguieron asaltar la fortificación, envueltos por un coro de alaridos y enarbolando atroces cuchillos de carnicero y hachas. Los naggarothi avanzaron de manera implacable, a pesar de que varios grupos reducidos de orcos emergieron del montón principal para embestirlos.

Cuando el primer orco alcanzó la compañía de armaduras negras, Malekith lo despachó con un simple golpe de arriba abajo que dejó el cuerpo de su enemigo hendido desde el hombro hasta la ingle. Al siguiente lo liquidó con una estocada horizontal que le atravesó el pecho, y al tercero le asestó un elegante golpe de revés que lo dejó con las entrañas desparramadas por la muralla.

Malekith no se detuvo y a cada paso se deshacía de un orco. Pegados a su espalda lo seguían sus lanceros, que daban buena cuenta de los orcos que habían eludido las atenciones mortales del príncipe. Los naggarothi continuaron avanzando, pisoteando los cuerpos desplomados de los salvajes, sin vacilar ni desviarse del camino que los conducía directamente a la muchedumbre de pieles verdes agolpada en las proximidades de las escaleras. Los elfos de Athel Toralien se sintieron encorajados por la irrupción de sus salvadores, lucharon con un vigor renovado y evitaron que los orcos ganaran más terreno hasta que se les unieran los naggarothi.

Blandida por Malekith, Avanuir atravesaba escudos, armaduras, carne y huesos con cada acometida del príncipe, que fue dejando tras de sí un reguero de orcos a lo largo de la muralla en su camino hacia las escaleras. Ninguna de las torpes arremetidas de sus enemigos encontraba su objetivo, y Malekith se abría paso entre la multitud fintando y balanceando el cuerpo.

Hizo una señal a sus lanceros para que acabaran el trabajo y él se encaramó de un salto a la almena más cercana, asestándole en la misma acción una patada en las bruces a un orco que asomaba la cabeza por el filo del muro. La bestia se tambaleó por el golpe, pero no perdió el apoyo. No obstante, Avanuir barrió el aire y decapitó al orco, cuyo cuerpo se desmoronó por la escalera y arrastró en su caída a otro puñado de orcos, que se precipitaron hacia el suelo agitando los brazos como molinos.

Mientras hacía pedazos con su espada a otro contrincante, Malekith alzó la mano izquierda y un nimbo de energía se concentró alrededor de su puño. Acompañando el movimiento con un conjuro que brotó de sus labios como un gruñido, dirigió la mano hacia los orcos y desató el hechizo. Los rayos azules y púrpura salieron despedidos de sus dedos y atravesaron los cráneos de los orcos, lo que provocó que las llamas envolvieran sus cuerpos y sus armaduras se fundieran. El rayo viró y descendió por la escalera, y saltando de orco en orco, los arrojó al vacío; sus cuerpos caían desprendiendo una columna de humo. La escalera explotó, y al estallido atronador, siguió una lluvia letal de astillas que regó a los orcos que aguardaban en la base de la muralla.

Los lanceros habían derribado otras dos escaleras, y cuando Malekith se volvió, la cuarta y última se derrumbó y los orcos colgados de ella se precipitaron hacia una muerte segura dada la infinidad de huesos rotos que había en el rocoso suelo que se extendía debajo. Los arqueros apuntaron sus flechas hacia los orcos que se congregaban alrededor de las escaleras derribadas y dispararon a cualquiera que intentara levantarlas para reanudar el asalto, hasta que finalmente los pieles verdes se desmoralizaron y emprendieron la retirada.

Un elfo con la malla manchada de sangre emergió del tumulto de las exhaustas tropas defensivas. Llevaba el yelmo marcado por los numerosos golpes recibidos. Enfiló con paso cansino hacia la compañía de los naggarothi, se descubrió la cabeza con una mueca de dolor dejando al descubierto una cabellera rubia teñida de sangre reseca, y dejó caer el yelmo sobre el suelo pedregoso.

Según se aproximaba, Malekith se agachó para arrancar un jirón de la vestimenta de un orco muerto y limpió los restos de sangre de la hoja de Avanuir. El príncipe miró al elfo enarcando una ceja inquisitiva.

—¿Capitán Lorhir? —preguntó Malekith, envainando la espada.

Su interlocutor asintió y le tendió una mano. Malekith no correspondió al gesto, y el elfo retiró la mano. La incertidumbre recorrió el rostro de Lorhir durante unos instantes, hasta que recuperó la compostura.

—Gracias, alteza —dijo entrecortadamente Lorhir—. Alabado sea Asuryan por guiarlos hasta nuestras murallas el día de hoy, pues temía que esta mañana hubiéramos visto nuestro último amanecer.

—Quizá sea así después de todo —respondió Malekith—. En mis naves sólo hay espacio para mis tropas. No es posible una evacuación. Y no creo que haya forma de escapar por tierra.

Malekith señaló el otro lado de las murallas, en dirección al mar de orcos encolerizados congregados en los caminos y bajo el ramaje de los árboles. Media docena de imponentes catapultas estaban posicionadas en otros tantos claros abiertos de manera irregular en la floresta; en las piras que había junto a ellas ardía el fuego con viveza. Cantidades ingentes de árboles se tambaleaban y se desmoronaban en todas direcciones, pues los orcos estaban haciendo acopio de madera para construir nuevas escaleras y demás armamento.

—Con vuestra ayuda podríamos defender la ciudad hasta la vuelta del príncipe —dijo Lorhir.

—No creo que el príncipe regrese en breve —respondió Malekith.

Según hablaba, el resto de las tropas de Athel Toralien se acercaron para escuchar sus palabras.

—¿Por qué motivo mis hombres y yo deberíamos derramar nuestra sangre por esta ciudad?

—¡Por todos los dioses, nuestras exiguas unidades no pueden defenderse de esas hordas un día más! —dijo Lorhir—. ¡Debéis protegernos!

—¿Debo? —inquirió Malekith, cuya voz brotó como un silbido cargado de ira—. En Nagarythe un capitán no le dice a un príncipe lo que debe hacer.

—Perdonadme, alteza —suplicó Lorhir—. Estamos desesperados y no tenemos a quién acudir. Hemos enviado emisarios a Tor Alessi, a Athel Maraya y a otras ciudades, pero no han regresado. Puede ser que los hayan asaltado, o peor aún, que hayan hecho oídos sordos a nuestra petición de ayuda. ¡No puedo defender la ciudad solo!

—Y yo no puedo entregar la vida de mis guerreros en la protección de las tierras de un príncipe que no las defiende por sí mismo —replicó con acritud Malekith.

—¿Acaso no somos todos elfos? —preguntó otro de los habitantes de la ciudad, un anciano que blandía una espada con el filo mellado y abollado por el exceso de uso y el escaso cuidado—. ¿Sois capaz de abandonarnos a las torturas y las brutalidades de esos orcos?

—Si yo fuera el señor de esta ciudad, la defendería hasta mi último hálito de vida —afirmó Malekith, aparentemente conmovido. Sin embargo, su rostro se endureció—. Pero Athel Toralien no me pertenece. Hemos venido al nuevo mundo para erigir un imperio, no para verter nuestra sangre en la defensa de los dominios de un príncipe que sale despavorido a las primeras de cambio. Juradme lealtad, aceptad la protección de Nagarythe y defenderé vuestra ciudad.

—¿Qué ocurre con el juramento de fidelidad al príncipe Aneron? —inquirió Lorhir—. No quiero que se me señale como traidor.

—Ha sido Aneron de Eataine quien ha faltado a su palabra —dijo Malekith—. Sí, lo conozco. Se sustenta de los esfuerzos de su padre y abandona a su suerte a su pueblo. No es merecedor de ningún juramento de lealtad. Quedaos conmigo, uníos a los naggarothi y salvaré vuestra ciudad, y desde aquí partiremos hacia la conquista de esta tierra agreste y fértil.

Los ciudadanos se congregaron para una reunión desesperada; de vez en cuando dirigían la mirada al otro lado de la muralla, en dirección a las hordas de pieles verdes, y al porte severo de Malekith.

—Llevadnos con vosotros en vuestros barcos y juraremos fidelidad a Anlec —dijo finalmente Lorhir—. ¿Qué podéis hacer con un centenar de elfos contra esa marea de bestias aborrecibles?

—Debes tener los ojos agotados —le respondió Malekith, señalando hacia los navíos—. Vuelve a mirar.

Los elfos se quedaron boquiabiertos cuando repararon en las huestes naggarothi que desembarcaban de los buques de guerra. Los soldados iban en largas columnas negras y plateadas que serpenteaban por los muelles, con los estandartes ondeando sobre sus cabezas. Al frente iban los caballeros, sobre sus monturas de ijadas negras. Una fila detrás de otra, los lanceros formaban en el astillero, con movimientos precisos y elegantes, fruto de toda una vida de instrucción y lucha.

—Un millar de caballeros, cuatro mil lanceros y mil arqueros están bajo mi mando —indicó Malekith.

—El enemigo es demasiado numeroso para defender la ciudad, incluso con esas tropas —dijo Lorhir—. El príncipe Aneron disponía de diez mil lanceros y no pudo proteger las murallas.

—Sus guerreros no eran naggarothi —señaló Malekith—. Cada uno de mis soldados vale por cinco de Eataine. Yo soy quien los comanda. Soy hijo de Aenarion, y allí donde mi hoja cae aparece la muerte. Limitaos a jurarme fidelidad y salvaré vuestra ciudad. Soy el príncipe de Nagarythe, y allí donde voy la voluntad imperecedera de mi reino me sigue. ¡Si asumo el mando, la ciudad no caerá!

Tal era la presencia y la grandeza de Malekith en ese momento que Lorhir y el resto de los elfos clavaron las rodillas en el suelo y pronunciaron las palabras de fidelidad y entrega.

—Que así sea —dijo Malekith—. Antes de que anochezca los orcos habrán sido exterminados.