18: La revelación de un nuevo enemigo

DIECIOCHO

La revelación de un nuevo enemigo

Los jinetes de Malekith dieron un rodeo por el este y después giraron hacia el sur para abordar la fortaleza por el norte. A través de la penumbra el príncipe podía distinguir en lontananza la figura de la ciudadela iluminada por las hogueras que ardían en su interior y que conferían a las murallas un resplandor amarillo y rojo. La fortaleza estaba erigida sobre un enorme montículo que se elevaba varias decenas de metros de los pastos que lo rodeaban. Podían oírse las risas y los gritos distantes, y en la torre se divisaban sombras danzarinas.

Una torre delgada se estiraba por encima del pináculo más alto, hasta alcanzar las estrellas; sus estrechas ventanas arrojaban una extraña luz verde. Malekith se estremeció cuando la luz parpadeó fugazmente, sacudido por el convencimiento inquebrantable de que habían sido avistados, aunque eso era completamente imposible, pues la compañía, envuelta con las capas oscuras de los heraldos negros, era una enorme sombra.

Una pequeña arboleda ocultó Ealith, y Malekith se vio obligado a cabalgar agachado para evitar las ramas mientras se internaban en el bosquecillo. Allí la oscuridad era casi total, salvo por los destellos de unas pocas estrellas que se colaban por la bóveda compacta que formaba el follaje de los árboles. La compañía desmontó siguiendo el ejemplo del príncipe y se adentró a pie en el bosque, tirando de sus corceles.

En el centro de la arboleda se levantaba un enorme roble, tan imponente como una torre de vigilancia. Malekith se dirigió con su caballo hacia el espacio que mediaba entre dos raíces y desapareció ante la mirada perpleja de sus guerreros. De hecho, donde ellos creían que sólo había tierra y árbol, en realidad había una cavidad de la anchura y la altura de cualquier puerta de entrada a una ciudad. Las raíces del árbol se combaban para formar un dintel a modo de arco, y al otro lado se extendía un pasadizo, con las paredes cubiertas por unos paneles de piedra gris y de una altura suficiente para que los jinetes montaran de nuevo y cabalgaran en columna de tres en fondo. En la cabeza del escuadrón, Malekith desenfundó la espada, y su llama azulada resplandeció como un faro en la oscuridad. Se repartieron faroles a lo largo de la columna, y cada diez jinetes uno sujetaba una de las luces trémulas a las alforjas para que los soldados que venían detrás pudieran seguirlo sin dificultad. Como unas partículas de fuego fatuo, la compañía se internó en el sinuoso pasadizo que conducía hacia las entrañas de la tierra.

Los paneles de piedra no tardaron en dar paso a la roca desnuda tallada con esmero, pero con sencillez, por manos desconocidas. Malekith advirtió que la galería empezaba a ascender y giraba a la derecha para iniciar una espiral cerradísima que iba estrechándose, hasta el punto de que tuvieron que continuar en fila de a uno durante un pequeño tramo. Cuando el pasadizo se niveló de nuevo, ya a la altura de los muros interiores de Ealith, volvió a ensancharse y permitía el paso simultáneo de cinco caballos. Malekith levantó una mano para detener la columna.

Enfrente se alzaba un muro de roca desnuda en la que no se distinguía ninguna puerta ni apertura. Malekith se colocó delante de la pared, a lomos de su caballo, y empezó a entonar suavemente un conjuro. El significado de las arcaicas palabras mágicas escapaba a los demás. Mientras recitaba el encantamiento, con la punta de su espada resplandeciente, trazó unas líneas de luz azul en el aire y una runa con letras de fuego quedó suspendida en la oscuridad, despidiendo una luz cada vez más intensa. Mientras pronunciaba la palabra final del encantamiento, Malekith cortó violentamente el sigilo con la hoja y un destello cegador se propagó por el pasadizo, y donde antes sólo había roca, apareció el hueco de una puerta que daba al patio de Ealith.

—¡Adelante! —bramó Malekith, llevando su montura al galope y cruzando la puerta.

La compañía se lanzó a la carga e irrumpió en la ciudadela desde el pasadizo secreto con las lanzas y las picas caladas. Malekith enarboló la espada, y se agachó inconscientemente para cruzar la puerta, a pesar de que ésta era de una altura suficiente para que un jinete pasara a lomos de su caballo sin dificultad.

El patio se sumió en el caos más absoluto. Una docena de fuegos ardían en braseros de bronce y despedían un humo acre. Los muros blancos exhibían repulsivas runas pintarrajeadas con sangre y los prisioneros sollozaban encadenados unos a otros en pequeños grupos. Habían pillado totalmente desprevenidos a los adeptos a las sectas: unos se encontraban atendiendo los braseros; otros, torturando a sus víctimas.

Los sectarios se habían dispersado en tropel, dando voces de alarma y gritos de pánico, perseguidos por el muro de lanzas y picas de los caballeros que avanzaban estruendosamente por las apagadas losas del suelo, arrasando con todo lo que saliera a su paso. Malekith profería gritos ininteligibles mientras sacudía de un lado a otro la espada, despachando a un adepto con cada golpe de su hoja. El ruido del acero retumbaba en las altas murallas de la fortaleza fundido con los alaridos de guerra y los gemidos de los heridos. Malekith eligió un nuevo contrincante: un elfo que empuñaba un par de dagas con las hojas dentadas, ataviado únicamente con una capa y una falda con estampados brillantes, que se cernía amenazadoramente sobre una elfa con el cuerpo encogido. Cuando el príncipe emprendió la carga, el elfo se volvió con el rostro aterrorizado, pero al príncipe no le tembló el pulso, y pasó al galope junto a él, con la espada sesgada, y de un tajo mortal le rebanó la garganta.

Jadeante por la excitación, Malekith frenó su corcel y buscó otra víctima. El suelo estaba sembrado de cuerpos, y los charcos de sangre se expandían por el pavimento blanquecino. Por todas partes, los enemigos arrojaban sus hojas y se dejaban caer sobre las rodillas, declarando a gritos la rendición. Unos pocos opusieron mayor resistencia, pero los caballeros los exterminaron rápidamente y sin compasión. Malekith desmontó de un salto y salió disparado hacia las puertas de la torre central, que se elevaba sesenta metros de la superficie del patio.

—¡Guardianes de Ellyrion, haced guardia! —bramó el príncipe—. ¡Los demás, seguidme!

Habían atrancado las puertas desde dentro, pero no supuso ningún contratiempo para el príncipe de Nagarythe, cuya espada resplandeció con energía mágica cuando la levantó por encima de la cabeza. Malekith descargó la hoja encantada y asestó un golpe demoledor a la puerta. Se produjo una explosión de fuego azul, y la puerta de la torre se hizo añicos. El príncipe se lanzó sin titubear hacia el vestíbulo que había aparecido al otro lado.

Aunque apenas habían transcurrido unos minutos desde el inicio del ataque, los sectarios estaban recuperándose rápidamente. En el interior de la torre, había una escalera de caracol que conducía a los pisos superiores. Sin embargo, del vestíbulo partían en todas direcciones varios pasillos abovedados que conducían a otras cámaras, y docenas de adeptos emergieron de ellos como una marea rugiente que engulló a Malekith y a su compañía.

Una adepta con el cuerpo pintado de rojo y la cabeza afeitada se arrojó sobre Malekith, chillando como una gata salvaje, escupiendo y mordiendo. El príncipe le cruzó el rostro con el dorso de la mano y la lanzo por los aires; la muchacha aterrizó en el suelo y allí permaneció inmóvil. A continuación, esquivó por los pelos una daga que se dirigía a su garganta y mató al fanático bravucón que la blandía. Por todas partes elfos de Malekith luchaban espalda con espalda, mientras sus camaradas trataban de abrirse paso por las puertas astilladas para sumarse a la batalla.

El príncipe cortó el aire con Avanuir; se produjo otra explosión de fuego mágico, y una docena de adeptos salieron volando, dejando una estela de humo y pedazos de carne abrasada, y se estamparon contra la pared. Malekith levantó la mano izquierda, y sus dedos despidieron una llama azul. Los seguidores de las sectas se dispersaron, lanzando gritos de dolor y pánico. Algunos se arrodillaron y farfullaron miserablemente, y otros corrieron hacia las puertas para escapar de la ira del príncipe.

—¡Arriba! —gritó Malekith, señalando la escalera.

Carathril se unió al príncipe y subieron los escalones de tres en tres seguidos por un puñado de caballeros. Otro grupo de guerreros se quedó agrupando a los prisioneros en las cámaras de la planta baja. En el primer piso de la torre no había nadie y la partida de elfos continuó subiendo e irrumpió en una amplia cámara en el último piso. La escalera desembocaba en el centro de una sala circular, sin paredes interiores. Los faroles repartidos por la habitación emitían el brillo verde que Malekith había visto de camino a la ciudadela y bañaban con su extraña e inquietante luz los cuerpos de docenas de elfos cometiendo atroces actos de tortura y libertinaje; una estampa repugnante que perduraría grabada en la memoria de Malekith para la eternidad. Todo lo que había oído y había visto hasta entonces no lo habían preparado para los horrores que presenció en su propia patria.

Una suma sacerdotisa, ágil y de complexión atlética, presidía la despreciable ceremonia desde una tarima cubierta de cadáveres y sangre. Tenía la toga blanca llena de salpicaduras carmesíes y el rostro cubierto por una demoníaca máscara de bronce. Sus ojos irradiaban una pálida luz amarilla y sus pupilas eran dos diminutos puntos negros en medio de un mar resplandeciente. En una mano sostenía un báculo arqueado, hecho de hueso y hierro, y coronado por una calavera con cuernos y tres cuencas oculares. En la otra mano empuñaba una daga con la hoja encorvada, todavía con la sangre húmeda de los numerosos sacrificios.

Malekith atravesó la cámara matando a todos los adeptos que se interponían en su camino. Y sólo lo separaban unos pocos pasos de la tarima cuando la sacerdotisa sacudió la punta de su báculo y salió despedida una flecha completamente negra que se hundió en el pecho de Malekith. El príncipe sintió que el corazón le iba a explotar. Un grito de dolor brotó de sus labios, se tambaleó y se desmoronó sobre las rodillas. De tanta intensidad como el dolor de la herida fue la turbación que le produjo recibirla, pues nunca había conocido a ningún brujo cuyas capacidades superaran las que la Corona de Hierro le había concedido a él.

Miró atónito a la sacerdotisa, que bajó lánguidamente de la tarima y avanzó con lentitud hacia el príncipe postrado, de cuyo torso sobresalía la punta del báculo.

—Mi pequeño tontorrón —dijo la sacerdotisa.

* * *

La sacerdotisa dejó caer la daga para sacrificios, que produjo un ruido seco al golpear el suelo y lo roció de gotitas carmesíes. Con la mano libre se quitó la máscara y la arrojó a un lado. Carathril dio un grito ahogado de incredulidad. Aunque apelmazada por la sangre, la lustrosa cabellera azabache de la sacerdotisa se deslizó sobre sus hombros desnudos. Su rostro era prístino, la encarnación misma de la belleza, una combinación del porte aristocrático y la magnificencia divina.

Carathril se sintió hechizado. A su alrededor el resto de los caballeros contemplaban mudos e igualmente embrujados aquella repentina aparición de la perfección.

—¿Madre? —balbuceó Malekith, cuya espada se le escurría de la mano entumecida.

—Hijo —dijo la sacerdotisa, esbozando una sonrisa perversa que a Carathril le puso los pelos de punta y que revelaba lujuria y temor a partes iguales—, ha sido una grosería por tu parte masacrar a mis siervos con tanta crueldad. El tiempo que has pasado con los bárbaros te ha hecho olvidar los buenos modales.

Malekith no respondió y permaneció en silencio, con la mirada clavada en Morathi, esposa de Aenarion, su madre.

—Has sido débil, Malekith, y yo me he visto forzada a gobernar en tu lugar. Has recorrido el mundo cumpliendo los caprichos del Rey Fénix, arriesgando de buen grado tu vida por él mientras tu patria se abocaba la ruina. Te postras de rodillas ante ese advenedizo de Bel Shanaar para suplicarle que gobierne tu propio imperio. Eres un perro callejero que se contenta con comer las sobras de las mesas de Tiranoc, Yvresse y Eataine en tanto tu pueblo se muere de hambre. Has estado levantado ciudades al otro lado del océano mientras tu patria sucumbía a la inmundicia y la decadencia. ¡No tienes las cualidades para ser príncipe, así que mucho menos rey! ¡La sangre de tu padre no corre por tus venas, eso es incuestionable, pues ningún hijo auténtico de Anlec permitiría una humillación igual!

Malekith miró a su madre con el rostro desencajado por el dolor.

—¡Matadla! —consiguió escupir entre los dientes apretados.

Como si aquella palabra rompiera el hechizo que lo había paralizado, Carathril se sintió capaz de moverse de nuevo; envainó la espada, agarro el arco que llevaba en la aljaba que le cruzaba la espalda y ancló una flecha en la cuerda. Mientras tensaba el arma, Morathi arrojó su báculo hacia él, pero el lugarteniente dio un salto lateral y la flecha negra impactó en la losa que habían ocupado sus pies los instantes previos. Los sectarios que yacían diseminados por la cámara también parecieron despertar del trance en el que estaban sumidos y se levantaron de un brinco gritando y chillando. Malekith consiguió ponerse en pie, pero otro ataque de bujería de Morathi lo derribó y dio estrepitosamente con la armadura en el suelo.

Aquella caterva de adeptos luchaba con una tenacidad inhumana, espoleadas por su entrega a Morathi y por los gases narcóticos que habían estimulado su lado más salvaje. Carathril soltó el arco y volvió a desenfundar la espada en el momento en el que una elfa con los labios y las mejillas atravesados por unos alfileres con piedras preciosas engastadas cargaba contra él blandiendo un hierro al rojo vivo. Los gritos y las maldiciones retumbaban por toda la sala y una nube de humo acre procedente de los braseros flotaba pesadamente en el aire. Carathril se agaché para eludir la embestida de la elfa y sintió una racha cálida acariciándole la piel cuando el hierro cortó el aire encima de su cabeza.

El lugarteniente descargó la hoja contra las rodillas desnudas de la elfa, y ésta cayó desplomada. Aunque yacía sobre la espalda y la figura amenazante de Carathril se cernía sobre ella, de su boca brotó una ristra de improperios contra él y le arrojó el hierro candente. Pero Carathril no vaciló y hundió la punta de la espada en el pecho de su víctima y la empujó contra las losas de mármol.

—No serás bienvenido en Anlec —gruñó Morathi, que había retrocedido hasta la tarima y cuya voz se elevó por encima del barullo—. Regresa a las faldas de ese usurpador y no vuelvas por aquí.

Malekith profirió un alarido que a punto estuvo de dejar sordo a Carathril y descargó frenéticamente su espada contra los adeptos que lo rodeaban, a los que descuartizó y decapitó con sus poderosos golpes. Entre el tumulto se abrió un hueco que dejó un pasillo despejado entre Malekith y su madre, y el príncipe lo recorrió con paso firme; en su mano la espada resplandecía con la energía mágica. Un gesto de pánico se extendió por el rostro de la sacerdotisa, que empezó a recular, y cuando Malekith puso un pie en la tarima, Morathi levantó el báculo, agarrándolo con ambas manos por encima de la cabeza, y apareció una sombra que la envolvió y fue propagándose hasta adquirir la forma de unas alas diáfanas que sobresalían a ambos lados de su cuerpo. Morathi se evaporó y se disipó, y las alas batieron el aire tres veces y se elevaron. La sacerdotisa había desaparecido.

Más guerreros de Malekith aparecieron en tropel desde la escalera, y los seguidores de la secta que quedaban con vida fueron asesinados o reducidos rápidamente. Carathril contempló a Malekith, que permanecía inmóvil en la tarima. El capitán esperaba ver al príncipe conmocionado o quizá vencido por la pena; sin embargo, Malekith era la viva imagen de la ira. Sostenía con las dos manos la espada candente delante de él, y sus ojos resplandecían con un brillo de magia descontrolada.

La mirada del príncipe recorrió la cámara hasta detenerse en Carathril, que se estremeció ante la maldad que emanaba de los ojos de Malekith. El capitán se quedó atrapado por aquella mirada, inmovilizado por esas dos órbitas que irradiaban odio, y durante un instante que le pareció eterno creyó que Malekith iba a atacarlo. Pero ese momento pasó. Malekith se desplomó, y su espada se deslizó de entre sus dedos y se estrelló contra el suelo duro.

—Nagarythe ha sucumbido a las tinieblas —farfulló el príncipe, y esa vez sus ojos se llenaron de lágrimas.

* * *

Al amanecer, Malekith se encontraba sobre las murallas de Ealith, contemplando cómo se alzaba el sol desde detrás de las Montañas de Annulii. A la luz del día, los acontecimientos de la noche anterior eran un recuerdo vago y distorsionado. A Malekith le resultaba casi imposible creer que Morathi hubiera sido el cerebro que había diseñado en la sombra la proliferación de las sectas. Analizándolo en perspectiva, se dio cuenta de que no debía sorprenderle. Era propio de su madre: una red de espías y agentes por toda Ulthuan, y el control de los príncipes más débiles y de sus ejércitos. Se maldijo a sí mismo por haber permitido que propagara su trama tenebrosa por Athel Toralien y no se atrevió a pensar en lo que había dejado en Elthin Arvan.

Debía reconocer que el plan de su madre no dejaba de tener cierta lógica. ¿Acaso él mismo no había empezado a utilizar las sectas para sus propios fines? El ejército de Nagarythe no era más que un arma, un arma muy poco sutil; las sectas del exceso, por el contrario, eran una fuerza mucho más insidiosa, y por ello infinitamente más peligrosa. Morathi se lo había dejado claro en su visita a las colonias. La religión y las creencias eran un buen instrumento para conseguir poder, y él no tenía más que superar su aversión a ellas para poder manejarlas.

Una sombra recorría el camino en dirección a la ciudadela, y Malekith vio que era un jinete que se aproximaba al galope; uno de los heraldos negros. Siguió contemplando la figura oscura mientras ésta avanzaba por el paso elevado y cruzaba la puerta. Poco después, Elthyrior subió con paso firme los escalones que conducían a la parte superior de la muralla e inclinó respetuosamente la cabeza.

—Malas noticias, Malekith —dijo el heraldo negro—. Ealith es nuestra, pero Nagarythe se ha levantado en apoyo a Morathi.

—¿Cómo es eso? —inquirió el príncipe.

—Algunos miembros de mi compañía han sido corrompidos por vuestra madre —confesó Elthyrior—. Ellos nos trajeron aquí para arrojaros a las garras de Morathi. No tenemos forma de saber cuáles eran sus intenciones, pero creo que pretendía ganaros para su causa.

—Pues ha fracasado —aseveró el príncipe—. No he caído en su trampa.

—Todavía no —señaló Elthyrior—. Las sectas son fuertes y el grueso del ejército es leal a vuestra madre. En estos momentos, están marchando hacia Ealith con el propósito de sitiar la ciudadela y destruiros. Aquí no hay ningún lugar donde refugiarse.

—Gracias Elthyrior. Me gustaría pediros otro favor. Adelantaos con aquellos que consideréis que todavía me son leales, reunid a todos los guerreros y príncipes que podáis, y enviadlos a Tiranoc.

—¿Qué haréis vos?

Malekith no respondió inmediatamente, pues lo que iba a decir era más doloroso que cualquier herida física.

—Debo retirarme —dijo tras unos segundos de silencio—. Todavía no estoy listo para desafiar a Morathi y no podemos permitir que nos acorralen en este lugar.

* * *

Las órdenes de Malekith se cumplieron. El ejército marchó hacia el oeste a toda velocidad; los soldados eran conscientes de que tanto por delante como por detrás de ellos los adoradores de los dioses prohibidos estaban agrupándose en gran número. En Thirech, Malekith se enfrentó a una fuerza compuesta por varios millares de unidades de lo más variopintas, pero los sectarios no estaban armados ni dirigidos adecuadamente y las cargas de los caballeros de Malekith los hicieron añicos sin dificultad y los obligaron a escabullirse entre los campos y bosques que rodeaban la ciudad.

Durante cuatro días y cinco noches las huestes de Malekith cabalgaron sin descanso hacia el puerto de Galthyr. Justo en los albores del quinto día después de la batalla de Ealith, la columna avistó Galthyr. Malekith ordenó a sus jinetes que esperaran lejos del alcance de las flechas que pudieran dispararles desde las murallas de la ciudad. Cumpliendo las órdenes del príncipe, Yeasir se acercó lentamente a la puerta de la fortaleza, protegiéndose los ojos del reflejo del sol matinal en los muros blancos. En la parte superior de la construcción, se advertían figuras en movimiento con los arcos en las manos. Yeasir frenó su montura muy cerca de la torre de entrada.

—¡Soy Yeasir, lugarteniente de Malekith! —bramó—. ¡Preparaos para recibir al príncipe de Nagarythe!

La respuesta tardó en llegar. Antes aparecieron varias figuras en las almenas de la torre de entrada y miraron al recién llegado plantado debajo. Se produjo un breve intercambio de palabras en el grupo, y entonces uno de sus miembros se llevó a los labios un cuerno de oro y tocó una nota clara y atronadora. En ese momento, se izó una bandera en un mástil y ondearon los colores negro y plateado.

—¡El cuerno de Anlec! —exclamó, riendo Malekith—. ¡Y el emblema de mi linaje!

Una ovación ensordecedora brotó de los soldados de Malekith, cuando les hizo una señal para que avanzaran y las puertas se abrieron ante ellos. Malekith y Yeasir se lanzaron al galope por la carretera y se introdujeron rápidamente en la ciudad, seguidos por el resto del ejército. Nada más entrar el último de los elfos de Malekith la puerta se cerró a su espalda con un gran estruendo.

Galthyr se hallaba en situación semiruinosa; muchos edificios habían sucumbido a las llamas o simplemente se habían desmoronado. En las plazas de la ciudad había grupos de soldados heridos que estaban siendo atendidos por curanderos de Isha. Malekith vio al príncipe Durinne deambulando entre los heridos y desmontó al mismo tiempo que hacía señas al señor de Galthyr.

—Veo que no sólo nosotros hemos estado luchando —dijo Malekith.

—Ya lo creo que no —replicó Durinne, estrechando la mano de Malekith—. Vuestra flota permanece segura en el puerto, pero eso es únicamente gracias a los esfuerzos de mis guerreros.

—¿Los seguidores de Morathi? —preguntó Malekith.

—Había algunos adeptos entre la población de la ciudad y los expulsamos —explicó Durinne—. Dos días después, regresaron con los ejércitos del príncipe Kheranion y Turael Lirain. El príncipe exigió que abriéramos las puertas y le entregáramos Galthyr. No se tornó muy bien que le respondiéramos con flechas…

—Tenéis mi sincero agradecimiento. Al parecer la lista de mis aliados mengua cada día que pasa. En mis navíos no hay espacio para muchos más, pero seréis bienvenidos si decidís venir conmigo.

—Galthyr puede aguantar un poco más —dijo Durinne—. Cuando hayáis partido, no quedará nada de valor que pueda atraer a Morathi. Ya tiene otros puertos bajo su dominio.

—Podría decidirse a destruiros como represalia por vuestra resistencia —apuntó Malekith—. Venid conmigo.

—¡No abandonaré mi ciudad ni mi pueblo! —afirmó Durinne—. Dispongo de los medios para huir llegado el momento. No dediquéis un pensamiento más a preocuparos por mi bienestar, Malekith.

El príncipe de Nagarythe posó una mano en el hombro de Durinne, un gesto que expresaba mejor su gratitud que cualquier palabra.

* * *

Malekith no estaba de humor para entretenerse en Galthyr, pues tenía la certeza de que en aquellos momentos ya habría naves surcando el mar para bloquearle la salida del puerto. En la ciudad sólo quedaban unos centenares de ciudadanos, pero el príncipe no confiaba en ellos y no permitió que se les evacuara en sus embarcaciones. La marea y los vientos eran favorables, de modo que poco tiempo después de llegar a Galthyr partieron a bordo del Indraugnir y de otros dos imponentes navíos dragón y siete barcos halcón. Malekith envió otros tres barcos halcón hacia el norte para interceptar las flotas que pudieran haber salido en su persecución.

Durante varios días la exhausta fuerza de Malekith estuvo navegando rumbo sur, hasta que se toparon con varias naves de la flota de Tiranoc que los escoltaron hasta el puerto de Athel Reinin. Allí dejó el príncipe el grueso de sus caballeros y envió a los Guardianes de Ellyrion de regreso a su patria, con la advertencia de que protegieran los pasos montañosos, pero en ningún caso atacaran Nagarythe por su cuenta. Carathril y los aurigas de Tiranoc, que se habían visto obligados a quemar sus cuadrigas en Galthyr, conformaron la guardia del príncipe y con él partieron rápidamente a caballo. Desde las torres de Athel Reinin se enviaron halcones mensajeros con una escueta nota que informaba de lo acontecido y aconsejaba a Bel Shanaar el envío de tropas a sus fronteras septentrionales.

* * *

Transcurridos once días desde la batalla de Ealith, Malekith entró de nuevo en la cámara de audiencias del Rey Fénix, quien todavía estaba conmocionado por los sucesos de los últimos días y no podía creer que el mundo hubiera cambiado tanto en tan poco tiempo. Sólo pensar en la traición de Morathi le provocaba náuseas. El príncipe había solicitado una audiencia privada con el monarca y había pedido a Carathril que le acompañara en su papel de heraldo del Rey Fénix, para aportar un relato objetivo de los hechos.

El rey estaba sentado en su trono, abatido y agotado, mientras que Malekith y Carathril ocupaban unas sillas frente a él.

—¿Entendéis que mientras Morathi mantenga el poder nunca recuperéis Nagarythe? —preguntó Bel Shanaar cuando Malekith concluyó su narración—. Y para poner fin a su dominio hay que encarcelada o matarla.

Antes de responder Malekith se puso en pie y se alejó unos pasos del trono. Despreciaba a Bel Shanaar y se despreciaba mucho más a sí mismo por necesitar su ayuda; sin embargo, debía dejar de lado sus sentimientos hacía el Rey Fénix, pues era incuestionable que nunca ocuparía el lugar que le correspondía a menos que recuperara el gobierno de Nagarythe. Y contra Morathi no podía luchar solo, de modo que debía acercarse con humildad a aquel usurpador que tenía sentado delante. La realidad era simple y llanamente que Malekith necesitaba a Bel Shanaar y debería arrinconar por un tiempo sus ambiciones. Morathi había abandonado a su hijo y ya no le debía ninguna lealtad.

—¡Reniego de Morathi! —declaró Malekith, girando sobre los talones—. Morathi siempre tuvo ansías de poder y me susurraba al oído que yo debía llevar esa capa y esa corona. Desde el momento en que Aenarion murió estuvo instigándome para que yo gobernara esta isla. Seguro que recordaréis sus gritos y recriminaciones cuando yo fui el primero en postrarme ante vos. Desde entonces no ha dejado de manejarme y exhortarme para que os arrebatara la corona y, de ese modo, volver a ser reina. Desconozco los motivos que llevaron a mi padre a casarse con ella, pues es maquinadora y vanidosa, y no tengo ningún recuerdo de ella que no sea su lengua viperina y su ambición desmesurada. A mí me ha dejado de lado, pero estoy seguro de que está criando otro títere en mi lugar. No descansará hasta que consiga el control de toda Ulthuan, y eso es algo que yo no toleraré.

—Aun así, no deja de ser vuestra madre —apuntó Bel Shanaar, con el semblante preocupado—. Si se presentara la ocasión, ¿seríais capaz de hundir vuestra hoja en su corazón? ¿Se mantendría firme el brazo que blande vuestra espada mientras la decapitáis?

—Morathi debe morir, y debo ser yo quien la mate —respondió Malekith—. No deja de ser una cruel ironía que yo arroje de este mundo a quien me trajo a él. Pero este tipo de consideraciones se aleja demasiado de nuestras preocupaciones más inmediatas, pues antes debemos recuperar Nagarythe. No sé el influjo que tiene en el resto de príncipes y nobles de mi reino. Espero que todavía haya quienes se opongan a ellas pero serán pocos y estarán dispersos. Distorsionará y falseará mis acciones ante aquellos que vacilen para hacerles creer que soy yo el agresor. Nuestro pueblo es fiel, pero carece de iniciativa. Nos educan para obedecer órdenes, no para cuestionamos las cosas, si bien todavía son muchos los que alzarían sus estandartes al lado de su príncipe legítimo. ¡Marcharé sobre Anlec y derrocaré a la reina bruja!