DIECISÉIS
Un viaje a las tinieblas
La caravana de Malekith avanzaba hacia el norte. El príncipe encabezaba la columna a lomos de un imponente corcel negro con las bridas de plata y cuero negro. A su espalda marchaban seiscientos caballeros de Nagarythe, cuyos penachos negros y plateados tintineaban sacudidos por el frío aire otoñal. Los acompañaban las noticias de que muchos adeptos a los cultos prohibidos ya se habían rendido a los soldados de Malekith y habían suplicado la clemencia del príncipe. El pueblo de Nagarythe, durante largo tiempo intimidado por los miembros de las sectas que habían impuesto su dominio aprovechando la ausencia de Malekith, emergía de sus hogares para celebrar la llegada del príncipe. Muchos ciudadanos de Nagarythe habían sido obligados a ponerse al servicio de las sectas en contra de su voluntad y habían sido esclavizados bajo la amenaza de ser sacrificados o torturados, y como si se sacaran de encima un yugo pesadísimo, se habían despojado de la tiranía de los tétricos sacerdotes y se lanzaban a las calles para festejar el regreso victorioso de su gobernante legítimo.
No sólo los buenos deseos de Bel Shanaar acompañaban a Malekith en su expedición a los reinos del norte; trescientas cuadrigas del ejército de Tiranoc formaban parte del contingente como símbolo de los auspicios del Rey Fénix. Desde Ellyrion se había incorporado otro escuadrón de caballería enviado por Finudel: setecientos Guardianes de Ellyrion, los Eyin Uirithas, habían cruzado las Montañas de Annulii por el Paso del Unicornio y se habían unido a la caravana a un centenar de leguas de Anlec. A su estela marchaba un regimiento formado por diez mil lanceros cedidos por Eataine e Yvresse, que en esos momentos estaba cruzando el Mar Interior para unirse a las huestes que se habían lanzado a la caza de las sectas prohibidas.
Un convoy interminable acompañaba a las fuerzas de Malekith, pues todo ejército en campaña necesitaba una enorme cantidad de suministros para mantenerse en marcha. Los vehículos de transporte de Tor Anroc eran versiones agrandadas de las cuadrigas, más estilizadas. Unos toldos de colores alegres, de los que colgaban banderines y banderas del imperio cubrían la parte trasera de los coches, tirados por cuatro corceles briosos. En total sumaban cien carros, en los que viajaban cocineros, flecheros, herreros, mozos de cuadra, panaderos y armeros, junto con todas sus herramientas de trabajo. También marchaban a bordo de los carros sacerdotes de Asuryan e Isha, astrománticos de Lileath, videntes de Kourdanrin y otros personajes como adivinos, cronistas y clérigos que Bel Shanaar había tenido a bien conceder a la expedición.
Si bien los elfos de Tiranoc y Ellyrion se sentían reconfortados con la presencia de aquellos místicos compañeros de viaje, los naggarothi, en cambio, y en particular Malekith, les prestaban poca atención y evitaban mezclarse con ellos.
Entre las huestes podía distinguirse la figura a caballo de Carathril todavía heraldo de Bel Shanaar y representante del Rey Fénix en aquella expedición. Compartía con los príncipes el alivio y las expectativas que había generado el regreso de Malekith, y cabalgar junto al príncipe de Nagarythe le infundía una confianza totalmente inédita en él.
* * *
Una mañana resplandeciente llegaron a un puente de piedra que se desplegaba con elegancia sobre un río de aguas espumosas. Se trataba del Naganath; el ancho cauce del río discurría en línea recta desde su nacimiento en las montañas hasta su desembocadura en el mar.
La mirada de Malekith se perdía en el horizonte lejano, hacia el norte, en dirección a Anlec. En su semblante no se adivinaba emoción alguna, si bien su cabeza era una maraña de pensamientos encontrados. Toda su vida había jurado no volver a pisar Ulthuan hasta estar preparado para ocupar el lugar que le correspondía. Su interior bullía con la excitación de la perspectiva de los acontecimientos que veía pasar por su cabeza. Sin embargo, éstos estaban teñidos de cierta tristeza y de no poco arrepentimiento. Justo antes de cruzar el puente, Malekith dio el alto a la columna y desmontó; notó la mirada atenta de Carathril, se volvió al heraldo y le sonrió.
—Han pasado más de mil trescientos años desde la última vez que recorrí estas tierras —explicó Malekith en un tono pausado—. Y hace más de mil quinientos que me coronaron príncipe de Nagarythe, cuando todavía rondaba la sombra del sacrificio de mi padre. He pasado en suelo extranjero más tiempo que en mi patria.
—Debe ser agradable regresar —señaló Carathril.
—Sí, es agradable —afirmó Malekith, acompañando sus palabras con un gesto con la cabeza. Volvió a asentir con firmeza y sonrió. Luego, se echó a reír y exclamó con los ojos haciéndole chiribitas—: ¡Increíblemente agradable!
Carathril lo secundó en las risas, consciente de que había puesto el dedo en la llaga. Sin embargo, el ánimo de Malekith se ensombreció rápidamente y volvió a fijar la mirada en el norte.
—He sido descuidado en mis obligaciones como gobernante —contó Malekith—. Estas sectas depravadas y dementes han florecido en mi ausencia. Un cáncer maligno que está corrompiendo las entrañas de Ulthuan se ha expandido desde mis tierras, desde los dominios fraguados con la sangre de mi padre. Es una vergüenza que se me hace insoportable y voy a ponerle fin.
—No podéis responsabilizaros de la debilidad y la corrupción de los demás —dijo Carathril, meneando la cabeza—. Este malestar no es culpa vuestra.
—No sólo mía; eso lo acepto. Si bien todos tenemos parte de responsabilidad en el deterioro de la autoridad y las tradiciones, yo soy el principal culpable.
El príncipe montó de nuevo y se volvió para encarar la columna. Su voz alta y clara se propagó por el aire matinal.
—¡Recordad que éstas son las tierras soberanas de Nagarythe! Aenarion el Defensor erigió Anlec aquí, y de aquí partió para combatir a los demonios. Yo no regreso para liderar una invasión. No llegamos aquí como conquistadores. Somos libertadores. Estamos aquí para arrebatar este reino de las tenebrosas garras de la depresión y la inmoralidad. Estamos aquí para llevar la luz a los lugares usurpados por las tinieblas. Todo aquel que muestre arrepentimiento de sus fechorías eludirá la muerte. Todo aquel que renuncie a la rebeldía para reincorporarse al camino de la virtud eludirá el castigo. Usad el corazón antes que la espada. Compadeceos de los que se presenten ante vosotros, no los temáis ni los odiéis pues el miedo y el odio son la causa de su caída en desgracia. Nosotros les ofreceremos esperanza y salvación.
Malekith desenvainó la espada y la blandió en alto; la hoja grabada con runas resplandeció con un fuego azul.
—¡La sangre de nuestros antepasados tiñe estas tierras! —exclamó con un grito triunfal—. ¡Esto es Nagarythe y no se postra ante las tinieblas! ¡Soy el príncipe de estas tierras! ¡Éste es mi reino! ¡Soy Malekith!
Un rugido atronador se elevó desde las huestes, proferido tanto por las gargantas de los naggarothi como por las de los elfos de otros reinos. Malekith enfundó la espada y le arrebató el estandarte a su ayuda; giró su corcel con elegancia, espoleó la montura y cruzó el puente al galope. Por encima de él se agitaba el estandarte negro y plateado. La columna, todavía rugiente, salió en tropel detrás de su líder.
* * *
A medida que el regimiento se adentraba en los dominios de Nagarythe se hacía más patente la realidad de la situación. En el primer pueblo que visitaron, la muchedumbre los agasajó con pétalos y flores, y un coro de niños entonó loas a los soldados acompañados de flautas y arpas. El patriarca de la localidad, un venerable elfo con la cabellera cenicienta recogida en trenzas que le caían hasta la cintura, obsequió a Malekith una corona de laurel de las montañas y se deshizo en agradecimientos a Carathril y al resto de soldados que fueron atravesando el pueblo.
Damas con el cabello negro entregaron ramos de flores a los soldados y algunas incluso se encaramaron a los carros para abrazarlos y besarlos. Carathril no había vivido una fiesta igual ni siquiera en los carnavales de Isha, y se le animó el corazón viendo la alegría que reflejaban los ojos de los aldeanos.
Cuando llegaron a la plaza central, los ánimos se transformaron. Los edificios encalados que flanqueaban la explanada estaban cubiertos de hollín y con las puertas y las ventanas carbonizadas. En el centro se vislumbraba un grupo formado por una treintena de elfos, rodeado por una caterva de aldeanos que blandían cuchillos y lanzas.
Los vestidos y togas negros de los cautivos estaban hechos jirones y salpicados de sangre, y muchos exhibían arañazos y moratones. Unos pocos presentaban heridas más graves, y llevaban el brazo en cabestrillo y vendajes. Algunos tenían la cabeza rapada de manera hosca, mientras que otros mostraban las runas de Asuryan pintarrajeadas con tinta blanca en la piel desnuda.
Un puñado de miembros de las sectas miraba fijamente con ojos desafiantes y huraños a los soldados, con una expresión desdeñosa en los rostros, pero la mayoría tenía la mirada ausente por la conmoción; menos eran los que miraban al suelo, avergonzados, sollozando con el rostro sepultado entre las manos. «Compasión», había pedido Malekith, y era compasión lo que rebosaba de los ojos del príncipe mientras paseaba la mirada por aquellos desdichados. Hizo una señal a Carathril para que se detuviera y ordenó continuar al resto de la tropa. El soberano de aquel pueblo desesperado permaneció sentado sobre su majestuoso corcel, estudiando a los prisioneros con el semblante impertérrito.
—¡Traidor! —gritó uno de los adeptos, un elfo joven ataviado únicamente con un taparrabos y con la piel sembrada de pequeñas incisiones que más parecían lesiones auto-infligidas que producidas por sus captores—. ¡Khaine no perdonará una traición igual!
Malekith no reaccionó y se limitó a contemplar a los seguidores de los cultos, si bien con el rabillo del ojo vio cómo Carathril se estremecía con la mención del Señor del Asesinato.
—¡Ereth Khial os devorará, hijo de Aenarion! —escupió otro degenerado, un anciano con una toga raída azul oscuro y negra.
—¡Silencio! —bramó Carathril, desenvainando la espada y llevando el corcel hacia delante. Los adeptos retrocedieron, intimidados por el tono iracundo de su voz—. Hay un motivo por el que no pronunciamos los nombres con tanta ligereza. El hecho de que confraternices con esos dioses es una prueba de tu culpabilidad. ¡Ahórrate tus maleficios y maldiciones!
Una grácil elfa, con el cabello formando amasijos encerados en forma de largas púas y teñido de naranja, se puso en pie y se desnudó ante los soldados con una sonrisa lasciva en los labios. Tenía los pechos, el vientre y los muslos cubiertos de escenas licenciosas pintadas con tinta azul.
—Quizá las bendiciones de Atharti os complacerían más, mi señor —sugirió, recorriéndose la piel pálida con la mano—. Entre nosotros hay quien puede ocuparse de daros placer; no importa cuáles sean vuestros deseos.
Malekith hizo un gesto a Carathril para que retrocediera, desmontó y se situó frente a la consorte de Atharti. A pesar del atractivo de la elfa, Malekith sintió más asco que deseo por aquel hermoso cuerpo corrompido por la magia negra. Sin dejar entrever el sentimiento que le producía, el príncipe se quitó la capa y envolvió con ella a la elfa.
—No existe el placer en la humillación del prójimo —declaró Malekith, acariciando el cabello de la muchacha—. Lo que nosotros traemos es amor, no lujuria. Veo el miedo en tus ojos, y lo comprendo. Lo que te aterroriza es el castigo de los mortales, no el de los dioses. Y yo te digo que no tengas miedo. No hemos venido para ejercer de verdugos. Pero hemos venido para cobrarnos una venganza sangrienta. Cualesquiera que sean tus crímenes, recibirás un trato justo y digno. No te juzgamos por las dudas y la desesperación que se han apoderado de ti. Tu debilidad es lamentable, pero no motivo de castigo. No dudo de que algunos hayan recorrido el mismo camino siendo conscientes de sus actos y su maldad, y la justicia acabará encontrándolos. Pero incluso para ellos habrá piedad y clemencia. Los curanderos atenderán tus heridas, tanto las físicas como las espirituales. Nosotros arrojaremos luz sobre las tinieblas que se han apoderado de ti y te arrancaremos de sus garras. Con el tiempo recuperarás la paz y la armonía.
Malekith ordenó a los aldeanos que distribuyeran ropa limpia, comida y agua entre los prisioneros, y mientras él mismo participaba en aquellas labores, el grueso de la columna reemprendió la marcha hacia Anlec. Cuando los adeptos a los cultos estuvieron alimentados y vestidos, fueron puestos bajo custodia, y Malekith reanudó la marcha.
* * *
La carretera que partía del pueblo giraba hacia el nordeste, en dirección a las montañas, y discurría cuesta arriba ininterrumpidamente durante varios kilómetros antes de introducirse en una densa arboleda. Los pinos altos se elevaban como una pared a ambos lados de la columna, y a medida que avanzaba el día, la caravana se cubría de sombras alargadas. No se oía ningún sonido; un silencio inquietante se había impuesto al ruido de aves y mamíferos.
—Vaya tierra extraña —farfulló para sí mismo Carathril.
Uno de los caballeros de Anlec oyó el comentario del heraldo y espoleó su caballo para colocarse a su lado.
—Estamos en Athel Sarui —dijo el caballero. Significaba «el bosque del silencio», pero Carathril nunca había oído aquel nombre.
—Entiendo el porqué del nombre. ¿Nacisteis aquí?
—No —respondió inmediatamente el caballero, desconcertado por la pregunta de Carathril—. Nada excepto los árboles habita en este lugar. Se dice que más allá del bosque, a los pies de las montañas, hay una enorme caverna. Es una de las puertas a Adir Cynath, una de las entradas a Mirai, el inframundo. Si uno deambula por las inmediaciones de las montañas, se arriesga a ser descubierto por Ereth Khial y a ser arrojado a las tinieblas por su espectro invisible.
Carathril se estremeció al oír aquellos nombres prohibidos, los de la diosa de la muerte y sus siervos incorpóreos. En Lothern no se los mencionaba con tanta ligereza, pues el pueblo biempensante no rendía culto abiertamente a los cytharai, como se conocía a los dioses más tenebrosos. Las sectas habían abrazado las promesas de aquellas entidades sedientas, y ése era el motivo de que Ulthuan estuviera sumida en la confusión.
El caballero advirtió el semblante preocupado de Carathril.
—No tengáis miedo, lugarteniente —dijo suavemente, y sacó un amuleto de plata de debajo de la camisa de malla. Tenía forma de yenlui, la runa del equilibrio, y tres diamantes engastados—. Un amigo de Saphery me lo regaló. Nos protegerá. Los que habitamos en el norte tenemos que pronunciar esos nombres repugnantes a menudo, pues la mayoría de los tenebrosos santuarios consagrados a ellos se encuentran en nuestra tierra.
—¿Y cómo es que la patria de Aenarion permite ese tipo de prácticas? —inquirió Carathril.
—Los cytharai deben ser apaciguados de vez en cuando. Es peligroso no honrar a los dioses, sobre todo a los malignos e irascibles. ¿Acaso el más oscuro de los lugares, el altar del Señor del Asesinato, no se encuentra más allá de nuestras costas septentrionales? Hubo un tiempo en que un sacerdote cuidaba de los altares de los señores y las damas de la noche; les suplicaba que apaciguaran su sed de venganza y los aplacaba mediante sacrificios.
El caballero bajó la mirada.
—De vez en cuando, en épocas convulsas, hay que acudir a esas espantosas moradas, pues existen cosas que escapan incluso a la sabiduría de Asuryan e Isha. Aenarion mismo acudió a ellos en busca de consejo, y eso es algo que no puede tomarse a la ligera. Son muchas las atenciones y las bendiciones que los sacerdotes pueden conceder a quienes se postran ante los cytharai.
—Aun así, ¿cómo es posible que unos dioses tan abominables se extendieran con tanta fuerza? —preguntó Carathril.
—En momentos de indolencia y pesar, nuestro pueblo dirigió la mirada hacia los cytharai en busca de serenidad, de respuestas a preguntas que mejor hubiera sido no hacerse; sobre seres queridos fallecidos hacía mucho, sobre secretos sepultados en el tiempo, sobre alegrías olvidadas tras la llegada del Caos. Fortalecidas y satisfechas por la indulgencia que les dispensaron, esas almas descarriadas destaparon el tarro de los misterios oscuros y los estudiaron. Distorsionaron los ritos de apaciguamiento y los convirtieron en ceremonias de alabanza. Allá donde iban llevaban consigo esas oscuras actividades y fundaban nuevos santuarios. Ejecutaban sus prácticas malignas en lugares recónditos, alejados de la vista de la gente sensata; los perfeccionaron y atrajeron a otros a sus actividades depravadas. Se han expandido incontroladamente por Ulthuan durante más de cinco siglos, introduciéndose en hogares y posadas, desde las clases más humildes a las más altas. Daos cuenta, la tarea que hemos emprendido no será breve ni sencilla.
—¿Y qué me decís de vos? ¿Cómo es que esa chusma de los santuarios no consiguió atraparos o esclavizaros?
El jinete se dio unos golpecitos en el talismán que guardaba bajo la camisa de malla, y luego se recogió la larga cabellera y dejó al descubierto la nuca, donde destacaba una cicatriz en forma de daga con el filo encorvado.
—¿Y quién dice que no lo hicieron? Durante muchos años dedique mis esfuerzos a blandir las hojas de Khaine, como verdugo sagrado en Anlec. Mi padre me crió en el seno de la secta, y yo no conocía otra cosa. Pero cuando me pidió que le arrancara de un tajo el corazón a mi hermana, lo maté y huí con ella. Cruzamos el mar para escapar de nuestros perseguidores y, al cabo de un tiempo, encontré al príncipe y le hablé de las penalidades de nuestro pueblo. Soy Maranith, lugarteniente de Nagarythe, he jurado fidelidad al príncipe Malekith, y fue a mí a quien envió para que preparara su ejército para su regreso. Ya no espero limpiar mi espíritu corrompido, pero si con mi esfuerzo puedo liberar a otros de la trampa en la que han caído, moriré feliz.
—Y yo me siento orgulloso de unir mi esfuerzo al vuestro —afirmo Carathril, tendiéndole la mano. El caballero la estrechó con firmeza con su mano envuelta por el guantelete.
—La empresa que hemos emprendido transformará Ulthuan para siempre, Carathril —aseveró Maranith—. Luchad al lado del príncipe y tendréis un hueco en la historia para el resto de la eternidad.
Carathril asintió y se alejó sobre su corcel. Presa de la curiosidad se separó de la columna, puso su montura al paso junto a los prisioneros y se dedicó a observarlos. La muchacha que se le había ofrecido con tanto descaro tenía ahora un aspecto más recatado, envuelta en un vestido de lino blanco, con la cabellera limpia y recogida en una trenza, y la piel libre de los dibujos obscenos. De vez en cuando, la elfa lanzaba miradas tímidas a Carathril; la fiereza que habían desbordado sus ojos en el pueblo había desaparecido por completo. Carathril le sonrió y le hizo un gesto para que se acercara a él; desmontó y caminó junto a la joven con el caballo agarrado por las riendas.
—Dime tu nombre —le pidió Carathril.
—Me llamo Drutheira —balbuceó la muchacha.
—Yo me llamo Carathril; soy de Lothern. No es frecuente el cabello rubio entre las damas de Nagarythe.
—No soy de Nagarythe, mi señor —dijo Drutheira.
—No tienes que llamarme «mi señor». No soy ningún príncipe, sólo el lugarteniente del ejército. Puedes llamarme Carathril, o lugarteniente, como prefieras. ¿Cómo llegaste aquí? Dime.
—Soy de Ellyrion, lugarteniente. Hace algún tiempo, veinte años o quizá más, mi hermano y yo estábamos pastoreando las cabras en las estribaciones de las montañas cuando llegaron unos jinetes con capas negras. Nosotros pensamos que querían llevarse nuestros caballos. Galdarin, mi hermano, intentó enfrentarse a ellos, pero lo mataron. Dejaron los caballos, pero a mí me llevaron con ellos y me trajeron aquí, donde habían construido un santuario consagrado a Atharti.
—¿Veinte años? —masculló Carathril—. Debió ser horrible… que te obligaran a participar en esos ritos atroces.
—Al principio estaba aterrorizada —admitió Drutheira—. Me golpearon y me fustigaron, hasta que llegó un momento en el que dejé de sentir el dolor y paré de llorar. Ya no me importaba lo que sucediera conmigo. Luego, me trajeron hojas calmantes y loto negro, y celebramos un banquete en honor a Atharti. Aprendí a ser una consorte, y cada día me entregaba a los placeres de Atharti. Cuando Helreon murió, la sucedí como sacerdotisa y aprendí los misterios Íntimos de nuestra diosa.
Su voz había adquirido un tono estridente y desafiante, pero de repente se quedó en silencio y, sin previo aviso, rompió a llorar.
—¡Oh, lugarteniente! Hoy es el primer día en los últimos veinte años que veo con claridad en qué me he convertido —dijo entre sollozos—. Yo ordené que llevaran más muchachas al santuario y las ultrajé como yo había sido ultrajada. He visto cosas terribles; he presenciado atrocidades en el corazón lleno de júbilo. Estaba atrapada en la complacencia de Atharti y nunca había visto esas acciones espantosas con los ojos con los que las veo ahora. ¿Qué he hecho?
Carathril la hizo callar y posó una mano reconfortante en su espalda. La muchacha, sin levantar la mirada hacia el lugarteniente, le abrazó la cabeza y continuó llorando. Carathril buscó las palabras que pudieran calmarla, pero no las encontró. No estaba dotado de una naturaleza poética y todavía había una parte en su interior que censuraba en lo que se había convertido la muchacha. La sola idea de que hubiera entregado por completo su cuerpo y su espíritu a los dioses prohibidos le resultaba abominable. Incapaz de conciliar la aversión que sentía con la compasión que le producía la visión de aquella muchacha destrozada, optó por permanecer en silencio.
Así caminaron un raro, hasta que los sollozos de la elfa cesaron. Carathril se volvió hacia ella y sus miradas se encontraron; el rostro de la muchacha estaba surcado de lágrimas y sus ojos enrojecidos.
—¿Qué va a ser de mí? —preguntó Drutheira.
—Tal como el príncipe Malekith ha prometido, no sufrirás ningún daño —le aseguró Carathril—. Lo más probable es que cuando estés completamente curada de tu dolencia, puedas regresar a Ellyrion. Estoy seguro de que tu familia cree que estás muerta, y se alegrarán sobremanera de verte viva y con salud.
La joven no dijo nada, simplemente asintió con la cabeza.
—Háblame de Ellyrion —le pidió Carathril, incómodo con la idea de que el silencio entre ambos se repitiera. Había visitado muchos reinos en sus misiones como heraldo, pero deseaba oír cómo recordaba Drutheira a su tierra natal.
—Es más hermoso al anochecer, cuando el sol empieza a esconderse detrás de las montañas y tiñe de oro las praderas. La hierba de los pastos te llega por la cintura, verde como las esmeraldas, y se extiende hasta más allá de donde llega la vista. Caballos blancos salvajes corren en libertad por las estribaciones; las cabras acuden a su llamada y se extravían. Oímos sus voces arrastradas por la brisa; oímos como se mofan de sus parientes que sufren la prisión de las bridas y las sillas de montar.
—¿Eso no te pone triste? —le preguntó Carathril—. ¿Tú no dejarías en libertad todos los caballos para que corrieran a su antojo con sus parientes?
Drutheira se echó a reír, y su risa resultó un sonido sorprendentemente bello para los oídos de Carathril.
—Sois un tonto, lugarteniente. Los corceles de Ellyrion se sienten orgullosos de su amistad con nosotros y llaman estúpidos y retrasados a sus primos salvajes. Adoran el traqueteo de los arneses y el brillo de los arreos de plata. Deberíais ver las cabriolas que hacen y cómo ríen cuando corren al galope. Tienen toda la hierba que deseen para comer y establos cálidos donde pasar la noche, y cuando llegan las lluvias invernales, llaman a sus primos salvajes para que se cobijen con ellos.
Carathril iba a añadir algo cuando oyó que lo llamaban desde una parte más cercana a la cabeza de la columna.
—Discúlpame, parece que me necesitan —dijo con una sonrisa compungida—. Me gustaría seguir hablando contigo después.
—A mí también —confesó Drutheira—. Quizá podríais contarme algo de Lothern.
—Lo haré —le prometió, y se subió al caballo.
Estaba a punto de sacudir las riendas y adelantarse cuando una duda le acució súbitamente.
—Dime, Drutheira de Ellyrion, ¿qué piensa mi caballo de mí?
La muchacha arrugó ligeramente el entrecejo y sonrió. Llevó una mano a la mejilla del animal, acercó su cabeza a la del caballo y le susurró algo al oído. El caballo relinchó, y a Drutheira se le escapó una risita.
—¿Qué? —preguntó enfurruñado el lugarteniente—. ¿Qué ha dicho?
—Está muy contento de llevaros encima. Juntos habéis recorrido muchos kilómetros y cuidáis muy bien de él.
—¿Y eso qué tiene de divertido?
—Me ha dicho que después de todo lo que habéis cabalgado juntos, después de cada viaje, vos, en vez de ser una carga más ligera, sois más pesado. Cree que con tanto cereal estáis poniéndoos un poco gordito.
Carathril resopló, indignado, pero enseguida se unió a las risas de la muchacha.
—Los palacios de los príncipes nunca permitirán que el heraldo del Rey Fénix se vaya hambriento. Quizá debería aprender a decir no.
A la voz, el corcel emprendió la marcha al trote ligero, y Carathril no pudo ver la sonrisa de Drutheira ni su expresión traviesa, de un regocijo malicioso.
La muchacha regresó junto al resto de prisioneros, que empezaron a cuchichear entre ellos.
* * *
Cuando Carathril llegó a la cabeza de la columna, el príncipe Malekith estaba inmerso en una conversación con un heraldo negro. El recién llegado montaba un corcel negro azabache y sobre los hombros llevaba una larga capa confeccionada con plumas oscuras. Ocultaba la cabeza bajo una capucha y apenas se atisbaba algún rasgo de su rostro pálido y demacrado. Empuñaba una lanza larga y atado a las alforjas llevaba un pequeño arco y una aljaba con flechas con las plumas negras. El príncipe de Nagarythe se volvió a Carathril.
—Os presento al lugarteniente Carathril, de Lothern, heraldo de Bel Shanaar —dijo Malekith—. Éste es Elthyrior, uno de los heraldos negros de Nagarythe.
—Es un honor —dijo Carathril.
Elthyrior le correspondió inclinando la cabeza, pero sin pronunciar una palabra.
—Muy bien —le dijo el príncipe al heraldo negro—. Decid a vuestros hermanos que vayan a Anir Atruth y manteneos alerta por si hubiese espías o agentes de las sectas. Nos reuniremos dentro de tres días, y luego marcharemos juntos hasta Ealith.
Malekith puso su caballo al trote, y Carathril lo imitó.
—¿Nunca habías conocido a un miembro de la orden de Elthyrior? —le pregunto el príncipe—. ¿A pesar de tus muchos y largos viajes?
—Sé poco de los heraldos de las tierras del norte —reconoció Carathril—. No sabría deciros qué es real y qué mito, pero todo lo que he oído es bastante siniestro.
Malekith se echó a reír.
—Tienen algo de tétrico, en eso estoy de acuerdo —asintió Malekith—. Pocos elfos se encuentran alguna vez con ellos. Son figuras solitarias que sólo se ven en páramos deshabitados y pasos de montaña, y las historias de tales encuentros se relatan en susurros en los campamentos alrededor de las hogueras y a media voz en las tabernas.
—¿De dónde son? —preguntó Carathril.
—De Nagarythe. Mientras nosotros alabamos las hazañas de nuestros héroes pretéritos, ellos se contentan con caer en el olvido. Mi padre fundó la compañía de heraldos negros cuando las hordas de demonios se lanzaron sobre nuestras tierras. Formados íntegramente por la magia, los demonios podían venir y atacarnos cuando les placía; los heraldos negros eran los encargados de vigilar su aparición y alertar rápidamente al ejército de Aenarion.
—¿Y son leales a vos?
—Son leales a Nagarythe —aseveró Malekith—. De momento me conformo con que nuestra causa sea común. Elthyrior traía noticias poco halagüeñas de lo que nos encontraremos. Al parecer hemos animado a nuestros enemigos a ponerse en acción. La noticia de que estamos recorriendo Nagarythe ha provocado que la gran mayoría de los seguidores de las sectas haya abandonado Anlec. Se han establecido en Ealith, al sur de la capital. Es una vieja fortaleza, una de las antiguas puertas erigidas por mi padre para proteger este camino por el que ahora avanzamos nosotros. No podremos llegar a Anlec sin enfrentarnos a ellos.
—¿En una batalla? —preguntó Carathril.
—Los heraldos negros actuarán de escolta y darán la voz de alarma si descubren que nos preparan una emboscada —explicó Malekith, haciendo oídos sordos a la pregunta directa del lugarteniente—. La agudeza usual de estos jinetes no admite comparación, y el enemigo irá eliminando todo rastro de su paso. Nuestros contrincantes no entregarán Ealith mansamente. Informa al resto de los capitanes de que se reúnan en mi tienda esta noche; tenemos que planificar la batalla.
Malekith reparó en el semblante sombrío de Carathril.
—Es normal que nos sintamos preocupados —afirmó el príncipe—. No buscamos la confrontación de buena gana, pero debemos defender nuestra causa con convicción.
—Yo tengo convicción —aseguró Carathril—. Daría mi vida a cambio de que estas tinieblas desaparecieran, si eso fuera posible.
—No tengas tanta prisa por morir —le advirtió Malekith—. No son los muertos los que prevalecen, sino los vivos. Llevo más de mil años luchando en la defensa de esta isla y he visto a muchos camaradas entregando sus vidas en vano mientras que los que sobrevivían lograban la victoria y la prosperidad. Me crié en Anlec en la época de las matanzas y las corrupciones de los demonios. Mis primeros recuerdos envuelven lanzas, espadas y escudos. Las primeras palabras que aprendí fueron guerra y muerte. Me ungieron con sangre derramada y crecí resguardado por la espada de Khaine, y sé que todavía estoy bañado por su sombra. Quizá es cierto que sobre el linaje de mi padre pesa una maldición y que la guerra será nuestro sino eternamente.
—No soy capaz de imaginarme cómo habrá sido vivir en aquella época. El miedo, el sacrificio, el dolor de tantas pérdidas. Os reconozco que doy gracias a los dioses de que haya sido así y les pido que nunca tenga que soportar el tormento que vos y otros soportasteis.
—Eso demuestra tu sabiduría —dijo Malekith—. El fin de la guerra no es la propia muerte, pues no deja más que ceniza y tumbas. No obstante, nunca olvides que, si bien la civilización se construye sobre los cimientos de la paz, sólo se defiende con los esfuerzos de la guerra. Existen fuerzas y criaturas, expulsados de la superficie del mundo y condenados a vivir en las tinieblas para la eternidad, que desearían vernos aniquilados y con las que resulta imposible razonar, pues no conciben la idea de libertad y sólo existen para imponer su dominio y destruir.
—Pero los enemigos a los que nos enfrentamos no son demonios, sino nuestro propio pueblo —apuntó Carathril—. Compatriotas que respiran, ríen y lloran como nosotros.
—Por eso nos mostraremos compasivos con ellos en la medida de lo posible. A lo largo de mi vida me he enfrentado a enemigos atroces. Durante los últimos años he estado errando por tierras lejanas y he visto cosas terribles y asombrosas. En los bosques de Elthin Arvan, nuestras compañías lucharon contra endemoniados goblins que montaban arañas gigantes; me he enfrentado a trolls repugnantes que se recuperaban de heridas mortales; monstruosas criaturas aladas derribaban soldados como si fueran muñecos en los fríos páramos de las tierras septentrionales, y humanos salvajes embadurnados con la sangre de sus camaradas se arrojaban contra las puntas de nuestras lanzas. Algunas visiones horripilantes nos arrancaban las lágrimas, y he visto guerreros curtidos en mil batallas huir despavoridos de enemigos que no eran de carne y hueso. Aun así también he visto acciones de un heroísmo que no encuentra parangón entre las sagas más extraordinarias. He visto cómo un lancero empuñando una flecha se encaramaba al lomo de una bestia con la cabeza de toro y le sacaba los ojos. He visto a una madre destripar una docena de orcos con un cuchillo para proteger a sus hijos. He visto lanceros defendiendo durante veinte días un angosto paso de los ataques de una horda interminable de repulsivas criaturas deformes. La guerra es un asunto sangriento y repugnante, pero también lleno de valentía y sacrificio.
—Espero hacer gala de una valentía igual llegado el momento —dijo Carathril—. No sé si tendré la fuerza necesaria para dominar mi miedo cuando esas escenas que habéis descrito se desarrollen ante mis ojos.
—Estoy seguro de que la tendrás. Veo el fuego que arde en tu interior y la dedicación que pones en el cumplimiento de tu deber. No dudaría un instante en tenerte a mi lado sobre el campo de batalla, Carathril de Lothern.
* * *
Más adelante, la carretera giró y abandonó el bosque. Mediada la tarde la cabeza de la columna viajaba por un profundo barranco, desde donde se divisaban los dominios septentrionales de Nagarythe. A sus pies se desplegaba Urithelth Orir, la gran floresta de Nagarythe.
A lo largo de sesenta leguas hacia el oeste y veinte hacia el norte se extendía un desolado páramo, salpicado por pequeñas arboledas marchitas y majestuosos crestones negros. Matojos de hierbas resistentes moteaban la oscura superficie rocosa y algunas hileras de carrizo se aferraban a la vida a lo largo de los delgadísimos riachuelos que estriaban el duro suelo.
Al este, de las inhóspitas planicies se elevaban abruptamente las Montañas de Annulii, cuyos escarpados precipicios se cernían sobre las tierras bajas. A medida que la cadena se extendía hacia el norte, aumentaba la altura de sus cimas, y las cumbres más lejanas estaban cubiertas por un perenne manto de nieve. Las nubes se acumulaban alrededor de los picos, pero sobre Urithelth Orir se desplegaba un cielo azul y despejado, y el aire cortaba con su frialdad otoñal.
El camino giraba de nuevo hacia el norte y continuaba en línea recta, como una flecha, con suaves repechos y declives, atravesando numerosos arroyos y puentes anchos. Al filo del anochecer, la columna detuvo la marcha y montó el campamento. La noche caía rápidamente; el fuego de docenas de hogueras no tardó en resplandecer y las columnas de humo encapotaron el cielo estrellado. El pabellón de Malekith se había erigido en el centro del campamento, cercado por un anillo de tiendas que alojaban a sus caballeros. Se colgaron faroles de plata de mástiles que formaron charcos de luz amarilla en el suelo rocoso.
Aquí y allá la música de los laúdes y las arpas resquebrajaba la noche, pero las melodías eran tristes, no alegres. Voces graves entonaban viejos lamentos y rememoraban los sufrimientos del pasado, preparando a los guerreros para las penalidades que les aguardaban.