15: Un juramento atrevido

QUINCE

Un juramento atrevido

Carathril nunca se había sentido tan exhausto en su larga vida. Durante los ochenta días que habían seguido a su nombramiento como heraldo del Rey Fénix había cabalgado sin descanso a lo largo y ancho de Ulthuan. Había cruzado una y otra vez las Montañas de Annulii; había viajado a sur, hasta las montañas y colinas de Caledor, donde moraban los jinetes de dragón en altos castillos construidos en las cumbres; se había adentrado en las tierras del norte, hasta Cracia, donde los guerreros se vestían con las pieles de los feroces leones blancos que habían cazado con sus propias manos.

Carathril había cruzado el Mar Crepuscular y el Mar de los Sueños para llegar a Saphery, donde gobernaban los magos, los campos se cultivaban con arados encantados y una luz fantasmagórica titilaba en las farolas de la ciudad. Había embarcado para dirigirse a Averlorn, donde crecían los hermosos bosques de la Reina Eterna, si bien nunca había llegado a conocer a la honorable esposa del Rey Fénix en sus visitas, pues siempre había sido recibido por su severa guardia de siervas y por las sacerdotisas de Isha. En Yvresse había surcado las aguas que bañaban las islas orientales y había acampado bajo el ramaje frondoso del Athel Yvrain. Ya se había habituado a los largos viajes a caballo y las noches bajo las estrellas o en camas ajenas que le exigían el cumplimiento de la misión que le había encomendado el Rey Fénix.

Ya había trasladado el mensaje de Bel Shanaar a los príncipes, y el invierno inminente empezaba a apretar su frío puño alrededor de los Reinos Exteriores cuando Carathril regresó cabizbajo a la capital con sus respuestas: nadie estaba dispuesto a liderar a los guerreros de Ulthuan contra las sectas del placer.

El capitán pasaba su séptimo día de descanso consecutivo sentado en uno de los bancos de la cámara de audiencias del palacio, había caído en un duermevela arrullado por las voces monótonas de los príncipes que conversaban alrededor del trono. Durante semanas, el trasiego de príncipes había sido continuo; llegaban buscando el Consejo de Bel Shanaar y de los demás gobernantes, y con noticias, la mayoría desalentadoras, de los acontecimientos que se producían en los reinos de Ulthuan.

Hasta donde Carathril podía decir, el conflicto con las sectas del placer y el exceso estaba intensificándose. Por su experiencia en Lothern sabía que seguramente una secta nueva brotaría nada más acabar con una ya existente. Había quedado patente que desde hacía algún tiempo, quizá años, los cultos habían prosperado fuera de las ciudades y las grandes metrópolis. Granjas recónditas y cabañas de caza se habían convertido en lugares de reunión para los elfos atraídos por los rituales prohibidos de esas sectas, y con el tiempo se habían establecido allí comunidades florecientes. Los miembros de las sectas se habían propagado en todas direcciones y no había forma de decir cuántas figuras con cargos gubernamentales, cuántos nobles u oficiales del ejército habían caído en sus garras. Carathril quería creer que la sublevación de las prácticas prohibidas y las ceremonias repugnantes se había atajado, pero cada nueva revelación mermaba un poco más sus esperanzas.

El problema fundamental radicaba en que cada reino tenía una fe ciega en su propia capacidad para combatir el emergente fanatismo de los cultos, pero desconfiaba de sus vecinos. A pesar de que todos los reinos formaban una unión cuyo jefe de gobierno era el Rey Fénix, cada uno era un territorio soberano de su propio príncipe, quien gobernaba en nombre del Rey Fénix.

A los príncipes no les faltaban motivos para estar preocupados. Todos tenían un interés personal en proteger las riquezas de su reino, pues todas las familias principescas eran poderosas, tanto militar como política y económicamente; eran descendientes de los capitanes más valientes y fuertes de Aenarion, los que habían empuñado las armas mágicas de Caledor Domadragones contra las huestes de los demonios. El derecho de sangre los legitimaba para gobernar sus territorios, y los defendían celosamente, con la ferocidad con que una leona protege sus cachorros.

Ningún príncipe accedería a que otro controlara sus ejércitos, ni tampoco consentiría de buena gana el emplazamiento de las tropas de otro reino en su territorio. Para la sencilla forma de pensar de Carathril, daba la impresión de que todos ellos adoptaban una postura y hacían mil maniobras para recibir el auxilio de los demás, pero nunca ofrecían su ayuda a cambio. Había habido un tiempo en que había admirado a aquellos nobles gobernantes, pero ahora estaba hartándose rápidamente de sus modos de hacer política. En pocas palabras, Carathril se estaba dando cuenta de que la mayoría de los príncipes —tanto los gobernantes de los reinos como los miembros de sus séquitos— consideraban que el exterminio global de las sectas no era problema suyo.

Al parecer había algunos príncipes que compartían las ideas del heraldo. De todos los nobles, Carathril veía a Imrik como el más próximo a su perspectiva y opinión. Era franco a la hora de hablar, a veces un poco brusco, incluso grosero —en opinión de algunos de sus pares—, y lo que temía por encima de todo era la pasividad.

Como nieto del gran Caledor Domadragones, estaba considerado el más noble de los príncipes, y eso desataba los celos en los corazones de los otros. Todos temían el poder del reino de Caledor, pues era la cuna de los dragoneros, una fuerza que superaba en número la suma de los ejércitos de todos los demás dominios. Como es normal en los individuos poderosos, muchos príncipes se resistían a ceder el control de sus fuerzas a otro, si bien en lo concerniente a Imrik, hay que decir que no albergaba ningún deseo de asumir una responsabilidad que consideraba eludida por los demás gobernantes.

Carathril echaba terriblemente de menos Lothern. Había pasado por la ciudad hacía unos cincuenta días para entregar el mensaje al príncipe Haradrin, soberano del reino de Eataine. Lo que había visto allí, la suspicacia y el miedo en los ojos de sus compatriotas, le hacían anhelar que el Rey Fénix lo eximiera del servicio para regresar y ayudar a su pueblo. Pero eso no iba a ocurrir. Bel Shanaar insistía en la diplomacia con los príncipes, y Carathril debía estar disponible en todo momento.

El lugarteniente se sentía solo entre aquellos personajes de las altas esferas. Aerenis había partido hacia Lothern escasos días después de su llegada juntos al palacio. Los pocos elfos que conocía en Tor Anroc eran bastante cordiales; sin embargo, Carathril no tardó en darse cuenta de que su posición como heraldo no sólo le dejaba poco tiempo para los asuntos personales y sociales, sino que era motivo de que sus compañeros evitaran por precaución compartir abiertamente sus opiniones con él. Por otro lado, a menudo le acosaban con preguntas sobre asuntos delicados y le pedían que confirmara o desmintiera rumores y datos confidenciales de la corte del Rey Fénix. Carathril era reacio a confiar a nadie lo poco que en realidad sabía, por miedo a que lo consideraran un chismoso, indigno de la confianza que se había depositado en él.

Cuanto más sabía sobre el secretismo que envolvía a las sectas —la cantidad de adeptos que llevaban una vida sencilla y ordinaria en apariencia, pero participaban en cultos hedonistas y actos infames en privado— más aumentaba su desconfianza. Había llegado a un punto en el que había renunciado a sus paseos por la ciudad, y cuando se encontraba en Tor Anroc, nunca salía del palacio.

* * *

La agitación en la tarima del trono despertó a Carathril. A los ya presentes se habían sumado dos dignatarios. El lugarteniente los reconoció inmediatamente; eran el príncipe Finudel, soberano de Ellyrion, y su hermana, la princesa Athielle. Hacía dos días de su llegada a Tor Anroc y habían provocado un gran revuelo con sus promesas de caballería y lanceros para la causa. Carathril se inclinó hacia delante, apoyó la barbilla en la mano y prestó atención a lo que se hablaba debajo.

—No importa que los jinetes expertos de Ellyrion estén preparados para atacar —decía el príncipe Bathinair de Yvresse—. ¿A quién se supone que van a atacar, mi querido Finudel? No podéis encabezar una carga de caballería contra cada pueblo y ciudad de Ulthuan.

—Quizá estáis intentando alterar la armonía que reina entre los dominios en provecho de vuestros intereses —añadió Caladryan, otro miembro de la nobleza de Yvresse—. No es ningún secreto que últimamente las fortunas de Ellyrion han menguado. La guerra conviene a quienes tiene poco que perder y las sufragan los que disponen de los medios. Nuestros esfuerzos al otro lado del océano, en las colonias, nos reportan riquezas y bienes. Quizá Ellyrion tenga celos.

Finudel abrió la boca para replicar, con la frente surcada de arrugas por la ira, pero Athielle posó rápidamente una mano en el brazo de su hermano para detenerlo.

—Es cierto que quizá no hemos prosperado en la misma medida que otros reinos —dijo suavemente la princesa de Ellyrion—. En parte eso se debe a que los Reinos Interiores tenemos que pagar tributos a Lothern para llevar nuestras flotas al Gran Océano. Si no fuera por esos tributos, sospecho que los Reinos Exteriores quizá no gozarían del monopolio del comercio.

—No podemos entretenernos con consideraciones sobre particularidades geográficas —gruñó el príncipe Langarel, pariente de Haradrin de Lothern—. Los canales necesitan un mantenimiento, y nuestra flota de guerra permanece lista para entrar en acción en beneficio de todos. Es justo, pues, que todos contribuyamos al mantenimiento de las fuerzas de defensa.

—¿Y de quién nos defendéis? —inquirió Finudel con acritud—. ¿De los hombres, unos salvajes que viven en chozas, que tienen dificultades incluso para cruzar un río y de quienes nos separa un océano? ¿De los enanos, que son de lo más felices excavando montañas y encerrados en sus cavernas? ¿De los esclavos de los Ancestrales? Sus ciudades yacen en ruinas y su civilización ha sido engullida por las selvas tropicales. No necesitamos tu flota. No es más que un recuerdo de la arrogancia de Lothern que mantiene su lustre gracias a los esfuerzos del resto de los reinos.

—¿Es que cada día tienen que salir a relucir ante mí todos los viejos resentimientos y rencillas? —se quejó Bel Shanaar, elevando su voz cortante por encima de los bramidos de los príncipes—. No conseguiremos nada con esta discusión; al contrario, sólo puede conducirnos al desastre total. Mientras reñimos sobre el reparto de las riquezas de las prósperas colonias, aquí, a la vuelta de la esquina, el hedonismo y las actividades prohibidas están arrasando nuestras ciudades. ¿Acaso deseáis abandonar la tierra que nos vio nacer y estableceros en las jóvenes ramificaciones el imperio? El mundo ofrece suficientes riquezas para todos. ¿Podemos dejar de lado estas constantes discusiones?

—El poder de las sectas no deja de crecer, eso es evidente —afirmó Thyriol, sentado en una de las filas de bancos más recónditas del anfiteatro. Todos se volvieron con expectación hacia el mago—. De momento el Vórtice mantiene controlados los vientos de la magia, pero la magia negra está acumulándose en las montañas. Se han avistado criaturas extrañas en las cumbres más altas, seres sobrenaturales generados por el poder del Caos. La hoja de Aenarion y el Vórtice de Caledor no acabaron con todas las criaturas de las tinieblas. En rincones inexplorados de las montañas todavía habitan monstruos híbridos de carne y hueso, mutantes y depravados. La magia negra los alimenta, los envalentona y los hace más fuertes y astutos. Los peligros que entraña atravesar los pasos montañosos se han multiplicado. Cuando llegue el invierno y los cazadores y los soldados no puedan mantener controlado el número cada vez mayor de esas bestias, ¿qué ocurrirá? ¿Dejaremos que las mantícoras y las hidras desciendan a las tierras bajas y asalten las granjas y destruyan las ciudades? Si permitimos que las sectas sigan creciendo descontroladamente puede ser que incluso el Vórtice falle y el mundo quede sumido de nuevo en una época de tinieblas y demonios. ¿Alguien de los presentes está dispuesto a evitarlo?

Los príncipes permanecieron mudos, cruzándose las miradas y evitando la de los ojos del Rey Fénix.

—Quizá haya alguien dispuesto a asumir el reto —apuntó una voz que resonó por la cámara de audiencias procedente de la puerta; poseía un timbre firme y grave, cargado de autoridad.

Los gritos ahogados de asombro y los murmullos se propagaron por la corte cuando el recién llegado avanzó resuelto y a grandes zancadas por el suelo de madera lacada. Las pisadas de sus botas de montar producían un ruido atronador, como de tambores de guerra. Llevaba una larga falda de malla dorada y el pecho protegido por una placa de armadura que tenía repujado un león encogido y listo para atacar. De los hombros le colgaba una capa negra, cerrada con un broche de oro en forma de rosca con una gema también negra engastada. Debajo de un brazo sostenía un yelmo alto de batalla con un extraño aro de metal gris oscuro del que sobresalían unas puntas que parecían púas de espino. Una intrincada cinta tejida con hilo de oro le mantenía la frente despejada de la cabellera azabache que le caía sobre los hombros, recogida en unas trenzas sujetadas por unos huesos en forma de anilla con runas grabadas. Sus ojos penetrantes y oscuros clavaban la mirada en el corro inquieto de príncipes y cortesanos. Irradiaba fuerza por los cuatro costados, un halo de energía y vigor lo envolvía como el resplandor desprendido por un farol.

Los príncipes se apartaron al paso del recién llegado como el mar cortado por la proa de un barco, pisándose las togas y enredándose los pies en ellas en las prisas por apartarse. Algunos le dedicaron una reverencia o inclinaron la cabeza con una deferencia espontánea cuando pasó junto a ellos antes de plantarse frente al Rey Fénix, con la mano izquierda envuelta en un fino y flexible guante de piel negra, y posada en el pomo de la espada, que estaba envainada en una lustrosa funda oscura prendida de la cintura.

—Príncipe Malekith —dijo Bel Shanaar sin alterarse, dándose golpecitos con un delicado dedo en el labio inferior—. Si hubiera sabido de vuestra llegada, habría preparado un recibimiento apropiado.

—Ese tipo de ceremonias no son necesarias, majestad —replicó Malekith. Su voz era cálida y sus gestos suaves como el terciopelo—. Me pareció prudente no anunciar mi llegada para no dar ocasión a nuestros enemigos de enterarse de mi regreso.

—¿Nuestros enemigos? —preguntó Bel Shanaar, cuya mirada se enfureció.

—Incluso encontrándome en el otro lado del océano, combatiendo contra bestias inmundas y feroces orcos, me llegaron noticias de los males que acucian nuestro hogar —explicó Malekith. Hizo una pausa para volverse hacia los consejeros del rey—. Junto con los enanos, codo con codo con sus reyes, mis camaradas y yo luchamos para salvaguardar nuestras tierras. Amigos míos dieron su vida protegiendo las colonias, y no permitiré que sus muertes sean en vano ni que las ciudades e islas de esta parte del mundo sean aniquiladas mientras erigimos torres resplandecientes y fortalezas inexpugnables por todos los rincones del globo.

—Y habéis decidido regresar con nosotros cuando más lo necesitamos, ¿no es eso Malekith? —inquirió Imrik con altanería, adelantándose para encarar a Malekith, con los brazos cruzados a la defensiva.

—También os habréis enterado de lo que nos tiene tan desquiciados —dijo con suavidad Thyriol, que se levantó, avanzó hacia el príncipe de Nagarythe y se interpuso entre Malekith e Imrik—. Desearíamos llevar a cabo una guerra contra este mal insidioso que asola Ulthuan. Todos y cada uno de los reinos de Ulthuan.

—Ése es el motivo de mi regreso —respondió Malekith, clavando su mirada penetrante en los ojos afilados de Thyriol—. Nagarythe no está menos corrompida por esta maligna plaga que el resto de los dominios; He llegado a oír que su situación es incluso peor. Somos una isla, un reino único gobernado por el Rey Fénix, y Nagarythe no formará parte de una insurrección, ni tolerará la magia negra ni los rituales prohibidos.

—Sois el general más competente de los elfos, el estratega más hábil, príncipe Malekith —señaló Finudel. Y añadió esperanzado, con la voz temblorosa por la emoción—: Si todos los presentes muestran su conformidad, ¿aceptaríais portar el estandarte del Rey Fénix y liderar la lucha contra esos miserables desgraciados?

—Por vuestras venas corre la sangre más noble de todos los príncipes. —Las palabras salieron como un torrente de la boca de Bathinair, uno de los príncipes de Yvresse presentes—. ¡Igual que luchasteis contra las tinieblas al lado de vuestro padre, podríais devolver la luz a Ulthuan!

—¡Eataine os apoyaría! —le prometió Haradrin, llevándose el puño al pecho.

La asamblea de nobles se convirtió en un coro de súplicas y agradecimientos que enmudeció al instante cuando Malekith alzó una mano para hacerlos callar. El príncipe de los naggarothi se volvió a Bel Shanaar y se quedó mirando al rey en silencio. El monarca permanecía pensativo, con la boca fruncida y la barbilla apoyada sobre el campanario que componían sus manos unidas por las yemas de sus delicados dedos. Bel Shanaar se volvió hacia el semblante severo de Imrik y enarcó una ceja inquisitiva.

—Si ésa es la voluntad del Rey Fénix y de los miembros de su corte, Caledor no se opondrá a Malekith —declaró lentamente Imrik. Dicho lo cual, el príncipe se dio media vuelta y abandonó con paso vivo la cámara.

Una expresión de alivio apenas perceptible suavizó el ceño fruncido de Bel Shanaar, que se dejó caer contra el respaldo del trono e hizo un leve gesto con la cabeza al príncipe Malekith.

—Si ése es el deseo de la corte, aceptaré el reto —aseveró Malekith—. Una compañía de mis mejores guerreros, todos y cada uno de ellos curtidos en las guerras más allá de los mares, está cabalgando en estos momentos en dirección a Anlec para anunciar mi regreso. El ejército de Nagarythe se pondrá en marcha y no quedará una cámara, una cueva, ni un sótano sin registrar. Los heraldos negros cabalgarán de nuevo y todos los rumores llegarán hasta nuestros oídos; el enemigo no encontrará refugio. La clemencia atenuará nuestra venganza, pues no es nuestro deseo exterminar a quienes sólo son almas descarriadas. Arrancaremos de raíz este árbol de fruta podrida que se nutre de nuestra nación y liberaremos a quienes han quedado aprisionados en su tenebroso ramaje. Da igual la altura que alcance el árbol, da igual lo poderosos o importantes que sean sus líderes, no escaparán de la justicia.