TRECE
El malestar del lujo
Mientras Malekith abrazaba el destino que le había revelado la Corona de Hierro, muy lejos de allí, en dirección sur, en Ulthuan, otro elfo emprendía un camino que lo llevaría a cruzarse en el destino del más poderoso de los príncipes de la isla. El humilde lugarteniente Carathril, de la Guardia de Lothern, marchaba por la carretera del puerto a la cabeza de un puñado de guerreros de su compañía. Le habían encomendado una misión secreta, sólo conocida por unos pocos miembros de la corte de Eataine, pero de una trascendencia que superaba cualquier conjetura. Aquella misma noche se desencadenarían una serie de acontecimientos que anunciarían el final de la edad dorada de los elfos.
Un haz de luz blanquecina atravesaba el cielo nocturno proveniente del millar de ventanas que taladraban los muros de la Torre Resplandeciente. La espuma refulgía cuando las olas rompían en las rocas que alojaban los cimientos del faro. La luz de la Torre Resplandeciente guiaba las naves que iban y venían por la bahía, y entraban y salían por el colosal portal de la Puerta Esmeralda, más allá de la cual se extendían las aguas tranquilas de los Estrechos de Lothern. Las relucientes velas blancas de las embarcaciones se reflejaban en el mar quieto y bañaban de luz las aguas.
Al otro lado de los acantilados escarpados, a lo largo de cuyo borde se extendían torres y murallas de las que sobresalían las puntas de las lanzas en permanente movimiento de los centinelas de patrulla, se alzaba la colosal Puerta de Zafiro, cuya plata grabada centelleaba con la luz mágica de las gemas gigantes engastadas en ella. Más allá de la Puerta de Zafiro, las estrellas reverberaban en la superficie de una laguna serena en su quietud, de cuyas tranquilas aguas emergían las playas.
Barcos de todos los tamaños abarrotaban los muelles y los embarcaderos, que trazaban una elegante línea curva sobre las aguas. Pequeñas yolas y barcos embarcaciones de recreo, de cuyos palos pendían faroles de luz dorada se balanceaban junto a la orilla, y las risas y las conversaciones que se propagaban junto con el suave rumor de las olas revelaban la presencia de sus ocupantes. En medio del bosque de mástiles y palos menores de los buques mercantes de cubiertas blancas y de los yates de líneas elegantes se divisaba la imponente masa de buques de guerra. Los enormes navíos dragón anclados se dejaban mecer por la marea con suficiencia, sus espolones dorados y la plata grabada de sus catapultas de flechas arrojaban recordatorios centelleantes de sus propósitos sanguinarios. Los raudos barcos halcón de la Guardia Marítima, con su tripulación siempre alerta, daban bordadas sorteando el tráfico marítimo.
La ciudad de Lothern nacía a orillas de la laguna y se expandía ascendiendo por las colinas. Bancales verdeantes, numerosas viñas y villas de escasa altura jalonaban las laderas, conectadas por sinuosos caminos plateados que serpenteaban desde la orilla hasta las imponentes mansiones y torres erigidas en las cumbres de las veinte colinas de Lothern. La quietud reinaba en la ciudad; sin embargo, no era la paz que procura un espíritu satisfecho, sino un silencio provocado por el miedo.
Un lánguido malestar asolaba Lothern como lo hacía en el resto de las islas de los elfos. Muchos ciudadanos de Ulthuan se habían entregado al libertinaje y al exceso, y lo que había nacido como unas simples reuniones para la celebración de la belleza —donde se recitaban enigmáticas obras poéticas y se practicaban ceremonias de consuelo multitudinario— había acabado convirtiéndose en algo mucho más siniestro, donde los devotos incluían sacrificios sangrientos y retorcidos rituales denigrantes en los ruegos que dedicaban a poderes prohibidos para que los libraran de sus males.
Los cultos al placer habían degenerado en otros que simplemente ofrecían las emociones de la pura experiencia, pues el pueblo elfo siempre había sido de una sensibilidad extrema para los sentimientos y las emociones. Despreciando toda urbanidad decorosa, algunos elfos, incitados por los cultos al exceso, se habían lanzado al hedonismo puro y duro, y se concedían todo tipo de caprichos perversos y participaban en actividades censuradas.
Pocos eran quienes sospechaban hasta qué punto habían calado en la sociedad las premisas de aquellas sectas o las secretas maquinaciones que alimentaban las conferencias que pronunciaban a medianoche sus misteriosos líderes. Y menos aún eran los que conocían el auténtico alcance de las conexiones entre aquellos grupúsculos, ya que en perspectiva se tenía la impresión de que actuaban con independencia y de manera dispar, como si en cada reino y ciudad hubiera surgido un movimiento contracultural ajeno a las tribulaciones de los que se daban en el resto del imperio. Dadas estas circunstancias, Bel Shanaar y los príncipes de su corte trataban de acabar con el creciente poder de las sectas adoptando medidas políticas y espirituales, con la esperanza de impedir el reclutamiento de nuevos adeptos y devolver cierta estabilidad a la psique afligida del pueblo elfo.
Aquella noche, Carathril estaba decidido a desbaratar una secta recientemente descubierta en Lothern, y con ese propósito encabezaba a sus guerreros por las serpenteantes calles de la ciudad.
* * *
En la mansión del príncipe Aeltherin, en las afueras de la ciudad de Lothern, oculta entre cuidados huertos y hermosos y esmerados jardines, una ceremonia despreciable estaba alcanzando su punto álgido.
En el aire de la sala de mármol del príncipe elfo flotaban volutas de vapor de color púrpura y azul, que emanaban de braseros donde ardían enrevesados huesos animales. Una legión de elfos, acostados sobre el suelo alfombrado, se contorsionaba bajo los efectos de los gases narcóticos. Pescadores y nobles, sirvientes y legisladores yacían entremezclados, degradados al mismo nivel infame por su depravado acto común. Algunos lloraban, víctimas de pesadillas que únicamente ellos sufrían; otros se desternillaban de la risa, mientras los menos gemían extasiados de placer.
Una docena de sacerdotisas repartidas entre la muchedumbre permanecía en pie. Desnudas de cintura para arriba, sus cuerpos exhibían símbolos pintarrajeados con sangre de zorro, y se habían valido de la grasa del mismo animal para erizarse histriónicamente sus largas cabelleras.
La suma sacerdotisa, Damolien, susurraba con voz grave un canto que prácticamente se perdía en la algarabía de gritos de gozo y de sufrimiento que colmaba la sala de techos altos de la mansión. Sobre los hombros llevaba la piel del zorro sacrificado. De vez en cuando hada una pausa en su recitado y daba palmadas a la piel del animal. La nube narcótica le agudizaba sus ya de por si afilados sentidos, y Damolien se estremecía al contacto de las palmas y los dedos de sus manos con el pelaje vulpino.
El silencio fue instalándose en la cámara a medida que los asistentes caían en un estado de letargo; algunos continuaban sollozando quedamente, otros suspiraban con satisfacción. Damolien hizo un gesto con la cabeza a una de sus sacerdotisas para que saliera en busca del príncipe Aeltherin, el señor de la casa, y lo trajera para intervenir en la fase final de la ceremonia. Pero cuando la obediente sacerdotisa se dio media vuelta para dirigirse hacia la puerta de doble hoja que comunicaba la sala con el resto de la mansión, un estrépito tumultuoso estalló en el exterior. El conjunto de sacerdotisas se volvió al unísono hacia la puerta al oír las voces altisonantes y los chillidos, y un instante antes de que se abriera violentamente, Damolien extrajo la daga con hoja de sierra para los sacrificios, que llevaba ajustada a la faja.
El príncipe Aeltherin entró precipitadamente en la sala y empezó a sacudir los cuerpos adormecidos de sus invitados. Iba derramando sangre por un tajo que le atravesaba el pecho de lado a lado, y cuando tropezó con una de las figuras tumbadas en el suelo y cayó despatarrado, las gotas carmesíes rociaron el rostro de Damolien. Unos guerreros con lorigas plateadas y con fajines blancos irrumpieron en la sala con las espadas desenvainadas. El lugarteniente al mando, cuyo yelmo estaba decorado con unos cordones dorados que le daban un aspecto leonino, esgrimía una espada de la que goteaba sangre. El oficial sacó un trozo de pergamino del cinturón y lo sostuvo en alto para que se abriera por su propio peso y el sello del Rey Fénix Bel Shanaar quedara a la vista de todos.
* * *
—¡Príncipe Aeltherin de Lothern! —bramó el lugarteniente—. Se presenta el lugarteniente Carathril, de la Guardia de Lothern. Traigo una orden de arresto contra vos. ¡Entregaos a la justicia del Rey Fénix!
Aeltherin se arrastró por la alfombra de elfos comatosos como un pez coleteando en la ribera de un río, con la mirada suplicante clavada en Damolien.
—Protégeme —farfulló el príncipe.
—Soltad las armas y rendíos pacíficamente —le advirtió Carathril sin alzar la voz—. Entregaos a la clemencia del Rey Fénix.
Damolien sonrió, deslizó la lengua como si fuera una serpiente y se lamió la sangre de Aeltherin de los labios.
—La clemencia es para los débiles —declaró la suma sacerdotisa en un susurro, y cruzó la sala saltando con agilidad.
Las demás sacerdotisas secundaron a su maestra, chillando como viejas brujas y con las manos arqueadas como garras, con las uñas afiladísimas. Carathril eludió el ataque dando un brinco hacia atrás, y la punta de la daga de Damolien pasó rozándole un ojo. Uno de los guerreros se abalanzó sobre la suma sacerdotisa con la espada calada y le hundió la hoja. Damolien se desplomó con un silencio sepulcral y sus discípulas se arrojaron sobre los soldados. Las sacerdotisas eran de una fiereza extrema y los elfos de Carathril sucumbieron con las gargantas cercenadas por sus garras antes de que sus camaradas de la compañía las despacharan con las espadas.
Carathril se paseó sintiendo repugnancia entre los cuerpos desfallecidos de los buscadores de placeres, envainó La espada y tendió una mano al príncipe Aeltherin.
—Príncipe, estáis herido —le dijo con amabilidad—. Acompañadnos y nos encargaremos de que os examinen las heridas como es debido. Bel Shanaar no os desea ningún mal; sólo pretende ayudaros.
—¿Bel Shanaar? —gruñó Aeltherin—. ¡Ese advenedizo! ¡Ese usurpador! Tiene el juicio de una bandada de cuervos dándose un festín de carroña. ¡Maldito sea! ¡Nethu se lo lleve y lo arroje al más tenebroso de los abismos!
Aeltherin, héroe del Valle de Mardal y protector de Linthuin, hizo un último esfuerzo para ponerse en pie y, con los labios fruncidos en un gesto desdeñoso, agarró uno de los braseros donde ardían los huesos y se volcó las brasas humeantes sobre la ropa. El diáfano tejido empezó a arder como la yesca, y las llamas azuladas se propagaron rápidamente por el cuerpo del príncipe. Aeltherin cayó al suelo, y el fuego enseguida se extendió por la alfombra y trepó por los tapices que colgaban de las paredes blancas.
Carathril y su compañía se apresuraron a poner a salvo, con gran destreza, tantos adeptos inconscientes como pudieron, envueltos por una nube de humo cada vez más densa, pero las llamas se avivaron y tuvieron que abandonar sin remedio una docena de elfos en aquel infierno. Uno de los guerreros hizo el ademán de regresar a la sala, pero Carathril lo retuvo agarrándolo del brazo.
—Ya no hay tiempo, Aerenis —le dijo al lugarteniente—. Las llamas los reclaman. Quizá, por fin, encontrarán la paz que buscaban.