10: La llamada de Khaine

DIEZ

La llamada de Khaine

Las huestes de Malekith pusieron rumbo oeste, tal como el príncipe había anunciado, y el Indraugnir las transportaba hacia un mundo inexplorado surcando el Gran Océano. A pesar del destino elevado que les aguardaba, primero debían cumplir con una obligación más mundana, pues Morathi regresaba a Nagarythe y debían hacer escala en Galthyr antes de continuar hacia poniente. Treinta días después de la partida de Athel Toralien, ayudados por un viento que soplaba con fuerza y por las líneas esbeltas del Indraugnir, avistaron las islas septentrionales de Ulthuan.

Las islas del norte emergían del mar embravecido como pináculos rocosos que protegían las costas de Nagarythe y Cracia de las marejadas y las olas que provocaba el viento septentrional. Una isla mucho mayor que el resto ocupaba la posición central del archipiélago: la Isla Marchita. En ella se encontraba el altar de Khaine, una mesa de piedra negra de la que sobresalía la Hacedora de Viudas, el arma de Khaine. Morathi la conocía bien y no se movió de la baranda de babor, mirando en dirección sur, hacia la Isla Marchita, que se vislumbraba entre la niebla y el oleaje de la estela del barco. Malekith se reunió con ella.

—¿Estáis pensando en mi padre? —le preguntó el príncipe.

—Sí. Hace más de mil años que llegó allí volando a lomos del auténtico Indraugnir y exhaló su último suspiro. Ya no es más que un recuerdo, un mito cuyas hazañas dejan a los niños boquiabiertos, si bien no las creen del todo. Incluso yo sólo conocí de verdad al Rey Fénix legendario ya que no nos conocimos hasta después de que blandiera la espada de Khaine. Antes de eso había oído hablar de su reputación, pero su época anterior a la bendición de Asuryan está envuelta en misterio. Ya no se encuentra entre nosotros, él, que era el más extraordinario de todos. No nos queda nada suyo, salvo tú.

Malekith permaneció junto a su madre unos minutos, con el rostro rociado por el agua marina, contemplando las rocas inhóspitas, oscuras.

—Queda algo más —dijo finalmente el príncipe.

—¿Qué? —preguntó su madre—. ¿Queda algo más de qué?

—De mi padre. Nadie ha pisado la Isla Marchita desde que Aenarion devolvió la espada. Él e Indraugnir yacen allí desde entonces. Deberíamos repatriar sus cuerpos a Anlec y colocarlos en una capilla ardiente para que los príncipes de todo el mundo acudan a presentar sus respetos al primer Rey Fénix. Incluso Bel Shanaar tendrá que postrarse ante sus restos y rendirle homenaje. El resto de los príncipes lo presenciarán, y cuando mi padre sea sepultado en un mausoleo que rivalizará con la pirámide de Asuryan y con los huesos del dragón de Caledor custodiando la entrada, yo me pondré su armadura. Los príncipes nunca olvidarán la imagen de Bel Shanaar haciendo una reverencia ante esa armadura y el pueblo verá de nuevo que soy el hijo de Aenarion; la reencarnación de Aenarion.

—¿Ésa es la señal que has estado esperando? —inquirió Morathi—. ¿Eso significa que regresas conmigo a Nagarythe?

—¡No sin mi padre! —espetó Malekith.

El príncipe pidió que se preparara un bote con la tripulación correspondiente y ordenó al lugarteniente del navío que fondeara el Indraugnir mientras tanto, cambió la delicada toga por la armadura de oro. Estaba listo para que lo trasladaran a la Isla Marchita. Morathi observó desde la borda del barco cómo descendían al mar el bote y despidió con una sonrisa a su hijo mientras éste se encaramaba de un salto a la cubierta de popa y se colgaba de una cuerda, por la que se deslizó hasta el bote que lo aguardaba con una sonrisa de excitación juvenil que Morathi no había visto en siglos. El bote se apartó del navío y rápidamente se alejó con el vaivén de las olas. Los quince elfos que formaban la tripulación irguieron el mástil con presteza y guiaron el bote rumbo sur, en dirección a la costa sureste de la isla, la zona más resguardada del viento imperante y las olas. Detuvieron el bote en una pequeña ensenada y, mientras la tripulación hacia todo lo posible por no rozar la roca maldita, Malekith saltó solo a tierra.

* * *

No había vida en la Isla Marchita. Era un inhóspito levantamiento rocoso que no albergaba ningún tipo de planta ni animal. La hierba no se aferraba a la vida en las grietas de las rocas; los escarabajos no se escabullían en las sombras que proyectaban los riscos inclinados ni los cangrejos habitaban los oscuros charcos de agua marina que jalonaban la costa. El viento parecía amainar a medida que Malekith se adentraba en la isla, inventándose un sendero a través de rocas y pedruscos diseminados.

Sin un destino ni un objetivo determinados, Malekith estuvo errando un buen rato, abriéndose paso distraídamente hacia lo que consideró la parte más alta de la isla, en el oeste, desde donde esperaba localizar la ubicación de los restos de su padre. Escaló un barranco y observó que empezaba a declinar la tarde y que el sol no se encontraba lejos de la línea del horizonte. Aunque veía con desdén las supersticiones de los marineros, a Malekith no le hacía ninguna gracia la idea de continuar en la Isla Marchita cuando cayera la noche, de modo que resolvió encontrar cuanto antes los restos de su padre y regresar al bote antes de que anocheciera.

Así pues, Malekith reemprendió la búsqueda con mayor determinación, examinando los valles y las hondonadas con la esperanza de advertir un destello metálico o el centelleo de un hueso. Pero no encontró nada, y su desesperación por el fracaso aumentaba a medida que las alargadas sombras crepusculares empezaban a rodearlo. Estaba a punto de regresar al bote con la intención de reanudar la búsqueda al día siguiente cuando un instinto desconocido lo detuvo en seco.

Si bien no oía ninguna voz ni veía señal alguna, Malekith se sintió impelido hacia el sur, como si de verdad lo llamara alguien. El reclamo era intenso, como un silbido corriendo por su sangre. Echó un último vistazo al sol poniente y giró hacia el sur para seguir aquella extraña sensación, evitando a toda velocidad las rocas que se interponían en su camino.

No tardó en llegar a un claro extenso y llano que se abría más o menos en el centro de Isla Marchita. Allí, unas rocas negras, irregulares, con vetas rojas, se elevaban hacia el cielo rubicundo formando una especie de círculo de columnas. El suelo delimitado por las rocas era liso como el cristal y negro como una noche sin luna. Justo en medio había un bloque de piedra veteado de rojo sobre el que resplandecía algo sólo visible parcialmente. Sin duda, se trataba del altar de Khaine. Malekith miró a su alrededor, pero no encontró ninguna señal del lugar donde podían reposar los restos de su padre ni rastro alguno de los despojos de Indraugnir. Sin embargo, debían estar allí, pues Aenarion había devuelto la espada de Khaine al altar que se levantaba a escasos metros de Malekith.

Apenas la Matadioses pasó por su mente, desde ella llegó hasta sus oídos el rumor de un ruido distante. Había sido un grito casi imperceptible pero una vez que había atraído para sí su atención, Malekith observó con mayor detenimiento el altar de Khaine, y mientras lo hacía, los sonidos que se producían a su alrededor se intensificaron. A los gritos agónicos iniciales se sumaron unos alaridos horrorizados. El chirrido del metal contra el metal y el fragor de la batalla retumbaron a su alrededor. Malekith oyó un latido de corazón atronador y, con el rabillo del ojo, vio cuchillos rajando la carne y extremidades seccionadas de los cuerpos.

Las vetas rojas del altar no eran roca en absoluto; palpitaban como arterias y la sangre manaba del altar de piedra a borbotones. Se dio cuenta de que el corazón que latía era el suyo, aporreándole el pecho como un herrero golpeando un yunque.

Un gemido como de lamento, como la nota que emite el filo de una espada cuando corta el aire, estalló en los oídos de Malekith. Era un sonido agradable. El príncipe de Nagarythe siguió escuchándolo unos instantes, dejándose arrastrar lentamente por el seductor sonido hacía el altar, hasta que se quedó paralizado frente al arma sangrienta, exactamente igual que hiciera en otro tiempo su padre Aenarion.

Ante los ojos de Malekith resplandeció el objeto incrustado en la roca, sus contornos borrosos hacían pensar en una mezcla de hacha, espada y lanza, hasta que finalmente el brillo permitió verlo con nitidez: era una maza con incrustaciones de piedras preciosas. Malekith se sintió confuso, pues no se trataba de un arma; más bien le recordaba los cetros ornamentales que solían portar los demás príncipes. Sin ir más lejos, se parecía mucho al que había llevado Bel Shanaar en su visita a las colonias.

Entonces, Malekith comprendió lo que significaba aquello: toda Ulthuan sería su arma. A diferencia de su padre, él no necesitaba una espada ni una lanza para batir a sus enemigos. Dispondría de los ejércitos de toda una nación para utilizarlos a su antojo. Si aceptaba el cetro que le ofrecía el altar de Khaine, nadie podría hacerle frente. El futuro se reveló ante Malekith como en una visión.

Regresaría a Ulthuan e iría a Tor Anroc y echaría abajo las puertas del Rey Fénix. Entregaría el cuerpo de Bel Shanaar como ofrenda a Khaine y se convertiría en el rey indiscutible de los elfos. Reinaría para la eternidad como la sanguinaria mano derecha del Señor del Asesinato. La muerte acecharía oculta en su sombra mientras él arrasaba el imperio de los enanos, pues el poder de los elfos era tan grande que no necesitaba compartir el mundo con ninguna otra criatura. Los hombres bestia caerían pasados por las espadas de las nutridísimas huestes elfas, y los cuerpos de los orcos y los goblins empalados en largos mástiles flanquearían los caminos de su imperio a lo largo de cientos de kilómetros.

Malekith rompía a reír contemplando los toscos poblados humanos envueltos en llamas y los hombres arrojados a las piras, las mujeres con los corazones arrancados y los bebés con las cabezas machacadas contra las rocas ensangrentadas. Los elfos conquistarían el mundo que se extendía ante sus ojos como una marea incontenible, hasta que Malekith gobernara un imperio que se extendiera por todo el globo y el humo de las hogueras para los sacrificios oscureciera la luz del sol. Malekith era transportado en un palanquín gigantesco construido con los huesos de sus enemigos derrotados mientras delante de él se derramaba un río de sangre.

—¡No! —gritó Malekith.

Apartando bruscamente la mirada del cetro, se arrojó de bruces contra el suelo pedregoso, donde permaneció largo rato, con los ojos apretados y el corazón golpeándole el pecho, respirando de manera entrecortada y con esfuerzo. Poco a poco, se tranquilizó, y finalmente, abrió un ojo. Todo parecía en orden. No había fuego ni sangre, sólo las rocas mudas y el silbido del viento. Los últimos rayos del sol tiñeron de color naranja el altar, y Malekith se levantó y salió arrastrando los pies del círculo formado por las piedras, sin atreverse a volver la mirada hacia el altar. Consciente de que nunca encontraría a su padre, Malekith puso en orden sus sentidos como pudo y enfiló hacia el bote, sin echar la mirada atrás en ningún momento.

Una vez que estuvo a bordo del Indraugnir, ordenó al lugarteniente que se dirigiera al norte a toda vela, hasta que la Isla Marchita desapareciera de la vista. Nadie cuestionó aquella orden, si bien Morathi observó a su hijo con una curiosidad renovada mientras él se dirigía a grandes zancadas hacia el camarote con unas prisas impropias. No tardaron en incorporarse a las rutas comerciales de los puertos occidentales de Ulthuan. Malekith había decidido no regresar, pues no había hallado los restos de su padre; transbordaría a su madre a uno de los numerosos barcos mercantes que volvían a Ulthuan desde oriente. A pesar de sus protestas, Morathi desembarcó del Indraugnir con muy poca pompa, mientras el atónito lugarteniente del navío mercante se encontraba con el regalo inesperado de una pequeña fortuna en oro y piedras preciosas a cambio de llevar a la reina sacerdotisa a Galthyr. No obstante, una vez completado el breve viaje —durante el cual Morathi había estado quejándose constantemente y sus hechiceros habían aterrorizado a no pocos miembros de su tripulación—, el lugarteniente de la nave estaba arrepentido de no haber pedido más.