PROLOGO: UN SACO DE NIÑOS MUERTOS

PROLOGO

UN SACO DE NIÑOS MUERTOS

Era una mañana cualquiera, una mañana entre tantas.

Una mañana tan común que parecía que no podía ocurrir nada reseñable en ella. Llegaba el invierno y el bosque había amanecido cubierto de escarcha. Las nubes se movían lentas por el cielo plomizo, venidas de ninguna parte, camino a ningún lugar.

La puerta ruinosa que se alzaba en aquel claro era tan peculiar como el hombre desgarbado que se aproximaba a ella. Este llevaba un gastado gorro de aviador, una gabardina negra y un saco al hombro. Caminaba a paso vivo y la sombra que proyectaba no era siempre igual, a cada zancada variaba de aspecto. A veces el charco de oscuridad a sus pies adoptaba un número de brazos y piernas que no se correspondía con el cuerpo del que surgía, en otras ocasiones era un simple borrón amorfo que no guardaba relación alguna con nada que estuviera acostumbrado a contemplar el ojo humano. El extraño individuo llevaba un revólver y una espada en bandolera, ambos envueltos en una enfermiza luz verdosa. Pero lo más singular de su apariencia no era ni su sombra ni sus armas, lo que más llamaba la atención era el saco que cargaba. Era de tela basta y, aunque su contenido quedaba oculto a la vista, las formas que este adoptaba contra el tejido resultaban lo bastante siniestras como para hacerse una idea de su naturaleza.

El hombre del saco y su sombra cambiante atravesaron el claro hasta llegar a la puerta en ruinas. Era una puerta enorme, fabricada en madera grisácea, de arco apuntado repleto de tallas; a su alrededor todavía quedaban rastros del muro en el que se había abierto: ladrillos destrozados que se abrazaban a su contorno como si tuvieran miedo a caer. Más allá de la puerta no había nada, solo la misma extensión de terreno baldío que conducía a ella. El arco se combó para moldear lo que bien podía tomarse por una sonrisa sarcástica; aquel movimiento estuvo acompañado de un crujido de madera forzada. Los bajorrelieves que la adornaban parecieron agruparse en la curva superior, formando dos sombras semejantes a ojos entornados.

—¿Quién se acerca? —se escuchó decir. La voz provenía de la misma puerta. Era una voz cascada y quebradiza. La voz que tendría la madera si esta hablara—. ¿Quién se atreve a entrar en los dominios de la Carroña?

—Que el Rey Muerto te lleve —rezongó el hombre. Su voz era ronca y su aliento apestaba a aguardiente—. Sabes muy bien quién soy.

—Igual que sé lo que llevas al hombro, Legión —añadió la voz de madera—. Un saco de niños muertos, nada más y nada menos. Dime, ¿te sobra alguno para dar de comer a una puerta hambrienta?

—Que lo decida Barrabás. Franquéame el paso, maldita, o te reviento a balazos.

La puerta rio y, mientras lo hacía, sus hojas se fueron abriendo, despacio, hacia dentro, mostrando un paraje que en nada tenía que ver con el que se podía contemplar si se miraba más allá de su marco y el muro: tras el umbral se veía un patio descuidado, de grandes losas manchadas de musgo negro, que antecedía a un enorme edificio cuyas formas sombrías tenían, a la par, aire de castillo y de mansión abandonada. Legión se acomodó mejor su macabra carga al hombro y atravesó la puerta. Esta se cerró a su paso mientras hablaba con su voz de carcoma y astilla:

—Que la oscuridad te proteja, que las sombras te amparen. Aquí mora la Carroña. Sé bienvenida, criatura sin alma: estás en casa. Estás en la Umbría.

Por toda respuesta, Legión soltó un gruñido.

El cielo de la mañana desapareció en cuanto puso un pie al otro lado del umbral. Se hizo de noche, una noche profunda, sin estrellas, que flotaba en las alturas como un espectro colosal. La puerta seguía a su espalda, pero aparecía ahora encajada en una muralla de ladrillo rojo que rodeaba el patio y la casa fortaleza. El detalle más peculiar de aquel edificio, aparte del aura de malignidad que flotaba a su alrededor, era que carecía por completo de ventanas, ni la más pequeña abertura se abría en sus muros, lo que le daba un aspecto aún más rotundo, aún más real. El hombre del saco aceleró el paso. No se dirigió hacia la entrada principal, bordeó la fachada hasta dar con una puerta medio oculta entre pilares.

Llamó con los nudillos y la puerta, al tercer golpe, se abrió con un somnoliento quejido, dejando ver una escalera de caracol que se hundía en las profundidades. Antes de entrar, el hombre se quitó el gorro y lo enganchó en una presilla de su cinto. Sintió un fuerte retortijón en las entrañas al pisar la primera escalera. Un hechizo nocivo se le había echado encima, pero retrocedió al reconocerlo. La magia defensiva de la casa se replegó, permitiéndole el paso y Legión, tras musitar un juramento, comenzó el descenso.

Cada giro completo de escalera conducía a un pasillo. Legión los ignoraba por sistema. Mientras bajaba llegaban hasta él los más diversos sonidos, procedentes de las galerías que desembocaban en la escalinata: ruido de maquinaria, de cadenas, de metal contra metal, latigazos, borboteos, gritos, gemidos y súplicas que nadie atendía… Un pandemonio que hablaba de tortura, horror y encierro. Alguien lloraba, un niño tal vez, y su llanto quedó tapado por la risa brutal de su torturador. En el descansillo de uno de esos pasajes se topó con una mujer embutida en una bata manchada de sangre. Llevaba unas gafas anticuadas y un bozal de cuero. Los dos intercambiaron un saludo con la cabeza antes de proseguir camino: ella hacia arriba y él hacia abajo.

Tras largo rato de descenso, los peldaños lo condujeron al fin a la planta que buscaba. Allí, al otro lado de un corto pasillo, se veía una única puerta, de color negro. Ese era su destino.

Alargaba la mano hacia el pomo de la puerta cuando esta se adelantó a su deseo y se abrió. La estancia a la que fue a parar estaba iluminada por pebeteros y velas colocadas de mala manera sobre cualquier superficie lo bastante plana como para sustentarlas. El lugar estaba atestado de trastos, alambiques, jarras de contenido ignoto, libros deteriorados y mucho, muchísimo polvo. Una gran mesa con forma de L ocupaba la pared opuesta a la puerta. Ante ella, encorvado en una banqueta dotada de ruedas, se sentaba un anciano esquelético que en aquel preciso momento mantenía su vista fija en un libro abierto ante él. Legión alcanzó a ver que la cubierta del libro despedía un tenue brillo ambarino.

—Te has hecho de rogar, Legión —le recriminó el anciano mientras se giraba en el asiento. Tenía aire rapaz, un deje de ave carroñera ansiosa de alimentarse. El torso desnudo y lampiño, la delgadez extrema y la nariz aguileña favorecían aún más esa impresión. Parecía un buitre reconvertido en ser humano.

—Ha sido complicado encontrar cuatro niños recién muertos, Barrabás —se disculpó—. No crecen en los árboles, ¿sabes?

El anciano asintió con desgana y prolongó el último asentimiento de cabeza para señalar la mesa tras él. Legión se acercó a ella, tomó el saco con ambas manos y, tras desatar la cuerda que lo mantenía cerrado, volcó el contenido sobre la mesa. El ruido de los pequeños cadáveres al caer sonó triste y blando, pero ninguno se conmovió en lo más mínimo.

—¿Todos nacidos muertos? —preguntó el llamado Barrabás.

El otro asintió.

—Ninguno estaba vivo al salir de su madre. Y todos son recientes, al menos todo lo recientes que he podido encontrar dadas las circunstancias. Niños puros, muertos sin violencia. Justo como pedías.

Barrabás movió la banqueta a lo largo de la mesa hasta acercarse al montón de cuerpecillos inertes. Se inclinó hacia delante, tan doblado sobre sí mismo que parecía que las vértebras de su espalda iban a salir disparadas. Su nariz huesuda comenzó a agitarse en un frenético olfateo. Tomó a uno de los niños por una pierna y lo hizo a un lado.

—Demasiado tiempo muerto —gruñó—. Y esta niñita también, debió de morir días atrás en las entrañas de su madre —señaló mientras la apartaba sin contemplaciones. A continuación olfateó con detenimiento los dos cuerpos restantes—. Estos en cambio… —comenzó. Se relamió mientras proseguía su escrutinio—. Sí, sí. —Los ojos le brillaban—. Estos son perfectos. Justo lo que necesitábamos.

El anciano tomó ambos cadáveres, un niño y una niña, y los llevó consigo hasta el otro extremo de la mesa. Allí se encontraba un aparato con aspecto de enorme máquina de coser a la que hubieran añadido un complicado conjunto de probetas y matraces, repletos todos de líquidos burbujeantes. Junto a la máquina había un tablero de control plagado de palancas, ruedas y diales, y, a su lado, un montón de utensilios de filo: tijeras, agujas, bisturíes, cuchillas y escalpelos.

—¿Puedo quedarme a mirar? —preguntó Legión.

—Puedes hacer lo que te venga en gana siempre que no molestes —le respondió Barrabás mientras se levantaba de la banqueta y se acercaba hacia una estantería con paso rápido. Aquellos niños servirían, pero no podía demorarse mucho o los perdería también a ellos.

Tomó de un estante, con suma delicadeza pese a la urgencia, un bote repleto de licor amarillento. En su interior flotaban dos ojos, ambos negros por completo, sin rastro alguno de blancura ni división de iris y pupila, dos esferas que parecían moldeadas en alquitrán. Llevó el bote junto a la pareja de niños muertos. Se sentó de nuevo en la banqueta, colocó a la niña en el extraño artilugio, puso los pies en los pedales que accionaban este y lo activó. Al momento, el líquido contenido en los matraces y probetas rompió a bullir. Un chirrido punteaba cada pedaleo del anciano.

De la espalda nervuda de Barrabás comenzaron a surgir extremidades. Brotaban alrededor de sus omoplatos, de su columna, de su cintura… Eran brazos delgados, de manos pequeñas y dedos minúsculos que se abalanzaban nada más aparecer hacia los controles de la máquina y los utensilios cortantes. Un par de manos tomaron el frasco de los ojos negros, lo abrieron con destreza y extrajeron uno de ellos. El caos de brazos fue pronto de tal magnitud que Legión, desde donde estaba, dejó de ver al anciano. Los pies accionaban los pedales de la rueca cada vez más deprisa. Barrabás susurraba para sí, absorto, perdido en su tarea.

Legión se retiró un paso y contempló la frenética actividad del brujo. Durante largo rato los únicos sonidos en la estancia fueron el traqueteo de la máquina, el canturreo del anciano y el bullir de líquidos.

Luego, de pronto, una niña muerta rompió a llorar.

* * *

Catorce años después.

El edificio, un caserón enorme situado en el casco antiguo de Berlín, comenzó a arder pasada la medianoche. Los vecinos del inmueble escucharon una potente explosión justo antes de que el incendio se declarara con lo que, en principio, se achacó el fuego a una fuga de gas. Dos dotaciones de bomberos se presentaron en la zona y comenzaron de inmediato las labores de extinción al tiempo que la policía desalojaba las viviendas vecinas por miedo a que el incendio se extendiera.

La casa era un anticuado edificio con un jardín mal cuidado, repleto de matojos desde los que se atisbaba un columpio de aire vetusto. Una de las alas de la casa estaba en llamas y buena parte de su fachada se había venido abajo; la otra ala y la zona central, en cambio, todavía se encontraban a salvo del fuego. Mientras un grupo de bomberos se dedicaba a controlar el incendio, otro grupo entró en el caserón para socorrer a las posibles víctimas. No habían pasado ni dos minutos cuando un miembro del contingente salió de la casa, con el casco en la mano y el semblante lívido. «Está lleno de muertos», anunció. Y tanto el tono de su voz como su aspecto dejaron claro que lo que habían encontrado estaba muy lejos de ser el escenario normal de un incendio.

Con la entrada asegurada, los primeros policías entraron en la vivienda. Los cadáveres estaban repartidos por todo el lugar, tan despedazados que resultaba imposible hacerse una idea de su número. El incendio había cortado el suministro eléctrico y los policías y bomberos avanzaban bajo el resplandor de las linternas. Su luz movediza iluminaba la carnicería. La sangre lo manchaba todo. Una de las linternas alumbró algo imposible, un antebrazo enorme, tres veces superior a lo normal, velludo y musculoso, de uñas negras y afiladas. No encontraron más restos de aquel coloso, pero sí dieron con sus huellas: pisadas descomunales impresas en sangre que desaparecían de pronto en mitad de una sala abarrotada de cuerpos carbonizados. Nadie daba crédito a lo que veía. Entre aquellas paredes había tenido lugar una verdadera batalla, no había otro modo de describirlo. Se veían armas de todo tipo esparcidas por el suelo: espadas, dagas, revólveres de aspecto extraño… La sensación de irrealidad en la que estaba sumido el grupo de bomberos y policías iba en aumento a medida que se adentraban en el edificio.

Pronto encontraron las primeras llamas. Hasta el fuego tenía un aspecto acorde con aquel ambiente de pesadilla: un tono amarillento, bilioso. El humo que culebreaba en las alturas parecía casi un ser vivo que intentara ocultarse a la vista. El agua a presión de las mangueras fue extinguiendo el fuego y facilitó el avance de los bomberos. Y mientras proseguían la marcha más y más cadáveres les fueron saliendo al paso. Descubrieron el cuerpo de una mujer desnuda clavado en la pared por un arpón descomunal; tenía los ojos cubiertos por una venda en la que aparecía dibujado un ojo de pupila irisada que, a la luz de la linterna y al resplandor del fuego, parecía moverse, vigilante y atento. Más adelante, para su sorpresa, se encontraron con un caballo muerto; estaba tumbado de costado con el vientre abierto y las tripas fuera. La presencia de aquel animal fue tan perturbadora que nadie se dio cuenta de que tenía un cuerno en la frente.

Por fin, tras una eternidad de horrores y cuerpos despedazados, llegaron al que parecía ser el epicentro de la explosión. Tras un duro batallar contra el fuego pudieron comprobar el estado ruinoso en que había quedado la estancia. Los tabiques estaban hechos añicos, los muebles eran irreconocibles y los restos humanos que salpicaban el lugar eran demasiado pequeños como para reconocer a qué parte del cuerpo pertenecían. Pero lo más sorprendente de todo era que, en mitad de aquella devastación, había un espacio para la calma: un círculo de metro y medio de diámetro que, de modo sorprendente, no había sido tocado por la destrucción: el entablado del suelo estaba entero, limpio de mugre y ceniza, y hasta se podía ver una silla intacta, tumbada de costado allí dentro. En el centro de esa isleta estaba tendida la niña, una joven de unos catorce años, hecha un ovillo. Un bombero fue el primero en reaccionar ante aquella insólita presencia y acercarse. Justo cuando llegaba al borde de aquel círculo imposible pareció chocar contra el aire, como si se hubiera topado con una barrera invisible. Dio un paso atrás, sacudió la cabeza y avanzó de nuevo, con más precaución esta vez. Fuera lo que fuera, lo que le había impedido acercarse en primera instancia había desaparecido. Se acuclilló junto a la niña y la examinó con cuidado. Era una muchacha morena, de pelo largo y rasgos muy marcados. Mostraba una quietud de piedra que le hizo pensar que el milagro no era tal y que estaba muerta. Pero de pronto la joven abrió los ojos de par en par y se incorporó con tal celeridad que el bombero estuvo a punto de perder el equilibrio, asustado por tan brusco movimiento. Por un momento, pensó que a la chica le faltaba el ojo izquierdo pero no tardó en darse cuenta de que lo que había tomado por una cuenca vacía era en realidad un ojo negro por completo, sin iris, ni pupila. La joven estaba aterrorizada.

—¡Ariadna! —gritó y la angustia de su voz eclipsó la devastación que los rodeaba, fue como si todos y cada uno de los cadáveres que habían encontrado en la casa le hubieran prestado su voz para que pusiera en palabras el horror que habían vivido allí esa noche—. ¡Ariadna! —repitió.

Luego cayó inconsciente, sumida en un desmayo profundo del que tardaría días en regresar.