LA CANCIÓN SECRETA DEL MUNDO

LA CANCIÓN SECRETA DEL MUNDO

Elías fue el primero en despertar, consciente de que algo no marchaba bien. Se incorporó en la cama deshecha, alerta de inmediato. La noche anterior se había sobrepasado con el alcohol y las drogas, pero el primer disparo de adrenalina borró de su organismo entrenado cualquier rastro de toxinas. Se despertó limpio, perfectamente consciente. La siguiente en abrir los ojos fue Galerna, tumbada a su lado. La mujer se sentó en la cama, tan alerta como el hombre con quien compartía lecho. Llevaba la máscara negra puesta, nunca se la quitaba, ni para dormir ni para amar. Elías jamás le había visto la cara, y no le había hecho falta para enamorarse de ella, de su furia, de su intensidad. No cruzaron palabra alguna, no fue necesario. En un movimiento gemelo ambos desenfundaron y empuñaron las armas que la noche antes habían dejado colgadas de los postes de la cama.

Saco lloriqueaba. Estaba metido en su hedionda mochila, tirado en la esquina donde lo habían arrojado de malas formas la noche anterior. Sus gimoteos y el ruido de la tela al retorcerse había sido lo que les había despertado. Saco estaba aterrado.

—¿Le habías oído llorar antes así? —preguntó Galerna, en voz baja, apenas un susurro.

Elías negó con la cabeza.

—Nunca le había oído llorar —dijo.

Saco y él habían formado equipo en otros tiempos, cuando la cosa de la mochila respondía al nombre de Ronald y todavía era humana. Habían sido exploradores de los lugares de paso, cartógrafos de los caminos olvidados. Una profesión arriesgada pero sumamente lucrativa si la suerte te sonreía. Y así había sido durante tres años, hasta el día en que decidieron explorar las ruinas de piedra esmeralda que cruzaban la vía empedrada que estaban cartografiando. Allí, tras no pocas vicisitudes, habían encontrado una curiosa joya en forma de corazón, con un diamante del tamaño de un puño dentro. Se encontraba en una cámara de grandes dimensiones, con todo el aspecto de haber contenido en el pasado innumerables tesoros, como atestiguaba el hecho de que aquí y allá se podía ver todavía alguna moneda suelta o alguna alhaja solitaria. El corazón con el diamante estaba sobre un atril situado en el centro de la estancia, un lugar de privilegio que hablaba a las claras de su importancia. El hecho de que fuera la única pieza de valor real que había sobrevivido al saqueo no les inquietó demasiado. Se creían preparados para cualquier tipo de contingencia. Tomaron todas las precauciones posibles, como hacían siempre que se topaban con objetos susceptibles de estar encantados: medidores de magia, detectores de maldiciones, hasta activaron los campos deflectores de hechicería agresiva. Ronald roció la joya con un espray de gel inerte y luego, con las manos embutidas en guantes protectores, procedió a retirarla del soporte. Y nada más tocar el corazón, Ronald se desplomó. Ni siquiera gritó. Simplemente se vino abajo, todavía con la joya en las manos. Su carne comenzó a burbujear, a estirarse y a encogerse… Empezó a perder su forma humana a ojos vista, era como si su esqueleto y sus órganos internos se estuvieran deshaciendo y la carne se derrumbara sobre ellos. Su piel se removía de una manera espantosa, daba la impresión de que corrían gusanos líquidos debajo. Aquel fenómeno no duró mucho. Ronald pronto quedó convertido en un engendro derramado en sí mismo, una masa informe y blanda contenida dentro de su propio pellejo.

Y pese a todo, continuaba vivo. Elías estuvo tentado de reventarlo de un tiro allí mismo, más por asco que por misericordia. Pero en cambio, conteniendo las náuseas, introdujo aquello que una vez fue Ronald en su mochila y se marchó del lugar, dejando el corazón en el suelo de la cámara expoliada. Ese día nació Saco. Aquella extraña joya le había hecho perder la humanidad y la cordura, pero a cambio le otorgó curiosos dones. Entre sus muchos talentos había dos ciertamente útiles: Saco era un rastreador implacable, incapaz de perder el rastro de una presa una vez captado su olor, por mucha magia que pudiera protegerla; pero es que además también era un maravilloso detector de peligro, Elías había perdido la cuenta de las ocasiones en las que los había alertado sobre la cercanía de problemas. Pero nunca antes lo había oído llorar.

El líder mercenario, desnudo por completo, se acercó a la mochila con su arma dispuesta mientras Galerna despertaba a Claudia, que todavía roncaba con suavidad, acostada en diagonal en la cama, tan desnuda como los otros dos. Su cabello moreno se derramaba alrededor de su cabeza como una sombra líquida, espolvoreada aquí y allá con alguna de las plumitas verdes con las que se adornaba el pelo. La mercenaria refunfuñó y parpadeó somnolienta. Solo necesitó ver la expresión de su compañera para darse cuenta de que algo marchaba mal. Murmuró la primera palabra del despertar y se incorporó también, lúcida y atenta.

Elías se acuclilló junto a la mochila que contenía a su antiguo compañero de andanzas.

—¿Qué te ocurre, Saco? —preguntó, con los antebrazos apoyados en las rodillas—. ¿Un mal sueño? ¿Estás teniendo una pesadilla, viejo amigo? —Ocurría con frecuencia. Muchas noches le escuchaban removerse dentro de su mochila, entre gimoteos y balbuceos. Cuando el ruido les impedía dormir lo encerraban en el cuarto de baño o en algún armario.

Pero aquello no era una pesadilla. Saco estaba despierto. Entre su llanto frenético se alcanzaban a distinguir palabras. Su voz era líquida, burbujeante. Costaba trabajo entender lo que decía.

—Calaveras, tumbas y arañas —barbotaba—. Sombras desde las sombras. Ya vienen. Ya vienen. ¡Ya vienen! Traen cuchillos y dentelladas, veneno, ácido y hueso. Viene la muerte. La muerte y la espada. —El llanto se hizo más amargo si cabe. La mochila rebulló, vibró, casi se alcanzó a distinguir una forma semejante a una mano humana tensando la tela—. ¡No hay tiempo ni luz ni oscuridad! —dijo y Elías se estremeció al oírle decir aquello—. ¡Ya vienen! ¡YA VIENEN!

Elías se incorporó e hizo un gesto a las dos mujeres que lo acompañaban. Las dos se movieron veloces hacia la puerta. Claudia estaba también ya armada. Las culebras que se enroscaban en torno a las armas que empuñaba sisearon inquietas tras el repentino despertar. Elías se colocó a Saco al hombro y las siguió fuera al tiempo que murmuraba una orden de alerta: dos palabras clave que se transmitieron al instante a los intercomunicadores que el resto de los mercenarios llevaba insertados en los oídos, poniéndoles sobre aviso de que se avecinaban problemas.

Desde hacía unos meses la base de operaciones de los seis de Elías era una gran casona a las afueras de Angulema. Era una casa vieja de tres plantas, con aspecto de haber sido posada en otros tiempos. Las habitaciones se repartían por las plantas superiores, mientras abajo el espacio se dividía entre varias alacenas, una gran cocina y una amplia sala que en otros tiempos debió de servir de comedor común, hasta contaba con un pequeño escenario. La habían escogido por la tranquilidad de la villa, pero, sobre todo, porque apenas a cien metros de distancia había una casa igual.

El resto del grupo no tardó en aparecer. Estrago y Venecia, el gigante y el enano, estaban también desnudos; la virilidad del pequeño colgaba enorme entre sus piernas, mientras que la del gigante era casi inexistente. Humberto, el más joven del grupo, llevaba un pijama negro abotonado hasta el cuello y empuñaba con brío un arma de los filos de gran calibre, casi tan grande como él. El único que estaba vestido por entero era Gozola, el hechicero árabe no parecía dormir nunca. Su rostro hierático se giró hacia ellos al verlos aparecer en las escaleras.

Elías hizo un gesto con la cabeza al gigante y el enano para señalar después la ventana enrejada junto a la puerta. A continuación, también sin mediar palabra, indicó a las dos mujeres del grupo que se dirigieran hacia la otra ventana de la planta baja. Hacia allí fueron unos y otras, sigilosos y veloces. Los cuatro se asomaron con suma precaución a las ventanas, en movimientos casi calcados. Fuera no se veía nada. Solo una pesada madrugada en la que se adivinaba ya el puntear del sol. Las calles estaban desiertas, no se veía un alma.

Humberto y Gozola flanqueaban a Elías; el primero apuntaba con su impresionante fusil hacia la puerta principal.

El árabe tenía los ojos entrecerrados y silabeaba hechizos de protección para el grupo mientras acariciaba la cabeza de cuervo que llevaba al cuello.

—¿Instrucciones, carismático líder? —preguntó Venecia. Susurraba, pero su voz llegaba amplificada al oído de Elías. Habían pasado a modo combate.

Elías guardó silencio. Parte de él sentía una curiosidad tremenda por averiguar qué era capaz de volver loco de miedo a su antiguo compañero de fatigas, pero su instinto de supervivencia era demasiado fuerte. Si algo había aprendido en los últimos años era que siempre había que poner pies en polvorosa en cuanto Saco daba la primera señal de alarma. Y esta vez no iba ser diferente.

—Nos marchamos de aquí —ordenó—. Nos marchamos de aquí ahora mismo.

Como siempre que escogían un lugar donde alojarse, por muy provisional que este fuera, se cuidaban mucho de tener siempre lista una salida de evacuación, una puerta de emergencia por la que huir si las cosas se ponían mal. En el caso de aquella antigua posada era un pasadizo secreto que conducía a las afueras del pueblo. Claudia tenía la opinión de que aquel sitio más que una posada había sido un burdel y que esa entrada era la que usaban los clientes más discretos. La trampilla al pasaje estaba en una de las alacenas, oculta bajo un barril vacío. Hacia allí se dirigieron, en formación perfecta. Humberto caminaba de espaldas, con su rifle apuntando de manera alterna tanto a las puertas como a las ventanas. Formaban un curioso grupo, la mayoría desnudos, todos igual de alerta. En la salida de emergencia habían dejado, como hacían siempre, varias mochilas bien pertrechadas de armas, ropas, dinero y todo lo necesario en caso de huida apresurada. Estrago apartó el barril sin el menor esfuerzo. Claudia se acuclilló ante la trampilla recién descubierta y procedió a abrirla. La escucharon maldecir mientras se incorporaba y retrocedía un paso. Donde debían estar las escaleras que conducían al pasadizo ahora había piedra negra, cubierta de polvo. Habían cegado la trampilla.

—¿Gozola? —preguntó Elías.

—Un hechizo de sepulcro. Nos han aislado del exterior —anunció.

—¿Puedes disolverlo?

—Necesitaré unos minutos y no creo que nos den tanto tiempo. Capto una vibración en la trama. Una presencia se acerca. Solo una. Presiento más al acecho pero no puedo precisar dónde. La que tengo localizada viene por el camino principal, sin hacer nada para ocultarse. Pronto estará aquí.

—¿Quiénes son?

—Lo desconozco, pero su impronta es fuerte. Esto no va a ser fácil, Elías.

El mago estaba preocupado, se le notaba tanto en el tono de voz como en la mirada. Era la primera vez desde que lo conocía que lo veía alterarse por algo, y eso le inquietó tanto como el llanto desesperado de Saco en la mochila, tan exagerado ahora que no se llegaba a entender ni una sola palabra de lo que intentaba decirles.

Salieron de la alacena y regresaron al recibidor. Un vistazo a las ventanas les bastó para comprobar que tras ellas habían aparecido también aquellos fatídicos muros negros. Estaban atrapados. Lo único que se oía era el llanto histérico de Saco en la mochila. Elías amartilló el arma e hizo un gesto a sus hombres para que se desplegaran. Y justo cuando se disponían a hacerlo, la puerta de la entrada saltó de sus goznes, voló varios metros y cayó plana al suelo. Todas las armas apuntaron al unísono hacia el umbral. Vislumbraron una silueta allí, envuelta en las tinieblas de la madrugada moribunda y en remolinos de polvo. Cuando estos se disiparon la silueta se convirtió en una joven morena con la falda desgarrada y un corsé negro que se caía a pedazos. Elías tema la mano levantada, a un instante tan solo de dar la señal de abrir fuego. Pero algo lo contuvo. Aquella chica le resultaba familiar, aunque le costaba trabajo ubicarla.

Fue Claudia quien lo hizo.

—Por la Gorgona, es la cría de la subasta —dijo—. La que matamos con su familia.

—¿Qué coño…? —Elías entornó los ojos, incrédulo. Él mismo le había metido una bala en el cerebro a aquella joven. Pero era ella, sin duda. Costaba reconocerla, y no era solo por su indumentaria. Era la misma muchacha de aquella noche, sí, pero al mismo tiempo parecía otra persona. Su porte, su expresión, eran diferentes por completo—. ¿Cómo es posible que siga con vida? —le preguntó al hechicero, desviando un instante la mirada hacia él—. ¿Nigromancia, Gozola?

El árabe sacudió la cabeza.

—Si es nigromancia, es muy antigua. Sea lo que sea esa muchacha, hace tiempo que dejó de ser humana —aseguró—. Su verdadera identidad debía de estar camuflada por algún sortilegio cuando la matamos. Ni siquiera ella misma sabía lo que era.

La joven permanecía en silencio en el umbral. Recorrió con la mirada al grupo de mercenarios, sin aparentar importarle en lo más mínimo que la apuntaran tantas armas.

—Joder, ¿a ti no te han enseñado que cuando te matan hay que quedarse muerta? —dijo Venecia—. ¡Hay que tener un poco más de seriedad!

—A lo mejor ha venido a que la matemos de nuevo —dijo Humberto—. Puede que le gustara.

—O tal vez venga a decirnos dónde demonios está su amiguito —gruñó Galerna. Se había acuclillado en el suelo en una pose que aparentaba ser inofensiva, pero que distaba mucho de serlo. Las manos que ocultaba bajo las axilas tenían varías cuchillas explosivas.

Elías dio otro paso al frente. Desde donde se encontraba tenía un blanco perfecto, pero se resistía a disparar. La búsqueda del ladrón de Madrid había resultado mucho más ardua de lo que se imaginaban. Saco los había conducido sin problemas hasta la muchacha. Su comportamiento durante la subasta había levantado sospechas en Gozola, pero había sido después, al inspeccionar las grabaciones de las cámaras de seguridad, cuando se habían percatado de que sus reacciones habían ido siempre por delante de las explosiones, al menos de las primeras. La muchacha sabía lo que iba a suceder. Saco había encontrado su rastro sin dificultad, a pesar de los escombros y el polvo. Solo necesitó un atisbo de su olor para guiarlos hasta su casa. En el caso de su cómplice, el tal Evan, no habían podido hallar pista alguna. Las cámaras de seguridad mostraban una sombra imposible de definir. Según Gozola, el experto en hechicería del grupo, debía de llevar puesta una capa de neblina, un artículo de lujo entre los ladrones y asesinos que los enmascaraba ante cualquier sistema de grabación. Y que, entre otras características más, conseguía que su portador no dejara el menor rastro de su olor.

De nuevo tuvo la impresión de que aquella muchacha no era la misma persona a la que había asesinado semanas atrás. Se preguntaba si no se trataría de su gemela, cuando la joven habló, disipando cualquier duda que pudiera tener sobre su identidad.

—Mi amiguito está muerto —anunció—. Evan murió en un mundo lejano, atravesado por la misma espada que llevo al cinto. La reconocéis, ¿verdad? No ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la visteis.

Claro que la reconocían. Era Matanza. Uno de los tres objetos robados en la subasta de Angus Rovira.

—¿Cómo has escapado de la tumba, niña? —le preguntó Elías.

—Escarbando.

—Debimos enterrarte más profundo entonces. No cometeremos el mismo error dos veces.

—No, no lo cometeréis. —Y a pesar de su cándido tono de voz quedó claro que aquello era una amenaza—. Ahora voy a realizar ciertos movimientos que quizá os resulten sospechosos —anunció con calma—. Pero no temáis. Solo voy a deshacerme de unas cuantas cosas. —Mientras hablaba, muy despacio, Ariadna se desató el cinturón y lo dejó caer a sus pies. Matanza, todavía envainada, hizo un ruido notable al caer. La joven retrocedió un paso. Después, de uno de sus bolsillos sacó la brújula de la Umbría y la ampolla con la sangre de Nocta. Depositó ambos objetos junto al arma, con más cuidado esta vez—. Aquí está todo lo que robó Evan de la subasta —les informó—. Solo tenéis que venir hasta aquí para recuperarlo.

—¿Qué patochada es esta? —preguntó Elías. No iba a entrar en el juego de la muchacha—. Ah. Claro. Eres la princesa vengativa del cuento, ¿no es así? Has realizado tu camino de superación y ahora te crees preparada para darle su merecido a los villanos que tanto daño te hicieron. ¿Me equivoco?

—Te equivocas. —Les dedicó una sonrisa entre cruel y burlona, una sonrisa que Elías conocía muy bien: la misma que a veces enarbolaban ellos a la hora de matar, cuando se terminaban los juegos y caían las máscaras—. Esto ni siquiera es personal —dijo—. Diría que son negocios, pero tampoco sería cierto. Solo es el orden natural de las cosas. —Hizo un gesto al aire, como quien intenta atrapar un insecto con la mano, pero lo que apareció en su puño fue un cuchillo envuelto en humo negro. Un arma vinculada a la Umbría—. ¿Recuerdas la noche en que me asesinaste a mí y a mi familia? —preguntó entonces—. Yo la tengo grabada a fuego en la cabeza, la misma que me volaste de un tiro. ¿Recuerdas el bonito discurso que nos soltaste cuando mi madre preguntó por qué lo hacíais? Fue muy emotivo. Conmovedor. Dijiste algo así como que había un mundo muy duro ahí fuera y que teníais que haceros respetar. Que no os podíais permitir la menor muestra de debilidad porque si lo hacíais los lobos se os echarían encima. Habéis fracasado —les anunció con una seriedad temible, su rostro era una sombra, un rictus inhumano—. El mundo de ahí fuera sabe ya lo débiles que sois, sabe que no sois nada, un puñado de idiotas con mucha labia y muchas armas. Y nosotros somos los lobos. Nos han soltado para devoraros.

De pronto hubo movimiento a su espalda. Nuevas figuras emergían de la madrugada y cruzaban el umbral. Las armas indecisas de los mercenarios cambiaban una y otra vez de blanco. Un ser pétreo que empuñaba un látigo en llamas fue el primero en pasar. Una criatura de ojos romboidales con las manos recubiertas de campos de energía mística fue el siguiente, en su rostro un gesto de burla, de diversión plena. Un gigantón que caminaba rígido como un autómata, embutido en una armadura negra, pasó después. Lo siguió una mujer desnuda, con la cabeza envuelta en vendas repletas de garabatos.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Claudia. Su voz sonó estrangulada al contemplar el desfile de engendros. Había un espejo enorme en una de las paredes y allí se intuyó una silueta hecha a retazos, una figura oscura que parecía fabricada a base de piezas de puzle forzadas a encajar entre sí a golpes—. ¡¿Qué es todo esto?!

—¡La Carroña! —aulló Saco desde su mochila—. ¡La Carroña! ¡Llega la Carroña!

Y la simple mención de ese nombre les hizo comprender a todos que allí acababa su historia.

Ariadna dio un paso dentro de la casa. La rodeaba una oscuridad insólita.

—No penséis en nosotros como asesinos despiadados —les dijo—. Ni nos toméis por monstruos. Solo somos el mal necesario, el filo de las tinieblas, el aliento del abismo. Nuestra voluntad no nos pertenece, es la del terremoto, la del volcán que entra en erupción, la de la catástrofe inevitable. No somos más responsables de nuestros actos que los diluvios o los relámpagos. Somos la Carroña, y hemos venido a mataros a todos.

—Por los dioses oscuros, niña, ¡qué divertida te has vuelto! —Elías le enseñó los dientes mientras se preparaba para abrir fuego. Hacía mucho que había aceptado el hecho de que iba a morir de forma violenta. Sus asuntos llevaban tiempo resueltos en la Tierra Pálida y el mundo oculto. Había vivido treinta y cinco años y había sido una vida magnífica. Sí, había merecido la pena, sin duda. Sabía que algún día le tocaría irse y si le hubieran dado a escoger el modo de hacerlo, habría elegido una muerte gloriosa; una batalla con todas las de la ley, un combate cara a cara con un enemigo imbatible. Y todo parecía indicar que eso mismo iba a tener—. Dejémonos de tonterías. Dejémonos de juegos. Somos los seis de Elías, cariño. Matamos a tus padres, matamos a tu hermano, y si hubieras tenido perro también lo habríamos matado. Sabemos lo que somos. Aquí todos lo sabemos. Somos asesinos. Asesinos como vosotros.

—No —dijo Ariadna—. Como nosotros, no. Vosotros podéis morir.

Su sonrisa fue perfecta, brillante. Una sonrisa despiadada que, de forma incongruente, la hizo, durante el breve instante que duró, tan hermosa que dolía contemplarla.

—Masacradlos —ordenó.

Y así lo hicieron.

* * *

El conde Sagrada descendió a paso lento la escalera de caracol que se adentraba en los niveles inferiores de la casa sin ventanas. No había alfombras que acolcharan sus pasos, todo era roca, roca antigua, pretérita; en muchos de los peldaños se distinguían restos fósiles, una extensa gama de criaturas del pasado lejano había dejado su sello allí, había trilobites, huellas parciales de monstruos antediluvianos, siluetas de peces que movían al espanto y un amplio catálogo de engendros prehistóricos de los que solo quedaba constancia en las pesadillas de los paleontólogos. Cuando la escalera llegó a su fin, el conde, con la misma calma, con la misma parsimonia, avanzó por los pasillos estrechos del último nivel de la mansión. Las paredes estaban hechas de esqueletos fusionados, un collage interminable de cráneos y calaveras, de tibias y peronés, de huesos carentes de nomenclatura que habían pertenecido a seres que llevaban eones extintos… Los gritos allí abajo eran continuos, tremendos. No cesaban nunca. Y era necesario que así fuera. El dolor era la fuente de todo su poder, tanto del de la casa como del suyo propio. Sin dolor ambos sucumbirían. Las puertas negras de los calabozos aparecían pegadas casi unas a otras; era un desfile constante de puertas idénticas: metálicas, herrumbrosas, plagadas de manchas de óxido y cuajarones de sangre. Por desgracia había demasiadas mazmorras vacías. La revolución de Cicero había tenido consecuencias en ese aspecto. Para trasladar la casa a la Umbría, el conde Sagrada había necesitado recurrir a buena parte del poder almacenado en sus víctimas y eso acabó consumiendo a muchas de ellas. Hubo casos de combustión espontánea, aunque la mayoría, simplemente, no pudo soportar tanta tensión y murió cuando sus órganos se colapsaron. El conde no había podido aprovechar ninguno de sus cadáveres, el daño que habían sufrido era demasiado grave como para proporcionarles el aliento de la segunda vida.

No tardó en encontrar la mazmorra que buscaba, idéntica a las demás en todo menos en un importante detalle: allí dentro nadie gritaba. Los torturadores tenían prohibido el acceso a aquella celda, tanto los de carne y hueso como los de ectoplasma y niebla. La puerta de la mazmorra se abrió en cuanto el conde se aproximó a ella. La casa respondía a su presencia, siempre lo hacía. Muchos aseguraban que no había distinción alguna entre la casa sin ventanas y él, afirmaban que eran un mismo ente dividido en dos mitades. Unos tomaban al conde por la personificación de aquel lugar encantado, una prolongación del mismo que había adoptado aspecto humano. Otros, en cambio, aseguraban que había sido el propio conde quien había ido exudando la casa a su alrededor, de igual modo en que un caracol genera su cáscara en sus primeras etapas de existencia. Ambas teorías se equivocaban, pero no del todo.

Una vez la puerta se abrió por entero, el conde pasó dentro.

El cautivo se incorporó a medias en su jergón nada más oírlo entrar. No tenía modo de saberlo, pero su mazmorra era muy diferente a la de la mayoría de las víctimas de la casa sin ventanas y no solo por la ausencia de gritos. Su celda era lo bastante grande como para contener una litera, una banqueta, una mesita y una pequeña estantería; el resto de habitáculos de los niveles inferiores eran poco más que ataúdes, exiguos espacios donde solo había espacio para la víctima y su torturador. El cuarto de baño, eso sí, era un simple agujero en una esquina. A través de él, ascendía en ocasiones un hedor fétido, nauseabundo, que más que de restos fecales hablaba de carne descompuesta. Por aquel sumidero, de cuando en cuando, también llegaban gritos, alaridos terribles que a veces tardaban mucho tiempo en apagarse. En los primeros meses, tanto el olor como el griterío habían estado a punto de volverle loco. Pero hacía tiempo que se había acostumbrado a ellos.

Quien había entrado no podía ser otro que el conde Sagrada. Los sirvientes silenciosos que velaban por sus necesidades ya le habían rendido visita aquel día y no volverían a hacerlo hasta mañana, cuando regresaran para lavarlo y darle de comer.

El conde se sentó en la banqueta. El prisionero escuchó el sonido de su cuerpo fibroso al acomodarse en el asiento, el leve susurro de la ropa al pasar una pierna sobre otra en un gesto que le resultaba tan familiar como uno propio. Oyó después un tabaleo rítmico sobre la mesa cuando el señor de la Carroña comenzó a golpear la madera con los dedos. Transcurrieron unos instantes de absoluto silencio. El cautivo sabía muy bien lo que venía a continuación, aun así no pudo evitar estremecerse cuando Sagrada comenzó a leer en él. Fue como si alguien le acabara de retirar la piel de un tirón para fisgar debajo. El conde Sagrada se asomaba a su interior sin ningún tipo de remilgo ni pudor, su mirada estaba repleta de escalpelos invisibles, de bisturíes de hielo que se adentraban en su carne, explorando con una intensidad más allá de lo morboso. Daba igual los años que transcurrieran, nunca podría acostumbrarse a ese violento escrutinio. En los primeros tiempos, había vomitado muchas veces tras sus visitas, como si su cuerpo intentara purgarse de la repugnancia que le causaba aquel ser. Él había sido lector en otro tiempo, en otra vida, sin embargo nunca había leído en nadie de una forma tan agresiva. Pero es que la lectura del conde no tenía nada que ver con la lectura normal. Iba más allá. Aquella lectura profunda era capaz de volver del revés a un hombre, de transformarlo. El conde no solo tenía la capacidad de leer entre líneas. También podía escribir entre ellas.

Durante los primeros años, no había dicho nunca ni una sola palabra durante los escrutinios a los que le sometía Sagrada, pero con el paso del tiempo se había obligado a tomar parte activa de ellos, poniendo en palabras lo que el conde iba a averiguar de todas formas. Necesitaba alimentar la fantasía de que era algo más que un simple intermediario en todo aquello, algo con tan poca voluntad e iniciativa como un telescopio o un monitor. Por supuesto, nunca había intentado ocultarle nada. Si algo tenía claro era que el conde, más pronto que tarde, terminaría descubriendo cualquier engaño. Y no quería ni pensar en las consecuencias que eso podría acarrear.

—Los mercenarios están muertos —le anunció cuando ya no pudo soportar más la tensión—. La Carroña ha dado buena cuenta de ellos, aunque no de todos. Tenían una extraña criatura en una mochila que han decidido traerse a la casa sin ventanas para estudiarla, por su rareza y porque no estaba incluida en el contrato. Ariadna no vuelve con el resto. Se ha marchado a la Tierra Pálida. No le ha contado a nadie sus motivos, solo ha asegurado que no tardaría en volver. Ahora mismo está en Madrid.

El conde guardó silencio, no dijo una sola palabra durante todo el tiempo que duró la lectura. Una vez la dio por finalizada y lo liberó de su mirada, el prisionero le escuchó levantarse y marchar hacia la puerta. Giró la cabeza en dirección al sonido de sus pasos, ese sordo retumbar, esperando, aunque le costara admitirlo, una frase de despedida o de agradecimiento, aunque fuera mínima. Tenía los ojos abiertos, pero poco importaba. La realidad cercana le estaba vedada; llevaba casi diecinueve años sin ver el mundo exiguo que lo rodeaba. Pero eso no quería decir que estuviera ciego. La puerta de la mazmorra se abrió y cerró en silencio, pero el antiguo lector fue consciente de la levísima corriente de aire que entró en la estancia mientras el conde salía.

Luego, agotado por la sesión de lectura, se tumbó en su camastro y cerró despacio los ojos. Esos ojos que no le pertenecían, esos ojos con los que no había nacido. Ambos eran diferentes, el derecho era gris pálido, de un hermoso color ceniza, el izquierdo azul, como un cielo limpio y claro. El gris, desde hacía semanas, solo le mostraba la negra oscuridad sin mácula de la no existencia. El azul, en cambio, le mostraba la libertad, la luz del sol, la vida disparatada del mundo oculto y de la Tierra Pálida. Desde ese ojo veía lo que veía Ariadna, como había sido siempre, desde hacía más de dieciocho años.

En aquel preciso instante, la virago estaba contemplando las ruinas de la que había sido su antigua casa, ahora poco más que un solar. Atardecía, el sol se inflamaba en el horizonte. Era un crepúsculo hermoso. La joven llevaba largo rato allí, oculta en las sombras de una callejuela cercana. El prisionero no podía saber a ciencia cierta en qué estaba pensando, pero llevaba tanto tiempo unido a ella que solo por la postura y la forma de mirar fue capaz de adivinar la línea general de su pensamiento.

Ariadna se estaba despidiendo.

* * *

Ramiro Cabañas abrió los ojos de pronto.

No sabía a ciencia cierta qué le había despertado. Quizá fue el tenue olor a perfume, un olor suave, dulce, que le recordó a la lluvia de otoño y a cielos plomizos, o el extraño escalofrío que le había asaltado en sueños y que le había hecho pensar, de manera incongruente, que estaba muerto y que en aquel mismo instante alguien caminaba sobre su tumba. Se incorporó en la cama, esperando a medias que su cabeza chocara contra la tapa de su ataúd. Fuera todavía era de noche, pero no había bajado del todo la persiana y la luz de las farolas se colaba entre las rendijas. Estaba nevando y la blancura de los copos que se desprendían del cielo dotaba a su cuarto de una iluminación neblinosa, irreal. Por un instante creyó continuar soñando.

La muchacha estaba sentada a los pies de la cama, con las rodillas dobladas casi hasta la barbilla. Llevaba unas botas de estilo militar, repletas de hebillas y remaches; unas medias grises, una falda corta rojo oscuro y un corsé de cuero. Toda su ropa estaba desgarrada, repleta de cortes y destrozos. Tenía los labios pintados de negro y la mirada perdida en algún punto indeterminado de la estancia. Fueron sus ojos lo que le hicieron recordarla: era la joven que había atropellado hacía casi tres meses, la muchacha delirante que se le había cruzado en aquella noche sin sentido. A la luz etérea de la nieve parecía frágil, casi fantasmal. Ramiro Cabañas se preguntó si estaría muerta, si no sería un espectro lo que se había plantado en su cama. Por absurdo que pareciera no sintió ningún temor. Y resultaba paradójico que así fuera, porque la joven transmitía una enervante sensación de peligro inminente, de catástrofe a las puertas. Casi podía captar en el aire un aroma de sangre reciente. Aun así, Ramiro Cabañas supo sin ningún género de dudas que aquella muchacha no estaba ahí para hacerle daño.

—Hola —dijo y se sintió estúpido al instante. ¿Qué se le dice a alguien que se ha colado en tu cuarto de madrugada?

—Hola —contestó ella.

—Tienes buen aspecto. —Se sintió más estúpido si cabe tras decir eso—. Mejor aspecto que la última vez que te vi, claro.

—Voy mejor vestida. —Le ofreció una sonrisa mínima, fugaz, un visto y no visto—. Siento mucho lo que pasó aquella labran noche. Lo de robarte y eso. Me pillaste en un mal momento. Supongo que te diste cuenta.

Él asintió. No sabía qué decirle. ¿Que cuando pensaba en ella siempre sentía unas ganas inmensas de llorar? ¿Que de algún modo se había dejado parte de su tristeza olvidada dentro de él? La observó a la luz de la nieve temblorosa, los colores de la estancia parecían diluirse, como si el blanco lo estuviera copando todo. La tristeza continuaba allí, se había fundido con aquella joven, se había hecho una con sus rasgos. Pero había también algo nuevo en ella, algo sobrecogedor, un poder desmedido, una fuerza y una energía que dejaban clara su voluntad de, a pesar de todo, seguir adelante y no dejarse doblegar. Quería abrazarla, quería estrecharla contra su pecho y asegurarle que todo iba a salir bien. Y al mismo tiempo quería que se marchara de su habitación cuanto antes.

—Se llama Inna —dijo ella de pronto. Su voz era melodiosa, su voz transmitía secretos, hablaba de misterios por desvelar, de lo oculto, de la canción secreta del mundo—. Ese es su verdadero nombre. Pero no quiso ensuciarlo cuando la obligaron a prostituirse. Por eso se lo cambió. Te espera en la gasolinera que está cerca del local donde la conociste. Estará allí hasta el amanecer, si no has llegado para entonces se marchará. Le he dado una mochila con suficiente dinero como para que os podáis construir una vida nueva en cualquier parte del mundo. —Sus ojos discordantes se clavaron en él—. No te engañes —continuó—. No te quiere. De hecho te odia, como odia a todos los hombres que se aprovecharon de ella. Pero te querrá, cuando pase el tiempo necesario, cuando las heridas comiencen a sanar, te querrá... Aunque será duro al principio. Terrible. Pero así es como se las mejores historias: con dolor y sufrimiento. Lo que pase a partir de ahora es asunto tuyo. —Se levantó de la cama. El olor a otoño se desplazó con ella. Ramiro Cabañas casi creyó escuchar un sonido de violines a su alrededor. ¿Qué era esa canción? ¿Esa música casi inaudible a flor de piel? ¿De dónde llegaba?

Sacudió la cabeza, incapaz de creer lo que estaba sucediendo.

—Me espera… —dijo, con la voz desgarrada. No había vuelto a verla desde el atropello. Había intentado olvidarla, pero no había noche en que su presencia no se abriera paso en su mente a puñaladas, a gritos. Sus ojos azules, su cintura, su forma de hablar, la dureza de su mirada tras la que se ocultaban unas tremendas ganas de vivir. Siempre que la había visitado se había sentido sucio y miserable, como si se estuviera aprovechando de algo sumamente valioso, como si estuviera violando a una diosa.

«Solo soy un hombre. Solo soy barro. No me merezco la felicidad». Tragó saliva. ¿Qué era esa música? ¿De dónde venía?

—Te esperará hasta el amanecer —repitió ella.

—¿Quién eres? —preguntó.

—No importa.

—Necesito saberlo —insistió él—. Porque no sé qué pasará esta noche. No sé si me armaré de valor para ir con ella. No lo sé. No lo sé. Pero sí sé que a ti nunca podré olvidarte. —Apartó las sábanas de la cama y salió de esta. Llevaba un pijama ridículo encima, pero no le importó—. Necesito un nombre.

«Necesito saber a quién rezarle por las noches, cuando el mundo esté vacío y la oscuridad me rodee. Necesito un nombre al que abrazarme cuando no crea en nada y nada crea en mí».

—Ya lo tienes. —Su sonrisa era radiante y maléfica—. Inna —dijo—. Se llama Inna. Ese es el único nombre que necesitas conocer. Y un último consejo: nunca, nunca, la llames Susana.

* * *

Desde su encierro en la Umbría, el prisionero fue testigo de cómo Ariadna, esquiva como una sombra, abandonaba la casa del muchacho que la había atropellado al poco de volver a la vida. La vio alzar la mirada hacia el cielo desde el que se precipitaba, mansa, la nieve, en forma de una lluvia lenta de plumas blancas. Varias cayeron sobre el rostro de la muchacha. La virago cerró los ojos, como si quisiera disfrutar al máximo del placer frío de la nieve al derretirse en la cara. Había algo de pureza en ese gesto que al lector lo conmovió.

El conde Sagrada lo había abordado hacía casi diecinueve años, durante una noche de invierno muy similar a aquella a través de la que se abría paso Ariadna. Había sido en su otra vida, antes de que su mundo se redujera a aquella mazmorra en los niveles inferiores de la casa sin ventanas. Había llegado a casa ya de madrugada. El trabajo aquel día había sido agotador. Lo habían contratado como lector externo en un conflicto de intereses en Filo Damocles, un asunto rutinario aunque muy bien pagado. Todos sus contratos estaban bien pagados; era un lector de nivel alto, con lo que eso conllevaba. Si no había profundizado más en la lectura era por mero miedo estético. Los niveles superiores traían aparejados cambios físicos y, al menos de momento, había decidido evitarlos. Vivía en un pequeño chalet en una barriada exquisita de Estocolmo. El lector entró en absoluto silencio, hasta se descalzó en la entrada. No quería despertar a los niños o a Bárbara.

El conde Sagrada estaba en el salón. Las maldiciones de guardia que protegían la casa no habían servido de nada, ni las alarmas, ni los hechizos de vigilancia de última generación. El intruso se encontraba de espaldas a la puerta, con las manos entrelazadas tras la cintura, contemplando el cuadro que colgaba sobre la chimenea: un original de Dalí del que muy pocos conocían su existencia. Tenía todo el aspecto de un visitante de un museo, cautivado por una de las obras allí expuestas. El lector llegó al extremo de pensar que, en el colmo del absurdo, había tomado por sorpresa al intruso.

Leyó entre líneas en él. Al menos lo intentó. La más soberbia oscuridad rodeaba a aquel hombre, era un vacío gélido, un agujero en la realidad. Aquella sombra reaccionó de forma violenta a su escrutinio, se abalanzó sobre él y lo envolvió en su seno. Al momento, se despertó en su mente una amalgama de antiguas fobias no superadas: a heridas en los ojos, a las cucarachas reventadas en el suelo, al movimiento de las escolopendras bajo las piedras y a las aglomeraciones de gusanos en la carne podrida. Su voluntad se desvaneció. El lector quedó preso de un hechizo de inmovilidad, quieto en una postura ridícula mientras aquel engendro con forma humana se giraba hacia él. La palidez de su rostro era tal que podía verse la sombra de su calavera. Sus ojos eran abismos claros, el refugio de las pesadillas. Su mirada hacía daño.

Pero el verdadero horror llegó cuando descubrió que las manos del intruso estaban manchadas de sangre fresca. Pensó al momento en sus hijos y su mujer, a los que hasta entonces había creído durmiendo a salvo en la planta de arriba. Aquella sangre solo podía proceder de las venas de su familia. Esa idea lo devastó. Intentó luchar contra la inmovilidad mágica que pendía sobre él, pero todo fue inútil.

—Deje que disipe sus temores —fue lo primero que dijo aquel ser, con su voz de cementerio colapsado—. Los suyos se encuentran sanos y salvos. Y depende de usted que continúen estándolo. Me he permitido sumirlos en sueño profundo, para no correr el riego de ser interrumpidos mientras charlamos. Deje que me presente, soy el conde Sagrada y he venido a terminar con su vida.

Conocía ese nombre. Por supuesto que lo conocía. Había pocos que vivieran en el mundo oculto que no supieran quién era. El conde Sagrada, el recolector de muerte, el alcalde de Cicero, el señor de la Carroña, el arquitecto de la casa sin ventanas… Sintió una tibieza húmeda correr por su pierna. Contra alguien como él de nada valía el sinfín de protecciones que protegían la casa, ni las salvaguardas, ni los talismanes que llevaba injertados en su cuerpo. Nada podía protegerte contra la Carroña, y mucho menos contra el ser que la comandaba. Estaba a punto de ser asesinado por una criatura de leyenda.

—Quiero que me escuche —dijo el conde—. Como le acabo de decir he venido a acabar con su vida. Y los míos siempre cumplen sus contratos. Lo sabe. Esta vez no será una excepción. Pero el cumplimiento del contrato no tiene por qué implicar su muerte necesariamente. Y como no quiero que esto sea un monólogo, voy a devolverle la voz y el movimiento. Sé que conoce algunos hechizos ofensivos. No hace falta que le diga lo inútiles que son contra mí, pero si desea comprobarlo por usted mismo, adelante. No se lo tendré en cuenta.

El lector notó cómo recuperaba el control de su cuerpo. Salió trastabillado hacia atrás, se llevó una mano a la garganta. La sensación de ahogo era tremenda. Se apartó las lágrimas de la cara a manotazos.

—La Carroña no hace tratos con sus víctimas —dijo cuando recuperó el resuello—. La Carroña mata. Acabe conmigo y márchese de aquí cuanto antes. Pero no le haga daño a mi familia, se lo suplico. Ellos no tienen nada que ver con esto. —Ni siquiera se preguntó quién podía odiarlo tanto como para contratar a esa organización mítica de asesinos. No tenía mucha curiosidad por saberlo. Un lector de su nivel siempre se granjeaba enemistades, era inevitable.

—La Carroña mata, es cierto, pero deje que le confiese un secreto: a veces hago excepciones. A veces la necesidad me obliga a llegar a tratos sumamente ventajosos para mis víctimas. ¿Me permite sentarme? —preguntó—. Le explicaré con gusto la naturaleza del acuerdo que me gustaría alcanzar con usted. Y, por favor, siéntase libre de hacerme las preguntas que considere oportunas. —El lector hizo un gesto hacia el sofá. La amabilidad con la que se conducía aquella cosa le ponía los pelos de punta.

—Si no le importa, yo prefiero continuar de pie —dijo.

—Como guste. —El conde tomó asiento. Luego lo miró con esos ojos profundos suyos, de un color variable, marrón en un parpadeo, blanco al instante siguiente, pero casi siempre azules—. Usted, en el fondo, ya está muerto. Esa premisa es básica en esta conversación y no quiero que ni por un instante la pierda de vista. Su vida ha acabado. Ahora, se lo ruego, présteme atención.

El conde Sagrada entrelazó las manos y, a continuación, le explicó la naturaleza exacta del trato que lo había llevado hasta allí. Lo hizo con una claridad intachable. La incredulidad del lector no conoció límites. Lo que le contaba aquel ser era tan surrealista, que costaba asimilarlo.

—No puede estar hablando en serio —dijo.

—Lo estoy haciendo. Le he explicado de modo meridiano qué deseo de usted. Y lo que ofrezco a cambio de sus servicios.

—Dinero y seguridad para mi mujer y mis hijos durante el resto de sus vidas.

—Y a los hijos de sus hijos. Dos generaciones protegidos por la organización que comando. Velaremos por ellos, por su salud, por su seguridad. Nunca les faltará de nada, le doy mi palabra. Los míos se cuidarán de ello. Esa es mi oferta, ese es el precio que estoy dispuesto a pagar por sus servicios. A cambio quiero algo que ya tengo: su vida. Pero no morirá esta noche, en cambio me acompañará a mi casa y permanecerá encerrado allí durante el resto de sus días. Habrá muerto para el mundo y así el contrato estará cumplido.

—Y si no acepto, moriré ahora.

—Eso es. Y no seré rápido ni compasivo. Y tampoco será el único en morir. —Cruzó las piernas—. Si no acepta el acuerdo que le ofrezco, obligaré a su mujer a cocinar a sus hijos en el horno y a comérselos ante usted. Estoy capacitado para hacerlo. No tenga la menor duda de ello.

—Dios mío…

—No hay más dios aquí que yo —anunció con desgana—. Y no soy un dios benévolo. Pero sé ser justo cuando debo. Y esta es una de esas ocasiones. Ya le he dicho lo que deseo de usted.

—Mi vida. Pasaré los días que me queden encerrado en la casa sin ventanas.

—Su vida, sí. Pero no solo eso.

El lector se llevó la mano a la garganta.

—Mis ojos —resumió.

—Sus ojos —le confirmó el conde Sagrada.

* * *

Manuel Vargas abrió la puerta de máxima seguridad de su chalet y pasó dentro, con Clara, su mujer, siguiéndole los pasos de cerca. Esa costumbre suya de echársele siempre encima lo enervaba hasta extremos inimaginables. Casi llegaba a sentir su respiración en la nuca, un jadeo insidioso y turbio… Por enésima vez olvidó la clave que desactivaba la alarma. Alzó la mano ante el pequeño teclado junto a la puerta, y golpeteó con los dedos en la pared en un burdo intento de hacer memoria. Clara soltó un bufido exasperado, le apartó la mano de un golpe y marcó ella misma el código. El piloto pasó del rojo al verde. La mujer esperó unos segundos e introdujo un segundo código que trajo de vuelta la luz roja.

—¿Tanto te cuesta recordar la clave? —le espetó—. Por todos los santos. No es tan difícil.

Él no se dignó a contestar. Llevaba una semana entera sin hablarle. Le hastiaba sobremanera tener que dirigirle la palabra… A ella su silencio parecía no importarle en lo más mínimo. Clara no callaba, como si pretendiera hablar por los dos, como si se hubiera propuesto llenar sus silencios con sus estúpidas peroratas. No paraba de hablar, no paraba. Todo eran recriminaciones, insultos velados, un constante acoso y derribo que solo conseguía que él la aborreciera cada vez más. Llevaba dos noches seguidas soñando que la estrangulaba; era un sueño dulce, casi erótico; cada vez que despertaba no podía evitar mirar su cuello, arrugado y flojo, como si fuera un plato exquisito que estuviera ahí para su disfrute. La convivencia nunca había sido buena, pero tras el robo se había vuelto intolerable. El sentimiento de fragilidad que le había producido el hecho de que alguien hubiera irrumpido en su casa los había afectado a ambos a un nivel visceral. Un hombre no debería temer a nada en su hogar. Ese debía ser su castillo, su refugio. El robo en el fondo había sido lo de menos, lo que de verdad lo torturaba era sentirse débil. Y si había algo que odiaba más que a su mujer, era la debilidad. Manuel sentía que le habían arrebatado su virilidad. Y el constante machaque de su esposa, ese ponerle de manera incesante contra las cuerdas, estaba destrozándolo.

Entraron en el salón, caminando el uno junto a la otra, pero a continentes de distancia. Clara fue la primera en darse cuenta de que no estaban solos. Manuel la escuchó soltar un graznido asustado mientras señalaba al interior de la sala de estar. Él se giró hacia allí y entonces vio a la muchacha. Estaba sentada con las piernas cruzadas en uno de los sofás de cuero y su primer impulso fue ordenarle que bajara los pies del sillón, como tantas veces le había gritado a Sara. Era de la edad de su hija. Vestía con ropa llamativa en exceso, una minifalda raída que dejaba al descubierto unas piernas elegantes, bien torneadas, y un corsé hecho trizas. Tenía el pelo mal cortado, lleno de trasquilones. Durante unos instantes los tres se quedaron inmóviles, perplejos ellos y sonriendo ella. ¿Para eso se había gastado una fortuna en el sistema de seguridad de su casa?, se preguntó Manuel. ¿Para que una niñata lo burlara a las primeras de cambio?

—¡No te quedes ahí parado! —le exigió Clara mientras aferrada a su brazo lo zarandeaba de un lado a otro—. ¡Haz algo! ¡Haz algo!

La muchacha se incorporó en el asiento. Desdobló sus piernas en un movimiento lento y elegante, casi felino. A Manuel Vargas le faltó el aliento. Por un instante deseó a aquella chiquilla de una forma abrumadora, todo su cuerpo lo empujaba a poseerla allí mismo, nunca en la vida había sentido tal arrebato de pasión, tanta lujuria… Tras levantarse, hizo un gesto curioso, un alisar de falda en el que había un recato impropio de su atuendo.

—¿Quién eres tú? —Se olvidó del deseo. Aquella chica había irrumpido en su casa—. ¿¡Qué haces aquí!? ¿¡Cómo has entrado!?

—Es fácil si sabes cómo hacerlo —dijo—. Lo hice ya una vez. Da igual los candados que pongan en sus puertas, da igual el número de cerraduras, nunca podrán mantenerme fuera si quiero entrar. —Realizó una pequeña reverencia, como si lo natural fuera felicitarla por su talento para allanar casas.

Ambos la miraban asombrados. Aquella había sido la joven que les había robado semanas atrás, la que había saqueado sus armarios, su nevera, y había roto en pedazos el dibujo de Sara. Aquella desvergonzada se había atrevido a regresar. ¡Una niñata que apenas abultaba metro y medio del suelo! Una drogadicta probablemente. Manuel dio un paso al frente, dispuesto a plantarle cara, dispuesto a demostrarle que había que ser muy valiente o muy estúpido para intentar enfrentarse a él en su propia casa. Pero no tenía sentido.

Aquella muchacha era poco más que una niña. Quizá fuera una trampa. Quizá no había venido sola. Tal vez perteneciera a una banda. Miró alrededor, temeroso.

—No hay nadie más —confesó ella. Y a continuación dijo algo tan sorprendente que su cerebro tardó en descodificarlo—: Me gustaría hablarles de su hija.

—¿Sara? ¿Sarita? —Clara fue la primera en reaccionar—. ¿Le has hecho algo a mi niña? —Durante un segundo pareció dispuesta a saltar sobre la muchacha—. ¡¿Qué le has hecho a mi hija?! ¡¿QUÉ LE HAS HECHO A MI HIJA?!

La desconocida negó con la cabeza.

—¿Yo? Nada. Se lo habéis hecho vosotros. —Se les acercó despacio, con un paso lánguido y dulce—. Fuisteis vosotros quienes le arrebatasteis sus sueños. Sara quería dibujar y se lo prohibisteis. Ni siquiera le permitisteis intentarlo. Y nadie debería tener ese poder. Nadie. Me gustaría que reconsiderarais vuestra decisión. Se merece al menos la oportunidad de intentarlo. La vida es demasiado corta y el mundo demasiado oscuro como para lastrar a la gente que amas. Dejad que vuestra hija brille.

Manuel no cabía en sí de asombro. Por si no era bastante humillante que se hubiera colado por segunda vez en su casa, ahora se atrevía a darles lecciones.

—Espera, espera… —Hizo un gesto violento hacia aquella muchacha estrambótica—. ¿Has vuelto aquí para decirnos cómo educar a nuestra hija? ¡No me toques los…! ¿Quién te has creído que eres? ¡Voy a llamar a la policía! ¡Eso es lo que voy a hacer! —Y efectivamente sacó el móvil del bolsillo interior de su cazadora.

Y de pronto, en la mano de la muchacha apareció un cuchillo, una daga de hoja retorcida envuelta en hebras de humo negro. Clara soltó un grito. A Manuel se le escapó el teléfono. Aquella arma no había estado allí antes. Había aparecido de la nada.

—No. Lo de vuestra hija es un simple consejo. Yo he venido a otra cosa. He venido a salvaros la vida. —Y la incongruencia de esa frase y el arma que empuñaba fue tan clara que tanto Clara como Samuel pensaron que habían entendido mal—. Veo vuestras almas —dijo—. Soy capaz de asomarme a ellas y descubrir qué ocultan. Conozco todos vuestros secretos: los nombres de vuestros amantes, la combinación de las cajas fuertes, las cuentas ilegales, las apuestas y chantajes… Sé el nombre de tu camello y dónde encontrarlo —dijo mientras miraba a Manuel—. Sé qué hiciste cuando tenías quince años y lo que pasó después con el fruto de ese error —anunció mirando a Clara—. Y también sé que, tarde o temprano, uno de los dos asesinará al otro o pagará a alguien para que lo haga. Y no voy a consentir que eso ocurra. —Aquella joven estaba llena de sombras—. Me da igual lo que hagáis con vuestras vidas, no me importa si os reconciliáis o si os termináis separando. Tanto me da. Pero os quiero vivos. Os quiero vivos a ambos. Por eso estoy aquí. Para salvaros. Pero si a uno de los dos le ocurre algo, volveré a por el otro. Le arrancaré la piel a tiras y luego volveré a cosérsela. Y no es una amenaza vana. No es una exageración. —La sonrisa se afiló todavía más—. Ya lo he hecho antes.

* * *

El lector aceptó el trato, no le quedó más alternativa. Al menos así, su muerte, su supuesta muerte, tendría algún sentido. Serviría de algo. Mantendría a su familia protegida. Podía bregar con la idea de morir, no le daba miedo enfrentarse a ella, pero le sobrepasaba la idea de que algo pudiera sucederles a sus hijos o a su esposa. Tenía que protegerlos, era su deber, su obligación, y para ello no le quedaba otro remedio que ceder a los deseos del conde. Aceptar aquel acuerdo era su única salida lógica.

Sagrada lo durmió con solo murmurar una palabra. Un tiempo después, imposible precisar cuánto, despertó en la mazmorra que iba a ser su hogar durante el resto de su vida. No tuvo tiempo de familiarizarse con ella. Al poco de recuperar la consciencia, los sirvientes silenciosos de la casa sin ventanas acudieron por él; eran criaturas sin piel, cubiertas de sangre. Lo condujeron hasta un altar de piedra perdido entre galerías de hueso y roca; fue un viaje corto que perduraría en su memoria para siempre: esos pasajes retorcidos, las puertas de las mazmorras, los alaridos, las sombras entrevistas… Los sirvientes lo tendieron en el altar, con una delicadeza molesta, como si fuera una virgen frágil a la que fueran a sacrificar. El lector evitó mirar en todo momento las dos redomas que aguardaban en un lateral del altar, sabía muy bien lo que iban a contener dentro de poco. El conde Sagrada no tardó en aparecer, con su paso lento habitual, con la indolencia del que nunca tiene prisa ni urgencia. No hubo preliminares, no hubo sortilegios ni cánticos. Se limitó a inclinarse sobre él y acercar su mano derecha a su ojo izquierdo, el dedo índice y el pulgar convertidos en una pinza.

—Solo será un momento —anunció.

Sus cuencas no estuvieron vacías durante mucho tiempo, pocos días después de la extracción le introdujeron ojos nuevos. Como pronto averiguaría, uno era gris perla, el otro azul claro. Ojos de virago. Y a través de esos ojos ajenos, la visión regresó. Sus ojos no se asomaban a la celda en la que estaba confinado, sus ojos no le mostraban la realidad que lo rodeaba, nunca lo harían por el sencillo motivo de que no estaban preparados para ello. Sus nuevos ojos se asomaban a otros cuerpos: a los de dos bebés de pecho. La primera vez que miró a través de ellos, ambos compartían una misma jaula de madera, repleta de paja, hojas secas y ramitas. Le costó trabajo lidiar con las imágenes duales que se le vertían en la mente, pero acabó consiguiéndolo. No le extrañó comprobar que los niños tenían sus antiguos ojos, el macabro intercambio que era la raíz de todo aquello había funcionado a la perfección. Era todo tan irreal, tan de pesadilla enloquecida: los niños con sus ojos de lector, conectados entre sí, y él con los ojos que les habían arrancado, enlazado para siempre a ellos, pasajero perpetuo de sus vidas. El conde Sagrada le había robado su existencia, pero, a cambio, le había regalado las de aquellos dos muchachos.

—¿Sabrán que estoy en sus cabezas? —le preguntó una vez al conde Sagrada.

—Jamás —contestó—. El lazo que os une es secreto. Nadie lo puede detectar.

El lector vio crecer a los dos viragos. Día a día, minuto a minuto, vivió sus vidas desde aquella celda, convertido en un espía cotidiano, en el voyeur definitivo. Las imágenes que llegaban a él eran silenciosas, siempre mudas. Asistió a las lecciones que les impartían los monstruos de la casa sin ventanas, a sus dramas minúsculos, a los berrinches de niños malcriados… Llegó a conocerlos mejor de lo que Evan y Ariadna se conocerían jamás. Sufrió con ellos, rio con ellos en aquel mundo silencioso al que se asomaba en primera persona. Terminó amándolos. Fue inevitable. Sus vidas eran todo lo que tenía. Los vio morir, por supuesto. Los vio morir una y otra vez, vivió en su carne el tormento de cada una de sus muertes, los acompañó en su sufrimiento, sin poder aportarles consuelo. Y los vio regresar a la vida, a veces tras largos periodos de tinieblas. Lo peor eran los momentos en los que ambos viragos coincidían muertos. Entonces la oscuridad suprema se cernía sobre él, una negrura densa y pétrea que lo lastraba, a veces durante días, y le llevaba a anhelar su propia muerte. Pero siempre acababan regresando.

Los años pasaron. Los vio matar, los vio transformarse en criaturas crueles, inhumanas, monstruos de la Carroña, indistinguibles ya del resto. Y aun así continuó amándolos. Los vio abandonar la niñez para convertirse en adolescentes. Los vio descubrir aterrados el destino que los aguardaba, revelado por aquella vieja vidente a la que Evan había cortado el cuello en un mausoleo en un filo lejano. Los vio huir a Iskaria y luego regresar, derrotados, heridos en lo más profundo. Vio a Evan reclamar el collar de telarañas y cristales e invocar a los muertos en una mansión repleta de espantos y asesinos. Fue testigo de cómo un hechicero moribundo atrapaba a Ariadna en una trampa invisible…

La vio despertar también en un hospital, sin ser ella ya, perdido todo recuerdo de sí misma. El lector lo vio todo desde su celda, en lo profundo de la casa sin ventanas. El enlace entre los dos viragos había quedado roto, pero no así el que los mantenía unidos a él. Acompañó a Ariadna en su odisea, en su huida de la oscuridad. Conoció a Steve al mismo tiempo que ella, vio cómo sus manos se entrelazaban, manos de náufragos que se ayudan el uno al otro a salir a la superficie.

Y después llegaron Edmund y Ángela, la pareja ideal, los salvadores, los reparadores de muñecos rotos. Y aquella familia extravagante, y a un tiempo perfecta, se trasladó a Madrid. Y el lector se fue con ellos, oculto en la mirada de Ariadna, el pasajero ignorado. Poco después llegó Marc, aquel muchacho desgarbado, con su hoyuelo en la barbilla y esa forma de mirar a Ariadna que no dejaba duda alguna sobre sus sentimientos hacia ella. Los vio bailar la danza torpe del galanteo que tiene lugar entre las almas inseguras. Los vio enamorarse, sin tapujos, sin reservas, con la pureza y la rabia del primer amor. La felicidad de Ariadna fue la suya, aunque no podía evitar pensar que aquello terminaría pronto, que el conde Sagrada reclamaría tarde o temprano lo que le pertenecía.

Y mientras tanto, Evan permanecía en Iskaria, dedicado a su labor de acumular poder, realizando salidas esporádicas al mundo oculto con el fin de proseguir con su obsesiva recolecta de almas, ignorante, como Ariadna, de que el conde Sagrada estaba al tanto de hasta el último de sus movimientos. Los viragos querían libertad. Y eso mismo les había concedido el señor de la Carroña. Libertad, sí, aunque una libertad bajo constante vigilancia. Una libertad falsa.

—¿Cuándo los harás regresar? —le había preguntado en una ocasión, dos años después de que ambos muchachos hubieran abandonado la hermandad de asesinos.

—Cuando llegue el momento. No antes.

A través de Evan y Ariadna, había ido desentrañado muchos misterios de la casa sin ventanas. Sabía más de la Carroña que todos sus miembros, a excepción, por supuesto, de la criatura que los dirigía. Y hasta había llegado a comprender, aunque solo fuera en parte, al propio Sagrada.

El lector a veces se preguntaba hasta qué extremo llegaba la habilidad de manipulación del conde. «Hombres libres», no se cansaba de repetir, «eso es lo que quiero a mi alrededor. Hombres libres que me sirvan en libertad». Pero era mentira, por supuesto. El lector lo sabía. Lo que Sagrada quería eran seres esclavizados que no fueran conscientes de sus cadenas. Necesitaba las criaturas más sumisas que se pudiera concebir: esclavos que se creyeran libres.

¿Habría sido el conde Sagrada quien había preparado la subasta en Madrid? ¿Había movido sus hilos para atraer a Evan hasta la ciudad donde se encontraba Ariadna? Era probable. Muchos de los objetos a subasta eran poderosos cebos para el virago. La espada, la brújula en la Umbría, la sangre de Nocta… ¿Estaría el conde detrás de la muerte del propio Angus Rovira, el anterior dueño de esos objetos? El hecho de que el lector se lo planteara daba una idea del alcance del poder del conde. Sin duda había sido Sagrada quien había reactivado el enlace entre Ariadna y Evan, había sido él quien había puesto de nuevo en comunicación los ojos que una vez le habían pertenecido. Y con ello había desencadenado los acontecimientos que pusieron punto y final a la vida feliz de la virago. Durante los días siguientes a la reactivación del enlace, el conde prácticamente vivió en su celda. Estuvo presente durante la accidentada subasta y asistió junto a él al asesinato de Ariadna y su familia. El lector lo mandó llamar cuando la virago resucitó y también requirió su presencia cuando comenzó su periplo por las casas iguales. Los viragos eran un bien precioso, joyas mágicas, y el conde los trataba como a tales. Velaba por ellos como un padre celoso, obsesivo hasta la extenuación. Lo que le llevaba a veces a plantearse preguntas incómodas, no solo con respecto al pasado de Ariadna, también sobre el suyo propio, preguntas a las que le daba verdadero pánico enfrentarse.

Sagrada era el rey de los manipuladores, desde la casa sin ventanas movía sus hilos, tejía y destejía como una hacendosa araña, haciendo creer a sus esclavos que eran dueños de su destino cuando era él quien lo escribía, párrafo a párrafo, línea a línea. Eso le aterraba, porque, a fin de cuentas, él era también uno de sus peones y porque, a veces, en sus sueños, se soñaba a sí mismo en su otra vida, en la anterior a sus largos años de encierro, y cuando eso sucedía siempre se soñaba solo, nunca con familia. Se soñaba solitario y arisco, inmerso en una vida alejada del resto de los mortales, dedicado en cuerpo y alma al arte de la lectura e incapaz de forjar lazos con nadie por ese mismo motivo. En sus sueños estaba solo. En sus sueños no había espacio para Bárbara y los gemelos. Y en definitiva había sido la amenaza a su familia lo que le había hecho aceptar aquel macabro arreglo. ¿Lo habría manipulado con la segunda lectura para crear una familia inexistente con la que chantajearlo? ¿Habría sido capaz de eso? ¿Habría reescrito su interior para conseguirlo? Necesitaba que colaborara con él, necesitaba que fuera obediente, necesitaba que temiera más a la muerte de sus seres queridos que a la suya propia para acceder a participar en esa mascarada. ¿Habría llegado a ese extremo el conde Sagrada? Al lector le daba miedo considerarlo. Porque aceptarlo implicaría hacer real a ese lector amargado de sus sueños, a ese ser vacío, a ese solitario… Porque aceptarlo equivaldría a matar a su familia del mismo modo en que Sagrada lo habría hecho de no ceder a sus deseos. El lector a veces se veía a sí mismo como un títere enredado en sus propias cuerdas.

De cuando en cuando, el conde le hablaba de su familia, pero quizá todo aquello no fuera más que un intento de continuar manipulándolo, de reforzar esa ficción creada por la doble lectura. La última vez fue poco después de que Ariadna resucitara.

—Tu mujer tiene un nuevo pretendiente —le informó el conde—. Se llama Héctor y es tejedor de destinos en Soberbia. Lo hemos investigado a conciencia. No es un mal hombre, cometió algunos errores en su juventud y debe más dinero del que tiene, pero eso se podría solventar sin muchos problemas. ¿Tienes algo que decir al respecto?

—Matadlo. —Y acto seguido, como si quisiera dejar claro que aquello no era una orden, añadió—: Os lo suplico.

—Así se hará.

Vivía en la casa sin ventanas. Y eso lo convertía en un monstruo más, el monstruo distante, el desconocido, el que espiaba por las rendijas del mundo. Pero desde las sombras también mataba. O quizá no.

* * *

Por más que lo buscó, Ariadna fue incapaz de encontrar al hombre del pelo gris que la había rescatado de Malasuerte. Le resultó imposible dar con él. En el fumadero no lo conocían, no era uno de los clientes habituales, aseguraban. Nadie recordaba a un hombre con una herida en la mano como la que describía. El camarero fue en esta ocasión mucho más agradable con ella, al igual que durante su visita anterior, cuando cedió al impulso estúpido de probar la esencia negra. Todos eran más amables, de hecho. Como si intuyeran que era alguien a quien se debía tratar con respeto, como si todos comprendieran que no era conveniente contrariarla.

No, por mucho que buscó no logró encontrarlo. Ni siquiera cuando averiguó su identidad. Eso sí resultó sencillo. Aquel hombre había compartido andanzas con Edgar Müller y su mujer, y ellos habían sido personajes célebres, sobre todo en Alemania, como evidenciaba el revuelo mayúsculo que siguió a sus asesinatos. Buena parte de sus aventuras estaban bien documentadas en las diferentes redes. Le bastó con investigar la expedición a la fortaleza agrietada donde había desaparecido el padre de Sonia para averiguar el nombre de su escurridizo salvador: Délano Gris. Una vez supo quién era, fue fácil recabar información sobre él. Por lo visto había sido un aventurero por contrato, un hombre de múltiples habilidades que no dudaba en ofrecerlas al mejor postor, como hacían muchos en el mundo oculto. No había alcanzado ni por asomo la fama de los padres de Cario, pero contaba en su haber con más de una curiosa hazaña y, también, con más de un sonoro fracaso. Había sido dado por muerto tres años atrás, durante un incidente en los lugares de paso en el que había estado implicada Garra Dentada, uno de los engendros del Panteón Oscuro. Por lo visto había aparecido de pronto en una encrucijada y había arrasado el asentamiento que se levantaba allí. Que Ariadna se hubiera encontrado con el tal Délano después de aquello no implicaba que los rumores de su fallecimiento no fueran ciertos. Ella era la prueba de que a veces la vida y la muerte podían ser estados muy relativos.

La virago decidió dejarlo pasar. No era momento para perseguir fantasmas. De todas formas, aunque lo hubiera encontrado tampoco tenía claro qué hacer por él. No podía saber qué carga doblaba su espalda y desconocía, por tanto, la manera de salvarlo. Si es que había alguna. El propio Délano Gris parecía no creer que la hubiera. «La única diferencia entre los dos es que yo estoy más allá de toda ayuda», había asegurado.

Y quién sabe. Tal vez fuera cierto. Tal vez llegado cierto punto se superaba el umbral de una posible salvación. Se preguntó si sería tarde para ella. Y cuestionárselo le dio esperanzas de que no fuera así.

* * *

El lector escuchó de nuevo cómo la puerta se abría y alguien entraba en la mazmorra. Era el conde Sagrada otra vez. No lo había visitado desde hacía varios días, desde que los mercenarios habían encontrado la muerte a manos de la Carroña y Ariadna. Su mirada inquisitiva no tardó en destrozarlo por dentro. En sus sueños, los ojos del conde Sagrada tenían garras.

—Ariadna ha emprendido el regreso a casa —le anunció el lector cuando no pudo soportar estar más tiempo en silencio—. Muy pronto la tendremos de vuelta. Ha estado deambulando por la Tierra Pálida, visitando gente aquí y allá. A una prostituta de un burdel de carretera, al muchacho que la atropelló, a los dueños de la casa en la que robó antes de regresar al mundo oculto… Habló con ellos. Intentó cambiar sus vidas. Intentó salvarlos. Fue también al Filo de la Prefectura de Katay, bajó a la sala subterránea y mató a los viragos con la espada de la subasta. Los liberó de su maldición. Ha cambiado, conde. No es la misma Ariadna que vivió en la casa sin ventanas hace cuatro años. La Tierra Pálida la ha cambiado.

Poco después, escuchó el sonido del conde Sagrada al levantarse de la banqueta. La visita llegaba a su fin. El lector tenía la corazonada de que estas iban a ser mucho menos frecuentes a partir de ahora. La virago volvía al redil, Ariadna regresaba a la casa sin ventanas, ignorante de que no había sido nada más que un títere en manos del monstruo que gobernaba aquel lugar. Y él quizá tardara mucho tiempo en volver a tener la oportunidad de hablar con el conde. No pudo evitarlo. Antes de que el señor de la Carroña llegara a la puerta, se oyó preguntar:

—¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué has conseguido con todo esto? No lo entiendo. No lo termino de entender…

Por unos instantes, creyó que el conde se iba a marchar sin contestarle, creyó que iba a dejarlo sumido en la oscuridad, en la ignorancia. Pero entonces, cuando creía estar a punto de escuchar el sonido de la puerta al abrirse, el conde Sagrada respondió:

—Porque la Ariadna que creé hace dieciocho años estaba incompleta. —Su voz era de cristal y azufre, su voz tenía la amargura de los venenos letales y de los últimos besos—. Era defectuosa. Sus dudas, sus ansias, de poco me servían. Necesitaba domarla, como se doman las fieras, como se doman las sombras de la Umbría. Necesitaba forjar su alma del mismo modo en que forjé su cuerpo cuando Barrabás la trajo a la vida gracias a mi magia.

—La segunda lectura…

—La segunda lectura no funciona con los viragos, de haber sido así, me habría servido de ella para modelar a Ariadna a mi antojo. No me quedó más remedio que buscar otro camino para domarla.

—¿Por eso la abandonaste en la Tierra Pálida?

—El escenario en el fondo era intrascendente. Lo importante era lograr que Ariadna fuera feliz.

—Para luego arrebatárselo todo.

—La verdadera agonía no llega a través del dolor, llega a través de la pérdida. Y necesitaba que Ariadna sufriera. Necesitaba que se familiarizara con el sufrimiento, con el sufrimiento real. Que conociera la desesperanza. Que supiera lo que significa perderlo todo, absolutamente todo, y que lo único que te quede sea abrazarte a las tinieblas. Necesitaba que Ariadna viviera eso. Y ya está hecho. La forja ha terminado. Y le he demostrado que no hay más lugar en el mundo para ella que la casa sin ventanas.

El lector guardó silencio, recapacitando sobre lo que acababa de escuchar. Había una última cosa que le gustaría saber. Una última duda que le daba verdadero pánico despejar, porque si su sospecha era acertada aquella charada adquiriría una dimensión todavía más macabra. No encontró valor para formular esa pregunta, pero no fue necesario, el conde la leyó en él.

—Te preguntas si he tenido algo que ver con la felicidad de Ariadna en la Tierra Pálida. Si contribuí a crearla de algún modo.

El lector asintió, temeroso de oír la respuesta. Y tal vez por eso se encontró diciendo, con voz atropellada:

—Los títeres. Las marionetas de la madre, de Ángela. Desde que vi a qué se dedicaba, sospeché. Desde la misma tarde en que le mostró a los niños uno de sus muñecos… No quise creerlo. No quise. —Porque era demasiado demencial, porque era demasiado cruel hasta para el monstruo que tenía ante él—. Pero la sospecha ha estado ahí desde entonces.

—Evan y Ariadna son viragos —dijo el conde—. Criaturas fabulosas, hijos del milagro y la sombra. Son más portentosos de lo que nadie puede imaginar. ¿De verdad pensabas que iba a abandonarlos al capricho del destino? No. Por supuesto que no. Evan era capaz de cuidarse solo. Pero Ariadna no tenía memoria. Estaba indefensa en el mundo del hombre. No podía consentir eso. Le proporcioné tres custodios, modelados para que fueran perfectos para ella. Sí, las almas que vivían junto a Ariadna me pertenecían. Las tres.

—Dios mío… —murmuró el lector.

«No hay más dios aquí que yo. Y no soy un dios benévolo».

—Primero fue el niño —anunció. El lector cerró los ojos, pero la oscuridad no acudió a consolarlo. Veía a Ariadna, de viaje de regreso, de camino hacia el monstruo que llevaba años modelándola a distancia—. Me lo ofrecieron sus padres en una ceremonia de invocación. Querían que la Carroña atendiera sus ruegos, ansiaban la muerte de un familiar lejano. Lo abrieron en canal en la mesa de la cocina y lo rellenaron de especias como ofrenda. Yo mismo atendí a su llamada, aunque no como ellos esperaban. Ariadna necesitaba un compañero, una mano a la que asirse. Y decidí que aquel niño era el candidato perfecto. Le di la segunda vida y prendí fuego a sus padres. Luego lo remodelé a mi gusto. Soplé en él el aliento del falso libre albedrío y luego manipulé los acontecimientos para que lo condujeran hasta la institución donde la Segunda Cancillería retenía a Ariadna. Lo reconoció como a un hermano. ¿Cómo no hacerlo? Tenía mi sello en él, mi estigma. Su presencia lo calmó.

—¿Y los padres? ¿Edmund y Ángela?

—Ella murió en un accidente de coche. El choque la partió por la mitad y la inferior resultó tan dañada que no pude traerla de nuevo a la vida. No me importó. La hizo más real, le dio más peso a ojos de Ariadna. Su fragilidad le daba una fuerza que admirar, que envidiar. Las marionetas fueron un impulso de último momento. Siempre le han gustado las muñecas. Pensé que le gustaría vivir en un entorno repleto de ellas.

»El padre se suicidó en Berlín, en Nochevieja, a las doce de la noche, como tenía planeado. No encontró un espectáculo de títeres que le cambiara la vida, no hubo ninguna sonrisa que lo convenciera de que merecía la pena vivir. Sí, recolecté sus almas. Las almas de los tres. Les di forma, carne y hueso, una historia y el aliento de la segunda vida. Los convertí en la mejor compañía que Ariadna podía tener. La oscuridad del mundo la abrasaba, necesitaba la luz de la Tierra Pálida. Le di la libertad, le di la felicidad. Le di una familia.

—Para luego sacrificarla ante sus ojos. —Una idea terrible, propia de un ser terrible—. ¿Y Marc? ¿Él también?

—No tuve nada que ver al respecto. —El alivio que sintió el lector fue indescriptible. Pero duró poco. En el fondo de nada había servido que aquella parte fuera real—. El azar lo puso en el camino de Ariadna, aunque al final el papel que ha desempeñado ha sido tan importante como el de ellos.

El lector suspiró. Sus sospechas se habían confirmado. Ariadna había vivido una mentira desde el principio, una mentira ideada por el propio conde. El titiritero de la casa sin ventanas había permanecido siempre oculto entre bambalinas, sin cesar de mover sus hilos, haciendo bailar a sus criaturas de un lado a otro del escenario. Y ese era el monstruo al que servía.

«Mi familia, lo hago por ellos. Por Bárbara, por los gemelos. Sus vidas dependen de mí. Su seguridad».

El conde Sagrada había vencido. Esa frase lo resumía todo. Le escuchó reanudar su camino hacia la puerta. Y de nuevo por impulso no le quedó más remedio que decir:

—Es una lástima que para forjar un arma no te quedara más remedio que sacrificar otra —dijo. Necesitaba recordarle que su victoria había sido parcial. Que había conseguido a Ariadna, pero que había perdido a Evan por el camino.

—¿Destruir otra? —preguntó y había verdadera sorpresa en su voz—. Hay distintas formas de forjar un arma —dijo—. Algunas necesitan su tiempo, las elaboras con delicadeza, con paciencia. Otras, en cambio, no te queda más remedio que forjarlas a golpes. Su naturaleza es distinta, aunque los materiales que has usado hayan sido idénticos. A esas otras armas las golpeas sobre el yunque una y otra vez, una y otra vez. Hasta quedarte sin aliento, sin resuello, hasta que no puedes más. De ese modo les das la forma adecuada. Las domas.

El lector tardó un instante en comprender lo que implicaba aquel discurso.

—Evan… —murmuró. Y la oscuridad de su ojo izquierdo cobró una dimensión nueva.

—No existe nada en este mundo ni en otros capaz de matar a un virago —dijo el conde—. Nada. No existe magia ni tecnología, ni ciencia olvidada ni arte oscura capaz de arrebatarle la vida a un virago. Y mucho menos una ridícula espada.

* * *

Evan abrió los ojos en la densa oscuridad de una de las mazmorras de los niveles inferiores de la casa sin ventanas. Abrió la boca todo lo que le daban de sí las mandíbulas en un grito silencioso, impotente, un alarido de pura frustración que estaba más allá del sonido… Era tal la rabia que lo consumía que su propio cuerpo se negaba a manejarla, a darle forma. Intentó moverse pero un sinfín de cadenas se lo impidió, estaba aplastado bajo su peso. Tras unos minutos interminables, el alarido frustrado que emergía de su garganta se convirtió en un gruñido bajo, gutural, un sonido que nada tenía de humano. El rugido de una bestia atrapada.

No debería estar vivo. La espada tenía que haber acabado con él, sin posibilidad alguna de regreso. Matanza había sido forjada para eso: para arrebatar la vida a seres que no podían morir. Pero se había equivocado. En eso también se había equivocado. Como con Ariadna. Había recuperado la memoria y aun así lo había rechazado, había renegado de aquel amor que una vez pareció destinado a consumir la propia realidad. «No te quiero. Nunca te he querido». La garganta le sabía a polvo y humo, a desolación. Había pasado mucho tiempo muerto. Presentía que semanas. El trauma de la resurrección se le anudaba a las articulaciones y sembraba de cristales sus órganos internos, del modo exagerado en que lo hacía cuando tardaba mucho tiempo en regresar a la vida. La espada había hecho lo imposible por mantenerlo muerto, pero no había sido suficiente. Su naturaleza de virago había conseguido burlarla, ahí estaba otra vez él para demostrarlo, escupido a la vida desde el olvido, un manchón de existencia en el entramado de la creación, un sucio pedazo de barro al que le negaban el descanso del no ser.

Respiró hondo. Sus ojos no se acostumbraban a aquella oscuridad tremenda, a ese miasma sólido en que estaba enterrado vivo. Intentó moverse, pero las cadenas que lo aprisionaban impedían el más mínimo movimiento, se le enroscaban al cuello como culebras, a los tobillos, a los muslos, a la cintura, a las muñecas, a los antebrazos… El peso de los eslabones lo aplastaba contra el suelo y la pared como la mano de un gigante.

Buscó a Ariadna, pero su enlace con ella ya no estaba, no había rastro de él. En los años que había estado desaparecida al menos había sido consciente de la existencia de ese enlace, era una reverberación en una esquina de su mente, una puerta que aunque no conducía a ninguna parte estaba allí. Pero ya no había nada.

Musitó la tercera palabra de la luz, pero además de la libertad le habían arrebatado la magia. ¿Aquel sería su destino a partir de entonces? ¿Ese era su castigo?

El tiempo transcurría lento y tedioso en aquella nada negra. Y con su devenir su furia y su rabia fueron en aumento. Intentaba no pensar en Ariadna, pero estaba tan imbricada en su recuerdo que le costaba trabajo apartarla de su pensamiento. Y el recuerdo traía consigo el dolor. Tiró con fuerza de sus cadenas, imprimió toda la potencia que eran capaces de generar sus músculos. Sintió cómo sus huesos comenzaban a quejarse, notó cómo las vértebras de su cuello eran llevadas al límite. Escuchó el chasquido de su esqueleto al romperse.

Poco después de resucitar, en la oscuridad se abrió una rendija de luz. Una brillante vertical de luz plateada que le hirió las retinas del mismo modo en que lo hubiera hecho la más brillante nova. El destello se abrió, un doloroso cuadro de luz sangrante que duró el tiempo que necesitó Gólgota para pasar a la celda. El demonio musitó la segunda palabra de la luz y un tenue resplandor se esparció por la mazmorra. Por fin pudo ver el mundo que lo rodeaba. Estaba en una celda vertical, poco más que un ataúd. El suelo estaba enrejado y la cuadrícula metálica sucia de sangre y podredumbre. Debajo se divisaba la oscuridad tremenda que cimentaba la casa sin ventanas.

—Gólgota… —murmuró. La voz le abrasaba en la garganta—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

El demonio no se dignó en contestar. Se limitó a acuclillarse en el suelo junto a él. Sus ojos romboidales estaban cuajados de sombras. Lo observó durante largo rato, su mirada se deslizaba por su cuerpo desnudo. Evan intentó leer entre líneas en él, pero eso también le estaba vetado. La celda en la que se encontraba le había despojado de todo lo que era, lo había transformado en un mero pedazo de carne.

Y la mirada de Gólgota al recorrer su cuerpo acrecentaba esa sensación. Estaba decidiendo por dónde comenzaría a torturarlo.

—Gólgota… —Se removió entre las cadenas—. Dime algo, maldito seas. Dime algo.

El demonio de Morjabalan le fulminó con la mirada.

—Prometí matarte mil veces, bastardo —le anunció—. Y siempre cumplo mis promesas.

De pronto las cadenas dieron una sacudida y lo alzaron en el aire. Lo dejaron suspendido en la celda, bocabajo, con los brazos caídos y las piernas abiertas, expuesto como una res en el matadero. Como lo que era. Gólgota se levantó despacio, con la sonrisa en los labios del que demora unos instantes una tarea que lleva tiempo anhelando. Levantó la mano derecha ante el rostro de Evan. Las uñas del demonio se alargaron, se afilaron, de ellas comenzó a fluir icor negro. Ponzoña virulenta preparada para multiplicar el dolor. El demonio le dedicó una sonrisa.

Luego comenzó a cortar.

Los gritos de Evan se unieron al momento al griterío continuo de los niveles inferiores de la casa sin ventanas. El dolor era deslumbrante, puro, el dolor le atravesaba la quijada y le hacía añicos el cráneo, sembrándole el cerebro de estrellas en llamas y mordiscos de animales. Evan lloraba lágrimas de sangre.

Su canción secreta se desenredó a su alrededor, ganó altura y fuerza, y se unió en comunión con los centenares de melodías agónicas que se estaban interpretando en aquel momento en los sótanos de la casa sin ventanas.

* * *

En el claro de un bosque se levantaba una puerta. Era enorme, de madera vieja y gris; su arco, apuntado, estaba repleto de tallas: palabras escritas que no tenían sentido en ningún lenguaje conocido por el hombre, formas que configuraban criaturas no contempladas en zoología alguna, figuras geométricas de ángulos imposibles que insultaban a la razón y a la matemática; y todas esas tallas se movían de forma constante en la madera, frenéticas, inquietas. Se estrangulaban unas a otras en un intento de prevalecer, de dejarse ver, de ser reales durante el mayor lapso de tiempo posible. La puerta no solo estaba allí, esa misma puerta se encontraba situada en múltiples espacios y tiempos. Se abría en el ártico, entre ventiscas y nieve eterna, en lo alto de una explanada que nunca fue ni será hollada por nada vivo. La puerta se elevaba en un erial radiactivo de un mundo en colapso, se destacaba en el frío espacio, a lomos de un cometa, que cruzaba, solitario, una galaxia muerta. Se abría en una pared de estuco blanco, al fondo de un retorcido pasillo en una casa encantada. Se perfilaba en la fachada de una catedral roja como la sangre, erizada de lanzas y espinas.

La puerta era una y, al mismo tiempo, múltiple.

La muchacha llegó de entre el verdor del bosque. Una bota blanca, la otra azul oscuro, medias raídas, falda rota y una camisa gris a la que había arrancado ambas mangas. Llevaba un sombrero negro, pequeño, con un desgarro en el lateral izquierdo que dejaba ver el fieltro. Su caminar era indeciso, como si no terminara de estar muy convencida de lo que estaba haciendo. La puerta aguardaba en el claro del bosque, siniestra e imposible, cargada de posibilidades, de destinos, de sangre por verter y peligros que afrontar.

Ariadna se detuvo a la orilla del claro. Se quitó el sombrero y alzó la vista hacia el cielo borroso que se extendía sobre el bosque. Las nubes adoptaban formas extrañas allí arriba, tan cambiantes y enloquecidas como las tallas de la puerta. Dependiendo de la perspectiva veía cuerpos despedazados a medio sumergir en un mar azul o un cuadro bucólico de animales que retozaban en un llano de colores equivocados. Pero si entrecerraba los ojos alcanzaba a distinguir una silueta tras ellas, inscrita entre los huecos que las nubes dejaban en el cielo. No era real, por supuesto, solo un espejismo. Era una suerte de criatura humanoide que estiraba los brazos de manera grotesca. Sus manos eran largas y angulosas, y de sus dedos colgaba un sinfín de hilachas que descendían, como cuerdas de cometa, hacia tierra. Era un titiritero, un titiritero dibujado entre las líneas del cielo, manejando con soltura el movimiento de las nubes, el destino de los hombres y las paradojas de los monstruos.

Ariadna intentó leer entre líneas en esa inmensa figura, pero lo único que consiguió fue una inconmensurable sensación de vértigo, de apertura a océanos de luz. Por un momento, sintió sus pies a punto de separarse de la Tierra, la ingravidez tiró de ella, la tentó con su liviandad.

Apartó la mirada. La puerta aguardaba.

«Detén el tiempo», se dijo, todavía en el lindero. «Deténlo. Páralo. Páralo. Páralo y mira alrededor. Contempla el mundo. Hazlo tuyo, prescinde de la oscuridad y las tinieblas, del horror, ignora por un instante, por un solo instante, todo lo terrible, todo lo que remueve las entrañas, toda la pena, todo el dolor, toda la angustia y todos los gritos. Y mira, mira alrededor».

«Y escucha».

Había una melodía oculta, una canción secreta, un ir y venir de cánticos, una locura enajenada, in crescendo, una luz que se resistía a perecer, una esperanza sitiada por legiones asesinas, una melodía inabarcable, casi silenciosa, pero persistente no en la memoria, sino en el corazón, en la entrañas, en el alma si tal cosa existía.

«Escucha».

Habito el silencio, habito los resquicios, me abro camino entre las líneas del mundo, entre las grietas de las tumbas, en los espacios en blanco que se intercalan entre el sonido de fusilería, en las promesas que se cumplen, en los sueños que se anhelan y en la mirada de los amantes destinados a no encontrarse.

Escúchame. Soy la canción secreta del mundo. Estoy aquí por ti. Puedes oírme. Eso te hace libre. Mientras puedas oírme serás libre. Cuando me niegues, perecerás, esa es la verdadera muerte. Ese es el verdadero olvido, el verdadero final. Soy la fuerza que guía al mundo. La voluntad. Lo imposible. Lo soy todo. La llamarada que calienta al aterido, el sustento del famélico. Soy el entramado, la fuerza inabarcable.

Soy la canción por la canción. La excusa para el siguiente latido, la pausa entre besos. Soy ella. Soy él. Soy ese niño.

Y esa niña. Soy el anciano al borde de la tumba que sonríe porque todavía no ha caído en ella. Soy el grito de la lujuria, el estremecimiento del orgasmo, la llamarada infinita.

Soy la vida.

—Me quiso. Él me quiso —anunció Ariadna, la asesina, al tiempo que daba al fin un paso al frente, hacia la puerta monstruosa que aguardaba en el claro del bosque, en la llanura helada, en las ruinas sumergidas, en la catedral roja, en la casa encantada, en el mausoleo silencioso de un cementerio de un mundo que no existía.

Marc le había prometido estar siempre con ella. Y lo estaría, sin duda. Lo estaría.

Había hecho espacio para él en su interior, entre el caos de Ariadnas vociferantes y locas. Lo había guardado allí, a buen recaudo, en un lugar en el que siempre estaría a salvo. A salvo de todos.

Del horror, de los monstruos, de sí misma. Hasta del propio conde.

La puerta reaccionó a su presencia.

—¿Quién se acerca? —preguntó con voz desabrida, la voz que tendría la desesperanza si encontrara la forma de hablar—. ¿Quién se atreve a entrar en los dominios de la Carroña?

Ella lo pensó un instante mínimo.

—Me llamo Ariadna —dijo—. Y vuelvo a casa.