LA CARROÑA

LA CARROÑA

Entró atropellada, con la vista empañada por las tinieblas del lugar. De las profundidades del calabozo le llegó un gemido amortiguado y un lento removerse. Ariadna se puso en guardia de inmediato. Se sentía extraña, ajena. Toda la excitación y la urgencia de su carrera a través del castillo habían desaparecido. Tenía la sensación de que se ahogaba en sí misma, en aquel caos de identidades que la formaban. Lo recordaba todo de su pasado, pero le costaba trabajo centrarse en sus sentimientos hacia Marc; continuaban allí, era consciente de ellos, pero estaban rodeados por una película de grasa, de excrecencias turbias procedentes de su memoria recobrada y de su reciente conversación con Evan. Parte de ella sentía cierta perplejidad, hasta náusea, por el hecho de que hubiera podido enamorarse realmente de un ser humano.

«Evan no ha tallado mi rostro en la Luna, pero me ha conseguido un ejército y me ha regalado una corte. Y dice que juntos podemos construir un imperio».

La mazmorra hedía a sangre y a tierra húmeda, a lluvia sobre lodazales, a sepulcro recién abierto. La joven murmuró la segunda palabra de la luz y el lugar se iluminó por entero. Marc estaba encadenado a la pared dos pasos más adelante, medio ahogado por la mordaza de cuero. Ariadna se acercó despacio, muy despacio, a cada segundo se sentía más perdida y angustiada. Un mal presentimiento la rondaba. Y era tan perentorio, tan acuciante, que no le quedó más remedio que traer a Letanía de las sombras. Empuñar aquella daga le daba seguridad, la tranquilizaba. Siempre lo había hecho, desde que el conde Sagrada se la había regalado siendo una cría. «A otros niños les regalan peluches, a nosotros armas encantadas».

Entonces, Marc la miró y todas las dudas y todos los miedos se disiparon. Bastó una simple mirada de aquellos ojos castaños, tan comunes, tan normales, para obrar el milagro de centrarla en el mundo, para reafirmarla y encajar todas las entidades que convivían en su interior en una sola: era Ariadna, Ariadna, por fin, la Ariadna nacida de la casa sin ventanas y al mismo tiempo la Ariadna de Edmund y Ángela.

Y estaba enamorada de aquel muchacho.

Marc intentó hablar, pero las palabras se le ahogaban contra la mordaza.

Ariadna se acuclilló ante él. Evan no había mentido, las heridas eran superficiales, dolorosas, sí, pero ninguna grave. Aun así, era injusto que Marc hubiera sufrido tanto, era injusto que el destino se hubiera ensañado tanto con él. «Por buscarme, solo por buscarme». Pensó en la solución que le había dado el conde Sagrada cuando, tras recobrar la memoria, insistió en que su principal objetivo iba a ser rescatar a Marc:

«Si de verdad quieres salvarlo tráelo ante mí», le había dicho. «Si de verdad quieres protegerlo, deja que lo reescriba. Le haré olvidar. Le haré olvidarte. O, si lo prefieres, fabricaré recuerdos falsos para él. Creerá que has muerto y podrá rehacer su vida en la Tierra Pálida. Si de verdad te importa, libéralo. Libéralo o el mundo oculto lo matará. Tu niño no puede vivir entre monstruos. Lo sabes, Ariadna. Lo sabes muy bien».

—Ya estás a salvo, cariño —le dijo. Le acarició el pelo apelmazado y aquel gesto la consoló tanto como el arma que empuñaba en la otra mano. Marc volvió a intentar hablar y de nuevo sus palabras se toparon con la mordaza—. ¡Lo siento! —exclamó mientras se apresuraba a liberarle de aquel mugriento pedazo de cuero.

Marc echó hacia atrás la cabeza, con los ojos llorosos y los músculos del cuello tensos. Respiraba tan hondo que parecía querer inhalar todo el aire de la mazmorra de un solo golpe de pulmón. Se la quedó mirando mientras recuperaba el resuello. Los ojos le brillaban de un modo nuevo. Era un brillo de euforia apenas contenida, de alegría a raudales. Estaba vivo. Seguía vivo. Y su vida era preciosa, única, no como la suya, una parodia. La vida de Marc era un tesoro que había que salvaguardar a toda costa. Después de todo lo que había pasado se merecía esa victoria. Marc le sonrió y, aunque fue una sonrisa agotada, atenazada todavía por la experiencia terrible que había vivido, fue tan hermosa que dolió.

—Llámame paranoico si quieres, pero tengo la sospecha de que a tu exnovio no le caigo demasiado bien —dijo, con la voz agarrotada.

Ariadna no supo si echarse a reír o emprenderla a golpes con él. Sacudió la cabeza, incrédula, incapaz de creer que Marc tuviera ganas de bromear. Y comprendió que era el humor fruto del miedo, del alivio, el humor del superviviente que sale de un vehículo hecho pedazos solo con magulladuras.

—Deja que arregle ese desastre —le pidió Ariadna mientras desenrollaba las vendas sanadoras de Evan. El hechizo de curación que las bañaba era fuerte, tanto que bastaba con pasarlas por encima de las heridas para que estas desaparecieran, como si no fueran más que líneas pintadas a rotulador. Con suerte no quedarían ni cicatrices. Al menos no de las visibles. Marc la dejó hacer, sin apartar la vista de ella, atento a todos su movimientos. Hizo una mueca de dolor cuando Ariadna comenzó a curarle el «ven» subrayado de su frente.

—Nunca te había visto tan hermosa —le dijo.

—No digas eso, por favor… —Sintió un súbito calor en sus mejillas, pero no llegó a ruborizarse.

—Necesito hacerlo —dijo él—. Pensaba que no iba a volver a verte. Pensaba que iba a morir, que aquí se terminaba todo. Y ahora te tengo delante y no puedo dejar de pensar en lo hermosa que eres. Casi ha merecido la pena que ese loco me torturara solo por verte otra vez. —Entrecerró los ojos—. ¿Y Evan? —preguntó—. ¿Lo has matado?

—No —dijo ella—. Hemos hablado. Le he explicado la situación y él la ha entendido. No le ha gustado, por supuesto, pero las cosas han quedado claras entre los dos. Nos dejará marchar, lo ha prometido. Y a los seres como yo no nos queda más remedio que cumplir nuestras promesas.

—A los seres como tú…

—Soy una virago —dijo—. Una asesina que no puede morir. Nací muerta y un gremio de asesinos me resucitó para que matara para ellos. —Suspiró. Ese era el resumen de su vida—. ¿Crees que puedes levantarte?

—Sí, creo que sí —dijo él. Pudo, en efecto, aunque no le quedó más remedio que apoyarse en Ariadna para conseguirlo. Su aspecto había mejorado bastante tras usar las vendas sanadoras, pero la palidez de su rostro seguía siendo más que evidente. Por un instante, Ariadna temió que fuera un fantasma, pero el tacto contra ella era demasiado real, demasiado sólido. Él le sonrió—. Tienes una araña en el pelo —dijo.

—Sí —contestó—. Le gusta estar ahí. Se llama Minerva. Procura no tocarla —le advirtió—. Es muy venenosa.

Marc, para su sorpresa, se echó a reír, como si la idea de que aquella araña pudiera matarlo después de todo lo que le había sucedido le pareciera delirante. Después hizo algo todavía más inesperado. La tomó de la cintura, la atrajo hacia él y la besó en los labios. Ariadna se dejó llevar, cerró los ojos y se concentró en aquel beso, en aquella boca, centro de todo el universo, la piedra filosofal de su existencia, la canción secreta, quizá, del mundo.

La virago sintió que era el momento apropiado para echarse a llorar. Algo dentro de ella le advertía que ese instante, ese preciso instante, merecía lágrimas, ya fueran de alivio, de alegría o de ambas cosas a un tiempo. Pero ahora estaba completa. Era Ariadna, con todo su pasado a cuestas, absolutamente todo, con toda la sangre, con las vísceras, con todo el horror. Y no se podía permitir llorar. O no podría parar jamás.

* * *

Cuando salieron de la fortaleza, Evan va no estaba.

Había dejado a Matanza clavada ante el portón del castillo, hundida hasta media hoja en la tierra polvorienta. Sobre la empuñadura colgaba el Puño de Azardian, en un revuelo de telarañas y destellos de rubíes y cristal. Ariadna lo tomó por la cadena; estaba elaborada mediante diminutos eslabones negros, muy fríos al tacto, casi helados. Notó el poder desmesurado de aquel objeto nada más poner la mano sobre él. El talismán zumbaba en contacto con su piel, era un sonido desagradable, un ruido de enjambre nervioso, de plaga al acecho. Casi creía escuchar el rumor de millares de voces surgiendo de los cristales. Quizá así fuera.

—Se ha marchado —anunció Ariadna.

—Y espero que bien lejos —dijo Marc.

Aquella tenía todo el aspecto de ser una retirada definitiva, absoluta, como evidenciaba el hecho de que hubiera dejado atrás el collar y la espada. Ariadna miró hacia el camino que apenas una hora antes la había conducido hasta allí. Dudaba que Evan hubiera decidido entregarse a la Carroña; sabía muy bien lo que le esperaba de hacerlo. No, había tomado otra ruta, otro portal a otro mundo. Se preguntó si volvería a verlo algún día. Esperaba que no. No le deseó suerte. No se la merecía después de lo que había hecho.

Y ella, ¿se la merecía ella?

Como si de una silenciosa respuesta se tratara, la mano de Marc buscó de pronto la suya. Ariadna se la estrechó con fuerza. El joven tenía los ojos entrecerrados, deslumbrado por la fluctuante luz procedente del mar de lava y el rielar esmeralda del planeta suspendido en las alturas. La palidez de su piel quedaba teñida ahora de un carrusel de escarlatas. Ariadna lo recordó cubierto de sangre y se estremeció.

A las puertas del portón del castillo seguía aguardando la macabra corte que Evan había reclutado en su honor. Continuaban en la misma posición en la que los había dejado, con la mirada perdida y la expresión gastada; hasta los niños tenían aspecto de haber vivido miles de años. Las tropas del Rey Muerto también deambulaban por los alrededores de la fortaleza, desamparadas ahora que su dueño las había abandonado. Todavía pertenecían a Evan, y lo seguirían haciendo hasta que el virago muriera y se desvinculara del collar. Ariadna sospechaba que no tardaría mucho en hacerlo. Si Evan quería atemperar los ánimos del conde Sagrada, lo mejor que podía hacer era desligarse del collar cuanto antes. Aunque quizá el Puño fuera un regalo para ella. Cuando Evan lo liberara podría reclamarlo para sí. Convertirse en su propietaria, la dueña de los ejércitos legendarios del Rey Muerto.

—Podría convertirme en la mujer más oscura que ha pisado la creación —murmuró al tiempo que contemplaba el vuelo de las águilas y los dragones y apretaba con fuerza el collar en su mano—. Con este talismán podría convertirme en la reina de la Telaraña. La Reina Muerta, la Reina Virago… Haría que todos me adoraran. Conseguiría que la realidad entera se postrara de rodillas ante mí. Lo tendría todo. No hoy, ni mañana, pero pronto.

—¿De verdad quieres eso? —preguntó él—. ¿Tu rostro tallado en la Luna como me dijiste un día? ¿Y qué harías? ¿Rebautizarás a la Tierra como Bella Ariadna? Espero que no. «Terrestre» es una palabra sencilla, «belloariadnense» me hace daño en la lengua cuando la pronuncio.

Sí, habían bromeado con lo que ella haría cuando conquistara el mundo. Las leyes estúpidas que iba a instaurar, los monumentos que haría construir en su honor, los castigos que impondría… Cerró los ojos, al borde de un ataque de vértigo. Hacía tanto tiempo de eso. Varias vidas, de hecho. Había muerto cuatro veces desde entonces.

Ego estaba a unos pasos de distancia, mirándola con atención. Las alas del ángel clavado a su espalda se agitaban espasmódicas. El demonio de Cicero parecía muy interesado en ella.

—Pero, ¿y si me dejara arrastrar? —se preguntó Ariadna. ¿Era verdadera tentación o simple delirio? El rumor de voces saliendo del Puño crecía por momentos—. Una vez me prometiste que, pasara lo que pasara, siempre estarías junto a mí, que nunca conseguiría librarme de ti. ¿Si abrazara la oscuridad permanecerías conmigo? ¿Continuarías a mi lado?

—Nunca abandonaría a la Ariadna de la que me enamoré —contestó Marc, sin titubear ni un instante—. Pero si cedes a ese poder, dejarías de ser ella y mi promesa no tendría sentido. No puedo amar a nadie que sea capaz de esclavizar inocentes. —Señaló hacia la derecha. Allí estaba Cario, el hijo de Sonia y Edgar Müller, y un paso más atrás, el resto de desdichados que Evan había asesinado para servir a Ariadna. El niño todavía tenía la copa entre las manos.

—Intenté salvarlo. Te juro que lo intenté.

—Eso es lo que traen los conquistadores. Montañas de cadáveres. Ese es el precio que hay que pagar para conquistar el mundo.

—No quiero el mundo —dijo ella—. Te quiero a ti. Lo demás no me interesa. —Acto seguido, con sumo cuidado, guardó el collar en un bolsillo oculto entre los pliegues de su falda. Con aquel gesto desterró las ambiciones de aquella otra Ariadna, la eliminó de las múltiples personalidades que la conformaban. No la echaría de menos.

Los muertos aguardaban, en perfecta formación. Los mayordomos y criadas, los violinistas, los sastres, los escritores y poetas… Todos con la vista al frente, todos con una idéntica expresión vacía y yerta.

«Más culpa que arrastrar», se dijo Ariadna. «Más cadáveres a mi espalda. ¿Es que este rastro de muerte no va a terminar nunca?».

Se acercó hacia ellos. No había palabras que pudieran expresar su dolor y su pena. Se dirigió a un hombre alto, vestido con librea, tenía una nariz ganchuda y una sombra de bigote y barba ensuciándole la cara que le confería una autoridad de la que el resto carecía. Los ojos lánguidos del cadáver revivido la siguieron en su trayecto hacia él, sin demasiado interés.

—Vuestro amo os ha abandonado —le informó.

El mayordomo asintió despacio.

—Se marchó, como hace en ocasiones, solo que esta vez anunció que sería para siempre —declaró con voz pastosa—. Pero antes de irse dejó dicho: «Servidla a ella de igual manera que me servisteis a mí. Cumplid todos sus deseos y órdenes como si fuera mi voz la que hablara por sus labios». ¿Tú eres ella?

—Eso me temo. —Evan le había legado su ejército, al menos el control de su corte y de las tropas que deambulaban por Iskaria. Seguía sin tener acceso a las que todavía permanecían en el collar—. ¿Sabes cómo podría liberaros? —le preguntó.

—No puedo responder a esa pregunta porque desconozco la respuesta —dijo el mayordomo. Y añadió, con voz muy baja—: Ojalá la supiera.

Ariadna asintió. Aquella gente pertenecía en su mayoría a la Tierra Pálida, de poca ayuda podrían servirle. Habían pasado sus vidas al otro lado del misterio, más allá del velo, hasta que llegó Evan y los empotró a golpes en el otro lado de la realidad. Buscó con la mirada a Ego. El monstruo de Cicero la observaba, atento, su rostro era un caos de cuchilladas, sus doce ojos, doce relucientes soles negros.

—Ariadna —la llamó Marc, preocupado, al verla acercarse decidida a aquel engendro.

Ego inclinó la cabeza para mirarla, no fue un gesto de sumisión ni reconocimiento, lo hizo porque le sacaba más de un metro de altura. Hasta la noche en que había perdido la memoria, Ariadna no había visto nunca tan de cerca a un morador de Cicero. Sabía del infinito odio que se profesaban la ciudad maldita y la casa sin ventanas, pero nunca había participado en un enfrentamiento directo entre ambas facciones. La presencia de aquel espanto era abrumadora. Atentaba contra los sentidos del mismo modo en que lo hacía la presencia del conde Sagrada. Había cierto tipo de entidades cuya simple contemplación movía al horror, y no era por su aspecto; sus posibles deformidades físicas no tenían nada que ver con ello. Era algo más sutil, un aura de negación, de no pertenencia al mismo mundo, que afectaba al observador casi de modo físico. Cuando lo tuvo delante, Ariadna alcanzó a oler la peste que exudaba la criatura de Cicero. Hedía a tierra agusanada, a podredumbre y llanto. Los doce ojos de Ego permanecían fijos en ella. Y en ellos vio un brillo del que carecía la corte muerta, como si su fuerza de voluntad fuera tan enorme que ni el Puño de Azardian hubiera conseguido doblegarla del todo.

—¿Qué debería hacer para liberar a las almas del Puño? —le preguntó.

—¿Por qué querrías hacerlo? —preguntó a su vez el monstruo, demostrándole que su suposición era correcta. Ego podía estar esclavizado, pero no era un ser servil como los humanos asesinados por Evan—. ¿Por qué querría alguien vaciar de poder el talismán del Rey Muerto? ¡Qué majadería! ¡Qué sinsentido! Sé lista, niñita, Nuestro amo y señor te ha dejado al cargo del negocio. Ordéname que lo busque y le arranque la cabeza. Lo descorcharé como una botella antes de que sepa qué está ocurriendo. El Puño será tuyo para siempre. Y después conquistaremos la creación.

—No la quiero. Te he hecho una pregunta, engendro. Respóndeme.

—Sea. Para liberarnos deberías destruir el collar de Azardian.

Negó con la cabeza, frustrada. Esa no era la respuesta que buscaba.

—Hacer eso me pondría en una situación complicada. El conde Sagrada no me lo perdonaría nunca. Y no me gustaría pasar el resto de mi existencia en una mazmorra de la casa sin ventanas. ¿Hay algún otro modo de liberaros?

—Lo hay —le confesó Ego—. La manera lenta. Los cautivos de Azardian solo podemos morir una vez. Solo una. ¿Quieres liberarlos? —Señaló con su cabeza deforme a la corte muerta—. Deja que lo haga yo. Ordéname que los mate y los haré libres a hachazos, patadas y mordiscos. Será un placer. Yo disfrutaré de la matanza y ellos escaparán del yugo del Rey Muerto. Todos ganamos ¿No te parece un trato justo, mi señora? —No se le escapó el tono burlón con el que se dirigió a ella.

Ariadna recapacitó unos instantes. No pensaba darle semejante gusto. Tenía su sable, tenía a Letanía. Y a Matanza clavada en la tierra. Paseó la mirada por las filas de hombres y mujeres dispuestos entre el portón del castillo y ella. Marc negó con la cabeza, como si fuera consciente de lo que estaba pensando y pretendiera disuadirla. Cario, el hijo de Edgar y Sonia, miraba al frente, vivo pero sin vida, un mero fantoche, poco más que un títere. La idea de matarlo, aunque fuera para Uberar su espíritu, era más de lo que podía soportar. Pero también tuvo muy claro que sería capaz de hacerlo si no le quedaba otra alternativa. Por suerte para ella y su cordura, la había.

—¿Sentís dolor? —le preguntó a Ego al tiempo que se giraba de nuevo hacia él—. ¿Si te clavara mi espada en el pecho, sufrirías?

—Estamos muertos —contestó el demonio. Su voz surgía a un tiempo de todas las cuchilladas que le deformaban el rostro. La peste a tierra removida se hizo todavía mayor, tanto que a Ariadna no le habría sorprendido que comenzaran a llover gusanos del cielo—. El dolor es para los vivos, no para seres como nosotros.

—Yo siento dolor —dijo ella.

—Tú eres una virago. Ni viva ni muerta y ambas cosas a un tiempo. Los esclavos de Azardian estamos más allá de la agonía. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso pretendes llevar a cabo la masacre tú misma? ¿Privarías a un pobre demonio muerto de su triste consuelo? No lo hagas, pequeña. No ensucies tus manos de sangre cuando las mías están deseando embadurnarse en ella. Ten corazón. Ten piedad. Da la orden y que comience la masacre.

—Mis manos ya están lo bastante sucias —dijo ella—. Pero te equivocas. No mataré a nadie aquí esta noche. —Se dirigió entonces a los hombres y mujeres que Evan había asesinado para ella—. ¡Escuchadme! Cuando abandonemos la isla, os internaréis todos en el mar de lava. ¿Me oís? Os sumergiréis en él y arderéis hasta morir por segunda vez. Yo… —Resopló, sin tener muy claro lo que iba a decir a continuación. Se dejó llevar—: Siento mucho que estéis muertos. Siento mucho que todo esto haya pasado. Lo siento tanto. Tanto… Ojalá hubiera algún modo de compensaros… Pero no lo hay. Porque haga lo que haga, diga lo que diga, vosotros seguiréis estando muertos. Y yo viva.

Justo en ese instante, Ariadna fue consciente de que la isla había dejado de moverse. Lo hizo con una pequeña sacudida, un leve temblor. Miró hacia el mar de lava. El gigante había dejado de remolcar su pesada carga por un momento. Se había detenido, quizá para tomar aliento, quizá para reflexionar sobre el porqué de la labor titánica que llevaba a cabo. No era raro que se detuviera. Evan y ella le habían visto hacerlo en varias ocasiones en las dos semanas que habían vivido allí cuatro años atrás. Solían ser paradas breves, de unos pocos minutos nada más. Ahora permanecía inmóvil, medio girado hacia ellos. Los ojos enormes del coloso estaban fijos en el islote. Se preguntó si sería capaz de verlos a semejante distancia. ¿Qué pensaría de ellos de poder hacerlo? ¿Se preguntaría también por el motivo de su presencia allí? ¿Le maravillaría la existencia de seres tan diminutos del mismo modo que a ellos les maravillaba la suya? Ariadna contempló la mirada de aquel portento. El resto de su rostro estaba oculto por el mar de nubes, pero los ojos resaltaban como lunas, como soles. Había tristeza en ellos, una pena profunda, devastadora. Y Ariadna no pudo evitar preguntarse si aquello no sería en definitiva un cortejo fúnebre, si aquel gigante no estaría arrastrando aquel inmenso ataúd con forma de isla con la intención de sepultarlo en algún punto perdido en el mar de lava.

El coloso no tardó en retomar la marcha. Las cadenas se tensaron en el silencio absoluto de Iskaria, sin producir, por supuesto, el menor sonido. Los monstruos que vivían en las heridas de su espalda se agitaron, frenéticos, cuando retomó la tarea de remolcar la isla y su cargamento de cadáveres.

* * *

Las tropas de Etolia y los asesinos de la Carroña aguardaban en la pirámide en ruinas. Ariadna los descubrió situados alrededor del portal en cuanto se recuperó de la leve desorientación que producía el transporte. Se habían dispuesto en clara posición defensiva, todos con las armas preparadas, con una doble línea de golems en torno a la plataforma de piedra negra. En una de las balconadas interiores estaba Cornualles, apuntando al portal con un rifle de pulsos rodeado de energía estática. Era evidente que no habían querido correr ningún riesgo y estaban preparados para repeler cualquier posible ataque. Para Evan la limitación del salto individual no significaba nada, no cuando podía presentarse allí con un ejército a un segundo de ser movilizado colgado del cuello. Ver a los golems alineados ante el portal, todos activos y alerta, y a los miembros de la Carroña en posiciones defensivas, le bastó para comprender que había hecho bien en no mandar a Marc en primer lugar. No habría sido acertado, no cuando los nervios al otro lado del portal estaban a flor de piel. Legión fue el primero en acercarse; la miró interrogativo mientras Ariadna bajaba las escaleras.

—Ni los más optimistas pensaban que podías regresar tan pronto —le anunció.

—¿Tan poca fe teníais en mí? —pregunto ella. Tenía el dorso de la mano izquierda sobre su sable, en la mano derecha empuñaba a Matanza.

—Mucha más de la que puedes sospechar —dijo Gólgota—. Y aun así, nadie te esperaba tan pronto. Ni tan entera.

—Prometí hacer lo posible por regresar. Y aquí me tenéis —dijo mientras recorría con la mirada a todos los asesinos reunidos allí. Ninguno se había relajado en lo más mínimo, seguían listos para repeler cualquier amenaza. ¿Esperaban alguna treta por su parte?—. He cumplido mi palabra.

—Y nos congratulamos de ello, querida niña —dijo Gólgota mientras sonreía a medias. Volga estaba junto a él, los ojos dibujados en su venda eran dos círculos negros desorbitados que le daban aspecto de espantada—. ¿Esperamos más visitas o vienes sola? —preguntó el demonio.

—La virago huele a magia. A magia poderosa —canturreó Etolia mientras daba un paso en su dirección. La escoltaba, cómo no, el hechicero muerto. La proximidad de este y de la cabeza empalada en su báculo provocó una vaharada de aire nauseabundo. Un hedor a fosas comunes, a cadáveres mal enterrados, envolvió a Ariadna. Y como si quisiera recalcar aquel detalle, Etolia dijo—: Y apesta a muerte. —La niña macabra le ofreció otra de sus sonrisas horripilantes—. ¿Al final escogiste el Puño y te libraste del virago y del humano? ¡Qué lista! ¡Qué taimada! Pero qué bien hecho. Tener corazón solo te haría débil.

—¿Alguien puede ponerle un bozal a esta loca? —preguntó mientras se apartaba de la irritante muchacha y de su hedionda escolta—. No vengo sola —anunció al fin—. Marc viene conmigo. En cuanto el portal se recargue estará aquí. Comportaos en su presencia, por favor. Ya lo ha pasado bastante mal.

—Seremos unos anfitriones de ensueño —anunció Gólgota. Sus ojos romboidales se entrecerraron al tiempo que su lengua recorría sus labios en un movimiento de reptil hambriento—. ¿Y Evan? ¿Dónde está nuestro precioso niño?

—No ha querido venir y no me extraña al ver la bienvenida que le tenéis montada —contestó—. Ha huido de Iskaria. Encontró la forma de activar portales a otros mundos. A estas horas estará lejos de vuestro alcance. Lo lamento. No pude detenerlo.

—¿Lo intentaste? —preguntó Legión.

—Tenía asuntos más urgentes que atender. Lo importante para la Carroña era recuperar el talismán del Rey Muerto. Y eso está hecho. —Sacó el Puño de Azardian de un bolsillo de su falda. Lo había envuelto entre las vendas sanadoras, ya descargadas, para no tener que tocarlo. Aquella cosa le daba asco—. Supongo que con esto el contrato quedará por fin resuelto.

—No será tan fácil —dijo Legión—. Al cliente original lo mató Evan. Pero esperemos que al tratarse de un simple intermediario entre la Carroña y el tipo al que de verdad le interesaba el talismán, la cosa pueda solucionarse. Bah, dejemos que sea el Funcionario quien resuelva ese desaguisado. —Negó con la cabeza cuando Ariadna le tendió el collar—. La misión era tuya, y eres tú quien debe rematarla. Entrega el Puño tú misma al conde cuando regresemos.

—No voy a regresar todavía —dijo, y al ver el ceño fruncido del asesino multiforme se apresuró a añadir—: Antes necesito hablar con Marc. Y quiero hacerlo en la Tierra Pálida. Quiero hacerlo en su terreno, no en el nuestro. —Hizo de nuevo el ademán de entregarle el Puño de Azardian y Legión repitió su negativa, con más firmeza aún.

—Entonces llévatelo contigo. Será lo mejor. El contrato te obligará a volver. Hemos esperado cuatro años, podemos esperar unas horas más.

—Ya hay una promesa que me ata. Le di al conde Sagrada mi palabra de regresar así que no me queda más remedio que hacerlo. —Aun así volvió a guardarse el collar en la falda—. Quiere hablar conmigo. Quiere hablar conmigo como iguales. —Soltó una carcajada—. Creo que pretende convencerme de que vuelva al rebaño.

—¿Es que acaso planeas abandonarnos otra vez? —preguntó Gólgota—. ¡Ni siquiera tú puedes ser tan cruel! ¿Pretendes hacer llorar de nuevo a este pobre demonio?

—Sobrevivirás —le dijo ella—. Siempre lo haces. Y ni siquiera yo tengo claro lo que voy a hacer. Necesito hablar con Marc antes de decidirlo. —Suspiró. La idea de enfrentarse de nuevo al conde la sobrepasaba en aquel momento. El ascendente que aquel hombre tenía sobre ella era terrible y sabía lo sencillo que le resultaría hacerle cambiar de opinión si tomaba una decisión que no le gustara—. Necesito un portal de regreso al mundo humano —dijo—. No quiero tener que cruzar los lugares de paso con Marc. ¿Podéis convocarme uno? —Los asesinos de la Carroña solían llevar siempre semillas preparadas, aunque ninguna enlazaba nunca con la casa sin ventanas. La magia de translación no funcionaba en los alrededores de la mansión, de igual modo que no funcionaba en sombras no domadas.

—Sin problemas —dijo Gólgota—. Y hablando de portales, ¿tu novio no está tardando mucho? ¿Tanto miedo tiene de conocer a tu familia?

El demonio tenía razón. Ya había transcurrido tiempo de sobra para que el portal volviera a activarse. Ariadna comenzó a inquietarse. Había sido muy precisa con las instrucciones que le había dado a Marc sobre cómo activar el portal. De nuevo aquella premonición oscura se adueñó de ella, un escalofrío visceral que la desgarraba por dentro. ¿Y si Evan se había arrepentido y buscaba vengarse ahora que Marc estaba indefenso? ¿Y si Marc activaba el portal pero, por error, acababa en otro mundo? Cuando ya creía que no iba a soportar más la espera, cuando ya jugaba con la posibilidad de activarlo ella y regresar a Iskaria, una luz plateada brotó sobre la plataforma y el estrépito de engranajes en funcionamiento comenzó a resonar otra vez. Se adelantó un paso, quería subir la escalera para ser lo primero que él viera al llegar, no aquel ejército de engendros que, de nuevo, previsor, había adoptado su posición de defensa en torno a la plataforma. El portal pronto dejó de girar y quedó enclavado ya en el aire. Una silueta comenzaba a dibujarse en la luz plateada. La reconoció al instante. Era Marc. Sin duda. Era él.

Antes de poder subir la escalera, tuvo otra vez a Etolia encima. La muchacha de los ojos sangrientos le dedicó una mirada desquiciada, había en ella cierta ternura, cierta lástima que durante un instante la desconcertó.

—Me das tanta pena… —le dijo mientras le palmeaba la cabeza, como si se tratara de un perrito. Ella se revolvió, violentada por su gesto—. Tanta, tanta pena —repitió—. Podrías haber sido tan grande y en cambio eres tan pequeña, tan frágil. Con tu corazón latiendo a golpes en tu pecho, con tu red de mentiras a cuestas… ¿Has oído ya la canción secreta del mundo? —le preguntó y escuchar aquello hizo que se le helara la médula espinal—. ¿Sabes ya de qué están hechas sus notas? ¿Escuchas el caer de la sangre, el quebrar de huesos? ¿Oyes el filo de la espada que aniquila dragones y desmiembra gigantes?

—Apártate de mí, loca —le espetó Ariadna, no estaba dispuesta a permitir que aquella muchacha siniestra se percatara de cuánto le habían afectado sus preguntas.

—No estoy loca —se quejó Etolia con un mohín amargo—. Ojalá lo estuviera. Ojalá no viera las cosas que veo. Ojalá no pesara tanto la oscuridad. Ojalá… —Sus últimas palabras quedaron ocultas bajo el estruendo creciente de la maquinaria de subsuelo.

Ariadna avanzó en dirección a la silueta que se iba concretando sobre el pedestal. Por un momento aquella sombra fluctuó, pareció vibrar, mal fijada al portal de plata. La virago contuvo el aliento. Algo estaba ocurriendo. El chirriar de ruedas dentadas varió su traqueteo, dejó de ser constante. Bajo tierra se escuchó un quejido seguido de un sordo derrumbe. El portal temblaba ante la vista de Ariadna, sin terminar de sujetarse como debía al aire. La sombra de Marc se diluyó, desapareció y ella gritó de espanto.

—No, no, ¡no! —Echó a correr. Subió las escaleras a trompicones, tropezando en cada peldaño. No podía ser cierto, aquello no podía estar sucediendo. ¡El portal no podía fallar ahora, no con el viajero a medio trayecto!

Se detuvo a un solo paso del cerco de plata, entre jadeos y una creciente ansiedad. Un peso formidable tiraba de ella hacia el suelo, una fuerza que no tenía nada que ver con la gravedad trataba de aplastarla. Las rodillas le temblaban. La premonición fatal que había venido atormentándola desde que había abierto la puerta de la mazmorra parecía a un segundo de hacerse real. Y ella no podía hacer otra cosa que mirar, impotente. La maquinaria siguió con su quejido irregular. Se escuchó el sonido desafinado de una cuerda tensa que se rompía. Y coincidiendo con aquel chasquido vibrante, la sombra de Marc volvió al portal de plata, aunque, para su horror, no tardó en desaparecer otra vez. La silueta regresó un segundo después. A partir de entonces la intermitencia se hizo norma, Marc iba y venía, a veces aparecía diluido, a veces fragmentado. ¡¿Qué estaba ocurriendo?! Se hizo el silencio. Un silencio sepulcral, un silencio que, en comparación, convertía en estruendo la quietud de Iskaria. El portal se colapso sobre sí mismo y se llevó consigo la sombra despedazada de Marc. Ariadna quedó de rodillas, desolada, con la mirada fija en el vacío donde unos segundos antes se había encontrado aquella puerta entre mundos. Alguien dijo algo a su espalda, algo que no fue capaz de entender.

Pasó un segundo. Dos. Tres.

Y de pronto, la maquinaria volvió a ponerse en marcha. Era el sonido correcto, el ruido preciso el que recorría ahora la pirámide. Los engranajes rodaban sobre los engranajes adecuados, las poleas hacían lo que debían y las cadenas bajaban y subían en el orden adecuado. El portal volvió a restablecerse, primero fue una esfera diminuta, apenas un puño, que no tardó en expandirse hasta adquirir su tamaño completo. La sombra del viajero regresó a su superficie. Ariadna estaba tan cerca ahora que las fluctuaciones del portal le impidieron precisar de quién se trataba. Durante unos instantes, la incertidumbre estuvo a punto de hacerle gritar. Luego Marc apareció en el pedestal, con paso torpe, aturdido por el cambio de escenario.

La descubrió allí, casi de rodillas en la escalera, tensa.

—¿Va todo bien? —preguntó, y la preocupación se evidenció en su rostro.

Ella se echó a reír y le saltó a los brazos, lo aplastó contra ella con tanta fuerza que lo dejó sin respiración. Se negaba a soltarlo. Su cuerpo se definiría a partir de entonces por el cuerpo de él, sería su marco, su puntal de referencia, su bálsamo, su puerto, su mundo necesario…

—La araña —le escuchó resoplar, medio asfixiado por su recibimiento—. Me va a picar la araña…

* * *

Era media tarde. Un crepúsculo desvencijado comenzaba a hacerse sitio en los cielos, un crepúsculo de tonos incendiados que a Ariadna le recordó al mar de lava de Iskaria. El portal de Gólgota los había conducido a un callejón en Sidney, muy cerca de una de las tres casas iguales de la ciudad. Se habían acercado a ella, apoyados el uno en el otro, con los brazos alrededor de las cinturas, pero no habían subido las escaleras que conducían a la puerta de la casa con su tejadillo a dos aguas. En vez de eso habían entrado en una cafetería de aire bohemio, situada en la misma calle de la casa igual, atraídos, quizá, por la normalidad que se adivinaba tras el cristal. Había llegado el momento de hablar sobre lo sucedido, de tomar decisiones, de mirarse a los ojos y descubrirse tras la locura de los últimos días. Encarar el presente inmediato. Ariadna tenía un miedo atroz a esa conversación, pero eludirla o retrasarla no era buena idea. Cuanto antes tomaran entre sus manos las riendas de su destino, mucho mejor para ambos. Un camarero inmenso, de movimientos lentos y aletargados, les sirvió dos cafés. Sus ojos mostraban una melancolía desproporcionada, tanta que Ariadna estuvo tentada de leer entre líneas en él.

Por un momento, el humo que se alzaba sobre sendas tazas de café adoptó la forma de dos interrogantes gemelos.

—¿Y ahora qué? —preguntó Marc. Tomó la taza entre las manos, deshaciendo con su gesto al signo de interrogación. Ariadna deseó que sus dudas pudieran disiparse de una forma tan simple.

Tardó unos instantes en contestar. Y lo hizo sin rodeos:

—Puedo llevarte a alguien capaz de alterar tu memoria. —Le miró a los ojos cuando habló—. Borrará todos tus recuerdos sobre el mundo oculto; todo el horror, toda la oscuridad que has visto estos días, desaparecerán. Será como si nada hubiera sucedido. —Marc intentó hablar, pero ella lo contuvo con un gesto—. Antes de decir nada, escúchame, por favor. Esto es muy difícil para mí. Así que déjame que suelte todo el rollo de seguido y después lo hablamos, ¿vale? —Marc asintió y ella tomó aire—. Te extirparán todos los recuerdos relacionados con lo que hay tras el velo, absolutamente todos. No quedará nada. Ni siquiera sabrás que sigo viva. De hecho, mañana mismo van a encontrar un cuerpo mal enterrado junto a una cuneta. Un cuerpo idéntico al mío. —Si algo sobraba en la casa sin ventanas eran cadáveres. Barrabás alteraría uno de ellos hasta que se pareciera tanto a Ariadna que nadie sería capaz de descubrir el engaño—. También encontrarán pruebas suficientes para exculparte, quedarás libre de cualquier sospecha. Tú despertarás poco después en alguna pensión de mala muerte. Además de borrar tu memoria, añadirán falsos recuerdos que expliquen tu escapada: te volviste loco cuando desaparecí y te pusiste a buscarme por tu cuenta. —En esencia eso era lo que había ocurrido en realidad—. Es un plan sencillo. Sin fisuras, sin complicaciones. Por favor, acéptalo.

—¿Que lo acepte? —Ariadna había visto cómo se iba indignando a medida que hablaba, pero al menos había cumplido su ruego de no interrumpirla—. ¿Cómo voy a aceptar esa locura? ¿Creer que has muerto? ¿Creer que te han asesinado? No puedo vivir con eso, Ariadna.

—Aprenderás. Será difícil, pero lo harás. —No mencionó que tenía intención de pedirle al conde que rebajara lo que Marc sentía por ella, que suavizara el dolor para que se recuperara lo más pronto posible de su pérdida—. También va a ser complicado para mí. Pero es lo mejor. Prefiero mil veces perderte ahora a que te maten por mi culpa. Por la Gorgona, la simple idea de que pueda pasarte algo… —Sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Lo notó atorado bajo la carne, erizado de espinas, de cuchillas. Aquella obstrucción estaba a punto de desgarrarle el cuello. Tragó saliva para librarse de ella y casi creyó percibir el sabor de la sangre—. No lo puedo concebir. La simple idea puede conmigo…

—Sé cuidarme —dijo él.

—No, no sabes. —Señaló hacia la puerta en un ademán exagerado, como si Iskaria, el castillo y el mar de lava estuvieran al otro lado de la carretera—. Hace unas horas estabas encadenado a una mazmorra y un loco psicópata escribía sobre tu frente con una cuchilla. ¿Eso es saber cuidarse? El mundo oculto es un lugar hostil, Marc. Es duro. Muy duro. Y más todavía si ando yo cerca.

—Aprenderé, Ariadna. Enséñame a vivir en tu mundo. Si tengo que ser duro, lo seré. Si tengo que ser cruel, lo seré.

—No puedo cargar con esa responsabilidad. No, no puedo. Y no quiero que seas duro, no quiero que seas cruel. Quiero que sigas siendo tú.

—Y yo te quiero a mi lado. —Dejó la taza de café sobre la mesa. Ninguno de los dos lo había probado todavía—. Me gustaría que todo volviera a ser como antes. ¿Es eso posible? ¿Es mucho pedir?

—Mi familia continuaría muerta —dijo ella tras un lento suspiro. Se derrumbó en la silla—. No hay magia que pueda cambiar eso. —Guardó silencio un instante que dedicó a observarlo—. ¿Es que no lo ves? Vaya donde vaya, me seguirá la muerte. Está en mi naturaleza. Es lo que soy. Si Edmund y Ángela no me hubieran adoptado, todavía estarían vivos. Y Steve también. —Dio una sacudida rabiosa hacia delante, como si pretendiera echar a correr clavada en su sitio—. ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? —preguntó—. Maldita sea.

—Estás arrugando la nariz —dijo Marc—. Antes nunca arrugabas la nariz.

—Ahora la arrugo. Y antes tampoco tenía una araña viviendo en mis tetas.

—Minerva.

—Minerva.

—Tú no tuviste la culpa de la muerte de tu familia —dijo Marc. Alargó la mano sobre la mesa para tomar la suya—. La culpa la tuvieron los hombres que los asesinaron, no tú.

—Aun así, me pesan en la conciencia —dijo ella—. Pesan tanto como los que asesiné cuando formaba parte de la Carroña. He perdido la cuenta de los muertos que arrastro detrás. Abarrotan mi cabeza, los tengo metidos en el cerebro pegando voces y berridos… —Respiró hondo—. Me crearon para ser una asesina. Es lo que soy. Evan y yo no somos tan diferentes.

—Claro que lo sois. Quizá no en el pasado. Pero tú ya no eres la misma —le recordó él—. Te crearon para ser una máquina de matar. Esos depravados cogieron a una niña inocente y la transformaron en un arma. Pero Edmund y Ángela te convirtieron en algo nuevo. Algo maravilloso. Algo mejor. Y te quiero a mi lado. Insisto. Ya sea en mi mundo o en el tuyo. O en ambos. Te prometí que estaría contigo para siempre. Déjame cumplir esa promesa, por favor.

—Idiota testarudo. —Sonrió. No le quedaba más remedio que ceder—. ¿Cómo es posible que no te hayas hartado de mí después de todo lo que ha pasado? No lo entiendo, de verdad que no lo entiendo. Tendrías que odiarme, pero en cambio…

—En cambio sigo enamorado de ti como un idiota, lo sé. Y tampoco hay magia que pueda cambiar eso. Es una de esas cosas incomprensibles que suceden a veces. Ya lo ves. Los pobres humanos de la Tierra Pálida también somos capaces de obrar milagros.

Ariadna redobló la intensidad de su mirada.

—Hay una segunda alternativa —le confesó. El corazón comenzó a latirle con más fuerza, casi tanta como cuando atravesaba la fortaleza de Iskaria en su búsqueda—. Algo que puede funcionar, pero que me da miedo pedirte por todo lo que supone.

—Hazlo, por favor.

—Que olvide yo también —dijo—. El conde Sagrada me liberará de los lazos que me unen a la Carroña si ese es mi deseo. Me lo ha prometido. Pero no podríamos volver a nuestras antiguas vidas. No puedo aparecer otra vez por Madrid. Mi regreso llamaría demasiado la atención. —Pensó en Elías y sus mercenarios. Pensó en la Cancillería—. Sería peligroso, tanto para ti como para mí como para la casa sin ventanas. Nos construirán nuevos recuerdos y nuevas vidas muy lejos de allí. Aunque no tocarán lo esencial, seguiremos siendo nosotros en lo que importa. Nuestra personalidad y nuestros sentimientos quedarán intactos…

—¿Estás diciendo que la Carroña te permitiría marcharte? —parecía perplejo.

—A mí también me cuesta creerlo, pero lo harán. Será el pago por los servicios prestados, por devolverles el Puño de Azardian y ayudar a cumplir el contrato que quedó roto hace cuatro años. Esa es la segunda alternativa. ¿Tengo que explicarte cuál es la parte mala del asunto?

Marc negó con la cabeza.

—Tendría que renunciar a mi vida actual —dijo—. A mi familia, a mis amigos… A todo lo que conozco. Eso quieres decir, ¿verdad?

—Eso quiero decir. —Ariadna lo sopesó con la mirada—. No solo renunciarás a ellos: los olvidarás por completo. Será como si nunca hubieran existido. Esa vida terminará. Terminará para siempre.

—Mi vida eres tú.

—Es una frase muy bonita. Y muy tonta —apuntó—. No tomes la decisión con el corazón, no te hagas eso, no me hagas eso. Tómala con el cerebro. Pero espera, todavía falta un pequeño detalle para que tengas el cuadro completo. Existiría otra cláusula en nuestro acuerdo… Esta no te afecta a ti, solo a mí.

—Vale, aquí viene la trampa. Estoy preparado. Dispara.

—Si muero, recordaré quién soy en cuanto resucite —anunció—. Si muero no me quedará más remedio que regresar a la casa sin ventanas y restablecer mis votos con la Carroña. El conde Sagrada me da la oportunidad de vivir una vida contigo. Pero solo una. Y no, no harán nada para acelerar mi muerte, me lo han prometido también. Seré una humana normal hasta la próxima vez que muera… Luego volveré a pertenecerles.

—No es una liberación entonces, es una tregua.

—Un respiro, sí. Un descanso que puede durar mucho tiempo. —Y si esa supuesta muerte tenía lugar pasados los treinta años era muy probable que resucitara vacía, condenada a una eternidad sepultada en sí misma. Prefirió no pensar en ello—. Ya está todo —dijo—. Ahora te toca a ti decidir. Con el cerebro, recuerda. Tómate el tiempo que necesites. No tiene por qué ser ahora mismo. Supongo que el conde Sagrada dejará pasar un par de días antes de mandar sus huestes a buscarme.

Marc se echó hacia atrás en el asiento.

—No hay mucho que pensar —dijo—. Tengo dos opciones: una vida sin ti o una vida contigo. A eso se reduce todo. ¿Qué opción crees que voy a escoger?

Ariadna sonrió tanto que la cara le dolió. Aun así se forzó a rogarle calma.

—Piénsalo bien, por favor —le pidió—. No es una decisión que se pueda tomar a la ligera. Quiero que la medites, que la medites muy bien.

—¿Quieres que haga una lista con los pros y los contras? —Se echó a reír—. Porque la columna que tenga tu nombre es la que se lleva todas las de ganar. Eres mi vida, Ariadna. Por tonta que sea esa frase es la única verdad en la que creo. Sin ti estoy muerto.

Justo entonces, la puerta de la cafetería se abrió y dos hombres entraron al local, ambos vestidos con ropa deportiva. El más alto lloraba en silencio, al otro parecía faltarle muy poco para saltársele las lágrimas. Este miró a Ariadna un instante, pero apartó la vista rápido, con aire culpable, como si acabaran de sorprenderlo haciendo algo terrible. Susurró al oído de su compañero y el llanto de este se redobló. La virago se removió en la silla, incómoda. ¿De qué le sonaba aquella gente? Intentó leer entre líneas en ellos, pero la información que consiguió no tenía ningún sentido. Eran llamaradas de incoherencias, retazos de sinsentidos. La boca se le secó al momento. No era normal, aquello no era normal. ¿Qué estaba sucediendo?

—¿Hueles eso? —le preguntó Marc de pronto, mientras arrugaba la nariz, trayéndola de vuelta a la realidad cercana.

Estuvo a punto de contestar que no, pero el olor era demasiado evidente como para seguir pasándolo por alto, hacerlo sería como negar su propia presencia. Era denso, un hedor a alcantarilla, a sumidero colapsado. No le había prestado atención hasta entonces. No, se corrigió, no había querido hacerlo. Se había obligado a eludirlo. Cerró los ojos, muy, muy despacio, y un telón negro cubrió el mundo. El nudo regresó a su garganta, esta vez para quedarse; la premonición dejaba de ser tal para convertirse en una certeza tan abrumadora que sintió al momento el escozor de las primeras lágrimas. Aquella peste la había seguido desde la mazmorra de Iskaria. Era un olor a tierra removida, a muerte fresca y, a un tiempo, antigua; un olor que había ido asignando a distintas fuentes para evitar enfrentarse a él: al propio calabozo, a Ego, a Etolia y su escolta… Miró alrededor, buscando una excusa a la que poder aferrarse ahora: un plato de carne pútrida, quizá, un cadáver abierto en canal sobre una mesa, un engendro de Cicero al acecho. Algo, cualquier cosa, que fuera menos terrible que la verdad. Pero ya se le habían terminado las excusas.

—¿Ariadna? —escuchó que la llamaban más allá de sus ojos cerrados.

Sintió en el pecho un peso desmesurado, asfixiante. Fue como si todo el dolor del mundo, toda la angustia, hubiera buscado refugio entre sus costillas. Lloraba cuando abrió los ojos para mirar a Marc. A pesar de todas sus promesas, estaba llorando. El joven la miraba, alarmado.

—¿Cariño? ¿Te encuentras bien?

Negó con la cabeza, incapaz de articular palabra en un primer momento. No, no estaba bien. Y no lo estaría jamás. Las lágrimas corrían tan rápido por sus mejillas que, se dijo, no tardarían en abrirle surcos en la carne.

—Perdóname, Marc —consiguió decir. ¿Cómo era capaz de hablar? ¿Cómo era posible que pudiera articular palabra con aquel nudo de espinas atravesado en la garganta?—. Hay algo que necesito comprobar… —Invocó a Letanía y en un rápido movimiento se la clavó en la mano izquierda, tan fuerte que la hoja atravesó la palma y se hundió en la madera de la mesa.

—¡Por Dios! —exclamó Marc al tiempo que se levantaba de la silla, de forma tan violenta que esta cayó tras él—. ¡Ariadna! ¡¿Te has vuelto loca?!

—Ojalá —murmuró ella.

La sangre manaba de la herida, lo hacía de forma lenta, plácida, casi poética. Se arrancó a Letanía de la mano y la sangre brotó a borbotones. Burbujeaba en la herida, violenta. Era de un rojo vivo, tan cegador, que apagó todos los colores del mundo. Ariadna jadeó y miró en torno a ella. El camarero tras la barra ya no era el mismo hombre orondo; era su opuesto, un hombre delgado, pecoso y de pelo corto, que continuó con sus labores, ajeno a lo que acababa de suceder. En la mesa vecina lloraban los dos hombres, ambos, como ella, más allá del consuelo. Ariadna bajó la vista. Algo se removía en su taza de café, hebras negras que crecían y crecían en el líquido. Nunca había tenido tanto frío.

Mirar a Marc fue lo más difícil que había hecho en todas sus vidas.

—Esto no es real —dijo. En algún momento debía haberse levantado ella también. Estaban los dos en pie, el uno frente al otro. La mesa había desaparecido entre ambos, desvanecida en aquel delirio que se rompía en pedazos—. Es un espejismo, un sueño producido por la esencia negra. Estoy en el fumadero de Berlín, no aquí. —Le acarició la mejilla. La herida de su mano había desaparecido y la carne estaba otra vez intacta—. Y tú estás muerto —anunció, deshecha—. Moriste en la mazmorra de Iskaria. Yo te maté.

—¿Muerto? ¿Que tú me mataste? —El muchacho retrocedió un paso, y habría tropezado con la silla caída de haber seguido esta allí. Un rictus de verdadero pavor le deformó el rostro, pero solo duró un instante. Luego se echó a reír. Y era su risa, su risa de siempre. Y eso lo hizo todavía peor—. ¿Cómo voy a estar muerto? ¿Qué tontería es esa? ¡Mírame! ¡Estoy aquí! ¡Delante de ti! ¡Y tengo demasiada hambre como para ser un fantasma, te lo aseguro!

—Fue una trampa. Evan me tendió una trampa. Consiguió ocultármelo cuando lo leí entre líneas. Lo escondió tan profundo que no logré verlo. Me engañó, Marc. Me engañó…

Se abrazó a sí misma. El joven que tenía delante era un constructo fabricado por su mente, un títere dotado de falso albedrío. Un Marc construido a base de recuerdos y sueños.

Alzó las manos y las contempló, incrédula, horrorizada. Ella había matado al Marc real.

—Vamos a tranquilizarnos, ¿vale? —le pidió aquel espejismo. Su tono no varió, su gesto se volvió serio. Intentaba razonar con ella, intentaba sostener la mentira a pesar de que ya comenzaba a verse la tramoya tras el escenario—. Vamos a sentarnos y a continuar charlando, ¿de acuerdo? —Pero ya se intuían también lágrimas en sus ojos, un leve temblor húmedo que todavía no llegaba a caer. Solo que aquel llanto no era de él. Era de Ariadna—. Lo que estás diciendo no tiene sentido —insistió el falso Marc—. Ni pies ni cabeza. Olvídalo, por favor. Vamos a olvidarlo y a seguir con lo nuestro como si nada hubiera sucedido. Estábamos hablando de nuestro futuro juntos, ¿recuerdas?

—Es una ilusión —murmuró Ariadna. ¿Estaría llorando también en el fumadero? ¿Lloraría también fuera del sueño? No. No lo haría. Esa Ariadna había jurado que nunca volvería a llorar—. Ni siquiera la droga de la felicidad puede hacerme feliz… —murmuró y en su garganta aterida casi hubo espacio para una carcajada amarga—. Las flores de la Umbría apenas me afectan. Porque mi naturaleza es igual que la suya. Porque somos lo mismo… Seres retorcidos, sombras marchitas…

El bar a su alrededor estaba cambiando, de la iluminación diáfana de hacía unos instantes a la lúgubre del fumadero, la barra era ya la ruina sucia del local de Berlín. Las pipas de agua se enroscaban como serpientes en los estantes donde antes solo había botellas.

—¡Ariadna! —le gritó el falso Marc en un intento de recobrar su atención—. ¡Detenlo! ¡Todavía estás a tiempo! ¡Todavía puedes pararlo! —Él también había roto a llorar al fin—. Finjamos un rato más, por favor. ¿Qué daño puede hacernos? Vivamos esa vida juntos, aunque sea un sueño, aunque sea mentira… ¿Es que no nos merecemos ni siquiera eso? No tuvimos la oportunidad de despedirnos, morí sin consuelo, sin ni siquiera llegar a verte. ¿¡Qué clase de final es ese!? ¡No es justo! ¡NO ES JUSTO! —En el mundo no había nada más que horror y desolación, en el mundo no había espacio para los finales felices—. Lo necesitas. Ambos lo necesitamos. —Bajó la voz y su mirada implorante lo fue todo—: Ariadna, te lo suplico, te lo ruego, finjamos que esto es real, finjamos que estoy vivo y que estoy aquí contigo, finjamos, aunque solo sea un instante, que no estás hablando sola.

* * *

Un segundo.

Si se hubiera detenido un solo segundo, todo habría sido diferente.

Un segundo, con un solo segundo habría bastado…

Ese mínimo momento no vivido, ese espacio de tiempo que no fue, la marcaría para siempre de forma indeleble y total. Ese breve lapso se convirtió en el eje de toda su existencia, en su definición del horror, del vacío, de la desesperanza; ese espacio en blanco representó el cambio de paradigma definitivo de las múltiples vidas que le quedaban por vivir.

Un segundo y todo terminó, todo acabó, un segundo miserable representó la caída última, sin vuelta atrás ni remisión. Ella lo llamaba a voces por las entrañas de la fortaleza de Iskaria. Su nombre se esparcía en ecos fragmentados a través de los corredores, atronaba contra los muros bastos. La realidad era de cristal, la realidad era frágil, precaria, indiferente. Y el nombre de Marc, ese proyectil sónico de cuatro letras, comenzaba a quebrarla, las grietas en su superficie comenzaban a crecer y crecer, anticipando el golpe por llegar. La realidad estaba llena de monstruos y esquinas de pesadumbre, de ventanas al horror. Ariadna oyó a Marc, él también gritaba pero la mordaza distorsionaba sus palabras. Entre esos sonidos amortiguados creyó intuir su nombre. Llegó a la puerta, de metal negro, con manchas de óxido en la esquina superior izquierda y señales de arañazos en el centro. A lo largo de los años, Ariadna abriría en sueños esa puerta en innumerables ocasiones, vería cómo su mano tomaba la manilla, negra, larga, ondulada, al tiempo que gritaba la tercera palabra de apertura.

Solo un segundo.

En un segundo un corazón sano puede llegar a latir tres veces, tres golpes de vida rápida, tres golpes de tambor que mueven sangre y cuerpo. En un segundo puedes mirar a alguien y saber que necesitarás a esa persona durante el resto de tu vida, de igual manera que necesitas el aire o el sustento. En un segundo la realidad puede escupirte a la cara y mostrarte que no hay redención, que nunca habrá nada a lo que aferrarte, que estás sola y siempre lo estarás. Y todo habría sido diferente si en ese tiempo mínimo te hubieras parado a leer entre líneas en la puerta que estás a punto de abrir.

Si se hubiera detenido un instante ante esa puerta lúgubre, repleta de arañazos y óxido, la manilla, al girarse, no habría activado el mecanismo de la trampa y la guadaña no habría realizado ese vuelo corto y brutal, ese descenso tremendo y terminal que la llevó de una oquedad de la pared a otra pasando de camino por el cuello de Marc. Si se hubiera tomado un solo segundo en leer entre líneas, él estaría vivo. Una precaución no tomada se traduce en el silbido de una hoja que corta el aire y el ruido blando, espantoso, de una cabeza que cae al suelo.

Entrar en la mazmorra y caer de rodillas fue todo uno. No se acercó al cadáver. No podía hacerlo. Dar un paso en dirección a ese horror dividido era más de lo que estaba dispuesta a hacer. Dar ese paso iba en contra de las leyes de la física y la razón, era tan imposible como echar a volar o contemplar siquiera la posibilidad de volver a ser feliz algún día.

Y a partir de entonces no hay nada. No puede haber espacio para el calor. No hay refugio, no hay salvación ni esperanza. No puede haberla.

Un segundo, si solo se hubiera tomado un segundo…

Abandonó la mazmorra, vacía, una mera cáscara insensible, un espacio blanco en el engranaje de la creación. Una nada muerta de frío. Se vio a sí misma avanzar por los retorcidos pasillos de aquella fortaleza maldita, se descubrió saliendo a la luz desastrosa de aquel lugar perdido. La lava cercaba la isla, había llamas a lo lejos, llamas altas, salvajes, entre las que destacaba la figura del gigante encadenado. Si Ariadna hubiera sido capaz de vertebrar pensamientos, le habría confesado que lo comprendía, que había escuchado ya la canción secreta del mundo, que conocía la melodía terrible que muerde los huesos de los que ya no están, las sombras leves que su paso efímero deja en los soportales del tiempo, la terrible ignominia de los que mueren en soledad, de los que mueren por error, de los que gritan intentando advertirte que los condenarás si abres la puerta a través de la cual acudes a rescatarlos.

«Conozco la tristeza del mundo», se dijo Ariadna mientras con paso lento, derrotado, caminaba hacia el portón del castillo. «Conozco el dolor de la existencia».

«Ahora sí soy humana».

* * *

Encontró a Evan muy cerca de donde lo había dejado, clavado en Matanza. El virago había sujetado la espada entre dos rocas y se había ensartado en ella a empujones. La hoja entraba por el abdomen y emergía muy cerca de la nuca, reluciente de sangre. Evan no se había rebajado a ordenar a uno de sus esclavos muertos que acabara con él, por supuesto, eso habría significado dar muestras de debilidad y ni siquiera a las puertas de la muerte había estado dispuesto a consentirlo. Aquel último acto también estaba dirigido a ella, con aquel gesto le había arrebatado hasta la posibilidad de vengarse. Se lo había quitado todo. Evan tenía los ojos abiertos, y su mirada vidriada fija en el horizonte y en el gigante que arrastraba Iskaria a través de la lava. No había expresión en su rostro, solo un vacío inconmensurable y definitivo.

Los muertos habían desaparecido, tanto su corte como el ejército de Azardian. Evan todavía tenía el Puño colgado al cuello, las telarañas y los cristales chorreaban sangre. Ariadna alargó la mano y, tras una leve vacilación, se hizo con el collar. En cuanto sus dedos lo tocaron, pudo escuchar aquella algarabía de voces aprisionadas. Eran minúsculas, susurros apenas audibles. Rabiaban allí dentro. Clamaban por la libertad, ansiaban el olvido, la extinción… Ariadna alzó el talismán ante sus ojos. Aquella cosa rebosaba muerte. Como Iskaria. Como sus manos. Despacio, muy despacio, ajena al rebullir de voces, se colgó el Puño de Azardian al cuello. Al momento, una sacudida de energía indescriptible la sacudió y le envolvió el corazón en densas tinieblas. El enlace quedó sellado y Ariadna se convirtió en dueña del collar del Rey Muerto y los ejércitos contenidos en él.

A continuación, tiró de Evan hasta que este cayó de espaldas con un sonido blando, apático, como si le importara bien poco estar muerto. Después empuñó a Matanza con ambas manos y la desclavó del cadáver de un tirón formidable.

Se acuclilló junto al cuerpo, con la espada ensangrentada sujeta por la hoja.

Y esperó.

Aguardó durante días, a la espera de cualquier señal que indicara una próxima resurrección. Esperó y esperó, atenta, alerta, enlazada a su mirada aunque allí solo había oscuridad y ausencia. Necesitaba matarlo. Necesitaba hacerlo. Ella, que no podía salvar a nadie, necesitaba de su muerte para poder mirar hacia delante. Rezó a todos los dioses, a los de la oscuridad, a los de la luz, a los intermedios, para que le concedieran al menos la satisfacción incompleta de la venganza. Pero Evan seguía empeñado en continuar muerto. Cuando el cadáver comenzó a mostrar los primeros signos de descomposición, Ariadna comprendió que aquella espera era inútil. No iba a resucitar; Matanza, la espada del nombre absurdo, había sido fiel al cometido para el que había sido creada: había matado a lo que no podía morir.

Aun así, solo por asegurarse, Ariadna aguardó una semana más. Y luego otra.

Después se marchó.

* * *

Ariadna enfiló otra vez el pasillo que conducía a la puerta de los aposentos del conde Sagrada. En esta ocasión su presencia allí sí había sido requerida. Nada más atravesar el umbral de la casa sin ventanas, una de las criadas desolladas se le había acercado para informarle, con su voz viscosa y lenta, de que el conde la aguardaba en sus dependencias.

Antes siquiera de llamar con los nudillos a la puerta, esta se abrió hacia dentro, en un perfecto y engrasado silencio. El conde estaba tras su escritorio, con un plano extendido sobre la mesa muy similar al que había estado estudiando en la anterior visita de Ariadna, un laberíntico caos de galerías y pasajes. Al verla entrar, dobló el mapa y lo apartó. Sus ojos, tan carentes de toda emoción como siempre, eran hoy de un color marrón muy marcado. El conde le hizo un gesto para que se aproximara tras un leve cabeceo que Ariadna tomó por una bienvenida.

Lo primero que hizo la joven virago fue dejar caer el Puño de Azardian sobre la mesa. Cayó envuelto en un revuelo de telarañas, cristales y destellos rojos. Ariadna no había visto la hora de librarse de aquella cosa, su peso en el bolsillo no hacía más que recordarle a Iskaria y las montañas de cadáveres que había dejado allí. El conde entrelazó muy despacio las manos ante el rostro, fue como ver a dos arañas abrazándose. Estaban cubiertas, como siempre, de sangre fresca. Sagrada ignoró el Puño por completo. Solo tenía ojos para ella.

—Me satisface tenerte de vuelta —dijo. Aunque en el tono de su voz no había rastro de emoción alguna.

—Prometí volver —dijo ella. Su voz era un calco a la del conde, sin inflexión apenas, una voz agotada, yerta, una voz cansada de hablar—. Aunque dadas las circunstancias, no es que tenga muchas opciones de dónde ir. —Se dejó caer en la butaca.

—Siempre hay alternativas para las criaturas como nosotros. —Sus manos continuaban entrelazadas, parecían estar estrangulándose la una a la otra. Ariadna casi esperaba escuchar el crujir de los huesos al romperse—. Podías olvidar de nuevo, o usar esa espada asesina contigo. Podías buscar el refugio de los segundos gobiernos o solicitar asilo en alguno de los filos superiores. Pero estás aquí. Has vuelto. Y me satisface sobremanera que lo hayas hecho —repitió, con la misma entonación neutra y vacía.

Cuando Ariadna abandonó Iskaria se encontró con que la pirámide en ruinas estaba desierta. No había ni rastro de los asesinos de la Carroña ni de Etolia y sus tropas. Sospechaba que la noticia de la muerte definitiva de Evan había llegado de alguna forma a la casa sin ventanas y que el conde les había ordenado retirarse. Ariadna había pasado dos días vagando por los lugares de paso, la Umbría y la Tierra Pálida. Dos días de caminar en silencio, desprovista de todo sentimiento. Se había convertido en un espectro en vida. Solo tras la visita al fumadero de esencia negra había prendido en su interior una mínima chispa de vida, de necesidad de rehacerse e intentar salir adelante. La conversación frustrada con el falso Marc había sido el detonante. Tenía que sobrevivir, tema que sobrevivir por él.

—Lo prometí —insistió ella—. Y había un contrato por cumplir. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el collar. El conde Sagrada apartó por primera vez la vista de ella y echó un vistazo al Puño de Azardian.

—A su próximo dueño no le hará gracia averiguar que el talismán está vacío. Has liberado a todas las almas que contenía.

Ariadna asintió.

—A todas —dijo.

Le llevó dos días conseguirlo. No era tan poderosa como Evan y no le quedó más alternativa que invocarlos en pequeños grupos. El primero en aparecer había sido Cario, el hijo de Sonia y Edgar, la última víctima del virago. Uso Letanía con él. Fue rápida. Una sola puñalada, veloz, indolora. Hizo lo mismo con el resto de los que Evan había asesinado para constituir su corte. Los mató de uno en uno, de un solo golpe, perfecto en su ejecución. Aquellas estocadas rápidas habían formado parte de las enseñanzas de la casa sin ventanas, por supuesto. Allí la habían convertido en lo que era: la hija aventajada de la muerte. Tras asestar cada puñalada, limpiaba el cuerpo de sangre, siempre escasa, y después lo llevaba al interior del castillo. Allí los acostaba, uno a uno, en las camas de los altos señores de Iskaria, arropándolos con mantas sucias de polvo rojo. Por suerte había camas de sobra en aquella fortaleza para los cincuenta y tres desdichados que habían muerto para servirla. A Cario lo acostó en el gran lecho de la torre principal. Se sentó a su lado durante largo rato, con la vista fija en su carita inerte.

«No eres fea», le había dicho aquel niño. «Estás triste y por eso te he dibujado triste».

Se preguntó cómo la dibujaría ahora de poder hacerlo. El niño tenía los ojos cerrados y la cabeza girada hacia la derecha. Allí, con la luz escasa que entraba por la terraza, Ariadna podía engañarse y fingir que estaba dormido. Le acarició el cabello y, antes siquiera de darse cuenta de lo que estaba haciendo, comenzó a contarle un cuento. No pudo evitarlo, fue un impulso al que no pudo resistirse. Le contó una de las historias que su madre había escrito para sus espectáculos de marionetas, el cuento de un hombre que perdía el corazón en una apuesta con un demonio y cómo tras mucho buscar y buscar lograba recuperarlo. En la versión de Ariadna, el protagonista de la historia lo perdía otra vez nada más hallarlo, en una apuesta todavía más arriesgada y sin sentido que la primera. La virago no tenía ánimo para finales felices. Tras acabar el cuento y depositar un corto beso en la frente del niño, bajó de nuevo al patio. Allí invocó a la siguiente tanda de esclavos del Rey Muerto.

Y con ella llegaron ya los primeros monstruos. Todos los que habían caído en el ataque a la mansión Schwenke la noche en la que Evan se volvió loco y ella perdió la memoria. Ego estaba entre ellos, inmenso y negro, con sus cicatrices y sus doce ojos relucientes. Al ángel cautivo de su espalda le dio el mismo final que a los desdichados que Evan había asesinado en su honor. La criatura la contempló suplicante mientras la desclavaba de la coraza de Ego, que no dejó de quejarse ni un momento por lo que consideraba un trato ignominioso. El ángel sonrió cuando Letanía se hundió en su pecho.

Después empuñó a Matanza. Lo hizo con ambas manos. Rezó una plegaria a los dioses tenebrosos de la Umbría y saltó sobre los muertos de Azardian, dispuesta a acabar con todos ellos, ya sin contemplaciones, sin florituras. Necesitaba muerte. Fue una carnicería, una masacre. La espada que portaba hizo honor a su nombre. Los esclavos del Rey Muerto no se defendían, se limitaban a permanecer allí, inmóviles, espantajos de carne y hueso a la espera del sacrificio. La espada cortó y cercenó, sajó y mutiló. Ella, voz en grito, bailó en mitad de una ordalía de sangre y vísceras que una vez terminó ni siquiera la dejó exhausta. Y mucho menos satisfecha. Invocó a más muertos del collar del nigromante que había dominado el mundo oculto siglos atrás. Aparecieron tres docenas. No tenía órdenes para ellos, solo muerte, nada más que muerte. Y Ariadna, la asesina, la virago, la hija de la Carroña, continuó con su danza atroz, transmutada en un torbellino de acero que cercenaba brazos y cabezas, que destripaba y hundía cráneos a golpes de empuñadura sin parar ni por un instante de gritar. Invocó a más muertos de Azardian. Y luego a más. Y a más. Llegó un momento en que saltaba sobre montoneras de cadáveres, con la vista cubierta de sangre, ella misma roja y resbaladiza, transfigurada en una diosa de la muerte, en la encarnación de la masacre y del desmembramiento. Los engendros que vomitaba el Puño de Azardian eran cada vez más portentosos y temibles. Se hundió en las entrañas de un dragón negro de dos cabezas, con Matanza en una mano y Letanía en la otra. Mató a un cíclope de más de veinte metros, a tajos primero en las piernas hasta que logró derribarlo para poder alcanzar los órganos vitales. La casta de Azardian sucumbía bajo el filo de su arma como la cosecha bajo la guadaña. Ninguno gritaba. Todos morían en silencio. Pero a Ariadna poco le importaba. Ella gritaba por todos. Su alarido tomó Iskaria, su alarido mató al silencio. Y en el mar de lava el gigante se detuvo y se giró para contemplar la masacre aberrante que tenía lugar en la isla que cargaba a cuestas. Las horas pasaban.

Y ella prosiguió con su invocación de espantos. Brujos de otros tiempos, guerreros, dragones, gigantes, hechiceros… Todos sucumbían por igual bajo sus dos hojas. Los muertos se apilaban unos sobre otros, estratos de cadáveres por los que trepaba ella, armada con Matanza y Letanía.

El tiempo dejó de tener sentido. Todo era sangre. Un mundo rojo que hervía y burbujeaba, un reflejo del mar que rodeaba Iskaria. Hasta que, de pronto, sin previo aviso, Ariadna cayó hacia delante, agotada al fin. Pero lejos, muy lejos, de estar satisfecha. Quería continuar matando pero su cuerpo se negaba. Estaba exhausta, rota. Ya no le quedaban fuerzas. Los mandó entonces en oleadas al mar de lava, les ordenó sumergirse en la incandescencia. Y ella se sentó junto al cuerpo de Evan mientras veía cómo las huestes de cadáveres pretéritos avanzaban hacia la segunda muerte y la liberación. Cuando, tras horas de marcha, el último de ellos, una mujer rubia, de ojos claros, de una belleza perfecta, se hubo sumergido en la lava, Ariadna alzó de nuevo el collar ante ella y prestó atención. Ya no se escuchaban voces en su interior. Los ejércitos del Rey Muerto habían sido, al fin, derrotados.

—Los liberé a todos —le repitió al conde Sagrada—. Pero no he faltado al espíritu del contrato, ¿no es cierto? Este se refería al Puño de Azardian, no a las almas que pudiera contener. A efectos prácticos tanto da que esté lleno o vacío.

—En efecto. Y aunque su poder se ha visto mermado de forma considerable estoy convencido de que su próximo dueño lo aceptará de buen grado. El Puño de Azardian sigue siendo un objeto prodigioso. Y siempre tendrá la oportunidad de conseguirse nuevos esclavos si es su deseo.

Por supuesto que sería su deseo. La clase de seres que anhelaban el Puño no debían de destacar por sus escrúpulos.

—Todavía estoy vinculada a él —advirtió al conde—. Pero el enlace no durará mucho. Después de salir de aquí, haré una visita a Blanca Mar y le pediré una infusión de lágrimas de Salomón y heléboro. —Blanca Mar era la maestre envenenadora de la casa sin ventanas, se rumoreaba que podía preparar pociones letales con simple agua solo por la manera de servirla—. Me tumbaré en mi cama y tendré una muerte tranquila. Me merezco un descanso.

—¿Qué harás después?

—¿Soy libre para decidir?

—Lo eres. Te lo dije antes de que te marcharas y te lo repito ahora. Tengo todos los sicarios y vasallos que necesito. Lo que de verdad quiero a mi lado son hombres libres. Seres que me sigan por su propia voluntad, sin coerciones, sin cadenas. Necesito que confíes en mí, Ariadna.

—Vaya donde vaya la muerte vendrá conmigo —dijo ella—. Estoy maldita. Todos los que me rodean acaban sufriendo o muriendo por mi culpa. Llevo encima el estigma del asesinato. Intenté sobrevivir en el lado de la luz, pero me han devuelto a puñetazos a la oscuridad. Nadie puede renegar de sus raíces, ¿no es así? Me lo advertiste.

El conde Sagrada asintió.

—Y ahora has podido comprobarlo por ti misma. La muerte es tu segunda naturaleza. Allí donde estés, acudirá ella. Es inevitable. Eres una virago, una criatura de destrucción. Tu lugar está entre nosotros. Tu lugar está aquí, entre estas paredes, en esta casa. Somos tu familia.

Lo eran. Una familia a la que no podía matar, porque la mayoría estaba más allá de la muerte. O podía regresar de ella.

—Si vuelvo quiero dejar clara una cosa —le advirtió—. Podré vetar los contratos que me ofrezcas. Nunca, jamás, asesinaré inocentes para vosotros. Tendré esa prerrogativa, ¿de acuerdo?

—Me parece una concesión aceptable. Pero te rogaría que no hicieras pública esa circunstancia fuera de aquí. A alguno de tus compañeros podría ofenderle que te concediera un trato de favor. ¿Lo comprendes?

—Lo comprendo. —Ariadna se frotó los muslos de arriba abajo sobre la falda, como si las piernas se le hubieran dormido y necesitara reactivar la circulación—. Lo has conseguido, conde. Vuelvo al redil. La hija pródiga regresa a la Carroña. —No había sido una decisión difícil de tomar. Sus opciones, a pesar de lo que se empeñaba en asegurar el conde, eran muy limitadas. Aquel lugar espantoso era su hogar. Para bien o para mal—. Pero nunca más volveré a ser un instrumento de la casa sin ventanas, tenlo en cuenta. Nunca más volveré a ser un arma en tus manos. No dejaré que me manipulen. No dejaré que me utilicen.

—Tengo todas las armas que necesito, Ariadna. Te quiero libre —insistió.

Ariadna lo sopesó con la mirada. ¿Sería sincero? No podía cometer el error de confiar en él. No podía permitírselo. El conde Sagrada era una criatura que había nacido para manipular, para hacer daño. Era un ser nocivo, concebido para la atrocidad. El conde Sagrada era uno de los monstruos a los que los monstruos temen. Y siendo esa la criatura que la había creado, ¿qué se podía esperar de ella?

—Si no hay nada más que hablar, con tu permiso me retiro —dijo—. Necesito morirme un rato. Me he ganado un momento de tranquilidad. Y quiero librarme cuanto antes de cualquier lazo con ese maldito collar.

Cuando hacía el ademán de ir a levantarse, el nigromante la detuvo.

—Espera —le pidió—. Antes de que te marches hay algo que quiero proponerte. Justo ayer, la casa sin ventanas aceptó un nuevo contrato. —Sus manos por fin se separaron una de la otra y por un instante pareció haber muchísimos más de cinco dedos en cada una de ellas—. Me gustaría ofrecértelo a ti, si es que tienes a bien aceptarlo, por supuesto. —La mano izquierda del conde desapareció tras la mesa durante unos segundos. Cuando regresó traía un pliego de papel consigo. Lo empujó hacia ella—. Tómatelo como un regalo de bienvenida. O una compensación tras todo lo sucedido. Aunque sea pequeña. Aunque sea escasa.

La virago se inclinó hacia delante, y giró el pergamino para poder leerlo con comodidad. Y a pesar de que tenía muy claro a nombre de quién iba a estar extendido ese contrato, no pudo evitar sonreír al confirmarlo.