ISKARIA

ISKARIA

Volga fue la primera en verla. Había dibujado ojos de alerta en las ruinas que conducían hasta la pirámide; los había trazado con hueso molido y fijado a las piedras y cascotes mediante hechizos de sello. Fueron estos quienes descubrieron a la muchacha que se aproximaba. En cuanto la alertaron, Volga se asomó a ellos. La visión era neblinosa, mustia, pero lo bastante clara como para que no quedara ninguna duda sobre la identidad de la persona que se acercaba.

—Viene Ariadna —anunció.

Gólgota y Legión la miraron extrañados. La presencia de la virago allí no entraba dentro de lo previsto; Todos estaban de acuerdo en que lo más correcto era mantenerla al margen de la búsqueda de Evan. Se dirigieron hacia el límite del asentamiento que rodeaba la pirámide. Las creaciones de Etolia permanecían inmóviles, diseminadas por todo el lugar, a la espera de que su dueña o las circunstancias las activaran; unas estaban encorvadas hacia delante, otras se inclinaban hacia los lados; y todas tenían el mismo aire de muñecos a los que se les ha terminado la cuerda. Eran idénticas en forma: esperpentos humanoides de cerca de dos metros de alto, asexuales, sin más rasgo en sus rostros que una gran runa grabada en el centro de lo que debería haber sido su cara. Similares en forma, sí, pero diferentes en cuanto a materia de construcción; los había de turmalina, de amatista, de diamante, de cuarzo, de malaquita… hasta había una que daba la impresión de estar esculpida en sangre coagulada. En total un centenar de autómatas dormidos aguardaba entre las ruinas, dentro de cada uno de ellos latía un corazón vivo, eso y la hechicería de Etolia era lo que les daba vida y confería poder.

La propia Etolia se encontraba a las afueras del poblado en ruinas, a la espera también. Sus hechizos de alerta debían de haberla informado de que alguien llegaba. No estaba sola. Junto a ella estaba el hechicero muerto que le hacía de guardaespaldas, un inexpresivo montón de carne, sin lengua, con las cuencas vacías y las mejillas destrozadas a arañazos; y el gólem de ámbar repleto de insectos que mantenía siempre activo, con su runa de poder fulgurándole en mitad de la cara. Etolia no aparentaba mucho más de trece años. Iba descalza, vestía una falda negra de flecos que rozaban el suelo y un corpiño rosa pálido, atado por delante con lazos en zigzag. Empuñaba un largo báculo de obsidiana con una cabeza de mujer clavada en su extremo. La palidez exagerada de la joven contrastaba vivamente con sus venas, de un negro intenso; su sistema circulatorio se marcaba contra su carne lívida como un tatuaje laberíntico, como una telaraña a flor de piel. La niña guerrera se apartó el cabello pajizo de la frente cuando los tres asesinos se le acercaron desde el sur. Sus ojos eran de un rojo sanguíneo, similar al color del cielo de aquel mundo devastado. Etolia no pertenecía a la Carroña. Vivía en la sombra domada de un castillo encantado, donde confeccionaba y almacenaba su ejército de autómatas. Era pupila del conde Sagrada y, según se rumoreaba, hacía siglos que no aparecía un nigromante de su talla.

—¿Esa que se acerca no es vuestra niña perdida? —preguntó cuando los tres asesinos llegaron a su altura. Acompañó sus palabras con un lánguido alzar de brazo para señalar hacia el sur. Cada vez que hablaba, brotaban zarcillos de oscuridad de entre sus labios negros. La muchacha rebosaba tinieblas.

—¿Ariadna? ¿Viene Ariadna? —Cornualles, otro de los asesinos de la Carroña, se levantó de la roca en la que había estado sentado. Era enorme, de rostro cuadrado y mandíbula prominente y bien afeitada. Vestía un traje mimético que lo camuflaba a la perfección con cualquier tipo de escenario y ambiente, volviéndolo casi invisible. Cargaba a la espalda con un verdadero arsenal de armas diseñadas en los filos superiores, desde un rifle de pulsos hasta un quemador atómico—. ¿El conde Sagrada le ha permitido venir? —preguntó extrañado—. ¿Se ha vuelto loco? ¿No aprendió nada de la última vez?

Nadie le contestó, aunque Volga supuso que la mayoría de los presentes se estaba formulando preguntas semejantes. Cuatro años atrás, el conde había cometido la imprudencia de confiar en Evan y Ariadna al poco de que volvieran de su repentina espantada, cuando era evidente que no estaban preparados para reintegrarse a las actividades de la Carroña. Todavía hoy estaban pagando las consecuencias de aquel error.

No tardaron en verla aparecer por el camino tortuoso que conducía al poblado. La muchacha caminaba en paralelo a una enorme grieta abierta en el terreno, casi al borde de la misma.

—Es ella —dijo Legión.

—O alguien que se le parece mucho —apuntó Gólgota a su lado—. La niña lerda que maté en la Umbría, por ejemplo.

El conde Sagrada había enviado doce asesinos de la Carroña junto a Etolia y los suyos. En cuanto se corrió la noticia de quién llegaba, algunos se aproximaron para contemplar el regreso de la hija pródiga. A otros, en cambio, la llegada de la virago les importaba menos que nada.

—Ariadna —barbotó Asmodeo. Era una gárgola de tres metros de alto, siempre encorvada, con unas alas diminutas en la espalda que a duras penas lograban sostener su peso cuando se atrevía a alzar el vuelo. En el momento de su nacimiento, los monjes que adoraban a su raza lo habían envuelto en la placenta de un dragón y sumergido en la sangre de un ángel recién sacrificado. Se decía que gracias a ese ritual lo habían hecho inmortal. A su alrededor revoloteaban varios murciélagos de las sombras; Salivazo, la mascota de Gólgota, también se había unido a ellos. Asmodeo era un rastreador de la Umbría, el mejor sombreador con el que contaba la casa sin ventanas.

—Ariadna —susurró Reyerta. La voz, hueca y apagada, procedía del interior del yelmo con forma de halcón que coronaba una impresionante armadura negra, una verdadera obra de arte de la ingeniería bélica. No había ninguna criatura física dentro de ella. La armadura estaba encantada y poseída por el espectro del guerrero que la había vestido quinientos años atrás. Había vagado por la Umbría durante siglos hasta que el conde Sagrada dio con él y lo reclutó para su ejército de espantos. Se contaba que el día en que encontrara el lugar donde sus enemigos habían arrojado sus huesos cumpliría su condena y su alma sería libre. Reyerta no tenía demasiada prisa porque eso sucediera. No había sido un hombre noble en vida, mucho menos tras su muerte, y tenía miedo de averiguar qué le aguardaba tras traspasar el verdadero umbral.

El terreno se había mantenido en calma durante las últimas horas pero de pronto comenzó a hacerse notar otra vez, como si la llegada de la virago lo hubiera soliviantado o fuera su modo de darle la bienvenida. La tierra tembló y retumbó con un brío nuevo. Ariadna no varió su paso. Avanzaba decidida, superando los obstáculos que se interponían en su camino con elegancia. Casi parecía estar exhibiéndose. Su indumentaria no tenía nada que ver con la que llevaba la última vez que la habían visto. Calzaba botas hasta media pantorrilla; botas, como su mirada, desparejas, la izquierda era roja y estaba repleta de hebillas, remaches y tachuelas; la derecha era negra, lisa, con una cremallera blanca en un lateral. Vestía también una falda oscura repleta de pliegues y vuelos, que caía de su cintura con aire de red destrozada. Su atuendo lo completaba una camiseta gris muy ceñida, cosida a puñaladas. Aquella indumentaria era propia de la Ariadna del pasado, de la muchacha irreverente con la que habían convivido durante tanto tiempo.

El pelo negro, despeinado y revuelto; y la expresión de su rostro, ligeramente ida, como si estuviera escuchando una música que el universo desgranara solo para ella, les recordó todavía más a aquella otra Ariadna, a la virago perdida. La joven se detuvo ante ellos y los recorrió con la mirada mientras sonreía burlona. Apoyaba con dejadez la mano en la empuñadura del sable que llevaba envainado a la cadera. Gólgota se adelantó un paso.

—¿A qué has venido, chiquilla? —le preguntó en tono desabrido—. ¿Tengo que arrastrarte de nuevo a la casa sin ventanas? ¿Eso pretendes que haga?

—Esta vez no te resultaría tan sencillo conseguirlo, demonio —replicó ella. Le dedicó una sonrisa rápida, vista y no vista. Otro de los gestos característicos de la Ariadna que recordaban—. Pero no te preocupes, no tendrás que hacerlo. Estoy completa. He salido de la pecera. Soy yo. He vuelto. —Y acto seguido les hizo una media reverencia. Etolia rio entre dientes.

—Bienvenida entonces —dijo Legión. La estudiaba con desconfianza. El asesino de la Carroña vestía su cuerpo tradicional, el que muchos decían que era el suyo propio: un hombre alto y desgarbado, de mirada profunda, barba de varios días y gorro de aviador—. ¿Sabe el conde que estás aquí?

—Lo sabe. —En torno al cuello llevaba una cadenita de plata de la que colgaba una araña viva. El arácnido correteaba por la camiseta de la virago, arrastrando sin dificultades la cadena tras ella—. Un pajarito le ha contado que las cosas están estancadas por aquí. Os habéis topado con un callejón sin salida, ¿verdad? No tenéis ni idea de cómo encontrar a Evan.

Tenía razón, por supuesto. Habían dado con la pista del virago nada más llegar. Evan ni siquiera se había tomado la molestia de ocultarse. Había invocado a Disculpa muy cerca de la pirámide y poco después había entrado dentro. El rastro desaparecía allí. No había magia en el lugar y las investigaciones que habían realizado no habían servido para nada. Evan parecía haberse desvanecido en el interior de aquel edificio ruinoso.

—Estamos trabajando en ello —gruñó Reyerta.

—Sí —se quejó Gólgota—. Estamos todos sentados sobre nuestros culos con la esperanza de que a alguien se le ocurra una brillante idea. Así es como trabajamos aquí.

—Tú eres la virago. —Etolia dio un paso al frente. Era más baja que Ariadna, pero caminaba tan erguida que casi no se notaba la diferencia. Las dos muchachas se miraron a los ojos—. Me gusta tu ropa y me gusta tu arañita —dijo—. Tu pelo, no. Parece estropajo.

—No he tenido tiempo de pasar por la peluquería, gracias por recordármelo. —Entrecerró los ojos—. ¿Tú de dónde has salido? No estabas aquí hace cuatro años.

—Ni tú hace tres. —Se acercó a Ariadna veloz, casi se abalanzó sobre ella. La olfateó unos instantes, para desconcierto evidente de la joven. El paso de la araña se volvió frenético, como si quisiera alejarse todo lo posible de aquella niña extraña—. Has estado con mi tío —señaló Etolia—. Todavía hueles a él.

—Sí. —Se apartó de ella y la miró con franca antipatía—. Y si me hubiera advertido de que estabas como una cabra te habría traído una lata para que la mordisquearas.

—Eres graciosa —dijo Etolia—. Me gustas. A pesar de tu pelo.

—¿Entonces has venido a guiarnos hasta Evan? —preguntó Legión. Resultaba evidente que al multiforme no le terminaba de convencer todo aquello.

—No —contestó Ariadna al tiempo que tiraba del guante que llevaba en la mano derecha, una redecilla negra que le cubría hasta medio antebrazo—. He venido a encargarme de Evan. Y a recuperar el Puño. Pero no estoy aquí para guiar a nadie. Voy a ir yo sola. —La sorpresa que provocó su comentario fue más que evidente—. ¡No me miréis así! ¡El conde Sagrada me ha ordenado que lo haga! No os preocupéis. Estuvimos hablando largo y tendido después de que recuperara la memoria. Todo está aclarado. Todo está resuelto.

—¿Vas a enfrentarte a Evan tú sola? —preguntó Legión, incrédulo.

—Espero no tener que llegar a ese extremo —dijo—. Más que nada porque tengo todas las de perder. Lo que voy a hacer es hablar con él. Quiero que comprenda que todo esto es una locura. Voy a pedirle que sea razonable y que se deje de tonterías.

—¿Y crees que te hará caso? —Gólgota se echó a reír—. ¿Qué vas a hacer? ¿Apelar a la bondad de su corazón?

—Algo así. —Suspiró—. No tengo más alternativa que intentarlo. Y, dadas las circunstancias, soy la única que tiene una oportunidad de conseguirlo. Evan está fuera de vuestro alcance. Aunque supierais dónde se oculta y cómo llegar, poco podríais hacer para derrotarlo. Da igual lo que intentéis, da igual las tropas que os respalden. Nunca podréis vencerlo. Creedme, sé lo que digo.

—¿Y el humano? —preguntó Volga a Ariadna—. ¿Qué harás con el muchacho que retiene Evan?

—¿Con Marc? —Ariadna frunció el ceño, como si fuera la primera vez que se detenía a pensar en él. Se mordió el labio inferior, justo en el centro, otro gesto propio de ella—. No me gustaría que sufriera más por mi causa, no sería justo. Ya lo ha pasado bastante mal. Haré lo posible por rescatarlo con vida. Luego lo devolveré a la Tierra Pálida. El conde Sagrada se ha ofrecido a borrarle la memoria.

—¿Borrarle la memoria? —Gólgota parecía sorprendido—. ¿Eso es un eufemismo, cariño? El conde Sagrada le borrará la memoria, sí, pero le arrancará la cabeza en el proceso.

—No, no lo hará —dijo—. Me ha dado su palabra.

—Y su palabra es sagrada —murmuró Reyerta desde las profundidades de su casco vacío.

—¿Ya no estás encaprichada de él? —le preguntó Gólgota mientras la observaba con picardía—. ¿Tanto han cambiado las cosas desde que te maté?

—¿Qué más da lo que sienta? —Ariadna se encogió de hombros—. No, ya no importa. Ni siquiera pertenecemos al mismo mundo. —Su expresión se endureció—. Ni siquiera pertenecemos a la misma especie. Se merece algo mejor que yo. Se merece algo mejor que una asesina.

—La niña perdida está enamorada —murmuró Etolia—. Dice insensateces que ni ella misma se cree.

—La niña perdida lo que está es harta —dijo Ariadna—. Voy a terminar con esto de una vez. Voy a recuperar el Puño de Azardian y a conseguir que Evan se entregue. Y voy a hacerlo ahora.

Echó a andar hacia la pirámide.

Los asesinos de la Carroña la escoltaron. Etolia y sus dos guardaespaldas fueron también tras ellos. La cabeza empalada en el báculo de la niña guerrera emitía una suave fosforescencia, una luz verdosa que tiznaba su camino de esmeralda. Los golems permanecieron inmóviles, indiferentes al paso de su creadora y de los asesinos a los que seguía. Con Ariadna a la cabeza, entraron en la pirámide por una de las grandes grietas abiertas en la cara sur del edificio. Allí dentro había varios autómatas en funcionamiento, estaban desescombrando el lugar, arrastrando cascotes y piedras, y asegurando uno de los muros en severo riesgo de desplome. Los golems se movían con celeridad, a pesar de su apariencia tosca. La llegada de la Carroña y Etolia no interrumpió sus actividades.

El interior de la pirámide apestaba a polvo y pasado muerto. Buena parte de la pared norte se había derrumbado sobre la estructura, sembrando todo de escombros. Dos de los asesinos que habían acudido allí, Matúsala y Vorágine, eran lectores, pero lo único que habían obtenido de la pirámide era un insidioso ruido blanco. Aquel edificio no estaba protegido contra la lectura, pero había algo en él, una suerte de estática, de energía residual, que interfería con ella.

Daba la impresión de que aquel lugar había sido en el pasado algún centro de culto. Era un espacio único, con tribunas a diferentes alturas que sobresalían de los muros. Dispuestas en paralelo a las paredes se podían ver largas filas de asientos, divididos en secciones separadas unas de otras por lo que bien podía tratarse de altares, púlpitos o, quizá, sarcófagos enormes. El centro de la pirámide estaba reservado a una gran plataforma de piedra, de un negro resplandeciente, casi vivo, con escaleras en sus laterales. Aquel escenario estaba rodeado por un amplio círculo de estatuas. La mayor parte de ellas estaban despedazadas alrededor de sus pedestales, pero unas pocas habían sobrevivido al paso del tiempo y los derrumbes. Todas representaban al mismo tipo de criatura: seres humanoides, espigados, de extremidades largas y cabeza diminuta y triangular, de cráneo achatado, casi plano, y dotados de una mandíbula abultada. Aquellos debían de haber sido los habitantes de ese mundo. Los seres eran casi idénticos, aunque había variaciones sutiles que indicaban que en algunos casos se trataba de representaciones de razas diferentes. Donde había más diversidad era en los atuendos e instrumentos que empuñaban en sus manos de tres dedos. Uno era a todas luces un guerrero; vestía una curiosa armadura, repleta de puntas, estrías y símbolos extraños, y empuñaba con aire marcial un largo tridente recubierto de protuberancias. En la estatua vecina una criatura cubierta con una túnica se arrodillaba en actitud reverente, con las manos sobre le cabeza. Otra representaba a una de las criaturas encorvada sobre un extraño artilugio, un arado quizá, o algo similar. Más allá otra estatua mostraba a uno de esos seres desnudo por completo, en mitad de lo que podía parecer o un complejo paso de baile o una convulsión; los genitales de aquella criatura eran insólitos, una mezcla curiosa entre flor y mariposa tentacular.

Ariadna se aproximó a un pedestal vacío. Se acuclilló ante la piedra y durante unos instantes pareció concentrada en leer los curiosos glifos de su base. Aquella era una lengua muerta, tan extinta como la civilización que la había usado para comunicarse. La virago asintió y pasó la mano sobre los grabados, sin llegar a tocarlos, primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Al momento, el frontal del pedestal emitió un zumbido corto y se desplazó hacia un lado, mostrando lo que parecía ser un primitivo teclado. Los botones eran de piedra y madera, y no había ninguno del mismo tamaño, color o forma.

—Esto no es un templo ni un mausoleo —les explicó la muchacha—. Es un centro de transporte. Desde aquí, la población del planeta se trasladaba a otras estaciones parecidas a esta. Se abren portales entre ambas, similares a los que la magia crea para nosotros, aunque en este caso la hechicería no tiene nada que ver. No sé qué tecnología usaban estos tipos. ¿Portales entre dimensiones? ¿Pliegues espaciotemporales? Ni idea.

—Por eso desaparece aquí el rastro de Evan —comprendió Gólgota—. Abrió un portal y lo atravesó, ¿no es así?

—Eso es —le confirmó Ariadna—. Evan ni siquiera está en este planeta. La civilización de este mundo no solo conocía el transporte automático, también el viaje interestelar. Evan está en Iskaria, una luna que ni siquiera pertenece a este sistema solar. ¿Quién sabe? Puede que ni siquiera pertenezca a este universo. Sea lo que sea, está lo bastante lejos como para que puda usar el Puño de Azardian sin que nadie lo detecte. Los portales se activan mediante códigos únicos, códigos que, por lo que pudimos comprobar, solo funcionan en una determinada estatua. El que yo conozco conduce a la luna de Evan. Y no, no os molestéis en intentar leerlo entre líneas o rebuscar en mi mente, lo tengo a buen recaudo en mi cabeza, bien protegido.

—Abre el portal entonces y vayamos a por él —dijo Cornualles—. ¿Dónde está el problema?

—En que el transporte es individual. No sé si es cosa del tiempo y el abandono o si en el pasado funcionó también así. La cuestión es que solo se puede cruzar de uno en uno. Además, para complicar todavía más la situación, el sistema necesita un tiempo de recarga entre cada salto. Por eso la posición de Evan es casi inexpugnable. Os puedo garantizar que tiene preparado un caluroso comité de bienvenida para las visitas no deseadas. —Sonrió traviesa—. Cualquiera que salte a la luna morirá antes de saber qué lo está matando.

—Menos tú.

—Menos yo. —Ariadna asintió—. A mí me está esperando. De eso va todo esto.

—Lleva la semilla de un portal mágico contigo —le pidió Legión—. Enlázala con nuestra posición y actívala. Caeremos sobre Evan antes de que pueda pestañear.

—No tendría tiempo de sembrar la semilla —dijo ella—. Y Evan no es tonto. Esperará una jugada semejante. Tengo que ir sola. Sin trampas.

—Curiosa tesitura en la que nos encontramos sumidos entonces —dijo Gólgota. Salivazo había dejado la órbita de Asmodeo y se había enredado en la mano del demonio, dando lengüetazos a sus dedos—. Deja que haga un rápido repaso de tus intenciones: pretendes que te dejemos marchar con tu antiguo amante a un lugar al que luego nosotros no podríamos acceder. Interesante. Soy suspicaz por naturaleza, lo sabes. ¿Quién nos asegura que una vez allí no te aliarás con él? Por lo que dices, Iskaria es inexpugnable y Evan cuenta con poder suficiente para hacernos frente durante todo el tiempo que se le antoje.

—Eso mismo va a proponerme Evan —aseguró Ariadna con voz cansada—. Por eso quiere que me reúna con él. La luna en la que se encuentra es la misma donde nos refugiamos hace cuatro años, cuando huimos de la casa sin ventanas.

—¿Y qué respuesta vas a darle? —preguntó Volga.

—Lo que tenga que decirle, se lo diré a él, no a vosotros. —Mientras hablaba Ariadna comenzó a teclear el código en el panel. Lo hizo encorvada, cubriendo con su cuerpo el teclado para que nadie pudiera ver la secuencia de botones que pulsaba—. Lo único que puedo hacer es prometeros que haré lo posible por regresar. Con Evan, con el Puño de Azardian. —Se apartó del panel tras pulsar el último botón—. Y con Marc —añadió.

Durante unos instantes no sucedió nada, pero pronto comenzó a escucharse un creciente tamborileo procedente del pedestal. Del subsuelo les llegó un curioso chasquido, el sonido que podría producir una enorme rueda dentada al ponerse en funcionamiento. Nuevos ruidos se unieron a ese, el repiqueteo de engranajes rodando sobre engranajes, de poleas en marcha, de cadenas recogiéndose. Sonidos que ni por asomo tenían que ver con la alta tecnología. Un tintineo resonó por todo el lugar, una evidente llamada a la atención. Unos segundos después, una grabación en una lengua ininteligible se oyó dentro de la pirámide. El mensaje sonaba arrastrado, quizá por un defecto del audio o porque la voz de las criaturas que habían habitado aquel mundo fuera realmente así: gutural, lenta, viscosa, como si la garganta de la que surgía estuviera medio anegada en líquido.

Ariadna se levantó y echó a andar hacia la plataforma de roca negra que ocupaba el centro de la pirámide. Aparentaba estar tranquila, pero ahora aferraba con más fuerza la empuñadura del sable. El ruido del mecanismo se mantenía firme y constante. Llegaba de todas partes a un tiempo, un sonido de metrónomos entremezclados, de ruedas dentadas girando al unísono.

—Antes de irme le di al conde Sagrada el código de activación del portal —les dijo—. Él sabrá qué hacer con él si tardo en regresar. —Nada más poner un pie en el primer peldaño que conducía a la plataforma el sonido de maquinaria de relojería en marcha se aceleró. En el centro de la piedra comenzó a brillar una diminuta esfera de luz cenicienta, no mayor que una cabeza humana, que giraba despacio.

—Evan tiene una espada que en teoría es capaz de matarte de verdad —le recordó Gólgota—. Procura no olvidarlo.

—No lo he hecho —dijo ella—. Intentaré no acercarme demasiado a ella.

Cuando subió al segundo escalón, la esfera sobre la piedra dobló su tamaño y aumentó la velocidad de su giro. Antes de que Ariadna pudiera subir al tercer peldaño, una mano la tomó con firmeza del antebrazo y la detuvo. Era Etolia. La niña se le había acercado en una silenciosa carrera y ahora le dedicaba una sonrisa entre cómplice y picara.

—Evan, Marc y el Puño —canturreó. Entre sus palabras brotaban jirones de humo negro—. El Puño, Marc y Evan —repitió. Acompañaba su cántico con un ridículo balanceo—. Si solo pudieras regresar con uno de los tres, ¿a cuál escogerías?

Ariadna no contestó. Se libró de la mano de Etolia de un tirón y subió un nuevo peldaño. La joven al pie de las escaleras se echó a reír. Y su risa era la risa de la locura, de la demencia más insana, la risa de los condenados sin posibilidad de redención. El hechicero muerto a su lado abrió la boca y emitió un sonido vago, un intento, quizá, de reír con ella. La cabeza empalada en la vara también gesticuló, una mueca horrible, dantesca, que terminó con un hilo de sangre y baba resbalándole por la comisura de sus labios.

La esfera continuó creciendo a medida que Ariadna se acercaba a ella; cuando alcanzó los dos metros de diámetro se acható, se aplastó en el aire y dejó de girar, convertida en una gran moneda de plata suspendida en la nada. Era opaca pero en su superficie se intuían tinieblas que quizá tuvieran algo que ver con el escenario al otro lado. La virago se detuvo ante ella. La luz plateada arrojaba su sombra contra las paredes de la pirámide, inmensa y deforme.

Ariadna pareció dudar. Los asesinos de la Carroña la vieron erguirse sobre el pedestal. A continuación acarició con ternura la araña que llevaba al cuello, miró un instante atrás y luego, decidida, atravesó la membrana. La superficie ni siquiera tembló al recibirla. Una vez desapareció, el estrépito de maquinaria se silenció y el portal se colapso sobre sí mismo hasta desaparecer por completo.

En las ruinas de la pirámide quedaron los asesinos de la Carroña, los golems atareados y la niña siniestra, todavía con la sonrisa en los labios.

* * *

La anciana vidente los condujo por las laberínticas calles del casco antiguo del Filo de la Prefectura de Katay. Era un caos de pabellones, templetes, torres y pequeñas mansiones, separadas unas de otras por zonas ajardinadas y estanques. Los edificios allí eran de escasa altura, nada que ver con las disparatadas pagodas rascacielos que eran santo y seña de aquel filo. Por doquier se veían dragones de piedra asomados a los muros y umbrales de las casas. En ocasiones, llegaron a toparse con dragones vivos deambulando por los jardines; criaturas indolentes de largos bigotes, cuerpo de serpiente y patas rapaces; la mayoría eran creaciones modeladas por genetistas, siempre de moda entre los habitantes de la prefectura, pero no podían descartar que entre ellos hubiera algún dragón genuino. Una de aquellas bestias portentosas, de un brillante color esmeralda, se enroscó en lo alto de un templete y los contempló pasar con vago interés mientras masticaba un pavo real, hurtado con toda probabilidad de una casa vecina.

Evan y Ariadna flanqueaban a la anciana en la marcha, enlazados el uno a la mirada de la otra. No temían una emboscada, pero aun así se mantenían alerta. La vidente no contaba con protección contra la lectura y los dos viragos la habían leído sin contemplaciones. Todo indicaba que estaba siendo sincera. Su talento le había servido para vaticinar que iban tras ella y aquel era un intento a la desesperada de eludir la muerte. Era muy consciente de que sus posibilidades de éxito eran escasas, pero Ariadna no podía culparla por intentarlo. Evan había insistido en que todo aquello no era más que una pérdida de tiempo y que lo mejor que podían hacer era matarla cuanto antes y regresar a la Umbría. Pero Ariadna quería saber. Aquella mujer había logrado despertar su curiosidad.

—Sé muchas cosas —les dijo mientras frotaba huesecillos de pájaro entre sus manos apergaminadas—. Sé cuál será la próxima estrella en caer del cielo. Sé qué días lloverá sangre y cuándo nacerá el próximo hijo terrible de Samarkanda. Y también sé que si muero hoy, será a tus manos, niño virago —dijo mientras miraba con los ojos muy abiertos a Evan. A Ariadna le recordó a un sapo viejo y arrugado—. Son manos fuertes. Manos recias. Serás rápido, ¿verdad? No harás sufrir a una anciana desdichada, ¿no es así? Compadécete de mí.

Evan no contestó. Se limitó a mirarla con esa media sonrisa suya que parecía dar a entender que se moría de ganas de comprobar cómo eras por dentro. Ariadna leyó de nuevo en la vidente. Tenía miedo a morir, sí, pero sobre todo tenía miedo al dolor. Y en esa ocasión, la lectura mostró a Ariadna sombras nuevas, torbellinos de sentimientos y oscuridades difíciles de aprehender que antes no habían estado allí; pronto desaparecieron y el interior de la anciana quedó otra vez en calma. La miró suspicaz y la otra le devolvió la mirada, desafiante. Aquella mujer no estaba protegida contra la lectura, era cierto, pero conocía formas de ocultar información.

—Oh, sí. Sé muchas cosas, niña muerta —le dijo, como si hubiera leído su pensamiento—. Sé que tienes dudas, sé que sospechas de mí, pero también sé que me seguirás porque ya no te queda otra alternativa. Y sé que lo que estoy a punto de mostraros os cambiará la vida. Sí. Lo hará, lo hará. Lo cambiará todo. Absolutamente todo.

A medida que se adentraban en el casco antiguo del filo, los edificios que les salían al paso se veían cada vez más deteriorados. No tardaron en caminar entre casonas abandonadas y terrenos baldíos. El templo donde los condujo la anciana se encontraba en muy malas condiciones, pero se mantenía en pie con una tozudez granítica. Estaba situado en lo alto de un promontorio rocoso, un centinela hosco que en otros tiempos debió de dominar el casco antiguo del filo, antes de que los rascacielos y las pagodas de cincuenta alturas vinieran a asfixiar la zona. Su triple tejado negro se había desplomado sobre sí mismo, provocando el derrumbe de buena parte de la fachada sur. La anciana, a pasos cortos y veloces, los condujo dentro. No quedaba nada de la suntuosidad que en otros tiempos debió de imperar allí; era un lugar desierto donde ladrones y vándalos habían hecho desaparecer hasta la última madera y la última piedra. Lo único que no habían conseguido llevarse era una estatua de bronce de unos ocho metros de altura, desportillada en algunos puntos, que ocupaba un lugar de honor en la cabecera del templo. La estatua representaba a un gigante con cabeza de buey, seis poderosos brazos y cuatro ojos amenazadores; en los puños de aquel ser se alternaban espadas y escudos.

Hacia él se dirigieron.

—Serví de niña en este templo —les contó la anciana. Hablaba muy deprisa aunque solía hacer pausas a media frase para lamerse las encías con fruición—. Mucho antes de que el don de la videncia despertara en mí, sí, mucho antes. Debo de ser de las pocas que conocen lo que se oculta bajo la estatua de Chi You, el dios de la guerra. —Sonrió con tristeza, con la nostalgia de los moribundos que recuerdan los tiempos en que tuvieron toda la vida por delante—. Y soy la única que recuerda las palabras que despejan el paso hacia el mausoleo. No es mérito mío. La muerte ha ido reclamando al resto de los que las conocían. —Alzó sus brazos raquíticos ante la gran estatua y comenzó a declamar en mandarín antiguo.

El gigante respondió a sus palabras en el acto. Tembló y se agitó; su enorme pecho comenzó a crujir, como si el bronce que le daba forma estuviera haciendo lo imposible por respirar. El polvo que lo había recubierto se desprendió de su superficie en forma de llovizna suave. Sus cuatro ojos pestañearon a la par y dejaron resbalar por sus mejillas lágrimas de herrumbre. Ariadna y Evan se pusieron de inmediato en guardia, temiendo un ataque. Pero la estatua se limitó a alzar sus seis brazos en arco y, a continuación, levantó la pierna derecha, en una pose de bailarina excéntrica a punto de ponerse a dar piruetas. Bajo su gran pezuña hendida se había ocultado una trampilla con ideogramas en chino arcaico. La anciana se acuclilló ante ella y la abrió con un rápido pase de manos y una frase incomprensible. Después se hizo a un lado y señaló hacia la oquedad que había quedado al descubierto. Ariadna y Evan se asomaron a ella. Unos estrechos escalones embaldosados conducían hacia las profundidades del templo. La penetrante oscuridad que los aguardaba allí estaba cuajada de promesas y amenazas, de sombras y malos augurios.

—¿Estás segura de lo que estamos haciendo? —le preguntó Evan a Ariadna.

—No —contestó ella y señaló hacia delante con la cabeza, en un gesto que no admitía discusión. Quizá la anciana estuviera tramando algo, pero lo que era cierto sin ninguna duda era que lo que pretendía mostrarles estaba relacionado con los viragos. No podían marcharse de allí sin descubrir de qué se trataba.

Evan abrió la marcha, con la vidente tras él y Ariadna en último lugar. La joven echó un vistazo a su espalda mientras bajaba; la pezuña de la estatua permanecía suspendida en lo alto, y había algo amenazador en su pose, como si estuviera deseando aplastarlos. Leyó entre líneas en ella; el sortilegio que la había obligado a alzarse todavía podía leerse inscrito en el bronce aunque las palabras, poco a poco, se iban desvaneciendo. Susurró la primera palabra de la memoria para fijarlas en su mente y aceleró el paso para reunirse con Evan y su guía.

Al llegar abajo, el joven murmuró la segunda palabra de la luz y una claridad tibia se extendió al instante en torno a ellos, extrayendo de las sombras un estrecho corredor que descendía en una empinada rampa en el subsuelo del filo. La capa de polvo acumulada allí tenía varios centímetros de espesor. Hacía años que nadie caminaba por aquel pasaje. Había lámparas de aceite cada pocos metros, dispuestas en la pared sobre soportes con forma de cabeza de dragón, todas apagadas. Los viragos y la anciana echaron a andar; no proyectaban sombra alguna a la luz de la hechicería y la arena apenas crepitaba bajo sus pasos. La vidente rompió el silencio cuando ya llevaban unos minutos de marcha:

—Hace dos mil años, este filo cayó en manos de un poderoso señor de la guerra. —Su voz polvorienta casaba a la perfección con el ambiente—. Ann Shikai se llamaba. En la Tierra era temido, un conquistador feroz que extendió su dominio por media China, pero él soñaba con someter los cielos, con doblegarlos… Cuentan que desde niño no hizo otra cosa que mirar más allá de las nubes. Allí estaba su destino, aseguraba. Para perseguirlo ordenó construir una flota de dragones de madera y embarcó a sus mejores tropas. Entre ellas estaba el destacamento que le había granjeado mayor fortuna y gloria: las Cuarenta Maldiciones del Dragón. Los códices y escrituras de la época los señalaban como inmortos.

—Viragos —comprendió Ariadna.

La anciana asintió.

El pasadizo terminaba en un arco recto, bellamente tallado. El aire era seco y árido, aire de desierto abrasado. Ariadna aguantó la respiración. La expectación le mordía el vientre como un animalillo inquieto. De pronto tuvo miedo, un miedo atroz. Tanto que estuvo tentada de hacer caso a Evan y matar a la vidente allí mismo. Pero la curiosidad la pudo. Aquella mujer tenía razón. Una vez dado el primer paso no podían echarse atrás.

—Viragos —repitió la vidente mientras se acercaban a la salida del corredor—. No había guerreros más temibles ni feroces. Nadie consiguió vencerlos jamás en la batalla. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo vencer a seres que no hacen más que regresar una y otra vez de la muerte? Gracias a ellos, Ann Shikai conquistó más de una veintena de filos e instaló en este la capital de su imperio. Durante quince años reinó más allá de las nubes, como siempre había deseado. Cuando murió se decretó que las Cuarenta Maldiciones del Dragón lo acompañarían en su viaje a través de la eternidad. ¿Qué mejor destino para ellos que escoltarlo en muerte como ya lo habían hecho en vida? «Conquistó el cielo», decían, «dejad que se lleve a los suyos y conquiste al mismísimo olvido».

Fueron a salir a una amplia estancia subterránea, la antesala del mausoleo propiamente dicho: una gran construcción rectangular flanqueada por dos dragones rampantes esculpidos en mármol negro. Las cabezas de ambas bestias se entrelazaban sobre el tejado del mausoleo mientras que sus zarpas descomunales se apoyaban en la fachada del mismo. Pero lo que de verdad impresionó a ambos no tuvo nada que ver con la última morada de aquel señor de la guerra. Lo realmente pavoroso estaba en la antesala que conducía a la tumba. Como bien les había adelantado la anciana, los cuarenta viragos estaban allí.

Formaban en columna de a cuatro ante el mausoleo, custodiando tanto a este como a los tesoros y ofrendas depositados a sus puertas. La mayoría se mantenía firme en su puesto, pero dos habían caído, rompiendo la perfecta simetría de la formación. Todos vestían las mismas armaduras blindadas, de placas en forma de caparazón de tortuga, con cascos cónicos terminados en punta. Las lanzas y espadas que habían empuñado en otros tiempos yacían a sus pies, cubiertas de polvo. Las manos permanecían inmóviles en un gesto blando, fofo, como si creyeran sujetar todavía las armas caídas. Su piel era pergamino pálido, sus labios estaban resecos y rotos, las mejillas hundidas, delineando con una claridad cruel sus calaveras. El cabello de hombres y mujeres rebosaba del casco que los cubría y se precipitaba como una catarata enredada a su espalda, ellos además contaban con largas barbas enmarañadas. Su inmovilidad era abrumadora, perversa. Pero fue al acercarse cuando Ariadna comprendió en su verdadera dimensión el horror de aquella escena. En las miradas de los viragos se distinguía todavía un destello de vida, un hálito de conciencia activa: aquellos desdichados estaban enterrados en vida dentro de sus propios cuerpos.

—Tumbas vivas —anunció la anciana. Había hecho amago de quedarse en la puerta de la sala subterránea, pero Evan la había aferrado sin miramientos del brazo y la había arrastrado dentro—. Tumbas vivas, sí. Eso es lo que tenéis delante. Y ese es el destino que os espera. Ese es el precio que tarde o temprano los viragos pagan por sus resurrecciones. —Soltó una risilla pérfida. La vidente estaba disfrutando de todo aquello—. Tarde o temprano volveréis a la vida así: rotos y deshechos, con la conciencia mutilada, convertidos en meros despojos. No hay forma de escapar de ese destino. No hay salvación. Todos los viragos acaban convertidos en seres vacíos, en criaturas condenadas a una eternidad de no ser, vegetales inmundos que tienen prohibido morir.

»Contemplad vuestro futuro, niños muertos, contempladlo bien.

—No puede ser cierto —murmuró Evan.

—Oh. Hay tantas cosas que no pueden ser ciertas y aun así lo son… Leed en vuestros hermanos si ponéis en duda mis palabras, hacedlo, no temáis.

Y lo hicieron, leyeron en ellos con una ansiedad hasta entonces desconocida. Leyeron hasta que no les quedó más remedio que aceptar como cierto aquel horror. La anciana no mentía. Los viragos que custodiaban el sueño eterno de aquel señor de la guerra estaban vivos. Vivos y confinados en su propio interior, sus cuerpos eran sus mausoleos, sus sepulcros, sus prisiones… Condenados a una inmovilidad eterna. La demencia había hecho presa hasta en el último de ellos, una demencia absoluta, sin posibilidad de regreso. No tenían voz, pero gritaban. Aullaban incapaces de soportar aquel sufrimiento extremo, aquella tortura quieta. Gritaban y gritaban y gritaban. Arañaban con sus pensamientos deslavazados las paredes de sus cuerpos, transformados en cadenas. Proferían tales alaridos silentes que Ariadna estuvo tentada de regalarles su voz y gritar con ellos hasta derrumbar las paredes de aquel sepulcro, hasta hacer caer al filo del cielo y arrancar al universo de sus goznes. Los viragos estaban enterrados vivos en sí mismos.

Llevaban siglos allí, siglos siendo nada, siglos siendo nadie.

Siglos gritando.

Ariadna retrocedió, casi tambaleándose. Respiraba de forma entrecortada; eran jadeos animales, los resuellos de una fiera atrapada en una trampa de la que sabe que no hay escapatoria. Estaba familiarizada con la muerte, no en vano había sido su compañera de viaje desde que tenía memoria. Había perdido la cuenta de las ocasiones en las que había resucitado, así como había perdido la cuenta de todos a los que había matado. La muerte era una vieja amiga, su lugar de descanso, un espacio de calma entre tempestades; la muerte era su razón de vivir. Nunca se había detenido a pensar en lo que el destino le depararía si alguna vez moría de verdad. Podía concebir la idea de no existir, lo había hecho ya en múltiples ocasiones. Pero aquello… Aquello era diferente. No, no estaba preparada para eso. Nadie podía estarlo.

—¿Cuándo nos ocurrirá? —preguntó. Miraba a uno de los viragos caídos. Sus ojos vacuos estaban fijos en la nada y tenía la boca abierta en una mueca extraña. Allí dentro se removió algo, una forma oscura que había anidado entre los labios de aquel desdichado—. ¿Cuántas veces tendremos que morir antes de terminar así?

—Oh. No hay un número —contestó la vidente—. No hay cifra exacta, ni siquiera aproximada. No es algo que se vaya acumulando y pase. No, no, no. Puede ocurrir en cualquier momento. Puede ocurrir la próxima vez que mueras. O dentro de mil muertes. Lo que es seguro es que a medida que pase el tiempo vuestras posibilidades de resucitar vacíos se multiplicará. Ningún virago ha llegado a los treinta años sin terminar así —dijo—. Sí, puede ocurrir en cualquier momento. —Y señaló con su dedo índice a una pequeña figura a la que no habían prestado atención hasta entonces. Era otro virago, apenas un niño, vestido de copero y algo separado del resto. Llevaba una copa de oro entre las manos, llena de vino avinagrado—. En cualquier momento —repitió la anciana antes de romper a reír otra vez.

Ariadna miró alrededor. Los viragos la ignoraron, mantenían sus miradas fijas en el mismo punto, ajenos al mundo que los rodeaba, atrapados todos en una misma pesadilla congelada.

—Tumbas vivas —repitió la vidente—. En eso os convertiréis. Tumbas vivas. Tumbas vivas para toda la eternidad.

—Perra —gruñó Evan—. Perra. —Apretó los dientes, sobrecogido él también por aquel espectáculo, y el reconocerse afectado lo trastornaba todavía más. Invocó a Disculpa y se acercó a paso vivo hacia la anciana.

Ella ni siquiera intentó retroceder. Se limitó a echarse a reír, a carcajadas violentas, salvajes. Evan la aferró del pelo, le levantó la cabeza y le cortó la garganta de un tajo. La vidente cayó de rodillas, tapándose la herida abierta con las manos. Seguía riéndose, como si acabara de gastar una broma tan ingeniosa que valía la pena estar desangrándose allí. Ariadna leyó en ella, diseccionó el alma que agonizaba en el suelo. No estaba protegida contra la lectura, nunca lo había estado, pero había conseguido mantener oculto el verdadero motivo por el que los había conducido hasta allí. Ahora este salía a la luz. Demasiado tarde.

—Sabía que no tenía salvación —dijo con rabia—. Lo sabía. No estaba intentando evitar la muerte. Solo quería vengarse. Enseñarnos lo que somos es su venganza… Mostrarnos lo que somos de verdad es su manera de… —Respiró hondo, la última palabra de su frase se le había quedado atragantada en la garganta. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para conseguir hacerse con ella y sacarla fuera—: destruirnos —terminó—. Esta es su manera de destruirnos. —La anciana había visto el porvenir, se había asomado al futuro para ver el destino que aguardaba a sus asesinos. Y moría convencida de que al mostrarles aquella tumba había acabado con ellos del mismo modo en que el cuchillo de Evan había puesto fin a su vida.

Las Cuarenta Maldiciones del Dragón se mantuvieron indiferentes a los estertores y risotadas de la anciana. Ariadna contempló cómo moría, con las manos convertidas en puños a sus costados, temblando de furia. La mujer, con una última sacudida, quedó inmóvil, con media carcajada todavía en los labios. Sus ojos estaban abiertos, perdidos en el techo de aquella caverna. El suelo era una sucia mezcolanza de polvo y sangre.

—Salgamos de aquí —le pidió Evan mientras se acercaba a ella con paso inseguro—. Ariadna, vámonos. —La tomó del antebrazo y apretó con firmeza. A ella le costó trabajo reaccionar. No podía dejar de mirar a aquella vieja muerta, derrumbada sobre el creciente charco de sangre. Hasta que se dio cuenta de que su inmovilidad se parecía demasiado a la de los viragos que protegían el mausoleo y se forzó a moverse.

«Y sé que lo que estoy a punto de mostraros os cambiará la vida. Sí. Lo hará, lo hará. Lo cambiará todo. Absolutamente todo».

Dos días después huyeron de la casa sin ventanas.

* * *

Evan acompañó a Ariadna durante el último tramo del trayecto.

Fue ella quien se enlazó a él, fue ella quien lo buscó. Él la dejó entrar en su mirada al tiempo que se deslizaba veloz en la suya. El alivio que sintió al comprobar que estaba en la pirámide fue inconmensurable.

¿Cómo podía Ariadna provocar en él semejantes emociones? ¿Cómo era posible que la simple promesa de su presencia lo hiciera temblar de tal manera? A lo largo de sus casi diecinueve años había tenido la oportunidad de contemplar un sinfín de maravillas y portentos; era inevitable al vivir en aquel mundo de locos. Pero no había nada que se pudiera comparar con el milagro de tenerla cerca; no había prodigio que pudiera competir con la posibilidad de tocarla, de sentir su piel junto a la suya, de abrazarse a su calor, de marcar su cuerpo con el suyo… No lo entendía, aquello lo sobrepasaba. ¿Era amor? Lo dudaba. Aquella fuerza demoledora, aquella pasión, se resistía a ser catalogada. Darle nombre era menospreciarla, cometer el imperdonable sacrilegio de intentar ponerle límites… No, no era amor: era magia; era fuego; era hambre y sed; era dolor y agonía; era la canción secreta que se abría paso, a mordiscos, a cuchilladas, a través de sus entrañas. Sin ella, sin Ariadna, no era nada.

Entró con ella en el nodo de transporte y la contempló activar el portal que conducía a Iskaria. Sonrió, satisfecho, feliz, al ver cómo refulgía la esfera de plata; sus resplandores se esparcían entre las ruinas como una aurora boreal de colores apagados. La espera, esa interminable espera, estaba a punto de finalizar. Tuvo un ramalazo de pánico cuando la muchacha de ojos rojos se acercó a Ariadna y la detuvo en la escalera.

«Si solo pudieras regresar con uno de los tres, ¿a cuál escogerías?», leyó en los labios ennegrecidos de aquella niña grotesca.

No sabía qué había contestado Ariadna, si es que se había dignado a hacerlo. Para su alivio, se liberó de la desconocida y siguió su camino hacia el portal de plata.

Ariadna venía. Y una vez la tuviera a su lado todo iría bien, estaba convencido. El universo tendría sentido de nuevo. Era una locura estar separados, una afrenta a la razón. Habían nacido para estar juntos. En toda la creación no había verdad más absoluta que esa. Ni siquiera la muerte podía separarlos.

En la pirámide, Ariadna dedicó una ultima mirada a los asesinos de la Carroña y, a continuación, tras un leve titubeo que le puso a él, de nuevo, el corazón en un puño, atravesó el portal. Evan contempló a través de sus ojos el estallido de luz grasienta que la envolvió en el momento del transporte. Luego se hizo la oscuridad, una oscuridad tremenda, total, similar a la que traía consigo la muerte. Ariadna, a todos los efectos, había dejado de existir. Pero esa tiniebla cerrada solo duró un instante. Al segundo siguiente volvió a restablecerse el enlace entre ambos y otra vez se hizo la luz: un miserable destello primero que dio paso, sin solución de continuidad, al mismo portal, solo que ahora este se abría a un escenario diferente.

El fulgor de plata se desvaneció rápido. El portal se comprimió y dejó de existir. El transporte había conducido a Ariadna al centro de un pequeño templete techado, una suerte de quiosco de música, de finas columnas oscuras labradas en espiral. El embaldosado que pisaba estaba fabricado de la misma piedra negra y reluciente que la plataforma central de la pirámide. Evan revivió la sacudida de poder desmesurado que lo recorría siempre que se transportaba con aquel ingenio; aquella energía no tenía nada que ver con la magia ni con tecnología alguna que él conociera. En aquel mismo instante, Ariadna debía de estar escuchando el sonido estrafalario de la maquinaria que se escondía bajo el templete, la culpable sin duda de aquellos saltos en el espacio.

Las tropas del Puño custodiaban el portal. Evan había reunido en la plazoleta del templete a las criaturas más poderosas que había conseguido invocar del collar. En su mayor parte eran magos y guerreros, casi todos procedentes de la prehistoria del mundo oculto, de los tiempos en los que el Rey Muerto gobernaba sobre lo imposible. Había casi medio centenar de seres allí. La mayoría superaba con creces el poder del propio virago, pero eso poco importaba. Hasta el último de ellos era un títere en sus manos, un muñeco sin apenas voluntad que obedecía sus órdenes y caprichos de forma ciega. Él era su dueño y señor, ellos sus esclavos y sirvientes.

La vista de Ariadna se detuvo primero en la barracuda. El monstruo que la había matado en Madrid estaba al pie de la escalera, sus ojos ya no brillaban con la misma maleficencia; ahora era una criatura domada y eso se notaba en su expresión. Ego estaba muy cerca, con el ángel clavado a la espalda, su hacha de doble hoja, su cara repleta de cicatrices y sus doce ojos de tiburón. El morador de Cicero ya no respondía a los caprichos de la ciudad maldita, sino a los del propio Evan. Ariadna no se amedrentó al ver aquella congregación silenciosa, sabía que no tenía motivo para temerlos, aquellos monstruos y guerreros estaban allí para evitar incursiones no deseadas.

La virago avanzó hacia la escalera, se asió con delicadeza a una de las columnas y miró, muy despacio, a su alrededor (y Evan con ella).

El templete se encontraba en el centro de una plazoleta de forma triangular, con estatuas similares a las de la pirámide situadas en grupos de a dos en los vértices de la plaza; cada una de ellas con su panel oculto en el pedestal y con nuevos destinos aguardando en su seno. La plaza parecía haber estado dividida en varias jardineras y terrarios, pero los únicos restos de naturaleza que perduraban allí eran los esqueletos retorcidos de algo que quizá en el pasado fueran árboles.

Ariadna bajó la escalera y se reunió con el ejército de muertos que aguardaba al pie del templete. Una vez salió de la construcción, la joven, en un gesto inevitable, levantó la vista. La mitad de la cúpula celeste estaba copada por el gigante gaseoso en torno al cual orbitaba Iskaria; era un planeta de atmósfera verde oscuro, castigada por huracanes del tamaño de continentes que danzaban y giraban unos alrededor de otros. El resto del cielo estaba sumido en una negrura malsana, punteada apenas por una docena de estrellas. Era un espectáculo sobrecogedor. A veces, sobre todo cuando aquel planeta inmenso ocupaba el cielo por completo, Evan tenía la impresión de estar a punto de perder pie y de caer hacia arriba, precipitándose hacia aquel mundo infestado de huracanes y tormentas.

Las tropas de Azardian también campaban por los cielos. A través de la mirada de Ariadna, Evan vio el rápido vuelo de una de las águilas gigantes. Pasó sobre la virago a tan poca altura que pudo distinguir al jinete que la montaba, con el rostro hierático y el pico ceremonial cubriéndole nariz, boca y mentón. Había siete hombres rapaces, todos tirando de las bridas de sus monturas, armados con sus redes, sus espadas curvas y sus hechizos. Azardian había matado a muchos miembros del pueblo aéreo en la última batalla, la que terminó con su dominio sobre la Telaraña y el mundo oculto. Junto a las águilas volaban también dos pequeños dragones, ambos pertrechados con sus armaduras de combate; uno llevaba a su jinete a cuestas: un ser escamoso, humanoide, armado con una lanza de hoja verde y dotado de una larga cola protegida por placas metálicas y espolones; el otro dragón, en cambio, volaba en solitario; en su yelmo aparecía labrado un cráneo en llamas, señal de que era capaz de escupir fuego. Ese destacamento aéreo, unido a las tropas de tierra, eran fuerzas más que suficientes como para repeler cualquier ataque. De hecho, dadas las características del portal y sus limitaciones en cuanto al transporte, habría bastado con un contingente bastante menor para proteger la luna. Pero Evan también quería impresionar a Ariadna, demostrarle que allí no tenía nada que temer, no mientras él poseyera el talismán del Rey Muerto.

A pesar de los cuatro años transcurridos, a Evan le seguía sobrecogiendo el poder desmesurado del objeto que en aquel mismo momento le colgaba del cuello. Si lo que se contaba de él era cierto, debía de contener cientos de miles de muertos esclavizados. Él, por supuesto, era incapaz de convocarlos a todos, de hecho dudaba de que existiera alguien con suficiente poder como para conseguirlo. La época de los grandes hechiceros, por suerte o por desgracia, había quedado muy atrás. El número de muertos que Evan podía convocar había aumentado con el paso del tiempo. Ahora era capaz de invocar cerca de dos mil, un número nada despreciable, lejos del centenar escaso que consiguió durante la primera noche en Berlín, pero que se seguía antojando ridículo si se tenía en cuenta el potencial del Puño.

Ego fue el encargado de escoltar a Ariadna hasta él. El resto de engendros permanecería en su puesto. Tenían orden de acabar de inmediato con cualquiera que se atreviera a usar el portal. Nadie podría tomar aquella ciudad por sorpresa, tener controlado el único punto de acceso lo garantizaba. El morador de Cicero guio a la muchacha a través de Iskaria. Ella caminaba a pocos pasos de distancia, y desde su posición tenía una vista privilegiada del ser clavado al espaldar de Ego; el ángel agitaba las alas y se retorcía sin parar, casi parecía suplicar piedad. Evan no había soportado su incansable griterío y le había cortado la lengua hacía tiempo.

El terreno avanzaba siempre en permanente ascenso, repleto de cuestas, escalinatas y puentes que iban salvando las distintas alturas de la ciudad. Evan seguía acampado en la cabeza de Ariadna, mirando donde ella miraba, atento hasta al más casual de sus movimientos, en busca de cualquier pista que le indicara en qué pensaba. Estaba convencido de que había recobrado la memoria y, con ella, sus sentimientos hacia él, pero necesitaba una prueba de ello, una señal inequívoca de que esa Ariadna no era el ser incompleto que había encontrado en Madrid, de que aquella Ariadna era la suya, la real, la muchacha con la que había crecido, la razón de su existencia, la joven por la que daría la vida aunque solo tuviera una.

Iskaria no había cambiado nada desde la última vez que Ariadna había estado allí. Seguía detenida en el tiempo, atrapada en aquel momento eterno como un insecto aprisionado en ámbar. Era antigua, muy antigua. La piedra porosa de sus muros y tejados planos se veía erosionada, debilitada por el devenir de los siglos. Las calzadas estaban cubiertas por un manto de fino polvo rojo. La decadencia de Iskaria era una decadencia dulce, un desplome lento que daba la impresión de ir a prolongarse hasta el fin de los tiempos. Evan había aprendido a amar aquella ciudad vacía, con sus misterios y secretos, con su aire de sepulcro quieto.

Ni uno solo de los edificios se había venido abajo con el paso del tiempo, todos se mantenían firmes y enteros, sin más señal de deterioro que esa erosión lenta que sembraba de arena los caminos. En su mayoría eran estructuras de planta única, pequeñas y sobrias; pero, de cuando en cuando, aparecían entre ellas torres cónicas de gran altura, agrupadas siempre en conjuntos de tres, y comunicadas entre sí a través de puentes de exquisita filigrana. Pero si había algo que llamaba la atención en la ciudad, eran las estatuas; Iskaria estaba repleta de ellas: a cada pocos pasos aparecía una, como si intentaran compensar con su número el vacío de la ciudad deshabitada. Estaban por doquier, en mitad de las calles y paseos, en el centro de las plazas, ante las puertas de las torres, en los márgenes de las escalinatas… Eran representaciones de seres humanoides, rechonchos aunque bien proporcionados, retratados casi siempre con expresiones risueñas; aquellos seres en nada tenían que ver con las estatuas que adornaban el parque del templete o la pirámide que llevaba a Iskaria.

Evan no se extrañó cuando vio que Ariadna se detenía ante uno de los edificios, una construcción en forma de velero, con puertas y ventanas de arco convexo distribuidas a intervalos irregulares por la fachada. Ego se detuvo en mitad de la cuesta mientras la muchacha se aproximaba a una puerta. La joven dudó un instante, pero finalmente se decidió a entrar. La claridad tornasolada del exterior dio paso a las tinieblas de dentro. Ariadna debió de usar la segunda palabra de la luz porque una repentina claridad inundó el lugar. El edificio rebosaba muerte. El brillo de la hechicería hizo resaltar más la blancura de los esqueletos que atestaban la sala. Los había a decenas, a cientos. Estaban desperdigados por el suelo, amontonados unos sobre otros entre las hileras de bancos. Sus muertes habían sido pacíficas, tranquilas. Por las posturas que adoptaban, daba la impresión de que se habían recostado entre los asientos con la intención de conciliar el sueño. Frente a los bancos se disponían varias mesas, todas cubiertas por manteles negros, sobre los que se alineaba un sinfín de vasos, copas y jarras vacías. Cualquier líquido que hubieran contenido en el pasado se había evaporado hacía mucho. Todo indicaba que allí había tenido lugar un suicidio colectivo. Evan no tenía problemas en imaginar la escena: todos aquellos desgraciados sentados en los bancos mientras los encargados de proporcionarles el veneno caminaban entre ellos, tendiéndoles los vasos que acabarían con sus vidas.

Evan había contado treinta y cinco edificios similares, repartidos por toda Iskaria, y en todos se repetía la misma escena, sin ninguna diferencia apreciable. ¿Qué motivo podía conducir a tal cantidad de gente a buscar la muerte? Ariadna y él habían hablado durante horas sobre el misterio de los suicidas sin llegar a ninguna conclusión. Habían leído entre líneas en los restos, por supuesto, pero lo único que habían averiguado era tan obvio como que aquellos huesos habían tenido una vez carne viva alrededor. Había pasado demasiado tiempo como para que la lectura les proporcionara algún dato más. ¿Estaría reunida allí toda la población de Iskaria? ¿Alguien habría escapado de aquella locura colectiva? ¿De verdad se había tratado de un suicidio conjunto o había algo más siniestro allí?

Ariadna permaneció largo rato ante la puerta, contemplando los cadáveres desperdigados por la sala. Aquel escrutinio no era propio de ella, aquella contemplación quieta estaba cargada de pesar, de melancolía. Evan recordó que una tarde, al poco de llegar a Iskaria, ambos habían estado jugando con aquellos mismos esqueletos. Se habían transformado durante un rato en titiriteros macabros, contándose historias y haciendo bromas de mal gusto, construyendo escenas con los cuerpos a cada cual más delirante. Movían las mandíbulas de las calaveras y ponían voces en falsete, contándose chistes el uno al otro, la mayoría obscenos, todos ridículos. Aquel escenario dantesco no los había impresionado en lo más mínimo. ¿Cómo hacerlo, siendo quienes eran y viniendo de donde venían? No, esa manera lenta de deslizar la vista sobre los cadáveres, deteniéndose sobre todo en los de los más pequeños, no era propia de la Ariadna que recordaba. ¿Y si todavía no había recobrado la memoria?, se preguntó con un punto de inquietud. ¿Y si seguía siendo aquella Ariadna timorata y débil, asustada de todo, hasta de sí misma? Pronto lo averiguaría. La muchacha se apartó de la puerta y salió otra vez a la taciturna luz del exterior.

La virago y el morador de Cicero retomaron la marcha. Los edificios comenzaron a espaciarse cada vez más, hasta desaparecer casi por completo. El camino se volvía cada vez más y más escabroso y empinado, pero el paso de Ariadna no se resintió. Las escaleras se hicieron toscas y primitivas, de hecho parecían concebidas más para dificultar el ascenso que para facilitarlo. A ambos márgenes del camino se levantaban pequeñas torres de guardia. Aquellas edificaciones eran la primera línea defensiva de la fortaleza que se encontraba en la cima del acantilado. A sus almenas se asomaban más miembros del ejército de Azardian, arqueros y hechiceros versados todos ellos en magia a distancia. Evan respiró hondo. Faltaba muy poco para que Ariadna llegara hasta donde él se encontraba. La expectación que sentía era tan fuerte que hasta se avergonzaba de ella.

«¿Tanto me debilitas?», se preguntó. «¿Tan sediento estoy de ti que me vuelves frágil como el cristal? ¿Tan hambriento de tu carne que me conviertes en poco más que un humano?».

Durante unos metros, lo único que pudo ver la virago (y Evan con ella), fue una alta muralla de piedra roja sobre la que deambulaban más espantos de Azardian, criaturas negras y silentes, cargadas de lanzas y ballestas. En el muro se abría un portón estrecho, reforzado por una verja de hierro, y protegido por dos imponentes guardianes, vestidos ambos con armaduras livianas. Los dos eran de una belleza sobrecogedora y, a un tiempo, quebradiza. Eran Granaramalan y Barantelazan, dos hermanos atalantes, el pueblo de hermafroditas que Azardian había intentado exterminar sin éxito en los últimos años de su imperio, de hecho su odio hacia ellos había provocado la sublevación que a la postre terminaría con su reinado. Uno de ellos, Grana, se hizo a un lado para permitirle el paso mientras el segundo, Baran, abría el portón.

Cuando Ariadna salvó aquel obstáculo, llegó a un pequeño repecho. Desde allí se distinguía ya la naturaleza exacta de Iskaria: una gran isla rodeada de un impresionante mar de lava que se extendía hasta donde abarcaba la vista. La mayor parte de ese mar estaba en calma; era un remanso incandescente que ondulaba de manera lenta, casi imperceptible, un espejo de un rojo brillante; pero al oeste de allí aquel océano se deshacía en una ordalía de latigazos y surtidores de lava, asolado por una virulenta tormenta que deshacía los cielos en centellas y relámpagos de una blancura perfecta. Diseminados sobre la superficie del mar de lava se divisaban islotes de fuego y ríos incendiados. Los arrecifes que rodeaban la isla estaban envueltos en llamas.

Pronto coronaron la cuesta y la fortaleza quedó al fin a la vista, un conglomerado de siete torres; la central altísima, con la cúpula quebrada, las otras más pequeñas. La piedra era de un rojo majestuoso, más brillante que el de la ciudad a sus pies o de la muralla que Ariadna y Ego acababan de traspasar. Ante el portón del castillo aguardaba Evan.

El virago se vio a sí mismo a través de los ojos de Ariadna, con la capa y el pelo revuelto por el viento cálido que llegaba del océano de lava. Creyó notar una leve vacilación en su mirada. ¿Se habría estremecido al descubrirlo allí? Él se había olvidado de respirar nada más verla, con su vestimenta negra y las botas desiguales; se atragantó con su propio aliento, en su propia ansiedad de tenerla en sus brazos, de besarla hasta que le sangraran los labios. Era ella. Su Ariadna. Al ver su indumentaria ya no le quedó ninguna duda: había recuperado la memoria.

Casi le defraudó ver cómo apartaba la vista de él para mirar más allá de la fortaleza roja. Hacia el norte, hacia el segundo misterio de Iskaria. El castillo estaba construido en lo alto de un farallón rocoso, al otro lado un acantilado caía a plomo hasta el mar de lava. Más allá, mucho más allá, casi rozando el horizonte, se veía una forma descomunal, tremenda, de un tamaño tan demencial que a la mente le costaba trabajo concebirla, aceptarla, manejarla. En el mar incendiado caminaba un gigante, un dios desnudo sumergido hasta la cintura en la lava. Su altura se medía en kilómetros, sus hombros y su cráneo estaban recubiertos de hielo y nubes. Aquel coloso estaba encadenado a la isla y avanzaba a paso lento a través del mar rojo, arrastrándola tras él, remolcándola hacia un destino incierto. Las cadenas, prodigiosas, tremendas, se le hundían bajo los omoplatos, se clavaban en su carne de una forma despiadada. La tensión de arrastrar aquella mole de tierra había abierto profundas heridas en la espalda del gigante, nacían en los puntos donde los eslabones perforaban la piel y descendían en vertical, enormes como cañones, hasta casi la cintura. En aquellas llagas monstruosas vivían parásitos del tamaño de edificios, alimentándose de carne ulcerada y sangre. Las cadenas gemelas llegaban, en tensión constante, hasta el mismo acantilado sobre el que se levantaba la fortaleza, penetraban en la roca del mismo modo en que se hundían en la espalda de aquel portento hecho carne. Había magia implicada allí, era indudable, aunque fuera una magia desconocida para ellos. Los puntos de unión con el acantilado estaban reforzados por campos de energía que impedían que la tensión quebrara la roca, y esa misma hechicería o ciencia extraña lograba además que aquel movimiento constante de cadenas fuera silencioso. Ver los eslabones nacer de la roca y ascender kilómetros y kilómetros arrebataba el aliento, daba la impresión de que estos iban a precipitarse sobre la isla en cualquier momento y hacerla pedazos.

¿Hacia dónde remolcaba la isla aquel ser? ¿Qué sentido tenía todo aquello? Lo ignoraban. En su día habían intentado leer entre líneas en aquel coloso, pero lo único que habían conseguido fue un sentimiento de soledad y culpa tan abrumador que les dio ganas de vomitar. ¿Estaba relacionado ese gigante con el suicidio simultáneo de los habitantes de la ciudad? No tenían modo de saberlo.

Ariadna estuvo detenida allí unos minutos, con la vista tan fija en el prodigio que avanzaba por el mar de lava como lo había estado al contemplar los restos de los suicidas. De pronto pestañeó varias veces, con el aspecto de alguien que intenta despertar de un sueño pesado. A continuación, desvió la mirada de nuevo hacia él.

Había llegado el momento.

* * *

Durante siete días fueron felices en aquella isla.

Por primera vez en sus vidas, dejaron de sentir el yugo de la casa sin ventanas y sus habitantes. No había lecciones por aprender, ni contratos que cumplir, ni entrenamientos que llevar a cabo. No había superiores que los vigilaran ni castigos por saltarse normas u horarios. Por primera vez en toda su existencia descubrieron lo que era de verdad ser libres, y era una sensación tan embriagadora que a veces gritaban por el simple placer de escuchar sus voces alborotando en las calles desiertas.

Estaban a salvo. A salvo del conde y los suyos, a salvo de las múltiples muertes que los habrían aguardado de permanecer en la casa sin ventanas. Por el momento habían exorcizado el fantasma de aquellos viragos inmóviles, encerrados en sus propios cuerpos sin posibilidad de fuga. Llegaría el día en que no tendrían más remedio que enfrentarse a ellos y al destino que los aguardaba. Pero mientras tanto, eran libres.

Se instalaron en la fortaleza del acantilado, el lugar más espléndido y protegido de toda la isla, en los aposentos que coronaban la más alta torre del castillo. Una habitación digna de reyes. ¿Y qué eran ellos, si no monarcas? Se autoproclamaron gobernantes de la ciudad roja, señores del silencio y del mar de lava. En aquel mundo sin sol, ellos mismos marcaron la duración de los días. Tomaron como referencia el giro de la luna alrededor del planeta; había un huracán tremendo fijo en el ecuador de aquel mundo, un huracán con forma de estrella de brazos en espiral, bajo asedio permanente de relámpagos tan salvajes que se podían ver a simple vista desde la superficie de Iskaria. Cada vez que aquel huracán ocupaba el centro del cielo contabilizaban un día más.

Su idea inicial había sido realizar incursiones de cuando en cuando a los lugares de paso; allí había asentamientos en los que podrían abastecerse de provisiones. Sabían que ese era el aspecto más endeble de su plan, abandonar aquella luna los pondría al alcance de la Hermandad, y por muchas precauciones que tomaran siempre existía la posibilidad de que dieran con ellos. Pero la suerte les sonrió. Durante el primer día de exploración descubrieron silos de almacenaje en las torres triples de Iskaria. Todas tenían sótanos repletos de comida y bebida. No dieron crédito a su descubrimiento. Aquellas provisiones llevaban siglos allí, pero estaban tan frescas como el día en que fueron almacenadas. El lugar era estanco y para acceder a él había que atravesar un sistema de puertas triples que garantizaba que fuera siempre así. Las paredes emitían un zumbido bajo continuo, y no estaban frías al tacto como el sentido común podía prever, al contrario, los muros irradiaban un calor seco, asfixiante. Fuera cual fuera aquella tecnología, cumplía a la perfección su cometido de conservar las provisiones. Allí dentro había carnes de animales que no supieron reconocer, verduras y cereales emparentados ligeramente con sus hermanos de la Tierra, frutas coloridas, aceites y especias de sabores sorprendentes, bebidas alcohólicas, agua fresca y cerveza. No se detuvieron a hacer inventario, ¿para qué molestarse? Tenían provisiones de sobra para pasar la eternidad allí si se les antojaba.

Sí, durante siete días fueron felices. Se sentían exultantes, cargados de energía, henchidos de una vida que hasta entonces les había sido negada. Su tiempo les pertenecía, les pertenecía por entero, no había que rendir cuentas a nadie que no fueran ellos. Por desgracia, aquella felicidad duró poco. Solo siete días.

Al octavo todo cambió.

Evan despertó en el enorme lecho que compartía con Ariadna en la torre principal y se dio cuenta de que ella no estaba en la habitación. No le inquietó su ausencia, se asomó a su mirada y vio que se encontraba en la terraza de la torre, en la amplia balconada que se abría en la cara norte. Desde allí tenían una visión espléndida de aquel océano de lava y del coloso encadenado, sumido en su tarea titánica de remolcar la isla quién sabe dónde. Evan salió de la cama y se aproximó a ella. La luz del planeta que flotaba en las alturas repartía reflejos movedizos por su larga cabellera negra. Evan la abrazó desde atrás. Se pegó a ella como si pretendiera grabar su cuerpo en el suyo. Ariadna giró la cabeza y le sonrió, pero su sonrisa no fue plena, hubo una breve vacilación que dejó huella durante un segundo en su cara. La abrazó con más fuerza y le preguntó al oído, en un susurro:

—¿Qué te pasa?

La tardanza de ella en contestar le dejó claro que algo no marchaba bien.

—Es el silencio —dijo Ariadna. Nunca le había oído un tono de voz semejante; había una tristeza pesada en él, una penuria que no casaba en absoluto con lo que era ella. Ni siquiera en el mausoleo de la Prefectura de Katay la había oído tan afectada—. Este maldito silencio se me mete en los huesos. Intentaba dormir y me asfixiaba con él —dijo—. Al menos ahora sopla algo de viento, ¿lo oyes? —Era cierto.

Se había levantado una brisa mínima y esta se deshacía en silbidos por los patios y las torres del castillo, pero era un silbido escaso, casi inexistente.

—¿Echas de menos los gritos de la casa sin ventanas? —le preguntó él.

—No, no es eso. No tengo nada en contra del silencio, pero es que esto… Me abruma.

Evan entendía muy bien a qué se refería. El silencio en Iskaria era omnipresente, hollado solo por sus propias voces. Era un silencio de siglos, de milenios, que había madurado en torno a la ciudad muerta ganando en densidad y peso hasta hacerse casi visible. El oleaje del mar de lava al romper contra la costa apenas levantaba sonido, era como si la propia quietud del lugar lo amortiguara. Pero lo más impresionante era el silencio que envolvía a las cadenas: el movimiento de estas era constante, un sinfín de sacudidas y zarandeos en respuesta a los tirones del gigante que remolcaba la isla; pero todo aquel agitar de eslabones descomunales no emitía el menor ruido y el contraste entre la violencia de esa imagen y el mutismo en que se producía lo hacía más chocante todavía.

Ariadna de pronto se echó a reír. Se giró hacia él, recuperadas, al menos en parte, la normalidad y la compostura.

—¿Oyes lo que digo? —preguntó mientras sacudía la cabeza, como si se sintiera ridícula y quisiera hacer especial hincapié en ello—. ¿Qué me pasa? ¿Me estaré volviendo loca? —Suspiró—. No te preocupes. Es una tontería. Sé que es una tontería. No es más que eso: silencio. Me acostumbraré.

—¿Quieres que cante para ti? —La tomó de la cintura y giró a su alrededor hasta colocarse frente a ella en un elegante paso de baile—. Si me lo pides, cantaré durante el resto de nuestras vidas. Si me lo pides, mataré al silencio a gritos.

—¿Te has oído cantar? —preguntó ella—. Si insistes en hacerlo, seré yo quien te mate.

El día siguiente todo pareció discurrir con absoluta normalidad. Aun así, Evan permaneció atento a cualquier indicio en Ariadna de que algo no marchaba bien. No hubo tal, al menos nada que él pudiera apreciar. De nuevo se dedicaron a disfrutar de sí mismos y de su nueva vida en aquella ciudad vacía. La sombra mínima entrevista en la terraza parecía haber desaparecido.

Pero no era cierto. La sombra solo se había replegado y no tardó en hacer acto de presencia. Esa misma noche, Ariadna despertó de forma violenta, expulsada del sueño por una pesadilla que no consiguió recordar o que, al menos, no quiso compartir con él. A partir de ese momento su ánimo comenzó a decaer, como si aquel mal sueño hubiera detonado algo en su interior, como si la hubiera dañado por dentro de una manera inexplicable. De nuevo cayó en el desaliento, y esta vez lo arrastró a él en su caída. Al día siguiente no hubo juegos, ni risas, ni descanso; la virago se pasó las horas meditabunda, sin hablar apenas y sin querer explicarle qué era lo que ocurría. No era la misma. Esquivaba su mirada, evitaba su presencia. Evan desistió de acercarse a ella. No sabía cómo actuar, no sabía qué pasos dar para sortear la barrera que Ariadna parecía estar construyendo a su alrededor. Aquella situación era nueva para él. No sabía cómo lidiar con la pena de Ariadna, aquella melancolía suya no se podía apuñalar ni torturar, esa pesadumbre no sangraba ni se podía envenenar. Nada de lo que le había enseñado la Carroña servía para consolar.

Esa misma noche, Evan también tuvo un mal sueño. Comenzó con el conde Sagrada. El nigromante estaba sentado en su sofá negro y se limitaba a mirarlo, en un silencio absoluto, un silencio hermanado con el de la ciudad vacía, con el de los viragos del Filo de la Prefectura de Katay; era un silencio que gritaba por dentro, que quemaba, que abrasaba. No había reproche alguno en sus ojos, no había nada, solo una continua mirada vacía, desprovista de todo sentimiento. De pronto, el conde se incorporó, lo hizo en un movimiento brusco, de depredador, de insecto, que se decide a saltar por fin sobre su presa. Ese no fue el final del sueño, pero sí de la parte que Evan recordó al despertar. Cuando volvió en sí, gritando y envuelto en sudor, Ariadna estaba a su lado, despierta al mismo tiempo, gritando a la par, sus gritos convertidos en uno.

—Sagrada —dijo él cuando logró recuperar el aliento.

—Sagrada —le confirmó ella—. Anoche soñé también con él —confesó—. Nos está buscando. Quiere que volvamos. Se nos cuela en los sueños. Se ha metido en nuestras cabezas y no va a salir hasta que regresemos a la casa sin ventanas.

—¿Y qué puede hacernos? ¿Mandarnos pesadillas? —Se pasó las manos por el cabello. El sudor se lo pegaba a la frente—. Da igual. Que lo haga. Que me mande todas las pesadillas que se le antojen ¿Quiere mis sueños? Que se los quede. No los quiero si te tengo a ti. Aunque las noches fueran suyas, los días me pertenecerían.

—Nos encontrará —aseguró ella. Su rostro era una máscara—. Tarde o temprano nos encontrará.

—No podrá hacerlo —dijo él. Casi podía ver un abismo abriéndose a los pies de Ariadna, una sima oscura que estaba a punto de devorarla—. Aunque supiera dónde estamos, no sabría cómo llegar hasta aquí. Estamos fuera de su alcance, Ariadna. Estamos a salvo.

—¿Crees eso de verdad? Nosotros fuimos capaces de encontrar este sitio —dijo ella—. Dimos con el mapa. ¿Quién te asegura que no existen más? ¿Quién te dice que no puede dar con uno de ellos y usarlo para llegar a nosotros?

—Podemos destruir el portal —sugirió él.

—¡No! —gritó Ariadna. Lo miró consternada, como si aquella posibilidad le diera todavía más miedo que la Carroña los atrapara—. ¡Nos quedaríamos encerrados aquí para siempre!

—¿Y eso sería tan malo? ¡Estaríamos juntos!

—Huimos de la casa sin ventanas porque no nos dejaban ser libres, ¿recuerdas? La alternativa no puede ser encerrarnos para siempre en esta luna. ¿Qué sentido tendría eso? Solo cambiaríamos una prisión por otra.

Evan guardó silencio. Comprendía en parte los temores de Ariadna. Necesitaba ser libre. Por la libertad en sí misma, sí, pero también para olvidar en lo posible la celda que los aguardaba en el futuro, aquella muerte en vida que parecía ser el destino de todo virago.

Sagrada siguió habitando en sus cabezas. Dormir, descansar, era un imposible, una quimera. Nada más cerrarlos ojos comenzaban las pesadillas. Nunca las recordaban, pero siempre se iniciaban igual, con el conde observándolos con su mirada hueca, con aquellos enormes ojos que cambiaban de color dependiendo de la luz que incidiera sobre ellos. Tal vez si hubiera hablado, si hubiera intentado convencerles de que regresaran, ya fuera mediante amenazas o intentando razonar con ellos, habrían podido soportarlo. Pero se limitaba a mirarlos. Y había pocas cosas tan aterradoras como la mirada del conde Sagrada. Sus ojos encerraban todos los misterios sangrientos de la humanidad, los secretos de la carne muerta.

Su mirada traía otros mundos consigo, mundos de dolor infinito, de angustia y pavor desmedidos.

Ninguno durmió durante los últimos días que pasaron en Iskaria. No tenía sentido intentarlo. La falta de sueño comenzó a hacerse evidente. Las ojeras ensombrecieron sus rasgos. Ariadna se convirtió en un espectro en aquella ciudad fantasma, un espectro que marchaba por las calles vacías, arrastrando su sombra tras ella. Evan la dejó sola, seguía sin saber cómo actuar, seguía sin saber cómo hacerle ver que no tenían nada que temer del conde y los suyos. Si pudiera encontrar el modo de detener esos sueños… Si conseguían mantener al conde fuera de sus cabezas, todo iría bien. Ariadna se recuperaría, no tenía ninguna duda al respecto. Pero ¿cómo conseguirlo? No desde Iskaria, desde luego. No les quedaba más remedio que volver al mundo oculto e investigar allí al respecto. Se pondrían al alcance de la casa sin ventanas, pero si obraban con cuidado, si extremaban las precauciones, quizá pudieran encontrar algo para luchar contra las pesadillas antes de que pudieran encontrarlos. Debía de haber talismanes y conjuros que impidieran la magia del sueño, solo tenían que dar con un modo de cerrar la puerta al nigromante para recuperar la tranquilidad.

Se enlazó a su mirada con el propósito de dar con ella y explicarle sus planes. Estaba de nuevo en la terraza de la torre, en el mismo lugar donde todo había empezado a derrumbarse. Otra vez fue a su encuentro. Ariadna se giró hacia él nada más cruzar el umbral de la balconada y, por enésima vez, se produjo aquel milagro de contemplarse ambos a través de los ojos del otro.

—Tenemos que regresar —fue lo primero que dijo Ariadna. Y al escuchar aquella frase, Evan supo que todo estaba perdido. El conde Sagrada había vencido, y no había necesitado más que irrumpir en sus sueños para conseguirlo. Le había bastado con su mirada para doblegarlos.

—Sé sensata, por favor —insistió él—. Solo tiene esos malos sueños para llegar a nosotros. Nada más. Volvamos al mundo oculto, de acuerdo, intentemos encontrar el modo de poner fin a las pesadillas. En el Filo Lampedusa hay una universidad de oniromantes. Si alguien puede saber cómo parar esto, son ellos. Saquearemos sus bibliotecas hasta dar con una solución. Le cerraremos el paso.

—¿Y qué haríamos después?

—Regresar aquí, por supuesto.

—Vendrán. Ellos vendrán —dijo—. Te lo aseguro. Tarde o temprano encontrarán el modo de localizarnos. Eso es lo que nos está diciendo en sueños. Pertenecemos a la Carroña. —Se mordió con fuerza el labio inferior—. ¿Sabes cuánto poder se necesita para engendrar un virago? Somos las joyas de la corona de la casa sin ventanas. No permitirán que escapemos. No pueden permitírselo. Nunca nos dejarán ser libres. Irán todo lo lejos que puedan para recuperarnos. Consultarán a los Oráculos Negros, removerán el cielo y el infierno… No se detendrán jamás. Tarde o temprano los tendremos aquí.

—¡Que vengan entonces! —aulló él, harto de ese pesimismo inclemente—. ¡Me enfrentaré a ellos si no hay más remedio! ¡Si estoy junto a ti no temo a nada! ¡A nada! ¡Lucharemos! Lucharemos contra la casa sin ventanas, lucharemos contra Cicero, contra todos los duques del infierno si es necesario.

—¿Tú y yo? ¿Tú y yo solos? ¿Y cómo piensas derrotarlos? —Se echó a reír y su risa le hizo más daño que sus palabras, que aquel victimismo que amenazaba con conducirlos de regreso al redil. Su risa hizo que la seguridad que tenía en sí mismo se tambaleara—. No podemos enfrentarnos a ellos —aseguró ella—. Son más fuertes y más poderosos. No somos esclavos de la casa sin ventanas, somos esclavos de su poder. Y contra él ni tú ni yo podemos nada. Nos matarán, Evan. Y después nos matarán otra vez. Y otra. Y otra. Nos atarán a los potros de tortura, nos romperán los huesos en los tornos, nos echarán de comer a las alimañas de los pozos. Si nos capturan nos convertirán en víctimas. Y sabes bien lo que significa eso.

—Destruyamos el portal entonces —insistió, aunque su voz iba perdiendo convicción por momentos—. Eso sí podemos hacerlo. Si lo inutilizamos, jamás podrán llegar aquí. —La miró con atención, rogando que diera su brazo a torcer—. Confía en mí —le rogó—. Por el Panteón Oscuro, por la hecatombe de los dioses, confía en mí, Ariadna. Aquí estaremos a salvo.

—Te engañas —insistió ella—. No hay lugar en la creación en el que tú y yo podamos estar a salvo. Pensar que puede haberlo nos hace débiles. Da igual dónde nos ocultemos. Nos encontrarán y nos harán volver.

A Evan no le quedó más remedio que admitir su derrota. No tenía más argumentos que esgrimir. No había forma de convencerla. La decisión ya estaba tomada. Y él no podía hacer otra cosa que asumirla. Ni siquiera se le pasó por la mente la posibilidad de separar sus destinos.

—¿Y qué nos queda entonces? —preguntó.

—Seguir matando —contestó Ariadna—. Seguir matando para ellos. Tener paciencia y esperar. Porque algún día llegará nuestro momento… No sé cuándo, pero llegará. Y entonces seremos libres de verdad. Porque no temeremos a nada. A nada.

* * *

Dos jóvenes se encontraron ante las puertas de un castillo de piedra roja. Él era moreno, con el pelo largo y despeinado, y vestía por completo de negro, desde las botas hasta la capa que el viento zarandeaba de un lado a otro. Le colgaba al cuello un collar que parecía confeccionado a base de telarañas y cristales y llevaba un enorme espadón envainado a un costado. El muchacho era de una hermosura fiera, peligrosa; la inteligencia en sus ojos era evidente, pero se trataba de una inteligencia trastornada, retorcida, una inteligencia que había medrado en la perversión y el disfrute del dolor ajeno. Lo más llamativo de sus rasgos eran precisamente sus ojos: el izquierdo era color ceniza; el derecho, como su ropa, como su pelo, negro por completo.

Las ropas de ella eran un desorden anárquico. La falda y la camiseta que vestía estaban repletas de desgarrones; una bota era roja y la otra negra; una mano la llevaba enguantada y la otra desnuda; y como estrambótico complemento una araña correteaba en su pecho, atada a la cadenita que adornaba su garganta. Había algo de vodevil en su atuendo, de ganas de impactar, de necesidad de ser recordada, reconocida. Tenía el pelo, también moreno, sucio y enredado y bastante más largo que el muchacho. Su belleza era dulce, reposada; poseía un rostro que no haría girar cabezas a su paso, pero que iría mermando las defensas del observador poco a poco, con paciencia, con calma, hasta conseguir que este cayera rendido a sus pies. Sus ojos también eran desparejos: el derecho era azul claro; el izquierdo de una negrura atroz, abisal. Su arma, envainada a la izquierda, era un sable de empuñadura blanca.

Más allá del portón, más allá del castillo y del acantilado, un gigante encadenado arrastraba la isla a través de un rutilante mar de lava. En la lejanía se divisaba la costa de un continente que era puro fuego, con cordilleras erizadas en llamas que lamían voraces el vientre del cielo.

Los dos muchachos se miraron ante el portón que conducía al patio del castillo, una fortaleza compacta, de piedra rojiza, con siete torres en su centro; una de ellas, bastante más alta que sus vecinas, tenía la cúpula hendida. Él sonreía. Ella no.

—¿Estás enfadada? —fue lo primero que preguntó Evan.

—No —contestó Ariadna—. Estoy triste. Y decepcionada. ¿Por qué me mentiste en el parque? ¿Por qué no me contaste la verdad?

—Porque no estabas preparada para oírla. —Sonrió conciliador y le hizo un gesto para que le permitiera explicarse—. No podía plantarme ante de ti y decirte que eras una asesina, o que no estabas realmente viva. ¿Cómo se habría tomado semejantes noticias la chica que eras entonces? Preferí callarme ciertas partes de la historia y tergiversar un poco el resto.

—¿Tergiversar un poco? La mayoría era mentira y el resto medias verdades. ¿Así esperabas que confiara en ti?

—Así esperaba prepararte para la verdad.

—Hasta me hiciste leerte entre líneas para que comprobara que eras sincero —dijo ella—. ¿Qué dijiste? Ah, sí: «Mira lo que soy. No tengo nada que ocultarte». —Entrecerró los ojos—. Te olvidaste de mencionar el detalle de que hay formas de esconder información a un lector y que tú y yo conocemos muchas de ellas —le recriminó—. Me engañaste, Evan. Y por eso estoy decepcionada. Porque hasta entonces nunca me habías mentido.

—No te mentí a ti. Mentí a esa otra Ariadna, a la blanda, a la insípida. A la humana.

—Por suerte o por desgracia, sigo siendo esa Ariadna. —Aquella confesión inquietó sobremanera al virago—. Sí, sigo siendo humana, no me avergüenza admitirlo. Sigo siendo blanda. Sigo siendo insípida. Me han vuelto así en la Tierra Pálida. Pero también puedo ser dura y terrible, no lo dudes ni un instante. Me he vuelto humana, pero sigo siendo una asesina. Soy blanda, pero todavía soy capaz de arrancarte la tráquea con las manos desnudas. —Hizo una pausa, como si quisiera dar tiempo a Evan a asimilar sus palabras—. Seguía siendo yo —insistió—. Habría aceptado la verdad. No soy una niñita a quien tengas que proteger, no soy una damisela en apuros. Soy Ariadna, miembro de la Carroña, habitante de la casa sin ventanas. Y tendrías que haberme dicho la verdad.

—Está bien —concedió Evan—. Pido disculpas por tan tremenda ofensa. Pero ¿crees que actué sin pensar? —No quería discutir, quería enterrarla entre sus brazos, quería dejar de lado cualquier hostilidad y hacerla partícipe de sus planes. Necesitaba, más que cualquier otra cosa, que lo comprendiera—. Puedo haberme equivocado, lo admito, pero si lo hice fue una equivocación muy meditada. Durante los últimos cuatro años no he pensado en otra cosa que no fuera el momento en que te encontrara. Ensayé y deseché cientos de conversaciones, de modos de abordarte, cientos de planes que dependían de las condiciones en que diera contigo… —Sacudió la cabeza, como si sus pensamientos lo divirtieran—. Te buscaba hasta dormido —le confesó tras soltar una carcajada amarga—. Perdí la cuenta de las veces que te rescaté en sueños. A veces era de los monstruos de Cicero de quien te salvaba; soñaba que me infiltraba en la ciudad maldita y que me enfrentaba al propio Cibeles para liberarte. Otras veces arrasaba la casa sin ventanas y te encontraba encadenada en las mazmorras. En sueños, derribé las torres de los Garantes y los castillos de los Arcontes. En sueños, arrasé mundos y filos mientras te buscaba… Dormido te encontraba, dormido te salvaba, dormido regresabas a mí y todo volvía a ser como antes.

»Pero despierto no conseguía nada. Nada. Y cada día que pasaba sin ti me volvía más loco. Notaba cómo se me escapaba la cordura, cómo se me iba cayendo a pedazos la razón. Era como tener una alimaña en el cerebro que no dejara de roer y roer…

»Chantajeé a un miembro del servicio secreto de la Segunda Cancillería adicto a los burdeles de la gente de trapo. A fin de cuentas habían sido ellos los que se habían encargado de tapar la masacre de la mansión Schwenke, así que tenían todas las papeletas de conocer tu paradero. Leí entre líneas en él hasta que me sangraron los ojos. Pero no averigüé nada. Por lo visto alguien te había hecho desaparecer antes de que los suyos entraran en acción.

—A los agentes de base les borran de la memoria los casos que se archivan como alto secreto —dijo Ariadna—. No encontraste nada porque sus jefes se habían encargado de que no quedara nada que encontrar. Legión nos lo explicó una vez.

Evan hizo una mueca.

—Pues maldita suerte la mía, porque aquel día no le presté atención —apuntó—. No te haces una idea de lo desesperado que estaba. Me rebajé a buscar la ayuda de los oráculos y los videntes. La mayoría ni siquiera se dignó a escucharme. Nada más verme, sabían quién era. Qué era. Los Tracia me escupieron en la cara y me echaron de su tienda. Dijeron que mi vida no les valía, que mi vida era falsa… ¿Puedes creerlo? —Apretó los dientes, furioso solo con recordar aquella afrenta. Había estado tentado de regresar con el Puño de Azardian para arrasar ese lugar—. Los pocos que accedieron a ayudarme tampoco consiguieron nada. No veían más que oscuridad a nuestro alrededor. «La niña que buscas no existe», me decían. «Esa a quien intentas encontrar es carne de tumba», contestaban. «No tenéis futuro ni pasado. No tenéis presente. Sois criaturas fuera de tiempo, como vuestro creador, como vuestro padre oscuro. Sois hijos bastardos de la Magia Muerta», eso me dijo un estúpido vidente de Filo Remedio.

»No había forma de encontrarte. Te había tragado la tierra. —Suspiró—. No había más que pistas falsas, callejones sin salida… En el Tíbet, encontré a una niña con un tumor en el ojo derecho, era como una flor negra que le crecía desde dentro de la cuenca. En Toronto, visité a una chiquilla sin memoria que gritaba en un sanatorio que era la reina de los ladrones y, quién sabe, tal vez lo fuera. Pero no eras tú. En las cavernas de Filo Vitral asesiné a un caballero de la orden del Talud del que se decía que custodiaba un libro vivo capaz de responder cualquier pregunta que le formularas… Era mentira. Aquel libro estaba lleno de dibujos obscenos y el caballero era un demente que cagaba en su casco y hablaba con su entrepierna.

»Y yo estaba cada vez más perdido, cada vez más loco. —Sus ojos desiguales brillaban con un fulgor febril, un eco de la demencia de la que hablaba—. Y llegó el día en que toqué fondo. —Respiró hondo. Necesitaba fuerzas para contar lo que venía a continuación, no por lo que había hecho, sino por la debilidad de carácter que implicaba—. Entre los muertos de Azardian había una muchacha que se te parecía. Le ordené que se convirtiera en ti. Y no le quedó más remedio que intentarlo. Se peinó como le dije, se vistió con la ropa que conseguí para ella… Llegó al extremo de sacarse el ojo izquierdo y meterse en la cuenca un guijarro negro. Pero no sirvió de nada. Solo era una parodia, una burla… Un insulto a tu recuerdo.

Evan torció el gesto al recordar a la falsa Ariadna. Aquella fantasía había durado poco. La había arrastrado a la cama de la torre y allí la había poseído de forma brutal. La pasión había quedado sustituida por una rabia ciega e inmisericorde; la lujuria por un desprecio infinito hacia sí mismo y hacia lo que se estaba haciendo. Cuando hubo terminado se sintió tan vacío que perdió el escaso control que le quedaba. Nunca había estado tan perdido, tan desolado. Lo pagó con la arquera, por supuesto; la emprendió a golpes con ella en la misma cama sobre la que acababa de tomarla, en un intento de descargar toda su desesperación. Pero hasta en eso fracasó. Necesitaba escuchar los alaridos de esa maldita muchacha que se había atrevido a no ser ella, necesitaba su miedo, su angustia… Necesitaba su canción secreta. Pero los muertos del Puño no gritaban cuando se les golpeaba; eran ajenos al dolor, muñecos flácidos de una pasividad intolerable. Evan, furioso, le había ordenado que gritara, pero sus gritos habían sido patéticos, alaridos de una actriz de tercera. Al final, harto de todo, la había arrojado al mar de lava.

—Aquel día decidí que no podía seguir así —le confesó con desgana—, no podía dedicar todos mis esfuerzos a encontrarte o acabaría loco de verdad. Necesitaba un plan alternativo. Decidí que era hora de ser práctico: continuaría buscándote, pero al mismo tiempo me dedicaría a preparar tu llegada. Planearía al detalle lo que haríamos una vez estuviéramos juntos. Y eso es lo que he estado haciendo desde entonces —dijo—: Preparar tu advenimiento.

—Mi advenimiento… —repitió ella.

—Eso es. Cometimos muchos errores la primera vez que escapamos. Actuamos por impulso. Como críos, como lo que éramos —señaló—. Había decidido que la próxima vez no dejaría nada al azar. En el fondo eso era lo que tenía en mente cuando robé el Puño de Azardian, pero luego desapareciste y todo se fastidió. Lo único que había hecho de provecho hasta el día de la arquera fue librarme de los sueños del conde. ¿Los recuerdas?

—Por desgracia —contestó ella.

—No me dejaba descansar, igual que la primera vez. En cuanto cerraba los ojos allí estaba él, con su mirada de bicho muerto y aspecto de conocer todos mis secretos… Uno de los hechiceros de Azardian me contó cómo sacármelo de la cabeza. Para conseguirlo necesitaba la colaboración de un mago del sueño. Encontré a uno en el feudo de Calíope, un viejo pervertido que se ganaba la vida tejiendo delirios pornográficos para la nobleza del reino. Gracias a él me libré del conde.

—¿Cómo lo hicisteis?

—Con esto. —Se metió la mano en el bolsillo de su pantalón y extrajo un pequeño cubo de cristal facetado que contenía un fragmento de materia encefálica—. Aquí tienes un pedazo del soñador, en concreto la parte de su cerebro que le daba poder y dominio sobre el sueño. Esto interfiere con cualquier hechizo de oniromancia con el que alguien pretenda atacarte, no importa lo poderoso que sea. Lo absorbe y lo digiere. El atacante ni siquiera se da cuenta de que el sueño ha sido neutralizado. —La porción de cerebro tenía unos cinco centímetros de largo y era de un color oliváceo, fruto del líquido conservante en el que estaba sumergido, parecía un gusano retorcido y gordo. Como si de un truco de magia se tratara, Evan sacó un segundo cubo de otro bolsillo, idéntico en todo al primero—. Por supuesto te he conseguido otro —dijo al tiempo que se lo lanzaba.

Ella lo atrapó al vuelo. Y aunque hubo algo de violencia en su gesto, su rostro no mostró emoción alguna. Ni agradecimiento ni sorpresa, ni, como había llegado a temer, aversión.

—¿Quién era? —preguntó mientras examinaba el cubo y su contenido.

—¿El dueño del cerebro? —Ariadna asintió—. El decano de la universidad de Lampedusa tuvo un accidente el año pasado mientras disfrutaba de unas vacaciones en Samarkanda. Se golpeó el cráneo con el borde de su bañera. Varias veces. Una gran tragedia. Y bastante sangrienta, por cierto.

La virago entrecerró los ojos, la vista fija en el pedazo de cerebro del cubo. Estaba leyendo entre líneas en él, comprendió Evan.

—Todavía está vivo —anunció.

—Continúa soñando. Si dejara de hacerlo no serviría de nada.

—Sueña colores que gritan —dijo—. Sueña con nieve cálida, con estrellas de mar fugaces y con lloviznas que cantan. Sueña con relámpagos de peces y torbellinos de mariposas. Sueña que es un pedazo de cerebro vivo encerrado en un cubo de cristal.

Evan la observó con atención. Nunca se le había pasado por la cabeza leer entre líneas en aquel despojo. Aquello se le antojó un nuevo signo de debilidad. «Sigo siendo humana», le había advertido. ¿Y si de verdad era así? ¿Y si la Tierra Pálida la había reducido a una parodia de sí misma?

«La seguiría amando», se dijo. «No tengo otra alternativa. La seguiré amando aunque sea frágil y blanda, aunque sea humana. La amaré hasta el final de los tiempos».

—Fuimos felices aquí —dijo mientras miraba despacio alrededor. Se recordó con ella allí mismo, cuatro años más jóvenes, descubriendo admirados el castillo y su gigante—. La primera semana que pasamos en esta luna fue la mejor de toda mi vida. Y de la tuya, no lo niegues. —Ariadna apartó la vista de los restos del soñador para mirarlo—. Nunca me había sentido así. Tan feliz, tan pleno… Hasta que, de pronto, todo se vino abajo. ¿Recuerdas cómo empezó? —Ella no contestó—. Fue el silencio, comenzó con el silencio —continuó Evan—. Me desperté y tú no estabas. Habías salido a la terraza. «Este silencio me mata», dijiste, «se me mete dentro».

»Ese silencio fue el principio del fin —dijo el virago—. ¿Quién iba a suponer que la felicidad era tan frágil? Siempre está a un segundo de quebrarse, a un segundo de hacerse pedazos… La felicidad es volátil, una pequeña chispa y todo estalla. Quizá por eso es tan escasa. No iba a consentir que volviera a suceder. Una vez te tuviera conmigo de nuevo haría lo imposible por evitar que nuestra felicidad peligrara. —Dio un paso en su dirección con su sonrisa renovada—. En aquella terraza te dije que mataría al silencio por ti, ¿lo recuerdas?

—Lo recuerdo.

—Y eso he hecho. —Alzó la mano. Mientras hablaba había guardado el cubo en uno de los múltiples bolsillos interiores de su capa y había sacado un dispositivo plagado de botones y diales—. He matado el silencio —anunció al tiempo que accionaba el aparato.

La música comenzó a oírse de inmediato por toda la ciudad, una música suave, dulce, de tintes barrocos. Los violonchelos y los fagots danzaban en espiral unos en torno a otros, escoltados por laúdes y arpas que entraban y salían en paralelo. Las notas de aquella sinfonía eran delicadas, etéreas, parecían talladas en el aire. Llegaba de todas partes a un tiempo, de la ciudad vacía, del castillo, del mar de lava, del mismo suelo que pisaban. La música los envolvía, los acariciaba con dedos de seda. La música aniquilaba el silencio.

—Altavoces inteligentes, tecnología de los filos superiores —le explicó—. Son tan diminutos que cuesta verlos a simple vista. Flotan a nuestro alrededor y modifican su órbita dependiendo de la melodía que esté sonando. La selección de música con la que los he cargado es inagotable. —Pulsó un botón y la sinfonía etérea dejó paso a una ópera rock, rebosante de guitarras afiladas y batallar de baterías. Lo pulsó otra vez y una balada a dos voces envolvió a la segunda canción y la hizo desaparecer con delicadeza en su seno—. Te he traído toda la música de la Tierra Pálida y del mundo oculto. Absolutamente toda. El silencio ya no tiene cabida en esta isla. Podemos desterrarlo cuando se nos antoje. O traerlo de vuelta si ese es nuestro deseo. —Detuvo los altavoces a un golpe de dedo y miró a Ariadna, a la espera de su reacción.

—¿Así pretendes convencerme para que me quede contigo? ¿Con música?

—Es un comienzo —dijo él—. Lo único que quiero es que seas feliz. Y si algo tengo claro es que nunca podrías serlo en la Iskaria de hace cuatro años. Tú no podrías vivir en una ciudad muerta y vacía. Este lugar se bebía tu energía, te agotaba. Lo vi con mis propios ojos. Los sueños del conde Sagrada aceleraron el proceso, pero tarde o temprano habrías querido marcharte. Tú necesitas color, necesitas un mundo vivo a tu alrededor. Y eso es lo que he intentado construir aquí. No solo te he traído la música. ¿Por qué detenerme ahí? He saqueado decenas de bibliotecas y museos. He llenado la ciudad de libros y obras de arte. He arrasado con filmotecas enteras y he instalado proyectores en el cielo. Tu felicidad es lo primero. Lo esencial. Y para conseguirla necesitaba construir un mundo a tu medida. He traído a esta isla todo lo que necesitas para ser feliz.

—¿Y qué necesitas tú? —preguntó Ariadna. Y Evan pudo equivocarse pero creyó detectar cierta burla en sus palabras.

—¿Yo? ¿No lo ves? Solo te necesito a ti. Sería feliz contigo en cualquier parte de la creación. Me bastas y me sobras, me equilibras, me sosiegas. Eres todo lo que necesito para dar sentido al mundo y a mi vida, por muy falsa que sea. Pero te necesito feliz. Te necesito contenta.

Ariadna hizo amago de hablar, pero el muchacho la detuvo con un gesto.

—Y aun así, sabía que no sería suficiente —admitió—. Por mucho que adornara Iskaria, seguirías atrapada y tú, para ser feliz, necesitas ser libre. ¿Y qué libertad podría proporcionarte una isla como esta? Si quería tenerte conmigo, necesitaba darte la posibilidad de salir de aquí cuando te viniera en gana. Tenía que darte acceso a otros mundos.

»En lo primero que pensé fue en el arte de los portales. De entrada, me pareció la solución más sencilla. Adquirí un montón de semillas preparadas, semillas que se abrirían a una multitud de filos, feudos y ciudades del mundo oculto y de la Tierra Pálida. Quería que pudieras abandonar Iskaria cuando quisieras, aunque eso nos pusiera en peligro. Pero las cosas no salieron como esperaba. Los portales no arraigan aquí. Y no tardé mucho en comprender el motivo. Para que la magia de traslación funcione se necesita que tanto el punto de destino como el punto de partida estén fijos e inmóviles, más allá de la rotación planetaria y cosas por el estilo. Pero eso no sucede en esta isla. La muy perra no deja de moverse. —Hizo un gesto hacia el norte, hacia el coloso que remolcaba aquel pedazo de tierra rumbo al horizonte en llamas—. Los portales que proporcionaba la magia no eran el camino. Pero había otro. Otro todavía más evidente. El mismo que me había conducido hasta aquí.

—El templete de la plazoleta.

—Eso es —confirmó—. Cada estatua viene programada con un sinfín de destinos, lo único que tenía que hacer era averiguar cómo activarlos. Primero hice probaturas al azar, pero lo de pulsar los botones sin más no funcionó. Ordené a mi ejército que registrara Iskaria de cabo a rabo y en un sótano de una de las torres se toparon con cajas y cajas repletas de tablillas con códigos. Había cientos de destinos en ellas. Un verdadero filón. Pronto comprobé que la mayoría no funcionaba, puede que las estatuas no estuvieran programadas para esos destinos o que los portales al otro lado ya no existieran. Pero lo importante es que, de cuando en cuando, encontraba alguno operativo. En total conseguí activar setenta y ocho.

»Setenta y ocho portales de plata a otros mundos —anunció, satisfecho—. Muchos con sus propias estatuas y nuevos destinos aguardando. E Iskaria dejó de estar aislada. Justo lo que quería. Justo lo que buscaba. La mayoría de los portales da a mundos muertos como el de la pirámide en ruinas o a asentamientos abandonados como el de esta isla. Tierras deshabitadas, todas heridas en mayor o menor medida por algún cataclismo planetario o alguna otra tragedia. En gran parte no queda ni rastro de vida, pero en algunas ha pasado tanto tiempo desde la catástrofe que las asoló, que la vida ha vuelto a medrar. Encontré varias civilizaciones primitivas en mis exploraciones. Un mundo poblado por mariposas del tamaño de hombres que viven en colmenas y que construyen instrumentos con la miel que segregan; otro de criaturas arbóreas llenas de tentáculos que se comunican entre sí a base de cantos. Tenemos a nuestro alcance un sinfín de mundos que explorar. O que conquistar.

»Y no solo eso. En varios de esos planetas he encontrado puntos de fracción, puertas a los lugares de paso que nos devolverían a la Telaraña. Eso es. Entradas de regreso a nuestro plano. Ya lo ves, Ariadna: Iskaria ya no es una jaula. Iskaria es ahora un mundo de posibilidades infinitas. Si quisiéramos podríamos convertirlo en la capital de un imperio. Si quisiéramos podríamos invadir los mundos habitados, tengo fuerzas suficientes para doblegarlos. ¿Te lo imaginas? ¡Nos venerarían como dioses! —Alzó las manos en un gesto que pretendía abarcar la realidad entera—. Mira a tu alrededor, Ariadna. Esto es lo que te ofrezco. Un futuro deslumbrante, un destino glorioso. A medida que transcurre el tiempo mi control sobre el Puño también crece. Algún día conseguiré dominarlo por completo y lograré invocar a todas las tropas del Rey Muerto. Dime ¿quién podría detenernos entonces?

—¿El Panteón Oscuro? —La pregunta era una clara advertencia—. ¿Cuánto tiempo crees que puedes estar acumulando poder y hechiceros sin atraerlos?

—Que vengan —dijo él. Y se echó a reír—. Ya tengo magia y fuerzas suficientes como para enfrentarme a ellos. Que vengan. Los esclavizaré. Les convertiré en los generales de mi ejército. —El virago apretó los dientes—. Si me lo pides, doblegaré a la creación por ti. Tenemos el potencial de los conquistadores de leyenda, Ariadna, tenemos el poder necesario para poner a la realidad de rodillas si se nos antoja.

—¿Y si no quiero ser una conquistadora?

—Entonces no lo seremos. Te lo he dicho antes: eres tú quien decide. Si es lo que quieres, simplemente exploraremos esos otros mundos. O tejeremos bufandas en el castillo hasta el fin de los tiempos. Todo está por hacer. Todo está por crear. Hoy, aquí, empezaremos a construir nuestro destino. Y será el que tú elijas que sea. Tenemos toda una vida por delante para hacer lo que queramos. Somos libres.

—¿Y la maldición de los viragos? —le preguntó entonces—. ¿Acaso te has olvidado de ella? —La misma Ariadna respondió a su pregunta; por primera vez pareció consciente de qué espada llevaba Evan al cinto—. Matanza —dijo—. La espada de la subasta. La espada capaz de matar hasta a lo que no puede morir.

—Aseguran que puede acabar con la misma Muerte —dijo él—. Es nuestro billete de salida. Cuando llegue el momento, cuando uno de los dos regrese vacío de la resurrección, el otro se encargará de darle el descanso que se merece.

Ariadna suspiró.

—¿Hay algo más? —le preguntó—. ¿Tienes alguna otra sorpresa reservada?

—Una última cosa —contestó Evan—. Otro detalle en tu honor. Deja que te lo muestre, estoy seguro de que te va a encantar. —Acto seguido dio una sonora palmada.

Al momento un niño pequeño atravesó el portón del castillo y se dirigió hacia ellos. Era el hijo muerto de la pareja asesinada por la Carroña en Berlín. Caminaba despacio, como un autómata con problemas de locomoción; tenía el rostro inexpresivo y la mirada apática que compartían la gran mayoría de los muertos del Puño de Azardian. Iba vestido con una librea azul en tela de damasco con ribetes plateados en las mangas y el pecho. Llevaba una copa dorada, y esta era tan grande y sus manos tan pequeñas que tenía problemas para sostenerla sin derramarla. Se acercó hacia donde estaban muy despacio, como si hiciera equilibrios sobre una cuerda floja. En cuanto apareció el niño, Evan miró a Ariadna. Le interesaba su reacción. Ella ni se inmutó. Era evidente que lo había reconocido, pero su presencia allí no la había escandalizado, como había temido que sucediera. Eso le hizo albergar esperanzas de que no fuera tan humana como ella aseguraba.

—Estuviste en Berlín —se limitó a decir.

—Sí, pero no a tiempo. La Carroña llegó antes que nosotros.

—¿Cómo me encontrasteis?

—Los Tracia —contestó él—. Marc llegó a un trato con ellos.

Ariadna asintió. Y con su gesto dejó claro que era consciente de cuál había sido la naturaleza de ese acuerdo.

Aquella era la primera vez que se mencionaba a Marc y Evan estuvo tentado de leerla para averiguar sus sentimientos al respecto. Su rostro no dejaba entrever emoción alguna, mostraba una calma y una tranquilidad pasmosas. Pero Evan no se llevaba a engaño. El mar que rodeaba Iskaria casi siempre estaba en calma, pero abrasaba si cometías la imprudencia de tocarlo. Aun así, consiguió resistir la tentación y no leyó en Ariadna. Ella podía notarlo y no quería tentar a la suerte más de lo necesario.

El niño muerto llegó hasta ellos, hizo una pequeña reverencia y le tendió la copa a Ariadna, llena hasta la mitad de vino tinto. La virago sonrió al pequeño. Fue una sonrisa educada, la sonrisa con la que un aristócrata da las gracias a un lacayo por un trabajo bien hecho. A continuación tomó la copa y la alzó hasta su rostro, hizo girar el líquido mientras lo olfateaba con delicadeza.

—Sangre de Samarkanda —dijo. Evan asintió, complacido de que lo hubiera reconocido—. Mi vino favorito.

—Lo sé. Llevo tiempo aprovisionándome de botellas de las mejores cosechas. Hasta he conseguido un lote de la primera, la de 1902 —dijo—. Tenemos vino suficiente para emborracharnos durante años.

Ariadna dio dos tragos a la copa, uno corto, tanteador, y un segundo más largo. Entre ambos sorbos, más gente comenzó a aparecer por el portón de la fortaleza. Fue un rápido desfile de hombres y mujeres de todas las edades, desde niños de corta edad hasta ancianos caducos y contrahechos que se apoyaban en bastones y muletas. Todos se fueron disponiendo de manera ordenada frente a ellos, como un ejército preparado para pasar revista. Mientras se colocaban, Ariadna terminó la copa de vino, sin prestar demasiada atención a los recién llegados. Las vestimentas que llevaban eran todas de una pompa y solemnidad mayúsculas. Había gente vestida con libreas, doncellas de uniforme negro y cofias blancas, mayordomos y criados tan estirados que sus columnas vertebrales daban la impresión de estar a punto de atravesar sus espaldas. Entre la concurrencia, resaltaba una mujer enorme y hermosa como una valkiria, sus curvas rotundas apenas podían ser contenidas por su radiante uniforme de cocinera. Pero no todos vestían atuendos de servicio, había hombres embutidos en sobrios trajes de etiqueta, mujeres engalanadas con complicados vestidos de noche… Todos rebosaban elegancia, desde los niños hasta los ancianos. Y sometimiento. Solo había que mirarles a los ojos para comprobarlo. Eran miradas apagadas, lentas, cargadas de la somnolencia de los que lo único que anhelan es una tumba donde descansar. Más muertos cautivos del sortilegio del Puño de Azardian.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Ariadna mientras tendía la copa vacía hacia el niño—. ¿Me lo explicas?

—Es tu corte, Ariadna —contestó Evan—. Una corte digna de una reina. —Se echó a reír al ver su expresión de perplejidad—. Permite que te los presente, están deseando conocerte. ¡Les he hablado mucho de ti! —dijo antes de introducirse entre las filas de muertos revividos. Posó una mano sobre el hombro de la mujerona vestida de cocinera y de un suave empujón la obligó a avanzar un paso—. Esta voluminosa señora es Greta Klaus; trabajó durante quince años en las cocinas de un hotel de gran lujo de Moscú. Aseguraban que lo que prepara solo se puede comparar con la alta hechicería. Y doy fe de ello. Hace dos años que la tengo a mi servicio y he perdido la cuenta de las veces que he estado a punto de llorar tras probar uno de sus platos. —Dio dos pasos a la izquierda y uno a la derecha para situarse tras un hombre vestido con un elegante frac negro y blanco. Era moreno, de ojos claros, y llevaba en brazos un violín con su arco, apretado contra su pecho con tal mimo que casi parecía sostener un ser vivo—. Gustav Contra —le presentó. Al oír su nombre, hizo una pequeña reverencia, un movimiento torpe, carente de elegancia—. Primer violín de la orquesta sinfónica de Bogotá durante ocho años. Un verdadero virtuoso. —Señaló hacia el hombre situado junto a él; vestía con la misma elegancia, aunque algo en su pose evidenciaba que no estaba habituado a semejantes galas. También tenía un violín, aunque bastante peor conservado que el de su compañero, la madera no estaba pulida y había marcas de arañazos por toda su superficie—. Carlos Suarez, un talento similar, casi idéntico al de Gustav, pero con mucha menos suerte. Tocaba en el metro de Buenos Aires. —Evan giró entre los muertos, de nuevo medio bailando, hasta colocar la mano sobre la cabeza de una niña pelirroja, de ojos azules y con la cara acribillada a pecas—. Vanesa Trastámara —dijo mientras acariciaba el cabello de la muchachita—. Me la encontré en un arrabal de Brasil y me enamoré de ella al momento. Escúchala, por favor. Tú solo escúchala…

A su señal la niña dio un paso al frente, se llevó una mano al pecho y empezó a cantar. Nada más hacerlo, los dos violinistas colocaron sus violines en posición y comenzaron a deslizar los arcos por las cuerdas. La voz de la niña era maravillosa, un prodigio de la naturaleza. Era de una pureza dolorosa. Y como bien había adelantado Evan, los músicos que la acompañaban eran unos virtuosos fuera de toda medida. La música tomó otra vez Iskaria, la voz de la niña se elevó ante el castillo y las torres como si estuviera hecha de pájaros y mariposas. Era una canción perfecta. Hablaba del amor, pero sin caer en la cursilería, hablaba del amor capaz de superar todas las barreras, hasta las que interponía la misma muerte. Hablaba de miradas que lo significaban todo, de la añoranza de esos otros labios. Evan no dejaba de observar a Ariadna, pendiente de nuevo de su reacción. El canto de aquella niña sí pareció afectarla. Por un instante la calma de su rostro estuvo a punto de venirse abajo, entrevió emociones a un segundo de llegar a su superficie, un oleaje mínimo que ni llegó a concretarse, ni Evan supo cómo interpretar.

Cuando la canción terminó, el virago retomó las presentaciones. Había comediantes allí, un escritor de cierto renombre, un ajedrecista que había estado a punto de ganar dos títulos mundiales, bailarines, artistas de toda índole y naturaleza, hasta tres filósofos, el número justo para que nunca estuvieran de acuerdo. Tampoco había desestimado el lado práctico de la existencia, claro. Entre los allí reunidos había también un pastelero, un modista, un mecánico, un fontanero… Todos ellos esclavos del Puño de Azardian. Ariadna le interrumpió cuando todavía no le había presentado ni a la mitad.

—¿Los has matado para mí? —preguntó—. ¿Has asesinado a toda esta gente para mí?

—Sí —contestó Evan. Regresó junto a ella, con una radiante sonrisa en los labios—. Si vas a volver aquí quiero que sea con todas las comodidades posibles. No habrá silencio. No habrá una ciudad muerta. Y tendrás la corte que te mereces. Y esto es solo el comienzo. ¿Quieres a alguien en particular de la Tierra Pálida o del mundo oculto en nuestro reino? ¿Un actor? ¿Un hechicero? Solo tienes que señalarlo y yo te lo traeré.

—Has preparado mi llegada asesinando —dijo ella en voz baja. ¿Era orgullo lo que se dejaba entrever en sus palabras? ¿O se trataba de frialdad? La inquietud de Evan fue en aumento—. Basta —dijo y esa única palabra le hizo comprender que todo volvía a estar a un paso de derrumbarse—. He escuchado suficiente. En la Tierra Pálida me dijiste que necesitaba recobrar la memoria para poder decidir. Que era injusto que tomara cualquier decisión antes. Ahora lo recuerdo todo. Ahora soy yo. Recuerdo todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos vivido, todos nuestros sueños y ambiciones… Déjame preguntarte algo: ¿sigue en pie tu promesa? ¿Aceptarás mi decisión, sea cual sea?

—Por supuesto. —La voz casi se le quebró en la garganta. Porque supo cuál era esa decisión aun antes de que ella hablara. Y aun así, por minúscula que fuera, se aferró a la esperanza de equivocarse.

—Quiero irme —anunció. Lo miró a los ojos, no esquivó su mirada. Era un gesto de desafío, una invitación a ponerla a prueba. Evan no pudo reaccionar, aquellas dos palabras acababan de destrozarlo—. Y Marc vendrá conmigo —añadió—. Esa es mi elección. Y te aconsejo que te dejes de fantasías y delirios y vengas con nosotros. Devuelve el Puño al conde, arrodíllate ante él y suplícale un castigo justo. Con suerte, quizá algún día vuelvas a ver la luz del sol.

—¿Te has vuelto loca? —Esa no era la respuesta que tenía que darle. Esa no era la opción que debía escoger. ¿Acaso no había visto lo que había hecho por ella?

—He tomado mi decisión, Evan. Como me pediste. He venido hasta aquí y he escuchado lo que tenías que decir. ¿No era ese el trato? Lo he cumplido. Ahora te toca a ti.

—Al menos me merezco una explicación, ¿no crees?

—¿Y si no estás preparado para ella? —dijo Ariadna.

—Pruébame —le pidió—. No cometas el error que cometí al ocultarte la verdad cuando te encontré. Yo… —Tenía ganas de gritar. Tenía ganas de arrancarse la piel a tiras y mostrarse desnudo ante ella—. ¿Por qué me rechazas? —Formuló la pregunta en voz baja, casi un susurro—. No lo entiendo. Se me escapa el motivo. —La indignación y la rabia le llenaban la boca de veneno—. ¿Es por el humano? ¿Por ese… animal? No, es imposible.

—Esto no tiene nada que ver con Marc. Tiene que ver contigo y conmigo.

—¿Por qué? —Esa era la pregunta fundamental. Una pregunta básica que exigía una respuesta sencilla.

Y a ella, esta vez, no le quedó más remedio que proporcionársela:

—Te rechazo porque estás loco, Evan. Te rechazo porque no te quiero. Te rechazo porque nunca te he querido.

* * *

—Mientes.

Ariadna dio un paso al frente mientras abría los brazos y echaba hacia atrás la cabeza. Una forma de ofrecerse a su mirada, pero también de continuar desafiándolo.

—Lee en mí —le animó—. No tengo nada que ocultar. Esto es lo que soy. Lo que ves. Lee en mí, Evan, y sabrás si miento o no.

—No me hace falta hacerlo. No te creo. —Comenzó a darse la vuelta, como si pretendiera escapar de ella y sus palabras; a medio giro volvió a encararla, furioso—. ¡¿De qué va todo esto?! —le gritó mientras salvaba la distancia que los separaba en dos pasos vertiginosos. Ella ni se inmutó—. ¿Qué pretendes? ¿Hacerme daño? ¿Esta es tu venganza por haber tardado tanto en encontrarte? ¿O por lo que le he hecho a tu humano? —El desprecio con el que pronunció aquella última palabra fue evidente. Sonó como si algo se le estuviera pudriendo en la boca.

—No. Lo único que he hecho ha sido responder a tu pregunta. —Bajó la vista un instante, pensativa—. No fue el silencio lo que me hizo salir a la terraza esa noche —le confesó—. Fuiste tú.

—¿Yo? —Evan se llevó la mano al pecho en un gesto tan melodramádco que parecía forzado—. ¿Qué fue lo que hice yo?

—Nada. No hiciste nada. Desperté y estabas ahí, dormido, con una sonrisa en los labios y una expresión de absoluta plenitud. Y yo sonreí también y me dije que era imposible ser más feliz, que no podía existir nada mejor que despertarme a tu lado durante el resto de mi vida. Y en cuanto lo pensé, la perspectiva de que eso fuera cierto me dio vértigo. Me… me dio miedo ¿Era eso lo que realmente quería?, me pregunté.

»Y esa pregunta abrió la caja de los truenos, porque comenzaron a surgir más y más: ¿Quién eras tú? ¿Quién era yo? ¿Qué vida anhelaba? Habíamos huido de la casa sin ventanas porque allí no nos dejaban ser libres, pero… ¿qué era lo que nos aprisionaba el uno al otro de una manera tan brutal, tan completa, tan devastadora? ¿Qué eras tú para mí? ¿Mi sombra? ¿Mi alma gemela? ¿Mi otra mitad? ¿Qué fuerza nos obligaba a estar siempre unidos, hasta el extremo de compartir la mirada? Necesitaba saberlo. Necesitaba averiguarlo. Te leí entre líneas mientras dormías. —A veces se leían por el simple placer de hacerlo, pero siempre eran escrutinios consentidos, nunca habían leído en el otro sin su permiso. Hasta esa noche—. Y esta vez profundicé más que nunca. Fui en busca de tu esencia. Fui en busca de lo que te hace ser tú.

»¿Qué era esa fuerza?, me preguntaba mientras leía. ¿Qué locura nos consumía para estar tan henchidos de felicidad, de gloria, solo por el mero hecho de estar cerca el uno del otro? ¿Era amor? Lo dudaba. Éramos carroña, muertos en vida, espectros sólidos que ni la tumba quería. No estábamos concebidos para amar. Estamos hechos de oscuridad. Somos un cúmulo de sombras, de tinieblas… Por nuestras venas corre la Umbría, ya lo sabes. Pero entonces ¿qué era aquello? Leí en ti en busca de la verdad. Y la descubrí. Inscrita entre las líneas de tu ser, oculta a un nivel tan profundo que se confundía con la magia que nos había creado.

»Y descubrí lo que ya imaginaba: no había amor entre nosotros. Nunca lo hubo. Ni amor ni cualquier otro tipo de sentimiento que se le pueda parecer. Yo nunca te quise de igual forma que tú nunca me amaste. Entre tú y yo lo único que existía era pertenencia, posesión. Nada más. Eso era lo que nos mantenía unidos: yo era tuya y tú eras mío, pero sin sentimientos de por medio. Una pertenencia total, absoluta, pero vacía. Éramos prolongaciones uno del otro. Simples extremidades…

»Cuando desaparecí no fue el amor lo que te volvió loco. Fue el trauma de perder una parte de tu cuerpo, el mismo que sufriría un ser humano si le amputas las piernas o los brazos… Con mi falta habías perdido la mitad de ti mismo. Estabas incompleto. Ya lo ves: esa es la fuerza que nos ataba. Esa es la fuerza que te ha hecho buscarme durante cuatro años: la posesión. Cuando lo descubrí me eché a temblar. —Soltó un gruñido, frustrada al parecer con sus explicaciones—. Por la Gorgona, qué complicado es poner en palabras lo que sentí entonces… —Meditó unos instantes, en busca de las palabras adecuadas. Evan la miraba como si no la reconociera. Tras soltar un suspiro, Ariadna continuó hablando—: ¿Cómo iba a poder ser libre si ni siquiera me pertenecía a mí misma? —preguntó—. Era una pieza más de un conjunto, una criatura ensamblada. Nunca podría ser libre, porque siempre estaría encadenada a ti.

»Salí a la terraza. Necesitaba escapar de aquella cama. Necesitaba no respirar el mismo aire que respirabas tú. Poco después te colaste en mi mirada. Estuve a punto de cortarte el paso, pero en cambio lo que hice fue intentar tranquilizarme. ¿Acaso era tan malo lo que teníamos? ¿No estaría haciendo una montaña de un grano de arena? ¿Qué más daba cuál fuera la fuerza que nos mantuviera unidos? Lo importante era que estábamos juntos, ¿no? Eso me forcé a creer. Pero la ilusión duró muy poco. La irrupción del conde Sagrada en nuestros sueños hizo que todo fuera a peor. Pero no solo por tenerlo metido en la cabeza. ¡Es que tú también soñabas lo mismo! ¡Ni siquiera era libre en mis sueños! ¡Me veía forzada a compartirlos contigo! —Volvió a mirarle a los ojos, buscando, quizá, comprensión—. Aun así lo intenté. Te juro que lo intenté. Pero llegó un momento en que ya no pude más. En Iskaria solo estábamos tú y yo y así era muy difícil pasar por alto todo aquello. Lo tenía a flor de piel. Casi veía las cadenas que nos unían, y en mi imaginación eran más grandes que las del gigante del mar de lava. Aguanté una semana. Después me derrumbé. Quise regresar. Volver a la casa sin ventanas. Necesitaba pensar, recapacitar sobre lo que había averiguado. Necesitaba tiempo para aprender cómo encarar todo eso.

Evan sacudió la cabeza, lo hizo varias veces, como si tuviera que reubicar su cerebro dentro de su cráneo para entender lo que Ariadna acababa de contarle.

—No eres tú quién habla —dijo al fin. La voz le temblaba, casi no parecía suya—. Es el conde. Te ha rehecho, te ha reconstruido. Ha usado la segunda lectura para borrar lo que sientes por mí y sustituirlo por ese delirio que acabas de soltarme. ¿No ves lo que pretende? ¡Quiere enfrentarnos! ¡Quiere separarnos!

—No. El conde no puede escribir sobre nosotros. Nuestra naturaleza se lo impide. —Sonrió—. Si pudiera reescribirnos, lo habría hecho hace tiempo, estoy segura, se habría ahorrado muchos problemas. —Lo miró fijamente—. Lo que te digo es cierto. Nunca te quise. Y tú tampoco me quisiste a mí. Por el sencillo motivo de que no sabíamos amar, por el simple motivo de que el amor no estaba dentro de nuestra configuración.

—Y aunque fuera así, lo que teníamos no era tan malo —dijo él—. Tú misma lo has dicho.

—No, no era tan malo —admitió—. Era maravilloso. ¿Quién sabe? Si las cosas se hubieran desarrollado de otro modo, quizá podría haberlo superado. Supongo que con el tiempo habría acabado aceptando la situación. Habría aceptado esas cadenas y admitido que nunca sería libre, que te necesitaría siempre para estar completa. Sí, habría aprendido a vivir con ello.

»Pero entonces pasó algo magnífico. Perdí la memoria. Y por caprichos del destino acabé con una familia increíble que, sin saber lo que estaba haciendo, enseñaron a amar a una criatura que no estaba previsto que pudiera hacerlo. Me cambiaron. Me cambiaron por dentro de un modo que el conde Sagrada nunca será capaz de hacer. Y después llegó Marc y entonces descubrí otra forma de pertenencia, de posesión, cálida esta vez, tremenda, soberbia. Descubrí el amor. Por melodramático que resulte, por manido y estúpido… Descubrí el amor —recalcó—. La cosa asesina, el monstruo del armario descubrió que tenía un corazón, aunque para poder descubrirlo no le quedó más remedio que olvidar quién era.

—Y yo, sin ti, languidecí. Seguí siendo un monstruo. No, algo peor: un monstruo incompleto porque me faltabas tú.

Ariadna asintió despacio. Se asomó una sonrisa a sus labios, una sonrisa que no llegó a aflorar.

—Si eso te consuela, sigo siendo un monstruo. Eso no ha cambiado —confesó—. Ser capaz de amar no ha lavado la sangre que ensucia mis manos. Arrepentirme de lo que he hecho no resucita a todos los que he matado.

—Vuelve conmigo —le pidió. Le suplicó—. Enséñame a amar.

—No podría enseñarte. Ni yo sabría hacerlo ni tú serías buen alumno. Estás vacío, Evan, estás muerto por dentro. Igual que lo estaba yo. Y si tienes alguna duda al respecto, solo tienes que mirarlos. —Señaló a la corte alineada ante el portón del castillo—. ¿No te recuerdan a algo? —Evan la miró sin comprender—. Has montado aquí a tus propias Maldiciones del Dragón. Hasta te has traído al niño copero. Los has castigado con la misma maldición que nos persigue a ti y a mí. Ni siquiera te habías parado a pensarlo, ¿verdad?

—¿Por qué debería hacerlo? No son como nosotros, Ariadna. Aunque tú te empeñes en ponerlos a nuestro nivel. Tú y yo somos criaturas de la Umbría, hijos de la magia. Ellos son solo hombres. Poco más que ganado.

—¿Lo ves? Te empeñas en no ver lo obvio. —Ariadna pateó el suelo, frustrada—. Nuestros padres fueron el conde Sagrada y la nigromancia, es verdad. Y nos parieron en la Umbría, con Barrabás como comadrona. Pero fueron seres humanos los que nos engendraron —dijo al tiempo que señalaba hacia ellos—. Una mujer nos gestó en su vientre, nos llevó durante meses en su interior… Carne de su carne, sangre de su sangre. ¿Te has preguntado alguna vez quién era tu madre? ¿O quién era tu padre? Yo sí, muchas veces desde que he recuperado la memoria, y me espanta no haberlo hecho antes. Dioses. Qué vacía estaba, qué muerta… —No había lágrimas en sus ojos, ni siquiera la humedad temblorosa que las presagia, pero estas, de algún modo, se le intuían en la voz—. ¿Te has parado a pensar en lo mucho que les debió de doler perdernos? —le preguntó—. ¿Y te atreves a decir que ellos son los animales? Míralos de nuevo. Atrévete a mirarlos. Tienes razón, no podemos compararlos con nosotros. Porque si lo hacemos, tenemos todas las de perder. Son mejores. Nos superan. Solo tienen una vida. Solo una. Y nosotros llevamos tantas gastadas que nunca hemos sabido lo que significa de verdad estar vivo.

Guardaron silencio. Ambos mirándose a los ojos, ambos fuera de la mirada del otro, sin estorbos, sin máscaras. Dos muchachos ante el portón de un castillo.

—No tiene sentido seguir discutiendo —dijo Evan—. No tiene sentido continuar con esto. Has tomado tu decisión. Me la has escupido en la cara. Lo eliges a él. A eso se reduce todo.

—Lo elijo a él —corroboró Ariadna—. Y no me engaño. No es un amor perfecto. No es un amor que vayan a cantar los bardos o que vaya a inspirar sonetos, Pero es real. Y me hace más feliz de lo que nunca he sido. —Evan hizo una mueca, como si aquel comentario en particular le hubiera dolido más que nada—. Y hace que te odie con una fuerza que haría descarrilar mundos porque te has atrevido a hacerle daño. Porque para ti no era nada más que un cebo, una forma de atraerme. Para ti solo era carne que hacer sangrar, otra canción secreta por desvelar…

—Ve por él. —La voz de Evan había perdido toda inflexión, era una voz vacía, hueca. Una voz muerta—. Está encerrado en la última celda de la torre principal, cualquier palabra de apertura te abrirá la puerta. No te preocupes, he tenido cuidado. Todas sus heridas son superficiales y apenas ha perdido sangre. —Sacó un delgado rollo aplastado de vendas de un bolsillo y se lo tendió. Ariadna olió la magia sanadora que lo impregnaba—. Toma. Pensaba curarlo yo mismo antes de dejarlo marchar. Ahora te toca hacerlo a ti. Cúrale y largaos. Tienes mi palabra de que no haré nada para impedirlo. Es lo que querías, ¿verdad? Pues ya lo tienes. Enhorabuena. Has roto tus cadenas.

—Gracias —dijo ella mientras guardaba las vendas en un bolsillo de su falda.

—Acabamos aquí. —Evan le dedicó una sonrisa de tristeza y resignación total—. Siempre pensé que esto iba a durar para siempre. Qué estúpido fui. Qué imbécil. Te encontré para volver a perderte.

Ariadna no dijo nada. Estaba leyendo entre líneas en él, confirmando que estaba siendo sincero. Y lo era. Se había rendido. Había claudicado. Les dejaría irse. Buscó sombras que pudieran ocultar alguna trampa, dobleces en su interior que guardaran alguna última sorpresa, pero no había nada. O no supo hallarlo.

Él era consciente de su escrutinio, pero no parecía darle importancia. De hecho, casi parecía disfrutarlo, como si intuyera que esa era la última vez que iba a tenerla dentro.

—¿Recuerdas a la vidente de la Prefectura de Katay? —preguntó Evan de pronto. Ariadna no contestó—. He pensado a menudo en ella, en lo que nos mostró bajo el templo. ¿Sabes lo que más me impactó de aquellas criaturas vacías? No fueron sus miradas, no me preocupó lo de ser un muerto en vida. Lo que de verdad me asustó fue la perspectiva de olvidarte. De no saber de ti. No pude imaginarme un destino peor. Y entonces fuiste tú la que olvidaste. Y cuando te encontré descubrí que había algo mucho peor. Te habías enamorado de otro.

—¿Puedo darte un consejo?

—Puedes. Será cosa mía seguirlo o no.

—Vuelve a la Tierra Pálida, piérdete en alguna de sus ciudades y utiliza el hechizo de olvido. Borra lo que eres. Olvida y haz lo más difícil que puede hacer un monstruo: aprende a ser humano.

La sonrisa de Evan fue la más triste que Ariadna vería nunca. Una sonrisa desprovista de vida, de esperanza. La sonrisa de los condenados, de los que lo han perdido todo. Luego le hizo un gesto hacia el castillo, mostrándole el camino que la conduciría a Marc.

No tuvo que hacerlo dos veces.

* * *

Ariadna echó a correr en cuanto atravesó el portón.

Atravesó el patio veloz. Los monstruos de Azardian la observaban a su paso, con sus miradas apáticas y maltrechas. Criaturas asesinadas siglos atrás contemplaban su carrera hacia el edificio principal de la fortaleza. La torre nacía de allí, alta, con su cúpula quebrada. En sus sótanos estaban las mazmorras. En su terraza la historia de los dos viragos había llegado a su fin.

¿Cuál es la canción secreta del mundo?, se preguntó Ariadna mientras avanzaba cada vez más rápido, el rostro convertido en una máscara expectante. Los ojos le dolían por la necesidad de verlo, por el ansia de comprobar que de verdad continuaba con vida. ¿Qué crea el mundo? ¿La esperanza? ¿El deseo? ¿Cuál es el motor que pone en marcha la realidad? Ariadna deliraba, febril, perdida en aquella carrera que debía conducirla hasta él. ¿Sería el amor? ¿La pasión? ¿El dolor? Los monstruos la miraban mientras pasaba como una exhalación entre ellos, la miraban con sus ojos muertos, con el cansancio infinito de los obligados a permanecer siempre despiertos. Ariadna se preguntó si habrían muerto en silencio o si habrían acudido al encuentro de la extinción gritando. Pero ¿importaba acaso? En el fondo todos gritaban, aunque fuera en silencio. Como los viragos que vio en la antecámara del sepulcro del señor de la guerra en el Filo de la Prefectura de Katay. ¿Sería esa la canción secreta del mundo? ¿Una concatenación de gritos? ¿Una interminable cadena de eslabones forjados a base de alaridos? La historia del hombre comenzaba siempre con un grito vuelto llanto y terminaba con otro, transmutado en estertor.

Recordó los gritos de Edgar y Sonia, asesinados en su casa por fuerzas que ella misma, sin quererlo, había convocado. ¿Habría gritado Cario cuando lo mataron? Esperaba que su muerte hubiera sido rápida, pero con Evan implicado todo era posible. Los gritos la perseguían, todos los gritos del mundo. Malasuerte y sus sicarios, asesinados por el hombre del pelo gris, por aquel hombre que era un grito en sí mismo. Edmund, Ángela y Steve, muertos también por su causa en un festival de cuchillos y disparos. Los gritos de agonía de todos a los que Ariadna había asesinado en nombre de la Carroña la acompañaban en su carrera. Una algarabía que pugnaba por despedazar su cráneo desde dentro. Ariadna remolcaba un sinfín de cadáveres tras ella. Decenas, cientos. ¿Esa era la canción secreta del mundo? ¿Esa melodía insana era la que daba cuerda a la realidad, la que cimentaba los pilares de la creación?

Ariadna corría. Se encontró la puerta entreabierta y terminó de abrirla de un empellón, sin frenar su paso. Llegó a las escaleras y tardó un tiempo en darse cuenta de que avanzaba gritando su nombre. Era una exhalación, era furia en movimiento. Tenía que verlo. Necesitaba verlo.

Llegó a los calabozos, fríos y oscuros, un pasillo corto, de no más de cuatro metros, con dos puertas en los laterales y una al fondo. Y lo escuchó allí, respondiendo a gritos a su llamada. Oía su nombre, amortiguado por la mordaza. Ella corría, con la tercera palabra de la apertura ya en los labios, con la mano extendida en busca de la manilla.

La aferró con fuerza, la giró y abrió la puerta de la mazmorra.