LA CASA SIN VENTANAS

LA CASA SIN VENTANAS

Resucitó entre sábanas rugosas, entre telas bastas que le arañaban y raspaban la piel. La vida recién recuperada la asfixiaba y la dejaba por enésima vez al borde de la locura. De nuevo aquellas garras invisibles intentaron detener su ascenso hacia la existencia. De nuevo fracasaron.

Abrió los ojos a unas tinieblas conocidas, familiares, con un nombre en los labios que durante unos enloquecidos instantes creyó que era el suyo. Sobre su piel correteaban arañas, escarabajos y grandes polillas de alas polvorientas. Había regresado a la casa sin ventanas, al cuarto que había ocupado la mayor parte del tiempo que vivió allí. Poco le importó. Su hogar no era aquel. Su hogar era un nombre:

—Marc —susurró cuando recordó que tenía voz. Se incorporó de manera tan brusca que las polillas echaron a volar y las arañas y escarabajos buscaron refugio entre las mantas. Todo regresaba, de golpe, una embestida bestial que la derribó sobre la cama de la manera fulminante en que Gólgota la había derribado en la Umbría. El techo de la habitación, de un color blanco lechoso, estaba salpicado de desconchones y grietas. Se le antojaron llagas y cicatrices abiertas en piel pálida, y los insectos que se removían allí, gotas de sangre a un segundo de precipitarse sobre ella.

Cerró los ojos con fuerza.

—Marc, Marc, Marc… —Lo repetía como un mantra, como una plegaria. Aquel nombre en sus labios la salvaba de la inenarrable angustia de ser ella—. Marc, Marc, Marc… —Tuvo la estúpida ocurrencia de que si dejaba de pronunciarlo, él moriría. Que la única manera que tenía de mantenerlo con vida era afianzarlo entre sus cuerdas vocales, darle forma con su lengua y anunciarlo a la creación entera, convertir su nombre en verbo para conjugar su existencia y expulsar el horror intolerable de un mundo que no lo contuviera—. Marc, Marc, Marc… —Proclamarlo a gritos, a mordiscos, clavarlo en el aire, grabarlo en sus pulmones, en las corrientes de su sexo, en los sacrosantos cimientos de la realidad—: ¡Marc! —gritó.

Buscó la mirada de Evan, con el ansia del sediento a las puertas de la muerte. Lanzó su conciencia a través de distancias imposibles, inconmensurables, salvó mundos y galaxias, fracturas de tiempo y eones vacíos de vida y materia para adentrarse, fulminante, un relámpago de conciencia rabiosa, en la cabeza del que durante catorce años había sido la piedra angular de su existencia.

Y, de pronto, Marc se materializó ante ella, amordazado y malherido. Gritó al verlo, no pudo evitarlo; aquella imagen le hizo verdadero daño físico, fue como una cuchillada en el vientre, un mordisco en el cerebro. Intentó abrazarlo y para su desconcierto se aferró al vacío que tenía ante ella, envuelta en un nuevo revuelo de insectos y arañas que escapaban. Marc no estaba allí. Se encontraba a mundos de distancia. Era Evan quien lo tenía a su alcance, no ella; era Evan quien se acuclillaba frente a él.

Marc estaba encadenado a un muro de piedra roja; las hendiduras entre los bloques de roca, grandes, rotundos, rebosaban polvillo pardo. Una mordaza de cuero le cubría la boca. Tenía dos profundas incisiones en las mejillas, dos cortes en vertical que le nacían de los pómulos y se curvaban bajo la mordaza. No había ni una sola gota de sangre en su rostro, solo aquel par de tajos, aquellas exclamaciones que enmarcaban su rostro lívido. Evan, por supuesto, era consciente de su presencia allí; así como Ariadna podía ver la mazmorra, el virago era capaz de contemplar la habitación donde se encontraba. Y sin duda la reconocería.

Evan bajó la mirada con calculada lentitud y Ariadna pudo ver que Marc llevaba el torso desnudo. Una multitud de pequeños cortes se esparcía por su carne, como caracteres desperdigados por la página de un libro. Evan llevaba horas torturándolo, horas esperando a que ella resucitara y se asomara a su mirada. Ariadna se olvidó de respirar, se quedó inmóvil por completo; parte de su cerebro entró en colapso, aterida de angustia, pero otra parte, fría y analítica, intentó evaluar a simple vista la gravedad de las heridas de Marc. No tuvo tiempo. La mirada del virago prosiguió su lento descenso hasta llegar a sus pies. En el suelo se extendía un trapo oscuro sobre el que se alineaba un sinfín de instrumentos de tortura: escalpelos y navajas, cuchillas y lancetas, pinzas y tenazas, garfios y sierras… Todos ellos mostraban indicios de haber sido usados hacía poco, todos estaban manchados de sangre fresca.

A Evan le gustaba torturar a sus víctimas, alargar en lo posible su dolor, su sufrimiento. «Cada criatura es una máquina perfecta, un instrumento musical que contiene dentro una sinfonía única», decía. «Una canción que le da forma, una canción secreta. Me encanta dar con ella. Me encanta oír cómo la cantan».

Ariadna lo vio coger una larga cuchilla de filo serrado. La muchacha soltó el aire que había estado conteniendo. Evan alzó la mano con el movimiento preciso del pintor que se dispone a dar una nueva pincelada en su lienzo, con el aplomo del director de orquesta que se apresta a acometer la parte más compleja de una sinfonía. Y con la mano y la vista del virago fue la mirada de Ariadna, consumida por la misma angustia que la había atenazado la noche en que Elías y los suyos habían asesinado a su familia. Otra vez tuvo el rostro de Marc frente a ella, resoplando contra la mordaza, siguiendo con su propia mirada desorbitada el movimiento del arma que se le venía encima. Ariadna gritó cuando Evan acercó el escalpelo a la frente del joven, como si con su grito pudiera desviar aquel gesto fatídico. Lo veía todo desde la perspectiva de Evan, así que era imposible sustraerse de la ilusión de ser ella quien empuñaba el arma. Gritó todavía más fuerte cuando la mano comenzó a moverse veloz sobre la frente de Marc, casi creyó escuchar el sonido áspero de la hoja al abrirse paso en la carne y rozar el hueso. Evan lanzó nueve tajos, nueve cortes en vertical y en paralelo que formaban las tres letras de una única palabra: «VEN».

Ariadna saltó de la cama, en mitad de otra estampida de arañas e insectos. Había una puerta en el cuarto y hacia allí se dirigió, en una carrera veloz que puso al límite su cuerpo recién resucitado. Iría, claro que iría. Salvaría a Marc y luego le haría pagar a Evan todo el daño que le estaba haciendo. Se lo haría pagar con creces. Giró el pomo de la puerta. Estaba cerrada. Retrocedió, frenética. ¿La habían encerrado? ¿La habían castigado sin salir de su habitación como si de una niña traviesa se tratara? Se dio impulso y golpeó la madera con el hombro. Salió trastabillada hacia atrás y la puerta continuó cerrada. Al otro lado de su mirada, a mundos de distancia, la sangre corría por el rostro de Marc. El muchacho resoplaba y se agitaba, fuera de sí.

Evan le acercó el cuchillo al ojo izquierdo y Ariadna embistió por segunda vez, más fuerte ahora pero con resultado idéntico. La emprendió a puñetazos y patadas con la puerta, de forma salvaje. Evan clavó la punta del bisturí bajo el párpado izquierdo de Marc y ella gritó de nuevo, tan fuerte que se hizo daño en la garganta. Se apartó de la puerta, encorvada como un animal herido. Tenía que hacer algo. Tenía que detener a aquel loco antes de que fuera tarde.

Casi sin pensar, corrió hacia el armario situado en una esquina del cuarto. Sabía lo que iba a encontrar ahí antes siquiera de abrirlo. Allí, en el envés de la puerta, había incrustado un espejo de cuerpo entero. Las grietas de la esquina superior eran como las recordaba, al igual que las líneas multicolores que ella misma había pintado alrededor de su marco, en un intento de embellecerlo. Contempló su reflejo con furia, con la rabia destructora del que está a punto de perder todo lo que quiere, todo lo que ama… Necesitaba que Evan viera su rostro, quería que supiera, sin ningún género de dudas, lo que le ocurriría si seguía torturando a Marc. Su gesto era suficiente amenaza, no necesitaba de más palabras y más argumentos que la advertencia brutal de su imagen en el espejo. Evan, por toda respuesta, realizó un nuevo corte en la cara de Marc, en horizontal esta vez, subrayando la palabra escrita en su frente:

«VEN».

La imagen se desvaneció entonces y Ariadna se quedó sola con su reflejo. A duras penas contuvo el impulso de hacerlo pedazos a golpes. Apoyó la frente contra el cristal, en shock, las lágrimas le corrían veloces por las mejillas. «Soy un arma. Las armas no lloran», se dijo, pero era incapaz de frenar aquel caudal, aquel río incontenible. «Todo lo que soy se derramará por mis ojos», pensó, «todo lo que me contiene saldrá fuera. Y dentro no quedará más que dolor». Cerró los puños, furiosa, transida de ira. El ánimo asesino que la embargaba hacía mella en su cuerpo de una manera física. La adrenalina corría por sus venas, aceleraba su corazón y al mismo tiempo frenaba el mundo.

Tenía que salir de allí. Tenía que salvar a Marc.

Volvió a intentar abrir la puerta de su cuarto y de nuevo la encontró cerrada.

—¡Abridme! —gritó mientras la aporreaba con todas sus fuerzas—. ¡Sacadme de aquí, maldita sea! ¡Sacadme de aquí! —Creyó escuchar en la distancia una voz amortiguada, demasiado lejana como para entender palabra alguna. Podía desgañitarse todo lo que quisiera, podía gritar hasta quedarse muda, pero nadie acudiría en su ayuda.

Respiró hondo en un intento vano por sosegarse y leyó entre líneas en la puerta. En cuanto fijó su mirada en la puerta sintió cómo una presencia ominosa tomaba al asalto su cerebro. Aquella presencia hurgó en su interior, curiosa, demente; aquello, fuera lo que fuera, palpaba entre los resquicios de sus pensamientos y de sus órganos internos, como si buscara algo dentro de ella y por el ansia con que lo hacía parecía ser algo de vital importancia. Por unos instantes tuvo la loca idea de que era la casa sin ventanas la que se le había colado dentro. No rompió el contacto. Ignoró a aquel espíritu invasor y se centró en la lectura.

A la puerta le habían ordenado permanecer cerrada. Habían usado una palabra de clausura, una palabra de sellado que la había fundido en la práctica al umbral. No había forma física de abrirla, ni siquiera mediante la violencia. Poco importaba que se usara un hacha o una carga explosiva. Para conseguir traspasarla se tenía que recurrir a las palabras de apertura. Había siete, como había siete de cierre, siete de desmayo o siete de inmovilidad. La heptomancia era una de las artes secretas, una de las ramas más antiguas de la hechicería. Dejó de leer entre líneas y la presencia extraña la abandonó al instante.

Intentó recordar palabras de apertura. Solo dio con una: la primera, la menos poderosa de las siete; la misma de la que se había servido en la casa de Sara Vargas, la dibujante frustrada, para abrir la caja de seguridad. Apoyó la mano en la madera y la dijo en voz alta. Como había imaginado, nada sucedió. La primera palabra de apertura servía para cerraduras normales, cerraduras no tratadas con magia y cuyo mecanismo de cierre no fuera complicado en exceso; de hecho era inútil con cajas fuertes complejas.

Se apartó de la puerta. Necesitaba tranquilizarse. De nada le servía a Marc en aquel estado. Si quería salvarlo tenía que encarar los acontecimientos con calma. Tenía que encontrar una palabra más poderosa para salir de allí. ¿Hasta dónde había llegado en su estudio? No más allá de la cuarta, estaba convencida. Se requerían muchos años de trabajo y práctica para alcanzar la sexta, y una vida entera de dedicación para llegar a dominar la séptima. Se dejó caer en la silla del escritorio e intentó recordar las lecciones del duque Lamprea, con sus dedos de madera y metal. Evocó la voz arrastrada y monótona del duque y se imaginó a sí misma en una de sus clases.

«Muy pocos han dominado la séptima palabra de apertura. Yo, desde luego, no estoy entre ellos», recordó que les confesó un día. «Según se cuenta, con ella se consiguen abrir puertas vivas, puertas sintientes, puertas que te conducirán siempre al lugar al que debes ir, aunque tú desconozcas de cuál se trata. Puertas del destino las llaman, las más poderosas que se conocen».

Ariadna profundizó en su memoria mutilada, pero a lo máximo que llegó fue a recordarse intentando abrir una cerradura hechizada. Se vio a sí misma igual de frustrada entonces que ahora. Recordó la caja al detalle, era de madera, con estrellas talladas por sus seis caras. Abrirla era su ejercicio de final de clase. Para hacerlo necesitaba la segunda palabra de apertura, la misma que le habían enseñado ese día. Pero por mucho que lo intentaba era incapaz de conseguirlo, las sílabas que la formaban eran imposibles de encadenar, no encontraba el modo en que sus labios y su lengua lograran pronunciarlas. Aquella palabra la esquivaba, como un pececillo aceitado que burlara una y otra vez su captura.

«Respira. Tómate unos instantes de calma y respira».

Un cosquilleo repentino le hizo mirar al dorso de su mano derecha. Una araña le trepaba entre los dedos, una araña pequeña y negra, con manchas blancas en el abdomen. Era un contacto agradable. Recordó que en el pasado había puesto nombres a muchas de las arañas que convivían con ella en aquel cuarto. Se preguntó si aquella sería una de ellas. ¿Cuánto tiempo podía vivir una araña?, se preguntó. No lo sabía. La diminuta criatura trepó por su dedo, llegó a la yema, la rodeó y volvió a bajar despacio. La ternura que le inspiró aquel contacto la tomó por sorpresa.

«Os traía moscas», recordó de pronto, con un nudo en la garganta. «Las guardaba en cajas de cerillas y os las daba de comer».

Todo en aquel cuarto le resultaba familiar y, al mismo tiempo, lejano y extraño. La cama deshecha estaba igual a como la recordaba, con su colchón viejo, desastrado, su colcha de lana deshilachada y el cabecero negro, recto, sobre el que descansaba su colección de cabezas de muñeca. Se las quedó mirando largo rato, absorta. Parecía una burda parodia de su habitación de Madrid, con las marionetas de su madre desperdigadas por todas partes.

Cerró los ojos. También recordaba las muñecas.

Había encontrado la primera cabeza en los sótanos de la casa sin ventanas; era pálida, de pelo moreno y sucio, con una sonrisa roja deshecha y un único ojo, brillante y espléndido, en la cuenca izquierda; en la cuenca derecha, en cambio, alguien había metido a presión una canica roja. La llamó Ariadna por su mirada extraña y la colocó sobre la mesilla. Hablaba siempre con ella antes de irse a la cama. Le contaba cuentos, la mecía en su regazo y le cantaba canciones que ella misma inventaba. En el interior hueco de la cabeza a veces se colaban arañas y escarabajos; acudían atraídos por su voz, celosos quizá de las atenciones que prodigaba a aquella muñeca rota. La segunda cabeza la encontró meses después mientras jugaba en un vertedero a las afueras de Londres después de asesinar a una mendiga. Era una cabeza sucia y maltratada, con la cara descascarillada y la frente pintarrajeada a bolígrafo. A esa la llamó Deforma. Fue entonces cuando se decidió a coleccionarlas. Una a una fueron llegando a su cuarto: Diomenidas, Calíope, Basura, Iskaria… Los asesinos de la Carroña de cuando en cuando le traían piezas para que las añadiera a su colección. Hizo una mueca al recordar la tarde en que Glauco se había presentado en su cuarto con la cabeza decapitada de un niño pequeño. La había aceptado por compromiso, aunque se deshizo de ella en cuanto empezó a oler.

Tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para no romper a llorar. Por Marc. Por ese niño muerto del que nunca supo nada. Por ella misma.

No podía engañarse. En la casa sin ventanas ella era un monstruo más, una criatura salida de la tumba y moldeada hasta convertirse en un engendro sanguinario. Allí le habían enseñado a comulgar con la crueldad, había aprendido los senderos del dolor y la matemática macabra de la tortura. La Ariadna de la casa sin ventanas no era un ser humano, era un monstruo amoral, una criatura forjada para la matanza y la depravación. Ni siquiera llegaba a comprender cómo había conseguido mantenerse cuerda y estable durante los años que había vivido en la Tierra Pálida. ¿Tan grande había sido la influencia de Edmund y Ángela como para arrancar a la psicópata que vivía dentro de ella? Le costaba trabajo creerlo. Todavía faltaba mucho por recordar. Quedaba lo profundo, lo que de verdad le daba forma. Y dudaba que su identidad actual lograra sobrevivir a todas esas vivencias del pasado. El ayer era su mayor enemigo. El ayer mataría a la Ari de Edmund y Ángela. Y a Marc.

«Cálmate, cálmate, ¡cálmate!». Era fácil decirlo, pero complicado de conseguir. Apartó la vista de la siniestra colección de cabezas.

A la izquierda del escritorio se levantaban dos robustas estanterías, talladas en madera negra, repletas de vetas, nudos y rugosidades, como si las hubieran confeccionado con madera recién arrancada del árbol, sin molestarse en tratarla. Los estantes se doblaban con el peso de decenas de libros, de todos los tamaños y grosores. Se acercó a ellos, poco esperanzada de encontrar algo que le sirviera para escapar. Recorrió con el dedo los títulos de los lomos y sacó del estante los que carecían de él. La mayoría eran obras de ficción: novelas, obras de teatro y poemarios escritos en su mayoría por poetas y escritores de los que nunca había oído hablar. También había libros de consulta y materia de estudio: compendios de magia, obras de geografía e historia, tanto humana como oculta, bestiarios, atlas de tierras ocultas, libros de alquimia y de maldiciones. Buscó y buscó, cada vez más desesperanzada. Se topó con libros sobre arcanos, con tratados sobre la magia del dolor y la angustia, con hechizos básicos y avanzados, con libros sobre magia teórica que nunca nadie se había atrevido a llevar a cabo. Pero por mucho que buscó no encontró forma de vencer a las puertas cerradas.

Regresó al escritorio y abrió los cajones del mismo. Encontró una baraja de tarot, varios talismanes, dos muñecos, un silbato, pañuelos de papel, un reloj de arena. Todo despertaba vagos recuerdos en su mente, vientos imprecisos de otros tiempos. ¿Eso era ella? En otro cajón encontró una cuerda, un caballo de madera, agujas e hilo, pinturas de colores, un pez de plástico, lápiz de labios, un paquete de caramelos vacío, un mango de comba, cartas polvorientas, fotografías en blanco y negro, espejitos, conchas marinas, un ratón gris momificado y mal envuelto en un paño rojo…

Sobre la mesa había un gran bloc de dibujo. Lo abrió por la primera lámina. Se recordó a sí misma encorvada sobre las hojas en blanco, dibujando sin cesar, de manera automática, obsesiva. Era su modo de relajarse, recordó, la forma de borrar preocupaciones y llevar a segundo plano el peso del mundo. Allí estaban sus dibujos: un sinfín de líneas multicolores, espirales y rectas en fuga, circunferencias y soles repletos de pájaros, mariposas y arañas. A veces le gustaba poner la mente en blanco y dejar que sus manos tomaran el control.

Un repentino impulso le hizo leer entre líneas en el primer dibujo, en busca de la otra Ariadna, intentando comprender mejor a su yo del pasado. Las líneas que configuraban aquella ilustración delirante se quebraron, se hicieron pedazos, y, poco a poco, comenzaron a aflorar retazos de la personalidad de la dibujante. Pinceladas de fuerza, de furia, de un espíritu combativo, de un ser dotado de una pasión desmedida. Alguien que disfrutaba de la vida, sin preocuparse de la moral y la ética o del daño que podían causar sus acciones. La autora de ese dibujo era alguien incapaz de llorar o tener remordimientos, era alguien más allá del bien y del mal. Pero lo más llamativo de esa Ariadna era su vitalidad arrolladora, su energía, la fuerza con que lo disfrutaba todo, quizá en un intento de compensar el saberse muerta.

Pasó las páginas del bloc, leyendo entre líneas en su pasado. A medida que avanzaba se fue encontrando con una frustración creciente, la asfixia que le producía estar bajo el yugo de la casa sin ventanas se iba haciendo cada vez más y más evidente. A Ariadna la atormentaba cada vez más el creerse una simple esclava de los caprichos de los monstruos que habitaban aquel lugar. Los dibujos ganaban en complejidad, en hermosura; no había espacios en blanco, todo era color y trazos quebrados, nerviosos, todo era magia y figuras geométricas perturbadoras. Solo se sentía libre cuando dibujaba. Continuó pasando páginas, avanzando en el tiempo. La fuerza persistía, incontenible y salvaje, pero ahora se entremezclaba con el hastío, con un aburrimiento cada vez más desolador. Casi podía leer una pregunta repetida de forma incesante en las ilustraciones: «¿Esto es todo? ¿Esto es todo lo que voy conseguir?». Llegó al último dibujo. Era aterrador; en los otros, hasta en los más angustiosos, habían imperado los colores vivos, en cambio allí todo eran negros, grises y ocres, trazos inconclusos, informes, figuras que no terminaban de cerrarse. Los otros dibujos podían tener cierto valor artístico; el último no, el último no era más que vómito existencial que en nada se podía asemejar al arte. Apartó la mirada, enferma de sí misma. Había dibujado esa ilustración después de volver del Filo de la Prefectura de Katay, había hecho aquello después de saber qué destino los aguardaba.

Se levantó de nuevo y se acercó al armario que había abierto antes. Dentro colgaban un montón de camisetas, vestidos, faldas y chaquetas, todas llenas de desgarrones y cortes. Mientras vivió en la casa sin ventanas nunca llevó ropas que no estuvieran rotas. Las apuñalaba siempre con Letanía, desde que era pequeña. Les daba tajos aquí y allá, bajo los codos, en las mangas, en el pecho, en los pliegues de las faldas. Se ensañaba con su ropa. No necesitó leer entre líneas para comprender por qué lo hacía: era su modo de gritarle al mundo su verdadera condición, de anunciar a la vida que era ajena a ella, que era una muerta viviente, una afrenta a la naturaleza.

Y que estaba orgullosa de serlo.

Ariadna contempló de nuevo su imagen en el espejo. Recordó que alguien le había recomendado no leer nunca, bajo ninguna circunstancia, en sí misma. Pero poco le importó aquel consejo entonces. Entrecerró los ojos, fija en su imagen. Fue una sensación extraña, irreal; sintió que se desdoblaba, que se zambullía en su propio interior. El mundo a su alrededor perdió consistencia. Toda la realidad fue ella.

Y contenía mundos dentro de sí. En su interior portaba su propia Umbría, arrastraba sus propios continentes y filos, sus lugares de paso, sus puentes oníricos, sus feudos y arrabales, sus ciudades hechizadas… En su interior danzaban y giraban espirales de significado, bosques de inconsciencia, mares secretos, casas encantadas…

Le costó enfrentarse con la vergüenza terrible que sentía la Ariadna del espejo, enfrentada a su pasado, a su presente, a todo lo que se le avecinaba. Los remordimientos por todo lo que había hecho eran un sentimiento casi sólido, un lastre que la hundía en abismos insondables. Siguió leyendo. Eso ya lo sabía. Si no se hubiera arrepentido de los crímenes que había cometido no habría sido ella. Retiró capas y capas de sí misma, hizo a un lado lo que sentía por Marc (un amor puro, cálido, teñido ahora de vergüenza por no creer merecerlo, por sentir que lo había condenado con su mera existencia), apartó el dolor por la pérdida de sus padres (un dolor punzante, total; un dolor que amenazaba con estar siempre presente y que, en cierto modo, temía perder, como si dejar de sufrir por ellos fuera una traición a su recuerdo). Navegaba en sí misma, en busca de su identidad, de los pilares fundamentales sobre los que se sustentaba su identidad. Y de pronto, de entre todas las capas que le daban forma, emergió un jirón de tremenda oscuridad. Le costó trabajo enfrentarse a la verdad que venía envuelta en aquella sombra. Le asqueó averiguar que, a un nivel profundo, parte de ella estaba disfrutando de la situación, parte de ella (de la Ariadna actual, de la joven de los cuatro años de Madrid, la hija de Edmund y Ángela) disfrutaba de la idea de ser una asesina, una depredadora suelta en un mundo de presas desprevenidas. «La oscuridad inevitable», se dijo. «El centro de mi personalidad está infestado de sombras». Pero ¿podía ser de otra manera? La habían hecho nacer para el asesinato, habían usado la magia para darle vida. Era un monstruo, y ver esas tinieblas en su interior se lo confirmaba más que cualquier recuerdo de su pasado. Y, por desgracia, comenzaba a tener claro que para seguir adelante tenía que encontrar la manera de reconciliarse con la atrocidad. Para sobrevivir tenía que asumir el monstruo en su interior, tenía que abrazar a la niña asesina, incluso perdonarla si hacía falta. Aunque ¿cómo llevar a cabo algo tan demencial?

Si su imagen conocía la respuesta, no la hizo partícipe de ella. Ariadna apartó la vista de sí misma, agotada. Y solo quedó su reflejo en el espejo, la superficie de sí misma, la máscara física que portaba. Entrecerró los ojos. Quizá, a fin de cuentas, pudiera encontrar allí una de las respuestas que andaba buscando.

Dio un golpe seco en el espejo, un puñetazo rápido. La superficie se astilló al momento en la zona del impacto. Hurgó con las uñas entre las grietas hasta sacar una lasca de cristal, no era demasiado grande pero cumpliría su cometido sin problemas. A continuación se hizo un corte profundo en la mano izquierda. Un tajo exagerado del que comenzó a manar sangre a borbotones. El dolor sacudió su cerebro como un relámpago en un cielo claro. Se aferró a él. Lo abrazó.

«Córtate la mano izquierda con una esquirla de un espejo roto y llamarás a Imago».

Aguardó en absoluto silencio, sin moverse. El espejo reflejaba su rostro expectante y la ropa que colgaba tras ella. Nada más. De pronto, algo se removió entre el reflejo de dos faldas, un centelleo distante, una sombra que no tenía equivalente al otro lado de la puerta. La imagen estaba lejos, pero era nueva y no tenía nada que ver con lo que contenía el armario. Había algo en el espejo, en lo profundo, una silueta vagamente humana que espiaba a lo lejos.

—Te he invocado, Imago —gruñó Ariadna—. Me he cortado la mano izquierda con un cristal arrancado a un espejo ¡y te he llamado! —Golpeó con la palma de la mano herida sobre el cristal y la sangre salpicó su superficie—. Requiero tu presencia, engendro del diablo. ¡Te he convocado! ¿Me oyes? ¡TE HE CONVOCADO!

Aquello comenzó a acercarse desde el fondo de la imagen. Era una sombra informe, un borrón obtuso que se aproximaba, reticente. Ariadna se echó hacia atrás para que su reflejo no enturbiara al ser que venía hacia ella. Imago, la criatura aberrante que vivía dentro de los espejos.

Imago vestía de retales. Su cuerpo era fragmentario y desordenado. Los ojos no estaban alineados, ni siquiera eran simétricos; la nariz estaba desplazada hacia la derecha; las orejas ocupaban meridianos diferentes en su cabeza, una era de soplillo mientras la otra, pequeña y redondeada, estaba casi adherida al cráneo. Su pelo también era un caos de distintos cabellos; no había dos idénticos, ni en longitud ni en color. Todo en él eran fragmentos, distorsiones de otras imágenes. Imago no existía, Imago era un puzle delirante, una criatura que decía haberse construido a sí misma a base de retales sustraídos al otro lado de su mundo. Robaba reflejos a los suicidas y a los asesinos, robaba destellos a todas las almas perdidas que se contemplaban en los espejos tras los que habitaba. Vestía por completo de negro, pero, al igual que su cuerpo, su ropa estaba hecha a base de fragmentos de distintas telas y atuendos.

—Hola, Ariadna. —La voz del monstruo era azul, fría y cortante. Su imagen cubrió el espejo por entero. Apoyó la palma de la mano derecha contra el cristal que los separaba y este se abombó levemente—. Ha pasado mucho tiempo.

—Necesito la palabra que abre la puerta de mi habitación —le pidió, sin más.

—Mal que me pese, no puedo dártela —se lamentó Imago—. El conde Sagrada ha dado orden de que permanezcas encerrada hasta que seas llamada a su lado. No deberías haberme invocado.

—Pero lo he hecho. Te estoy pidiendo un favor, Imago. Necesito salir de aquí. Tengo que encontrar a Evan.

—No es necesario. Ya hemos dado con él —le informó el ser hecho de reflejos. La noticia la tomó por sorpresa—. Esta misma mañana, Evan invocó a Disculpa. Llamó a su arma en la Umbría y la casa sin ventanas lo encontró en el acto. Está en los lugares de paso, en un mundo muerto de los territorios inexplorados. Los nuestros han ido hacia allí. Varios asesinos de la Carroña junto a las huestes de Etolia, la sobrina del conde. Pronto le daremos su merecido, no temas.

Ariadna se mordió el labio inferior. No, no serían capaces de encontrarlo. Dar con Evan no era tan sencillo como Imago parecía suponer. Había factores que complicaban la situación, factores que, aunque ella todavía no recordaba, descompensaban la balanza a favor de Evan. Además, en el caso improbable de que lograran dar con él, el virago todavía contaba con el Puño del Rey Muerto y con toda la magia que había atesorado a lo largo de los últimos años. La Carroña no lo tendría fácil para reducirlo, por muchas huestes que los respaldaran.

—Da igual lo que intenten, no podrán con él —dijo.

—¿Y tu presencia allí supondría alguna diferencia? ¿Eso intentas decirme?

—Desde luego. Evan me ama. Eso lo hace débil. Eso me da una oportunidad contra él de la que la Carroña carece. Yo puedo detenerlo. —Y salvar a Marc—. Pero para hacerlo necesito una palabra de apertura que me saque de aquí.

—Y yo no puedo dártela, te lo he dicho. Podríamos continuar durante siglos con esta discusión y el resultado sería el mismo. No insistas.

—Y a pesar de eso, insisto. —No pensaba rendirse.

—Nada me agradaría más que seguir perdiendo el tiempo contigo, Ariadna. Pero otros asuntos me reclaman lejos de aquí. —Guardó un momento de silencio. Sus ojos desparejos fijos en los suyos. La piel inexistente de Imago le hervía sobre la carne, como si estuviera a punto de derretirse—. De todas formas, hay algo que me intriga… —aseguró—. De entre todos los asesinos de la Carroña a los que podías convocar ¿por qué has recurrido a mí? —le preguntó—. ¿Soy el único al que recuerdas cómo llamar o hay algo más? —Los reflejos que lo formaban no se mantenían fijos, variaban de cuando en cuando, tanto en tamaño como en posición. Era como tener delante una imagen mal sintonizada.

Ariadna tardó un solo instante en contestar.

—Te he llamado a ti porque me amas —dijo. No era un disparo al azar. Tampoco necesitó leer entre líneas en aquel espanto para averiguarlo. Era una verdad obvia si se sabía mirar—. Y eso te hace débil.

El caos de reflejos que era Imago comenzó a titilar, a cambiar, los fragmentos que lo constituían fueron adoptando nuevas formas y perfilando un nuevo cuerpo. Y de pronto Ariadna se encontró contemplándose a sí misma, un reflejo disparatado de ella en todo caso, con un ojo enorme y el otro ridículamente pequeño, con las orejas situadas a un mismo lado de la cabeza, una sobre otra. Lo que tenía ante sí era una deconstrucción cubista de su cuerpo.

—Te amaba, lo admito —dijo Imago con la voz desguazada. Ariadna supo entonces que nunca antes se lo había dicho, que era la primera vez que le confesaba lo que sentía por ella. Hasta los monstruos eran capaces de amar, y esa idea la consoló en cierto modo; quizá su amor por Marc no fuera una simple ilusión—. Te busqué durante años tras los espejos, te busqué en las ventanas rotas, en los reflejos de la sangre derramada y en los charcos estancados de los callejones. Y no pude encontrarte, mi dulce niña. —Sus ojos asimétricos parpadeaban en cámara lenta—. Qué arduo trayecto en la oscuridad. Qué desazón terrible la de los huesos que no existen y la de los corazones que no laten. Pero el tiempo lo cura todo, hasta las heridas de los que habitamos entre tristes reflejos. Mi amor por ti ya no existe —anunció al tiempo que alzaba la mano derecha y comenzaba a escribir en el espejo con la uña corácea de su dedo índice—. Mi amor se enquistó, se coaguló y dejó de correr por mis venas falsas. Los tiempos en los que me habría atrevido a contrariar al conde Sagrada por ti han pasado. —Los caracteres se iluminaban al perfilarlos, ardían al otro lado del cristal—. Y no volverán jamás. —Sonrió de forma aviesa con su caos de colmillos asimétricos mientras terminaba de delinear en el espejo la tercera palabra de apertura.

* * *

Una oscuridad singular se extendía por el pasillo, era de color ceniza y transformaba al mundo en un escenario de grises difuminados. Ariadna tuvo la impresión de haberse metido de lleno en una antigua película en blanco y negro. El corredor estaba cubierto por completo de alfombras, dispuestas unas sobre otras en un caos caprichoso que convertía el suelo en una superficie irregular, repleta de elevaciones y cuencas. Los pasos de sus pies descalzos quedaban amortiguados en aquellas capas de alfombras superpuestas. Las paredes del corredor eran de listones verticales de madera, de un curioso aire neblinoso. Había arcos sustentando el pasillo, arcos que trepaban rectos por los muros y se curvaban en el techo, con apariencia de costillares. Cada pocos metros se podía ver un cuadro. Todos eran lienzos en negro, con diferentes matices de oscuridad, manchones tibios de alquitrán que se movían en lentos remolinos y espirales. En cierto modo le recordaron al cuadro que había visto en la subasta de Madrid, aquel horror donde había un hombre atrapado. Junto a uno de los lienzos se podía ver la huella ensangrentada de una mano abierta, tenía siete dedos.

Por instinto giró hacia la izquierda. Su mente podía haber olvidado el interior de la casa sin ventanas, pero su cuerpo parecía recordar muy bien qué dirección tomar.

La habitación contigua a la suya había sido la de Evan. Lo recordó nada más ver la puerta. En ella había estado grabado el nombre del virago; lo había tallado él mismo, a navajazos. Ahora no había ni rastro de su nombre, la madera aparecía inmaculada. Ariadna abrió la puerta por curiosidad. Dentro no quedaba nada. Era un simple espacio vacío, un lugar muerto. Si cerraba los ojos casi podía ver la disposición que habían tenido los muebles allí, no en vano había pasado casi tanto tiempo en ese cuarto como en el suyo propio. Salió fuera. El corazón le latía con fuerza; era un golpeteo constante, desatado. Sus pasos podían no hacer ruido sobre el caos de alfombras, pero sus latidos debían de escucharse a pasillos de distancia. Pronto encontró otra puerta. No era de madera como las anteriores, era de arcilla roja y habían cincelado en ella un grabado extraño, una especie de calavera partida en dos mitades. Un poco más adelante se topó con otra estancia, no había puerta en este caso, colgaba del umbral un cortinaje rojo doblado en mil pliegues, junto a este habían colocado una pancarta, confeccionada a base de recortes de carteles de circo que anunciaba: «Aquí comienzan los dominios del oscuro Galán, entra con entera libertad. Sal si puedes». No entró, por supuesto.

Un movimiento rápido a su espalda hizo que se girara a tiempo de ver una sombra correr al otro lado del pasillo. Intuyó un movimiento de alas, pero bien podía haberse tratado del vuelo de una capa. Aquello, fuera lo que se fuera, se perdió de vista demasiado rápido para precisar de qué se trataba. Prestó atención. A veces se llegaba a escuchar, por lo bajo, algún grito ocasional; alaridos de dolor procedentes de los niveles inferiores. Ariadna había aprendido a convivir con esos gritos, no en vano habían sido la banda sonora de su vida desde que tenía conciencia. En las mazmorras más allá de los sótanos siempre había prisioneros que torturar. El sufrimiento nunca debía detenerse en aquella mansión.

—¿Por qué les hacemos daño? —preguntó una vez al conde, cuando no era más que una niña—. ¿Han sido malos? —El conde Sagrada los torturaba cuando cometían alguna de sus tropelías. A veces incluso llegaba a matarlos.

—Algunos sí —le contestó el nigromante—, otros, simplemente, han tenido mala suerte. Entraron en lugares en los que no debían entrar, hicieron la pregunta equivocada en el momento menos oportuno o se cruzaron en el camino de quien no debían. Y todos acabaron aquí.

El corredor giraba a la derecha y, tras atravesar una arcada en la que aparecían tallados dos demonios de rostro desencajado que se gritaban rabiosos el uno al otro, desembocó a una amplia galería. Había varias puertas allí y, en el centro, una escalinata que conducía tanto a los sótanos como a la zona alta de la casa. En un principio, creyó que las gruesas columnas que se repartían alrededor de la gran escalera eran de piedra, pero cuando se acercó más descubrió que se trataba de grandes espinas dorsales entrelazadas. Acarició las vértebras de una de ellas. Eran reales. Era hueso de verdad. Siguió con la mirada la columna junto a la que se encontraba, con sus vueltas y revueltas debía de medir más de ocho metros. ¿Qué clase de monstruos contaban con semejantes espinazos?

«Los dragones y los dioses. Los gigantes y los leviatanes», escuchó decir a la Ariadna del pasado. Llevaba tiempo sin decir palabra, como si ya no creyera necesario hacerlo ahora que estaba de regreso a su hogar. «La casa sin ventanas está forjada en monstruos».

Fue entonces cuando escuchó su nombre por primera vez. «Ariadna», murmuraban las sombras; «Ariadna», susurraban las tinieblas cenicientas. ¿Quién la llamaba? ¿Su pasado? ¿Los habitantes de la casa? ¿O era la propia mansión quien lo hacía? Su nombre llegaba de todas direcciones al mismo tiempo. Giró sobre sí misma, en un intento de localizar alguna de las fuentes de aquel sonido. Cuando completó el giro, las voces callaron. ¿Habría sido su imaginación? Era probable. Tocó una de las planchas de madera del pasillo. Estaba tibia y si prestaba atención alcanzaba a percibir una especie de palpitar orgánico. Apartó la mano, entre la fascinación y la repugnancia. ¿Qué camino debía de escoger ahora? Si descendía las escaleras tarde o temprano llegaría a la planta baja. Esa era la dirección a seguir si pretendía huir de la casa sin ventanas. Pero de hacerlo no tardarían en ir de nuevo tras ella, estaba convencida. No iban a permitirle escapar otra vez.

Subió a la siguiente planta. No podía huir sin más de aquella mansión. Intentarlo sería condenarse. Y condenar a Marc. No tardó en llegar a otra galería, idéntica en todo a la que acababa de abandonar, con sus columnas hechas de espinazos negros (prolongaciones de las que había visto abajo, lo supo al momento. Aquellos osarios atravesaban el suelo alfombrado, disparándose hasta las plantas superiores del mismo modo en que descendían hasta los cimientos), sus cuadros sombríos y su caos de alfombras diseminadas por doquier. Si continuaba subiendo acabaría en la tortuosa escalera de caracol que conducía hasta la buhardilla con su pequeña puerta ataúd, el único lugar de la casa prohibido para todos menos para el conde Sagrada. Pero su destino estaba en la planta en la que se encontraba ahora. Era allí a donde se dirigía.

Giró hacia la derecha. Otra vez dejó que el instinto la guiara. Una puerta se cerró cerca de ella. Se escuchó una risa, una risa de una locura innegable. De algún lugar perdido en el interior de la casa llegó el sonido de un motor al activarse. Un segundo después un alarido tremendo atravesó los corredores cenicientos.

Ariadna se detuvo a mitad de un paso y cerró los ojos. Tenía que seguir adelante, no le quedaba más remedio. Por muy horrible que fuera el camino que le quedaba por recorrer no tenía otra alternativa que llegar hasta el final. Tras el grito, el silencio se hizo absoluto, lo dominó todo. Reanudó la marcha, despacio, alerta. Unos pasos más adelante uno de los tablones de madera de la pared había desaparecido. Sin poder evitarlo se asomó a aquella grieta. Al otro lado se abría un insondable abismo, un espacio de oscuridad tremenda. Entrecerró los ojos. Era imposible. Tras las paredes de la casa sin ventanas el espacio dejaba de tener sentido. Tuvo la imagen de un centenar de habitaciones flotando en la nada, en el vacío más abyecto, unidas solo en un plano de la realidad, separadas por mundos de distancia en el resto. ¿Qué descubriría si retiraba las alfombras del suelo? ¿Nuevas cavernas de nada? ¿Simas profundas? La casa sin ventanas crecía en la Umbría, parajes desolados más allá del entendimiento. Y allí todo era posible.

No se había cruzado con nadie en ningún momento, más allá de esos movimientos furtivos apenas intuidos, pero desde que había salido de su cuarto tenía la certeza de que muchos ojos la espiaban. No se dejaban ver, pero los habitantes de la casa estaban atentos a su deambular. El pasillo giró hacia la izquierda y hacia allí fue ella. Su destino estaba muy cerca. Aquel corredor acababa en una puerta inmensa, una puerta marrón, de arco apuntado, una puerta del todo corriente.

Ese tramo del pasillo fue el más duro de todos. Cada paso que dio en dirección a la puerta le resultó asfixiante, como si tuviera que vencer más resistencia de la debida. Llegó sin aire, exhausta, al punto del desmayo. Levantó la mano y, tras una larga vacilación, encontró fuerzas para golpear con los nudillos en la madera. Dio tres golpes y aguardó unos instantes. No hubo ninguna invitación a entrar, ninguna palabra llegó desde el otro lado, pero Ariadna supo, sin saber muy bien cómo, que desde dentro le permitían el paso.

A continuación abrió la puerta y se adentró por primera vez en cuatro años en los dominios del conde Sagrada.

* * *

No había cambiado nada.

El conde seguía siendo la viva imagen de la vileza. La sangre bañaba las mangas de su casaca, sangre que, como siempre, como ayer, parecía recién derramada. Sus ojos, grandes y deslucidos, contenían una fuerza más allá de la lógica y el entendimiento; una energía basta, primordial, emparentada con los malos sueños, con las pesadillas de las que despiertas gritando y nunca consigues recordar, con el miedo que atenaza, con el miedo que estrangula… Sus rasgos eran heridas marcadas a sombra en su cara, profundos accidentes geográficos que parecían hechos para subrayar la extrema crueldad de un rostro antiguo, imposible de datar. Ni una sola arruga manchaba su piel, pero su palidez cadavérica y su perpetua tensión impedían que alguien cometiera el error de tomarlo por joven.

No hubo palabras de bienvenida o enfado, solo un gesto indolente con el que le indicó que aguardara. Ella se quedó de pie, acobardada, sin hacer ademán siquiera de aproximarse a la butaca roja situada frente al escritorio, un mueble macizo, de color negro, con forma de media luna mordida en la curva cóncava. El conde estaba estudiando un gran pergamino extendido ante él, parecía el mapa de una extensa red de cavernas, comunicadas unas con otras mediante galerías. ¿Sería un atlas de la Umbría? Lo dudaba. Aquellas tierras eran cambiantes, imposibles por tanto de cartografiar. ¿Un plano de la casa sin ventanas? Podría ser… A la izquierda de la mesa, sobre dos libros de lomo ajado, había una pecera. Dentro flotaba un pez muerto, una especie de pez globo a medio inflar, recubierto de espinas flácidas y escamas descoloridas. Un profundo hedor a agua estancada manaba de la pecera. Un olor que ella conocía muy bien.

—Has crecido mucho —dijo una voz arrastrada desde el otro lado del cuarto—. Y ahora tienes más tetas. Muchos dirán que es toda una mejora. Yo no.

Era un anciano esquelético quien hablaba, vestido con un sucio taparrabos de pelo negro que apenas le cubría la entrepierna. Estaba de pie en una esquina, cambiando de manera constante el peso de su cuerpo de una pierna a otra, como si tuviera unas tremendas ganas de mear. Estaba cubierto de decenas de cicatrices, que se disponían en su carne de forma simétrica y ordenada, casi parecían bolsillos abiertos en su piel. Tenía la nariz afilada y los ojos hinchados, casi de muñeco. Olía a leche agria y a soledad.

—No me reconoces —rezongó el anciano, mientras continuaba con su lento bailoteo—. Yo fui quien preparó tu cuerpo muerto para tu nueva vida. Yo fui quien te insufló el aliento del dios que agoniza en la Umbría y te bendije con el ojo del lector. ¿Y me lo pagas con el olvido?

—Barrabás —dijo ella.

—Barrabás —le confirmó con una sonrisa desdentada, satisfecho al parecer de ser reconocido. Sus encías brillaban húmedas de saliva—. Ese es ni nombre: Barrabás, el hombre hueco, el traidor a la bondad. El que no puede morir. La hez del infierno. Te hemos echado de menos por estos lares, jovencita. Cuentan que has estado perdida durante cuatro largos años en la Tierra Pálida. Y también dicen que ahora copulas con animales.

Ariadna odió a aquel hombre de inmediato. Solo recordaba su nombre, pero a nivel subconsciente le despertó una aversión profunda, una repugnancia visceral que se traducía en el impulso de saltar sobre él y retorcer su cuello ridículo.

—Es factible construir una nueva galería, hay terreno más que de sobra —aseguró el conde. Escuchar su voz la estremeció. Era tal y como la recordaba, una voz ajena al sonido, una voz concebida para hacer temblar—. Compruébalo tú mismo, Barrabás. Comunicaremos estas zonas aquí y aquí. —Señaló con su mano esquelética dos partes adyacentes del mapa situadas en un lateral del mismo—. Todavía queda suficiente zona donde excavar entre ambas.

—La estructura está ya muy debilitada —replicó el anciano. Ni siquiera se acercó a comprobar el plano—. Corremos serio riesgo de provocar otro derrumbe. Y todavía más catastrófico que el anterior. Necesitamos más sombras domadas antes de poder extender nuestros dominios. Y domar la Umbría requiere su tiempo.

—No me digas lo que ya sé.

—Te estoy pidiendo paciencia. Te la suplico, de hecho.

—Basta. Es un riesgo asumible, un riesgo necesario —insistió mientras plegaba el mapa en varios dobleces—. Da la orden para que comience la excavación cuanto antes. Que no avancen un solo metro sin asegurar primero el terreno que dejan atrás. No toleraré errores. —Miró hacia Ariadna. Sus ojos, en aquel momento, eran de un tenue color verde—. Y ahora déjanos solos, Barrabás. Por lo visto una de mis tareas pendientes ha decidido saltarse el orden del día.

—Como deses —dijo el anciano al tiempo que hacía una reverencia. Extendió una garra para tomar el mapa que le tendía el conde y se marchó a paso rápido de la estancia. Pasó junto a Ariadna, sin despedirse ni mirarla siquiera. Por unos instantes el hedor a leche agria se hizo insoportable.

Un recuerdo se abrió paso en su mente. Una única frase que la dejó al borde de la náusea: «A veces me deja jugar contigo cuando estás muerta».

Una vez se quedaron solos, Ariadna se acercó al butacón y se sentó, tensa y amedrentada. Al mismo tiempo que tomaba asiento, el conde se levantó y fue hacia el mueble ubicado a su espalda. Estaba formado por varios armarios estrechos entre los que habían colocado estanterías repletas de los más diversos recipientes, la mayoría contenía líquidos de naturaleza ignota, pero otros guardaban en su interior los más inquietantes tesoros: fetos, vísceras, ojos, reptiles aovillados, piedras preciosas, pergaminos, relojes, pedazos de hueso, huevos de todos los tamaños y colores… Abrió uno de los múltiples armaritos del mueble, repleto de redomas idénticas, de cristal labrado, y, tras unos instantes de vacilación, extrajo una llena hasta su mitad de una sustancia roja que Ariadna reconoció como sangre. El frasco estaba etiquetado como: Criss Gascoigne. Poeta. 1987. El conde Sagrada se sirvió un dedo en una gran copa de cristal y a continuación llenó el recipiente con el brandy dorado de una botella cercana. Después alzó la copa ante sus ojos, y la estudió con detenimiento antes de darle un trago corto que saboreó con deleite evidente.

Solo entonces se dirigió a ella.

—Atkins terminó al fin la saga del Trueno y la Espiga —anunció. Ella lo miró, asombrada. De todas las formas posibles de comenzar una conversación ni por asomo se podía haber esperado nada semejante. Su expresión debió de ser lo bastante elocuente para el conde—. No recuerdas de qué te hablo —dijo. Ariadna negó con la cabeza—. En esta casa no solo viven asesinos y monstruos. También habitan artistas de las más diversas índoles: escritores, poetas, pintores, compositores… —Entrelazó sus manos ensangrentadas y la miró fijamente. Ariadna tuvo que luchar contra el impulso de esconderse—. Atkins era uno de ellos. El más antiguo habitante de la casa, por cierto. Llevaba doscientos años con nosotros, escribiendo una saga sobre la caída del cielo y el ascenso de los demonios, una historia épica que se alargó durante treinta libros aunque desde el quinto juró y perjuró que el siguiente volumen sería el último. —Ariadna frunció el ceño. Sí, recordaba una historia colosal, un relato que narraba una guerra de siglos de duración entre los cielos y los infiernos—. Ambos la leíamos con agrado y de cuando en cuando aventurábamos teorías sobre cuál podría ser su desenlace. Atkins la terminó el año pasado. Una vez finalizada me pidió que lo liberara.

—Era un prisionero, entonces —dijo ella.

—No. Estaba bajo la protección de la casa sin ventanas, que es diferente. Eso, entre otras cosas, implicaba que no podía morir mientras viviera entre nosotros. Una vez terminó su obra decidió que ya era hora de marcharse. Soy muy reacio a desprenderme de mis artistas, pero en este caso decidí hacer una excepción y lo dejé partir. Una lástima, una verdadera lástima. Me gustaba conversar con él. Sus puntos de vista sobre el destino del hombre y las injerencias de los dioses en este me resultaban reveladoras en grado sumo. E inspiradoras, para qué engañarnos. Antes de irse te escribió un largo texto, una suerte de epílogo de la saga escrito solo para ti. En tu honor. Te lo haré llegar. No lo he leído, me parecía inapropiado hacerlo.

El conde Sagrada la subyugaba con su mirada. Su presencia apelaba a todos sus miedos, a toda su angustia. Ante él se sentía intimidaba como una niña pequeña. Pero debía sobreponerse.

—No he venido a hablar de libros. —Solo decir esa frase sin que le temblara la voz la dejó exhausta.

—Lo sé. Has venido para intentar convencerme de que te deje marchar. —El conde se inclinó hacia delante y al moverse hasta la gravedad de la habitación pareció fluctuar. Se hizo más pesada. Y el aire más denso—. Has venido a convencerme de que eres la única posibilidad que tenemos de capturar a Evan y recuperar el Puño del Rey Muerto. Has venido a suplicarme que te permita rescatar a tu amante mortal.

Ariadna bajó la mirada. Contempló sus puños cerrados, los nudillos tensos, los dedos blancos. Tenía las manos manchadas de sangre. Todavía no se había curado la herida que se había hecho para invocar a Imago y la sangre le corría, lenta, muy lentamente, entre los dedos. Con aquellas mismas manos había salido de la fosa donde la habían enterrado junto a su familia. Levantó la vista, decidida.

—¿Lo conseguiré? —preguntó. El corazón le latía tan deprisa que no había separación alguna entre latidos, era una suerte de trueno continuo, una reverberación constante.

—No —dijo él—. Tú no, al menos. Pero hay otra Ariadna con nosotros. Ella sí está capacitada para lograrlo.

—Otra Ariadna.

—Exacto. La llevas encerrada en tu cabeza —señaló, aunque no era necesaria aclaración alguna. Sabía muy bien a quién se refería—. Una Ariadna mutilada, una Ariadna rota a la que le han extirpado su pasado. Tenemos que hacerla regresar. Tienes que recobrar por completo la memoria para que podamos encarar este asunto desde la perspectiva adecuada. Después volveremos a hablar de Evan, del Puño de Azardian y de las condiciones que se deben dar para que te permita ir a Iskaria.

—¿Estás leyéndome entre líneas? —La posibilidad de que aquel engendro pudiera estar asomándose a sus secretos la aterrorizó.

—No —aseguró el conde—. Podría hacerlo, pero he decidido prescindir de la lectura entre líneas. Después de todo lo que ha pasado, necesitamos construir las bases de una nueva confianza entre ambos y no sería justo que recurriera a la lectura en estos momentos. Nunca leeré en ti sin tu permiso. Si quieres mi palabra, te la daré.

«Porque mi palabra, como mi nombre, es sagrada», pensó Ariadna. Esa era la fórmula. La promesa que lo ataba.

—No… No será necesario —dijo ella.

Tenía un nudo en la garganta. Le costaba articular palabra. Dialogar con el conde requería un esfuerzo mental tremendo. Dialogar con aquella criatura era dialogar con todo lo que temes, con todo lo que te hace temblar en la oscuridad, con un agujero negro cuya mera existencia pone en duda la tuya. Y por eso le resultaba tan paradójico que parte de ella le profesara una devoción tan tremenda, tan indistinguible del amor. Aunque ¿de verdad era tan extraño? Aquel ser le había dado vida. Aquel ser, en definitiva, era su dios. Un dios tenebroso.

—Tus ojos no son negros —señaló Ariadna, casi sin pensar. Intentaba afianzarse en la conversación, intentaba aferrarse a la realidad del momento y no perderse en elucubraciones que ahora no conducían a nada—. No tienen el estigma del lector. ¿Cómo es posible?

—Porque mi lectura no es la misma que te concedimos a ti —contestó el conde—. La tuya es la primera, la que muestra el tejido oculto de la realidad. La mía es la segunda, la que no marca, la que corrompe y transforma la urdimbre del mundo. Tú eres capaz de leer entre líneas, yo puedo escribir entre ellas.

—¿Escribir entre líneas? ¿Qué significa eso? —quiso saber. Creía intuirlo, pero la posibilidad le parecía tan demencial que no le quedó más remedio que preguntar.

—Significa que soy capaz de cambiar la realidad a mi antojo. Puedo retorcer lo que alguien siente, lo que le da forma y significado. Puedo modificar a cualquiera que se cruce en mi camino a mi voluntad y mi capricho. Puedo transformar el amor en aborrecimiento, el odio en devoción. —Ella lo contempló atónita—. Puedo convertir a un santo en un asesino despiadado y transformar a un psicópata en un ángel. Si quisiera podría levantar a un cadáver de su tumba y hacerle creer que está vivo. La trama lo es todo. Y puedo alterarla con la segunda lectura. Eso significa escribir entre líneas.

Ariadna se removió en su asiento. Que alguien contara con un poder semejante la aterraba. Y planteaba otras cuestiones.

—¿Por qué no lo haces conmigo? —le preguntó—. ¿No sería lo más sencillo?

—La segunda lectura no funciona con los viragos —le contestó—. No puedo cambiarte, Ariadna. Aunque quisiera, no podría. El motivo es sencillo: tu esencia es demasiado parecida a la mía. Los dos pertenecemos a la Umbría, a la oscuridad, la magia está demasiado imbricada en nuestro ser como para permitir manipulaciones de ese tipo. Ocurre igual con todos los que forman la Carroña. El alma de hasta el último de ellos es negra y ponzoñosa, y todos portan en su interior una cantidad más que considerable de magia. Todos son libres, absolutamente todos.

—¿Por qué debería creerte?

—Piénsalo bien. ¿Me arriesgaría a rodearme de gente que pudiera ser manipulada con la segunda lectura? No soy el único que conoce ese arte, Ariadna. Mis enemigos también están versados en él. ¿Comprendes ahora? No me puedo permitir tener cerca seres que puedan ser reconstruidos. Ni siquiera por mí. Y aunque pudiera hacerlo, aunque fuera capaz de manipularte, no lo haría. —Hizo un gesto despectivo en dirección a la nada—. Si algo me sobra son esclavos y lacayos. Eso no me hace más poderoso ni más sabio. Lo que necesito son hombres libres. Ellos son los que marcan la diferencia. Necesito seres que elijan estar conmigo porque es lo que desean, lo que anhelan. Necesito lealtad que no se pueda comprar ni modelar. Lealtad sincera. Lealtad real. La Ariadna que necesito a mi lado es la que decide libremente quedarse conmigo.

—Eso no es verdad. —Se inclinó hacia delante en el butacón—. Acabas de decir que no me permitirás salir de aquí. Y eso es lo que quiero. —Bajó la voz—: Me retienes contra mi voluntad. ¿Así pretendes conseguir mi lealtad?

—Tú no eres esa Ariadna a la que me estoy refiriendo —dijo con voz pausada—. Creía que eso había quedado claro. Eres una criatura incompleta. Un híbrido extraño que no debería existir. ¿Qué ocurriría si te permitiera marchar? Evan te guiaría a Iskaria, sin duda. ¿Y luego qué? Te destruiría o te convencería para unirte a él. No voy a dejarte ir en estas condiciones, eso está fuera de toda discusión. Asume tu pasado. Recupera tu memoria y hazme tu petición. Entonces y solo entonces estaremos capacitados para hablar sobre el tema.

Ariadna guardó silencio. Todo se reducía a eso. Desde un principio lo había sabido. Solo tenía que ceder. Solo tenía que reclamar su pasado para que el conde Sagrada le permitiera salir de la casa sin ventanas. El problema residía en que no sería la misma Ariadna la que lo haría.

—Aunque quisiera recordar no sabría cómo hacerlo —dijo con voz estrangulada.

—Tu pasado está aquí con nosotros. El hechizo no borró tus recuerdos, eso habría supuesto un camino sin retorno. Lo que hizo fue arrancarlos de tu mente y trasladarlos a lugar seguro. A otro organismo. —Y señaló a la pecera del pez podrido—. Ahí está todo lo que eres. Todo lo que queda por recordar.

—Dentro de un pez… —Ariadna contempló las escamas mustias de aquella cosa. Su ojo derecho pendía de una hilacha de nervio óptico, el izquierdo hacía tiempo que había desaparecido—. Dentro de un pez muerto —apuntó.

Los casi inexistentes labios del nigromante se curvaron en una mueca semejante a una sonrisa.

—Cuatro años es mucho tiempo para que un pez sobreviva en una pecera tan exigua —dijo mientras empujaba esta hacia ella—. Pero aun muerto ha cumplido su cometido. Ha sido el celoso guardián de tu memoria. Solo tienes que tocarlo para reclamar lo que es tuyo. Tócalo y recuerda.

Ariadna se quedó mirando aquel cadáver flotante. El hecho de que no le pareciera descabellado que aquel despojo contuviera sus primeros catorce años de vida dejaba claro lo lejos que había llegado.

Todo lo que le faltaba por recordar estaba allí dentro, todos sus secretos, su conocimiento, todo lo que había vivido hasta el momento antes de perder la memoria. Dentro de ese cadáver estaban su amor por Evan, la pasión irrefrenable que había sentido por él. Todas sus muertes. Todas sus resurrecciones. Tras esas escamas descoloridas estaban todos los crímenes que había cometido. Todos los asesinatos. Recordarlos sería conferirles realidad al fin, hacerlos suyos de nuevo y tener que aceptar la culpa de lo que había hecho. Se preguntó si cuando ese pez estaba vivo, el animal llegaría a recordar haber sido una asesina, si habría soñado con matanzas, con los abrazos de Evan, con torres rojas y con esos dedos gélidos que intentaban evitar siempre que regresara a la vida.

—¿Qué ocurrirá con mis últimos cuatro años si acepto recordar? —preguntó al conde—. No dejarán de existir, ¿verdad? ¿No los olvidaré?

La perspectiva de que eso pudiera pasar continuaba aterrorizándola. La perspectiva de dejar a Marc a merced de Evan y de una Ariadna que no sintiera nada por él sería condenarlo a muerte. Pero no solo eso. La idea de olvidar a su familia, a Edmund, a Ángela, a Steve, era inconcebible. Ni siquiera olvidar la manera terrible en que habían muerto lo justificaría. Tenía que recordarlos. Tenía que mantenerlos vivos en su memoria. Dotar a sus existencias de sentido.

La mirada del conde Sagrada la abrasaba desde el otro lado del escritorio.

—¿Tanto te importa el tiempo que has vivido en la Tierra Pálida? —preguntó.

—Sí —concedió ella—. Me importa. Lo necesito.

—Háblame de esos cuatro años —le pidió el conde—. Háblame del tiempo que viviste en la superficie del mundo. Cuéntame qué has aprendido allí.

Ariadna dio un respingo. Para su espanto descubrió que la avergonzaba hablar de ello con él, como si las experiencias vividas allí hubieran sido nauseabundas, como si en en la Tierra Pálida hubiera cometido actos tan obscenos que abochornarían al demonio que tenía ante ella. Habría sentido lo mismo si no le hubiera quedado más remedio que compartir con Edmund y Ángela las atrocidades que había cometido en su pasado. Volvió a examinar sus manos todavía ensangrentadas. El corte en la izquierda tenía forma de flecha.

—Fui feliz —dijo Ariadna, sin alzar la mirada de la herida—. Esa frase lo resume todo: fui feliz. Conocí la generosidad, conocí el amor. Descubrí el poder que puede contener una simple sonrisa. —La sangre manaba de la carne rota, las pulsaciones de su corazón acelerado la expulsaban de su cuerpo—. Comprendí que uno puedo volar y bailar aunque esté postrado a perpetuidad en una silla. —Cerró los ojos a la sangre que brotaba de su herida y recordó a Ángela, rodando con Steve a cuestas. El recuerdo de sus risas le hacía daño, pero comprendió que llegaría un tiempo en que encontraría consuelo al recordarlas—. En esa casa me enseñaron que la redención es posible. Conocí el orgullo y la calma. Abracé la esperanza. Sí. Fui feliz. Fui feliz. Llegué de la oscuridad y ellos me ofrecieron su luz. Sin pedirme nada a cambio. En la casa sin ventanas me hicisteis nacer a la fuerza. Disteis forma a mi carne e hicisteis que mi corazón latiera. Ellos me dieron algo más importante. Llámalo alma si quieres, no me importa. Es solo un nombre. Me inocularon su bondad, me hicieron brillar. —Sonrió, una sonrisa escasa, minúscula, pero una sonrisa al fin y al cabo—. Me llenaron de luz. Esa familia fue tan responsable de mi creación como tú y los tuyos. En cierto modo completaron lo que vosotros hicisteis. Y me hicieron mejor.

—¿Y qué ha sido de ellos? —quiso saber el conde Sagrada—. ¿Cuál ha sido el premio que tan diligentes benefactores han obtenido por sus nobles acciones?

—Los mataron. —Abrió de nuevo los ojos. La sangre seguía manando. La herida continuaba abierta—. Los asesinaron por mi culpa.

El conde Sagrada asintió despacio, como si aquella respuesta lo explicara todo. El verde pálido de su mirada ganó en viveza y viró, poco a poco, hacia el color castaño.

—Ese es el precio que pagaron por enseñarte lo que es la luz. ¿Crees que lo habrían hecho de saber lo que les aguardaba?

—No lo sé —contestó Ariadna con un hilo de voz—. No puedo saberlo…

—No, no lo habrían hecho. Fue un trato injusto para ellos. Y para ti. La luz te ha hecho débil. Te ha hecho miserable. ¿De verdad quieres recordar las lecciones que te enseñaron? A las criaturas como nosotros, la luz solo nos puede producir pesar y desdicha. Piénsalo, Ariadna. Sopésalo. Porque la decisión de recordarlos o no es solo tuya. Cuando toques el pez solo tendrás que abrazarte a su recuerdo y te los llevarás contigo al otro lado. Piensa en cualquier otra cosa y los olvidarás. Es tan sencillo como eso.

—No quiero olvidarlos —insistió.

—Cometes un error. Pero eres libre de hacerlo. —Hizo especial hincapié en la palabra «libre», o al menos así se lo pareció a ella. Volvió a señalar la pecera—. Retenlos entonces. Piensa en ellos y no los olvidarás —le aseguró el conde—. Pero aun así eso no significa que vayas a salir indemne de todo esto, te lo advierto. Pase lo que pase, no volverás a ser la misma que fuiste hace cuatro años. Ni la que eres ahora. Serás algo nuevo. Algo diferente.

Ariadna contempló la quietud pútrida del pez muerto.

¿Sería verdad? ¿Bastaría con pensar en su familia cuando tocara aquel despojo para conservar sus recuerdos? ¿Podía confiar de verdad en el conde Sagrada? Un súbito impulso le hizo apartar la mirada del pez para fijarla en el hombre sentado al otro lado del escritorio. Intentó leer entre líneas en él. Un arrebato al que no pudo contenerse. Nada más hacerlo, la presencia extraña que ya la había asaltado en su cuarto volvió a colarse en su interior. Sintió cómo penetraba en su cuerpo, gélida y violenta, cómo palpaba la cara interna de su carne y recorría con dedos helados el contorno de su esqueleto. Pero al menos en la anterior ocasión había conseguido leer entre líneas, lo que le salió al paso ahora fue el vacío más absoluto. Una oscuridad que tiraba de ella con violencia, reclamándola para sí, atrayéndola a su seno. Ariadna sintió que se precipitaba hacia el conde Sagrada. Aquel hombre atesoraba continentes y continentes sombríos dentro de su ser, galaxias repletas de soles y planetas muertos. Aquel ser era la pesadilla de todos los hombres, el grito de todos los niños, el alarido de una humanidad que se precipita hacia la extinción. El contacto se cortó de pronto. Y no había sido ella quien le había puesto fin.

—Caía —dijo ella, sin aliento—. Caía en la oscuridad…

—La oscuridad lo es todo, Ariadna —dijo el conde—. La oscuridad nos rodea, nos cerca. Somos despojos, chispazos de luz mugrienta que se abren paso entre el barro de la existencia. Ser consciente de ello es lo que nos hace fuertes. Lo que nos diferencia de los demás. Es la hora. No tiene sentido dilatarlo más. Recuerda, Ariadna. Recuerda. Vuelve con nosotros.

Ella asintió, atragantada de horror y miseria. Había llegado el momento. Alargó la mano hacia la pecera donde flotaba el pez. La mano izquierda, la bañada en sangre. Era lo adecuado, lo correcto. Sus dedos se introdujeron en el caldo espeso y fueron en busca de la criatura muerta. En cuanto la tocó, una corriente eléctrica le prendió de la planta de los pies a la cabeza. Una llamarada viva que se adentró en su ser, se amoldó a su forma y vomitó el pasado en su cerebro. Sus ojos se abrieron a la profunda oscuridad de sí misma, uno azul, el otro negro como la noche terrible que pendía, eterna, sobre la casa sin ventanas.

Y lo recordó todo.

«Mírame», pensó, presa del delirio mientras se levantaba en la butaca, repleta de sí misma, ahíta del ayer. «Mírame. Soy la sombra del horror, la hija de la penuria. Mírame, padre: soy la muerte que camina».