LUGARES DE PASO
—Reclamó el Puño para sí —la voz de Volga resonaba en las Venas de las Sombras—. Se hizo dueño del collar, se enlazó con él. —Negó con la cabeza como si a pesar del tiempo transcurrido le costara dar crédito a lo que había sucedido en esa casa—. Invocó a los muertos de Azardian y los lanzó contra nosotros y contra las bestias de Cicero. Sin hacer distinciones entre unos y otros. Para Evan todos éramos el enemigo.
—Me pasaron por encima —confesó Gólgota. Al demonio le gustaba jactarse de sus proezas, pero nunca ocultaba sus derrotas. Parecía encontrar cierto regocijo perverso en recordarlas—. Me arrollaron —dijo—. Fue francamente humillante.
—El poder de Evan superaba con creces al del explorador que había encontrado el Puño en la Umbría —aseguró Legión—. Consiguió invocar a un buen número de almas en muy poco tiempo. No eran simples cuerpos revividos a lo que nos enfrentamos allí esa noche, los espectros del Puño aparecían en la cúspide de su poder, tan temibles en muerte como lo habían sido en vida.
—Cada vez había más… —dijo Volga. Se llevó una mano raquítica a la garganta y comenzó a acariciársela de manera frenética—. Los vi llegar desde la pared donde estaba clavada. Vi caer a Ego, despedazado por las huestes de Azardian. Y cada vez llegaban más engendros y guerreros de otros tiempos —insistió—. Reconocí a alguno, al menos creí hacerlo. Vi a Galatea, la del corazón de espinas, empuñaba una guadaña y sus cuencas estaban repletas de gusanos. Vi a Sarcoma, montaba en Lax, su lobo negro y llevaba el látigo de culebras que le dio fama. Era como si todas las tumbas del pasado estuvieran vomitando su contenido allí dentro.
—Evan perdió el control —señaló Legión—. El Puño de Azardian lo subyugó, lo devoró. Era demasiado fuerte para él. La mansión pronto fue un hervidero de cadáveres y hechicería. Morí tres veces entre aquellas malditas paredes. —Torció el gesto, como si estuviera reviviendo la indescriptible agonía de cada uno de esos fallecimientos—. La primera vez me mató Ego y su magia infecciosa. Las dos siguientes caí a manos de los demonios de Evan. No tenía sentido seguir luchando. La situación nos había superado. Di con uno de los portales latentes que el cliente había dispuesto en la primera planta, lo activé y regresé a la Umbría. La mayor parte de los nuestros había escapado ya. Nadie tenía claro qué estaba pasando. Todavía había quien creía que habíamos salido victoriosos. Qué equivocados estaban. En la sombra domada estaba también el Funcionario, acompañado de uno de los cuerpos de Volga. —Alzó la mirada, como si algo en el techo de niebla llamara poderosamente su atención—. Él fue quien me hizo regresar. Activó desde la Umbría todos los portales latentes que quedaban en la casa. Algunos engendros de Azardian los atravesaron pero dimos buena cuenta de ellos. A través del portal que daba a la biblioteca vi a Evan, poseído por el Puño, y te vi a ti encogida en una esquina. «Evan», me señaló el Funcionario. «Una vela negra arde desde hoy en su honor en la casa sin ventanas». No necesitó decir más. Fui por él.
Ariadna recordó otra vez el momento en que el portal había comenzado a despertar a espaldas de Evan. Lo vio alzarse, rutilante, en el aire. Volvió a ver a Legión abriéndose paso a través de la luz lechosa de la puerta mágica. Y recordó su traición silenciosa, ese aviso que no llegó. De haber advertido a Evan, todo habría sido muy diferente. Se estremeció al pensar en la posibilidad de un ejército de cientos de miles de muertos abriéndose camino a sangre y fuego por Berlín. No, eso no podría haber sucedido jamás. Evan no era tan poderoso como para convocar a toda la casta del Rey Muerto.
—Mi intención fue matarlo de un solo golpe —prosiguió el asesino—, pero Evan debió de intuir mi presencia y se revolvió en el último instante. Fui demasiado lento y él demasiado rápido. Un centímetro más y le habría atravesado el corazón. No tuve oportunidad de rematarlo. Los demonios del Rey Muerto se me echaron encima, protegiendo a su nuevo general. —Ariadna no recordaba qué había pasado a continuación, su memoria fallaba allí, volvía a mostrarle ese calidoscopio abrumador de imágenes cambiantes—. Lo último que vi antes de que me mataran fue cómo una criatura oscura envolvía a Evan entre sus alas y se desvanecía con él en mitad de una explosión de llamas. Poco después las huestes del Puño se convirtieron en niebla y desaparecieron sin dejar rastro.
—Evan había muerto —dijo Gólgota—. Y con su muerte su dominio sobre el collar cesó y las tropas que había invocado regresaron al interior del Puño.
—Hicimos batidas por los alrededores pero no logramos encontrarlo antes de que resucitara y volviera a dominar el collar. —Los labios pintados de Volga dibujaron una mueca desolada—■. Aquel ser lo había transportado fuera de nuestro alcance. —Suspiró—. Evan huyó… Herido de muerte, sí, pero ¿qué le importa eso a un virago?
—Ese miserable había asesinado a un cliente y robado el Puño del Rey Muerto, nadie había llegado antes tan lejos. Nadie. —Gólgota sacudió la cabeza. Sus ojos romboidales la miraron con tristeza—. Y por si fuera poco, también te perdimos a ti. Qué largos han sido estos cuatro años sin tenerte en la casa sin ventanas, preciosa Ariadna.
—No fuimos capaces de liberarte —dijo Legión, apesadumbrado por ese otro fracaso en aquella noche funesta—. El hechicero que te atrapó murió mientras te mantenía presa, y su muerte, de algún modo, fortaleció el sortilegio que pendía sobre ti. No teníamos tiempo para sacarte de ahí, no después de lo que acababa de suceder. El pico de magia que había tenido lugar en esa casa había sido tan descomunal que a la fuerza debía de haber llamado la atención de medio mundo oculto. Y tampoco había forma de trasladarte con tu prisión a la Umbría.
Ariadna asintió. Esos momentos finales sí estaban claros en su mente. La biblioteca estaba devastada, había llamas por doquier y el único mueble que permanecía intacto era la silla atrapada junto a ella. Las tropas de Azardian lo habían arrasado todo a su paso. Legión estaba acuclillado ante la esfera invisible, vestía un cuerpo nuevo. «No nos queda otro remedio que abandonarte», le dijo, consternado. «Sabes lo que significa eso. Sabes lo que tienes que hacer». Ariadna asintió y apoyó la palma de la mano en la cara interna de la esfera, haciéndola coincidir con la mano de Legión. «No tardarás en volver a la Umbría, estoy convencido. Pronto encontrarás el camino de regreso». Pero Legión se había equivocado. Había necesitado cuatro largos años para regresar a las sombras. «Adiós, Ariadna», dijo el multiforme. Y se marchó.
—Para cuando la Segunda Cancillería se presentó en la mansión Schwenke ya no quedaba nadie —dijo Legión—. Solo cadáveres, el cuerpo de Volga agonizando y tú atrapada en la biblioteca. El hechizo que te mantenía presa debió de desvanecerse por sí mismo o, quizá, algún hechicero de la Cancillería supo qué hacer para anularlo.
—Vi cómo te sacaban en una de sus camillas —le explicó Volga, apenada—. Contemplé cómo te llevaban lejos de nosotros. No pude hacer nada para evitarlo. Nada. Solo verte marchar…
—Nadie esperaba que te costara tanto regresar —se lamentó Legión—. Por una vez la Segunda Cancillería hizo bien su trabajo. Supieron ocultarte y además, de algún modo, contuvieron tus intentos de huida.
—¿Y Evan? —preguntó ella—. ¿Qué fue de él?
—Durante meses no supimos nada —respondió Volga—. Cubrió muy bien sus pasos. Y lo sigue haciendo.
—No ha vuelto a pisar la Umbría desde entonces, ni siquiera ha invocado a Disculpa —dijo Gólgota—. Y tampoco ha vuelto a hacer uso del Puño de Azardian. Al menos no se ha vuelto a tener constancia de ningún pico mágico similar al que tuvo lugar aquella noche.
—Pasó más de un año antes de que tuviéramos noticias de Evan —dijo Legión—. Alguien había robado el amuleto de Yakaira, un colgante que multiplica el poder de quien lo porta. Un objeto bastante familiar para la Carroña, no en vano fuimos nosotros quienes lo robamos la primera vez. El maldito virago lo robó la segunda, ni siquiera se molestó en ocultar sus huellas. No ha sido lo único relacionado con nosotros que ha robado. El ojo de Ágata, la daga Esculpida, el anillo de Malena… Esos tres talismanes también han desaparecido.
—No solo roba cosas sustraídas por la Carroña, por supuesto. —Las líneas que mal dibujaban la boca de Volga se curvaron en una mueca—. Evan no hace distinciones. Unos robos son por cuenta ajena, pero la mayoría parecen para su propio beneficio.
—Está consiguiéndose un verdadero arsenal de magia —dijo Gólgota—. Eso es lo que está haciendo ese malnacido cabrón.
—Robó una espada en Madrid —dijo ella—. Una espada de los tiempos de las guerras vampíricas. Por lo visto es capaz de matar cualquier cosa. E impedir que vuelva a la vida.
—Matanza. —Gólgota torció el gesto—. Hay muy pocas armas capacitadas para acabar con seres como nosotros —confesó—. Muy pocas. Esa espada es una de ellas. Ya lo ves, querida niña. Evan ha estado muy activo en los últimos tiempos. Y parece tener las cosas muy claras.
—Desde que nos traicionó está atesorando poder y creciendo en magia. —Volga suspiró—. Nos hemos preguntado muchas veces cuál sería el objetivo de todo eso. Y cada vez es más evidente: busca nuestra ruina. Quiere destruir la casa sin ventanas. Su odio por nosotros llega a semejante extremo.
—Pero ni por asomo se acerca al odio que sentimos por él, te lo aseguro —dijo Gólgota. Sus palabras olían a hielo y a veneno—. Le dimos la vida, ¿y así nos lo paga?
Ariadna frunció el ceño mientras proseguían su marcha por las Venas de las Sombras. ¿Sería posible que esas fueran las intenciones de Evan? No había tenido esa impresión cuando se lo había encontrado en Madrid, de hecho había creído entrever sincera admiración cuando hablaba de la Hermandad. ¿De verdad pretendía acabar con la Carroña? No, Evan no estaba loco, al menos no estaba tan loco. Poder.
Ahí estaba la clave: poder. El virago lo estaba amasando a espuertas, era evidente. Eso era lo que quería, poder para mantener a raya el propio poderío de la casa sin ventanas, no para atacarla sino para defenderse. Así se lo había asegurado momentos antes de tomar el control del Puño.
Se preguntó qué estaría haciendo en aquel momento. Desde que había resucitado, Evan no había intentado entrometerse en su mirada. ¿Había dejado de buscarla o es que la Umbría estaba fuera de su alcance? La curiosidad le pudo. Respiró hondo y lanzó su conciencia fuera de sí misma, se alejó de su ser. Ahora era ella la que intentaba localizarlo. Vislumbró un hilo de tenue luz, una hebra hecha a base de destellos. Siguió su rastro. Evan se encontraba lejos, muy lejos, en otro pliegue de la realidad, en otra fase. Ella estaba en el reverso grotesco de la magia, y él perdido entre mundos. Miles de esferas a punto de entrar en colapso giraban unas alrededor de otras, en precario equilibrio. La realidad era efímera, la realidad no era más que un espejismo, una mera componenda que construía la mente para no enloquecer. El hilo de luz atravesaba estratos y estratos de portentos y fantasmagoría, lo imposible se desenroscaba ante ella mientras mandaba su conciencia en pos de Evan. Estuvo tentada de cerrar su ojo izquierdo, pero decidió no hacerlo. Tenía curiosidad por comprobar cómo reaccionaba al descubrir quiénes la acompañaban.
Lo primero que vio a través de Evan fue la carretera por la que circulaba en coche. En el cielo se vislumbraba un sol gigantesco, una esfera inflamada de un extraordinario color blanco. No estaba en la Tierra, eso desde luego. Vio el rostro del joven reflejado en el espejo retrovisor, la sorpresa de su repentina irrupción se reflejó por un instante en su mirada.
Vio su sonrisa, hermosa y perfecta en el espejo. Luego el virago miró hacia su derecha.
Marc estaba sentado a su lado.
* * *
Evan no pudo reprimir una sonrisa al sentir a Ariadna dentro de su cabeza. Era una presencia cálida, deslumbrante, que traía consigo tantos buenos recuerdos que la rabia ciega que lo consumía desde días atrás se desvaneció por ensalmo. Solo ella tenía esa facultad, solo ella era capaz de hacer desaparecer las tormentas que con tanta frecuencia nublaban su cerebro. Ariadna se asomó a su mirada y él hizo lo propio con la suya, ávido de saber, ansioso por contemplar la realidad a través de ella. Como había supuesto, se encontraba en la Umbría. No estaba sola. Volga y Gólgota la acompañaban, y Evan supuso que el hombre felino con ellos era una de las víctimas de Legión, reconvertida en otra prenda más de su extenso guardarropa. Verlos a los tres después de tanto tiempo le afectó de un modo curioso; notó cierta incomodidad, cierto desasosiego y algo que se parecía tanto al cargo de conciencia que sintió una sincera repugnancia hacia sí mismo. Se distanció de esos sentimientos, los remordimientos siempre le habían parecido un síntoma propio de un espíritu débil. Tener remordimientos implicaba que te arrepentías de algo que habías hecho, entonces… ¿por qué hacerlo en primera instancia? Desde muy pequeño había aprendido a ser consecuente con sus decisiones y actos. Eso era algo que le habían enseñado muy pronto en la casa sin ventanas. Y las lecciones allí se aprendían deprisa, no quedaba otro remedio, puesto que una equivocación podía implicar que te torturaran hasta la muerte. Aun así era comprensible que algo se le removiera dentro al ver a aquellos tres engendros. Habían sido su familia durante casi toda su vida; de igual modo que se podía entender la añoranza que sentía al contemplar otra vez la Umbría.
«Lo hice por ti, Ariadna. Lo hice por nosotros», pensó, aunque sabía que sus pensamientos no llegaban a ella.
Como no tardó en demostrarle, él tampoco viajaba solo. Desvió la mirada hacia la derecha; allí estaba Marc, aovillado en el asiento, la viva estampa de la derrota. Marc lo miró, extrañado por su repentino escrutinio. Todavía mostraba secuelas de lo ocurrido en la tienda de los Tracia; la absorción de vida lo había dejado malparado, pero había sido su visita a la casa de Edgar Müller lo que había terminado de hundirlo. Evan sintió cómo Ariadna se revolvía al descubrir a Marc a su lado. Fue testigo de su asombro, de su creciente agitación. La perspectiva de su mirada varió al ritmo de sus secas negativas, de los violentos gestos que dejaban claro su estupor. Evan vio cómo los asesinos de la Carroña respondían al nerviosismo de la virago. Hasta pudo leer en los labios de Gólgota la pregunta de «¿Marc? ¿Quién coño es Marc?».
Evan cortó la conexión, el mensaje había sido entregado. Suspiró con infinito alivio, de manera tan exagerada que la mirada de extrañeza de Marc no solo se intensificó, también se volvió suspicaz. No le prestó atención. Estaba hecho. Se encaminaban hacia el final, hacia la resolución de aquellos cuatro largos años de planes y preparaciones. Una calma insensata lo embargó. Para bien o para mal, todo estaba a punto de acabar. Redujo la velocidad. Resultaba extraño cómo, de pronto, todas las urgencias y toda la preocupación desaparecían al fin.
El cielo sobre sus cabezas era una extensión de distintas oscuridades que no parecían ni sólidas ni gaseosas. Allí, encajadas entre esas brumas extrañas, se podía intuir un lento vagar de sombras. Eran criaturas de las alturas, seres oscuros que no bajaban nunca de aquel mar de nubes, alimentándose del aire y la lluvia. Evan contempló sus evoluciones, con una sonrisa en los labios. El camino por el que transitaban era de polvo negro y los árboles en los márgenes del mismo parecían estatuas de ceniza a un segundo de derrumbarse. Más allá se distinguía un nuevo resplandor, un nuevo cielo, un nuevo mundo…
Los lugares de paso eran una intrincada red de caminos, un despliegue imposible e interminable de vías, puentes, senderos, calles, autopistas y carreteras. Nadie conocía la extensión de aquel portento y hacer estimaciones sobre ella no tenía sentido por el sencillo motivo de que sus fronteras se ampliaban cada día. Los lugares de paso estaban formados por caminos olvidados en sus tierras de origen, senderos perdidos, carreteras secundarias dejadas de lado, avenidas que se adentraban en ciudades desiertas, túneles que habían atravesado montañas que ya nadie intentaba coronar… Todos los días alguna ruta olvidada se unía a aquella maraña insensata de caminos que se abría paso entre los resquicios de la razón. Los lugares de paso estaban repletos de vórtices, de encrucijadas capaces de transportarte a otros planetas y, al menos en teoría, a otros tiempos y realidades. Algunos de sus tramos no estaban desgajados del todo de sus mundos originales, mantenían todavía puntos de contacto con ellos; se conocían como puntos de fracción y servían de puertas de acceso a esa extravagante red de carreteras.
Si alguien deseaba desaparecer para siempre, los lugares de paso eran la mejor opción.
Ese fue el rumbo que tomaron Ariadna y él cuando huyeron de la casa sin ventanas, poco después de que la vidente les revelara su destino. Estaban convencidos de que la Carroña comenzaría a buscarlos en cuanto fueran conscientes de su escapada; el conde Sagrada no permitiría que dos de sus principales valores huyeran de ese modo. Irían tras ellos, lo sabían, lo aceptaban. Uno no prescindía de un virago sin luchar, la cantidad de magia implicada en su creación era demasiado grande como para dejarles escapar. Ser indetectables para la magia de localización no los tranquilizaba, conocían de qué era capaz la hermandad de los asesinos. Si querían sobrevivir tenían que esconderse en un lugar imposible de encontrar.
Por suerte conocían uno.
Habían descubierto su existencia doce años atrás. Fue por casualidad, mientras atendían un contrato rutinario. Su objetivo era un falsificador de cuadros vivos, con un talento desmedido para la copia de obras famosas, pero incapaz de generar material propio. Su carrera terminó cuando la última víctima de su arte, ofendida por la estafa, decidió contratar los servicios de la casa sin ventanas para borrarlo del mapa. No contento con ello, el cliente decidió informar al falsificador del destino que le aguardaba, en un intento de conseguir que sus últimas horas de vida fueran realmente angustiosas; tuvo la deferencia además de hacerle una descripción pormenorizada de todo lo que había ordenado hacer con él antes de matarlo. Aquel contrato era tan sencillo que fue asignado a los dos miembros más jóvenes de la Carroña: Ariadna y Evan; se consideró, de hecho, parte de su adiestramiento. Los dos niños se colaron sigilosos en la buhardilla en la que vivía el falsificador, en una céntrica calle parisina. Entraron como sombras por la ventana, como pedazos de noche desprendidos del cielo. Ariadna empuñaba a Letanía, Evan a Disculpa, hacía muy poco que les habían regalado aquellas armas y era raro verlos sin ellas. Ariadna había llegado al extremo de dormir abrazada a la suya, sin importarle los cortes ocasionales que la hoja le producía. A Evan eso le parecía extraño. Estaban en esa fase complicada de aborrecimiento fraterno que todavía les duraría unos años.
Sorprendieron al falsificador a punto de escapar. Tenía una mochila a los pies, y estaba metiendo de forma apresurada ropa y dinero en una maleta. Habían llegado justo a tiempo, unos minutos más tarde y no les habría quedado otra alternativa que seguirle la pista por las calles de París. En un primer momento, ni siquiera se percató de su presencia y continuó con su tarea, murmurando sin cesar, con voz temblorosa, un nervioso padrenuestro. Nunca había sido demasiado creyente, leyó Evan entre líneas, pero la cercanía de la muerte lo había reconciliado con una fe que no sentía desde niño. A Evan le hizo gracia. La religión siempre le había parecido una magia insulsa que nunca conseguía nada, una triquiñuela sin sentido. Ariadna soltó una risilla. El falsificador se giró al oírla. Los descubrió allí y se supo perdido. Se dejó caer en la cama, hundido; se quitó la gorra que cubría su cabeza calva y se enjuagó con ella el sudor de la frente. Luego sonrió a sus dos verdugos. Tenía lágrimas en los ojos pero no suplicó. Eso fue una lástima. A Evan le gustaba que suplicaran, era un buen prólogo para la canción que luego les hacía interpretar.
—He estado tan cerca de conseguirlo… —aseguró el hombre—. Tan cerca de escapar para siempre.
—No habrías ido muy lejos —le advirtió Evan mientras se encogía de hombros—. No importa dónde vayas, no importa dónde te escondas, la Carroña siempre encuentra a quien busca.
—Nunca fallamos —dijo Ariadna y asintió complacida, casi parecía esperar que el falsificador les felicitara por aquel comportamiento meritorio.
—Eso cuentan, sí. —Volvió a ponerse la gorra—. Pero donde yo iba jamás me habríais encontrado. Ni vosotros ni vuestros hermanos mayores. No habríais dado conmigo nunca, os lo aseguro. ¡Habría sido el primero en escapar de las atenciones de la Carroña! ¡Me habría convertido en leyenda!
—No existe semejante lugar. —El tono de Evan se volvió sombrío—. Estás mintiendo y no me gusta que me mientan. —Las mentiras lo desconcertaban. La realidad ya era un lugar lo bastante confuso como para encima lidiar con falsedades.
—Probadme —les retó el hombre. Sus ojos brillaron de forma fugaz, creyó encontrar un resquicio por donde escapar de las atenciones de la Carroña—. ¿No me creéis? Probadme —insistió—. Dadme solo dos horas de ventaja. Solo os pido eso: dos horas. Id tras de mí pasado ese tiempo. Os prometo que jamás daréis conmigo.
—No —dijo Evan, ofendido porque aquel estúpido pretendiera engañarlos. Se acercó a él, veloz, con Disculpa firme en la mano. El falsificador no tuvo tiempo de incorporarse. Evan le asestó una puñalada en el hombro, una puñalada que lo paralizó al instante.
Evan se tomó su tiempo con él. El cliente había dejado bien claro que no quería una muerte rápida y había hecho llegar a la Carroña una serie de indicaciones al respecto.
Una vez terminó con estas, el virago decidió improvisar por su cuenta. Ariadna no participó en la larga agonía de aquel desdichado. Torturar la aburría soberanamente, de hecho los habitantes de la casa sin ventanas la regañaban con frecuencia por su desgana a la hora de infligir dolor. Prefería las muertes rápidas, no por evitar el sufrimiento de la víctima, eso poco le importaba, era una simple cuestión de economía, de aprovechar el tiempo, cuanto antes mataras a alguien antes podrías dedicarte a actividades más divertidas. En eso era opuesta a Evan, él no podía encontrar nada más gratificante que causar daño. Mientras el virago serraba y cortaba, Ariadna se entretuvo haciendo dibujos en las paredes con la sangre de la víctima. De cuando en cuando se acercaba a ellos para mojar el pincel en la carnicería de lo que antes había sido un hombre. Dibujó en las paredes mariposas y peces, pétalos de flores y torbellinos de sombra, pintó antílopes y animales fabulosos que solo existían en su imaginación. Cuando consideró su obra acabada, se sentó en el suelo y rebuscó, curiosa, en la mochila del falsificador. Evan, inmerso en su tarea de corte y mutilación, de cuando en cuando se asomaba a su mirada para ver qué hacía. Por aquel entonces vivían de manera constante con los ojos entrelazados.
—Iskaria —le escuchó decir de pronto—. Iskaria. Me gusta cómo suena. Es una palabra bonita. Creo que llamaré así a una de mis muñecas.
—¿Qué es Iskaria? —preguntó Evan. El falsificador gritaba en absoluto silencio. Pendía sobre él una mordaza mágica. De haber estado en la casa sin ventanas lo habría dejado gritar a su gusto y habría intentado descubrir qué canción secreta llevaba dentro. Pero le habían dejado claro que no debía excederse al otro lado de velo. Tenían que ser discretos cuando actuaban en la Tierra Pálida.
—Es una ciudad —contestó ella—. Tenía un mapa de cómo llegar. Se lo cambió a un cazador de tesoros loco por un cuadro falso. Es un mapa muy raro. Creo que era ahí donde quería huir.
—¿El lugar imposible de encontrar? Eso no existe.
—Un mundo olvidado —dijo Ariadna, soñadora—. Huele a llamas, a polvo y a piedra antigua. Este sitio es un poco como nosotros, Evan. Está muerto y al mismo tiempo está vivo.
La curiosidad le pudo, abandonó a su víctima, que le dedicó una mirada implorante, suplicando para que la liberara de una vez de aquel tormento, y se acercó a Ariadna. Los dos niños leyeron entre líneas en el mapa, las caras la una junto a la otra. Había anotaciones escritas en el margen, instrucciones precisas y claras para llegar al destino. La sangre goteaba de las manos de Evan mientras que las de Ariadna sembraban de huellas rojas el antiguo pergamino que sostenía.
* * *
—Tiene a Marc —repitió.
Esas tres palabras contenían todos los argumentos que necesitaba esgrimir. Esa frase concisa debería de ser más que suficiente para que los asesinos de la Carroña se apartaran de su camino y le permitieran buscar una salida de la Umbría. Pero continuaban observándola impasibles. Peor aún, se habían dispuesto a su alrededor, moviéndose despacio, casi de forma casual, cortándole toda posibilidad de acercarse a los ramales más cercanos.
—¡Ese loco tiene a Marc! —les gritó, furiosa. ¿Acaso no lo entendían? ¿Estarían bajo la influencia de algún hechizo que les impidiera comprender el lenguaje verbal?—. ¡Tengo que salvarlo! —insistió—. ¡Tengo que detener a Evan antes de que le haga daño!
—No —dijo Legión. Aquella negativa rotunda la desconcertó. No lograba procesarla. ¿Qué lógica tenía que le impidieran ir a rescatarlo?—. Lo que tienes que hacer es tranquilizarte —le pidió el asesino mientras daba un paso en su dirección. Ella retrocedió dos, a la defensiva, no iba a permitir que ninguno se le acercara. Sabía bien de lo que eran capaces—. Nada nos gustaría más que atrapar a ese miserable. Llevamos cuatro años tras él, ¿recuerdas? Pero nuestra prioridad ahora es llevarte a la casa sin ventanas. Es primordial que recuperes la memoria y vuelvas a ser tú.
—¡No quiero ser yo! —aulló ella.
La idea de recuperar por completo la memoria cada vez le daba más miedo. Aquel restablecimiento del pasado cada vez le sonaba más a una sentencia de muerte para la Ariadna del presente. Desde un primer momento había temido la posibilidad de que el regreso de su antiguo yo implicara la destrucción de la muchacha en la que se había convertido en los últimos cuatro años. Pero es que ahora esa posibilidad cobraba una dimensión nueva, más aterradora: a la otra Ariadna no le importaría dejar morir a Marc, la otra Ariadna no mostraría compasión alguna por un simple humano.
«Dibujaré gaviotas con su sangre sobre la espalda de Evan», dijo la demente en su cabeza, confirmándole sus temores. «Dibujaré puestas de sol y flores con la sangre de Marc en sus caderas. Me haré una guirnalda con sus tripas y un joyero con su corazón».
Se tapó los oídos, pero no podía silenciar aquella voz. Era suya. Y cada vez ganaba más fuerza.
—Te estás comportando como una histérica. —Gólgota se le acercó por un flanco, mientras Volga lo hacía por el otro. Ella volvió en sí y retrocedió más todavía, se alejó todo lo que pudo de ambos—. Por lo que cuentas, Evan está en los lugares de paso —dijo el demonio—. En los caminos olvidados. Jamás lo encontrarías aunque te dejáramos ir.
—Evan se encargará de que lo haga. —Apretó los dientes. De pronto se dio cuenta de que empuñaba a Letanía en la mano derecha. No recordó cuándo la había invocado. Señaló al demonio con ella—. Me conducirá hasta ellos. —Y sospechaba dónde iba a guiarla: a una fortaleza de piedra roja en una isla rodeada de lava. «Iskaria, ese lugar se llamaba Iskaria. Llamé a una muñeca así en su honor».
—¿Y después de encontrarlo qué harás? —Volga le hablaba con dulzura, en tono mesurado, como quien intenta razonar con un niño que se ha encaprichado con algo que no puede conseguir—. Recapacita, cariño. Ese rumbo de acción no tiene ningún sentido. ¿Te enfrentarás a Evan? ¿Lucharás con él para recuperar al humano que dices amar? ¿Qué posibilidades tienes de vencerlo en el estado en que estás? —La tosca sonrisa del trapo que se anudaba alrededor de su boca intentaba ser amable, pero a ella se le antojó una mueca, una puñalada mal dada—. Ariadna, es hora de volver a la casa sin ventanas. Es hora de recordar.
—Le hará daño… —dijo, con la voz estrangulada. Conocía a Evan. Sabía de lo que era capaz. A Evan le gustaba causar dolor, era un experto en ello. ¿Qué le habría hecho ya? En el apresurado vistazo que Evan le había permitido, Marc le había parecido más viejo y demacrado. ¿Cuándo había hablado con él por teléfono? ¿Hacía tres días? ¿Cuatro? ¿Qué le había sucedido en ese lapso de tiempo para parecer tan consumido? ¿Qué le había hecho el mundo oculto? «Se lo advertí, maldita sea, se lo advertí».
Si algo le pasaba…
—Basta. —La voz de Legión cambió de tono, se hizo dura, se llenó de una autoridad abrumadora—. Ya has tenido tu regalo de bienvenida, niña. Hemos respetado al cachorro del hechicero. Lo hemos dejado con vida. No habrá más regalos, no habrá más concesiones por mi parte. —Ariadna intentó replicar, pero Legión levantó la voz y la energía de su gesto bastó para acobardarla—. Y ni se te ocurra jugar de nuevo la baza de las promesas. Porque ya no funcionará, te lo advierto. Si lo intentas, te prometo que te arrastraré hasta la casa sin ventanas. Y luego yo mismo iré en búsqueda de tu mascota y de Evan. Los mataré a los dos y me llevaré al que resucite. ¿Te queda claro?
Ariadna resopló. Las alternativas se le agotaban. Miró de reojo las salidas a las sombras. No podría llegar a ninguna antes de que la atraparan. Sería necio intentarlo.
—Legión, Legión, Legión… —Gólgota agitó la cabeza y lanzó un suspiro—. Una dureza excesiva nunca es buena. A no ser, claro está, que estés compartiendo lecho con una dama. Yo también quiero hacerte un regalo de bienvenida, maravillosa Ariadna. —Sus palabras no inspiraron ninguna confianza a la joven—. Voy a darte una posibilidad. Te ofrezco un trato. ¿Te crees preparada para ir en pos de tu humano y enfrentarte a Evan? Admirable. Pero tendrás que demostrármelo, ¿de acuerdo? —Abrió los brazos, exponiéndose a su mirada. Ariadna intentó leer entre líneas en él, pero lo que recibió fue un chispazo eléctrico, una sacudida galvánica que la hizo pestañear, aturdida—. Enfréntate a mí. Vénceme en combate. Si consigues matarme, convenceré a mis dos compañeros de que tenemos que darte una oportunidad. Ya lidiaré yo con las consecuencias. Mátame y podrás montar en tu caballo blanco y acudir presta al rescate.
—Gólgota. —El tono de Legión era admonitorio. Resultaba evidente que aquella propuesta no era de su agrado.
—Tienes razón, Legión —dijo el demonio, sarcástico—. No estoy siendo razonable. Ni aun estando en su mejor momento Ariadna tendría una oportunidad contra mí. Es cierto, es cierto. Soy un demonio taimado y bellaco, pero soy justo con mis amigos. Deja que modifique mi propuesta: combate contra mí, virago. Si logras sobrevivir durante un minuto te permitiré ir a por Evan. ¿Qué me dices?
—¿Un minuto? —preguntó ella—. ¿Si aguanto un minuto me dejaréis marchar?
—Te doy mi palabra —dijo él antes de que cualquiera de sus dos compañeros pudieran decir nada al respecto. Sus ojos romboidales se entrecerraron—. Y mi palabra es sagrada.
Ariadna asintió, aceptando el trato. Aquello era lo máximo a lo que podía aspirar y lo sabía. La promesa estaba hecha. Se cambió a Letanía de mano y se limpió el sudor de la palma contra el vaquero. Había visto luchar a Gólgota contra Edgar Müller, el demonio se había refrenado durante buena parte del combate contra el hechicero, pero luego había pasado al ataque de una forma fulminante. Estaba claro que con ella no tendría la misma deferencia, se emplearía a fondo desde el principio. Evaluó al demonio con la mirada. ¿Cuál sería el mejor modo de enfrentarse a él? ¿Esquivar sus acometidas? ¿Tratar de llevar la iniciativa? Tomó aliento. Daba igual. Solo un minuto. Solo necesitaba aguantar sesenta segundos y podría ir en busca de Evan.
Se movió con una rapidez insólita hasta para ella. Por un instante albergó esperanzas.
Ni siquiera aguantó diez segundos.
* * *
No les quedó más remedio que abandonar el vehículo cuando el camino se volvió intransitable. Llevaban media hora circulando a través de un continuo desfile de elevaciones del terreno idénticas entre sí, altozanos recubiertos de árboles semejantes a pinos, cuando la carretera que seguían, amplia y bien asfaltada, quedó cortada en seco. El paisaje cambiaba otra vez de manera abrupta, más marcada en este caso. El sol que iluminaba la sucesión de cerros era pequeño y cobrizo y su ecuador estaba rodeado por un sistema de anillos. En cambio, el que los aguardaba más allá era una llamarada roja salvaje tan enorme que colapsaba los cielos.
Aquel nuevo mundo era caldo de cultivo para terremotos y huracanes. El suelo estaba reventado, grandes losas montaban unas sobre otras y grietas gigantescas repletas de magma se abrían sobre el terreno como los zarpazos de un dios furioso. Evan detuvo el coche antes de adentrarse en aquella senda tortuosa y le hizo una señal para que descendiera. Le sonrió de manera amistosa al hacerlo. Marc le obedeció, extrañado a más no poder con el cambio que había tenido lugar en Evan en las últimas dos horas. No parecía el mismo. En la primera etapa de aquel viaje a través de un sinfín de paisajes rotos había sido una tumba, una criatura sombría al volante. Pero desde hacía un tiempo todo había cambiado. Los ojos le brillaban de una manera nueva. Parecía renovado, como si, de pronto, hubiera recuperado la confianza en sí mismo. Aquel cambio lo intranquilizaba. Tenía la impresión de que Evan sabía algo que él desconocía.
La temperatura en el segmento de camino sobre el que reinaba el sol de bronce era agradable. El viento traía aromas que hablaban de espliego y suavidad, de estaciones nuevas, hermanadas con la primavera de la Tierra. Había una frescura mágica en el aire, un hálito de vitalidad que le ayudaba a recobrar fuerzas. Grandes insectos sobrevolaban las lomas verdes, una suerte de mariposas enormes, de alas coloridas, que dejaban en sus vuelos un rastro de destellos de plata y oro. Marc contempló sus evoluciones, maravillado a su pesar. Todo allí era paz y quietud, todo allí era calma. En cambio, lo que le aguardaba al otro lado era la quintaesencia del caos. En el margen izquierdo del camino se podían ver los restos de lo que en su tiempo debió de ser una estatua gigantesca; de ella solo quedaba la base, de algún tipo de material poroso y negro, y lo que parecía ser una zarpa de ocho garras, con un espolón curvo en el talón. Más allá nacían los dominios de las columnas de humo, los terremotos y el fuego. Entre las nubes de tormenta y las acumulaciones de niebla se veía a lo lejos la silueta de una cordillera de volcanes activos. Era difícil precisar si el crepúsculo sangriento que pendía sobre el planeta tenía que ver con el declinar del sol o si se trataba de erupciones.
—¡Vamos! —le ordenó Evan.
El muchacho ya estaba en ese lado del camino, su voz le llegó amortiguada por una distancia que no tenía nada que ver con la que los separaba. La capa se le agitaba de manera frenética, tan pronto en una dirección como en la contraria. Aquel fondo infernal le sentaba a la perfección. Parecía hecho ex profeso para él.
Marc miró hacia atrás. El coche estaba aparcado a solo dos metros de donde estaba, con las portezuelas abiertas y el motor apagado. Intentó hacer memoria. ¿Había quitado Evan las llaves del contacto? No lo recordaba. Y aunque las hubiera dejado puestas, ¿podría llegar hasta el vehículo antes de que Evan reaccionara? ¿Sería capaz de arrancarlo?
—No —dijo Evan, con su voz lejana y sórdida—. No es momento de mirar atrás —le advirtió—. Has llegado demasiado lejos como para retroceder. La única alternativa que nos queda es seguir adelante. —Evan calló al ver cómo Marc empuñaba la pistola que había llevado en el bolsillo interior de su abrigo—. También es tarde para eso y lo sabes. Tendrías que haberme disparado antes, cuando te lo pedí.
—Has contactado con Ariadna, ¿verdad?
—Ella ha contactado conmigo —contestó. Las sombras llameantes le pintaron el rostro de rojo. Su ojo negro parecía arder—. Están en las sombras, como sospechaba, de camino a la casa sin ventanas.
—¿Está aquí ahora? —La ansiedad de su voz lo avergonzó—. ¿Me puede ver? —preguntó, con miedo a que de verdad pudiera hacerlo. No quería que lo viera así: doblegado por aquel viaje delirante, empuñando sin gracia un arma.
—Tranquilo, no te está viendo hacer el ridículo —dijo el virago—. Ahora mismo está indispuesta —le explicó—. Está muerta, pero no te preocupes, pronto se le pasará.
—Sabe que estoy contigo —dijo. Se negó a procesar la frase que acababa de oír. Temía volverse loco.
—Lo sabe. Se lo he dejado claro. Y no parecía muy contenta, la verdad.
—Maldito cabrón. —Empuñó el arma con ambas manos en un intento de contener el temblor de sus brazos—. Para eso me has traído contigo. No querías que te ayudara a encontrarla: era un cebo, eso es lo que he sido desde el principio.
Evan se encogió de hombros.
—Desde el principio no. Aunque es cierto que al final las circunstancias te han convertido en eso —dijo—. Pero ¿qué importa lo que seas? Ahora mismo eres tú el que empuña la pistola, ¿no es así? —Señaló hacia ella—. A propósito: está descargada —indicó—. ¿Ves la línea roja de la culata? Es el indicador de carga. —Marc bajó la vista. En el lugar indicado había, en efecto, una línea led en rojo—. Justo sobre el gatillo verás un pequeño botón verde. Si lo pulsas, volverá a estar operativa. Es un arma de los filos. Dispara balas invasivas. La pistola en sí es barata, lo caro es la munición. Está enlazada a la fábrica donde la fabricaron y las balas se cargan directamente desde allí. No importa dónde te encuentres, cuando aprietas ese botón se transportan de la fábrica al cargador. Y su precio se deduce al momento de la cuenta del cliente. —Sonrió—. En Hollywood la usan mucho.
—Eso es absurdo. No… no tiene sentido.
Evan se echó a reír.
—¿Absurdo? Mira a tu alrededor, Marc. Estamos entre mundos, una semidiosa demente te ha robado parte de tu vida, le has llevado un corazón de potro a los últimos vampiros que quedan en la Tierra y estás enamorado de una muerta viviente. ¿Y todavía te atreves a usar la palabra «absurdo»?
Dudó un momento, pero la petulancia de Evan le dejó pocas dudas: estaba siendo sincero. Además, un botón de autodestrucción no estaría tan a la vista ni sería tan accesible.
Aun así decidió no correr riesgos, apuntó al cielo y apretó el gatillo. No hubo disparo alguno, solo un zumbido mustio, un ruidito ridículo e impotente. Evan hizo un gesto con la cabeza, un «¿lo ves?». Marc apretó el botón.
—Mantenlo pulsado hasta que la línea vuelva al verde —le aconsejó el otro.
Así lo hizo. El peso del arma aumentó y, unos instantes después, la franja pasó del rojo al verde. Evan asintió, complacido y a continuación le dio la espalda.
—¿Te importa que continuemos? —le pidió mirando sobre su hombro—. Si te quedas más tranquilo puedo levantar las manos. —Y lo hizo, un gesto pueril de rendición, una pantomima que ninguno de los dos se creía.
—¿Dónde vamos? —preguntó Marc.
—Antes de que Ariadna perdiera la memoria pasamos dos semanas en un lugar maravilloso. Una ciudad en ruinas. Fueron las dos mejores semanas de mi vida. —Suspiró, como si eso no fuera del todo cierto—. Solo ella y yo sabemos cómo llegar a ese lugar. Sabrá dónde tiene que buscarnos. La entrada está un poco más adelante. No te preocupes, no tardaremos.
—¿Y si ella no viene?
—Vendrá. No le queda otra alternativa. Eso sí, puede que tarde. Tendrá que escaparse de la casa sin ventanas y eso quizá le lleve un tiempo. —Se giró de nuevo a mirarle. Aquellos ojos lo aterraban. Eran los ojos de una bestia, de un monstruo, de algo que poco tenía que ver con la especie humana—. No importa —dijo, y sonrió—. En estos cuatro años he aprendido a tener paciencia, una virtud de la que antes carecía. Si tenemos que esperar, esperaremos. Ya encontraremos algo en lo que entretenernos.
Marc mantuvo a Evan encañonado, a pesar del cansancio que comenzaba a notar en los brazos. Se sentía débil y frágil, y eso no lo cambiaba aquel arma. Empuñarla era un acto ridículo, puro teatro. Ambos sabían que era incapaz de disparar. Estaban representando una comedia, un guión obtuso que los había conducido a través del mundo oculto. Y ahora llegaba el último acto. Marc respiró hondo, se llenó los pulmones de aquel aire fresco, de aquel sabor a vida desbordada y recuerdos de primaveras felices, y dio un paso al frente, hacia el mundo infernal que se deshacía en llamas y vendavales.
Una fuerte vaharada de calor lo golpeó al momento. Las ventoleras eran tremendas, verdaderos latigazos que restallaban a su alrededor. Alzó un brazo para protegerse de aquellas rachas de viento ardiente. En medio de aquel caos, tuvo la certeza de que Evan se le iba a echar encima para desarmarlo y retrocedió atemorizado. El virago no se había movido siquiera. Por un instante, Marc estuvo detenido entre dos mundos. Se sintió dividido, rasgado, un hormigueo de energías ignotas le atenazó las entrañas. Avanzó un paso y la sensación desapareció. Evan había reemprendido la marcha, y ya le sacaba unos metros de ventaja. Le hizo una seña para que se apresurara y él lo siguió, apuntando por fin el arma al suelo. El hedor de aquel mundo era inhumano, dolía respirarlo. Se subió el cuello de la cazadora y comenzó a inhalar por la boca. Sobre sus cabezas, de cuando en cuando, cruzaba un relámpago; una sacudida de luz que se desplazaba de nube en nube, como una fiera salvaje que intentara ocultarse en los cielos. Aceleró el paso.
Evan llegó a una curva del camino pero, en vez de tomarla, salió de él y marchó campo a través. Marc tuvo que esforzarse para seguirle el paso, atento a las fallas y grietas del terreno, temeroso de dar un mal paso y caer. Se encaminaban hacia un farallón rocoso entre terreno despedazado. A sus pies se desperdigaban las ruinas de un pequeño asentamiento construido alrededor de una pirámide de unos diez metros de alto. Por lo visto ese era su destino. Hizo visera con su mano derecha para ver mejor. Entre los bloques de piedra diseminados por el lugar se distinguían figuras. Había vida allí. Apretó con más fuerza el arma, intranquilo. Una de esas siluetas lejanas se aproximaba entre las rocas desmigajadas. Lo hacía a buen ritmo, aunque algo en su forma de avanzar ponía en duda su estabilidad. Era un caballo, un ejemplar enorme, de dos metros y medio de alzada. Llevaba puesta una pesada armadura, repleta de remaches erizados; la celada que ocultaba su cabeza solo dejaba ver su hocico y sus ojos, de un brillo mustio, desangelado. Cojeaba al caminar, la pata derecha delantera le fallaba a cada tranco. Evan se aproximó a él. Palmeó el costado del animal, satisfecho.
—¿Me has echado de menos? —preguntó al caballo—. Siento haber tardado tanto, me entretuve. He encontrado a Ariadna, ¿sabes? Pronto la tendremos aquí. Pronto vendrá y todos seremos felices.
Siguieron camino, con el caballo marchando al trote junto a Evan. El animal no respiraba, era como una estatua de carne que hubiera cobrado vida. Las siluetas ante la pirámide en ruinas fueron ganando en definición a medida que se aproximaban a ellas. Alcanzó a distinguir a un gigantesco engendro que volaba en el aire entre las nubes de tormenta, las alas no surgían de su cuerpo sino de una segunda criatura que tenía clavada a la espalda. Cada vez le temblaba más la mano que sostenía el arma. ¿Quiénes eran aquellas criaturas y qué relación tenían con Evan? Una mujer cabalgaba sobre el lomo de un lobo negro, la mujer era increíblemente vieja, tanto que su rostro era un compendio de arrugas del que era complicado extraer rasgos. Algo le pasaba en los ojos, había allí un rebullir de vida, un movimiento continuo que gracias al cielo Marc fue incapaz de precisar. El corazón le latía tan fuerte que parecía a punto de romperle las costillas. ¿En qué infierno había acabado? Sobre un promontorio cercano un gigante los observó pasar. La boca, tremenda, brillante, le llegaba hasta media frente; el resto del cráneo estaba ocupado por un único ojo.
Decidió dejar de mirar a aquellas criaturas, decidió cerrar los ojos a aquel desfile de horrores porque notaba cómo la cordura se le iba desmigajando entre los dedos. Y justo entonces descubrió a alguien cuya mera presencia allí era más aberrante aún que el espanto que volaba en los cielos o el cíclope sobre el promontorio. No le quedó más alternativa que mirar, perplejo, incrédulo, superado, ya por fin, todo asombro. Era el niño de Berlín. Estaba sentado sobre una roca, en una postura idéntica a aquella en la que lo habían dejado a las puertas de su casa.
—¿Qué hace aquí? —No tenía sentido. No tenía ningún sentido. Era imposible que hubiera llegado antes que ellos. Era imposible que aquel niño estuviera allí—. ¿Cómo ha llegado? —quiso saber.
—Lo maté —contestó Evan, sin mirarlo siquiera, con la cabeza a medio apoyar en el corpachón del gran caballo de batalla—. Me pareció una crueldad innecesaria dejarlo ahí. Le corté el cuello y me hice con su alma. Ahora me pertenece. Es mi esclavo. Pero se lo regalaré a Ariadna.
Marc ya no pudo más. Algo en su cabeza se vino abajo, se rompió, todo el horror vivido eclosionó en su cerebro con la fuerza de un cometa capaz de destruir mundos. Y descubrió, entre el asombro y el terror, que, en definitiva, sí era capaz de disparar el arma. Apuntó a Evan y abrió fuego, pero nada más apretar el gatillo, el joven dejó de estar ahí. Se desplazó hacia él en un movimiento imposible, vertiginoso. Evan trató de apuntar de nuevo, pero el virago le aferró del brazo del arma y se lo levantó para que el disparo se perdiera lejos.
Los dos se quedaron inmóviles, mirándose a los ojos. Evan sonreía, era una sonrisa malsana, terrible.
—Me has sorprendido —confesó y al hablar le escupió a la cara, un salivazo rápido, accidental—. Me has sorprendido, te lo juro. Ni por asomo pensaba que fueras capaz de dispararme. Pero no te preocupes, no me lo tomaré a mal. Tengo buen carácter aunque te cueste creerlo. —Su sonrisa se afiló, su sonrisa era negra y maléfica—. Te he cobrado aprecio en este par de días, para qué engañarnos. Hasta he llegado a considerarte un amigo. —Su sonrisa era la sonrisa de la muerte que viene a buscarte—. Y no hay nada entre amigos que no se pueda arreglar con una Disculpa.
Lo siguiente que sintió Marc fue la hoja de un puñal hundiéndose en su estómago.