LA UMBRÍA
No era nada. Poco más que oscuridad, poco más que ausencia. Hasta que, de forma súbita, en ese espacio prendió un chispazo de consciencia, un relámpago de vida que se propagó veloz, recortando su silueta en el vacío, delimitando la forma de su cuerpo en negro sobre negro. Otra vez corrió sangre por sus venas; otra vez el aire encontró la forma de abrirse paso en sus pulmones; otra vez la magia del pensamiento despertó en las circunvalaciones de su cerebro, y trajo de regreso, entre llamaradas eléctricas, su nombre.
«Soy Ariadna», se sorprendió pensando, «y estoy viva. Viva de nuevo».
Escuchó voces cerca.
—¡Claro que está confusa! —Las palabras reverberaban contra su pecho de un modo peculiar, casi como si las estuviera pronunciando ella—. ¿Cómo no va a estarlo si ha pasado más de cuatro años sin memoria? —Ariadna notaba movimiento, una oscilación firme, acompasada. Alguien la cargaba a cuestas. La misma persona que hablaba—: Necesita tiempo y nosotros paciencia. No es momento para juzgarla.
—No es a ella a quien estamos juzgando, apreciado amigo. —La voz de Gólgota era tan melodiosa que siempre daba la impresión de estar a punto de echarse a cantar—. Nos estamos juzgando a nosotros mismos. Hemos dejado al chico con vida. Hemos faltado a los mandamientos de la Hermandad. Con todo lo que eso implica.
—Nos lo hizo prometer. —Era Volga quien hablaba ahora. Su voz cambiaba dependiendo del cuerpo que controlara, pero siempre había un denominador común, una vibración hueca que se repetía con independencia de la forma física que usara—. Nos hizo prometer que no le haríamos daño. Y no podemos romper un juramento.
—Tú diste tu palabra, yo me limité a murmurar bajito —gruñó Gólgota. Guardó un instante de silencio al que siguió un profundo suspiro—. No seré yo quien se lo explique al conde —dijo—. Os lo advierto. No seré yo.
—Sea como sea, dejamos al niñito con vida —señaló Volga—. Ariadna estará contenta.
—Preguntémoselo a ella —propuso Legión—. Nuestra hija pródiga ha regresado de entre los muertos. Su corazón late con tanta fuerza que va a tirarme al suelo.
—Os dije que en la Umbría se recobraría pronto —comentó Gólgota—. A los viragos les sientan bien las sombras.
No tenía sentido continuar fingiendo. Ariadna abrió los ojos. De lo primero que se percató fue de que no llevaba el parche en el izquierdo, debía de haberlo perdido en la refriega o tal vez aquellas criaturas se lo habían quitado. Como había supuesto, Legión la llevaba a la espalda. Había adoptado el cuerpo de un gigantón de piel cobriza, ancho de torso y de piernas cortas pero musculadas, una fisonomía adecuada para cargarla sin dificultad. Marchaba encorvado, con los brazos entrelazados tras él para proporcionarle apoyo. La muchacha intentó articular palabra, pero no lo consiguió. Su cuerpo no terminaba de responderle. La boca le sabía a tumba y sentía como si las órbitas de sus ojos estuvieran fabricadas a base de amalgamar arena y cristales. Aquel era el aturdimiento propio de la vuelta a la vida, lo recordaba bien, de igual modo que recordaba la macabra sensación con la que resucitaba siempre, la de que unos dedos nervudos tiraban de su conciencia hacia las profundidades, hacia el olvido, como si desde la oscuridad algo se empeñara en mantenerla muerta. Jadeó, asfixiada.
—¡Bájame! —le pidió a Legión de malas maneras cuando logró dominar su lengua. El aturdimiento de la vuelta a la vida se le mezcló con sentimientos enfrentados. Le costaba calibrar sus emociones. Nada tenía sentido. Se vio a sí misma tirada en un charco de sangre, con Sonia tumbada a su lado, el rostro convertido en una hirviente carnicería. Quería huir, escapar, pero no había dónde esconderse—. ¡Bájame! —repitió y palmeó con todas sus fuerzas contra la espalda de Legión.
—Aquí no podemos detenernos —le contestó este—. No es seguro.
—¡Te he dicho que me bajes! —insistió Ariadna. Al ver que el multiforme seguía empeñado en no hacerle caso, ella misma desmontó de un modo tan torpe que dio con sus huesos en tierra. Se encontró rodeada de inmediato de niebla y fango. Aquel sitio apestaba a ciénaga y por todas partes se veían fumarolas de espeso humo negro. De cuando en cuando se escuchaban sonidos de derrumbe. Decidió no prestar atención al escenario que la rodeaba. No podía permitirse distracciones.
Necesitaba rehacerse, asimilar su nueva situación. Acababa de volver a la vida, si es que se podía denominar así a lo que quiera que recorriera su ser. Recordó los trallazos de oscuridad que habían terminado con ella, las lanzadas negras que le había echado encima la espada de Legión. Recordó su cuerpo, deshecho, un despojo en derrumbe. Su mano derecha había volado en pedazos, destrozada por un proyectil. La alzó ante ella. Ahí estaba de nuevo, idéntica a la izquierda, normal en apariencia. Tenía la ropa quemada por los balazos, pero la carne bajo los jirones se veía ilesa, incólume. Se palpó el vientre, en busca de cualquier mella, señal o cicatriz, pero no había nada, solo piel suave, piel nueva. Todo estaba donde y como debía estar. Su cuerpo se había recuperado de una manera perfecta. ¿Cuánto tiempo había permanecido muerta? ¿Cuánto tiempo le había llevado regenerarse?
«La Umbría nos nutre», le aseguró la pasajera oscura de su cabeza. Se la imaginaba risueña y feliz allí dentro, contenta de regresar al fin a casa. «Las sombras nos hacen más poderosas y aceleran la resurrección. Si hubiéramos estado en la Tierra Pálida nos habría llevado días regresar».
La existencia, su propia existencia, tras aquel paréntesis de no ser, la aturdía; parte de su cuerpo la rechazaba, como si esa vida fuera una infección, una enfermedad malsana de la que debía librarse. ¿Hasta dónde llegaría su capacidad de regeneración?, se preguntó. ¿Qué ocurriría si tras su muerte las circunstancias impedían la posibilidad de resucitar? Había muchas preguntas sobre su naturaleza que todavía no estaba en condiciones de responder. Elías le había volado la cabeza, pero eso no le había impedido regresar. Pero ¿y si se daba un caso todavía más extremo? ¿Si la descuartizaban crecería una nueva Ariadna de cada pedazo o solo uno volvería a la vida? Su mente comenzó a buscar situaciones estrambóticas: ¿Y si la metían, por ejemplo, en un barril repleto de ácido y luego lo sellaban con ella dentro? ¿Cómo reaccionaría su cuerpo? ¿Cómo volver a la vida si estás siempre disuelta?
«Hay formas. Hay modos», le adelantó su otro yo.
Respiró hondo, se llenó los pulmones con el malsano aliento de la Umbría, y se levantó, pringada de légamo y jirones de humo. Aquel lugar apestaba a aguas sucias, estancadas; era una peste densa, casi masticable. El olor la dejaba a las puertas de la náusea y, al mismo tiempo, por paradójico que resultara, la fortalecía. «Las sombras sientan bien a los viragos», acababa de decir Gólgota, y ella no podía hacer otra cosa que confirmarlo. Nunca se había sentido tan fuerte, al menos no durante los últimos cuatro años.
De los tres asesinos, precisamente Gólgota era el que tenía más cerca. La ropa del demonio estaba destrozada, llena de desgarrones y sucia tanto de su sangre como de la de Edgar Müller. Recordó cómo la magia del hechicero había despedazado a Gólgota y cómo este se había recompuesto. Miró después a Legión, el asesino de los múltiples cuerpos, y a continuación a Volga, manejando a distancia a la mujer desnuda que los acompañaba.
—No podemos morir —dijo al cabo de un instante—. Ninguno de nosotros. Nadie que pertenezca a la Carroña puede morir.
—Eso no es del todo correcto, pequeña —dijo Gólgota—. Solo hay que ver el largo historial de fallecimientos que cargas a tu espalda. Sería más acorde con la realidad decir que estamos fuera de los cauces normales que rigen la vida y la muerte.
Ese era uno de los secretos de la casa sin ventanas, recordó, una característica común a todos los que formaban parte de la hermandad del conde Sagrada. Gólgota era un demonio de Morjabalan, un ser indestructible, el último de su especie. Se rumoreaba que él mismo había acabado con todos los suyos para conseguir trascender de la mortalidad. La verdad era bien distinta, aunque el demonio era reacio a contarla. «Lo mismo que mató a mi especie me condenó a mí a vivir para siempre», le confesó una vez, sin entrar en más detalles. Gólgota era capaz de regenerar cualquier daño que sufriera su cuerpo, sin importar su alcance o gravedad. El caso de Legión y Volga era distinto, ambos tenían acceso a múltiples cuerpos. Legión podía asumir la apariencia de todos aquellos a los que había matado. El caso de Volga era similar, aunque diferente en espíritu. Ella conquistaba cuerpos ajenos, a veces se definía como un virus capaz de contagiar y controlar otras formas de vida. Para ello solo necesitaba sus armas, las flechas y dardos de hueso que llevaba siempre consigo.
Los asesinos de la Carroña la observaban a unos pasos de distancia. La mirada de Legión era la única que podría pasar por humana. Cosa que, desde luego, no conseguirían los dibujos torpes que servían de ojos a Volga. Y mucho menos los de hielo turbio de Gólgota; su color era imposible, pero también su forma, casi romboidal. Ariadna los contempló a los tres, en silencio, consciente de lo que eran, de lo que significaban para ella.
—He vuelto —dijo. Su voz sonó incrédula, ajena.
Aquella era su familia, su verdadera familia. El tiempo que había vivido junto a Edmund y Ángela se le antojaba ahora un espejismo, una mentira hueca. Si quería saber quién era en realidad solo tenía que contemplar a las criaturas que tenía delante. Demonios y asesinos, seres que medraban en el asesinato y la matanza, engendros nacidos para mayor gloria del horror y el sufrimiento. Ella era eso. Aún le faltaba mucho por recordar, pero tenía claro que, aunque el cuadro todavía era fragmentario, la imagen que iba a mostrarle una vez completo era la de otro monstruo: ella misma.
—Has vuelto, sí —le confirmó Gólgota, y hasta creyó percibir cierta ternura en su voz—. Y nos alegramos sobremanera. Tengo la intención de abrazarte tan fuerte que existe la posibilidad de que acabes preñada. Pero no aquí. Sigamos camino, por favor.
Ariadna miró a su alrededor por primera vez. Estaban en un corredor subterráneo, de techo bajo, repleto de humedades y niebla. Los muros estaban excavados en algún tipo de organismo rugoso, parecían formados por un sinfín de serpientes que se hubieran enroscado unas a otras instantes antes de quedar petrificadas. En algunos puntos, la piedra estaba surcada por un entramado de grietas violáceas que emitía una suave fosforescencia, la suficiente como para que no tuvieran problemas para ver en torno a ellos. A ambos lados del corredor se abrían diferentes cámaras, llenas a rebosar de muebles: sillas, mesas, estanterías, cómodas, banquetas, camas, armarios; el aparataje cotidiano de cualquier casa. Hasta el último de aquellos enseres estaba recubierto de baba blancuzca y de grandes babosas amarillas que reptaban frenéticas de un lado a otro, como si su destino dependiera de que lograran memorizar cuanto antes la forma de aquellos muebles. El suelo bajo sus pies retumbaba y el sonido de derrumbe, de cascote rodando sobre cascote, era constante. Estaban en la sombra de una casa encantada, pero no se trataba de una sombra normal. Aquella parte de la Umbría se estaba viniendo abajo.
—La sombra se muere —dijo Volga—. Quizá de vieja, o quizá porque el poder de la casa que la proyecta haya menguado demasiado. Sea como sea, está entrando en colapso y no queremos estar aquí cuando eso pase. Estoy de acuerdo con Gólgota, lo mejor será que reemprendamos la marcha cuanto antes.
Ariadna no tuvo nada que objetar. Legión se ofreció a llevarla de nuevo a cuestas, pero ella declinó la oferta; por orgullo y porque a cada segundo que pasaba se sentía más y más fuerte. Y había algo deprimente en ello: que un paraje tan desolado como ese le insuflara fuerzas no podía decir nada bueno de su naturaleza.
Al poco de reemprender la marcha distinguió entre las fumarolas una silueta humanoide. Era una mujer alta y contrahecha, vestida por entero de negro, con el vientre abultado por una preñez mayúscula, descomunal. No era humana, su cabeza era de insecto, de avispa, tan oscura como su vestido. No era el único ser que habitaba la sombra en agonía. Había más siluetas allí, más figuras que deambulaban entre la neblina, perdidas, somnolientas y, aunque no alcanzó a distinguir sus rasgos, estaba claro que todas tenían la misma cabeza de avispa.
Los ojos multifacéticos de la mujer insecto se clavaron en ellos al verlos surgir de entre la bruma. Tras una leve vacilación, aquel espanto abrió sus fauces de modo grotesco y escupió una nube de avispas negras, de vientre hinchado, que volaron veloces en su dirección. Antes de alcanzarlos, el influjo de hielo de Gólgota las congeló y cayeron entre el humo y el fango, como diminutos diamantes alados. La avispa humana no se arredró, echó a andar hacia ellos, con un brazo extendido y el otro abrazándose el vientre inmenso. Ariadna creyó entender palabras entre los zumbidos y siseos horripilantes que surgían de su boca. Antes de darse cuenta de lo que hacía, se descubrió leyendo entre líneas en aquella cosa. Les estaba pidiendo ayuda, leyó, su mundo se derrumbaba y ella no comprendía el motivo. Les rogaba que se detuvieran a escuchar su historia, les pedía, con toda la educación del mundo, que la dejaran desovar en sus entrañas para intentar salvar a su prole. El paso de la criatura era torpe y no tardaron en dejarla atrás. Ariadna la vio caer de rodillas y golpear el suelo y la niebla con la rabia del que ve desvanecerse su última esperanza.
«He vuelto a casa», se dijo, impactada por la angustia de aquel ser.
«No, todavía no», dijo la otra Ariadna, la perversa, la loca, la perdida. «Espera y verás. Esperas y verás».
* * *
Marc abrió los ojos a la claridad mortecina de una noche improbable.
La luz venía sembrada de grises y ocres, de tonalidades del rojo y el violeta que no había visto en la vida. No recordaba cuándo se había quedado dormido. Tenía la vaga impresión de que había sido al poco de arrancar Evan, pero todo resultaba impreciso, borroso… Miró por la ventanilla y por un instante creyó que seguía soñando. Avanzaban por un valle repleto de columnas naturales, un bosque disparatado que se extendía a ambos márgenes de la carretera; aquellas formaciones rocosas alcanzaban en ocasiones los veinte metros de alto. El cielo parecía salido de un sueño febril, y quizá esa fuera la explicación más lógica a los acontecimientos de los últimos días: «Ojalá todo no fuera más que una pesadilla», se dijo mientras contemplaba las tres lunas que compartían aquel cielo de colores imposibles, dos de ellas eran inmensas y anaranjadas, una emergía a medias del horizonte y la otra trepaba ya muy alta por la cúpula celeste; entre ambas estaba el tercer astro, de un ominoso color blanco hueso, con mucho la más pequeña de las tres.
Se giró hacia Evan. El muchacho conducía con las manos firmes sobre el volante y una expresión de concentración absoluta. Como si guiar aquel coche fuera lo más importante que había hecho en la vida.
—¿Dónde estamos? —le preguntó.
—Lejos de casa —contestó el otro. Ni se dignó a mirarlo. La hostilidad que Evan le profesaba siempre había sido evidente, pero ahora ni se molestaba en disimularla—. Hemos entrado en los lugares de paso —le explicó.
—Lugares de paso… —murmuró él. Como si aquel nombre, aquellas tres palabras, bastaran para aclarar todas sus dudas o disipar su miedo.
Se llevó una mano a la frente. Le costaba trabajo pensar, tenía la impresión de que el cerebro se le había llenado de insectos y telarañas. Y de cadáveres. De nuevo revivió su peregrinaje por la casa a la que lo habían guiado los Tracia, de nuevo se topó con aquel escenario macabro, con aquella ordalía de horror que le había salido al paso allí dentro: los restos de perro que salpicaban las paredes; el hombre muerto en la primera planta, destripado y medio cubierto de hielo negro; la mujer sin cara, acribillada, con aquel pobre niño que no dejaba de llorar abrazado a su cadáver… Por mucho tiempo que viviera, jamás olvidaría lo que había visto allí.
—Los asesinos de la Carroña viajan a través de la Umbría —le estaba diciendo Evan. Su voz carecía de toda emoción—. Los caminos allí son traicioneros. Con un poco de suerte, los adelantaremos a través de los lugares de paso.
Marc apenas le prestó atención. Un frío extraño lo atenazaba por dentro, una convulsión tanto espiritual como física que le ensombrecía el ánimo de forma implacable. Tenía la impresión de que se había abierto un agujero negro en su interior y que todo lo que él era, todo lo que había sido, se estaba colando de forma irremediable por aquel sumidero. Había notado los primeros síntomas de aquella depresión al salir de la tienda de los Tracia, los había tomado por un efecto secundario de la experiencia vivida allí. Todavía le costaba trabajo asimilar el precio que había tenido que pagar para averiguar dónde se encontraba Ariadna. Pero no podía engañarse: lo había hecho, había pagado con tiempo de su propia vida: meses, años quizá; tenía demasiadas pruebas como para negar la evidencia. El cuerpo todavía le dolía, como si los músculos y huesos que lo sustentaban y le daban forma no terminaran de acostumbrarse a las alteraciones que había sufrido su organismo. Y su imagen en los espejos tampoco mentía, no eran grandes cambios los que podían verse en su reflejo, pero estaban ahí: ciertas sombras en la piel; cierto cambio en los ojos; varias canas en el pelo, producto estas del trauma, supuso, no del robo de tiempo… ¿Y qué había conseguido gracias a su sacrificio? Nada. Ariadna no estaba en el lugar indicado cuando llegaron. En cambio se había topado con aquella masacre, con aquel espectáculo dantesco que había supuesto el mazazo definitivo a su ánimo y sus esperanzas. No podía dejar de pensar en aquel niño, abrazado a su madre muerta. Le había costado mucho apartarlo de ella.
Apoyó la frente en la ventanilla. Tan solo unos días antes, el paisaje que se desplegaba a su alrededor lo habría asombrado por su belleza, pero ahora no podía mirar a ninguna parte sin ver señales de muerte. No podía contemplar aquellas columnas de piedra sin imaginarse cadáveres alanceados o mirar a aquellas lunas sin pensar en agujeros de bala; la geografía de una de ellas, de hecho, le recordó a un rostro que gritara de agonía. Mirara donde mirara veía desolación y promesas de muerte. De pronto se dio cuenta de que algo le ocurría al paisaje. Entrecerró los ojos; unos kilómetros más adelante se adivinaba un extraño resplandor, un brillo difuso y fuera de lugar que se iba perfilando más y más a medida que rodaban hacia él. Se incorporó en el asiento y lo estudió con inquietud, preguntándose qué nuevo horror iba a depararle el mundo oculto. Le costaba trabajo comprender qué estaba mirando. El efecto óptico era similar al de aproximarse a la salida de un túnel, solo que los bordes de esa salida se encontraban diluidos, desdibujados. Parpadeó varias veces. Había otro cielo tras el de las tres lunas, un cielo deslumbrante. Marc miró por la ventanilla. El paisaje por el que transitaban, ese caos de pináculos y lunas, quedaba cortado en seco algo más adelante y otro tomaba su lugar: un páramo gris, desértico, jalonado de dunas cenicientas, un lugar donde reinaba un sol abrumador. El camino por el que transitaban no discurría por un solo mundo.
Evan hurgó en la guantera hasta encontrar unas gafas de sol. Se las puso unos metros antes de entrar en el día incandescente que asolaba aquella tierra gris. Marc entornó los ojos, deslumbrado. La temperatura ascendió varios grados de pronto y el coche comenzó a brincar por un camino plagado de baches y socavones. Marc miró a su espalda. Tras ellos quedaba la noche cerrada, con sus tres astros pugnando en los cielos. Se le despertó un leve dolor de cabeza, como si a su mente le costara trabajo asimilar la visión de dos paisajes tan diferentes superpuestos. «Lugares de paso», así los había denominado Evan. Aquel era otro de los portentos que se ocultaban más allá de la Tierra Pálida, pero él solo podía pensar en la mujer acribillada y en el niño abrazado a ella.
—¿A cuánta gente has matado? —le preguntó a Evan. Formuló la pregunta sin pensarla siquiera.
El joven apartó la vista de la carretera para mirarlo extrañado.
—No lo sé. —Se encogió de hombros y volvió a centrarse en la conducción. El camino allí era bastante más tortuoso que el que acababan de abandonar—. Es complicado llevar la cuenta. Cientos.
—Cientos… —repitió él, incrédulo.
—A Ariadna y a mí nos adiestraron para ser asesinos desde pequeños —le recordó Evan—. Mientras tú aprendías a colorear sin salirte de la línea a nosotros nos enseñaban la mejor manera apuñalar a alguien o qué ingredientes usar para fabricar un veneno rápido. Lo que has visto en esa casa bien podría haber sido obra nuestra.
—Ari no. —Se negaba a creerlo—. Ella es incapaz de hacer algo así.
—Ha hecho cosas peores. Te lo aseguro. Lo he visto. La he ayudado a hacerlas.
—No la Ariadna que yo conozco —insistió él—. Lo que fuera capaz de…
—¡Deja de decir que la conoces! —le interrumpió Evan, furioso—. ¡Deja de decir que sabes de lo que es capaz! ¡No la conoces! ¡No la has conocido nunca! Has estado enamorado de un espejismo. ¡Ni siquiera es humana! —Lo miró con un desprecio absoluto—. ¡Somos viragos! —gritó—. Ariadna y yo nacimos muertos. La nigromancia nos resucitó, los hechiceros de la casa sin ventanas nos devolvieron a la vida, pero una vida que no tiene nada que ver con la tuya. A Ariadna la mataron la otra noche en su casa, la mataron con su familia; pero resucitó. Eso es lo que hacemos: resucitar una y otra vez. Da igual lo que nos hagas, da igual cómo nos mates: siempre regresamos. Siempre. Somos muertos vivientes, engendros creados por la magia oscura. —Guardó silencio mientras lo recorría de arriba abajo con su mirada desigual—. Te has estado tirando a un cadáver, Marc —dijo—. Llevas dos años tirándote a un cadáver.
—Mientes —dijo él, más allá de la incredulidad. Ariadna, ¿muerta?—. Es mentira —repitió.
«Nada más que muerte. En este mundo no hay nada más que muerte y devastación».
—¿Crees que miento? —Su rostro resplandecía bajo aquel sol fulminante, dándole un aspecto más enloquecido si cabía—. ¿Quieres comprobarlo? —le preguntó al tiempo que lo miraba de reojo—. ¿Por qué no sacas la pistola que cogiste en la casa del mago muerto y me pegas un tiro?
Casi por instinto, Marc se llevó una mano al bolsillo derecho de su cazadora. Ahí guardaba el arma que había encontrado en el cuarto del niño. Había sido un impulso, una forma estúpida de guardarse un as en la manga.
—Hazlo —le animó Evan—. Demuéstrame que tienes valor. Demuéstrame que tienes algo que ofrecerle a Ariadna. Que de verdad te la mereces. Pégame un tiro, por favor. Así puede que entienda qué ha visto ella en ti.
Marc apartó la mano del bolsillo. ¿A quién engañaba? No era como Evan; la mera idea de hacer daño a alguien por mucho que se lo mereciera le repugnaba.
Estaba perdido. Ahora lo entendía. La vasta tristeza que lo desarmaba era toda la verdad que necesitaba. Iba a morir. Era imposible que sobreviviera en ese lado del mundo, era imposible que alguien como él pudiera salir bien parado de aquel horror, tan ridículo como adentrarse sin protección alguna en un río infestado de alimañas o salir al espacio sin el traje adecuado. Él era un simple humano, un chico de ciudad que había llevado una vida normal, apacible, en el lado seguro del mundo… No tenía nada que hacer en aquel reino de engendros y pesadillas. En poco se parecía a los personajes de los libros y las películas. No era un héroe, no tenía ningún talento especial, no estaba tocado por ninguna varita mágica ni los hados lo habían designado para llevar a cabo ninguna proeza. No era un elegido, no era especial. Solo era un joven enamorado que se había perdido en un universo incomprensible. Solo era Marc. E iba a morir.
Esperaba que el destino no fuera tan cruel como para impedirle ver a Ariadna una vez más antes de que eso sucediera.
* * *
Las señales de deterioro se hacían más evidentes a medida que avanzaban por la sombra moribunda. Tanto la peste, densa y grasienta, como el sonido de derrumbe empeoraban a cada paso que daban. Entre el desgarro de tinieblas veían de cuando en cuando a más criaturas avispa, todas vestidas con la misma singular elegancia, como si el caos las hubiera sorprendido en mitad de algún tipo de celebración. Ninguna otra intentó acercarse.
Ariadna tenía la impresión de llevar horas caminando. Sospechaba que las dimensiones de aquella sombra superaban con creces a las de la casa que la proyectaba. No era extraño que fuera así. Las sombras de la Umbría eran reflejos deformados del objeto que las originaba; por norma general, su forma solía guardar semejanza con el lugar que reflejaban, pero a veces ni siquiera era así.
«En Derry hay una cabina telefónica hechizada que proyecta una sombra tan extensa como un continente», recordó que les había contado Gólgota una tarde. El demonio no solía impartirles clase, esquivaba en lo posible esas tareas ya que, como no se cansaba de repetir, le aburrían soberanamente. Aquel día, por lo visto, no había conseguido eludir sus responsabilidades. «Y dicen que la sombra de Calixta, el filo encantado de Marte, apenas tiene un metro cuadrado de superficie. Poco importa. Lo mismo da que una sombra sea grande o pequeña», les advirtió. «Una sombra siempre es una sombra. Y cualquiera puede mataros, devoraros sin remisión, o arrastraros a algún plano enajenado del que nadie, ni siquiera vosotros, lograría regresar jamás. Respetad las sombras, pequeños, no las temáis, pero respetadlas. Seréis más felices si lo hacéis».
Una de las estancias que atravesaron rebosaba muebles caídos, desperdigados todos entre surtidores de humo; Ariadna pensó que estaban tallados en hueso pero no tardó en percatarse de que no era así. Eran realmente esqueletos de muebles, como si esos sillones, mesas y estantes hubieran sido organismos vivos a los que alguien hubiera sustraído la carne y los músculos. Los huesos de las banquetas eran largos, sin articulaciones, mientras que los sillones y mesas contaban con rodillas, falanges, tarsos y metatarsos, e inmensos costillares en las zonas más amplias. La irrealidad de aquella escena la reconfortaba de una manera que no entendía. Aquel era su mundo. Lo había sido durante catorce años.
De pronto, el terreno que pisaban comenzó a temblar y retumbar, de modo brusco, espasmódico, tan exagerado que Ariadna pensó que montaban sobre el lomo de una criatura inmensa que intentaba descabalgarlos.
—¡Un sombramoto! —le explicó Legión a voces para hacerse oír sobre el estruendo. Había adoptado la forma de una criatura híbrida, mitad humana mitad felina, para ganar estabilidad en aquel terreno convulso. Otro cuerpo de otra de sus víctimas—. ¡Son los últimos estertores de una sombra que muere!
—No hay por qué alarmarse —les aseguró Gólgota. Era el único de los cuatro que no había acelerado el paso de forma automática con los temblores; lo había hecho, simplemente, por no quedar rezagado—. La salida está cerca. Salivazo la huele desde aquí —dijo mientras acariciaba el escaso mentón del murciélago enroscado alrededor de su cuello.
El demonio tenía razón. La sombra terminaba abruptamente unos doscientos metros más adelante, en un muro cóncavo que parecía practicado a hachazos en la piedra. La roca allí estaba medio fundida; grandes regueros de una sustancia gelatinosa de color ocre se derramaban por su superficie e iban a mezclarse con el barro del suelo. «Sangre de sombras», recordó Ariadna. Tuvo una fugaz imagen de ella misma recubierta de aquel líquido grumoso; se lo había untado por todo el cuerpo con el propósito de ocultarse de alguien que la buscaba, dando voces, por las inmensas galerías de una sombra que, como esta, agonizaba. En un lateral de esa pared a punto de licuarse, se abría una brecha de bordes luminosos, tan estrecha que tuvieron que cruzarla de uno en uno. Ariadna se encontró sumida en la más absoluta negrura. La virago avanzaba por aquel pasaje cada vez más angosto con una creciente sensación de encierro. Aquello recordaba demasiado a estar enterrada viva. Caminaba con miedo a toparse de pronto con una mano muerta en las tinieblas. Para su tranquilidad, aquel periplo en la oscuridad duró poco. No tardaron en llegar a una nueva abertura de bordes difusos, incluso más estrecha que la anterior, que los condujo a un escenario diferente por completo. Las dimensiones se dispararon. Habían ido a parar a una galería colosal, un túnel inmenso de paredes de niebla revuelta. Ariadna tuvo la impresión de estar avanzando a través de un conducto perforado en una nube de tormenta o, quizá, por el centro de un torbellino.
A intervalos irregulares se abrían otros túneles que se adentraban en la Umbría en mil y una direcciones. Aparecían en los muros, pero también en el techo y en el suelo como si allí el arriba y el abajo fuera algo eventual, accesorio. Aquel entramado era conocido como las Venas de las Sombras, recordó la virago. Así se denominaba a los ramales que unían las distintas zonas de la Umbría, el sistema circulatorio de lo imposible. Los caminos allí siempre eran cambiantes. Todo variaba. Todo era mutable. Un mismo sendero jamás conducía dos veces a un mismo punto. Las Venas de las Sombras eran un laberinto voluble donde era muy fácil perderse. Una de las grandes bocas que se abrían en las paredes de humo se cerró cuando pasaron junto a ella, y, poco después, en el techo se abrieron, como bostezos lentos, dos nuevas aberturas.
Ariadna tardó largo rato en darse cuenta de que el murciélago de Gólgota volaba ahora muy por delante de ellos. De cuando en cuando, el pintoresco animal se aproximaba hacia uno de los ramales que nacían en las paredes de niebla; a veces se adentraba unos instantes al otro lado aunque por norma general se limitaba a revolotear en la entrada antes de continuar la marcha. Aquel animal era su guía en aquella tierra inhóspita, comprendió Ariadna. Consultó sus recuerdos, en busca de alguna información sobre aquel ser. No encontró nada, ese retazo de memoria, de existir, no había regresado aún. No lo necesitó. Gólgota se había dado cuenta de la curiosidad con la que miraba al murciélago y acudió en su auxilio.
—Salivazo es un rastreador —le comunicó—. Una criatura nacida en las sombras. Está ligada a la casa sin ventanas y por eso es capaz de encontrar siempre el camino que conduce a ella, sin importar lo lejos que pueda estar. Son unos bichejos muy útiles. Los exploradores de sombras los cazan para domesticarlos. Los ligan a una sombra domada y así pueden adentrarse en la Umbría sin temor a perderse.
—¿Y qué nos ocurriría si le pasara algo? —quiso saber Ariadna. La perspectiva de pasarse la eternidad vagando por aquellas galerías de humo era demasiado perturbadora como para obviarla.
—¿Pasarle algo? ¡Los dioses oscuros no lo permitan! —exclamó Gólgota, alarmado por la idea—. Estoy encariñado con ese bicho. Me destrozaría que le ocurriera cualquier percance… Pero no te preocupes, si no pudiéramos contar con su asistencia solo tendríamos que buscar una sombra con salida a la Telaraña para viajar a través de esta. «Muchos caminos conducen a la casa sin ventanas…»
—«… todos bañados en sangre» —completó ella. Aquel verso era parte de la canción de cuna de los condenados. La había recordado nada más oír cómo la recitaba el demonio.
—Os cantábamos esa canción cuando erais pequeños —dijo Volga. Marchaba a su lado con ese desconcertante deslizar suyo que ni siquiera rozaba el suelo. La asesina la miró con sus ojos mal pintados—. En los primeros tiempos ibais siempre de mano en mano. Hacía medio siglo que no teníamos viragos y hubo quien se emocionó en exceso con vosotros. Algunos os zarandeaban de un lado a otro hasta que vuestros huesecillos se rompían, otros os abrían en canal para contemplar el latido de vuestros corazones… —Los sucios trazos de la venda en su boca compusieron algo semejante a una sonrisa—. El conde terminó prohibiendo que jugáramos con vosotros. Os pasabais muertos la mayor parte del tiempo.
—Recuerdo la canción. Parte de ella al menos. —Ariadna miró de reojo a la criatura desnuda—. ¿Por qué he comenzado a recuperar la memoria ahora? —preguntó a sus acompañantes—. He pasado cuatro años en la Tierra Pálida. Cuatro años sin saber quién era. ¿Por qué ahora y no antes?
—Moriste —le contestó la mujer desnuda—. Eso fue lo que pasó, mi dulce niña. Moriste.
—Volga tiene razón —dijo Legión—. Tu muerte fue el detonante. El hechizo de olvido es tan agresivo que destrozó parte de tu cerebro al borrarte la memoria. Antes de que pudieras comenzar a recordar, ese daño debía ser reparado. Y para que eso ocurriera debías morir primero. La resurrección cura cualquier tipo de herida que hayas sufrido, no importa la gravedad ni el tiempo que haya pasado.
De ahí su afán autodestructivo tras la pérdida de memoria, comprendió Ariadna, de ahí sus intentos de suicidio, tanto en el hospital como en el orfanato: habían sido su forma de intentar regresar a casa, su manera de escapar.
—Y aunque espero que tarde o temprano lo averigües por ti misma, permite que te adelante algo: la próxima vez que te pongas sexual con alguien es probable que te duela —le comentó Gólgota, guiñándole uno de sus ojos romboidales. Ariadna enrojeció. Ni por asomo se había imaginado que la resurrección implicara volver a ser virgen.
—Pero no solo era necesario que murieras para reparar el daño en tu cabeza. —Legión pasó por alto la interrupción del demonio—. Tu muerte era también una válvula de seguridad. El hechizo de olvido se usa cuando hay serio riesgo de caer en manos del enemigo. Vaciar tu memoria no solo protege los secretos de la Carroña, también te vuelve inservible para tus captores. ¿Y qué suele ocurrir con los prisioneros que no sirven para nada?
—Los matas —respondió Gólgota—. O los encierras en lo más profundo de tus mazmorras para jugar con ellos sin que nadie te moleste. —«O haces que los adopten», pensó Ariadna—. Cuando te mueres, tus carceleros tienden a menospreciarte —continuó el demonio—. Te conviertes en un estorbo, en simple basura. Y actúan en consecuencia. Arrojan tu cadáver por la borda, lo mal entierran, le prenden fuego o se lo echan de comer a sus mascotas… Resulta mucho más sencillo escapar de una celda cuando estás muerto.
—Está claro que tu muerte no garantizaba tu libertad —dijo Legión—, por eso cuando resucitaste solo se restauró un primer estrato de recuerdos. Nada demasiado interesante al principio, conocimientos básicos sobre tu identidad y tus habilidades; lo suficiente para ayudarte a escapar en caso de seguir prisionera o señalarte en qué dirección buscarnos. Ese goteo de recuerdos continuaría siempre y cuando tu mente estuviera activa. Un cerebro libre suele estar más vivo y alerta que un cerebro cautivo, recibe más estímulos y además suelen ser de naturaleza más variada —le explicó—. Llegados a cierto punto, el hechizo restablecería tus enlaces con la Carroña, aunque los mantendría siempre en segundo plano. Esos canales de comunicación, por seguridad, no podían ser conscientes.
—Os llamé —dijo Ariadna, sabedora de a qué enlaces se refería—. Llamé a Volga sin saber lo que estaba haciendo… —«Y al hacerlo condené a muerte a Edgar y Sonia».
—Me llamaste, es cierto —le confirmó la mujer con su voz vibrante—. Pero para cuando lo hiciste, ya íbamos de camino. Te localizamos en cuanto pusiste un pie en la casa del mago y la pistolera. La Carroña es capaz de localizar a cualquiera de sus miembros si están en la Umbría o en un lugar que proyecte sombra en ella.
Eso no sirvió para que se sintiera menos culpable. Había sido ella quien había guiado a los asesinos de la Carroña hasta Edgar Müller, ya fuera con aquel dibujo mal hecho o con su mera presencia. ¿Cómo vivir con esa carga sobre su conciencia? ¿Cómo lidiar con la muerte y destrucción que dejaba tras ella? «Voy dejando un reguero de familias muertas a mi paso», pensó. Y todavía quedaban muchos cadáveres en el armario. Su pasado olvidado aguardaba en la sombra, y a buen seguro que estaría plagado de matanzas.
—¿Cuándo terminaré de recobrar la memoria? —preguntó, no sin temor.
—En la casa sin ventanas podrás reclamar tus recuerdos y volver a ser quien eras —contestó Gólgota—. Y no tendrás que morir para hacerlo. Te bastará con alargar la mano y cogerlos.
Frunció el ceño, pensativa. Acababa de darse cuenta de que parte de la explicación que acababan de darle no cuadraba con lo sucedido o, al menos, no era del todo exacta. Había comenzado a recordar mucho antes de que Elías y los suyos la mataran. Fue durante su primer encuentro con Evan. Había recordado su nombre cuando se besaron. ¿Habría sido ese el verdadero principio? Negó con la cabeza. No, aquella no era una historia con princesas encantadas y hechizos rotos a besos. El nombre de Evan había permanecido grabado a fuego en su memoria, del mismo modo en que lo había estado el suyo propio; un recuerdo enterrado en lo profundo, pero imposible de olvidar, un recuerdo que ni el hechizo más poderoso habría sido capaz de arrebatarle. El beso había sacado a la superficie el nombre de Evan.
Pero entonces ¿qué había detonado la vuelta de sus recuerdos? No tuvo que pensar mucho para averiguarlo. En realidad, había sido tras su enfrentamiento con la barracuda cuando comenzó a recordar. Fue entonces cuando todo se puso en marcha. Se vio tirada en el suelo sucio del callejón, con Evan acuclillado junto a ella, exhortándola a usar su poder para curarse a sí misma después de haber quedado inconsciente tras la embestida del monstruo. Solo que no se había desmayado como Evan le había hecho creer.
—La barracuda me mató en el callejón —comprendió Ariadna. Y la magia de Evan primero, y la suya propia después, habían acelerado tanto su vuelta a la vida como la curación de sus heridas—. Allí resucité por primera vez.
—¿Una barracuda? —le preguntó Gólgota, asombrado—. ¿Y qué habías hecho tú para ganarte la atención de semejante bicho?
—Yo no le interesaba —contestó—. Iba tras Evan.
A la simple mención de ese nombre, los tres asesinos se detuvieron al unísono, a medio paso, en una parada tan brusca que Ariadna estuvo a punto de empotrarse contra Legión.
—¡¿Evan?! —preguntó este al tiempo que se giraba despacio. Sus pupilas de gato se dilataron al máximo, como si se dispusiera a saltar sobre una presa. Hasta se le escarpó el pelaje—. ¿Has estado en contacto con esa alimaña?
—Me lo encontré en Madrid —contestó ella, recelosa y sorprendida por la reacción de sus acompañantes—. Había robado algo que custodiaba la barracuda, un talismán o algo semejante. Y por eso lo perseguía.
—Evan. Maldito sea su nombre —dijo Gólgota y acto seguido escupió con rabia. Su escupitajo tintineó en el suelo, convertido en hielo—. Maldito sea hasta el fin de los tiempos y más allá.
—¿Qué ocurre con él? —preguntó Ariadna. El virago le había contado que había abandonado la Carroña, pero no esperaba semejante odio por parte de sus miembros.
—No es el momento de hablar de Evan —terció Volga. Los garabatos que le hacían de rostro no mostraban emoción alguna, pero su cuerpo, en cambio, estaba en clara tensión—. Decidimos esperar a que Ariadna recobrara la memoria antes de sacar el tema.
—Poco importa lo que hayamos decidido —dijo Legión, malhumorado—. El tema ha salido ahora y es ahora cuando vamos a hablar de él. ¿Qué te contó Evan? —quiso saber.
Sus voces no despertaban eco alguno en aquellos pasadizos de niebla, sonaban amortiguadas, como si conversaran entre algodones. Más adelante aguardaba el murciélago de la cola espinosa, con un errático zigzagueo, a la espera de que reanudaran la marcha. La temperatura había descendido de forma significativa, fruto, comprendió Ariadna, del enfado de Gólgota.
—Medias verdades —contestó ella. Porque, en efecto, eso era lo que le había contado Evan—. Me dijo que tanto a él como a mí nos habían abandonado al poco de nacer y que vosotros nos habíais salvado. Pero no nos abandonó nadie. Simplemente nacimos muertos… Eso se lo calló. Como también se calló lo que somos en realidad. —El nombre acudió a sus labios, cargado de un significado atroz—: Viragos. —Se estremeció. Todavía le costaba poner en palabras su verdadera naturaleza, todavía le costaba reconocer que no era humana, sino una suerte de complicado muerto viviente—. Me habló de la Hermandad, por supuesto, aunque me la vendió como una agrupación de ladrones, no como la secta de asesinos que es en realidad… Me habló también de la emboscada de Berlín y del sortilegio que borró mi memoria… —Vaciló un momento, sin tener claro si debía continuar. Finalmente decidió que compartir las sospechas de Evan no podía perjudicarla—. Evan estaba convencido de que había un traidor dentro de la casa sin ventanas. Estaba convencido de que alguien de la Carroña había ayudado a tendernos aquella trampa.
—¡Maldito cabrón! —Los ojos romboidales de Gólgota se abrieron de par en par al escuchar aquello. Tenía un tercer párpado lateral, una membrana de un acuoso color azul que solo se dejaba ver cuando su mirada se desorbitaba—. ¡Claro que teníamos un traidor en casa! ¡Él! ¡Él era el traidor!
—¿Evan? —miró al demonio, asombrada.
—Evan —le confirmó Legión con un gruñido seco que en la garganta felina que portaba en aquel momento sonó como un bufido.
—En los niveles inferiores de la casa sin ventanas hay una mazmorra con su nombre escrito —gruñó Gólgota. El odio que dejaban ver sus palabras era formidable—. Mataré a ese canalla mil veces. Lo he jurado por el alma marchita de mis hermanos muertos. Lo he jurado por mi especie extinta. Maldito sea. Lo criamos. Le enseñamos todo lo que sabe. Y él nos lo pagó apuñalándonos por la espalda.
—¿Qué fue lo que hizo? —preguntó Ariadna.
* * *
—En la Carroña hay ocho reglas básicas, esenciales —le explicó Legión. Ella asintió, las recordaba, si no todas, sí su mayoría—. Son nuestro credo. Lo que nos convierte en lo que somos. La primera es muy sencilla: «Los contratos son sagrados». La segunda tampoco tiene demasiada complicación y está muy relacionada con la primera: «Nunca traicionarás a un cliente». Esas dos leyes están por encima del resto.
—Evan rompió ambas —gruñó Gólgota.
Habían retomado la marcha. Caminaban despacio a través de los túneles de niebla, con el murciélago muy por delante de ellos. Pasaron junto a un esqueleto enorme, una suerte de criatura humanoide de tres metros de altura sentada junto a una de las paredes, como si se hubiera detenido ahí a aguardar la muerte. Sus huesos eran de un lustroso color negro y estaban salpicados de flores rojas, de pétalos largos y caídos, como lenguas burlonas.
—Hace cuatro años un cliente contactó con el Funcionario para proponerle un encargo peculiar —dijo Legión—. Pretendía contratarnos para robar un objeto de leyenda: el Puño de Azardian. ¿Te suena de algo? —preguntó al ver la expresión del rostro de Ariadna. La virago negó con la cabeza, no del todo convencida; ese nombre había removido algo en su recuerdo, algo demasiado vago como para sacarlo a la luz. El asesino continuó hablando—: El Puño era uno de los tres objetos mágicos que sustentaron el poder de Azardian, el Rey Muerto, con toda probabilidad el hechicero más poderoso que ha campado por el mundo oculto —le explicó—. Se trataba de un collar hecho de nigromancia pura, una prisión de almas como no se ha conocido otra. La esencia de todo aquel a quien el Rey Muerto asesinaba quedaba presa en el Puño. Sus víctimas se convertían en sus esclavos, en su casta. Y no solo ellos, todo aquel que moría asesinado por una de esas almas cautivas se convertía en esclavo a su vez.
—El Puño de Azardian era un ejército en sí mismo —dijo Gólgota—. Si hay que tomar en serio las leyendas, en su momento de mayor apogeo llegó a contener cientos de miles de almas. De hecho, solo consiguieron derrotar al Rey Muerto cuando su hija lo traicionó y rompió el enlace que lo mantenía unido al collar.
—Durante siglos no hubo noticias sobre el paradero del Puño —apuntó Volga—. Se creyó que había sido destruido, como su báculo y la corona de hueso.
—Imagínate nuestra sorpresa cuando el conde Sagrada nos anunció que nos habían contratado para robarlo —dijo Legión—. Por lo visto un explorador de la Umbría había dado con él dentro del cadáver momificado de un dragón gigantesco; a todas luces Sarna, la bestia que montaba siempre el Rey Muerto en el campo de batalla. El sombreador en cuestión o era un novato o un estúpido, porque ignoró todas las precauciones mínimas que hay que tomar cuando te topas con cualquier cosa en la Umbría y lo primero que hizo fue colgarse el collar. Quedó enlazado a él de inmediato.
—No culpes al pobre idiota —le pidió Gólgota—. Hay objetos muy persuasivos. Y cuanto más poderosos son, más convincentes resultan. El Puño llevaba siglos perdido en las sombras, debía de tener unas ganas tremendas por ponerse otra vez en circulación. Hasta tú te lo habrías puesto de haberte topado con él.
—Sea como sea, al ponérselo el sombreador se convirtió en amo y señor del collar —continuó Legión—. Pero no era ni por asomo lo bastante poderoso como para usarlo como es debido. Solo consiguió invocar a la última criatura que había asesinado el Rey Muerto: un caballo de batalla, cojo para más señas.
—Eso debió desconcertarlo. —Gólgota soltó una carcajada—. ¿Os imagináis? Te encuentras lo que crees que puede ser un talismán de gran poder y lo único que consigues es un caballo cojo.
—El explorador ignoraba qué tenía entre manos cuando se lo llevó a Park Jun Su, un tasador del Filo Alborada. —Legión prosiguió con la historia—. Este, en cambio, identificó el Puño de inmediato. Supongo que le costaría trabajo creer en su buena suerte, no todos los días tienes la oportunidad de conseguir un artefacto mágico que vale un imperio. Park Jun Su era un hombre de negocios muy bien considerado, de reputación intachable. Tan notable sujeto tuvo que lidiar con el conflicto moral que suponía tener cerca el Puño del Rey Muerto. Obviamente no podía dejarlo escapar. Y estaba dispuesto a pagar una verdadera fortuna por él. El problema residía en que lo necesitaba desvinculado de su dueño. Y para eso, este debía morir… Dos días después encontraron al sombreador degollado en un callejón; eso sí, apareció con los bolsillos repletos de billetes y con su cuenta corriente llena.
»Una vez tuvo el collar desvinculado, Park Jun Su comenzó a mover sus hilos; tanteó aquí y allá, con precaución, en secreto, no le interesaba que la aparición del Puño se hiciera pública. Estamos hablando de un artefacto de escala nueve en el baremo de Crowley, un objeto prohibido que, según la ley de Samarkanda, debería ser entregado de inmediato a las autoridades de Filo Alborada para proceder a su desactivación. Park Jun Su no tardó mucho en encontrar comprador: Michael Schwenke, un excéntrico coleccionista de artículos mágicos, que estaba dispuesto a pagar una cantidad obscena de dinero por añadir aquel objeto a su colección. Schwenke era un hechicero aficionado, un mago voluntarioso con más entusiasmo que poder. Aunque puede sonar extraño, el que Park Jun Su se decidiera a vendérselo a él es algo admirable. El Puño en manos más poderosas podría haberse convertido en un verdadero quebradero de cabeza.
»No tardaron mucho en alcanzar un acuerdo con respecto al precio. Les costó más trabajo decidir dónde llevar a cabo la transacción. Schwenke se negaba a que la venta tuviera lugar en otro sitio que no fuera la Tierra Pálida, no quería saber nada de sombras, filos, lugares de paso o cualquier otro plano intermedio o superior. Y en cierto modo, sus reservas eran fundadas. Las grandes concentraciones de magia tienden a atraer a ciertas entidades desagradables.
—El Panteón Oscuro —dijo ella. Los monstruos terribles que habitaban entre las líneas de la realidad. Todavía no recordaba nada demasiado preciso sobre ellos, pero su mera mención bastaba para ponerle los pelos de punta.
—Exacto —corroboró Legión—. Los miembros del Panteón Oscuro pueden aparecer cuando menos te lo esperas. Pero la posibilidad aumenta cuando hay mucho poder concentrado en un mismo punto. Y en este caso no estamos hablando solo de la magia del Puño, tanto Schwenke como Park Jun Su tenían la intención de acudir a la cita con un buen puñado de hechiceros cubriéndoles las espaldas, lo que añadiría más magia a la magia, aumentando por tanto la posibilidad de recibir visitas no deseadas.
»Al final se decidió que la transacción tendría lugar en la mansión que Schwenke poseía en Berlín. El Panteón Oscuro nunca se manifiesta en ese lado de la realidad, nadie conoce el motivo, pero la Tierra Pálida ha estado siempre libre de sus atenciones. Los magos de Schwenke dispusieron decenas de sortilegios protectores por toda la casa y los hechiceros de Park Jun Su hicieron lo propio. El tasador se transportaría a la mansión desde Filo Alborada a través de un portal. Lo acompañaría una veintena de hechiceros mercenarios, versados todos en las más diversas magias agresivas. La transacción en sí no debería de llevar más de unos minutos, el tiempo necesario para confirmar que el ingreso se había realizado y que el collar cambiara de manos. Cosa que, como es obvio, nosotros no teníamos intención de permitir. El plan era robar el Puño durante el intercambio.
»Nuestro cliente era uno de los lugartenientes de Schwenke. Por lo visto había encontrado un segundo comprador que ofrecía por el collar una suma todavía más obscena. Y en este caso no hablamos de un hechicero de tres al cuarto, estamos hablando de alguien interesado en aprovechar al máximo el potencial del Puño y los ejércitos contenidos en él.
—¿Y a vosotros no os preocupaba que ese collar acabara en manos equivocadas? —quiso saber Ariadna. Recalcó el «vosotros», aunque sabía que era otro pronombre el que debería haber usado: en aquellos tiempos ella también formaba parte de la Carroña.
—La casa sin ventanas no juzga ni la moral ni las intenciones de los clientes que nos contratan —contestó Gólgota—. Somos simples intermediarios. Ni siquiera tenemos voz o voto a la hora de decidir qué contratos se aceptan o cuáles no. De hecho se rumorea que ni siquiera es el conde Sagrada quien toma esas decisiones. Cuando el Funcionario le hace llegar una propuesta, el conde sube al ático de la casa sin ventanas, ese lugar maravilloso que tanto da que hablar y al que todos tenemos prohibido el acceso… —Ariadna recordó una puerta estrecha, como la tapa de un sarcófago, situada al final de una vertiginosa escalera de caracol. Evan y ella habían subido en multitud de ocasiones allí, y se habían retado el uno al otro a intentar abrirla. Por supuesto nunca se habían atrevido a hacerlo.
—Unos dicen que allí se pone en contacto con los dioses oscuros a los que sirve —dijo Legión—. Y que ellos deciden si es conveniente o no aceptar el contrato.
—Otros aseguran que en el ático guarda la calavera de su amada muerta y que es ella la que toma las decisiones —dijo Volga—. Pero eso es imposible. El conde no conoce más amor que el que profesa al dolor y a las bellas artes.
—Yo digo que sube allí y lanza una moneda al aire y dependiendo de lo salga decide una cosa o la contraria. —Gólgota chasqueó la lengua—. Poco importa lo que haga. Lo que cuenta es que cuando sale del ático lleva siempre una vela en la mano. Si está apagada, el contrato se rechaza. Si está encendida queda sellado. Eso fue lo que sucedió en el caso del collar del Rey Muerto. Y no necesitábamos saber nada más.
—Robar el Puño no iba a resultar tarea sencilla —continuó Legión—. La venta iba a tener lugar en una mansión repleta de hechizos defensivos, con casi medio centenar de mercenarios presentes, muchos de ellos magos. El conde Sagrada convocó a todos los efectivos disponibles, a todos los que estábamos libres en esos momentos. También os mandó llamar a Evan y a ti. Y fue una sorpresa que lo hiciera dadas las circunstancias, nadie esperaba que recurriera a vosotros tan pronto, no después de lo ocurrido.
—Os escapasteis —le dijo Gólgota, en tono dramáticamente afectado—. Decidisteis que la casa sin ventanas no era lo bastante buena para vosotros y huisteis. Fue algo muy cruel por vuestra parte.
—Lo recuerdo —dijo ella, entre entristecida y culpable—. Estábamos hartos de seguir órdenes, hartos de que siempre nos dijeran qué podíamos hacer y qué no. No lo aguantábamos más. Por eso escapamos. —La gota que colmó el vaso fue averiguar qué implicaba en verdad ser un virago, qué precio tendrían que pagar tarde o temprano por sus incontables resurrecciones. Cortó el paso a ese recuerdo, no estaba preparada para enfrentarse a él—. Huimos a los lugares de paso y nos escondimos allí durante dos semanas. —No era del todo cierto, los recuerdos de aquella huida continuaban brumosos en su mente, pero tenía claro que los lugares de paso solo habían sido una etapa en su fuga. Frunció el ceño. Recordaba una ciudad, una ciudad roja con las calles recubiertas de polvo; recordaba una torre de piedra con la cúpula quebrada. Recordaba dos lunas inquietas en lo alto del cielo y, más allá de estas, un planeta gigantesco, de un extraordinario color verde. Pero lo que sobre todo recordaba era la impresionante sensación de felicidad que la había embargado durante los primeros días que pasaron escondidos allí, una felicidad desbordante, plena. Una felicidad que, de pronto, se había venido abajo—. Pero terminamos regresando… —dijo con un hilo de voz, afectada por sus recuerdos.
—Todos lo acaban haciendo, pequeña. —Volga alargó la mano y le acarició el brazo con una ternura desconcertante—. Solo erais unos niños —dijo—. A veces lo olvidábamos. Os hicimos crecer demasiado deprisa y pagasteis las consecuencias. Sobre todo él. Sobre todo Evan… Creíamos que era el más fuerte de los dos y resultó ser el más débil.
—No le tengas lástima a ese miserable —dijo Gólgota, hosco—. A él no. Pagará por lo que hizo. Lo pagará muy caro, te lo aseguro.
Tras un silencio incómodo, Legión retomó la historia en el punto donde la había dejado:
—La operación de asalto se preparó al detalle —dijo—. Puesto que la mansión no proyectaba sombra en la Umbría, sería el propio cliente quien nos facilitaría el acceso. No nos hacía la menor gracia implicarlo en el robo, pero no quedaba otra alternativa, no con aquella casa plagada de sortilegios defensivos. Ni siquiera Imago podía acceder desde los espejos. Siguiendo nuestras indicaciones, el cliente ubicó varios portales latentes por todo el lugar, ocultos por sortilegios de preservación que los volvían indetectables a cualquier hechicería. Eran portales de entrada y salida. Tenía que activar los primeros, cinco minutos después de que Park Jun Sun y el collar hicieran acto de presencia. Solo se mantendrían abiertos unos segundos, el tiempo justo para abrirnos paso. Nuestros objetivos eran sencillos: robar el Puño, proteger a nuestro cliente y matar a todos los que encontráramos en la casa. En total éramos quince efectivos, número más que suficiente para cumplir la tarea. Pero la operación se complicó de manera inesperada.
—Porque la Carroña no era la única que sabía lo que iba a suceder allí esa noche —dijo Gólgota—. Cicero, la ciudad maldita, también estaba al tanto de la venta. No sabemos cómo lo habían averiguado, quizá Park Jun Su no fue tan discreto como había creído a la hora de buscar comprador o tal vez alguno de los oráculos de Cibeles había sido capaz de localizar el collar.
—¿Entonces no nos tendieron una trampa? —preguntó Ariadna.
—No, aunque en definitiva el resultado vino a ser él mismo —contestó Legión—. Ellos tampoco se esperaban encontrarnos allí. Fue un enfrentamiento entre dos facciones que intentaban hacerse con el control de un arma mágica de destrucción masiva.
—Entramos arrasando —dijo Gólgota. La satisfacción del demonio al recordarlo era evidente—. El elemento sorpresa funcionó a la perfección y ya en los primeros compases eliminamos a buena parte de los mercenarios y desarbolamos sus principales defensas. Park Jun Su fue de los primeros en morir, creo que fue Avaricia quien lo reventó con un pulso negro. Yo mismo le arranqué de las manos la urna de cristal que contenía el Puño. Y justo entonces comenzaron a abrirse portales en el techo y nos llovieron encima los monstruos de Cicero. Los lideraba Ego, uno de los comandantes de Cibeles. A partir de ahí todo fue caos.
A medida que el demonio hablaba, retazos del pasado se fueron abriendo paso en la mente de Ariadna. Imágenes fugaces de figuras contrahechas que luchaban entre sí, relampagueos de magia por doquier y gritos, sobre todo gritos. Pero fue al escuchar el nombre de Ego cuando todo se aceleró. De las tinieblas de su memoria emergió, clara y diáfana, la imagen de una criatura enorme, con una armadura de placas negras y verdes, llena de abolladuras, y un hacha de doble hoja que rezumaba magia y ponzoña por sus filos. Aquel engendro tenía la cara destrozada a cuchilladas; solo su frente estaba libre de cicatrices y era allí, a ambos lados del nacimiento de una enrevesada cornamenta, donde se abrían sus seis pares de ojos, ojos enormes, redondos y oscuros. Ese era Ego, uno de los lugartenientes de Cibeles, rey de Cicero. Para completar el cuadro macabro que ofrecía aquel espanto, llevaba empalada una criatura a su espalda, una suerte de ángel consumido, de grandes alas negras, de las que Ego se servía para volar.
Ariadna se había enfrentado cara a cara con aquel demonio en medio de uno de los pasillos de la mansión. Lo recordaba. Recordaba el vuelo del hacha en busca de su cráneo, el hedor a descomposición malsana que desprendía y el incesante gimoteo de la criatura clavada a su espalda. Pronto le quedó claro que aquel combate solo podía acabar con ella partida en dos y sus entrañas diseminadas por el suelo. En otro tiempo, la perspectiva de estar a punto de morir no le habría producido inquietud alguna, pero después de lo que había descubierto sobre los viragos, dejar de existir, aunque fuera solo durante un breve lapso de tiempo, la aterró. Luchó como nunca antes lo había hecho, se defendió como si su muerte fuera definitiva, como si no tuviera más vida que aquella. Pero nada podía hacer contra aquel espanto. Ego la sobrepasaba en poder, en prestancia, en locura… Cuando ya lo daba todo por perdido, Legión acudió al rescate interponiéndose entre ambos. Su amigo había adoptado uno de los cuerpos que solo vestía en circunstancias extraordinarias: precisamente el de otro morador de Cicero, un engendro blindado y bicéfalo, de tres metros de altura, que Legión había asesinado en los tiempos en los que la casa sin ventanas estuvo ubicada en la ciudad maldita. Libre de las acometidas de Ego, Ariadna saltó entre monstruos y magia desatada, con Letanía en su mano izquierda y una cimitarra en la derecha.
—Nos sobrepusimos rápido a la llegada de Ego y los suyos —continuó Legión—. La balanza en un primer momento se decantó hacia los enviados de Cicero pero, poco a poco, comenzó a igualarse. Era natural. Sus muertos permanecían muertos mientras que la mayor parte de nuestros caídos no tardaba en reincorporarse otra vez a la lucha. De haber tenido más tiempo habríamos terminado arrasándolos. Pero teníamos que actuar con rapidez. Estábamos luchando en la Tierra Pálida, y ya no se trataba de una simple escaramuza ni una rápida incursión: era una verdadera batalla. Puede que el Panteón Oscuro no fuera a aparecer por allí, pero podíamos acabar atrayendo a las fuerzas de la Segunda Cancillería. O a los mismísimos Garantes. El tiempo jugaba en nuestra contra.
Ariadna continuaba recordando; nuevas imágenes tomaban al asalto su cerebro espoleadas por la historia de Legión, borrosas en su mayoría, pero en ocasiones lo bastante diáfanas como para hacerse una idea clara de lo que había ocurrido aquella noche. Los monstruos de la Carroña y Cicero luchaban a brazo partido. Durante unos minutos ambos grupos se olvidaron del Puño del Rey Muerto, lo realmente importante era la animadversión que sentían los unos por los otros, el odio que se profesaban. La casa comenzó a arder. Los cimientos temblaban, como si se negaran a sustentar semejante locura.
Ariadna y Evan, como siempre, combatían con las miradas enlazadas; era su manera de tener una perspectiva mejor de la lucha y de protegerse mutuamente llegado el caso. Ella estaba en el pasillo de la primera planta, esquivando la magia negra de uno de los pocos hechiceros de Schwenke que todavía continuaba con vida. Evan se encontraba en las escaleras de la segunda planta, a solo unos metros de distancia, enfrentado a uno de los horrores de la ciudad maldita, una criatura medio escorpión, con cabeza picuda y plana, y un brazo derecho descomunal, terminado en una lanza de filo serrado fijada a su cuerpo por bandas de metal y clavos. El virago solo tenía a Disculpa, su arma en la Umbría, para defenderse.
Ariadna dio buena cuenta de su adversario en el pasillo, lo empotró contra la pared y le quitó la vida con una sola puñalada en el pecho. Los recuerdos le fallaban en esa parte, al caos fragmentario del combate se le unían las lagunas de su memoria. Se recordó en distintas partes del pasillo, luchando contra los guerreros de Cicero mientras intentaba llegar hasta Evan. Las llamas, de un verde enfermizo, trepaban por las paredes como criaturas ansiosas de devorarlo todo. Sombras aceitosas repartían muerte por doquier. Volga estaba clavada a una pared, ensartada por un arpón de hueso como una mariposa atravesada por un alfiler. Daba tirones y tirones, pero no conseguía liberarse. El humo comenzaba a poblarlo todo, un humo espeso y denso.
—Llegó la hora de replegarse —dijo Legión—. Seguir luchando no tenía sentido. Era una pérdida de tiempo. El Puño de Azardian era nuestro y eso era lo importante. —Ariadna escuchaba su voz y, al mismo tiempo, el sonido de disparos, carreras, gritos, el crepitar del fuego, el ruido del acero contra el acero…—. Había llegado el momento de escapar. Los portales de entrada ya se habían cerrado, pero nuestro cliente había ubicado otras semillas latentes por toda la mansión, portales que nos llevarían de regreso a la sombra domada desde donde habíamos partido.
»Daba la impresión de que todo estaba a punto de terminar y de que a pesar de Ego y los suyos íbamos a salimos con la nuestra. —Suspiró—. Qué equivocados estábamos. Todavía faltaba la jugada de Evan.
* * *
Ariadna corría entre humareda y magia revuelta.
En la escalera, Evan perdió la paciencia y cargó sin contemplaciones contra su adversario. Este lo recibió atravesándolo de parte a parte con su brazo metálico. El virago no se arredró, reptó por la extremidad punzante, clavándose todavía más en ella, y comenzó a apuñalar de manera salvaje al monstruo. Ariadna lo veía todo en primer plano, pasajera privilegiada de la mirada del muchacho. El brazo de Evan se movía con la cadencia de un pistón industrial, arrastrando en cada repliegue sangre y pedazos de carne negra. Su enemigo no tardó en desplomarse y el virago lo acompañó en su caída, empalado en el brazo. Evan aferró con ambas manos la extremidad/lanza e intentó desclavarse, pero le fallaban las fuerzas y cada vez que intentaba ganar apoyo en las escaleras o en el propio cadáver del morador, resbalaba en la sangre que los empapaba a ambos. Ariadna llegó a la carrera y se acuclilló a su lado. Cercenó con un solo tajo de su cimitarra el brazo del monstruo y a continuación tiró hasta extraérselo del cuerpo. Evan se convulsionó, pero no llegó a gritar, se limitó a mirarla, jadeante, sudoroso, con los labios entreabiertos bañados en sangre y el torso reventado. Había verdadero miedo en sus ojos, auténtico pavor; la idea de dejar de existir lo aterraba tanto como a ella, comprendió Ariadna.
A su espalda estalló un tabique y al volver la vista hacia allí tuvieron una fugaz imagen de Ego y Legión, enzarzados entre el humo y la polvareda. El cuerpo bicéfalo que vestía el miembro de la Carroña ardía envuelto en llamas negras.
Ariadna unió su magia a la de Evan y entre ambos consiguieron restañar lo bastante la herida como para que el joven consiguiera levantarse. El daño que había sufrido era considerable, pero no había tiempo de restaurarlo por completo. De pronto, la cortina de humo que envolvía el mundo se abrió y Gólgota y el cliente que los había contratado aparecieron en los primeros peldaños. El demonio llevaba la urna con el collar y por la expresión de su rostro parecía estar disfrutando como un niño de todo aquello. Venía con la cara bañada de sangre que no era suya y con carne ajena entre los colmillos.
—¡No os quedéis mirando! —les gritó cuando llegó hasta ellos—. ¡Nos vamos de aquí cagando leches! ¡Corred!
—¡La biblioteca! —dijo el cliente mientras señalaba escaleras arriba—. ¡Dejé la semilla de un portal de salida allí! ¡La primera puerta a la izquierda! —indicó.
Subieron los peldaños a toda la velocidad que les daban las piernas. Un estruendo en el aire, un lento batir de palmas gigantescas, les hizo girarse nada más poner pie en la segunda planta. Ego había alzado el vuelo; las alas del ángel cautivo se agitaban envueltas en remolinos de humo turbio, haciendo lo imposible por sostener el cuerpo macizo del comandante de Cibeles. La criatura sonrió, una sonrisa aviesa, repleta de colmillos y saliva gris. Luego habló:
—Siempre me he preguntado qué ocurriría si te devorara, Gólgota. —Las palabras surgían lentas y viscosas a través de las decenas de cicatrices que se repartían por su faz, como si de bocas se trataran—. ¿Te recompondrás a partir de mi mierda? —quiso saber. Sus doce ojos relucían.
—No te recomiendo comerme, Ego —le advirtió Gólgota. Hablaba con calma, pero sus puños comenzaban a bañarse en energía negra—. El último que se atrevió a hacerlo tuvo una tremenda indigestión. No fue nada bonito. Estuve escupiendo intestinos durante días.
—Sigues velando por mi salud, querido amigo. —Las distintas voces de sus múltiples bocas se entremezclaban en una cacofonía vibrante—. Como en los viejos tiempos.
—Por supuesto, ¿quién lo iba a hacer si no? ¿Tu madre? Lo dudo. Te odia. Y además a ella sí te la comiste. —El demonio se giró veloz hacia los viragos y el cliente que observaba espantado al engendro en la escalera—. ¡Largaos de aquí! —les ordenó al tiempo que lanzaba la urna con el Puño hacia ellos. El cliente la atrapó al vuelo—. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA!
A continuación, Gólgota saltó al encuentro de Ego.
La puerta de la biblioteca estaba a solo tres pasos de distancia. Ariadna la abrió sin contemplaciones y pasó dentro. Había alguien allí. Uno de los hechiceros de Park Jun Su había elegido aquella estancia para ocultarse y ahora retrocedía al verlos entrar. Tenía una herida profunda en un costado y por la forma en que se la cubría con una mano y la luz que envolvía esta, Ariadna comprendió que lo habían sorprendido en pleno hechizo de curación. El mago alzó el brazo libre y los señaló con la mano entreabierta. Al instante un chorro de energía perlada emergió de sus dedos extendidos y fue en busca de Ariadna como un relámpago trastornado. Ella barrió el aire con la mano de la cimitarra mientras gritaba la tercera palabra del escudo. La llamarada gris se disolvió en su mayor parte antes de alcanzarla, y aun así el mordisco de la magia le dejó el brazo entumecido. Cargó contra el hechicero que ya alzaba ambas manos dispuesto a atacar de nuevo. Antes de que pudiera armar otro hechizo, Ariadna le apuñaló sin contemplaciones en la garganta, bajo la barbilla, la hoja en vertical. El hombre retrocedió a trompicones, dando brazadas hacia atrás, como un borracho que intenta equilibrarse en vano; chocó contra una estantería y en su intento por sujetarse a la misma fue tirando libros de las baldas antes de derrumbarse al fin. Un gran estruendo se escuchó en la casa en ese instante, las paredes temblaron de forma tan violenta que varios muebles se desplomaron.
Ariadna miró alrededor, a través de su propia mirada y la de Evan. El brazo izquierdo le colgaba exánime.
La biblioteca era una sala hexagonal, con el recargamiento propio de los que quieren hacer ostentación de su riqueza sin haber sido bendecidos con el buen gusto. Todo era un canto a la chabacanería y al exceso: cuadros y tapices horrorosos, muebles profusamente tallados de aspecto macizo y primitivo, pieles de animales de los filos diseminadas por el suelo con aspecto de haber sido despellejados en un pasado reciente… Era tal el barroquismo de aquel lugar que los propios libros pasaban desapercibidos. A través de Evan, Ariadna vio cómo el cliente señalaba hacia una chimenea enrejada que ocupaba por entero uno de los laterales de la biblioteca. Prestó atención. Llegaba un murmullo bajo desde allí, el sonido leve de la semilla con su portal dormido, vibrando en una longitud de onda que solo los miembros de la Carroña podían captar. Se disponía ya a pronunciar las palabras que lo activarían cuando un súbito presentimiento la detuvo. Evan acababa de frenarse en seco y algo en su pose y en su forma de mirar la inquietó.
El virago aferró de pronto del brazo al cliente y lo detuvo en su avance. Cuando el otro se giraba extrañado, Evan lo apuñaló dos veces en la espalda. Fueron dos acometidas secas, rabiosas, dadas en paralelo, una a cada lado de la columna. Ariadna se giró a tiempo de ver por sí misma cómo Evan, de un solo tajo, le seccionaba la garganta. Los ojos del hombre se desorbitaron; intentó hablar, pero lo único que salió de sus labios fue un borbotón de sangre. La expresión de su rostro era de absoluta incredulidad. Las rodillas se le doblaron y cayó hacia delante despacio, casi a cámara lenta, como si la muerte se estuviera tomando su tiempo en ir a recogerlo. Evan le quitó la urna de las manos antes siquiera de que terminara de caer al suelo. La sangre continuaba brotando, en arco, de su garganta. Ariadna miraba asombrada a Evan, incapaz de creer lo que estaba viendo.
—¿Qué has hecho? —le preguntó, espantada. Habló muy bajo, como si tuviera miedo de que alguien pudiera escucharla.
—No vamos a volver —le dijo Evan mientras rompía en pedazos la urna que contenía el Puño. El collar quedó colgando entre sus dedos enguantados. Era de una hermosura siniestra, zafiros rojos que parecían coágulos de sangre se entremezclaban con telarañas grises y cristales relucientes—. No volveremos a ser esclavos nunca más, Ariadna. Nunca. Acabo de romper nuestras cadenas. Eso es lo que he hecho.
—Te has vuelto loco… —Asesinar a un cliente era la peor aberración que un miembro de la Carroña podía cometer. Ni siquiera había castigo estipulado para semejante herejía—. ¡Te has vuelto loco! —insistió—. ¡Acabaremos en los niveles inferiores de la casa sin ventanas!
—Para eso tendrán que atraparnos antes. —El virago sonrió, fue una sonrisa animal, una sonrisa grotesca que tenía poco de humana. Allí, en aquella biblioteca, con el Puño de Azardian en la mano, Evan parecía una fiera salvaje que por mero capricho de la naturaleza había adoptado forma de hombre—. No estoy loco, Ariadna —dijo, aunque el brillo de sus ojos aseguraba lo contrario—. Nunca había pensado con mayor claridad. Nunca. No somos esclavos de la casa sin ventanas, somos esclavos de su poder, tú misma lo dijiste en Iskaria. ¿Cómo enfrentarnos a ellos? —Alargó el collar hacia ella. Los cristales centellearon—. Con esto. Nos he conseguido un ejército. Que intenten buscarnos si se atreven. Porque si tienen suerte y lo consiguen también se toparán con las huestes del Rey Muerto. —Se echó a reír—. ¿Crees que se atreverán a buscarnos sabiendo de lo que somos capaces? ¡Con esto podremos arrasar la casa sin ventanas si se nos antoja! ¡Y lo saben!
Ariadna no tuvo tiempo de replicar.
Un nuevo estallido sacudió el mundo. Y justo después, Ego y Gólgota irrumpieron en la biblioteca, echando abajo el dintel de la puerta y un gran bloque de tabique. Rodaban el uno sobre el otro, envueltos en corrientes mágicas y arrastrando consigo el incendio de fuera. Aplastaron una mesa con su embestida y salieron despedidos, el demonio a la izquierda y Ego a la derecha. Evan retrocedió con el collar de Azardian en el puño. Gólgota resbaló por el suelo y el azar quiso que terminara cara a cara con el cadáver del cliente. El estupor se reflejó en su rostro. Pero duró solo un parpadeo. El hacha de Ego cayó una vez sobre él. Y luego otra. Y otra. Veloz y demoledora. En apenas unos segundos Gólgota se convirtió en un cuerpo despedazado en la alfombra. El morador de Cicero se incorporó, enorme y resplandeciente. La sangre violeta de Gólgota chorreaba por su cuerpo y placas de hielo negro le corrían por la armadura. El ángel a su espalda chillaba de dolor: le habían arrancado un ala.
—Dame el collar, virago —le pidió Ego con su voz múltiple mientras extendía una zarpa hacia Evan—. El juego termina aquí. Dame el collar o te desollaré vivo durante los próximos mil años.
Evan sonrió desde el otro lado de la sala, una sonrisa maléfica que no tenía nada que envidiar a la de aquel espanto. A continuación, para desesperación de Ariadna, se colgó el Puño de Azardian al cuello.
La virago notó en sus propias carnes el estremecimiento que recorrió a Evan al tomar posesión del amuleto del Rey Muerto. Las ramificaciones de aquella energía portentosa se adentraron en su propio cerebro a través del enlace entre ambos. El collar comenzó a brillar: un destello rápido, un parpadeo cegador que por imposible que pareciera fue a más. Desde su perspectiva era tremendo, pero desde la de Evan resultaba insoportable, dolía. Ariadna rompió el enlace y abandonó su mirada, ignorante de que pasarían cuatro años antes de volver a asomarse a ella. Todo estalló a su alrededor, el mundo se convirtió en una llamarada salvaje. Ego se movió entre torbellinos de luces y sombras, alzando los brazos envueltos en energía negra. El Puño de Azardian centelleaba como una porción de sol en el cuello de Evan, como una estrella incrustada en su pecho. El mundo contuvo el aliento. De pronto, la estancia se llenó de siluetas vagas, figuras oscuras a un instante de concretarse. Ego exhaló una nube de veneno por las múltiples heridas que se abrían en su rostro al tiempo que cargaba contra Evan.
Ariadna empuñó con más fuerza a Letanía y se dispuso a saltar sobre el engendro de Cicero. Pero nada más darse impulso, chocó contra una barrera invisible; una pared oculta a los ojos pero tangible, dolorosamente tangible. El choque fue tremendo, trastabilló hacia atrás, aturdida por el golpe, y su espalda impactó contra una barrera similar. Estaba atrapada, atrapada en una burbuja invisible. Dio golpes a su alrededor, mareada. Al otro lado de su prisión invisible los destellos iban en aumento, era un maremágnum de luces y sombras. Llamó a Evan, a Gólgota, pero su voz quedó ahogada por el caos de fuera. Miró en derredor, frenética. Entrevió al hechicero que había apuñalado al entrar en la biblioteca, estaba tirado contra la estantería, casi enterrado en libros; tenía los ojos en blanco, la expresión ausente y la señalaba con su mano izquierda convertida en una garra retorcida que parecía sostener una esfera invisible. Estaba cantando. Ariadna rugió, furiosa. Había una verdadera multitud tras su prisión. Eran los ejércitos del Rey Muerto, convocados por Evan. Vio un caballo encabritado, con la pata delantera derecha quebrada. Un hombre hermoso embutido en una armadura negra, una mujer de ojos verdes, con una cota de mallas reluciente… Una sombra inmensa pasó ante sus ojos. ¿Ego? No, el número de brazos no era el correcto. De pronto las paredes invisibles de la esfera se estrecharon y no le quedó más remedio que doblarse sobre sí misma. Miró de nuevo hacia el hechicero que la mantenía presa. Había comenzado a cerrar el puño y la prisión, como respuesta, menguaba de tamaño; una silla atrapada con ella en su encierro mágico la golpeó en las piernas. ¿Qué pretendía aquel mago? ¿Aplastarla? La biblioteca estaba sumida en el caos. Vio hojas de libros en llamas revoloteando a su alrededor como polillas incendiadas, escuchó un atronador retumbar de pasos.
—¡EVAN! —gritó mientras su prisión se reducía más y más.
Alcanzó a verlo en medio de aquel caos. Sus ojos fulguraban bañados en luz negra, como si la oscuridad de su ojo derecho se estuviera vertiendo fuera, como si todas las tinieblas contenidas en su cuerpo se hubieran desbordado. Ego retrocedía ante la embestida de un monstruo de piedra, de cabeza enorme y ojos despavoridos. A cada golpe de aquel engendro volaban pedazos de carne y armadura. El puño de aquella cosa se cerró en torno a la garganta del demonio de Cicero y comenzó a apretar. El humo los ocultó de su vista. Nuevos resplandores sustituían a los primeros, estallidos de luz que venían preñados de criaturas muertas. El fuego daba buena cuenta de la biblioteca, pero además la propia realidad parecía desintegrarse, como si las energías convocadas allí estuvieran desbaratándola. Cuando se dio cuenta de que su prisión había dejado de estrecharse, Ariadna se giró otra vez hacia el hechicero. Tenía una lanza clavada en el pecho. Estaba muerto, pero ella continuaba presa en aquella burbuja implacable. Cerró los ojos y buscó la mirada de Evan. No pudo asomarse a ella. El enlace ardía de puro poder, un mordisco ácido la hizo retroceder.
Gólgota yacía desparramado por el suelo, en un caos de alfombras y pellejos de animal hechos pedazos, como si una estampida le hubiera pasado por encima. Los restos comenzaban a agitarse y retorcerse, se buscaban unos a otros entre charcos de sangre violeta. Evan tenía la capa hecha jirones, y a la herida de su pecho se le habían unido varias más. Una tremenda le partía el lado derecho de la cara y le había destrozado el ojo lector. Ariadna vio cómo una criatura se desenroscaba sobre una estantería presa de las llamas, era una serpiente con cabeza y torso humanos, con el cuerpo recubierto de espirales y marcas de mordiscos. Una figura fantasmagórica se acercó a ella y se acuclilló para mirarla; por unos instantes un rostro lívido, de labios verdes y ojos vacíos, se asomó a la barrera invisible. Mientras la miraba, curiosa, fue ganando en solidez, como si estuvieran colocando capas y capas de realidad sobre lo que de entrada había sido un simple espíritu. Una vez completa, se alzó y se alejó de su vista a grandes zancadas.
Ariadna se apoyó en la pared de la esfera, jadeando. Tras Evan comenzaba a abrirse un portal de luz. El virago era ajeno a aquel fenómeno, permanecía abstraído, rodeado de los tentáculos sombríos que brotaban del Puño de Azardian. Gritaba, gritaba incapaz de contener el caudal de energía y almas que brotaban del collar, gritaba borracho de poder, atrapado en la lujuria enajenada de la magia que se desboca. El portal latente a su espalda se activó por completo, lo habían puesto en marcha desde el otro lado, desde la Umbría. Tras el rectángulo de luz temblorosa que colgaba del aire se intuyó una silueta formándose. Un hombre negro, alto y musculado, con una maraña de pelo blanco y una espada corta en la mano. Lo reconoció en el acto. Era uno de los cuerpos de Legión.
Ariadna resopló, indecisa. Su mirada y la de Evan se encontraron a través del caos de aquella batalla demencial, de aquel pandemonio de seres resucitados. El virago le sonrió, orgulloso de ser el causante de aquella locura. Estaba demostrándole de lo que era capaz, estaba demostrándole hasta dónde llegaba el poder del talismán del Rey Muerto. Legión se le acercaba, empuñaba ahora con ambas manos la espada corta. Ariadna estuvo tentada de avisar a Evan. Solo tenía que gritar y señalar a su espalda para que pudiera defenderse. Pero ¿a quién debía lealtad? ¿Qué camino escoger? ¿La casa sin ventanas o el que se suponía que era el amor de su vida?
Tomó su decisión, en aquel momento, allí, entre el caos y la muerte que regresaba a la vida, Ariadna tomó su decisión.
La espada de Legión se hundió en la espalda del muchacho desprevenido, un ataque demoledor desde el costado, la hoja en vertical buscaba el corazón del virago. La estocada lo levantó del suelo. La mirada negra de Evan colapso el mundo, lo llenó de sombras. Gritó, y en mitad de aquel grito, Ariadna reconoció su nombre.
—Adiós, Evan —susurró. Las lágrimas corrían por sus mejillas, le ardían, le quemaban. Las lágrimas debían de estar derritiendo su carne, marcando a fuego su trayectoria por su cara, escarbando hasta el hueso y más allá.
Era la segunda vez que lloraba. La primera había sido catorce años antes, mientras le daban vida en una mugrienta mesa de laboratorio.