«OTROS LA BUSCAN»
Los cuatro niños del banco miraron hacia él en cuanto Marc entró en aquella plazoleta perdida en el extrarradio de Bucarest. Fue un movimiento rápido y conjunto, un giro de cabeza simultáneo que le puso los pelos de punta. Evan había hecho hincapié en que debía actuar de forma natural mientras se acercaba a la tienda, pero al joven le costó un gran esfuerzo no flaquear, sobre todo cuando comprobó que aquellos niños distaban mucho de ser normales. Dos de ellos carecían de brazos, los otros dos de piernas y todos tenían un único ojo situado en plena frente, un ojo idéntico, redondo y de un llamativo color naranja. Compartían un cigarrillo mal liado que se pasaban unos a otros con evidente deleite, en aquel momento uno de ellos lo sujetaba con destreza entre dos dedos de su pie izquierdo al tiempo que flexionaba la pierna para llevárselo a la boca. Tras una larga calada, exhaló una bocanada de humo blanco mientras estudiaba a Marc con vago interés.
«He compartido la sangre de los antiguos con un campamento de vampiros», se dijo mientras se aproximaba. «No pienso dejar que me atemoricen cuatro chavales raros».
El banco donde se sentaban tampoco era normal; era metálico, negro y retorcido, con aspecto de telaraña venida a menos, y, por supuesto, no se parecía en nada a sus congéneres diseminados por la plaza, mobiliario urbano normal y corriente. En cambio, sí guardaba semejanza con la escalera que conducía a la tienducha frente a él, una escalera de peldaños sinuosos que daban la impresión de estar a medio forjar. Ningún letrero aclaraba la naturaleza del negocio que se atendía allí y una verja enmarañada impedía ver el escaparate. Marc subió los escalones, consciente de que las miradas de los niños estaban pendientes de él. A media altura de la puerta, un cartel anunciaba que la tienda estaba cerrada. Hizo caso omiso, tomó el tirador y abrió decidido.
Un campanilleo rápido anunció su llegada, un tintineo malsano que procedía de una ristra de huesecillos y cristales que colgaba del dintel. Miró alrededor. El local era sombrío y lóbrego, apestaba a viejo y tenía el aire de una tienda de antigüedades en la que el orden y la limpieza nunca hubieran tenido importancia, hasta el aire sabía a polvo. Había muebles viejos por doquier, de todos los tamaños y condiciones; también arcones, estatuas y maniquíes, estanterías repletas de libros, armaduras y armas oxidadas, instrumentos musicales, ánforas y jarrones, fuentes para pájaros, ruedas de vehículos, paragüeros repletos de bastones; todo estaba amontonado y le daba a la tienda aspecto de buhardilla atestada.
El mostrador era un ataúd enorme al que le habían sustituido la tapa por una cubierta de cristal. Junto a este se veía una grotesca cuna con dosel negro. No había nadie tras el mostrador, pero la cuna sí estaba ocupada. Algo se movía dentro, Marc alcanzó a distinguir un bulto oscuro y una respiración sibilante. El joven se quedó inmóvil en la entrada, indeciso. El sonido de la campanilla debería de haber alertado a quien atendiera la tienda, pero a excepción del ocupante de la cuna el lugar parecía desierto.
Se acercó al mostrador. Mientras lo hacía, temeroso de lo que podía descubrir, echó un vistazo dentro de la cuna. Para su alivio el ocupante era un bebé, un niño rechoncho de aspecto normal aunque su vestimenta, un trajecito negro de marinero y un gorro de lana del mismo color, resultaba chocante en alguien tan pequeño. Aquel niño más que vestido parecía amortajado.
—Pero, ¿quién te ha puesto eso? —le preguntó en un susurro—. ¿Es que aquí todo tiene que ser siniestro a la fuerza?
El niño, por toda respuesta, le ofreció una sonrisa babosa. Sus ojos lo estremecieron. Eran antiguos, ojos que en nada tenían que ver con la edad que aparentaba aquella criatura. Marc tuvo la impresión de estar ante el bebé más viejo del mundo.
De pronto el sonido de campanillas a su espalda le hizo girarse. Los niños del banco estaban entrando en el local; los que no disponían de piernas se habían introducido en los curiosos arneses que los otros cargaban a la espalda, configurando así unas curiosas parejas complementarias. Sin decir nada se dispusieron a ambos lados de la puerta. Lo miraban suspicaces.
Poco después, una mujer atravesó la arcada tras el mostrador, procedente de las profundidades de la tienda. Era una mujer gruesa, entrada en años. Tenía ojos marrones, rostro arrugado y un cabello tan oscuro que se podían descubrir en él matices nuevos del negro. Sus muñecas estaban repletas de pulseras y llevaba los dedos tan cargados de anillos que a Marc le sorprendió que pudiera flexionarlos. Lo estudió de arriba abajo, con una sonrisa burlona en los labios, como si lo que tuviera delante fuera una broma graciosa.
—Bienvenido al hogar de los Tracia, muchachito. ¿Qué te trae a nuestra morada? —preguntó en perfecto castellano. El hecho de que se dirigiera a él en su propio idioma no le sorprendió demasiado.
—He perdido algo y necesito encontrarlo —contestó él—. Me han dicho que aquí podrían ayudarme.
—Huele a nuevo, mamá —dijo uno de los niños—. La Telaraña no lo reconoce como hijo suyo. Yo digo que lo degollemos y se lo echemos de comer a Ariel.
—Todos fuimos nuevos un día, Mandrágora, hasta los que nacimos a este lado del misterio. Seamos benévolos con nuestro visitante. —A continuación volvió a concentrar su atención en Marc—. ¿Por qué piensas que podríamos ayudarte?
—Porque aseguran que podéis encontrar cualquier cosa que esté perdida. Dicen que fuisteis capaces de hallar el ojo de Samotracia y la espada del argonauta. —Esa era la fórmula que Evan le había hecho memorizar y recitar hasta que fue capaz de soltarla con naturalidad. «El segundo paso para conseguir sus servicios es adularlos», le había dicho. El primero había sido encontrarlos: aquella tienda no estaba fija en el espacio, se trasladaba de ciudad en ciudad, se abría hueco entre los edificios, sin permanecer más de un día en un mismo punto—. Cuentan que encontrasteis al primogénito del Rapsoda y los brazos de Venus. Dicen que no hay nada que esté perdido que no podáis hallar.
—Vienes con la lección aprendida. —La mujer le dedicó ahora una sonrisa picara—. Encontramos cosas, sí, esa es una de nuestras múltiples ocupaciones. Cuéntanos ¿qué has perdido?
—A una amiga.
—Necesitamos saber más antes de aceptar o no tu encargo. Para empezar su nombre y el vínculo que os une.
—Se llama Ariadna. Es mi novia.
—El amor puede ser un lazo más fuerte que la sangre, sí. Y son muchos los que mueren estrangulados por él. Dime, muchacho ¿cómo la has perdido?
—Se ha extraviado en el mundo oculto —contestó—. Lo olvidó durante un tiempo, olvidó su pasado, olvidó quién era. Durante años vivió una vida normal en la Tierra Pálida. Hace dos semanas comenzó a recordar y después desapareció sin dejar rastro. —«Sé sincero, pero ten cuidado con lo que dices», le había advertido Evan. «Y no les hables de mí o puede que sea lo último que hagas»—. Necesito encontrarla. En este lado del mundo hay quien pretende hacerle daño.
—Qué triste historia. —La mujer no dejaba de mirarlo, con esa expresión a medio camino entre la amabilidad y la sorna—. Pero, ¿por qué acudes a nosotros? —se interesó—. Cualquier tienda de magia que se precie puede prepararte un sortilegio de búsqueda. Y no hay brujo que no sepa trenzar el baile de la huella en el aire y saber dónde está tu chica.
—La magia no puede encontrarla.
—Oh. Ya veo. Está protegida. Oculta a los ojos de la hechicería, pero no de las artes secretas. ¿Se esconde de ti acaso? De ser así, el precio será más alto del habitual. Si derramas su sangre gracias a nuestra información nos meterás en problemas.
—¿Derramar su sangre? No pretendo hacerle daño. Solo quiero encontrarla.
—¿Y ella quiere que la encuentres? —quiso saber, maliciosa.
—¿Podéis ayudarme o no? —La retó con la mirada. Aquella pregunta le había tomado desprevenido. No, claro que no quería que la encontrara. Ariadna lo había dejado muy claro.
La mujer soltó una carcajada.
—Podemos, podemos. Claro que podemos ayudarte. Somos los hijos de Tracia, y, como bien has dicho, somos capaces de encontrarlo todo. —Se inclinó sobre el mostrador. Había cosas ocultas en su pelo, criaturas escondidas en la maraña negra que caía sobre sus hombros. Un ojo anaranjado se asomó entre mechones para desaparecer veloz en la espesura oscura. Se escuchó un cuchicheo. Se oyó una risa mínima—. ¿Conoces el precio? —Marc asintió. Evan se lo había explicado muy bien—. ¿Y estás dispuesto a pagarlo?
—Lo estoy —aseguró.
Ella asintió, complacida por su respuesta.
—Una advertencia —anunció—. Te diré dónde se encuentra ella en estos momentos, lo que no implica que siga ahí cuando llegues. ¿Comprendes lo que te digo? Todo es efímero, eventual… Todo cambia y fluye.
—Lo comprendo —afirmó él.
Aquello era mucho más de lo que habían obtenido hasta entonces. Había perdido la cuenta de las distintas ciudades a las que Evan lo había arrastrado, de los lugares extraños que había visitado en aquel viaje vertiginoso a través de las casas iguales. Había sido en el último de ellos, un tugurio infecto de Nuevo México en el que se habían detenido a comer, donde habían escuchado el rumor de que la tienda de los Tracia había sido vista aquella tarde en Bucarest.
—Sea, pues —dijo la mujer—. Completemos la transacción, cerremos el trato y encontremos a tu amante perdida. —Le tendió una mano anillada. Era regordeta, de dedos cortos y carecía de línea alguna en la palma; la piel estaba lisa por completo, sin huella, sin mácula—. Toma mi mano y visualiza lo que has perdido; pase lo que pase, no apartes a la muchacha de tu pensamiento o esto no servirá de nada.
Marc se apresuró a estrechársela, lo hizo con un movimiento rápido, como si temiera que ella pudiera pensárselo mejor y retirar su ofrecimiento. La mano de la dependienta era blanda y tibia, a él le recordó la tarde en la que de niño había tocado algo entre la hojarasca mientras jugaba al escondite en un parque de su barrio; una blandura mustia, pegajosa, que al final resultó ser una rata muerta, medio podrida ya. Apartó esa imagen de su cabeza, no era lo que necesitaba en ese momento. Cerró los ojos y trajo a Ariadna a su mente. La recordó sentada a su lado en el porche de su casa, con la vista fija en un horizonte crepuscular y el pelo mecido por el viento; en su recuerdo era tan hermosa que mirar algo que no fuera ella era una proeza. Todavía tenía nítidos en la memoria sus rasgos, se preguntó cuánto tiempo tardaría en comenzar a olvidarlos, cuánta ausencia sería necesaria para que la joven que amaba comenzara a desdibujarse. «No», se dijo, furioso consigo mismo por contemplar siquiera la posibilidad de que eso sucediera. «No pasará. Voy a encontrarla. Voy a encontrarla aunque sea lo último que haga».
El tacto blando y mohoso de la mujer cambió, se erizó, se llenó de pronto de filos y cuchillas. Marc notó un sinfín de filamentos mordiéndole la carne, garfios diminutos que brotaban de la mano que tocaba para hundirse en la suya. Intentó concentrarse en Ari, en su pelo moreno, en su forma de andar, en lo estúpidamente feliz que era junto a ella. Trajo a su recuerdo su mirada asimétrica, sus labios, la curva de sus caderas, se asomó hasta al último secreto de su cuerpo, la constelación de lunares en el vientre, la pequeña cicatriz en la cara interna de un muslo, el pubis moreno y su textura de hilo dulce.
—Va a doler —escuchó decir a la mujer.
—No importa —contestó él. «No puede doler más que no tenerla».
Acto seguido sintió como si alguien le retorciera las entrañas. Fue un latigazo de electricidad húmeda que se le enroscó en las vísceras para tirar a continuación de ellas, arrancándoselas de cuajo. Gimió. Las rodillas le flaquearon y habría caído al suelo de no ser por uno de los niños dobles, que lo tomó de las axilas y lo sostuvo sin miramientos. El dolor dejó de ser dolor para convertirse en agonía. Tenía ganas de gritar. Ganas de llorar. En ningún momento soltó la mano de la mujer, la aferró con más fuerza si cabía, en un intento desesperado de compartir con ella el dolor que lo destrozaba por dentro. A pesar de la tortura, no dejó de pensar en Ariadna ni un solo instante. Se confió a su imagen para capear la pesadilla, se abrazó a su recuerdo para no enloquecer.
«Hago esto por ella», se dijo cuando el sufrimiento se volvió insoportable.
Tras una eternidad, la mujer le soltó la mano. Él salió trastabillando hacia atrás, y solo el apoyo de los niños le permitió conservar el equilibrio. Abrir los ojos le costó un gran esfuerzo, una fina capa de costra había unido los párpados entre sí. Dos lágrimas densas rodaron por sus mejillas cuando lo consiguió, excrecencias turbias, casi sólidas. Respirar dolía, sentía que se asfixiaba, los pulmones parecían haber olvidado cuál era su cometido. Por un instante creyó que su corazón había dejado de latir. Su cuerpo no se reconocía a sí mismo, ni siquiera el mundo que lo rodeaba parecía el mismo que unos segundos antes. Sus dimensiones habían variado, se había hecho más pequeño, era una diferencia casi inapreciable, pero suficiente para marearlo.
La mujer lo contemplaba, impasible tras el mostrador/ ataúd. Su aspecto tampoco era el mismo de antes, también había cambiado. Ahora no había tantas arrugas en su cara y el volumen de su cuerpo era menor, como si hubiera perdido varias tallas en un solo parpadeo. Era bastante más joven.
—He encontrado a tu amada —le dijo. Su voz también había rejuvenecido, contaba ahora con una energía nueva—. Sí, he dado con ella. Perdida en la Telaraña, confusa, a medio camino entre lo que fue y lo que será. Otros la buscan. Sombras terribles, oscuras y frías. —Su mirada era de una dureza implacable—. Pero eso ya lo sabes. Un rastro de cadáveres conduce hasta ella, su paso está jalonado de muerte… Tenía que haber seguido el consejo de Mandrágora, muchacho. Tenía que haberte echado de comer a Ariel. Es probable que ese destino sea más misericordioso que el que te espera si encuentras lo que buscas. Pero sea. Para bien o para mal tenemos un acuerdo. Te diré dónde encontrarla.
* * *
Evan tabaleó sobre el volante con la mano derecha, cada vez más impaciente. Había robado el coche muy cerca de la casa igual de Bucarest; era pequeño y nada ostentoso, de hecho el vehículo estaba tan destartalado que podría pasar desapercibido en un desguace. El joven sentía una urgencia demoledora, tremenda, un movimiento sísmico en la boca del estómago que lo mantenía en perpetua tensión, al borde siempre del grito. La cabeza le palpitaba; aquel dolor insidioso era debido a sus continuos intentos de asomarse a la mirada de Ariadna. Pero ella le mantenía cortado el paso con una terquedad endiablada. Aun así mantenía su hostigamiento, terco él también; todo lo que necesitaba era un instante de despiste para abrirse paso en su cabeza. Tenía claro que ella debía de haber considerado esa eventualidad y que estaría más que preparada para evitarla. No le costaba trabajo imaginársela con un parche en el ojo, ni siquiera descartaba que hubiera tomado una medida más drástica y se lo hubiera arrancado de cuajo. La antigua Ariadna habría sido capaz de hacerlo. Daba igual. No importaba. Era consciente de lo difícil que sería localizarla solo con una mirada casual, pero lo que de verdad necesitaba era que ella mirara a través de sus ojos. Quería que viera a Marc. Eso sería más que suficiente para atraerla.
¿Acaso no lo entendía? ¿No sabía lo que estaba dispuesto a hacer para estar con ella? Negó con la cabeza mientras contenía el impulso de emprenderla a golpes con el volante y el salpicadero. Aquella visita a Bucarest era una prueba de hasta dónde llegaba su desesperación. Todo el mundo sabía que era casi imposible sacar algo positivo de los Tracia. Se vanagloriaban de que podían encontrar cualquier cosa que estuviera perdida, en efecto, y su fama, sin duda, era merecida, pero rara vez usaban ese talento en beneficio de alguien que no fueran ellos mismos. La mayoría de los que visitaban su tienda con la intención de conseguir sus servicios salían sin obtener nada. Si es que salían, claro. Circulaba el rumor de que eran muchos los que habían desaparecido allí dentro. Dudaba de que un mortal insípido como Marc corriera peligro con ellos, una criatura tan anodina y simple no debería de interesarles demasiado. Lo que ni por asomo esperaba era que Marc consiguiera algo de los Tracia. Pero se estaba quedando sin tiempo, lo intuía, cada segundo que pasaba acercaba más a Ariadna a la casa sin ventanas y lo alejaba de él. No podía permitirse el riesgo de dejar pasar una sola posibilidad de encontrarla, por remota que pareciera.
A veces le costaba trabajo mantener la mente clara, tenía que hacer un gran esfuerzo para no perder el control. Y más ahora, cuando tenía la impresión de que todos sus planes, todos sus esfuerzos, estaban a punto de concretarse y adoptar forma real. Para bien o para mal. No lograba sustraerse de la sensación de punto y final que lo venía persiguiendo desde el instante en que había sentido la presencia de Ariadna en Madrid. Había ocurrido al poco de llegar a la ciudad, mientras huía por enésima vez de las tediosas atenciones de la barracuda. Se había escabullido por los tejados, en un intento de dejarla atrás, cuando, de pronto, captó en el aire el eco del latido de un corazón que no era el suyo. Olvidó al monstruo que lo rondaba y se detuvo, al borde de una cornisa, con cinco pisos de caída a sus pies, consciente de que ella no estaba lejos. No fue una premonición, no fue una corazonada, fue un hecho tan constatable como la presencia del Sol en el cielo o la de su propio corazón en el pecho.
Evan nunca había perdido la esperanza de encontrarla, nunca. Sabía que el destino, la suerte o la constancia, volverían a reunidos tarde o temprano. Y aquel sutil aroma en el aire, ese arañazo leve a los sentidos tan familiar, fue la rotunda confirmación de que el reencuentro estaba próximo. Ariadna estaba cerca, muy cerca. Olvidó la barracuda, olvidó la espada que le había llevado hasta Madrid, olvidó todo lo que no fuera ella. A lo largo de los días siguientes se había topado con más ecos de Ariadna, más destellos etéreos que marcaban su paso a través de aquella urbe acelerada, pero que no le servían para encontrarla. Durante cinco días rastreó Madrid en su búsqueda al mismo tiempo que la barracuda lo perseguía a él.
Y fue precisamente en uno de sus encontronazos con aquel monstruo cuando, sin esperarlo, se la encontró metida en su cabeza. Aquella invasión lo había tomado desprevenido, más si cabe cuando una parte de su propia conciencia fue a parar a un bar de mala muerte donde un desconocido (luego supo que era Marc) intentaba tranquilizarlo. Evan había conseguido recomponerse y dar cuenta de la barracuda, pero no antes de que aquella cosa le abriera el vientre. Se había arrastrado lejos de allí mientras el monstruo luchaba por recobrar su forma física y, tirado en un callejón cercano, había llamado a Ariadna mientras moría.
Para su sorpresa, ella había acudido. Y el tenerla en frente lo había cambiado todo. Verla otra vez fue encontrar de nuevo su lugar en el mundo, dio sentido a todas las locuras que había cometido a lo largo de los últimos cuatro años (y a las que aún le quedaban por cometer). Pero la euforia inicial había quedado en nada; había vuelto a perderla. Comprendía ahora, demasiado tarde, que implicarla en el robo de la subasta había sido un error. Lo había hecho con la esperanza de que ella recuperara la memoria al verse inmersa en una situación de riesgo. La necesitaba entera, completa. Necesitaba que volviera a ser ella misma cuanto antes, no esa parodia edulcorada en la que se había convertido tras cuatro años en la Tierra Pálida. Además, estaba convencido de que, una vez lo recordara todo, abandonaría esa estupidez de estar enamorada de un ser humano.
Sí, hacer acudir a Ariadna a la subasta había sido un grave error. Era obvio que no había estado preparada. Le había sorprendido su reacción, sobre todo lo mucho que le habían afectado las muertes producidas durante el robo. Aquello era impropio de la Ariadna que recordaba. Al menos había conseguido hacerse con la espada. Y con la sangre de Nocta y la brújula de la Umbría. La cápsula le reportaría buenos beneficios si se decidía a venderla; en el mundo oculto había mucho interés por todo lo relacionado con el Panteón Oscuro y él todavía tenía un par de contactos de confianza que serían capaces de vender la ampolla sin dificultades. La brújula era otra cosa. También era un objeto valioso, por supuesto, todo lo que ayudara a orientarse en las sombras tenía un valor considerable, pero Evan no tenía intención de deshacerse de ella. Le dolía reconocerlo, pero la había robado por impulso; había sido un absurdo gesto nostálgico al que no se había podido resistir. Llevaba cuatro años sin entrar en la Umbría, sin acercarse, de hecho, a ninguna mansión o paraje que se proyectara en las sombras, por miedo a que la Carroña lo localizara y, al ver aquel objeto, aquella magnífica estrella de cinco puntas, forjada en cristal vivo, con aquel espectacular jirón de tinieblas danzando en su interior, no había podido resistirse. La nostalgia le pudo. El sargazo de oscuridad que se retorcía en la brújula era un pedazo de sombra, un trozo de su hogar. Poseer aquel objeto hacía que, de algún modo, se sintiera más cerca de casa.
Y había otra cosa que había conseguido en la subasta. La atención de Elías y los suyos. Ahora aquellos mercenarios también iban tras él. No le preocupaba en exceso. Los veía como una molestia menor. Solo eran hombres, seres humanos limitados, carne que una vez muerta se quedaría muerta por toda la eternidad. Llevaba cuatro años esquivando a la Carroña, poco podría hacer Elías para dar con él. La tristeza lo embargó al pensar en el tiempo que llevaba alejado de las sombras. Cuatro años exiliado de la Umbría. Cuatro años sin empuñar a Disculpa… Cuatro años sin Ariadna.
Se preguntó dónde se encontraría ella. ¿Estaría buscando sus raíces? De ser así, tarde o temprano daría con ellas, no le cabía la menor duda, tarde o temprano acabaría en la órbita de la casa sin ventanas. Maldijo estar tan limitado. Maldijo que las circunstancias le impidieran buscar en los lugares donde debería hacerlo. Delegar en Marc lo enfurecía de una manera tal que hasta a él lo sorprendía. Había perdido la cuenta de las veces que había tenido que contener el impulso de hundir el cráneo de aquel estúpido a golpes. A veces, cuando lo miraba, no podía evitar imaginárselo acostándose con Ariadna. La simple idea lo asqueaba, que ella pudiera retozar con un ser humano le producía náuseas. Como ver a un mono copulando con una diosa.
El tiempo prosiguió su marcha y, a su paso, la furia y la impaciencia de Evan continuaron creciendo.
—Solo quiero mantenerte a salvo —murmuró mientras miraba de reojo el asiento del copiloto, como si ella estuviera sentada allí—. ¿No lo entiendes? Solo quiero que estemos juntos. Solo eso. Todo lo que he hecho ha sido por ti. Todo.
Una silueta se aproximaba en la noche creciente. Le costaba trabajo caminar. El virago entrecerró los ojos y aferró el volante con tanta fuerza que dejó de sentir los dedos. Marc regresaba. Su paso era inseguro, frágil, los brazos le colgaban a ambos lados del cuerpo como prolongaciones que poco tuvieran que ver con él. Evan contuvo el aliento. Era imposible que aquel idiota hubiera conseguido algo de los Tracia. El pago que exigían por sus servicios era siempre en tiempo, los Tracia vampirizaban la vida de sus clientes, les robaban años de existencia para rejuvenecerse ellos mismos. De eso se alimentaban, pero Evan sabía que no les servía cualquier clase de tiempo ni de persona, de ahí lo difícil que resultaba conseguir sus servicios. Leyó entre líneas en Marc mientras se acercaba. Leyó cansancio y fragilidad, leyó polvo y el patético amor frágil e inseguro del que hacen gala los humanos, leyó miedo, extrañeza, pero también leyó la esperanza y la satisfacción de haber cumplido parte de su objetivo. Evan contuvo la respiración mientras el joven luchaba contra la portezuela, incapaz de abrirla. Cuando Evan se inclinaba ya para ayudarle, Marc consiguió desentrañar el misterio de la manilla y abrir la puerta por sí mismo. Luego se deslizó dentro del coche, de la misma manera torpe.
—Te han dicho dónde está —dijo Evan. No era una pregunta—. Sabes dónde está Ariadna.
Marc no dijo nada. Permaneció inmóvil, abstraído en la contemplación de su reflejo en el retrovisor. Se acarició la mejilla con lentitud, como si le costara reconocerla como propia. Evan se tragó su impaciencia, se tragó sus ganas de aporrearlo hasta dejarlo sangrante y muerto a sus pies. Había oído que en algunos casos los Tracia llegaban a beberse la vida entera de sus clientes. Marc había envejecido, sí, era evidente, pero no más de dos o tres años. Evan se preguntó qué había llevado a los Tracia a alimentarse de él.
—Está en Berlín —anunció el muchacho, de pronto. También le costaba hablar—. En la calle Bartningallee. Entre el número seis y el siete… No estará mucho tiempo más. «Otros la buscan», me dijo. «Llevan tiempo haciéndolo. Y están a punto de encontrarla».
* * *
La cocina de Sonia y Edgar era bastante más sobria que el salón. Estaba decorada con gusto y tacto, en equilibrados tonos blancos y negros, y equipada con electrodomésticos de ultimísima generación, de hecho Ariadna fue incapaz de identificar un par de ellos. La sentaron a la mesa mientras ambos maniobraban por la cocina con el aire de pilotos experimentados inmersos en la tarea de hacer volar una nave espacial. Cario ya había cenado y se había quedado con sus cuadernos y lápices en la sala de estar, hablando y riéndose solo. Botarate, al verlos salir del salón, decidió acompañarlos, lo que se tradujo en un simple cambio del cesto junto a la chimenea al que se encontraba frente a la calefacción de la cocina.
—La gastronomía se ha convertido en nuestra válvula de escape —le confesó Sonia mientras destapaba un perol puesto al fuego y olisqueaba el contenido—. Hasta hace unos años no le prestábamos demasiada atención; éramos gente de comida rápida, restaurantes de batalla y platos precocinados, pero ahora los fogones son nuestra aventura de cada día, ¿verdad, Edgar?
—Calla, mujer malvada —le espetó él al tiempo que removía una salsa de tomate con picadillo de carne—. Vas a hacer que nuestra invitada ponga en duda mi virilidad.
—La cocina no te hace menos hombre, cariño —comentó ella—. Pero eso que llevas puesto, sí —dijo al tiempo que señalaba el llamativo delantal del hechicero; la prenda, blanca y rodeada de puntilla rosa, llevaba bordados a media altura unos grandes labios de un incendiario color rojo y, en el mismo color y tono, una invitación a besar a la cocinera.
La siguiente hora fue un desfile continuo de los más diversos platos. Eran cantidades pequeñas, simbólicas en su mayoría, adornadas con trazos de diferentes salsas. Todo estaba delicioso. Ariadna tuvo la impresión de que aquella pareja se había dispuesto a deslumbrarla con sus dotes culinarias y que no iban a detenerse hasta hacer que reventara; no tardó en darse cuenta, a tenor de las constantes preguntas sobre qué platos le gustaban más, que se encontraban sumidos en una especie de competición gastronómica en la que ella era público y jurado a un tiempo. Probó carnes y guisos que no supo reconocer, sazonados con especias que despertaban en su memoria recuerdos de otros tiempos.
—Nuestros amigos dicen que engordan de siete a ocho kilos cada vez que les invitamos a comer —dijo Sonia—. Edgar dice que es porque los muy cabrones nos roban la cubertería.
—A mí me empieza a apretar el cinturón —dijo Ariadna.
La muchacha agradeció el cambio de registro tras la intensa conversación del salón, agradeció la anormal normalidad de aquel combate culinario. Necesitaba que su mente se sosegara, que absorbiera toda la información recibida. Necesitaba una pausa, aunque fuera mínima, y la pareja se la proporcionó de buen grado. Hasta Evan le había concedido una tregua, Ariadna llevaba un buen rato sin soportar sus insistentes intentos de colarse en su mirada.
La cena terminó sin un ganador claro, lo que pareció deprimir a Sonia y engrandecer a Edgar. El mago de la lanza sirvió tres tazas de una infusión de hierbas al acabar. Sonia se tomó la suya de dos rápidos sorbos. Luego se levantó de la mesa con intención, señaló, de llevar a Cario a la cama.
—Se le ha pasado la hora de irse a dormir —dijo con sonrisa de madre irresponsable pillada en falta—. Seguro que me lo encuentro inconsciente en el sofá o tirado en la alfombra. Tiene la increíble capacidad de quedarse dormido en cualquier parte y en cualquier postura.
—Cuando tenía dos años nos lo encontramos dormido dentro de un cajón de ropa —le confesó Edgar—. Nos dijo que era un pájaro y que se había hecho un nido. Prefiero no contarte qué clase de huevo había puesto.
Una vez solos, el mago de la lanza dio un largo sorbo a su infusión mientras la estudiaba con la mirada. Por su expresión a Ariadna le quedó claro que la calma había terminado. Tocaba retomar temas serios.
—Hay algo que debo contarte. Lo justo es que lo sepas. —Se echó hacia atrás en la silla, como si quisiera interponer más espacio entre ambos antes de volver a hablar—: Se trata de tu novio —dijo.
—¿Marc? —preguntó ella, aterrada—. ¿Le ha pasado algo?
—Hay orden de busca y captura contra él —le anunció Edgar—. Lamento decirte que es el principal sospechoso del incendio y de vuestra desaparición. Y más ahora que parece haber huido.
Ariadna recibió aquella noticia como un mazazo. La idea de que alguien pudiera pensar que Marc podía estar involucrado en lo sucedido se le antojaba ridícula, insultante en grado sumo.
—Me está buscando —se maldijo de nuevo por haber sido tan estúpida como para ponerse en contacto con él—. Ese idiota me está buscando. Le dije que no lo hiciera, maldita sea. ¡Le dije que no lo hiciera!
—¿Hablaste con él después de lo ocurrido? —se interesó Edgar. Mantenía la taza alzada ante su rostro y una nubecilla de humo le emborronaba los rasgos.
—Sí —contestó, apesadumbrada. Era incapaz de asimilar la noticia—. No soportaba la idea de que pudiera pensar que estaba muerta. No tenía que haberlo llamado, lo sé. Fui una estúpida.
—¿No quieres que te encuentre?
—No, no quiero —contestó. Y nada más decirlo se dio cuenta de que aquello no era del todo cierto—. No lo sé. —Se llevó las manos a la cabeza, confusa—. Es lo único bueno que me queda, lo único bueno que tengo. Si le pasara algo, no podría soportarlo… —Miró al hechicero, buscando su comprensión. No la encontró.
—Estás cometiendo un error —le dijo en cambio—. No puedes rechazar lo bueno por miedo a perderlo, no puedes dejar de lado lo que amas por temor a lo que pueda pasar. Llámalo y dile que se entregue. Nosotros nos encargaremos de arreglar este follón, te lo prometo. La Cancillería lo mantendrá a salvo.
—¿Como mantuvo a salvo a mi familia? —le preguntó, rabiosa. Ese arrebato de cólera venenosa era tan impropio de ella como natural para la otra Ariadna.
Edgar se tensó en la silla. Aquella pregunta había sido un ataque directo a su conciencia. Ariadna sabía que el hechicero se sentía responsable de la muerte de su familia.
—Eso es injusto —le dijo—. Y lo sabes.
Claro que lo sabía, pero no le importaba en lo más mínimo.
Sonia entró en la cocina en ese preciso instante, con el niño en brazos. La mujer frunció el ceño al percibir el ambiente crispado que de pronto se respiraba allí.
—Ya es hora de que los artistas den las buenas noches y se marchen a la cama —anunció. La efusividad de su voz contrastaba con la evidente preocupación de su rostro. Miró interrogativa a Edgar, pero este se limitó a sonreír y levantarse de la silla.
—Pero antes habrá que hacer algo con la última obra maestra del autor o pondrá perdida la cama —dijo.
Cario se había emborronado el rostro con sus lápices y pinturas. Tenía la mejilla derecha pintada de verde y el lado izquierdo de la cara lleno de rayones negros. Parecía una bandera absurda.
—¡Soy un dibujo! —anunció el niño.
Edgar le dio un beso en la mejilla manchada, un beso largo y sonoro que hizo que el muchachito se echara a reír. Cuando el hombre se apartó tenía los labios pintados también de esmeralda.
—¿Quieres que suba a contarte un cuento cuando mamá te acueste? —le preguntó—. Aunque te advierto que tendrá que ser corto, tenemos invitados y hay que atenderlos.
—¡No quiero cuentos! —exclamó el niño—. ¡Quiero que Araña me haga otro dibujo animado! ¿Puede hacerme otro dibujo, mamá? —preguntó a Sonia mientras se retorcía en sus brazos para mirarla suplicante.
—Mañana te hará otro, mi vida —le contestó su madre, reacomodándolo contra su pecho—. Ariadna está cansada y ahora no puede dibujar.
—Espera un momento. —Edgar miró al niño con una seriedad repentina. Su tono de voz había cambiado de manera drástica. Había alarma en él, preocupación—. ¿Un dibujo animado? —preguntó—. ¿Qué quieres decir con eso, cariño?
—¡Un dibujo como los de la tele! —contestó Cario, con una sonrisa enorme en los labios—. ¡Un dibujo de los que se mueven! —Abrió el cuaderno desde los brazos de Sonia y les mostró el torpe retrato que Ariadna le había hecho en el salón—. ¡Soy yo! ¡Soy yo! ¡Mira, mamá! ¡Mira, papá! ¡Me muevo!
Era cierto. El dibujo se movía. Los trazos apresurados con los que Ariadna había intentado retratar al muchacho no estaban fijos en el papel. Daban la impresión de estar cosidos a la cuadrícula y se desplazaban por su superficie como gusanos. Aquel ente hecho a lápiz miró a su alrededor, y los ojos se le abrieron de par en par al ver a Ariadna. La línea tosca de la boca se retorció en una sonrisa de regocijo.
—¿Qué significa esto? —Edgar se giró veloz hacia Ariadna. Todo su cuerpo estaba en tensión—. ¿Qué es lo que has hecho?
—No lo sé… —La muchacha estaba tan perpleja como ellos. No podía apartar la mirada del dibujo. Era un burdo boceto, un borrón que en poco se parecía a Cario, pero la alegría que mostraba era tan evidente como perturbadora.
Edgar arrancó sin miramientos el cuaderno de las manos del niño e hizo trizas el dibujo vivo y la página que lo contenía. Cario se echó a llorar ante el violento arrebato de su padre.
—No lo entiendo —dijo Ariadna, mirando los papeles destrozados del suelo. En uno de los pedazos todavía se distinguía un trazo de lápiz, inmóvil ya—. No lo entien…
Y de pronto lo comprendió. El recuerdo le cortó la respiración, horrorizada. Dos pensamientos convergieron en su mente como dos cuchilladas frías. Uno era un simple nombre: «Volga» que venía acompañado de olor a hueso recién serrado. El segundo pensamiento no era suyo, era de la otra Ariadna y era aterrador:
«Ya vienen. Vienen a por nosotros. Van a llevarnos a casa. Por fin».
—La Carroña.
—¡¿Qué significa esto?! —El tono de voz del hechicero subió de grado. Se adelantó un paso en su dirección, furioso. Parecía dispuesto a golpearla, pero lo que hizo en cambio fue sujetarla con fuerza del antebrazo. Bota se incorporó en su cesto y comenzó a gruñir, soliviantado él también por la situación.
—Lo había olvidado… —dijo Ariadna y el sabor de esas tres palabras fue amargo porque no era más que una torpe disculpa que ya nada podía arreglar. Nuevos recuerdos comenzaban a nacer en su cerebro, explosiones del ayer que la dejaron aterida de frío y miedo. Una fuerte peste a pez podrido la rodeó—. Saben dónde estoy. —Los dos adultos la miraban desconcertados, pero era el niño, cada vez más nervioso, lo que de verdad la sobrecogía—. Lo había olvidado —repinó, perpleja y atónita ella también. Tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no apartar la mirada del rostro de aquel hombre—. La Carroña cuida de los suyos. La Carroña vigila… —le costaba respirar—. Existen modos de comunicarnos unos con otros. Lazos que nos unen… —«Quema un libro sagrado y Balthasar sabrá dónde estás. Descuartiza un animal doméstico sobre una alfombra oscura e invocarás a Lamprea. Córtate la mano izquierda con una esquirla de un espejo roto y llamarás a Imago». Los nombres volvían. Y traían la oscuridad consigo, envuelta en aquellos pútridos golpes de peste a mar corrompido. «Dibuja unos ojos cuando estés perdida y Volga te encontrará»—. Al dibujar ese niño he tendido un puente entre un miembro de la Carroña y este lugar. Han tenido tiempo de sobra de averiguar dónde estoy.
—¿Me estás diciendo que es la primera vez que dibujas un puto monigote desde que perdiste la memoria? —le espetó Edgar—. ¿De verdad esperas que me crea eso?
—No, no, claro que no —se apresuró a decir—. Antes mis dibujos no eran más que dibujos, la invocación no funcionaba. —Cario continuaba llorando, su madre lo mecía pero aquel movimiento, lejos de tranquilizarlo, parecía ponerlo todavía más nervioso—. Quizá ahora funciona porque he comenzado a recordar. —Tenía que hacerles conscientes de la gravedad de la situación—. Vienen hacia aquí —le dijo. Quería gritar de pura frustración, de pura rabia. Pero así no salvaría a aquella familia—. Saben dónde estoy y vienen a por mí.
—¿Quién viene, mamá? —preguntó Cario entre hipidos y llanto—. ¿Quién dice que viene? ¡No quiero que venga nadie! ¡Que no venga nadie!
—No viene nadie, cariño. No te preocupes —dijo Edgar—. Los sortilegios de cierre continúan activos —les recordó entonces—. Nadie puede entrar en esta casa. Ni salir. Vamos a tranquilizarnos, ¿de acuerdo? —Y soltó el brazo de Ariadna como si con ese gesto admitiera que él también necesitaba calmarse.
Ariadna aprovechó su recién recuperada libertad para recoger el cuaderno que el hechicero había tirado al suelo. Tenía que hacer algo. No podía permanecer de brazos cruzados. Edgar se equivocaba, no era momento para estar tranquilos, no con la Carroña de camino. Miró a su alrededor, en busca de un bolígrafo, un lápiz o cualquier otra cosa que pudiera servirle para dibujar.
—Tengo que irme —anunció—. Invocaré a Volga otra vez para que puedan ver que me marcho lejos. Me seguirán y os dejarán en paz a vosotros.
Por mucho que buscaba no encontró nada a la vista con lo que poder dibujar. Recordó que la mesita del salón estaba llena de lápices. Cuando iba hacia la puerta, Edgar le cortó el paso.
—No —dijo, tajante. Su expresión se había endurecido—. No vas a irte —le advirtió.
—¿Es que no lo entiendes? —le preguntó, enfurecida—. ¡La Carroña viene hacia aquí!
—Eres tú la que parece no querer comprenderme. Mientras permanezcamos en esta casa estaremos a salvo —insistió el hechicero—. No hay forma de que consigan entrar. Da igual lo poderosos que sean, da igual la magia que sean capaces de invocar, la casa está sellada.
—Llama a la Cancillería, Edgar —le pidió Sonia. Cario lloraba de forma queda contra su pecho. Aquel sonido, aunque amortiguado ahora, era desolador—. Explícales lo que pasa —dijo la mujer—. Que nos manden un grupo de apoyo cuanto antes.
El hombre miró a su esposa, reticente. Quizá fue el continuo llanto del niño lo que terminó por convencerlo. Asintió, todavía dubitativo, y sacó de su bolsillo un aparato delgado, con forma de media luna, que se colocó en el oído. Frunció el ceño al momento.
—No hay señal —anunció.
—No puede ser —replicó Sonia—. Tenemos comunicación directa con la Cancillería. Es un enlace seguro. No se puede romper de ninguna forma.
—¿Igual que tampoco hay forma de entrar en esta casa? —preguntó Ariadna, con la mirada clavada en el mago—. ¡Tenemos que salir de aquí! —le pidió—. ¡Un portal! ¡Abre un portal y huyamos! ¡Tenemos que escapar antes de que sea tarde!
—Para poder abrir un portal debería retirar antes el sortilegio de cierre —le explicó—. Y eso es algo que no pienso hacer bajo ningún concepto.
Ariadna sabía que la Carroña era experta en salvar ese tipo de barreras. Pero necesitaba recordar cómo para convencer al hechicero de lo equivocado que estaba. «Piensa, piensa, piensa, piensa», se dijo. Escuchó reír en su cabeza a la otra Ariadna, la presencia insidiosa que habitaba en su mente lo recordaba. Y si su parte asesina lo sabía, ella también. Miró a su alrededor. Había un gran ventanal en la cocina, daba al patio trasero de la casa. Las sombras se extendían allí, las formas eran difusas, inciertas, cargadas todas de amenaza, como si pudieran contener en su seno ejércitos enteros de engendros. Cerró los ojos y respiró hondo. La casa olía a limpia, a lavanda, a comida recién cocinada, pero sobre todo olía a magia. Aquella casa estaba atestada de artefactos mágicos, algunos eran simple curiosidades, sí, pero había otros de gran poder. Casi podía sentir su energía, era un latido intenso, casi vivo; la mayor acumulación de magia no procedía del salón, sino de una sala oculta bajo las escaleras. Sonia y Edgar debían de guardar allí los objetos más poderosos que habían conseguido en sus aventuras. Había mucha magia almacenada en aquella casa, quizá no la suficiente como para convertirse en una casa encantada, pero sí bastante como para crear una distorsión en la realidad. Bastante para proyectar una sombra. Entonces lo supo.
—Vienen por la Umbría —anunció—. No entrarán desde este plano. Entrarán desde las sombras. Y no se puede cerrar una sombra.
—Nadie viaja por la Umbría —dijo Edgar—. Nadie.
—Nosotros sí —le replicó Ariadna—. Las sombras son nuestro hogar. Allí es donde habita la Carroña, en el reverso del mundo. Allí es donde está la casa sin ventanas. Entrarán desde la Umbría.
En ese preciso instante, el gruñido del mastín ganó en intensidad y Ariadna comprendió que ya era tarde. El animal dio un paso al frente, con el pelo encrespado y los colmillos al descubierto. Su hocico se dilataba y contraía, de forma desaforada, frenética. El aire traía olores nuevos. Olores peligrosos. Olores muertos.
—Ya están aquí —anunció Ariadna. El vello se le puso de punta y lo que recorrió su espalda no fue un escalofrío, fue un zarpazo de hielo. Los suyos llegaban. El pasado irrumpía en el presente, esta vez sí, sin cortapisas, sin excusas. La casa sin ventanas la había encontrado—. Ya están aquí.
En las manos del hechicero apareció un haz de luz, un chispazo de energía que creció hasta convertirse en una lanza de más de metro y medio de largo, de apariencia solida, con el extremo superior de un intenso color negro. Aquello era pura magia concentrada, la representación de su poder. Bota ladró y salió catapultado por la puerta. Tras él fue Edgar, armado con su lanza. Se detuvo en mitad del pasillo. El perro había desaparecido tras la esquina que conducía al salón y a la puerta principal. Se escuchaba su trote frenético, sus ladridos furiosos. Sonia y Ariadna quedaron más retrasadas. ¿Era su imaginación o hacía más frío que antes?, se preguntó la muchacha. De pronto se hizo el silencio, un silencio total y opresivo, un silencio de tumba ansiosa por llenarse; hasta el niño había dejado de llorar. No más pasos de Bota, no más ladridos.
El frío era cada vez más evidente. La respiración de los cuatro comenzó a sembrar de nubecillas de vaho el pasillo. Sonia se adelantó un paso y cogió del brazo a su marido.
—Tenemos que marcharnos, cariño —le rogó en un susurro—. No podemos correr riesgos con Cario aquí. Vayamos a la Cancillería. Ahí estaremos a salvo.
El hechicero la miró con una seriedad terrible, como si le estuviera proponiendo algo descabellado. Luego bajó la vista hacia el niño asustado que la mujer sostenía en brazos. Ariadna lo vio dudar, contempló durante un instante la lucha interna entre el hombre que había sido y el que era ahora. Finalmente musitó una maldición y asintió, concediendo que era el momento de huir. Unió ambas manos en torno a la lanza y comenzó a recitar otra vez aquella extraña jerigonza que había cerrado la casa unas horas antes. La luz blanca de la lanza se volvió roja, como si reaccionara a la magia de su dueño. Sobre las paredes y el techo se deslizaron otra vez palabras, en dirección contraria al hechizo de clausura en esta ocasión. Antes de que lo pudiera terminar una sombra apareció al otro lado del pasillo. Por un instante pareció un borrón de oscuridad, pero luego su contorno se concretó.
Era Botarate. El perro había vuelto. Se quedó inmóvil en mitad del corredor, mirando hacia ellos con la lengua fuera y una expresión de absoluta felicidad en la faz.
—Bota, aquí —le llamó Sonia. Sonó intranquila.
La extrañeza de ver regresar al animal no rompió la concentración del mago. Consumó el hechizo y de nuevo el resplandor de la magia al desatarse destelló en lo alto. El perro ladró contento y avanzó hacia ellos, moviendo el rabo de un lado a otro. Ariadna retrocedió un paso, tenía la impresión de que le acababa de nacer un nuevo corazón en la garganta, un órgano que irrigaba miedo en cada latido.
—Ese no es Bota —gruñó Edgar Müller.
Un instante después algo estalló a su espalda. Fue una explosión mínima, un crepitar de hielo al quebrarse. En el tiempo en que se giraban, el perro aceleró de forma explosiva hacia ellos. Ariadna tuvo tiempo de ver una figura humana que aparecía por el otro extremo del pasillo. Un hombre inmenso, de ojos diminutos y vientre hinchado, llevaba el torso desnudo y unos pantalones negros, raídos; sus manos eran enormes y en una de ellas empuñaba un pistolón negro sobre el que se enredaban relámpagos de luz verde. Tuvieron que desatenderse de él. El mastín llegaba ya por el otro lado del pasillo, transmutado en un proyectil de carne y furia dispuesto a arrollarlos. Edgar Müller se encaró al animal justo cuando este saltaba hacia ellos, con las fauces abiertas de par en par. La lanza hendió el lomo del mastín en el aire, lo atravesó y le abrió el vientre en un golpe demoledor y salvaje, los cuatro se vieron inmersos en una lluvia de sangre y vísceras. A pesar del golpe que le había partido en dos, el animal consiguió hundir sus dientes en el antebrazo de Edgar. El hechicero se libró de los restos del animal con una sacudida al tiempo que se giraba hacia el hombre que llegaba. Cario gritaba. Llamaba a su perro. Llamaba a su madre, aun a pesar de llevarlo esta en brazos.
Edgar se interpuso entre su familia y el desconocido. Este alzó el revólver y, sin mediar palabra, efectuó un único disparo, casi a quemarropa. El cañón vomitó un trallazo de luz esmeralda que esparció un fuerte olor a amoniaco por el corredor. Con un movimiento de la lanza, el hechicero interceptó el rayo. Se produjo un potente estallido cuando ambas fuerzas se encontraron. Era magia contra magia. Por un instante el poder de ambas pareció equilibrado, pero solo fue un espejismo, la llamarada verde terminó sucumbiendo al poder de la lanza. El hombre enorme tenía los labios cosidos con hilo negro y una runa grabada a cuchillo en cada una de sus mejillas. Cargó contra Edgar que giró sobre sí mismo trazando un remolino con la lanza. El otro, con más torpeza que habilidad, esquivó el golpe. Se escuchó un disparo y su cara voló en pedazos, fue como si un torbellino de sombras le estuviera devorando los rasgos. Ariadna se giró. Sonia estaba a un paso de distancia, empuñando una pistola siniestra, llena de runas y muescas, el arma todavía estaba rodeada del mismo humo negro que había rodeado la espada del hombre que la había salvado de Malasuerte. Armas ancladas en las sombras, en la Umbría. Cario lloraba entre sus brazos. El gigante con la cara destrozada se apoyó en la pared a una sola mano, se dio impulso y atacó a ciegas a Edgar. Le faltaba medio rostro, pero no parecía importarle.
—¡Las escaleras! —les ordenó Edgar al tiempo que propinaba un puñetazo demoledor al gigantón. Se escuchó el crujir del hueso—. ¡Subid al primer piso! ¡Subid al…
La mano del gigante le aferró la cara y silenció su grito. Parecía que aquella mole malherida tuviera la intención de arrancarle a Edgar el rostro a tirones, quizá para sustituir su propia cara destrozada. El mago se impulsó hacia delante y hundió la lanza en el estómago de su adversario con tal potencia que lo atravesó de parte a parte y clavó el arma en la pared del corredor. Pero la garra continuaba afianzada a su cara. La sangre corría entre los dedos, roja, espesa. Sonia buscó hueco entre Ariadna y el niño que llevaba a cuestas y disparó otra vez. La bala, un escupitajo de densa oscuridad, acertó a su enemigo en el cuello y la potencia del impacto fue tal que casi lo decapitó. La enorme mole se desplomó de lado, dio una sacudida contra la pared y cayó al suelo; ahí quedó inmóvil, con un brazo rígido señalando hacia lo alto. Edgar retrocedió, jadeando; tenía la cara bañada en sangre, pero ninguna de sus heridas parecía grave.
—¡Las escaleras! —se alcanzó a distinguir entre sus jadeos ahogados.
Una segunda silueta acababa de aparecer desde el mismo lugar del pasillo por donde había llegado el mastín. Era una mujer sumamente delgada, poco más que un esqueleto recubierto de piel. Estaba desnuda y los huesos destacaban en la carne, como si desearan abrirse camino a través de ella. Dos vendas grisáceas le cubrían parte de la cara, una le tapaba los ojos, la otra la boca, en ambas habían realizado unos toscos dibujos que buscaban sustituir los órganos que ocultaban: una mirada ridícula en la primera y unos labios en carboncillo en la segunda. La recién llegada tenía el pelo largo y lacio, de un color impreciso. Cargaba a la espalda con un arco largo de hueso y en la cadera un carcaj con flechas.
Ariadna la reconoció al instante. Era Volga, la criatura que había invocado al dibujar en el cuaderno. Y supo quién era aun a pesar de no haberla visto jamás con aquella forma física, las armas y las vendas fueron más que suficiente para identificarla. Volga robaba cuerpos; los conquistaba con su magia y los abandonaba una vez morían o dejaban de serle útiles. Edgar la sacó de su inmovilidad con un soberbio empujón al tiempo que apuntaba con su lanza a la recién llegada. El filo del arma centelleó y un trallazo de luz blanca salió despedido en pos de Volga. Esta se deslizó hacia la izquierda con un movimiento imposible y el relámpago blanco pasó de largo, sin rozarla siquiera. El hechicero maldijo y saltó sobre el gigante muerto en su camino a las escaleras. Sonia lo imitó y Ariadna, tras un momento de duda, también.
El cadáver que acababan de esquivar no permaneció demasiado tiempo inmóvil, una convulsión rápida lo recorrió de parte a parte, una sacudida eléctrica. A continuación pareció fluctuar, temblar, como si no fuera del todo sólido. Aquella cosa comenzó a incorporarse en medio de un caos de sonidos orgánicos: crujidos de hueso, fluir de líquidos, chasquidos y resuellos. Su forma y su tamaño fueron cambiando a medida que se alzaba. Cuando terminó de levantarse, vivo otra vez, era una criatura diferente. Ahora era un joven oriental, delgado como un junco, barbilampiño y de ojos rasgados. Ariadna lo reconoció también. Había estado presente cuando Legión había acabado con él. Legión, el de los mil cuerpos. Esa era la verdadera identidad de la criatura del pasillo. Ariadna sollozó. Hasta la llegada de Edmund aquel ser era lo más parecido a un padre que había tenido nunca. Legión, un monstruo asesino capaz de tomar el aspecto de toda aquella criatura que hubiera asesinado. Y estaba ahí, ante ella de nuevo. Desenvainó la espada que llevaba al cinto; la hoja estaba rodeada de la misma energía esmeralda que rodeaba el enorme pistolón que había empuñado antes. Sus ojos se toparon con la mirada de Ariadna. Sonrió, una sonrisa leve, pero cargada de sentimiento.
Y ella se sintió dividida, rota, quería echar a correr hacia él y abrazarlo, quería besarlo e intentar explicarle cuánto lo había echado de menos aun sin recordarlo. Y al mismo tiempo quería huir de él, de lo que significaba, de lo que implicaba, quería alejarse de ese ser y encontrar el modo de olvidarlo todo de nuevo, de regresar a ese paréntesis de inocencia y felicidad que ya sabía perdido sin remedio.
Sonia la aferró de la mano y tiró de ella hacia las escaleras. Ella se dejó llevar, aturdida, tropezando casi contra los escalones. Se frenaron en seco cuando apenas llevaban tres peldaños. En lo alto de las escaleras aguardaba un hombre vestido de cuero negro, con chaleco y botas rojas.
El cabello oscuro, largo, le llegaba hasta la cintura, y tenía los extremos de un blanco gélido, el mismo color de sus ojos, ojos fríos, glaciales, ojos hechos de puro hielo, hasta su forma era anómala: eran pequeños y romboidales. Era Gólgota. Gólgota, el demonio. Sobre su cuello se enroscaba una criatura diminuta, una especie de murciélago de alas membranosas hechas trizas, con una boca enorme para la pequeña cabeza de la que disponía, y una larga cola negra, erizada en su extremo. Edgar Müller y su mujer se dispusieron espalda contra espalda en mitad de la escalera. Ariadna cayó de rodillas junto a ellos. Era incapaz de reaccionar. El horror de la situación, la violencia a punto de desatarse, la asfixiaba, la convertía en un simple cuerpo a merced de los acontecimientos. El niño lloraba a lágrima viva, la boca abierta de par en par, los ojos desorbitados, sus gritos eran el irrefutable refrendo de la locura del mundo. Edgar apretó los dientes y lanzó una mirada asesina al hombre que les cortaba el paso. Entre la sangre que le cubría el rostro aún se veía un destello de la pintura verde con la que se había manchado al besar a su hijo. Y todavía llevaba puesto aquel estúpido delantal, los labios rojo sangre, el texto ridículo…
A los pies de la escalera estaban Volga y Legión, en lo alto Gólgota. Ellos atrapados en el medio, sin salida. La situación era idéntica a la de la noche de la subasta. Una casa repleta de asesinos, una matanza en ciernes. Y en ambas ocasiones había sido ella la culpable de guiarlos hasta allí.
«Somos la muerte», vertió en su mente la otra Ariadna, en un susurro venenoso. «Somos la muerte y la devastación. ¿Lo comprendes ahora? Deja de luchar y vuelve a casa. Vuelve a casa».
Pero había una diferencia clara entre lo ocurrido en Madrid y la situación actual. Aquella familia no estaba indefensa como lo había estado la suya. Quizá fuera una esperanza vana, pero Ariadna se quiso aferrar a ella. Y más todavía cuando Edgar Müller, el hechicero de la lanza, subió un peldaño en dirección a Gólgota.
—¡¿De verdad creéis que podéis amenazarnos en nuestra propia casa?! —gritó el mago. Mientras hablaba una película de luz blanca comenzó a rodear su cuerpo, un instante después aquella aura mágica se extendió a su mujer y su hijo. El demonio le dedicó una sonrisa mordaz—. ¿¡De verdad creéis que podéis irrumpir en mi casa y saliros con la vuestra!? ¿Acaso no sabéis quiénes somos? —Fulminó con la mirada a Gólgota—. Hemos atravesado los páramos de Estigia y combatido a los generales de Cicero en la Guerra del Horror. —Hablaba entre dientes, rabioso—. Estrangulé a Yocasta con las vísceras de su hija y ayudamos a expulsar a Kymodharad de la plaza Orada. ¿Y qué sois vosotros? Espantajos, nada más que espantajos.
La sonrisa de Gólgota no varió.
—Eso somos, sí —señaló—. Espantajos. —«Y muerte, devastación y ruina», añadió otra vez la Ariadna de su cabeza—. Pero nos sostiene el poder de la casa sin ventanas, Edgar Müller, un poder que desconoces, un poder sobre el que ni tú ni tus artes pueden nada. —Su voz era tan melodiosa como Ariadna recordaba, la voz de un ángel. «Nos cantaba canciones para dormir», recordó. «Nos cantaba las canciones de la bruja negra y la pequeña asesina»—. Y no te equivoques, hechicero: no hemos venido aquí a amenazaros. Hemos venido a mataros. —El demonio apartó la mirada de Edgar para contemplar a Ariadna, su sonrisa cruel se convirtió en un gesto amable—. Hola, preciosa, querida, queridísima niña… ¿Nos has echado de menos?
—Venid a por ella —le instigó el hechicero.
—Ese es el plan —le anunció Gólgota.
El tiempo se detuvo.
* * *
—Somos el hambre y la furia, el grito ardiente y la soledad fría —le dijo el conde Sagrada, unos días antes de la amnesia, unos días antes de la emboscada que puso punto y final a aquella época de su vida—. Somos lo que se oculta en el abismo, el latido de la sombras… Muerte, devastación y ruina. —La voz del hechicero aturdía, sus palabras sonaban lejanas, como procedentes de una profunda sima o de una constelación perdida—. Y no nos queda más alternativa que serlo. No lo olvides, Ariadna. Y no te engañes con quimeras: no hay salida, no hay escapatoria.
Estaban sentados en uno de los bancos con forma de media luna del patio interior de la casa sin ventanas, con la falsa noche de la Umbría pendiendo sobre ellos. La oscuridad en las alturas daba la impresión de estar formada por capas y capas superpuestas de sangre coagulada. Ariadna acababa de regresar a la vida, y la resurrección, como de costumbre, la tenía aturdida. Todavía le llevaría un tiempo volver a pensar con claridad. Evan continuaba muerto, tirado de costado en mitad de uno de los senderos, abierto en canal desde la entrepierna al gaznate, sus órganos internos se derramaban como el relleno de un muñeco, un crisol brillante, no exento de belleza; con la luz adecuada sus vísceras casi podían tomarse por joyas: granates, colgantes y rubíes diseminados en el barro. Sin magia de por medio el joven tardaría horas en recomponerse, pero el conde no parecía tener la intención de acelerar el proceso con sus artes ni había permitido que Ariadna lo hiciera con las suyas. Al parecer quería hablar a solas con ella. Él mismo los había matado a ambos, ese había sido su castigo por haber escapado de la casa sin ventanas. Ariadna había temido que fuera todavía más duro. Le había sorprendido su benevolencia: una muerte rápida e indolora, al menos en su caso. No era propio de él.
—Fuera de aquí no hay lugar para vosotros —continuó el conde—. Nunca tendréis otro hogar que no sea este y ambicionarlo es de insensatos. El hecho de que lo hayáis intentado me hace sospechar de que todavía no sois conscientes de vuestra verdadera naturaleza. Todavía no comprendéis lo que es de verdad ser un virago.
—Claro que lo comprendemos —le replicó ella. En condiciones normales no hubiera intentado discutir con él, pero acababa de resucitar y el aturdimiento la hacía más insensata que de costumbre—. Por eso huimos, ¿recuerdas? Por eso escapamos de ti. Averiguamos cuál era el destino que nos esperaba. Averiguamos en qué nos convertiremos Evan y yo.
Había sido durante su último contrato. Les habían encargado asesinar a una vidente en el Filo de la Prefectura de Katay. La mujer, una anciana hechicera que, por lo visto, se había enemistado con todos los clanes principales de la zona, había vaticinado su llegada. De hecho, cuando entraron en su casa se la encontraron aguardándolos. Estaba sentada en cuclillas en la alfombra, ante una taza de té recién servida, con otras dos tazas preparadas para ellos ante los cojines ceremoniales. «Venís a darme muerte», les dijo. «Lo sé. Lo he leído en las entrañas de un pájaro de papel y en los posos de una nube. Permitidme intentar disuadiros. Dadme la oportunidad de conseguir lo que pocos han logrado: escapar de la Carroña», luego añadió: «Me gustaría mostraros algo».
Y lo hizo.
—No me refiero a eso —dijo el conde Sagrada, con su voz de profecía inevitable. Cada vez que la miraba sentía que la eternidad entera se agolpaba tras sus ojos, preparándose para juzgarla: y su veredicto no sería benévolo—. Hablo de vuestra naturaleza, de vuestra esencia. Sois una paradoja, una criatura muerta que aun así cuenta con vida. El mundo vivo no está hecho para vosotros, el mundo vivo intentará expulsaros, como si fuerais una infección, un tumor… Sois veneno, veneno puro. Y la realidad entera conspirará contra vosotros allí dónde estéis. Sois una blasfemia hecha carne.
—¡Somos lo que tú has querido que seamos! ¡Tú nos fabricaste! —le acusó ella. Por primera vez en su vida le levantó la voz—. Somos tus juguetes, tus muñecos… —dijo con rabia—. Somos como la escoria a la que torturas en los niveles inferiores. Cuando agotas su dolor, cuando no puedes alimentarte más de su sufrimiento, te libras de ellos. Y lo mismo harás con nosotros cuando dejemos de serte útiles.
—Sin esos que tú consideras escoria nosotros no seríamos nada. Refiérete a ellos con el respeto que se merecen. Recuerda siempre que es su agonía la que nos hace fuertes, que es su dolor lo que nos hace capaces de obrar portentos. Pero te engañas y lo sabes. No es por miedo al futuro por lo que intentasteis romper los lazos que os unen a nosotros. Es por miedo al presente, ¿verdad? —Le dedicó una larga mirada, sus ojos, de un castaño oscuro en aquel momento, la escrutaron de un modo más salvaje y violento que cualquier lectura entre líneas. Intentó levantar barreras para que el conde no lograra profundizar en su interior, pero el nigromante las derribaba sin piedad—. Dime, Ariadna ¿tanto mal te hemos hecho como para que nos aborrezcas de este modo? —le preguntó mientras echaba abajo los muros que ella intentaba levantar para mantenerlo alejado de sus secretos más íntimos—. Te hemos dado un propósito, un objetivo. Te hemos dado una familia. Te hemos permitido saborear la vida cuando tu destino era la tumba…
—¡Me habéis convertido en una esclava! —lo interrumpió ella—. ¡Eso es lo que habéis hecho! —Ariadna se levantó en medio de la noche falsa, con los brazos extendidos, mostrándose—. ¡Mírame! ¡No soy nada! ¡Tengo tanto libre albedrío como una espada o un hacha! Solo nos sacas cuando nos das un contrato nuevo. Y una vez lo hemos cumplido nos envainas de nuevo hasta la próxima vez que nos necesites. ¡No es justo! ¡No es justo! ¡Estamos hartos de cumplir tus órdenes! —gritó—. ¡Hartos de que nos digas siempre qué tenemos que hacer! ¡Queremos ser libres!
—¿Libres? —preguntó él. Aquella palabra en sus labios sonó extraña, como si al pronunciarla el conde perdiera todo su significado, convirtiéndose, en esencia, en su contraria—. ¿Eso es lo que queréis? —Sagrada se inclinó hacia ella, un gesto que denotaba interés real, algo raro en él—. Ser libres para ir donde queráis, para robar cualquier cosa que deseéis y matar a quien se os antoje. Sin contratos, sin ningún tipo de control ni cortapisas. ¿Eso buscáis?
—Somos viragos —dijo ella—. Es lo que somos. Tú lo has dicho. Hambre, furia y devastación. Y en la casa sin ventanas nos estás conteniendo, tiras de nuestras riendas tan fuerte que nos destrozas. —Ese había sido siempre el principal problema. Hasta entonces habían sabido convivir con él, se decían que ya tendrían tiempo para conquistar esa libertad que ahora les era negada, que ya llegaría su momento… Pero entonces aquella maldita adivina les había mostrado cuál era su destino y eso lo había cambiado todo—. No nos puedes retener —le dijo al nigromante—, no nos puedes impedir ser lo que queremos ser.
—Claro que puedo, Ariadna —contestó él. Su sonrisa rebosaba tumbas y cenagales, su sonrisa era la mueca del rey de los condenados, del señor de la Carroña—. Yo os creé.
* * *
Todo se puso en marcha de nuevo, a una velocidad de vértigo, de espanto; a la velocidad voraz de las pesadillas. Una explosión de líneas cinéticas, de luces y sombras, emborronó la realidad, la volvió difusa. Edgar Müller se propulsó hacia el frente, con su arma mágica destellando entre fulgores y relámpagos. Gólgota danzó a su alrededor, esquivando las estocadas que el otro le lanzaba; no dejaba de sonreír, sin apartar la vista del rostro de su adversario, como si todo aquello no fuera más que una broma dispuesta para su divertimento. La criatura que se enroscaba a su cuello desplegó sus alas rotas y se lanzó sobre el mago. Iba en busca de sus ojos, pero se topó con la barrera mágica que rodeaba al hechicero, insistió una y otra vez en su objetivo hasta que Edgar se lo sacó de encima de un manotazo. Gólgota se limitaba a defenderse, sin hacer ademán de atacar, pero en torno a sus puños comenzaba a condensarse un velo de energía sucia. Allí donde pisaba el demonio dejaba una huella de escarcha oscura. Gólgota irradiaba frío. Y olía a nueces, siempre olía a nueces. «Nací dentro de una nuez», le había asegurado en una ocasión. «¿No te lo había dicho? A mis hermanos y a mí nos recolectaron en las laderas del Infierno de Morjabalan». «¿Me tomas el pelo?», preguntó ella, incrédula. «Que mi pene de treinta centímetros se me desprenda del cuerpo si miento».
En la escalera, Sonia abría fuego sobre Legión y Volga mientras su hijo lloraba y pataleaba contra su pecho. Las balas llovían sobre sus enemigos dejando a su paso estelas de tinieblas vibrantes. Legión las interceptaba con la espada, los proyectiles quedaban adheridos a su hoja, como moscas prendidas a una telaraña. Volga se limitaba a esquivar las balas que iban en su busca con ese deslizarse casual suyo, ese elegante navegar que tan poco casaba con su figura desgarbada. Ambos avanzaban despacio, sin prisa por terminar lo que habían iniciado. Volga se detuvo entre los restos de perro y recuperó la flecha que había usado para conquistar el cuerpo del animal, ese mismo gesto le sirvió para esquivar otro disparo.
Ariadna se apartó de Sonia, aterrada, aturdida. Reculó hasta que su espalda chocó contra la barandilla de la escalera. Su mente no le pertenecía, le resultaba ajena, tan fraccionada como sus sentimientos. Estaba a un paso de perder la razón; la locura la rondaba y ni siquiera tenía claro que no ceder a ella supusiera una victoria. La otra Ariadna reía a carcajadas. Todo su ser la impulsaba a levantarse y unirse a la pelea, ni siquiera le importaba demasiado qué bando elegir. Era la violencia lo que la atraía y su reclamo no entendía de facciones ni lealtades. La cabeza le rebosaba de recuerdos fragmentarios, repleta de imágenes de otros tiempos protagonizadas por los tres engendros de la Carroña. Había combatido a su lado en infinidad de ocasiones, había reído y sufrido junto a ellos. Aquellos monstruos eran sus amigos, su familia. Y habían acudido a buscarla desde el otro lado del mundo.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que Edgar Müller estaba gritando.
—¡Por la potestad del olvido! —aullaba el mago mientras proseguía su danza frenética alrededor de Gólgota—. ¡Por el poder de la presa! ¡Yo os convoco! ¡A todos y cada uno de los espíritus protectores de esta casa! ¡Acabad con los intrusos! ¡Despedazadlos!
Al momento, el suelo vibró y retumbó. Se escuchó un prolongado siseo, un ruido de instrumento de cuerda que iba en aumento. Varias sombras emergieron de las paredes y el suelo, seres luminosos, globulares, manchones de claridad turbia, dotados de extremidades largas, similares a látigos. Se lanzaron al combate justo cuando Legión y Volga ponían un pie en el primer peldaño de la escalera, indiferentes a los disparos de Sonia. Ariadna contó doce siluetas, una docena de formas translúcidas que se deslizaban planeando en el aire. Por un segundo, temió que ella pudiera también ser blanco de sus iras, pero la ignoraron por completo.
Los dos miembros de la Carroña desaparecieron entre los centelleos y reflejos de los espíritus que se abalanzaron sobre ellos. Sus brazos sarmentosos crepitaban y zumbaban, como si estuvieran cargados de electricidad estática. Uno de esos látigos se enredó en la pantorrilla de Legión; la ropa y la carne del asesino chisporrotearon primero y humearon después. Legión retrocedió en respuesta al acoso del espíritu. Cuando volvió a la carga había adoptado otra forma, se había convertido en un gigantesco ser de roca negra, sobre su piel pétrea se veían adheridos crustáceos fosilizados, algas y conchas marinas, parecía un arrecife que hubiera cobrado vida y salido a tierra firme. Legión aferró el filamento membranoso enrollado en su pierna y de un fuerte tirón, lo hizo trizas. La criatura profirió un terrible alarido en el que casi se distinguían palabras. Legión, una vez libre, saltó sobre el espíritu protector reconvertido de nuevo en el joven oriental, más rápido en movimientos que aquella criatura arrecife. La herida en su pierna continuaba abierta y crepitante. «Nunca sanan. Mis heridas nunca sanan. No hay magia ni ciencia que las pueda curar», le había explicado una vez Legión. «A veces no me queda más remedio que dejar morir mis cuerpos. Y con cada una de sus muertes, muero yo también y, al hacerlo, revivo amplificada la agonía que sufrió mi víctima en el momento en que la maté. Supongo que hay algo de justicia en todo ello».
Volga daba vueltas sobre sí misma, zafándose de las acometidas de los cinco espíritus que la habían tomado como objetivo; se detuvo a medio giro en un movimiento de una virtuosa elegancia, alzó el arco y disparó. Su flecha, una saeta de hueso blanco, atravesó a uno de los espantos entre un tremolar de chispas y fogonazos. Por un instante no sucedió nada, la criatura persistió en la lucha, pero a cada nueva embestida iba perdiendo fuelle, sus golpes eran menos medidos, más espasmos que verdaderos ataques, hasta que, de pronto, quedó inmóvil, una cometa a la deriva en el viento. Su superficie lechosa se tornó gris, se marchitó a ojos vista a una velocidad fulgurante. Lo siguiente que hizo fue saltar sobre su congénere más cercano y comenzar a destrozarlo a latigazos. Las dos criaturas volaron hacia el otro extremo de la casa, enredadas la una en la otra. Los movimientos de Volga se hicieron más torpes y confusos, perdió cierta elegancia. «No hay límite para los cuerpos que puedo controlar a un mismo tiempo», le había confesado en cierta ocasión a Ariadna. «Aunque mi mente suele comenzar a tener problemas para manejarlos cuando su cifra traspasa la veintena». El cuerpo de la mujer desnuda que danzaba en aquel momento entre siluetas translúcidas no era el cuerpo real de Volga. Nadie sabía qué forma tenía este ni dónde se encontraba. Era el secreto mejor guardado de la asesina. Había quien aseguraba que su yo físico real había muerto hacía siglos, pero que su conciencia danzaba de cuerpo en cuerpo, inmortal en esencia.
—¡Ariadna! —Se giró al oír su nombre. Era Sonia quien la llamaba. Había llegado a lo alto de la escalera y la apuntaba con su extraña pistola. Por un instante pareció dispuesta a abrir fuego sobre ella. Y no se lo hubiera reprochado—. ¡Sube aquí! ¡Deprisa!
Le costó un gran esfuerzo convencer a sus piernas de que debían ponerse en marcha. Se incorporó a trompicones y tras mal apoyarse en la barandilla corrió hacia Sonia y su niño. Gólgota y Edgar luchaban a brazo partido ante la puerta más alejada de las escaleras.
—¿Los conoces? —le preguntó Sonia con voz acelerada cuando llegó hasta ella. Volga y Legión estaban dando buena cuenta de los espíritus protectores que Edgar había invocado contra ellos—. ¿Sabes quiénes son? —insistió la mujer. Ariadna asintió, temblorosa. Cario continuaba llorando, con el rostro pegado al cuerpo de su madre. «Haz que se vayan, haz que se vayan», murmuraba entre sollozos e hipidos—. ¿Hay algo que puedas contarnos sobre ellos? ¿Alguna debilidad? ¿Cualquier cosa que podamos utilizar en su contra? ¡Reacciona, joder! ¡Necesitamos tu ayuda! —La miró con los ojos muy abiertos, cargados de reproche—. ¡Tú los has traído aquí! —la acusó—. ¡Ayúdanos!
Ariadna no contestó. No tenía respuestas, al menos ninguna que pudiera satisfacerla. Aquella pareja no tenía nada que hacer contra tres miembros de la Carroña. Quizá en el pasado hubieran tenido una oportunidad mínima de sobrevivir; de, al menos, equilibrar la balanza y hacerles frente, pero los años inactivos les habían pasado factura. Edgar Müller y su familia habían estado perdidos desde el instante en que aquellas criaturas habían puesto pie en la casa. Si le hubieran hecho caso, si hubieran huido cuando todavía estaban a tiempo… El llanto del niño le arañaba el cerebro, era el preludio al silencio por llegar y eso lo hacía aún más desolador. Solo podía hacer una cosa por ellos, comprendió. La misma pobre alternativa que había tenido cuando Elías los tuvo encañonados a su familia y ella: suplicar por sus vidas.
—¡Basta! —gritó mientras se encaraba hacia Volga y Legión. Sabía que ellos serían los más propicios a escucharla, no tenía sentido intentarlo con Gólgota. El demonio era un asesino nato, una criatura adicta a la masacre—. ¡Basta ya! —insistió—. ¡No tenéis por qué hacerles daño! ¿Me oís? ¡Maldita sea! ¡No tenéis por qué matarlos! ¡Volga! ¡Legión! ¡Esto no es un contrato! ¡Solo intentaban ayudarme! ¡PARAD DE UNA VEZ!
El combate entre los espíritus protectores y los dos asesinos continuó a los pies de la escalera. AHÍ abajo no se concedía tregua ni cuartel. Sus gritos ni siquiera los habían hecho vacilar. ¿La habrían escuchado siquiera? No podía asegurarlo. Apretó los puños, frustrada, rabiosa. Y en la locura de aquel momento sintió que su mano derecha se cerraba sobre algo que no terminaba de estar allí, una empuñadura a un instante de convocarse, un arma de la Umbría a un segundo de acudir a su llamada. Sentía la frialdad de su tacto, su textura de hueso polvoriento…
«Letanía», se escuchó decir con esa voz que no era del todo suya. «Se llama Letanía. Nuestra daga de vida, nuestra arma en las sombras. Por el Rey Muerto, cuánto la he echado de menos…».
Un rápido siseo a sus espaldas hizo que ambas mujeres se giraran a la par. El arma que había estado a punto de invocar Ariadna desapareció sin ni siquiera haber terminado de cobrar forma.
Gólgota se había cansado de jugar y pasaba por fin al ataque. Se movió con una celeridad terrible, abandonó su posición defensiva y, en una extraordinaria pirueta, saltó sobre Edgar Müller y aterrizó tras él. Antes de que el mago pudiera girarse, el demonio le golpeó de forma brutal en la base de la columna; el ataque ignoró por completo el campo defensivo que el hechicero había tejido a su alrededor, los dedos de Gólgota se clavaron como estiletes, como navajas, en su cuerpo. Edgar se desplomó hacia delante soltando tal grito que, por un segundo, eclipsó el llanto de su hijo. Ariadna pudo ver cómo una capa de hielo negro comenzaba a extenderse por la espalda del mago desde el punto exacto donde Gólgota había clavado los dedos. El toque del demonio era puro veneno, el frío que llevaba a cuestas era mortal de necesidad. Cualquier otro hubiera muerto en el acto, pero el hechicero, demostrando una fortaleza insólita, continuaba vivo. No solo eso, encontró fuerzas para contraatacar. Se giró hacia su enemigo con una rapidez inusitada y lanzó un mandoble con su arma. Aquel ataque tomó a Gólgota por sorpresa, intentó esquivar el golpe que llegaba pero fue una décima de segundo demasiado lento. La lanza de luz le cercenó el brazo izquierdo a la altura del hombro y se hundió en su costado hasta medio pecho, atravesando carne, costilla y pulmones. La sangre del demonio salpicó el pasillo. Era de un intenso color violáceo. Y humeaba. El olor a nueces se hizo más intenso.
La sonrisa desapareció de los labios de Gólgota. Saltó hacia delante, clavado todavía en la lanza, y con la garra que le quedaba aferró a Edgar de la garganta. El hechicero intentó recuperar su arma pero no lo consiguió en primera instancia. No tuvo oportunidad de un segundo intento. El cuello comenzó a cubrírsele de la misma escarcha negra que le trepaba por la espalda. La placa oscura crecía a ojos vista sobre su cuerpo. Los ojos del hechicero no tardaron en mostrar el blanco turbio de la asfixia, su rostro comenzó a oscurecerse aún más, a amoratarse. La lanza se desvaneció en el aire, sin energía que la sustentara.
—¡No! —gritó Ariadna—. ¡Gólgota! ¡Suéltalo!
El demonio se giró hacia ella con la velocidad de una cobra dispuesta al ataque, pero no aflojó la presa con la que estaba matando al hechicero.
Sonia se adelantó un paso y disparó dos veces, la primera bala pasó entre Gólgota y Edgar, la segunda acertó al demonio en la ruina ensangrentada de la que había nacido su brazo izquierdo, y le hizo, al mismo tiempo, soltar su presa y caer contra la pared. Edgar recuperó el aliento, la vida regresó a sus ojos, una vida mínima, al borde del abismo. El mago tomó aire, apoyó la palma de la mano en el suelo, justo ante el demonio tambaleante, y gritó dos palabras con voz desgarrada. La luz blanca que lo había envuelto se concentró en la punta de sus dedos y un instante después salió despedida en forma de ola de energía hacia delante, arrastrando a Gólgota hacia el otro extremo del corredor. Ariadna lo vio pasar rodeado en jirones de su propio cuerpo. El demonio chocó con tremenda violencia contra la pared que cortaba el otro lado del pasillo y quedó desmadejado en el suelo, envuelto en sangre violeta y humo pardo. Tenía la cabeza girada en un ángulo imposible y la carne, aquí y allá, se abría para dejar paso a la blancura del hueso. Daba la impresión de que el esqueleto de aquel demonio había estallado desde dentro.
Sonia corrió hacia su marido caído, con Ariadna siguiéndola de cerca. Edgar Müller, el mago de la lanza, se intentó incorporar cuando llegaron hasta él, pero lo único que consiguió fue recostarse en el suelo. Su esposa se acuclilló a su lado. Soltó una maldición al ver el estado del hombre. A Ariadna le costaba creer que todavía estuviera vivo. La escarcha de Gólgota le trepaba por la cara, y comenzaba a asomar por su torso, procedente de la espalda. Se escuchaba un crujir de cristales, un ruido ínfimo de capa helada a punto de quebrarse.
—Sonia… Sonia… —La voz de Edgar era un susurro casi ininteligible. Los labios le humeaban, repletos de grietas e hilachas de hielo negro. Su aliento apestaba a nueces—. Son demasiado fuertes. Y yo demasiado lento —dijo. Intentó sonreír aunque lo único que logró fue una mueca devastada. Alzó una mano para acariciar a su hijo, pero la retiró antes de completar el gesto, como si temiera mancharlo de hielo y sangre. El niño ni lo miraba. Mantenía el rostro hundido en el suéter de su madre, sin parar de gimotear abrazado a ella—. Quién nos lo iba a decir, ¿verdad? La buena cocina nos ha terminado oxidando…
—No hables, cariño, no hables —le rogó Sonia—. Voy a curarte, ¿me oyes? Vamos a salir de esta.
La mujer devolvió su pistola a las sombras y comenzó a acariciar el rostro del mago con la mano que acababa de quedar libre. Sus dedos brillaban envueltos en una luz blanca y tibia. Magia natural, magia sanadora. No necesitaba palabras para activarla, un simple toque bastaba para curar. Pero la escarcha que cubría el rostro de Edgar apenas reaccionó al contacto de aquella mano, solo una mínima porción de la misma se desprendió de la carne a su paso, dejando ver la piel agrietada que se ocultaba debajo. Sonia maldijo al ver cómo la placa de hielo se regeneraba más rápido de lo que ella conseguía quitarla. Sanar aquellas heridas estaba fuera de su alcance, era evidente, se necesitaba magia más poderosa de la que ella era capaz.
Ariadna miró hacia atrás, alertada por un súbito regüeldo, un sonido de barro goteando sobre barro. Gólgota, malherido y destrozado, intentaba levantarse al otro lado del pasillo. La muchacha vio cómo la tibia rota que le desgarraba la pantorrilla izquierda volvía a su posición bajo la carne, como si alguien tirara de ella desde dentro. Aquel demonio no tardaría en regenerarse. Gólgota no podía morir, daba igual el daño que sufriera, siempre se recuperaba. «Me quemaron vivo una vez y esparcieron mis cenizas por el mar. Me llevó cien años, pero logré recomponerme», contaba de vez en cuando, lleno de orgullo por lo que consideraba una gran proeza.
—Es inútil —dijo Edgar y apartó con delicadeza la mano de Sonia de su rostro—. No malgastes energía, cariño. —Hizo un esfuerzo por incorporarse, pero solo había que ver la expresión de su rostro para comprender que estaba al límite de sus fuerzas. Al menos consiguió sentarse—. Tenemos que escapar. Tenemos que salir de aquí… —dijo. La fortaleza de aquel hombre era increíble. Cualquier otro habría sucumbido ya al veneno de Gólgota.
—La Cancillería —dijo Sonia, acelerada—. Tenemos que llegar a la Cancillería. ¿Te quedan fuerzas para abrir un portal?
—No lo sé —contestó el mago—. Ayudadme a levantarme y lo averigua… —No terminó la frase. Se escuchó un sonido viscoso, blando, un chapoteo reluctante procedente del suelo seguido de un funesto ruido de desgarro. Edgar se estremeció, fue una única sacudida, el latigazo definitivo, último, que da un cuerpo al morir. La boca del hechicero se desencajó y un hilo de sangre brotó de entre sus labios ennegrecidos.
El brazo cortado de Gólgota se había hundido en el estómago del mago hasta más allá de la muñeca, justo bajo el delantal ridículo. La sangre manaba a raudales mientras la extremidad cercenada se retorcía dentro del cuerpo, arañando y destrozando lo que encontraba a su paso. Ariadna, espantada, aferró el brazo con todas sus fuerzas, tiró de él y lo lanzó lejos, sin detenerse a mirar lo que la garra de Gólgota arrastraba consigo. El cuerpo de Edgar Müller quedó rígido de inmediato y cayó de espaldas, rendido a la muerte. Y al mismo tiempo, como si fuera un eco de su movimiento, Sonia se incorporó de un salto, abrazando a su hijo con fuerza, temerosa, tal vez, de que la condición de cadáver de su marido pudiera contagiárseles por mera proximidad. El horror en su rostro era indescriptible; la boca le temblaba de manera desmedida, como si fuera incapaz de articular el grito que se estaba gestando en su pecho. Ariadna vio cómo sus rodillas se doblaban y temió que pudiera dejar caer a Cario. Se apresuró a sostenerlos a ambos, los rodeó con los brazos y se le antojaron tan frágiles y precarios que a punto estuvo de gritar.
Gólgota comenzaba a incorporarse. La cabeza retorcida había regresado ya a su posición normal y la mayor parte de sus heridas habían desaparecido. El murciélago aberrante que lo acompañaba siempre revoloteaba a su alrededor, como si le animara a ponerse en pie. Ariadna miró hacia la puerta más cercana. Estaba entreabierta y parecía dar a una habitación en penumbra. Era la única vía de escape que no implicaba un enfrentamiento inmediato con la Carroña. Si había una ventana allí, quizá pudieran huir por ella.
—Tenemos que escapar —apremió a Sonia. La tomó con suavidad de los antebrazos en un intento de hacerla reaccionar—. Escúchame, si quieres salvar a tu hijo tenemos que salir de aquí.
La mujer no se movía, parecía incapaz de apartar la mirada del cadáver de su marido, que seguía cubriéndose de escarcha oscura. Lo contemplaba con expresión atónita, como si no comprendiera qué era aquello, como si su mente no tuviera la capacidad necesaria para descifrar el misterio que representaba aquel cuerpo sin vida y lo que implicaba.
Gólgota ya estaba en pie. El brazo que había perdido se arrastraba por el pasillo en su dirección, contorsionándose como una serpiente deforme, como una mascota feliz de ir al encuentro de su amo. El demonio lo recogió del suelo, lo unió al muñón del hombro y lo fijó allí con varios movimientos bruscos, como un niño bruto que intenta arreglar un muñeco roto. De pronto el sonido de lucha en la planta baja cesó. Legión y Volga habían terminado con los espíritus de la casa. No tardaron en oírse pasos rápidos por la escalera. Venían a por ellos.
—Sonia, por favor… —insistió Ariadna mientras la empujaba en dirección a la puerta. La mujer reaccionó al fin.
Apartó la vista del cadáver y la miró a ella, más allá del estupor. Durante un instante pareció no reconocerla, luego sus ojos se iluminaron. Y la furia demente que se vio en ellos fue tal que Ariadna se apartó de inmediato, como si el contacto con aquella mujer pudiera prenderle fuego.
—¡Maldita seas! —le gritó Sonia al tiempo que salía de su inmovilidad. Por el rostro le corrían las lágrimas y la sangre de su marido muerto—. ¡Maldita seas mil veces! ¡Maldita! —Ariadna retrocedió, sobrecogida. Se lo merecía. Se merecía esos gritos. Se merecía todo ese odio. Ella había traído la muerte a aquella casa—. ¡Maldita seas! —aulló la mujer.
Lo siguiente que sintió fue que las entrañas le explotaban. Ni siquiera escuchó el disparo. Cayó de espaldas, con la impresión de que un ariete la acababa de golpear de lleno. Las tripas le ardían y en lo único que podía pensar era que también se merecía esa bala. El proyectil continuaba destrozándola por dentro, no se había detenido con el impacto. Lo notaba encajado en el vientre, cargado de ácido, de veneno, de odio, un remolino de cuchillas que sajaba sus órganos internos… A través del velo negro que cubría su mirada, vio a Sonia desaparecer por la misma puerta a la que había intentado guiarla.
Volga y Legión estaban ya en el pasillo, a solo unos pasos de distancia. Gólgota los seguía, completo ya, flexionando los dedos de su brazo recuperado. Ariadna resopló y la boca se le llenó de sangre y tejido interno. Se forzó a levantarse. Era complicado lidiar con el dolor. Tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para ponerse en pie y, con la mano sujetándose el vientre abierto, correr tras la mujer. Alguien gritó su nombre a su espalda, pero ella lo ignoró. Resbaló al llegar al umbral, chocó contra la puerta y acabó de rodillas en el suelo. Tenía la desagradable sensación de estar derramándose, de ir perdiendo partes de sí misma por el camino. Se obligó a no mirar la herida, verla empeoraría más la situación.
Sonia estaba de pie, con el niño en brazos, contemplando el ventanal que tenía ante ella. Debía de dar al patio trasero de la casa pero ahora, tras el cristal, solo se veía piedra negra y polvorienta. Edgar Müller no había sido el único en realizar un sortilegio de sellado en aquel lugar, comprendió Ariadna. No había salida. Y la Carroña ya llegaba.
El primero en entrar fue Legión. El multiforme vestía el cuerpo del oriental y llevaba la espada alzada ante el rostro, la hoja todavía salpicada aquí y allá por las balas negras de la pistola de Sonia. La mujer se giró al oírlo entrar y abrió fuego sobre él. Legión, de nuevo, usó su arma para detener los proyectiles. Se movía a una velocidad prodigiosa, era imposible seguir con la vista el ir y venir de la espada. Volga fue la siguiente en pasar, se deslizó junto a Legión sin tocar el suelo, etérea, fantasmal, los toscos trazos que le hacían de labios dibujaban una sonrisa pletórica. Gólgota la siguió, bañado en su propia sangre violeta y arrastrando consigo su olor a nueces. En su cuello de nuevo se enroscaba el murciélago de la cola espinosa y las alas rotas, las llevaba abiertas de par en par, al igual que sus fauces, repletas de agujas y cuchillas. Sonia cambió de objetivo y apuntó a la mujer desnuda, el blanco más cercano, pero Volga se limitó a esquivar la balacera que llovió sobre ella con aquella danza suya, mitad deslizarse, mitad convulsión.
Legión dio un paso al frente y levantó la espada en horizontal sobre su cabeza. Ariadna supo lo que iba a ocurrir a continuación. Saltó hacia delante, en un intento absurdo de evitar lo inevitable. Legión dio un mandoble en diagonal, un golpe seco sin blanco aparente, una sacudida al aire. Y hasta la última bala que había quedado adherida a la hoja de la espada se desprendió de ella y salió despedida, con la misma potencia con la que las había disparado el arma. Todas en vuelo rápido hacia Sonia y su hijo. Ariadna se interpuso en su trayectoria, con los brazos extendidos, crucificada en el aire; se derramaba por la herida del vientre y gritaba con la furia del que sabe que todo está perdido. Las balas la acribillaron, voraces, anhelantes de muerte. Su mano derecha desapareció en una explosión de sangre, hueso y tendones. Un proyectil impactó en su clavícula y la hizo girar noventa grados. Otras dos se hundieron en su pecho. No pudo detenerlas todas, era imposible, tenía poco cuerpo que ofrecer como escudo.
La potencia de los disparos la arrojó sobre Sonia y el niño. Cayeron los tres en un montón confuso. El niño lloraba a lágrima viva y aquel llanto desesperado hizo que Ariadna concibiera esperanzas. Si lloraba era que aún estaba vivo. Se dio media vuelta en el suelo, desorientada, perdida. El mundo estaba hecho de sangre. No había nada más que sangre. Todo era rojo. «Me estoy muriendo», se dijo. «Me estoy muriendo otra vez». El dolor era una tormenta escarlata, un tsunami que la arrastraba de nuevo hacia el olvido. Ariadna se ahogaba, se asfixiaba. Buscó a Sonia en aquel mar de sangre. No tardó en encontrarla. Estaba muerta. La mujer del mago de la lanza estaba muerta, tan acribillada como ella misma. Ni siquiera tenía cara… Su rostro era un amasijo rojo. Rojo. La oscuridad era roja. La muerte era roja y la aguardaba, con los brazos abiertos y una sonrisa descarnada en sus labios rotos. Ella también era roja, la niña asesina, la hija de la Carroña. Se echó a reír, enloquecida. «Si hubieras sido más baja que yo, todavía tendrías cara. ¿A quién se le ocurre crecer tanto?».
Pero al menos el niño continuaba vivo, las balas ni siquiera lo habían rozado. Cario escapó del abrazo de su madre muerta, gateó hasta la pequeña cama del cuarto y se coló debajo. Habían ido a parar a la habitación del niño, comprendió Ariadna. Le pareció de una crueldad intolerable que hubieran matado a la mujer allí dentro. Como si hacerlo en aquel escenario hiciera su muerte todavía más horrible. Había un muñeco sobre la colcha de la cama, un dragoncito de mirada perpleja, y un libro de cuentos abierto sobre la mesilla, junto a unas gafas de lectura. Un móvil de animales giraba despacio sobre el lecho; de él colgaban un oso, un mono y un león, y hasta aquel adorno se le antojó grotesco, como si los animales de peluche hubieran sido ejecutados allí, ahorcados por cometer crímenes sanguinarios y aberrantes. Ariadna se preguntó si Cario, como Marc, habría tenido miedo alguna vez a los monstruos de su armario. Hasta creyó escuchar la voz de Sonia en aquella misma habitación intentando consolar a su hijo, un eco del pasado tal vez, o, lo más probable, un delirio fruto de una mente que agonizaba: «No hay monstruos en el armario, cariño. ¿Y sabes por qué lo sé? Porque tu papá y yo los hemos matado a todos».
Pero era mentira. Una mentira roja.
«Yo soy el monstruo del armario», se dijo Ariadna.
Gólgota se agachó junto a la muchacha, sonriente, exultante, mientras sus dos compañeros se aproximaban a la cama, Volga con su deslizar liviano, Legión con su paso rotundo, dispuestos a matar al pequeño. No tenían otra alternativa. Eran las reglas de la casa sin ventanas. La cuarta de las ocho: no dejar nunca a nadie vivo. Ningún testigo debe quedar atrás. Nadie que pueda reconocerte, nadie que pueda describirte, nadie que, algún día, pueda buscar venganza.
El demonio a su lado dijo algo que Ariadna no entendió, una bienvenida, quizá, una muestra de alegría por haberla encontrado. La muchacha se apartó de él mientras intentaba incorporarse. Vio a Legión coger el colchón de la cama y hacerlo a un lado sin contemplaciones. Bajo los travesaños del somier estaba al niño, junto a la cabecera, hecho un ovillo, con las manos sobre la cabeza y los ojos cerrados.
—¡No! —aulló Ariadna, enloquecida, inmersa todavía en esa ola de terror rojo que amenazaba con sepultarla de nuevo. Intentó patear a Gólgota para quitárselo de encima, pero su pie se perdió a kilómetros de distancia—. ¡No! ¡No! ¡No! —insistía, desesperada.
De pronto se encontró en pie, sin saber cómo había logrado levantarse. Su mano izquierda, la única que le quedaba, no estaba vacía. Letanía había acudido a su llamada. Una daga de empuñadura de hueso, con la hoja ondulada; su arma en la Umbría. Aún la rodeaban retazos de oscuridad.
—¿Te has vuelto loca, chiquilla? —le preguntó Gólgota.
Ella lo ignoró. No pensaba permitir que mataran al niño. Necesitaba salvarlo. Necesitaba salvar a alguien, encontrar una lisura en el horror compacto en que se había transformado su vida para llegar hasta él y rescatarlo. Los asesinos de Elías habían masacrado a su familia, habían pasado a cuchillo a su madre y acribillado a su padre y a Steve. No había conseguido salvarlos, del mismo modo en que no había logrado salvar a Sonia y a Edgar. «Allí donde voy, va la muerte. AHÍ donde esté yo, acudirá la destrucción». Necesitaba una victoria, necesitaba introducir las manos en el altar del sacrificio para escamotear al destino su siguiente ofrenda. Si quería mantenerse cuerda, si quería mantener a la Ariadna asesina de su cabeza a raya, tenía que salvar a Cario.
«Eres débil. Y estúpida», le dijo la asesina. «Deja de luchar de una vez. Deja de aparentar ser lo que no eres. Mira a tu alrededor, mira a tu alrededor y atrévete a decirme que no estás disfrutando con todo esto».
Legión alzó la espada sobre su cabeza, con la punta hacia abajo, como si pretendiera alancear al niño que se refugiaba bajo las tablas del somier.
—¡Dejadlo en paz! —aulló. Y puso todo su dolor en ese grito, toda su pena, toda la rabia que había acumulado en su interior desde el momento en que había perdido el control de su vida.
Esta vez, Legión y Volga sí le prestaron atención. Se giraron hacia ella a la par. Era imposible descifrar la expresión de Volga, aquellos garabatos ridículos convertían su rostro en una caricatura, pero la cara de Legión mostraba una perplejidad evidente.
—¿Dejarlo en paz? —preguntó Gólgota. Y por el tono de su voz pareció como si considerara esa petición insensata—. No estás en tus cabales, muchacha. Ya de paso ¿por qué no le damos una espada y le permitimos hurgar en nuestros sesos?
—El niño nos ha visto. —Era Legión quien hablaba, y lo hacía con voz tranquila, mesurada, de la forma en la que se intenta explicar algo que se considera de sentido común—. No podemos permitir que siga vivo. Son las reglas.
—Pero nuestra pobre niña muerta no las recuerda, mi querido Legión, mi querido Gólgota —intervino Volga. Se aproximó a Ariadna. Las plantas de sus pies pasaron sobre el inmenso charco de sangre que ocupaba la mitad del cuarto, sin mancharse siquiera pero marcando su trayecto en su superficie en forma de estela—. Has olvidado quién eres ¿verdad? Nos has olvidado a todos. —Le acarició la mejilla con ternura. Ariadna se sobrecogió con ese contacto íntimo casi tanto como con las balas que acababan de acribillarla.
—Os olvidé, sí… —dijo, entrecortada. Se preguntó qué aspecto tendría: lívida, ensangrentada, hecha pedazos. «Miradme, soy un despojo, un espectro, un demonio que escapa de la tumba una y otra vez. Miradme, miradme: soy carroña»—. Pero empiezo a recordaros —señaló—. Sé lo que sois. Lo que somos —«Y que los Infiernos me guarden, sé lo que siento por vosotros»—. Os recuerdo… Y también recuerdo vuestras estúpidas normas. Pero ahora mismo no me importan. Necesito que el niño sobreviva, ¿lo entendéis? —No les hablaba como si fueran unos extraños a los que acababa de conocer. La confianza que le inspiraban aquellos asesinos era tremenda. Y desconcertante—. No voy a consentir que nadie más muera por mi culpa.
—¿Te has encaprichado con él? —canturreó Gólgota—. ¿Es eso? ¿Quieres quedártelo? Podemos meterlo en una jaula y colocarlo en tu habitación. Barrabás le coserá un bonito pico y le pondrá alitas de murciélago. Quizá podamos enseñarle a cantar. ¿Nos lo llevamos a la casa sin ventanas?
—¡No! —se apresuró a decir. Hasta la muerte sería un destino mejor para Cario que terminar en aquel lugar infame.
—Quieres que viva —dijo Volga. Su voz era terciopelo hueco, su voz arrastraba un eco antiguo y lejano. Ariadna se la imaginaba hablando desde una profunda y amplia cueva—. Quieres que el niño viva. Aunque eso implique quebrantar las reglas por las que nos regimos.
Asintió. Cada vez le costaba más trabajo mantenerse en pie. La muerte la rondaba y el deseo de dejarse abrazar por ella y poner fin al dolor era demasiado fuerte como para resistirse durante mucho tiempo.
—Sus padres han muerto por mi culpa —dijo—. Pero él no morirá. No lo permitiré, ¿me oís? Solo volveré con vosotros si dejáis al niño en paz.
—¿Quién eres tú y qué has hecho con nuestra Ariadna? —A Gólgota parecía divertirle su actitud—. A la Ariadna que yo conocí ese niñito le importaría menos que nada. La Ariadna que conocí estaría ya dibujando murales con la sangre del mocoso.
—La Ariadna que conociste ya no existe —dijo—. No volveré con vosotros si le pasa algo al niño —insistió. La rabia fría que ya le resultaba familiar la embargaba otra vez.
—¿Y dónde irás si no? —Legión dio un paso hacia ella mientras inclinaba de forma llamativa la cabeza a la derecha, observándola curioso—. Estás confusa y desorientada. Es normal. Todavía no has recuperado del todo la memoria y tiene que ser desconcertante para ti recordar a medias. Pero hay protocolos que seguir, disposiciones que tomar… No podemos permitirnos ser misericordiosos.
—No voy a suplicar por su vida —dijo Ariadna. No, ya había aprendido que suplicar no conducía a nada. Suplicar no había detenido el cuchillo que había degollado a Ángela ni desviado las balas que mataron a Edmund y Steve. Estaba harta—. No suplicaré. Voy a amenazar. Eso es lo que voy a hacer… —Agonizaba, y aún así, se sentía poderosa, terrible, capaz de realizar las más increíbles proezas. Ni siquiera la muerte podía detenerla, ni siquiera la tumba podía frenarla—. Si le hacéis el menor daño os mataré a los tres. Lo prometo. Lo juro por las sombras y el olvido, lo juro por las cenizas de los dioses caídos y el alma de los niños por nacer. —Las palabras acudían solas a sus labios—. No será hoy, ni mañana. Pero os mataré. Os mataré a los tres.
—No estás en tus cabales, niña —le dijo Gólgota, pero sus palabras parecían haberlo impresionado. Y de pronto, Ariadna comprendió el motivo. Acababa de hacer un juramento, acababa de poner su palabra sobre el tapete. Y para la Carroña una promesa era sagrada, tan válida como los contratos que firmaban.
—¡Prometedme que no le haréis daño! —les ordenó—. ¡Prometédmelo! —Tenía que arrancarles su promesa. Si los ligaba con su palabra, el niño sobreviviría. «Pero pueden engañarte», se dijo, «pueden matarlo de forma indolora y asegurarte que han sido fieles a la palabra dada. Los demonios son retorcidos y los caminos que llevan a la casa sin ventanas todavía más»—. Prometedme que no lo mataréis, que no le causaréis el menor mal, que lo dejaréis aquí, sin tocarlo, sin herirle…
—Ariadna… —Volga la miró con su mirada pintada, con aquellos ojos toscos y torpes. ¿Había lástima en ellos?
—¡Prometédmelo! —aulló ella. Enarboló sin fuerza a Letanía. La vida se le escapaba, la notaba abandonar su cuerpo, en rápidas oleadas. «¿Tengo alma?», se preguntó. «¿Algo como yo puede tener alma?»—. Prometédmelo u os juro que encontraré la forma de arrasar la casa sin ventanas y destruir a todos los que la habitan. Prometédmelo u os borraré a todos de la existencia. Uno a uno.
—No sabes lo que dices, Ariadna —le dijo Legión—. No sabes lo que nos estás pidiendo.
—No, no lo sabe, pero si matamos al niño quedará vinculada a ese juramento —terció Volga—. Si matamos al niño no le quedará más remedio que intentar cumplir su promesa. —La mujer desnuda hizo una pequeña reverencia—. Está bien, niña muerta. Pero no es por el crío por el que prometo semejante sandez, es por el cariño que te profeso por lo que lo dejaré vivir. No quiero que prometas nada de lo que luego te arrepientas. —Volga levantó el brazo en ademán solemne—. Juro por las sombras inclementes y por mi alma oscura que no le haré daño al muchacho. Cuando abandone esta casa, él continuará con vida. Lo juro.
—Prometedlo todos… —La voz le faltaba. Sintió que Letanía caía de su mano. Escuchó la hoja repicar en el suelo. Tras el arma no tardaría en ir ella—. Prometédmelo… Legión… Gólgota…
—El niño no debe temer nada de mí —dijo el asesino multiforme, con menos solemnidad—. Te doy mi palabra. Y mi palabra es sagrada. Que ese sea mi regalo de bienvenida.
Gólgota, el demonio gélido, masculló algo que Ariadna ya no alcanzó a entender. La virago cayó hacia delante, hacia la oscuridad y la muerte. Hacia el vacío. Casi lloró de alivio cuando su corazón se detuvo.
* * *
Evan aguardaba en la puerta de la casa. Hasta desde los escalones del porche era capaz de oler la muerte de dentro. Era muerte reciente, muerte fresca. De concentrarse podría escuchar el goteo de la sangre y el sonido íntimo de los órganos al colapsarse: ese ruido mínimo de desinfle, de desplome definitivo… Ariadna había estado allí. No le costaba trabajo imaginársela detenida en aquellas mismas escaleras, en idéntica postura a la que él mantenía en aquel preciso instante. Alargó la mano hacia el timbre, la dejó en suspenso en el aire, el dedo a punto de apretar el botón. ¿Lo habría pulsado ella? ¿O habría golpeado la puerta con los nudillos? Respiró hondo y por debajo del olor a matanza captó un sutil olor a nueces.
Gólgota.
Se irguió cuando escuchó pasos aproximarse. Era Marc. Venía por el pasillo de entrada. Tenía el rostro pálido, desencajado; a Evan le dio la impresión de que había envejecido más allí dentro que en la tienda de los Tracia. No venía solo. Caminaba ante él un niño negro, de cuatro o cinco años, con los ojos muy abiertos y una expresión de pasmo absoluto en la cara; llegaba con la ropa y la cara manchadas de sangre, pero no había indicio de que estuviera herido. Marc mantenía las manos sobre sus hombros, ayudándole a avanzar y al tiempo apoyándose en él. El paso del niño era hierático y rígido, como la de un accidentado que aprende de nuevo a caminar.
—Han matado a sus padres —dijo Marc al llegar al umbral. Y añadió, perplejo—: Y a su perro.
Evan había tenido que hacer un gran esfuerzo para no ceder al impulso de entrar también en aquella casa, pero el lugar olía a magia y eso implicaba que proyectaba su sombra en la Umbría. Si entraba allí, la Carroña lo localizaría. Pero ¿acaso importaba ya? ¿No era un sinsentido continuar huyendo ahora que tenían a Ariadna? Solo necesitaba cruzar aquel umbral para que la casa sin ventanas supiera dónde estaba. ¿Quién sería el elegido para darle caza?, se preguntó. ¿A quién encargarían la ingrata tarea de ir en busca del asesino prófugo? No, no mandarían solo a uno, no correrían el riesgo de permitirle escapar de nuevo. Mandarían una escuadra.
—Hemos llegado demasiado tarde —dijo, sumido en una calma fría, al tiempo que miraba fijamente al niño. Este parecía no ver nada de lo que tenía delante, miraba más allá de la vida, más allá de la cordura. ¿Estaría reviviendo lo que acababa de ocurrir allí dentro?—. La Carroña tiene a Ariadna —anunció—. La han atrapado.
—¿Qué vamos hacer ahora? —preguntó Marc.
—Tenemos que actuar deprisa —contestó él. Comenzó a oír un insistente zumbido en su oído izquierdo, un rugir in crescendo, una marea de sangre que comenzaba a subir—. La única posibilidad que tenemos es interceptarlos antes de que lleguen a la casa sin ventanas. Si traspasan sus puertas nunca volveremos a verla. La habremos perdido para siempre.
Marc le miró a los ojos. Todavía estaba afectado por la carnicería de dentro. Parecía tener problemas para respirar, como si se resistiera a inhalar aquel aire contaminado por la matanza. Se preguntó si iría a desmayarse. No le sorprendería. Qué débil y frágil era aquel muchacho. Qué humano.
—¿Qué hacemos con el niño? —preguntó entonces mientras afianzaba sus manos todavía más en los hombros del pequeño, como si pudiera quedar alguna duda sobre a quién se estaba refiriendo.
—¿Hacer? —preguntó él, como si no hubiera comprendido la pregunta.
—Sí. No podemos dejarlo aquí.
El muchacho mantenía su mirada fija en el infinito, tras sus ojos se intuía una luz moribunda, una llamarada de vida fragmentada, hecha pedazos. No entendía por qué lo habían dejado con vida. La Carroña siempre cumplía a rajatabla la directriz de no dejar nadie atrás.
—No tendrías que haberlo traído —dijo—. Tendrías que haberlo dejado dentro.
Había comenzado a llover, sin demasiada fuerza todavía, era un goteo exangüe, lánguido.
—¡¿Querías que lo dejara allí?! —Marc se irguió, como si hubiera vuelto en sí de golpe—. Esto es una locura. Esto es una locura. —Se llevó la mano a la frente y el niño reaccionó a su gesto con un estremecimiento—. Tenemos que llamar a la policía. —Señaló hacia una de las casas vecinas. Eran construcciones muy diferentes a esa en la que se encontraban, bloques de apartamentos de no más de cuatro plantas—. O avisar a algún vecino. Ellos cuidarán al niño. Alguien lo tiene que conocer…
Le dieron ganas de abofetearlo. Le dieron ganas de apuñalarlo hasta reducir su cuerpo a pulpa.
—¿Y dejarnos ver? —le preguntó en cambio. El zumbido en su cabeza iba en aumento. Estaba demasiado cerca de perder el control. Y no podía permitírselo. No allí al menos—. ¿De verdad quieres que nos relacionen con esto?
—No podemos dejarlo aquí —insistió Marc. Era evidente que no iba a dar su brazo a torcer.
Ambos se miraron a los ojos. Y para su sorpresa, Marc no tuvo problemas en sostenerle la mirada. Aquel niñato simple e inocuo lo desafiaba, aquel pobre humano de cuerpo frágil, con su única y miserable vida a cuestas, se atrevía a retarlo a él, a un virago, a un hijo de las sombras. Podría matarlo ahora mismo, de un solo golpe, tan rápido que Marc ni siquiera se daría cuenta de lo que estaba pasando. Le costó no ceder a esa tentación.
—No tenemos tiempo para esto, maldita sea —rezongó.
Cogió el móvil, marcó un número al azar y fingió dar al botón de llamada. Aguardó unos instantes antes de hablar.
—¿Hola? Sí. Quiero denunciar un crimen. Un tiroteo… —dijo. Hablaba en alemán, aunque sabía que Marc era incapaz de entenderlo. Aun así siempre era bueno cuidar los detalles—. No, no voy a decir quién soy, ahórrese el esfuerzo. Ya tengo bastante con mis muertos, no necesito que me cuelguen nuevos. —Sonrió con desgana. Se sentía estúpido al representar aquella burda comedia. La lluvia caía veloz, cada vez más rápida—. Escúcheme, escúcheme. —Y comenzó a dar indicaciones al silencio indiferente del otro lado de la línea, con la vista fija en el niño que miraba al vacío. Cuando colgó dedicó una mirada de desprecio a Marc—. ¿Estás contento, héroe? Si quieres puedes esperar aquí a que venga la policía. Yo voy a buscar a Ariadna.
Marc no le respondió. Se limitó a bajar las escaleras y acuclillarse junto al niño.
—Tenemos que irnos… —le dijo—. Tenemos que irnos, pero pronto vendrá gente a ayudarte. —Y justo cuando Marc se incorporaba, el muchacho salió de su mutismo para aferrarle la mano con fuerza. La lluvia arreciaba, un cortinaje espeso y húmedo caía sobre el mundo, diluía sus formas, convertía la realidad en sombras y a las sombras en espacios tenebrosos repletos de horrores—. Tienes que ser valiente, ¿vale? —le pidió el joven, con la voz tomada por la emoción—. No te muevas de aquí. Pronto vendrá alguien.
Habían dejado el coche cerca de la casa, otro vehículo robado, esta vez en la propia Berlín. Evan había aparcado allí porque era donde comenzaba el pliegue de la realidad en el que los dueños habían construido su vivienda. Evan se lo había pensado mucho antes de acercarse tanto, a veces las sombras no coincidían con la forma de los objetos que las proyectaban y un error de cálculo habría sido fatal. Abrió la portezuela y se acomodó en el asiento del conductor. La frente le palpitaba cada vez con más fuerza, como si dentro de su cráneo se hubieran levantado en armas y pretendieran demolerle la cabeza a golpes. Intentó asomarse a la mirada de Ariadna y aunque lo consiguió lo único que alcanzó a ver fue oscuridad, una oscuridad polvorienta y seca. Estaba muerta. Ariadna estaba muerta. Se mordió el labio inferior con tanta fuerza que se arrancó un pedazo de carne. Sorbió la sangre con avidez. Apenas fue consciente de que Marc abría la portezuela del copiloto y se colaba dentro del coche.
—¿Dónde vamos ahora? —le preguntó.
—A buscar un punto de fracción —contestó—. La Carroña viajará por las sombras, atravesarán la Umbría rumbo a la casa sin ventanas. Nosotros vamos a ir por otro camino. Ponte el cinturón —le pidió—. Vamos a los lugares de paso. Los caminos olvidados.
Y mientras Marc se aprestaba a obedecerle y tomaba el cinto en sus manos, Evan murmuró la primera palabra del desmayo. El joven sentado a su lado cabeceó una vez, dos, mientras luchaba por colocarse el cinto. A la tercera le tocó la nuca al tiempo que susurraba la segunda palabra del olvido. Marc cayó hacia delante, desmadejado. Evan lo cogió de las axilas y lo levantó hasta dejarlo sentado, con la espalda apoyada en el respaldo y la cabeza inclinada contra la ventanilla. Cuando despertara no recordaría nada de lo sucedido, pensaría que había cedido al cansancio o que se había desmayado tras el espectáculo que había encontrado en la casa.
A continuación, bajó del vehículo.
La lluvia era tan fuerte que daba la impresión de ir a clavarlo al suelo. Respiró hondo. El olor a muerte era revitalizador y le traía recuerdos de otros tiempos, tiempos más simples, tiempos sencillos. Había sido feliz entonces. Ahora ya no quedaba nada. Y las posibilidades de que esos tiempos regresaran eran escasas ahora que la Carroña tenía a Ariadna en su poder. Contempló al joven dormido en el coche y suspiró. Aquel muchachito insípido representaba su última esperanza.
Echó a andar bajo el aguacero, con las manos en los bolsillos y la capa agitándose al aire.
El niño continuaba donde lo habían dejado. Seguía sentado en el escalón, atento al infinito con su mirada vidriada. Evan sacó una daga de su cinturón y se acuclilló ante él, ocultando el arma a su espalda. Casi podía verse reflejado en los enormes ojos del muchacho, era como asomarse a dos abismos gemelos. El niño pareció de pronto consciente de su proximidad y apartó la vista del infinito para mirarlo a él. Evan vislumbró una emoción recóndita oculta en esos ojos, un dolor a punto de colapsarse, una pena desmedida. Le revolvió el cabello con la mano izquierda, un gesto torpe que pretendía resultar consolador.
—Solo será un momento —le aseguró—. Un momento de dolor y todo terminará. Toda la angustia, toda la pena…
Con un rápido movimiento de su mano derecha, Evan mandó al niño junto a sus padres.
«Nunca dejes a nadie atrás».