EDGAR MÜLLER

EDGAR MÜLLER

Legión se detuvo ante la puerta en mitad de la nada. Su sombra cambiante era un caos de extremidades, un charco de negrura viva que a aquella hora del atardecer se hacía inmensa en el claro del bosque. El crepúsculo anunciaba su llegada ensangrentando el vientre de las nubes y las hojas de los árboles.

—¿Quién se acerca? —bramó la puerta con su voz de madera y termita satisfecha—. ¿Quién osa aproximarse a los dominios de la Carroña?

—Me llamo Legión, lo sabes bien, y juro que algún día te reduciré a astillas.

—Eso me gustaría verlo, mi buen amigo. —El arco de la solitaria puerta se curvó en una sonrisa malévola—. Que la oscuridad te proteja, que las sombras te amparen —proclamó a continuación—. Aquí mora la Carroña. Sé bienvenida, criatura sin alma: estás en casa.

—Que el Infierno nos lleve —gruñó Legión mientras traspasaba el umbral de aquella puerta mágica con su siniestra carga goteándole sangre sobre el hombro—. Que el Infierno nos lleve a todos.

Al otro lado le aguardaba la oscuridad profunda, sin rastro de estrellas ni resquicio alguno para la luz. Todo eran sombras y distintas tinieblas superpuestas. La casa sin ventanas se agazapaba en la negrura; el número de torretas y su disposición había variado en las dos semanas en que Legión había estado fuera. Ahora contaba con ocho pequeñas torres, cuatro hexagonales, una en cada esquina; y cuatro circulares en el centro de su estructura; dispuestas tres alrededor de la más alta, quebrada en su punta como si la coronara un aguijón. Se encaminó hacia la entrada principal, una descomunal puerta negra de arco en cortina. Legión subió las siete escaleras que conducían a ella, alzó la mano y la tocó; las yemas de sus dedos se hundieron al momento en la puerta, como si esta no fuera del todo sólida; las ondas concéntricas que provocó su toque se expandieron por toda su superficie. Una vez el movimiento se calmó, Legión procedió a escribir su verdadero nombre en el portón. Lo hizo con trazo apresurado, torpe; cada letra que dibujaba desaparecía absorbida de inmediato por la negrura líquida que daba forma a la entrada. Cuando acabó, se abrió en su superficie una oquedad de su tamaño exacto, fue como si alguien levantara ex profeso para él un telón diminuto.

El asesino la atravesó sin que en esta ocasión le saliera al paso ningún hechizo protector. Las sombras del interior de la casa se cerraron sobre él como un manto de telarañas. La puerta lo había trasladado justo al lugar donde quería ir: a la sala de resoluciones. Necesitó unos instantes para que sus ojos se acostumbraran a la iluminación sórdida que imperaba en la casa sin ventanas. La sala era una estancia semicircular, con varios estantes y archivadores polvorientos y sillas y taburetes diseminados por el lugar. Dos estatuas, representaciones de los dos asesinos más afamados de la Cofradía Oscura, Betheles y Mediodía, se alzaban tras la mesa desastrada que ocupaba la curva central de la estancia. A esa mesa se sentaba Bizarro, una criatura esquelética que observaba pasmada el mundo tras los mugrientos cristales de sus anteojos redondos. Tenía la piel frágil y amarillenta, casi de pergamino, y vestía un chaleco blanco sobre una camisa negra, con una pajarita roja adornando su cuello. Alzó la mirada al verlo entrar. Su sonrisa se hizo enorme, como si acabara de ver aparecer a un amigo al que creía perdido.

—Te esperábamos, noble Legión. —Su voz era casi inaudible, un susurro leve, un gorjeo de pájaro. No tenía piernas, las había perdido hacía años y estaba clavado de forma literal en la silla tras la mesa—. Ha llegado a nuestros oídos el rumor de que el infame Nocturio de Filo Alarde fue asesinado anoche en la basílica de la Contraoferta. ¿Es cierto? ¿Ha muerto el sacerdote?

—Me sorprendería mucho que continuara con vida —dijo—. Sobre todo teniendo aquí su maldita columna vertebral. —Y dejó caer la espina dorsal que cargaba al hombro. La transportaba envuelta en papel de aluminio y mal metida en una bolsa de plástico embadurnada de sangre. Los ojos de Bizarro se hicieron todavía mayores tras las gafas, casi parecían a punto de salirse del cristal.

—No deja de sorprenderme la naturaleza de alguno de nuestros contratos —murmuró—. ¿Quién en su sano juicio exigiría como prueba del deceso de la víctima su columna vertebral?

—Es la médula lo que busca el cliente —le explicó Legión mientras se desplomaba en el sillón ante la mesa—. ¿Para qué la quiere? Sortilegios, clonación, a lo mejor es el último ingrediente que necesita para hacer una tarta. Bah, ni lo sé ni me importa —gruñó. Los brazos del sillón estaban destrozados, tenían arañazos por todas partes y en algunos puntos se veía el relleno. Se entretuvo tirando de él mientras Bizarro se aprestaba a realizar la ceremonia de resolución.

No había sido un contrato fácil de cumplir. Nocturio había sospechado que el senado de Filo Alarde conspiraba en su contra e iba a todas partes protegido por sus dos mejores sacerdotes guerreros, hombres duchos tanto en el uso de las armas como en la hechicería avanzada. Tras la exploración preliminar, Legión había estado tentado de solicitar apoyo, pero al final decidió que se bastaba y sobraba para acabar con Nocturio y sus guardaespaldas. Había sido más difícil de lo que había estimado, Legión había perdido dos de sus vidas, pero a cambio había agregado a su colección las del propio Nocturio y las de sus guardaespaldas, uno de ellos había resultado un aporte magnífico: hacía tiempo que no conseguía una vida tan prometedora. Tema la impresión de que lograría sacarle mucho partido.

Bizarro hizo rodar su silla hacia los archivadores a su espalda. Tras un instante de vacilación abrió uno situado a la derecha y extrajo un pergamino enrollado de su interior, después se desplazó hacia la gran estantería que ocupaba el centro de la pared en curva; estaba dividida en cien baldas, todas idénticas, y en cada una de ellas había una vela negra. En aquel momento había treinta y dos encendidas. Comprobó la numeración en el pergamino y buscó la vela correspondiente. La cogió del tallo, con sumo cuidado, con reverencia. Prendió fuego al pergamino con la llama de la vela y a continuación, tras humedecerse el índice y el pulgar, apagó esta con los dedos. El pergamino ardió con mansedumbre en una bandeja situada en un lateral de la mesa.

—Nace, sueña, crece, ama… Todo es espejismo y falacia. Todo es nada. Al final no somos más que carroña, al final no somos más que relleno de tumba —recitó con solemnidad mientras el contrato se consumía. Cuando este quedó reducido a cenizas su gesto cambió por completo. De nuevo se armó con su sonrisa amarillenta. Parpadeó de manera exagerada como si el humo le molestara—. Buen trabajo, buen trabajo. Y bienvenido a casa. —Miró a Legión con una fijeza hambrienta. Le faltaba relamerse. Había algo más—. Volga y Gólgota han dejado recado de que pases a verlos en cuanto llegues —señaló—. Quieren hablar contigo.

—¿Qué tripa se les ha roto a esos dos? —preguntó mientras tiraba de una prometedora tira de relleno.

—Ariadna —se limitó a decir.

Legión se levantó del sillón al instante y, casi a la carrera, salió de la sala de resoluciones. El archivista se echó a reír ante su arrebato, pero a él bien poco le importó. Le costó trabajo no echar a correr por los pasillos entre tinieblas. Un sinfín de siluetas difusas contemplaban su marcha apresurada por las entrañas de la casa sin ventanas; presencias fantasmagóricas, sombras a un segundo de concretarse, asesinos espectrales que daban cuenta de sus víctimas en las esquinas, hombres y mujeres vestidos de cuero camino de las salas de tortura… Y hasta el último de ellos sabía cuál era el motivo de su agitación.

—Ariadna —decían muchos a su paso.

Él avanzaba entre todos ellos, era tal su turbación que a cada pocos pasos adoptaba la forma de una de sus múltiples identidades: un niño, una anciana ciega, un guerrero vestido de negro, con uñas largas como dagas. A cada paso que daba, cada vez más rápido, cada vez más veloz, era una persona diferente.

—Ariadna —le pedían los siniestros moradores de la casa sin ventanas—. Devuélvenos a Ariadna.

Legión llegó al final de uno de los retorcidos corredores de la primera planta. Una puerta le esperaba allí, una puerta de madera pintada en mil colores, sobre cuya superficie aparecía escrito, a cuchilladas, el nombre de Ariadna. La abrió de un golpe y entró en la pequeña estancia. Todo estaba casi igual que cuando la virago había vivido allí. La cama deshecha, adornada con la colección de cabezas de muñeca; los libros desparramados por el suelo al pie de los estantes; las armas apoyadas en las paredes; el cofre de los recuerdos; los cuadernos de dibujo… El único elemento nuevo era una pequeña pecera en el centro del escritorio. Estaba repleta de agua turbia y en su interior flotaba panza arriba un pez muerto. La última vez que lo había visto estaba hinchado como un globo pero ya había perdido la mitad de su volumen. Escuchó una voz procedente de una esquina. Allí se sentaba Gólgota, con su pequeña mascota posada en el hombro.

—Está recordando —le anunció aquel demonio—. Nuestra pequeña está recordando.

* * *

Según el excéntrico hombre gris que la había salvado de Malasuerte y los suyos, el mago de la lanza vivía en una mansión en la calle Bartningallee, más allá de la estación de Bellevue. Ariadna llegó envuelta en su sudadera, con la capucha echada y la mochila al hombro. En aquella parte de la ciudad imperaban las zonas ajardinadas y se respiraba una sensación de calma impropia de una gran urbe. La joven caminaba a buen paso, las manos en los bolsillos y la vista fija en el suelo. Estaba preparada para cualquier eventualidad, de hecho no descartaba estar metiéndose en una nueva trampa. Aun así, a medida que se aproximaba la iba embargando una creciente sensación de conclusión, de objetivo a punto de cumplirse; tenía la certeza de estar llegando a un punto de inflexión no solo en su búsqueda también en su existencia. Después de dejar atrás una curva se topó de frente con la casa, una construcción de tres plantas, con tejado plano y amplia terraza.

Un sendero de piedra conducía hacia las escaleras del porche techado. Ariadna la subió, alerta. La puerta era grande, de madera noble y bien cuidada, al igual que la casa y los alrededores. La muchacha se detuvo un instante, inspiró con calma y, a continuación, llamó al timbre, un pulsador negro a la derecha del marco. Al momento se escuchó un fuerte timbrazo procedente del interior, un prolongado sonido de chicharra que le puso los pelos de punta. Aguardó expectante, cada vez más nerviosa. Tras un largo rato sin obtener respuesta, insistió de nuevo.

Justo cuando apartaba la mano del timbre, la puerta se abrió. Lo hizo de golpe, con una violencia inusitada. Lo único que alcanzó a ver en un primer momento fue el cañón del rifle que le apuntaba a la cara. Ariadna reculó, sobresaltada. El arma la empuñaba una mujer pelirroja impresionantemente alta, con unos penetrantes ojos azules y el rostro sembrado de pecas.

—¡¿Quién coño eres tú?! —le preguntó a gritos. Por su postura y aplomo resultaba evidente que no era la primera vez que apuntaba a alguien con un arma. De hecho, parecía acostumbrada a hacerlo.

Ariadna fue incapaz de articular palabra. Primero por la desazón terrible que le causó pensar que había caído en otra trampa, pero sobre todo porque aquella escena se parecía demasiado a la que había vivido dos semanas atrás en su casa.

Solo cuando la mujer se adelantó un paso y el cañón de la escopeta se le acercó hasta casi rozada, logró reaccionar y romper su silencio:

—¡Ariadna! —exclamó mientras alzaba las manos sobre la cabeza—. ¡Me llamo Ariadna y vengo a ver al mago de la lanza! —Se bajó la capucha, en un intento de rebajar la tensión mostrándose a rostro descubierto.

La sorpresa de la mujer al verle la cara fue evidente. Su mirada se detuvo en el parche improvisado con el que se cubría el ojo izquierdo.

—¿Ariadna? ¿La Ariadna de Edmund? —preguntó y ella estuvo a punto de gritar por el alivio de saberse reconocida—. ¡Hostia! ¡Hostia! ¡Hostia! ¿De verdad eres tú?

—¡Sí! ¡Soy ella! ¡Soy esa Ariadna! —contestó—. ¡¿Puedes dejar de apuntarme con esa cosa, por favor?!

—¡Por el relincho de la puta yegua de la noche y su puta madre! —La mujer agitó la cabeza, cada vez más conmocionada por su presencia. El rifle dejó de apuntarle a la cara para buscar objetivos a su espalda, temerosa tal vez de que Ariadna no estuviera sola—. ¡Hostia! —repitió—. ¿Y ahora qué hago yo? —El rifle volvió a apuntarle entre los ojos y Ariadna retrocedió de nuevo, intentando poner distancia entre el arma y ella: era evidente que aquella mujer no estaba en sus cabales, y no era solo por su peculiar manera de expresarse—. ¿Has recuperado la memoria? —preguntó con los ojos entrecerrados. Y Ariadna tuvo la impresión de que de su respuesta dependía que le disparara o no.

—¡Sí! —se corrigió al instante al ver que su reacción era empuñar el rifle con más determinación—: ¡En parte! ¡Solo en parte! Empecé a recordar cosas hace dos semanas. Solo retazos, recuerdos sueltos… ¡Luego llegaron esos hombres y mataron a mi familia! ¡Los han matado a todos!

La mujer la estudió con atención, presa de un evidente conflicto interno. Luego miró hacia la carretera y asintió decidida.

—¡Entra, deprisa! —la apremió mientras bajaba al fin el arma. La muchacha la obedeció, sin estar convencida de hacer lo correcto, y menos todavía cuando una vez dentro la mujer cerró con llave, encerrándolas a ambas. La pelirroja se demoró unos instantes para espiar por la mirilla mientras le rogaba que aguardara con un gesto de la mano—. ¿Cómo nos has encontrado? —quiso saber cuando se apartó de la puerta.

Ariadna dudó un momento. No quería hablarle de la trampa que le había tendido Malasuerte ni lo que había pasado a continuación. Se sentía estúpida por haberse dejado engañar. Y culpable por la matanza que se había producido allí.

—Pregunté por ahí —dijo—. Y un tipo en un fumadero me dio la dirección a cambio de una dosis de esencia negra.

La mujer la miró con clara desconfianza.

—¿Un tipo? —preguntó, como si fuera la primera vez que oía una expresión semejante—. ¿Te dijo su nombre?

Ariadna negó con la cabeza. «Una anomalía», le había contestado aquel extraño cuando le había preguntado quién era.

—¿Puedes describírmelo?

—Le faltaba media mano y tenía el pelo gris ceniza —contestó—. Y parecía como si la vida le hubiera pasado por encima.

Aquella simple descripción sorprendió a la pelirroja todavía más que su presencia allí. Retrocedió un paso, con los ojos abiertos de par en par y un nombre en los labios que no llegó a pronunciar.

—¿Es que hoy van a resucitarnos todos los fantasmas? —preguntó en una voz tan baja que a Ariadna le costó trabajo escucharla. Se mordió el labio inferior, resopló y volvió a centrarse en ella—. Perdona lo de escopeta —dijo—, no tengo por costumbre recibir así a las visitas. —Para alivio de Ariadna, se colgó el arma al hombro mientras se disculpaba—. La cuestión es que esta casa no es visible desde la calle, ¿comprendes? Por eso la construimos aquí, en un pliegue de la ciudad, para evitar que se pudiera dar con nosotros. —Sonrió al ver la expresión de su rostro—. Lo siento. No debes de tener ni idea de lo que te estoy hablando.

Ariadna negó con la cabeza.

—¡Mamá! —se escuchó de pronto al otro lado del pasillo. Era una voz chillona, infantil. Un niño se asomaba con curiosidad tras una esquina; Ariadna entrevió un rostro moreno, unos ojos verdes y cabello rizado—. ¿Quién es esa chica, mamá? ¿Es amiga de papá?

—¡Quédate ahí, Cario! —le contestó su madre—. ¡Todo va bien! ¡Ve a tu cuarto y espera a que te llame!

La mujer vestía de manera informal: vaqueros y una camiseta, pero es que todo en ella parecía informal, desde su aspecto hasta su forma de moverse.

—Permíteme un segundo —le pidió cuando el niño volvió a desaparecer de vista. Acto seguido, se llevó la mano derecha transformada en puño a los labios—. ¿Edgar? —preguntó, desconcertando a Ariadna todavía más—. Edgar, ¿puedes oírme? —insistió. La mujer le hablaba al anillo turquesa que llevaba en el dedo corazón. Y por la sonrisa que dibujaron sus labios no tardó en obtener respuesta—. ¡Nunca vas a adivinar a quién tengo delante! —Pausa—. ¡A Ariadna! —Asintió de forma vigorosa; llevaba el pelo recogido en una larga coleta lateral y esta dio un latigazo con su gesto. Ariadna se preguntó cuánto mediría aquella mujer, ¿metro noventa? ¿más? Se sentía muy pequeña en comparación—. ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡¿No es increíble?! No, no. Ha venido sola. Dice que ha comenzado a recordar. Sí, claro que sí. —Se alejó unos pasos y bajó la voz para que Ariadna no pudiera escuchar el resto de la conversación.

Ella miró a su alrededor, incómoda. En el pasillo de entrada había cuadros por todas partes, una alfombra suave bajo sus pies y un olor a lavanda en el ambiente que le hizo pensar en ropa recién doblada. El niño volvió a asomarse al otro lado, la descubrió mirando y volvió a desaparecer. No debía de tener más de cinco años.

La conversación duró unos minutos. Cuando hubo terminado, la mujer regresó hasta ella, más tranquila en apariencia.

—Me llamo Sonia —se presentó al fin—. Mi marido lleva días buscándote, ¿sabes? En cuanto nos enteramos del incendio fue a Madrid a intentar averiguar qué había pasado. Pobre niña. No conocí a tu madre, pero Edmund era un buen hombre. Lo siento muchísimo.

—Gra-gracias —dijo, sin estar agradecida en absoluto. Que le recordaran su pérdida traía aparejado un dolor insoportable, una agonía que todavía no sabía cómo manejar—. Siento haberme presentado aquí de pronto —se disculpó—. Lo siento, de verdad. No sabía qué hacer, no sabía a dónde ir…

—¿Edmund te habló de nosotros? —le preguntó Sonia, extrañada.

Ariadna no tuvo ocasión de responder. Un rápido crepitar hizo que mirara a la derecha. La pared había comenzado a brillar, un resplandor nacarado se extendía por ella, una mancha de luz que fue adoptando forma rectangular hasta convertirse en una puerta luminosa. Tras ella se adivinó una silueta oscura, una sombra que se concretaba poco a poco.

—Magia de portales —le explicó la mujer al ver su desconcierto—. Traslación mágica a distancia. Una de las artes secretas.

Mientras hablaba, una mano enguantada atravesó la membrana de luz, contagiada de sus resplandores. Después pasó el perro, ladrando y trotando, frenético. Era un mastín negro de gran tamaño, que tiraba con energía de su correa en un intento de saltar sobre Ariadna. No había hostilidad en su gesto, más bien al contrario, el animal estaba encantado de tenerla allí y quería demostrárselo aunque para ello tuviera que derribar la casa entera en el proceso.

—¡Bota, no! —gritó el hombre que lo traía sujeto.

El perro se aupó sobre los cuartos traseros, posó las patas delanteras en los hombros de Ariadna y acto seguido le lanzó tal lametón que le dejó la cara rezumando babas. La muchacha hizo una mueca y se limpió el rostro con la manga, desequilibrada todavía por las atenciones del feliz animal.

—¡Botarate, compórtate! —gritó Sonia.

—¡Bota! ¡Bota! ¡Aquí! —Era el niño el que hablaba. Había asomado otra vez al fondo del pasillo y agitaba los brazos para llamar la atención del perro. El hombre soltó al animal y este salió disparado hacia el muchacho. Ariadna temió que lo arrollara, pero se limitó a brincar a su alrededor mientras el crío reía y le palmeaba los flancos.

—Ariadna… —murmuró el recién llegado, tan perplejo por su presencia allí como la propia Sonia—. ¿Me recuerdas? —preguntó. La muchacha negó con la cabeza y él respondió a su negativa con un asentimiento, como si no esperara otra cosa—. Por la Gorgona, ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatro años? ¿Cinco? Lo que has crecido…

El hombre era grande, musculado, de pelo corto, barba cuidada y unos ojos castaños de una profundidad inaudita. Tenía una mandíbula perfecta y una expresión severa y cauta. Todo su atuendo era oscuro, desde las botas militares que calzaba hasta la gabardina que casi rozaba el suelo con su vuelo. Ariadna se sintió acobardada por su presencia, sobre todo cuando la sometió a un incómodo escrutinio, casi rostro contra rostro. Señaló el parche que cubría su ojo izquierdo.

*


—¿Estás herida o es para que no te reconozcan? —quiso saber. Tenía una voz ronca, profunda.

—Para que no me encuentren —dijo. Y no pudo evitar sentirse desilusionada por esa pregunta, defraudada porque aquel hombre no sabía que Evan era capaz de asomarse a su mirada. Si ignoraba eso, ¿cómo iba a ser capaz de ayudarla? ¿Cómo iban a poder aclararle quién era o ayudarle a interpretar el caos de recuerdos y sentimientos que poblaban su mente?

Edgar asintió. A continuación se incorporó, despacio, unió sus manos como si se dispusiera a rezar y comenzó a murmurar una curiosa letanía. Un repentino brillo en las alturas hizo que Ariadna levantara la vista. Por el techo del pasillo discurrían runas luminosas, palabras escritas en un brillante color rojo sangre que avanzaban sobre el estucado como insectos inquietos. Las palabras coincidían punto por punto con la salmodia del mago. Esta terminó de manera brusca. Los ojos del hechicero destellaron en rojo al tiempo que un centelleo bañaba techos y paredes.

—La casa está sellada —anunció—. Nadie entrará ni saldrá hasta que no retire el sortilegio. No existe magia capaz de abrir sus puertas ni portal que se pueda invocar en su interior. Estás a salvo, Ariadna. Sea quien sea quien te busque, sea quien sea a quien temas, no podrá encontrarte aquí. —Le tendió la mano enguantada—. Ven con nosotros —dijo Edgar Müller—. Tienes mucho que contarnos.

* * *

El salón donde la condujeron parecía un museo, tanto por tamaño como por contenido. Era una amplia estancia, de techo alto en bóveda sustentado por gruesas columnas de madera. Una armadura samurái se alzaba ante una de las columnas, enorme y brillante, con una máscara dantesca que tenía a un tiempo aire de dragón y libélula; a sus pies se abría un cofre repleto de monedas antiguas, y había que fijarse mucho para darse cuenta de que tanto el cofre como su contenido eran translúcidos; grandes geodas abiertas adornaban el escritorio que bordeaba la pared oeste, en cada una había un objeto a cada cual más curioso: una daga de hoja serrada, una joya que emitía un leve zumbido, una calavera humana que carecía de cuencas oculares, un libro titulado Vademécum, un feto con un par de alas diminutas… Las paredes estaban adornadas con espadas, hachas, armas de extravagante aspecto, mapas con los bordes quemados, cabezas de animales imposibles, espejos que no reflejaban nada, cuadros dotados de una profundidad anómala…; aunque los adornos más peculiares eran la canoa gigante que cruzaba en diagonal la pared del fondo y la gran alfombra de diseño árabe que ocupaba buena parte del muro opuesto, esta estaba claveteada al tabique pero no dejaba de sacudirse en un intento continuo de liberarse de su prisión y, quizá, echar a volar.

Bajo la canoa había una vitrina repleta de fotografías de Sonia y Edgar. En una de esas fotos estaban ambos de pie ante la canasta de un pequeño globo aerostático; en otra una verdadera multitud se apiñaba en la cubierta de un gigantesco barco de madera que daba la impresión de estar fondeado en mitad del espacio, había tanta gente allí que a Ariadna le costó trabajo localizar a la pareja.

—Nuestros amigos dicen que nos hemos construido un templo a nosotros mismos, la Sala del Ego la llaman —le anunció Sonia—. Pueden decir lo que les dé la gana, pero se equivocan. No es un templo a lo que hemos hecho, es un templo a lo que hemos visto. De alguna forma tenemos que combatir la nostalgia de otros tiempos, ¿no crees?

La pelirroja estaba a su lado, observando la misma foto que ella contemplaba ahora. En ella un grupo de doce personas, todas armadas hasta los dientes, posaban risueñas a cámara; tras ellos se alzaba un inmenso castillo de piedra verde, tan lleno de resquebrajaduras que parecía a punto del derrumbe; aquel edificio descomunal tenía dos torres gemelas tan altas que su cúspide se perdía fuera de la fotografía.

—La fortaleza agrietada —le explicó la mujer, y en su voz detectó cierta tristeza, cierta añoranza—. Qué jóvenes éramos entonces —dijo—. El castillo apareció a las afueras de Moscú y, como pasa siempre que aparece algún edificio de la ciudad evanescente, pronto se pusieron en marcha varias expediciones para explorarlo. Nosotros formábamos parte de la organizada por el Consorcio. Tres de los hombres que ves en la foto murieron ahí dentro, dos desaparecieron junto al castillo cuando este se desvaneció. —Acarició sobre el cristal el rostro de uno de ellos, un hombre entrado en años de mirada rocosa y pelo rojo—. Uno de ellos era mi padre.

—Lo siento —dijo Ariadna.

—Fue hace mucho tiempo. —Sonia sonrió apenada—. Me consuela pensar que aún puede estar vivo en alguna parte, varado entre mundos quizá… Cada vez que aparece un edificio evanescente me da un vuelco el corazón. Pero nunca es la fortaleza agrietada. Nunca. Aun así no pierdo la esperanza. Quizá algún día vuelva a verlo.

En esa misma fotografía reconoció al extraño que le había salvado de Malasuerte y los suyos. Estaba en un extremo del grupo, mucho más joven, entero y vivo. Lo señaló con el dedo, sin decir nada. Con el asentimiento seco de Edgar comprendió que uno de los temas que había tratado con Sonia mientras conversaban a distancia había estado relacionado con el modo en que los había encontrado.

—A veces el mundo oculto devora hombres buenos —dijo Edgar—. Hacía tres años que no sabíamos nada de él. De hecho, creíamos que estaba muerto.

—¿Quién es?

—Si no te dijo su nombre, no lo haremos nosotros —dijo el hechicero, no sin cierta dureza.

—Era nuestro amigo —dijo Sonia, bastante más cordial que su compañero—. Ya no sabemos lo que es. Y es probable que ni siquiera él lo sepa.

La joven prosiguió con su deambular por aquella sala de trofeos y recuerdos. Tenía la impresión de estar contemplando un plano confuso y abigarrado del mundo oculto. Allí había mapas de países desconocidos, libros sobre ciencias y artes secretas. Aquella habitación era un catálogo de lo imposible, de todo aquello que hasta unos días antes Ariadna había considerado irreal.

—Esa es la cabeza de Graconia de Bosquehumo —le explicó Edgar cuando Ariadna se detuvo ante la monstruosa cabeza de un lobo cornudo situada sobre la chimenea. Una fina capa de hielo cubría el pelaje color plata de la bestia, dándole un tono entre cano y brillante—. Masacró un campamento de refugiados durante la Guerra del Horror antes de que pudiéramos detenerlo.

—¿Lo matasteis vosotros? —preguntó, admirada. Solo la cabeza medía cerca de dos metros, Ariadna no quiso ni imaginarse el tamaño completo de la criatura. Alargó una mano para acariciar el pelaje congelado. El tacto era frío, pero no desagradable, como tocar hierba escarchada.

—Lo matamos nosotros —le confirmó el mago mientras asentía despacio—. No fue fácil, el maldito estuvo a punto de arrancarme el brazo de un mordisco. Como recompensa nos mandaron la cabeza de la bestia, preservada en nieve espuria. Fue hace siete años.

—Ocho —le corrigió su mujer al tiempo que lo cogía de la cintura.

—¿Ocho ya? —dijo él y la nostalgia se le entrevió en la voz—. Cómo pasa el tiempo.

Bota, el mastín de aquella singular pareja, cogió un hueso enorme tirado bajo una mesa acristalada y lo llevó hasta un canasto junto a la chimenea. Allí lo comenzó a mordisquear, feliz al calor del fuego. Cario, el hijo de Sonia y Edgar, también estaba allí. El niño se había desentendido de ellos una vez le presentaron a Ariadna («¿De verdad te llamas Araña?», le había preguntado, con los ojos muy abiertos); ahora estaba sentado a una pequeña mesita cerca de la puerta y allí se dedicaba a garabatear ensimismado en un enorme cuaderno de dibujo. De pronto, Ariadna sintió unas terribles ganas de llorar. La sensación de calidez, de hogar, que se respiraba entre aquellas cuatro paredes, le hacía verdadero daño. Se preguntó si algún día dejaría de echar de menos a su familia y comprendió que no; tendría que aprender a sobrellevar su ausencia, aprender a vivir con el espantoso recuerdo de su ejecución.

—Me han dicho que estáis retirados —dijo. Intuía que Malasuerte no había mentido en eso. Solo tenía que ver aquella estancia y oírlos hablar para darse cuenta.

Sonia asintió.

—Hace cinco años estuve a punto de morir en una expedición por los lugares de paso —le contó—. Mis heridas eran tan graves que nadie creyó que pudiera sobrevivir. Mientras luchaban por salvarme se dieron cuenta de algo que ni yo sabía: estaba embarazada. No morí. Contra todo pronóstico conseguí salir con bien de aquello. Fue un milagro, un verdadero milagro.

—Nos tomamos lo ocurrido como una advertencia, como una señal de que habíamos tentado ya demasiado a la suerte. —El mago de la lanza señaló a su alrededor—. Y decidimos que había llegado el momento de probar esa cosa tan excéntrica que la gente llama vida normal.

—Y entonces aparezco yo y lo estropeo todo —dijo Ariadna.

—No seas tonta, muchacha —le pidió Sonia—. No has estropeado nada. Solo me has dado un susto de muerte. Y ya me había acostumbrado a vivir sin sobresaltos.

—Lo importante es que te estábamos buscando y que ahora estás aquí —dijo Edgar—. Tu desaparición ha causado cierto revuelo en la Cancillería. Y nos ha puesto en un pequeño compromiso porque fuimos nosotros quienes abogamos con más fuerza por permitir que Edmund y Ángela te adoptaran. ¿Te importaría contarnos lo que ha pasado? —le pidió.

Ella negó con la cabeza. Por supuesto que no le importaba. Para eso mismo había acudido allí. Necesitaba respuestas. La pareja la invitó a sentarse en un sofá junto a la chimenea mientras ellos ocupaban el sillón contiguo, el uno junto a la otra.

—Tómate el tiempo que necesites —dijo el hechicero mientras cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda—. No tenemos ninguna prisa.

Algo en su postura, en su voz, dejaba claro que Edgar Müller no confiaba del todo en Ariadna. Sabía que podía ser peligrosa. ¿Y podía ella confiar en aquella gente?, se preguntó. Ahora que estaba ahí, sentada ante el mago cuyo nombre había gritado su padre en un intento desesperado por salvarles la vida, se sentía cohibida, acobardada. No podía quitarse de la cabeza la idea de que en el fondo ella era la villana de aquella historia, una infiltrada en el lado de la luz que no tardaría en contaminarlo todo a su paso. Edgar tenía motivos para desconfiar, motivos de sobra. Ariadna solo tenía que echar un vistazo a sus recuerdos recién recuperados para atestiguarlo. Había tanta sangre en su pasado, tanta muerte…Y eso que todavía estaba lejos de recordarlo todo. Desvió la vista hacia la cabeza de la enorme bestia que presidía la sala; se sintió hermanada con aquel engendro. Ella era un monstruo más tras el velo, una aberración concebida para el asesinato y la matanza.

Y eso era algo que no podía permitirse el lujo de olvidar.

«Ellos tampoco van a olvidarlo», le advirtió la pasajera que llevaba en la cabeza. «¿De verdad crees que estos dos van a ayudarte? Van a intentar sonsacarte toda la información que tengas y luego te encerrarán y perderán la llave».

«Quizá eso sea lo que me merezco».

Tomó aliento y comenzó a narrar su historia.

—Hace dos semanas comencé a soñar —les explicó—. Que yo sepa no había soñado nunca, ál menos no desde que perdí la memoria. Durante cinco noches se repitió el mismo sueño: algo me buscaba y lo tenía cada vez más cerca.

Sonia y Edgar se limitaron a escuchar, sin hacer preguntas. Los únicos sonidos allí, aparte de su voz, apagada y melancólica, quebrada a veces, eran los del crepitar del fuego en la chimenea, el roer del mastín y el garabateo incesante del niño sobre el papel al otro extremo del salón. La joven les habló de Evan, de cómo había irrumpido en su vida, trastocando toda su existencia de cabo a rabo. Les habló de la barracuda y la lucha en el callejón, de la subasta y su desastroso final, de la forma burda y cruel en que Evan la había manipulado. Les contó cómo los mercenarios habían irrumpido en su casa y el modo en que su padre había invocado el nombre de Edgar Müller en un intento desesperado por evitar lo inevitable. Les contó, en voz baja, presa de una emoción fría y terrible, cómo se había abierto paso a través de la tumba donde los asesinos los habían sepultado. Sonia buscó la mano de su marido con la suya cuando contó aquello, muy afectada por esa parte de la historia.

—No sé cómo sobreviví. No lo entiendo. Tal vez su intención era matarme enterrándome viva… —Fue la única mentira que se permitió. Una precaución de último momento le hizo ocultar su verdadera naturaleza, no les contó que era una virago. Siempre podía escudarse en su amnesia para justificar posibles contradicciones o incoherencias en su historia, decidió—. No sabía qué hacer —les confesó—. Estaba perdida. Fue entonces cuando comencé a recobrar la memoria de verdad. Fue entonces cuando el mundo oculto comenzó a abrirse paso en mi cabeza. Y entonces supe lo que era. Lo que había sido antes de perder la memoria: una asesina.

Les habló de la otra Ariadna. Necesitaba hacerlo, era una forma de conjurarla, de evitar que su influencia siguiera creciendo, de ponerle coto. Les habló de la hermandad terrible que la había adiestrado en el arte del asesinato desde que era niña, aquella hermandad de Hermes a la que se había referido Evan. No vio sorpresa alguna en sus rostros cuando desveló aquello. Era evidente que estaban al tanto de buena parte de lo que les estaba contando.

—¿Recuerdas la casa sin ventanas? —le preguntó Sonia cuando Ariadna terminó de relatar su odisea.

«Te lo advertí».

—Vagamente. —Esa pregunta le aceleró el corazón al tiempo que su cabeza se llenaba de corredores retorcidos, tinieblas y fantasmas—. Sé que viví durante mucho tiempo allí, pero no sé ni dónde está ni cómo llegar. Y tampoco quiero hacerlo. —Hizo especial hincapié en esa frase. Tenía la incómoda sensación de que Edgar Müller la estaba juzgando a cada gesto, a cada palabra, intentando discernir cuál era su grado de sinceridad. El hechicero no apartaba la mirada de ella—. Era un lugar espantoso, atroz. Recuerdo la oscuridad. Los gritos. Los gritos nunca paraban. Nunca.

«La casa sin ventanas es nuestro hogar», dijo la otra Ariadna. «Sin ella ahora estarías muerta, niñata desagradecida».

—En esa casa opera la cofradía de los asesinos, la Cofradía Oscura. —Edgar se inclinó hacia delante—. Ellos se dan en llamar la hermandad de Hermes, pero la mayoría los llamamos por un nombre menos grandilocuente: los llamamos la Carroña. —Se pasó una mano por la frente, como si pretendiera secarse un sudor que no estaba allí—. Eres mucho más que una asesina, muchacha: tú y los tuyos sois leyenda. Una leyenda temible, una de las leyendas más negras del inframundo. Y voy a serte sincero. —La miró con una seriedad turbadora—. He dedicado mi vida a combatir a criaturas como tú. Durante toda mi existencia he luchado contra todo lo que representa la Carroña y la casa sin ventanas. Quiero que tengas eso muy claro desde el principio.

Había llegado su turno, comprendió Ariadna. La muchacha lo contempló, inquieta y expectante. Necesitaba que alguien pusiera orden en la locura, necesitaba que alguien volviera a poner suelo bajo sus pies. Edgar se levantó del sofá y se acercó a un mueble de madera. De allí sacó una botella de licor oscuro y tres copas de cristal tallado. Sirvió una a Sonia, que asintió agradecida; se llenó otra para él y tendió la tercera a Ariadna que rechazó su ofrecimiento con una sacudida de cabeza.

—No sé ni por dónde empezar —aseguró Edgar cuando volvió a sentarse junto a la mujer.

—¿Qué pasó en la casa donde me encontraron? —quiso saber Ariadna—. Evan dijo que nos tendieron una trampa. ¿Fuisteis vosotros?

—¿Nosotros? ¿Te refieres a Sonia y a mí? —Aquella idea pareció divertirle—. Por supuesto que no. Hay maneras más rápidas de suicidarse que enfrentarse a la Carroña de forma directa. Lo que ocurrió en aquella casa fue un estricto asunto entre monstruos. —Se recostó en el sofá—. ¿El nombre de Cicero te dice algo?

—¿Cicero? —su mente reaccionó a esa palabra, pero fue incapaz de ubicarla.

—Es una de las siete ciudades mágicas —le explicó el hechicero—. La más perversa y atroz. Cicero es la ciudad del dolor, la ciudad de los asesinos y los monstruos. Otra leyenda oscura. —Bebió un trago de su copa, como si le hiciera falta insuflarse valor para poder hablar de ese tema—. La ciudad estaba dividida en cuatro sectores, cada uno regido por un gobernador demoniaco. Uno de ellos era la criatura más deleznable que se pueda concebir: el ser que se da en llamar conde Sagrada. —La expresión de su rostro delató a Ariadna—. Lo conoces —dijo Edgar.

Ella asintió, no tenía sentido negarlo.

—Fue uno de mis maestros —confesó en un susurro. Le tembló la voz al hablar. La embargaba una profunda emoción al referirse a aquel que llamaban conde Sagrada. Edgar podía calificarlo como monstruo, pero los sentimientos que despertaba en ella la simple mención de su nombre no tenían nada que ver con esa definición.

—Enhorabuena entonces —le dijo el mago de la lanza en tono seco mientras brindaba en su dirección—. Has tenido tratos con uno de los seres más despreciables que han pisado la faz de la tierra: el conde Sagrada, el recolector de cadáveres, el señor de la Carroña, el arquitecto del dolor… —Apuró la copa de un trago antes de continuar hablando—: Cada gobernador de Cicero tenía un santuario en la ciudad. El del conde Sagrada era la casa sin ventanas, otro lugar mítico, de esos con los que se asusta a los niños. Allí habitaba la Carroña, los engendros más perversos y temibles de todo Cicero: los monstruos a los que los monstruos temen. Eran su corte, sus escoltas y sus consejeros, todo a un mismo tiempo. —«Su familia», añadió la otra Ariadna, «somos su familia»—. Hace treinta años todo cambió. Hubo una rebelión en Cicero. Cibeles, uno de los dirigentes de la ciudad maldita, se levantó en armas contra los otros tres y salió victorioso. Por lo visto se había cansado de compartir el poder. Dos de los gobernadores fueron asesinados, pero el conde y los suyos lograron escapar. Y se llevaron la casa sin ventanas consigo, nadie sabe a dónde.

»Desde entonces Cicero ha hecho lo imposible por localizar la casa y destruirla, aunque por el momento no han tenido éxito. Cibeles sabe que mientras Sagrada continúe con vida tendrá un poderoso enemigo a sus puertas.

—¿Fueron ellos quienes nos tendieron esa emboscada? —preguntó Ariadna.

—Todo apunta a eso —señaló Edgar—. Por lo visto alguien os condujo a una trampa: una mansión atestada de monstruos de la ciudad maldita. Entre los cadáveres que se encontraron allí se identificó a varios moradores de Cicero. Uno de ellos era Ego, uno de los altos comandantes de Cibeles.

Ariadna se acarició la barbilla, pensativa. Tenía la impresión de que aquello echaba por tierra las sospechas de Evan de que había un traidor dentro de la Carroña. De ser así, ¿por qué limitarse a tender una emboscada? ¿Por qué no guiar a aquellos monstruos hasta la casa que andaban buscando? A no ser, claro está, que no todos los miembros de la hermandad supieran dónde se encontraba la mansión.

—Debió de ser un verdadero infierno —prosiguió el mago—. A las doce y cuarto de la noche se produjo un repunte bestial de magia en esa casa, los medidores de energía casi se salieron de la escala. Las alarmas saltaron por todas partes. A las doce y veinte las primeras fuerzas de contención llegaron a la casa y lo único que encontraron ya fueron cadáveres. Lo describieron como un auténtico campo de batalla, una masacre… Por lo que nos contaron, hubo cuerpos que tuvieron que sacar en cubos. Ahí es donde entramos nosotros.

Por un momento delirante, Ariadna estuvo a punto de preguntar: «¿en los cubos?».

—Trabajamos para la Cancillería alemana desde que nos retiramos de la vida activa —le explicó Sonia cuando Edgar hizo una pausa para llenarse de nuevo la copa—. El día siguiente al incendio, el Segundo Canciller nos mandó llamar y nos contó lo que sabían muy pocos: había una superviviente. No hace falta que te diga quién era, ¿verdad? —apuntó con una sonrisa. La mujer estaba haciendo un gran esfuerzo por mostrarse cercana, resultaba evidente. Del mismo modo en que Edgar Müller continuaba marcando las distancias, alerta y receloso—. Los nuestros habían intentado averiguar tu identidad, pero todo había sido inútil. Era como si te hubieran borrado, como si no existieras. Pero uno de nuestros lectores logró profundizar en esa nada y descubrir algo que nos puso muy nerviosos a todos: formabas parte de la Carroña.

—No sé si eres consciente de lo que significaba eso —continuó Edgar—. Todo lo relacionado con esos asesinos ha estado envuelto siempre en el más absoluto misterio. Nadie sabe qué tipo de seres componen la Carroña, por ejemplo, cuántos son o por qué aceptan unos encargos y rechazan otros. Ni siquiera quienes contratan sus servicios entran en contacto directo con sus miembros. Todo se organiza a través de encuentros con terceros y una charla con un sujeto al que se conoce como el Funcionario.

Ese sobrenombre trajo de inmediato a la mente de Ariadna una nueva imagen, la de un hombre canoso, vestido con chaqué, con unas diminutas gafas redondas y aspecto benévolo. Siempre llevaba guantes negros y siempre tenía manchas de sangre alrededor de la boca. «¿No lo sabes?», le contestó el día en que Ariadna le preguntó por ellas. «Me alimento de niñas preguntonas. Y el mundo está lleno de niñas preguntonas».

—Hasta que apareciste tú, lo único que se sabía sobre la Carroña era que son infalibles —dijo Sonia. Bebía a sorbos cortos, como un pajarito—. Si aceptan un contrato, lo cumplen. Da igual el objetivo, da igual las dificultades. Nunca fallan. Y de pronto, de la noche a la mañana, teníamos en nuestro poder a un miembro de tan selecto club. Y nadie se esperaba que alguien de la Carroña fuera tan escandalosa y terriblemente normal.

—No eras un monstruo —dijo Edgar. Y por su tono aquello le parecía un insulto, un ataque a la lógica y al sentido común—. Maldita sea. ¡No eras más que una niña! Una niña sin memoria, una niña vacía. Lo único peculiar que se veía a simple vista era tu ojo izquierdo: un ojo de lector a todas luces. Pero ¿cómo era posible eso? ¿Cómo se explicaba que el estigma de la lectura solo se presentara a medias en ti?

Ella conocía la respuesta, pero no contestó. No podía admitir que llevaba en su cuenca el ojo de un muerto. Por el bien de su propia cordura necesitaba abrazarse durante el mayor tiempo posible al espejismo de ser humana.

—En los días siguientes al incendio se te indujo un coma mágico durante el cual te sometimos a un montón de pruebas —prosiguió Edgar—. Concluimos que disponías de habilidades místicas innatas, aunque nada superior a la media.

Y dimos con una anormalidad que nos llamó la atención: cierta impermeabilidad a la magia.

—¿Qué significa eso?

—Que determinados hechizos no funcionan contigo —le explicó Sonia—. Todos los vinculados a la magia natural, por ejemplo. Lo que significa, entre otras cosas, que no existe sortilegio alguno capaz de curarte.

—No, eso no es cierto —dijo ella—. La barracuda me hirió la noche en que me enfrenté a ella. Me hizo un buen destrozo, pero Evan me ayudó con un hechizo de curación.

Edgar negó con la cabeza.

—No sé de qué magia os servisteis, pero no fue de la tradicional, eso seguro. —Ariadna recordó que aquel mismo sortilegio había fallado cuando intentó curar al portero de la subasta. ¿Sería magia específica para viragos?—. Y esa hechicería no es la única a la que eres inmune —continuó Edgar Müller—. También resultaba imposible usar hechizos de localización contigo. No hay forma mágica de detectarte. No hay hechizo de búsqueda, por poderoso que sea, capaz de encontrarte, ni sistema de alarma mágico que salte en tu presencia.

—¿Cómo dieron entonces conmigo Elías y los suyos? —quiso saber ella.

—Sin magia —contestó Sonia—. Quizá cuenten con algún rastreador en el equipo. O tal vez alguien te siguiera cuando abandonaste la subasta. Quién sabe. Por desgracia los mercenarios suelen tener bastantes recursos.

—El que fueras ilocalizable por medios mágicos en cierto modo nos alivió —dijo Edgar—. Estabas bajo el amparo de la magia de la Cancillería y sus propios hechizos protectores, sí, pero saber que la Carroña no podía encontrarte nos quitó un gran peso de encima. Lo último que queríamos era un enfrentamiento con los tuyos.

—No son los míos —le corrigió ella.

Edgar Müller ignoró su comentario.

—La cuestión que se planteó a continuación fue la de qué hacer contigo —dijo—. Se barajaron muchas opciones. Algunas aberrantes.

—Hubo quien dijo que la única salida sensata era matarte —le confesó Sonia. Aquello no la sorprendió en absoluto—. Decían que con la Carroña solo se podía tratar siguiendo sus propios términos.

«Y qué sorpresa se habrían llevado de haberlo hecho», se dijo Ariadna.

—Como es evidente rechazamos esa alternativa —dijo el mago—. Todos hemos hecho cosas atroces en alguna ocasión, cosas de las que no nos sentimos orgullosos, pero matar a una niña estaba y sigue estando más allá de la línea que nos hemos trazado como admisible. Los monstruos son otros. —Hizo una seña vaga en dirección a la puerta del salón y por extensión al mundo de fuera—. Gracias al cielo, el Segundo Canciller era de nuestra misma opinión. Encerrarte también habría supuesto una crueldad. No sabíamos cuál era tu grado de implicación en la Carroña e ignorábamos qué crímenes podías haber cometido. ¿Con qué excusa podíamos condenarte? ¿Asociación con malhechores? ¿Terrorismo probable?

—No te haces ni idea de los quebraderos de cabeza que nos diste, muchacha —terció Sonia—. Discutimos días y días sobre qué diablos hacer contigo. Hasta alguien propuso devolverte a la Carroña como gesto de buena voluntad. Como podrás imaginar, ni siquiera tomamos en serio semejante majadería.

—En cierta manera tu amnesia jugaba en tu favor —continuó el hechicero—. Todos los que te examinaron aseguraban que era muy improbable que recuperaras la memoria; el borrado al que te habían sometido era brutal, demasiado severo como para que pudieras recuperarte. Había zonas de tu cerebro que estaban calcinadas, devastadas… De hecho, no entendíamos cómo era posible que la única secuela que sufrieses fuera la amnesia.

—En la práctica eras una persona nueva —dijo Sonia—. Alguien diferente por completo a quien fueras antes del hechizo. Lo que hubieras sido en el pasado ya no importaba, porque no iba a volver.

—O eso pensábamos. —Edgar soltó un gruñido—. Algo se nos escapó. A pesar de los análisis concienzudos, hubo algo que no vimos. Esto no debería estar pasando. No deberías estar recordando.

—Tras mucho discutir, nos dejamos de zarandajas y escogimos el camino más sencillo —dijo Sonia—. En el fondo no eras más que una niña, una niña perdida. Y decidimos que lo más justo sería tratarte como a tal. Y así fue como acabaste en aquel orfanato.

—No te equivoques, en ningún momento te abandonamos a tu suerte —le aseguró Edgar—. Permanecimos siempre atentos, siempre vigilantes. Teníamos personal infiltrado en el centro y un control absoluto sobre tu expediente médico. Cuidamos todos los detalles. Nadie conocía tu relación con el incendio de semanas atrás, hasta nos inventamos una nueva historia para ti. —Cuando se sirvió una nueva copa su pulso ya no estaba tan firme como antes—. Desde un primer momento quedó claro que tu carácter era problemático, pero sobre todo nos preocupaban tus tendencias autodestructivas —dijo—. Tras tu primer intento de suicidio comenzamos a barajar la posibilidad de ingresarte en una institución más acorde con tu estado, un sanatorio psiquiátrico donde controlarte de manera más estrecha. Pero de pronto llegó Steve y todo cambió.

—Fue algo sorprendente —dijo Sonia. Y por el tono de su voz daba la impresión de que todavía le asombraba ese hecho.

Y Ariadna recordó aquel momento. La entrada de aquel muchachito en el orfanato, con su mirada vacía y su expresión distante, como si llevara puesta una máscara tras la que no había nada, mero vacío, mera ausencia… Recordó el impulso irremediable de acercarse a él, de tomar su mano, de buscarse a sí misma entre los restos del naufragio que aquel niño arrastraba consigo.

—Lo reconociste —dijo Edgar—. Eso fue lo que pasó. Reconociste lo que era.

—No. —Ariadna se llevó la mano a la boca, horrorizada ante lo que implicaba aquella afirmación. Porque era cierto. Ahora comprendía qué le había llevado a aproximarse a aquel niño nada más verlo. Steve había matado a sus padres, los encerró en una cabaña y luego le prendió fuego. Era un asesino, un asesino precoz. Como ella. Edgar Müller tenía razón: lo había reconocido. Y eso, de algún modo, había servido para calmarla.

—Tras la llegada de aquel crío ya no parecías la misma —dijo Sonia—. Seguías taciturna y triste, cierto. Pero dejaste de intentar hacerte daño y eso fue toda una mejora.

—Por primera vez diste pruebas de ser capaz de comportarte como una persona normal. —Ahora le tocó el turno a Edgar de continuar con aquella explicación a dos voces—. Los informes eran cada vez más alentadores en ese sentido. Y mejorabas día a día. La posibilidad de reintegrarte dejó de ser una quimera. Unas semanas después de la llegada de aquel muchacho, una curiosa pareja visitó la institución. Pretendían adoptar a un niño, y no les importaba lo problemático que fuera. De entrada, su único interés era Steve, pero el hombre también se fijó en ti. Supongo que era inevitable.

—Hay cosas que no pueden ser de otro modo. —Sonia sonrió con tristeza.

—Edmund no tardó en iniciar los trámites de adopción de ambos —dijo Edgar—. Para qué engañarnos, en circunstancias normales no habría conseguido nunca la tutela de ninguno de los dos, pero aquellas no eran circunstancias normales. Estábamos nosotros de por medio. Me involucré de manera personal en el proceso. Mantuve dos reuniones con los que pronto se convertirían en tus padres, haciéndome pasar por un empleado de asuntos sociales; en el segundo de esos encuentros llevé conmigo a un experto lector de la Cancillería, el mismo que había descubierto tu pertenencia a la Carroña. Quería conocer todos sus secretos, quería una radiografía de sus almas… Necesitaba saber si podían cuidar de alguien como tú.

«Las niñeras de un monstruo».

—Sobrepasaron todas las expectativas —afirmó Sonia—. Joder, las superaron con creces.

—Eran perfectos. Sencillamente perfectos. —Edgar contempló la copa que sostenía, la estudiaba con detenimiento, como si buscara en ella una respuesta a una pregunta que le atormentaba. Sus ojos destellaban de un modo extraño, era un brillo frío, desangelado. Ariadna comprendió que se sentía culpable por la muerte de su familia. Se sentía culpable por haberla entregado a ellos—. Tu madre era una de las personas más excepcionales que he tenido el placer de conocer —dijo. La miró otra vez, pero de un modo nuevo. Ya no había ni sospecha ni recelo, solo pena, pena compartida—. Si alguien era capaz de cuidar de ti era ella —dijo—. No hay otra manera de expresarlo. Si alguien era capaz de extirpar toda la maldad que pudieras tener dentro, toda la rabia, todo el dolor, esa era Ángela.

—Yo… —Ariadna tragó saliva, impresionada por sus palabras. Quería hablar, quería confirmarles que así había sido, que aquella mujer magnífica la había congraciado con el mundo, con la vida, pero le costaba articular palabra—. Lo hizo —dijo al fin, con la voz estrangulada. No lloraba, pero el llanto se había transformado en una criatura viva que le trepaba por la garganta, un ser áspero y amargo que la arañaba por dentro—. Lo hizo —repitió. Y acto seguido pensó: «Me salvó. Nos salvó a ambos. Y ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá me hubierais encerrado y perdido la llave. Porque así ellos seguirían con vida».

—Aun así, antes de tomar la decisión final no me quedó más remedio que mantener una última reunión con tu padre —dijo Edgar—. No podíamos entregarte así como así. Era necesario que comprendiera las implicaciones de la decisión que estaban a punto de tomar, y para ello debía conocer todos los datos. Me reuní con él y le hablé del mundo oculto, no me quedó más remedio. A grandes rasgos, sin entrar en detalles. Le conté que la magia era real, que hay monstruos en las sombras y que tú habías sido uno de ellos. Eso había quedado atrás, le aseguré. Pero existía el riesgo, aunque fuera mínimo, de que recuperaras la memoria y que esos tiempos regresaran.

—¿Cómo se lo tomó?

—Mejor de lo que nadie podía esperar —le contestó—. Tu padre siempre fue un hombre práctico. La existencia de un mundo dentro del mundo lo agobió durante una fracción de segundo. Una vez computó el dato, no tardó en rehacerse. Lo aceptó del mismo modo en que podía haber aceptado que se hubiera puesto a llover de pronto. En cuanto a ti… —Sonrió. Y fue la primera sonrisa real que le veía a aquel hombre—. Le dio igual. Le dio absolutamente igual. «Yo también arrastro fantasmas», me dijo. «Yo también tengo las manos manchadas de sangre. Arruiné a muchos hace unos años. Hasta donde yo sé al menos dos personas se quitaron la vida por ese motivo. En cierta manera yo les empujé a hacerlo. El pasado de esta niña no me interesa. Lo que me interesa es su presente, su futuro».

Ariadna resopló. Las ganas de llorar iban y venían, era un torbellino de pena, de angustia, de agonía, que la dejaba aterida de un frío imposible de combatir.

—Creo que al final sí me voy a tomar esa copa —dijo con un hilo de voz. Edgar asintió y le sirvió tres dedos de licor. Se los bebió de tres rápidos sorbos, uno por dedo. El calor de aquello se fue abriendo paso en su interior, pero no logró consolarla. Tomó aliento—. ¿Mi madre lo supo alguna vez?

—Si lo supo no fue por nosotros. El lector que examinó a Ángela nos avisó de que no sería buena idea que la hiciéramos partícipe del secreto. Nos avisó de que, de saberlo, querría verlo todo. No estaba en su naturaleza quedarse en el lado tranquilo de la vida e ignorar las maravillas que podía encontrar al otro lado. Y eso lo sabía muy bien Edmund, por eso tengo la sospecha de que si llegó a contarle alguna vez la verdad, debió de ser una versión incompleta. —Se frotó las manos con fuerza, como si necesitara calentarlas—. Una vez Edmund aceptó adoptarte, todo fue muy rápido. Eso sí, le advertimos de que se deberían tomar unas precauciones mínimas. Sortilegios de vigilancia mágica en cualquier casa donde vivieras. Reuniones periódicas con él. Informes mensuales a la Cancillería… Edmund conocía los riesgos. Nosotros también. Aun así, lamento decirlo, con el paso del tiempo nos relajamos. Todo iba bien, tú te habías convertido en una adolescente normal y corriente con una vida normal y corriente. Dimos por supuesto que ya siempre sería así. Nos confiamos. Y tu padre también lo hizo. Debía avisarnos de inmediato si sucedía cualquier cosa fuera de lo normal. Y no lo hizo. No lo hizo.

—Todo fue muy rápido —murmuró ella—. Puede que ni siquiera tuviera tiempo de informar. La misma noche de la subasta, le dije que me encontraba bien. —Se sentía extraña, dividida. Su padre había estado vigilándola, había pasado informes sobre ella a aquellos desconocidos. Bajó la vista. Todavía tenía la copa entre las manos, ya vacía. El vidrio estaba facetado y su reflejo se fragmentaba y multiplicaba una y otra vez contra su superficie. Había un sinfín de Ariadnas allí dentro, un puzle irresoluble de piezas condenadas a no encajar jamás—. ¿Y ahora qué? —preguntó en voz baja.

—Ahora, con tu permiso, mi mujer y yo vamos a hablar en privado sobre todo esto —dijo Edgar—. No te molesta, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza. Los múltiples reflejos del cristal copiaron su movimiento.

—Lo entiendo. —Hizo ademán de levantarse para dejarlos solos. Sonia se le adelantó. Se acercó a ella y la cogió de la mano. Se la estrechó con firmeza.

—Todo va a ir bien —le aseguró—. Sé que es una frase de mierda dadas las circunstancias, pero estoy convencida de que va a ser así. Todo va a ir bien. Nosotros nos vamos a encargar de ello.

Ariadna la miró a los ojos. No tenía fuerzas ni ánimo para creer en ella, le resultaba imposible hacerlo. En el fondo no le importaba lo mucho que pudieran mejorar las cosas: los muertos continuarían muertos. Sus padres no se habían perdido en ningún edificio evanescente, no podía engañarse con la idea de volver a verlos, sus padres y su hermano estaban enterrados a un lado de la carretera. Sonia le sonrió y a ella no le quedó más remedio que asentir.

La pareja no se alejó mucho. Se limitó a salir al pasillo, las puertas quedaron abiertas y ambos dialogaron frente a ellas. «No quieren perderte de vista», le dijo la otra Ariadna.

Soltó un suspiro agotado e intentó recordar cuándo había sido la última vez que había comido algo o dormido un rato. No lo consiguió. El desánimo le podía. Tras aquella larga charla se sentía vacía, exhausta. Había obtenido muchas respuestas, pero con ellas no había logrado la tranquilidad que buscaba, solo la confirmación de lo que ya sabía: era un monstruo, un engendro concebido para el asesinato. Ahora conocía las circunstancias que habían rodeado a su amnesia y a su adopción, sí, pero eso en poco le aclaraba lo que de verdad era ella. Su identidad se le escapaba. ¿Era Ariadna la asesina o la Ari que Edmund y Ángela habían sacado del orfanato alemán? ¿Podían conjugarse ambas?

Una vocecilla la sacó de pronto de su ensimismamiento. Para su sorpresa descubrió que Cario se había acercado a ella, con el sigilo de los niños tímidos que tienen miedo a molestar. Llevaba el cuaderno de dibujo y dos lápices en las manos. Por un instante notó cómo la conversación de la pareja se interrumpía al ver a su hijo tan cerca de ella, pero esta no tardó en reanudarse, aunque la vigilancia sobre ella se mantuvo.

—Te he pintado —le dijo Cario mientras abría el cuaderno.

La había dibujado, en efecto, aunque le costó trabajo reconocerse en la muchacha que ocupaba buena parte de la página que el niño le mostraba. Le recordaba a una pirata, con el ojo cubierto por un parche y el cabello tan revuelto que más que pelo parecía que se había adornado la cabeza con un pulpo o una fregona. Tenía los brazos demasiado largos y las piernas demasiado cortas. Al menos el número de extremidades era el correcto.

—¿Esta soy yo? —le preguntó Ariadna. Para su sorpresa descubrió que se sentía un poco dolida—. ¡No sabía que era tan fea!

—No eres fea —dijo el niño—. Estás triste y por eso te he dibujado triste.

La muchacha se quedó mirándolo, perpleja. Se le estaba comenzando a formar un nuevo nudo en la garganta, aquel ser interno que ella imaginaba forjado a base de lágrimas volvía a retorcerse en su interior, volvía a reclamar su atención. Era por el olor del niño, a criatura recién bañada, a inocencia y frescor. Por el brillo inmaculado de sus ojos, ajenos al mal y al terror del mundo, libres de cualquier atisbo de corrupción. Recordó a Steve en el orfanato y le volvieron las ganas de gritar, de acuclillarse en una esquina, de rendirse al dolor y la angustia. En vez de eso, sonrió. Ni siquiera salir de la tumba le había costado tanto esfuerzo.

—¿Quieres que te dibuje yo? —le preguntó al niño—. Antes dibujaba bastante bien. Sacaba buenas notas y todo. —Cario asintió y le tendió los bártulos al instante. Ariadna cogió el cuaderno, empuñó uno de los lápices y se retrepó en el sofá. Estudió al niño con expresión atenta y lo dibujó con varios trazos rápidos. Hacía tiempo que no dibujaba, pero acabó consiguiendo algo que se parecía un poco al chaval que tenía delante. Era probable que Sara Vargas lo hubiera hecho muchísimo mejor.

—¿Ariadna? —Tan ensimismada estaba dando los últimos toques al dibujo que no se percató de que Edgar y Sonia habían regresado. Ambos la observaban tras el sofá. Ella sonreía. Él tenía la misma expresión severa de costumbre. Fue Edgar el primero en hablar.

—Hay algo que tengo que preguntarte. Algo importante. Ya te hemos dicho que es muy poco lo que sabemos sobre la Carroña. Muy poco. Necesitamos saber más. ¿Estarías dispuesta a proporcionarnos toda la información que puedas sobre esa organización? Qué criaturas la forman, cuáles son sus protocolos de actuación, desde dónde operan, en qué asesinatos y robos han estado implicados… Cualquier dato que nos puedas proporcionar será valioso. Dinos, ¿colaborarías con la Cancillería? De entrada tendrás nuestra protección.

—Todavía no recuerdo demasiadas cosas —contestó, abrumada por lo que le pedían—. Tengo demasiadas lagunas.

—Pero recordarás. Cualquier cosa que puedas saber sobre el conde Sagrada y su organización es un tesoro para nosotros. No te estamos pidiendo que te enfrentes a los que un día fueron tus amigos. Ni siquiera pensamos enfrentarnos nosotros a ellos, al menos de momento. Pero la información es poder. Y no sabemos nada sobre la Carroña. ¿Nos ayudarás?

«Te lo advertí. Te lo advertí. Quieren que traiciones a la cofradía. Quieren que traiciones a tu familia».

«Mi familia está muerta. Y no hay ninguna diferencia entre lo que yo era antes y los asesinos que los mataron».

—Os ayudaré —contestó.