GEOGRAFÍA OCULTA

GEOGRAFÍA OCULTA

El fumadero estaba en una calle de Berlín que no venía en los mapas, una calleja en curva que cortaba la calle Kastanienallee en el popular barrio Prenzlauer Bergen. Era un local lúgubre y sórdido, de techo bajo, con una larga y mugrienta barra a la izquierda y una estancia abarrotada de sofás y divanes al fondo donde varios individuos fumaban de enormes shishas decoradas con runas luminosas. El espeso humo que exhalaban no se disipaba en el ambiente ni ascendía hacia el techo, se limitaba a envolver sus cabezas como una suerte de escafandra trenzada en neblina. Aquel lugar estaba dividido en dos sectores, el primero correspondía a la zona de bar, con su mostrador deteriorado y sus mesas, pequeñas y sucias, arrinconadas contra la pared; la segunda era el fumadero propiamente dicho y era allí donde se reunía la mayor parte de la clientela, entre ella el hombre al que Ariadna había seguido desde la casa igual. El fumadero estaba abarrotado de gente de la más diversa índole, aunque la mayoría compartía un aspecto enfermizo y macilento similar, un aura de derrota irremediable que proclamaba «adicto» a los cuatro vientos.

Ariadna se sentó en una de las mesitas, la más cercana a la puerta y allí bebió a sorbos lentos el café amargo que el camarero le había servido tras dedicarle una mirada de extrañeza, como si se preguntara cómo diablos había terminado alguien como ella en un lugar semejante. Desde donde estaba, alcanzaba a oler el aroma turbio de las cachimbas; era un olor especiado, animal, que le hacía pensar en sudor humano y en tierra mojada. Mientras el camarero le servía el café, la muchacha observó con repugnancia las shishas apiladas en las estanterías próximas al fumadero. Se le antojaron reptiles aletargados a la espera de víctimas desprevenidas. Néctar negro se llamaba la sustancia que consumían en aquel local, eso anunciaba una pizarra colgada entre las cachimbas; fuera lo que fuera aquel néctar venía en tres formatos: puro, cortado y diluido, y la diferencia de precio entre ellos era más que apreciable. Cuando el camarero se ofreció a manchar su café con unas gotas de néctar, Ariadna estuvo tentada de preguntar qué era aquello, pero le desagradó la idea de mostrar ignorancia y se limitó a declinar el ofrecimiento. El camarero se retiró tras dedicarle una mirada de profundo desagrado.

Los clientes del fumadero parecían adormilados, la mayoría se recostaban en sus sillones, envueltos en humo; de cuando en cuando salían de su mutismo para dar una calada a sus pipas antes de volver a perderse en sus ensoñaciones. Una mujer desnuda se abrazaba a sí misma y se mecía de manera lenta y perfecta, casi como un metrónomo, sobre un diván cuya forma recordaba la silueta de un cisne. Un joven yacía en el sofá vecino con los pies en el respaldo y el torso en el suelo, agitaba de manera lánguida los brazos a medio alzar, como si estuviera inmerso en un baile lento o quisiera atrapar cosas que solo él podía ver. Mientras espiaba, uno de aquellos sujetos, un anciano maltrecho de pelo y barba gris, se incorporó despacio en la mecedora rota que ocupaba, escupió en una palangana a sus pies y volvió a tumbarse tras dar un largo tiento a la pipa de su narguile y dedicarle a ella una mirada vidriada que la hizo estremecer. «Sé lo que eres», parecían decir aquellos ojos vacuos.

Ariadna se concentró en su café. Dispuso las manos en torno a la taza y descubrió que todavía quedaba algo de tierra entre sus uñas. Se sentía tan desprotegida y expuesta como lo había estado la noche de la subasta, más si cabe. Pero tenía que luchar contra ese sentimiento. Estaba en casa. Estaba en el lugar que le correspondía. La Ari de Edmund y Ángela había sido una mentira, una invención de su mente que habían echado abajo a tiros. Debía dejarla atrás. Por mucho que doliera, por mucho que pesara. Volvió a tomar un sorbo de café y sintió cómo la Ariadna olvidada se removía en su mente. Reclamaba su espacio, pero ella se negaba a cederle el paso. No la dejaría volver jamás. No dejaría que aquella cosa asesina y maléfica volviera a existir. Pero ¿qué Ariadna sería entonces? Respiró hondo, con la vista fija en el café. El aroma del néctar negro lo llenaba todo, denso y carnoso, casi como una invitación a rendirse a su hechizo.

«Ven», susurraba el néctar. «Te abriré todas las puertas. Te mostraré el camino. Resucitaré a tus padres. Te devolveré a la vida. Ven. Soy todo lo que necesitas. Todo lo que necesitarás jamás».

Cerró los ojos, aferrada a su taza de café como si aquella pieza de porcelana fuera lo único real y tangible del universo, como si soltarla significara hundirse para siempre en el más profundo abismo.

* * *

Le había costado dos días encontrar Berlín.

Durante ese tiempo, las casas iguales la habían arrastrado de ciudad en ciudad, en una sucesión acelerada de distintos paisajes y urbes, saltando de un extremo del globo al otro sin orden ni concierto, abandonada al azar que gobernaba los destinos de esas casas imposibles. En esta ocasión, la segunda parada no fue Lilith, la luna secreta del planeta, sino Río de Janeiro. Ariadna había abierto la puerta esperando toparse con el planeta Tierra en los cielos, pero lo que se encontró en cambio fue la playa de Copacabana. Recordó a Evan tamborilear sobre el umbral de la puerta y comprendió que el muchacho conocía formas de manipular el recorrido de las casas. Pero ella ignoraba cómo hacerlo y no le quedó más alternativa que tomar el camino largo. Esos dos días habían tenido la consistencia de un sueño, un delirio en el que una y otra vez abría las mismas puertas para enfrentarse siempre a escenarios diferentes: chabolas miserables, rascacielos desorbitados que empequeñecían la pequeña casa de paredes blancas, fábricas humeantes, barrios residenciales, vertederos colapsados de basura y chatarra, hasta en una ocasión llegó a salir en el centro de una plataforma petrolífera abandonada en apariencia. Con un solo vistazo solía bastarle para comprender que las casas iguales no la habían llevado a donde quería llegar, aunque en ocasiones no le quedó más remedio que adentrarse en la ciudad para descartar que estuviera en Berlín.

El primer día abandonó, tras horas y horas de aquel delirante viaje, rendida ya al agotamiento. Hizo noche en Roma, en una habitación exigua de un hostal de mala muerte cerca de la plaza Navona. No logró descansar. Se sumió en una inconsciencia fría, plagada de sueños en los que continuaba abriendo sin cesar las puertas de la casa igual, solo que en su sueño no se topaba con nuevos escenarios tras ellas, era siempre el mismo el que la aguardaba al otro lado: el salón de su casa, el salón de su casa en el momento preciso en el que los mercenarios de Elías asesinaban a su familia. Y a Ariadna no le quedaba más remedio que ser testigo de nuevo de sus muertes. No podía apartar la mirada, el sueño se lo impedía, y aunque intentaba cerrar la puerta con todas sus fuerzas, nunca lo lograba; era tan pesada que parecía roca sólida, tan improbable su movimiento como hacer andar a las montañas a empujones. Los vio morir tantas veces que fue capaz de memorizar cada grito, cada gota de sangre y su trayectoria, cada convulsión, cada sacudida…

De pronto, al abrir por enésima vez la puerta de la casa igual que torturaba sus sueños, el escenario cambió. Apareció en lo alto de una torre de piedra roja, con la cúpula hendida. El edificio se alzaba en lo alto de un acantilado que daba a un portentoso mar de lava. En el cielo había un gigantesco planeta de un verde rutilante. Mar adentro se adivinaba algo inmenso, una sombra ciclópea, una montaña quizá o tal vez una construcción descomunal. La oscuridad no permitía verlo bien, o tal vez el sueño o la amnesia le escamotearan aquel recuerdo, si es que de eso se trataba. Evan estaba junto a ella.

—Confía en mí —le rogaba el muchacho—. Por el Panteón Oscuro, por la hecatombe de los dioses, confía en mí, Ariadna. Aquí estaremos a salvo.

—Te engañas —se escuchó decir con voz cansada, como si llevaran largo rato discutiendo—. No hay lugar en la creación en el que tú y yo podamos estar a salvo. Pensar que puede haberlo nos hace débiles. Da igual dónde nos ocultemos. Nos encontrarán y nos harán volver.

—¿Y qué nos queda entonces? —preguntó Evan. Las ojeras resaltaban como agujeros negros en su rostro pálido. Llevaban días sin dormir.

—Seguir matando —contestó Ariadna—. Seguir matando para ellos. Tener paciencia y esperar. Porque algún día llegará nuestro momento…

A la mañana siguiente le costó trabajo reunir la energía necesaria para retomar el viaje. Los sueños la había vaciado, se sentía hueca y frágil, incapaz de llevar a cabo la tarea que se había propuesto. Aun así, para su sorpresa, consiguió ponerse en marcha y volver a la rutina cansina de entrar y salir de la casa igual. Tras muchas horas de abrir puertas, por fin llegó a su destino. La ciudad le resultó familiar nada más poner un pie en las escaleras, no en vano había vivido durante semanas allí, a la espera de que la burocracia concediera su tutela a Edmund y Ángela. Como prueba definitiva, al poco de adentrarse en las calles cercanas a la casa alcanzó a distinguir en la lejanía la silueta inconfundible de la Puerta de Bradenburgo. Estaba en Berlín, sin duda; había cubierto la primera etapa de su viaje. No se le escapaba la paradoja de que habría llegado antes con cualquier otro medio de transporte tradicional. Buscó entonces el cobijo de un portal cercano a la casa igual y desde allí espió el edificio que la había llevado hasta Berlín. No tuvo que aguardar mucho tiempo hasta que la puerta se abrió otra vez. Un hombre rubio, de pelo alborotado, vestido con una gabardina verde demasiado larga, bajó trastabillando las escaleras de la casa y echó a andar calle arriba. Ariadna no se arriesgó a leer entre líneas en él, para hacerlo tendría que retirar el parche de su ojo izquierdo y tenía la certeza de que Evan aguardaba al otro lado, a la espera de un momento de flaqueza para asomarse a su mirada e intentar averiguar dónde estaba. Durante casi una hora siguió al hombre de la gabardina verde, siempre a una distancia prudencial, hasta que lo vio adentrarse en aquella calle extraña, un ramal de la calle Kastanienallee situado entre dos bares que, por una curiosa paradoja visual, resultaba invisible si no se miraba desde cierto punto concreto de la calzada. El hombre entró en el único local abierto en aquella calleja y Ariadna, tras aguardar unos minutos, lo siguió dentro.

Hizo durar el café mientras pensaba qué hacer a continuación. En el tiempo que le llevó acabar la taza, varios clientes más entraron en el local y solo uno, una mujer lívida envuelta en un abrigo de visón raído, salió de él, con un caminar tan torpe que a cada paso parecía a punto de dar con sus huesos en tierra. Todos los que entraban tenían la misma traza arruinada y desesperada, todos, comprendió Ariadna, eran adictos a la sustancia que se vendía allí. Unos pocos se habían esparcido por la barra y las mesas, ellos no consumían pipas sino néctar diluido, bastante más barato.

—Otro café solo, por favor —le pidió al camarero, un hombre delgado de rostro agrio, pelo corto y mejillas infestadas de pecas—. Sin manchar —añadió en el último momento.

Le resultaba extraño volver a conversar en alemán después de tanto tiempo. Ariadna nunca había tenido muy claro cuál era su lengua natal. Se manejaba bastante bien en inglés, castellano y alemán, y conocía lo bastante del francés como para defenderse en ese idioma. Los tres primeros habían venido con ella desde su amnesia, más que aprenderlos los había recordado. Siempre le había resultado curioso saber esos tres idiomas, mostraba una clara educación, ahora comprendía que eran un instrumento más. Una asesina tenía que saber desenvolverse.

—Sin manchar —masculló el hombre con sorna. Lo había sorprendido mirándola con desaprobación más de una vez—. Tú no has venido por néctar —le espetó mientras dejaba, de mala manera, la taza ante ella—. Todos los que vienen a este sitio buscan néctar. ¿A qué has venido tú, niña? ¿Qué haces aquí?

—Busco a un hombre —contestó al cabo de un instante.

—En este local no hay nadie que quiera ser encontrado —le contestó él. La mirada del camarero se endurecía por momentos.

—No es nadie de aquí —se apresuró a decir—. Se llama Edgar. Edgar Müller. Estoy intentando localizarlo y por lo que sé es probable que se encuentre en Berlín. Este sitio me pareció tan buen lugar para empezar a buscar como cualquier otro.

—Pues te has equivocado de pleno, muchacha. No lo es. —Cabeceó hacia más allá de la barra—. Dentro de nada el bar se me abarrotará de gente y necesitaré sitio para la clientela de verdad. Tómate el café y vete a buscar a tu hombre a otra parte.

Ariadna frunció el ceño.

—Si me echa unas gotas de ese néctar, ¿seré un cliente de verdad y podré quedarme? —El hombre, tras un instante de duda, asintió, aunque su gesto continuó igual de adusto. Ariadna empujó la taza hacia él—. Pues hágalo entonces.

El camarero se acuclilló un momento tras la barra para reaparecer con una botella de cristal verdoso. Dentro había una especie de tubérculo grisáceo de forma amorfa, recubierto de cerdas pardas, a medio sumergir en una sustancia negra, similar en consistencia al alquitrán. El hombre quitó el émbolo que cubría el dosificador de la botella y echó tres gotas en la taza de Ariadna. Esa miserable cantidad de néctar servía para multiplicar por veinte el precio de aquel café. Las gotas no se diluyeron, comenzaron a ramificarse, de ellas nació una intrincada red de zarcillos que a modo de raíces se fueron extendiendo por el café. El olor denso de aquella cosa le inundó las fosas nasales.

«Ven. Te traeré el pasado, el presente y el futuro. Todo lo bueno comienza en mí. Todo lo maravilloso. Todo lo perfecto».

Volvió a su mesa, intentando mantener la taza lo más alejada posible de ella. No tenía la menor intención de beberse aquello, su mera contemplación la repugnaba. Tomó asiento y miró alrededor. Era cierto que el local estaba cada vez más repleto. Apenas había sitio ya en la zona del fumadero y el número de clientes acodados en la barra o sentados a las mesas había crecido de manera notable. ¿Qué hacer?, se preguntó Ariadna. ¿Regresar a la casa igual y esperar hasta encontrar una persona que no la arrastrara a algún lugar sórdido del mundo oculto? ¿Seguir a uno de los clientes que saliera del local con la esperanza de que la condujera a un mejor sitio donde probar suerte?

—Sería una lástima desperdiciar ese néctar —anunció de pronto alguien a su lado. Levantó la vista para encontrarse con la mirada de un anciano bajito y entrado en carnes que la observaba con nerviosismo evidente. Su sonrisa, tímida, le inspiró cierta ternura, había algo de Papá Noel triste en aquel sujeto. Aun así hundió la mano derecha en el bolsillo de su anorak y aferró la empuñadura del cuchillo de cocina que llevaba como protección, otro objeto robado a la familia de Sara, la dibujante frustrada—. Si se enfría pierde propiedades y el efecto no es el mismo, ¿sabes? —continuó el extraño. La miraba con anhelo poco disimulado—. No es tan profundo, por así decirlo…

—¿Lo quiere usted? —le preguntó mientras hacía un gesto hacia la otra silla de la mesa—. Yo no pienso bebérmelo. Esa cosa me da grima.

Al hombrecillo le brillaron los ojos mientras se sentaba. Vestía de manera humilde, con ropa desgastada y remendada mil veces; todo en su aspecto hablaba de una decorosa miseria. Tomó la taza con manos temblorosas y se la acercó a los labios. Pero no llegó a completar el gesto. Se detuvo a medio camino y contempló el café con expresión contrita, luchando de forma evidente contra el ansia de beber.

—Me puede el deseo, pequeña —murmuró y el tono de su voz evidenció el gran esfuerzo que tenía que hacer para no beber de inmediato—. Y me falla la educación. Permite que me presente. —Su mirada volaba, veloz, de ella a la taza y de la taza a ella—. Me llamo Eugenides Deveraux aunque por los avatares a los que me ha sometido el destino me he ganado el apodo de Malasuerte. Soy un perdedor, un pobre pecador reincidente sin fuerza de voluntad alguna. Y también, lo admito, un adicto al néctar negro. —Y tras aquella confesión, incapaz ya de contenerse, se bebió de dos tragos el contenido de la taza. Las manos le temblaron aún más cuando la devolvió a la mesa. Se reclinó y sonrió con placidez—. Ah… —murmuró. Una lágrima penduleó en sus pestañas pero consiguió atraparla en el dorso de la mano derecha antes de que llegara a caer—. Ah… Venecia —dijo—. Qué hermosa estaba ella aquella tarde en Venecia, perdidos ambos en los canales… Era primavera, lo recuerdo, era primavera y el sol deslumbraba con su brillo y el aire olía a almendras y a agua estancada. —La miró a los ojos, pero no era a ella a quien estaba contemplando, comprendió Ariadna. Malasuerte no estaba del todo allí—. Tiré al gondolero al agua solo por escuchar una vez más el milagro de su risa. Después la besé bajo el Puente de Rialto y la luz del crepúsculo la hizo tan real que casi me eché a llorar. «Ven conmigo», le pedí, «ven conmigo y te mostraré un mundo nuevo». Y ella contestó que sí.

Ariadna se inclinó en la mesa. Algo ocurría en los ojos de Malasuerte. Era como si el néctar negro se estuviera enraizando en sus globos oculares, del mismo modo en que lo había hecho en la taza; se distinguían unos finos zarcillos negros agitándose allí dentro. El hombre cerró los ojos y en su rostro apareció tal expresión de dicha que Ariadna sintió una punzada de envidia. El anciano continuaba hablando aunque no conseguía entender sus palabras. ¿Era mero delirio producto del néctar o estaba conversando con la mujer de Venecia? Ariadna aguardó mientras el hombrecillo continuaba sumido en su trance. Tardó unos minutos en dar muestras de salir de él. Pestañeó, le ofreció una sonrisa de disculpa y acto seguido sacó un pañuelo impoluto del bolsillo de su camisa con el que se limpió los ojos. Guardó silencio mientras miraba ensimismado la taza vacía.

—La primera vez que tomé el néctar negro fue en Estonia —le dijo. Tenía la voz estrangulada por la emoción—. Al poco de morir Adelaida, mi tercera esposa. Un error terrible, muchacha —la miró, incómodo—. Un error terrible que no me arrepiento de haber cometido, por qué mentir. Fue néctar puro, no este triste sucedáneo, lo que me dieron a fumar aquel día. —Le sonrió a modo de disculpa, como si ella pudiera considerar de mal gusto que menospreciara la taza a la que le había invitado—. El tiempo es siempre relativo cuando estás bajo el efecto del néctar —explicó—. Los segundos se pueden convertir en horas, los minutos volverse semanas… En mi sueño viví más de dos meses con Adelaida. No reviví mis recuerdos con ella, como ha sucedido ahora, no, fueron dos meses de vida nueva y plena. Dos meses increíbles donde todo fue maravilloso. Eso me regaló el néctar aquella primera ocasión: un espejismo al que abrazarme tras mi pérdida. Puede sonar triste, lo admito, pero a veces lo único que te queda es abrazarte a espejismos.

Al contrario que con el camarero, no le importó confesar su ignorancia a aquel hombre.

—Pero, ¿qué es el néctar negro? —preguntó en voz baja.

Si a Malasuerte le sorprendió que no lo supiera, no dio muestras de ello. Tomó la taza, vacía por completo, y observó su interior unos instantes antes de responder.

—El néctar negro es una de las drogas sobrenaturales más poderosas que existen —le explicó—. Y es difícil no sucumbir a sus encantos, te lo aseguro. ¿Cómo no hacerlo? —Sonrió con tristeza—. El néctar se limita a hacerte feliz. Solo eso. Te hace feliz, sin ningún tipo de efecto secundario. Oh, sí, produce una adicción terrible. Pero no es a la droga a lo que te vuelves adicto, te enganchas a la sensación de maravillosa plenitud que te regala. Y dime, ¿qué hay de malo en ello? ¿No es eso lo que buscamos todos en este mundo terrible? Un momento de pura felicidad, un destello de gloria… ¿Qué importa si es una droga la que te lo proporciona? ¿Qué más da si no es real si tú lo sientes como tal? ¿No estás de acuerdo?

Un hombre chocó contra su mesa conforme salía del local. Tenía la expresión vidriada y una mancha de vómito reseco en la pechera de su camisa mal abotonada.

—El no parece muy feliz —indicó Ariadna mientras lo seguía con la vista.

—Por supuesto que no —reconoció Malasuerte—. Acaba de salir de la más dulce de las ensoñaciones para encontrarse en una realidad de mierda. ¿Te extraña que esté en shock? Se le pasará y volverá a por más. Todos lo hacemos. —Dejó la taza otra vez sobre la mesa. Ariadna comprobó que todavía le temblaban las manos—. El néctar negro se destila de unas simpáticas plantas carnívoras llamadas somnolíferas, ¿sabes? Atraen a sus víctimas con su aroma y luego las sumen en un profundo sueño. Mientras duermen, las plantas hunden las raíces en ellas y las vacían de toda esencia y vida, las reducen a cáscara, a piel reseca. Y mientras la planta se alimenta, sus presas no dejan de soñar, se sueñan felices, plenos, henchidos de vida, con todas sus esperanzas cumplidas… —Compuso una sonrisa para tranquilizarla al ver su expresión de desagrado—. Pero no tienes por qué preocuparte de esos horrores, pequeña. Esas plantas solo crecen en las sombras y no tienes aspecto de ser alguien que se acerque demasiado a ellas. —A continuación añadió—: Sabes lo que es la Umbría, ¿verdad?

Ariadna estuvo a punto de negar con la cabeza, pero justo cuando comenzaba su gesto se dio cuenta de lo equivocada que estaba. Sabía muy bien de qué estaba hablando Malasuerte. La Umbría era el submundo, lo profundo. La Umbría era la tierra del espanto, la realidad distorsionada y retorcida por la magia.

Su mente se pobló de escenarios demenciales, recuerdos fragmentarios de cuando su otro yo había transitado las tierras lúgubres: se vio atravesar habitaciones repletas de polvo y arena, con instrumentos musicales apilados contra paredes que no dejaban de gritar y sangrar; se contempló inmóvil en mitad de un bosque hecho de estatuas a medio derretir, sin saber qué camino escoger, sabedora de que una mala elección traería aparejada la muerte y una incómoda resurrección; se recordó perdida en una ciénaga infestada de malas hierbas y árboles de cuyas ramas colgaban cadáveres de recién nacidos que no paraban de llamar a sus madres; se vio de pie ante una montaña de esqueletos que emergía del centro de un lago de sangre, aquel osario estaba coronado por varios hombres desnudos, abiertos en canal, cosidos unos a otros con sus propias entrañas…

—Conozco las sombras —contestó Ariadna. La repentina seriedad de su voz hizo que el anciano entrecerrara los ojos.

—Entonces sabrás que hay que evitarlas —dijo—. Y comprenderás el motivo por el que el precio del néctar negro es tan desorbitado. Los recolectores se juegan la vida al entrar en la Umbría. Dicen que no hay profesión más peligrosa que la de los exploradores de sombras. Ni siquiera los exorcistas corren tanto riesgo como ellos cuando se enfrentan a los parásitos infernales… —Sonrió—. ¿He satisfecho tu curiosidad con respecto a la esencia negra? ¿Hay algo más que quieras saber sobre ella?

Ariadna negó con la cabeza. No podía dejar de pensar en las sombras. Esas zonas oscuras del mundo la subyugaban, la atraían. Sentía su llamada del mismo modo en que había sentido la llamada del néctar negro en aquel local. Y ahora comprendía el motivo.

«La Umbría es nuestro hogar», escuchó decir a la otra Ariadna en su cabeza. «En las sombras está la casa sin ventanas. La mayor parte de ella, al menos».

—Buscas a Edgar Müller —dijo el hombrecillo de pronto, sacando a Ariadna de su ensimismamiento. Le costó trabajo regresar a la realidad—. Ruego que me disculpes, pero oí cómo preguntabas por él al desagradable camarero que lleva este tugurio. Responde a mi pregunta, pequeña, responde sin miedo. ¿Buscas o no a Edgar Müller?

—Lo busco —concedió.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Era amigo de mi padre —contestó ella—. ¿Lo conoces?

—No en persona, pero he oído hablar de él. Es un personaje notable del mundo oculto berlinés. Un héroe —dijo con afectación—. Cuentan que ha sido el único hombre en viajar a Filo Escarcha y regresar con vida. Dicen también que se enfrentó a uno de los demonios del Panteón Oscuro durante la Guerra del Horror y que estuvo a punto de vencerlo… Un tipo arrojado, valiente como pocos, dicen. Un héroe de libro. —Se rascó la barbilla—. Lo último que oí de él es que anda medio retirado. Que se casó y tuvo hijos.

—¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

Malasuerte se encogió de hombros.

—Puedo intentar localizarlo —dijo—. De hecho estoy convencido de que podría dar con él solo con un par de llamadas. No lo conozco en persona, es cierto, pero tenemos amigos en común. —Sonrió con picardía—. Pero recuerda que soy una criatura débil, un ser lamentable que solo vive para el néctar negro. Yo te conseguiré a Edgar Müller solo si tú, a cambio, me ofreces un pedazo de buena y falsa felicidad. Felicidad pura, no diluida. ¿Qué te parece, niña triste? ¿Tú me ayudas y yo te ayudo? ¿Tenemos un trato?

—Tenemos un trato —contestó ella.

* * *

Había un hombre muerto frente a uno de los carros. Estaba desnudo, tumbado de costado y con los ojos abiertos.

Junto a él se acuclillaban dos ancianas, ambas estaban dibujando espirales sobre el cuerpo; una las dibujaba negras, la otra rojas. El cadáver ya había cobrado el aspecto de un mapa tétrico, de un laberinto insoluble; a Marc le costaba trabajo apartar la mirada de él, había algo hipnótico en esos dibujos entrelazados. Los niños y los perros del campamento corrían entre los carromatos, ajenos al cuerpo y a las viejas que continuaban ensimismadas en su tarea, ajenos también a su propia presencia.

Marc consiguió al fin apartar la vista del cadáver y dio un nuevo sorbo a la taza de licor que los gitanos le habían ofrecido al poco de llegar. Evan le había prevenido de que debía aceptar cualquier obsequio que le hicieran y beber y comer todo lo que le pusieran delante, por desagradable que resultara a la vista, al gusto, al olfato o a las tres cosas a un tiempo.

—Serás su invitado y protegido solo mientras respetes las reglas del campamento —le había advertido—. Y ni se te ocurra mirar a la cara a ninguna de sus mujeres, se lo pueden tomar muy mal. A más de uno le han cortado los huevos por mirar a quien no debía.

Marc dio otro sorbo. El licor era tan denso que casi necesitaba masticarlo para hacerlo pasar. Ni se le cruzó por la cabeza preguntar qué era aquello. Se limitó a seguir bebiéndoselo ante la atenta mirada de la pequeña concurrencia reunida alrededor de la hoguera. Aquello sabía a carne demasiado pasada, a queso agrio y a metal. Y ya desde el primer trago había notado cómo afectaba a sus sentidos. Los bordes de los objetos parecían más brillantes mientras las siluetas de los seres vivos se iban oscureciendo, con lo que el mundo se había ido convirtiendo en un escenario deslumbrante poblado de sombras desdibujadas. El único que permanecía inmutable era el muerto ante el carromato.

Había intentado preguntar por Ariadna en cuanto había llegado, pero cualquier intento de comunicación había resultado inútil. Ignoraban sus preguntas por sistema. Se limitaban a sonreír y a asentir cuando les hablaba. Comenzaba a pensar que no había nadie allí que entendiera su idioma. Resopló. Todavía le costaba creer que estaba de verdad en Alemania. Y había llegado allí sin abandonar Madrid. Se habían limitado a entrar en una casucha blanca y, al salir de ella, en una pirueta de la lógica y de la razón, estaban ya en Berlín. Ari le había hablado de las casas iguales, pero una cosa era admitir la posibilidad de que algo así existiera y otra diferente confirmarla.

«Estoy en un bosque perdido a las afueras de Berlín, en el campamento de unos gitanos que me están emborrachando, drogando o ambas cosas a un tiempo», se dijo, medio alucinado. «Y hay dos viejas pintando de colores a un muerto».

Marc tomó otro sorbo de aquel engrudo. Había una veintena de carromatos en aquel claro, dispuestos alrededor de cuatro grandes fogatas. El colorido del campamento era asombroso. No había carro que no estuviera pintado en al menos diez colores que, por supuesto, no compaginaban entre sí. Las ropas de los gitanos eran igual de estridentes y chillonas, y todos, sin importar su sexo o edad, llevaban las uñas y los labios pintados en los más diversos tonos. Fuera del campamento quedaba la cuadra que habían improvisado para los caballos. Aquellos animales le habían parecido siniestros en un primer momento, casi irreales. No tardó en darse cuenta de que no eran seres vivos, eran una suerte de autómatas con forma equina, caballos falsos de tamaño natural, hechos de madera, tuercas y planchas de metal. Al ver aquello había cobrado una nueva dimensión el regalo que llevaba en la caja que Evan le había dado.

—Entrégaselo al primer gitano que se te acerque —le había dicho mientras se la tendía en el lindero del bosque, no muy lejos de allí. Era una caja de laborioso labrado; habían tallado en la madera una infinidad de palabras, inscritas unas en otras de tal forma que no se podía leer ninguna.

—¿Qué se supone que es? —Sopesó la caja con aire suspicaz. Se dispuso a agitarla, pero Evan, rápido, le detuvo.

—Hay un corazón de potro ahí dentro. Un corazón vivo —le informó, y nada más hacerlo, Marc fue consciente del latido acompasado que llegaba desde el interior de aquella cosa—. No lo agites demasiado, por favor, es muy frágil y una mala sacudida podría matarlo. Dáselo al primer gitano que veas. Te conducirá a su campamento.

Junto a la hoguera estaba el gitano al que le había dado la caja, un hombretón adusto, de mandíbula cuadrada y pelo largo y negro adornado con campanillas y mechas multicolores. Se le había acercado a paso rápido en cuanto Marc enfiló hacia el campamento. El joven se había sentido amedrentado, más si cabe cuando aquel energúmeno se había puesto a gritarle en alemán. Por toda respuesta, Marc le había tendido la caja y la actitud del gitano había cambiado al instante. Acercó un oído a la portezuela labrada y, tras asentir despacio, lo había guiado al campamento.

Marc apuró la copa con un último trago y, como si precisamente a eso hubiera estado esperando, uno de los gitanos se levantó y se dirigió a paso moroso al carromato más colorido del campamento. Llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta. Una muchacha se aproximó a Marc y le quitó la copa de las manos, envolviéndola con exagerada afectación en un paño bordado. Estuvo a punto de dedicarle una sonrisa de agradecimiento, pero se contuvo al recordar la advertencia de Evan.

La puerta del carromato principal se abrió otra vez y el hombre que acababa de entrar salió fuera. No lo hizo solo. Lo acompañaba una anciana que caminaba a pasos cortos, apoyándose en dos bastones nudosos y retorcidos. A pesar de estar encorvada era la mujer más alta que Marc había visto en su vida. Sus curvas podían haber declinado, pero su porte y su figura evidenciaban que en el pasado había sido una mujer espectacular. Su cabello, negro, sedoso y brillante, era tan largo que lo arrastraba a su espalda como la cola de un tenebroso vestido de novia. Pero lo más llamativo era su rostro: sus ojos, enormes, eran, al igual que el izquierdo de Ariadna, al igual que el derecho de Evan, absoluta y totalmente negros. Pero aquella oscuridad tremenda no estaba contenida solo en su mirada, rebosaba hasta tiznar de negro sus mejillas y su frente, como si la negrura se le hubiera derramado por la cara.

Marc tragó saliva. Un niño se acuclilló de pronto a su lado, le susurró algo que no llegó a entender y justo después sintió un doloroso pellizco en la muñeca. Lo siguiente que vio fue cómo el muchachito se acercaba un pequeño puñal a los labios y lamía la punta, manchada de sangre. Era suya, aquella sangre era suya. El niño le había hecho una pequeña incisión en la muñeca, justo en el nacimiento de la palma. Lo miró, sorprendido de no estar sorprendido en realidad. Luego alzó la vista. La anciana ya había llegado hasta ellos y era tan hermosa, aun en el ocaso de su vida, que durante unos instantes se olvidó de respirar. La gitana dijo algo en un idioma incomprensible, que no se parecía a nada que hubiera escuchado; era un lenguaje líquido, hecho de silabeos y chasquidos. No era alemán, sin duda. Era un idioma mucho más antiguo.

—¿Quién es este extraño que ha llegado a nosotros? —dijo el niño en perfecto castellano. Marc le dirigió una rápida mirada, preguntándose si ya había sabido su idioma antes de probar su sangre o había sido después de hacerlo cuando era capaz de hablarlo.

El hombre que llevaba la caja habló en el mismo lenguaje de la anciana. Y de nuevo el niño se encargó de traducir sus palabras.

—Un peregrino. Ha traído un corazón para nuestros caballos y ha bebido la sangre de los antiguos. Mientras esta permanezca en su cuerpo formará parte de nuestro pueblo y le trataremos con el respeto que se merece.

—¿Cómo se llama nuestro nuevo hermano?

—Traía a cuestas su propio nombre, pero ese en nada nos interesa. —El niño hablaba en paralelo a quien traducía, e imitaba a la perfección sus pausas y su tono—. Ahora se llama Caifás. Mientras la sangre del primer pueblo corra por sus venas será Caifás.

—Caifás —murmuró Marc, mareado. ¿Sangre de los antiguos? ¿Qué le habían dado a beber aquellos locos?

—¿Qué te trae hasta nosotros, Caifás? —le preguntó la anciana, clavándole su mirada lóbrega.

Marc (Caifás) se estremeció. La mujer había formulado una pregunta y todo su ser estaba respondiendo a ella sin que fuera necesario abrir la boca. La gitana estaba leyéndolo entre líneas. Era capaz de sentirlo; un viento lento y cálido que lo rodeaba, una caricia vigorosa que recorría su ser por dentro y por fuera, que palpaba sus deseos, sus sueños, que hurgaba en el centro mismo de su alma. La anciana sabía ya la respuesta a su pregunta, pero aun así, aguardaba a que él contestara. Era importante que lo hiciera. Vital.

—Busco a mi novia —dijo. La voz sonó tomada por el alcohol—. Busco a Ariadna. Me han dicho que en el pasado encontró refugio entre vosotros y he venido con la esperanza de que sepáis su paradero. Es fácil de reconocer. Tiene un ojo azul y el otro… —Alzó la mano para señalar a la anciana—. Como los suyos. Negro, negro por completo.

—¿Conocemos a esa tal Ariadna, hermanos? —preguntó la mujer. Su mirada seguía fija en él. Tenía la boca entreabierta y alcanzó a distinguir los dientes. Eran afilados, hasta el último de ellos. Y también eran negros.

Otro de los gitanos sentados a la hoguera asintió mientras le sonreía. Sus dientes también eran pequeños estiletes, pintados en su caso de rojo y verde oscuro. La sangre de los antiguos… Y Marc, aturdido por el licor, comprendió que se encontraba entre vampiros. Vampiros reales, no los de las historias.

—La conocemos —tradujo el niño a medida que hablaba el hombre—. Llegó a nosotros hace cinco años. Compartió la sangre y formó parte de nuestro pueblo durante más de dos lunas. Nunca conocimos el nombre que trajo con ella. Durante el tiempo que estuvo aquí, fue Daga para nosotros.

—¡Daga! —exclamó la anciana. Su sorpresa era fingida, Marc lo sabía muy bien. Aquella mujer lo sabía todo de él—. La niña muerta. La virago. La asesina. Amas a alguien incapaz de amar, ¿eres consciente de ello, Caifás?

—Se equivoca… —Dudó un momento. ¿Con qué tratamiento debía dirigirse a aquella mujer? De manera inconsciente le había venido a la boca la palabra «alteza»—. Se equivoca —repitió—. Ella me quiere. O me quiso. Es capaz de amar, lo sé. Pero aunque no lo hiciera, aunque me repudiara, eso no cambiaría nada. La busco porque está en peligro. Tengo que encontrarla.

—No vino sola —añadió la anciana—. Otros la acompañaban. Un grupo muy singular. Todos asesinos, todos carroñeros. —Sonrió—. La mujer sin rostro, el demonio y el que siendo uno era muchos. Olvido a alguien. Oh, sí. También estaba él. El amante perverso de tu novia perdida. —Su mirada se hizo más incisiva y Marc comprendió que sabía que Evan estaba cerca, sabía que había sido él quien lo había mandado hasta allí—. ¿Con qué nombre lo bautizamos a él, Gargar? ¿Lo recuerdas, tú que no olvidas nada?

—Puñal, diosa —contestó un gitano diminuto—. Maldito crío. Era un insensato, un canalla y un sucio timador. Y el único ser vivo capaz de vencerme bebiendo. —Soltó una carcajada. Sus dientes eran cuchillas esmeralda—. Lo eché de menos cuando se marcharon.

La anciana vampira redobló el interés con que lo miraba.

—Caifás… —El mundo se diluyó. En aquel momento, en aquel lugar, solo estaban él y aquella mujer extraña. La voz que oía ya no era la voz del niño, era la de la vampira—. Caifás… —repitió. Y ese era su nombre, sin duda. Siempre lo había sido—. ¿Eres consciente del camino que pisas? —preguntó ella—. ¿Eres consciente de la naturaleza del sendero en el que te has adentrado?

—Cualquier camino que me lleve a ella es mi camino. No tengo miedo, señora. —Y se apresuró a añadir—: Solo temo no volverla a ver jamás. Eso es lo único que temo.

—El amor te hace ciego. —A medida que hablaba, la anciana se fue acuclillando. Quedaron frente a frente. Los ojos negros, inmensos, fijos en los suyos—. ¿Sabes qué somos, Caifás? —preguntó.

—Vampiros —contestó él. Era absurdo negarlo.

—Vampiros… Ese es el nombre falaz con el que se nos conoce —dijo ella—. Somos el pueblo perdido, los Sanguinarios, los hijos de Caín. El hombre y su magia nos derrotaron hace siglos y nos condenaron a no ser nada más de lo que ves aquí. Nómadas coloridos. Bastardos errantes. —Sus ojos eran agujeros negros capaces de beberse su vida y su esencia—. Estamos malditos, Caifás. Los hechizos del hombre nos impiden tocar nada que esté vivo, nos obligan a no morder carne que lata. La sangre que bebemos ahora es desabrida, nos mantiene vivos, pero no nos alimenta. Y aun así el estigma del horror nos señala allá donde vamos. Hay pocas cosas que sean tan despreciadas en el mundo secreto como nosotros. Pero entre esas pocas cosas, está la mujer que buscas. ¿Estás seguro de que quieres encontrarla? —Él no contestó. Se limitó a mirarla. Que le leyera en el alma la respuesta. La anciana asintió—. Estás seguro. Aunque la búsqueda te depare la muerte irás tras ella.

—La necesito —dijo él—. Si supiera que no iba a volver a verla nunca más me mataría aquí mismo.

—Tonterías —gruñó ella—. Recapacita. ¿Sabes cuántos años tengo, Caifás? Ni yo lo recuerdo. He visto guerras y revoluciones. He amado con la intensidad de las estrellas, con la furia de los que se entregan en cuerpo y alma. Dos hombres y una mujer lo fueron todo para mí. Y morí con cada una de sus muertes. Pero aprendí a amar de nuevo. Y tú volverás a hacerlo. Escúchame, Caifás, y sigue mi consejo: deja de buscar. Vuelve a casa. Aunque parezca imposible, el dolor pasará. Puede que lleve años, pero pasará. Y podrás volver a amar. Si vas tras Daga corres el riesgo de cortarte.

—No me importa. No me importa. —El calor que corría por sus venas lo envalentonó—. La encontraré.

La anciana se incorporó de nuevo, despacio. Marc escuchó cómo sus huesos crujían mientras se alzaba, haciéndose otra vez inmensa.

—No podemos ayudarte, Caifás —dijo desde las alturas y él sintió que se hundía en un pozo más profundo que su mirada. ¿A qué se debía tanta pantomima si en definitiva no podían ayudarlo?—. No sabemos dónde se encuentra la niña muerta. Nuestros caminos no se han vuelto a cruzar desde aquel primer encuentro —anunció—. Pero hay algo que sí podemos compartir contigo. Cierta información que quizá pueda servirte. Hace unos años nos visitaron otra vez la mujer sin rostro, el demonio y el que era muchos siendo uno. Bebieron de nuevo la sangre antigua y se calentaron a nuestro fuego. Buscaban a Puñal, al que había sido su compañero y hermano en otros tiempos. Buscaban al timador, al canalla, al insensato, al amante oscuro de tu novia perdida. Y te puedo asegurar que sus intenciones para con él no eran gratas. Por lo visto les había causado un gran perjuicio aunque no nos desvelaron la naturaleza del mismo. Escúchame, Caifás: fuerzas terribles convergen en esa criatura, te lo aseguro. Le auguro un destino fatal.

»A él y a cualquiera que lo acompañe.

* * *

La dirección que le proporcionó Malasuerte conducía a una pequeña callejuela peatonal situada entre dos bloques de apartamentos de aspecto maltrecho, con las ventanas reventadas a pedradas. Era evidente que los servicios de limpieza llevaban años pasando por alto aquella calle; la mugre y la basura se apilaban contra las fachadas, en las escaleras y en los soportales. Todas las tiendas daban la impresión de llevar cerradas desde tiempos inmemoriales, y la mayoría de los portales estaban tapiados, unos con madera claveteada y otros con verdaderos muros de ladrillo. Aquel lugar era, sin duda, una calle muerta. Ariadna comprobó la hora, habían pasado ya las cinco de la tarde, la hora a partir de la cual, según le habían dicho a Malasuerte, era más probable encontrar a Edgar Müller allí. Aquella información le había costado a Ariadna la mitad del dinero que le había robado a la familia de Sara Vargas.

Cuando llegó al número indicado se encontró una puerta de madera desvencijada, repleta de pintadas en alemán de carácter sexual. Miró alrededor, recelosa. Nada se movía. Desde donde estaba podía ver la salida de esa calle de mala muerte, un poco más adelante la ciudad recuperaba su aspecto y pulso habituales. En el espacio de unos segundos pasaron varias personas. No estaba lejos de la civilización. A un grito de distancia tan solo. Eso le dio ánimos para continuar. Eso y el cuchillo en su bolsillo.

Llamó a la puerta con los nudillos.

Escuchó pasos rápidos y hasta creyó oír la respiración de alguien al otro lado.

—¿Quién llama? —preguntó una voz ronca. Ariadna se puso en guardia de inmediato. Metió la mano en el bolsillo de su sudadera y aferró el mango del cuchillo con fuerza.

—Estoy buscando al mago de la lanza —dijo, con poca convicción—. Me han dicho que puedo encontrarlo aquí.

—¿Y quién lo busca?

—Yo… —Se resistía a dar su nombre—. Edgar conoció a mi padre adoptivo hace unos años. Edmund Glock. Fue aquí en Berlín. Necesito hablar con él.

Un largo silencio siguió a sus palabras. Ariadna comenzaba a impacientarse. Justo cuando se disponía a hablar de nuevo, escuchó el sonido de cerrojos y cerraduras al retirarse. La puerta se abrió, solo una rendija, y un rostro la espió desde las sombras.

—Edmund Glock —murmuró—. Hacía mucho tiempo que no oía ese nombre. Pasa, muchacha, pasa. —El desconocido se hizo a un lado. Ariadna se resistió a entrar. El lugar olía a abandono, a desgana. Estuvo tentada de retirarse el parche del ojo para leer entre líneas, pero la idea de que Evan pudiera colarse en su mirada y descubrir dónde estaba la aterrorizaba. No estaba preparada para enfrentarse de nuevo a él.

Tomó aliento y dio un paso al frente.

En cuanto atravesó el umbral una mano salió de la nada, la aferró del antebrazo y tiró de ella con fuerza hacia dentro. Alguien rio en las tinieblas, una risa malsana, enferma. Y Ariadna comprendió que acababa de cometer un terrible error.

«¡Es una trampa, estúpida!», exclamó la asesina que llevaba en su cabeza. «¡Te has metido en una trampa! ¡Déjame salir!».

—¡No! —gritó ella.

A su espalda se escuchó ruido de cerrojos. Alguien acababa de cerrar la puerta. Se encendió una luz en las alturas, lo bastante intensa como para deslumbrarla. Sacó el cuchillo y, casi sin pensar, lanzó una estocada al frente. El filo del arma rozó a su atacante.

—¡Zorra! —oyó gritar. Algo impactó contra su mandíbula, un puñetazo salvaje que, de no haber sido por la mano de hierro que todavía la aferraba, la habría mandado de bruces contra el suelo. Intentó otra vez apuñalar a su captor, pero alguien le sujetó la mano que empuñaba el cuchillo y se la retorció con saña. Sus dedos soltaron el arma, que cayó al suelo con un sucio tintineo.

«¡¡Déjame salir!!», insistía la otra Ariadna. «¡No puedes enfrentarte a ellos! ¡Has olvidado cómo hacerlo!».

En el vértigo de la situación distinguió dos hombres. El que la mantenía presa olía a colonia barata y era enorme. Tendría unos cuarenta años y su mirada era la mirada de un demente. Llevaba una gorra encasquetada en la cabeza y una cicatriz mal curada recorría su mejilla y se adentraba en curva en su nariz, grande y retorcida. El otro estaba junto a la puerta, era un muchacho pelirrojo, entrado en carnes, de mirada ávida. Ariadna pateó en la espinilla al hombre que la sujetaba, pero este ni se inmutó. Antes de que pudiera reaccionar la inmovilizó, con un brazo alrededor del estómago y otro al cuello. Con el movimiento, Ariadna tuvo un atisbo del lugar donde había ido a parar: una nave abandonada, repleta de cajas polvorientas y lo que parecían ser muebles cubiertos de sábanas. Malasuerte también estaba allí, sentado en una caja de madera, sin que sus pies tocaran el suelo. Verlo fue la confirmación definitiva de que le habían tendido una trampa. A punto estuvo de ceder a los deseos de la otra Ariadna y permitirle tomar el control. La muchacha gruñó como un animal atrapado e intentó patear a su captor en el estómago, pero apenas tema espacio para maniobrar. Malasuerte seguía teniendo el mismo aspecto benévolo del fumadero, la misma sonrisa dulce. Y eso lo hacía todavía peor.

—Te lo advertí, niña. Te avisé de que no era más que un pobre pecador —dijo mientras bajaba de un salto de la caja—. Un perdedor sin remedio, un alma sin voluntad. Ah… si solo fuera adicto al néctar negro, qué sencillo sería todo. Pero hay tantas tentaciones ahí fuera…Tantas. Y yo soy tan débil.

—Confié en ti —siseó ella. Desbordaba rabia.

—Mala suerte —dijo. Le dedicó una mirada severa—. Que esto te sirva de lección, muchachita. Desconfía. Siempre. De todo y de todos. —Suspiró con hastío—. Aunque en tu caso es una lección que llega tarde, ¿verdad? —Volvió a sonreírle y la amabilidad venenosa de su gesto hizo que se retorciera con más ímpetu en la presa del gigante—. Permite que te presente a mis compinches. El que te sujeta es Sandro, una bestia con el seso de un pajarito y la fuerza de un toro. El pelirrojo es Cayo, mi sobrino nefasto. Mi hermana me lo cedió en custodia para que intentara enderezarlo, pero yo no sé hacer esas cosas. Soy más de retorcer, de descarrilar…

El aludido se acercó a ella. Su mirada recorría su cuerpo de un modo tan obsceno que casi sentía su contacto.

—Andabas buscando al mago de la lanza ¿verdad? —preguntó burlón—. Pues lo tengo aquí, justo aquí —anunció mientras se palpaba la entrepierna de manera grotesca. Intentó aproximarse más, pero ella le lanzó una patada. El pelirrojo la esquivó riendo a carcajadas—. Está deseando conocerte, ¿sabes?

—Juega con ella todo lo que quieras, Cayo —dijo Malasuerte—, pero no la estropees mucho o Yessafar no nos pagará el precio que merece una chica tan guapa.

—¿Puedo jugar yo también? —preguntó Sandro. Resultaba humillante la facilidad con la que la mantenía sujeta, era una simple marioneta en sus manos—. Me ha arañado con su cuchillito. Quiero que pague.

—No, tú no. Recuerda cómo dejaste a la última con la que te dejamos jugar… Estaba tan destrozada que tuvimos que echársela a los perros.

—Bastardos —susurró Ariadna—. Bastardos, bastardos, bastardos. —La furia la consumía. La furia era una llama intensa que hacía correr lava por sus venas.

«Déjame salir. Deja que yo me encargue de estas bestias», dijo la presencia en su cabeza. Ariadna tuvo una profunda sensación de irrealidad. Todo era febril, surrealista. Todo era demasiado extraño y sórdido como para poder abarcarlo y darle forma.

—Sujétala, Sandro —pidió Cayo.

El gigante la tumbó sin contemplaciones en el suelo, inmovilizándola con el peso de su cuerpo. El olor a colonia barata mezclado con sudor y alcohol le dio náuseas. Ella pateaba y se retorcía, pero la presa era demasiado fuerte como para romperla. La cabeza comenzó a llenársele de hechizos a los que recurrir, de formas de liberarse y contraatacar, pero todas esas posibilidades estaban incompletas: faltaba una palabra en el sortilegio o precisaba de un movimiento de arranque que no conseguía recordar. Estaba tan superada por la situación que lo único que podía hacer era agitarse y gritar.

El pelirrojo comenzó a tironear del cinto que sujetaba sus mugrientos vaqueros.

—Vas a tener que acostumbrarte a esto, niñita —anunció mientras se desembarazaba del pantalón. Necesitaba hablar, comprendió Ariadna, necesitaba que su víctima estuviera aterrada, eso lo excitaba aún más—. En los burdeles de Yessafar son muy exigentes con sus chicas, ¿sabes? Piensa en esto como un favor. Te estoy preparando para lo que va a venir después.

«¡Déjame salir!», aulló la asesina encerrada en su cabeza.

Y justo cuando Ariadna se decidió al fin a liberarla, la puerta tras ellos dio una tremenda sacudida, un golpe seco que puso a prueba la fortaleza de los cerrojos. Los tres hombres miraron a un tiempo hacia allí. Cayo, alarmado, se subió los pantalones lo bastante como para desenfundar una pistola; era diminuta, negra y reluciente, casi parecía más un insecto que un arma. Durante tres segundos la creación entera pareció contener el aliento. A continuación dieron otro potente golpe a la puerta y esta saltó de sus goznes y cayó dentro.

—¿Qué diablos? —preguntó Cayo: ridículo ahí, con los pantalones a medio bajar y la pequeña pistola en la mano.

Ariadna lo reconoció al instante. Era el hombre de la barba y el cabello gris del fumadero de néctar. Y no era un anciano como había creído, aunque estaba tan demacrado que aparentaba muchísimos más años de los que debía de tener. La cara pálida, consumida, y los ojos febriles dejaban claro que no estaba en sus cabales. Le faltaban los dedos índice y anular y buena parte de la palma de la mano izquierda, como si algo le hubiera dado un buen bocado allí; casi podía distinguirse el perfil de la dentellada en la carne. En su mano sana empuñaba un revolver, de culata blanca y cañón alargado. Pero a pesar de su llamativa entrada, su postura distaba mucho de ser amenazadora; estaba inclinado hacia la izquierda y se tambaleaba de un lado a otro. Era un milagro que se mantuviera en pie.

—Es uno de los tipos del fumadero —gruñó Malasuerte. Aquel miserable también lo había reconocido—. Debe de haberme seguido hasta aquí. Mátalo, Cayo.

Su sobrino levantó al arma y abrió fuego sobre el extraño. Pero a pesar de la corta distancia que los separaba, falló. La bala se hundió en el estucado de la pared, levantando una nubecilla de polvo y yeso.

—¡Pégale un tiro, coño! —insistió Malasuerte.

Cayo apretó el gatillo una, dos, tres veces. Y en cada una de esas ocasiones, las balas se perdieron lejos de su blanco. El hombre dio un paso dentro.

—¡No puede ser! —El pelirrojo abrió los ojos de forma desmesurada. Sujetó el arma con ambas manos y dio dos pasos al frente. Tenía al recién llegado a menos de un metro. Le apuntó a la cara y apretó el gatillo. Pero ni siquiera hubo disparo esta vez, solo el sonido metálico, errado, de un arma al encasquillarse—. ¿Qué mierda es esta? —Miró al desconocido—. ¡Has sido tú! ¿Qué le has hecho a mi pistola, cabrón? —preguntó—. ¿Quién diablos eres?

—Soy la bala en tu rótula —contestó el otro al tiempo que disparaba. Se movió tan rápido que Ariadna apenas fue consciente de que había alzado el arma. Cayo se derrumbó, profiriendo tales alaridos que debían de oírse en todo Berlín. Se aferraba desesperado la rodilla izquierda, reventada por la bala.

—¡Sandro! —le llamó Malasuerte y en su voz se dejó ver el miedo por primera vez. La presa que inmovilizaba a Ariadna desapareció cuando el gigante la soltó para encararse con el desconocido.

—Soy la bala en tu pulmón —anunció este mientras disparaba otra vez sobre Cayo. El alarido del muchacho se redobló, se llenó de sangre. Sus ojos contemplaban implorantes al hombre que lo estaba matando. La indiferencia de su mirada era brutal. Volvió a hablar—: La bala en tu cabeza. —El tercer disparo le reventó el cerebro.

—¡Hijo de puta! —exclamó Sandro mientras cargaba contra el desconocido con ambos brazos en alto como si fueran mazos con los que pretendiera clavarlo al suelo. El hombre gris se replegó con una velocidad de vértigo, pero no tuvo tiempo de apuntar a su nuevo adversario. Con la embestida, la pistola escapó de su mano, cayó al suelo y resbaló en dirección a Ariadna. La joven se incorporó, dolorida. Malasuerte lo observaba todo con expresión desencajada. Podía verlo balbucear «¿qué? ¿qué? ¿qué?» una y otra vez. Cogió la pistola. Y la familiaridad con la que su mano se aferró a la culata del arma la dejó perpleja. No era, ni de lejos, la primera pistola que empuñaba.

El extraño esquivó uno de los enormes brazos que se le venían encima, lo hizo con torpeza, más que un movimiento consciente fue como si un oportuno resbalón le hubiera apartado de la trayectoria de aquel puño. Se desplazó dos pasos a la izquierda, encorvado como un insecto al que un niño estuviera torturando. No había traza de agilidad en sus movimientos, casi parecía desplazarse a espasmos, a trompicones. Ariadna parpadeó, incrédula, cuando en la mano derecha del hombre apareció de pronto una espada envuelta en jirones de humo negro.

«Un arma anclada en las sombras», murmuró la otra Ariadna. «Una espada atada a la Umbría». Y eso reavivó un recuerdo en su cabeza, una reminiscencia del ayer a la que casi podía dar forma. Sintió un cosquilleo en la palma de la mano, la misma con la que aferraba la pistola del extraño. Su piel recordaba el tacto de un objeto que había olvidado, un arma que habitaba entre los resquicios del mundo y que acudía siempre a su llamada. Y recordó su nombre, Letanía, pero no qué era ni cómo invocarla.

Cuando Sandro se abalanzó de nuevo contra el desconocido, este se enderezó, dio media vuelta y lanzó un mandoble bestial que hundió la hoja de la espada en el hombro derecho de su enemigo y sesgó, en perfecta vertical, el torso de este hasta que el arma salió con una facilidad espeluznante por su cintura izquierda, como si en vez de un cuerpo humano acabara de atravesar una barra de mantequilla.

Sandro cayó partido en dos, torso y cabeza hacia atrás, piernas y tronco inferior hacia delante. El hombre se irguió ante su cadáver, con el arma en la mano y una expresión entre somnolienta y vacía en el rostro. La sangre que bañaba la espada estaba desapareciendo a ojos vista, como si la hoja se la estuviera bebiendo. El desconocido se giró con exagerada lentitud hacia Malasuerte. El anciano estaba pálido, miraba de forma alterna al extraño y a la puerta tras él, como si sopesara sus posibilidades de llegar hasta ahí y escapar. Las debió de encontrar nulas.

—Hablemos —dijo mientras levantaba las manos ante el hombre que acababa de matar a sus dos secuaces—. Podemos hablar. Somos gente civilizada y la gente civilizada se entiende hablando. ¿Quieres a la muchacha? Tuya es. Para ti. Libérala o encadénala a tu cama, lo mismo me da. ¿Quieres dinero? Puedo conseguírtelo. Lo juro. Puedo hacerte rico. Tengo amigos. Tengo contactos.

El hombre lo observaba sin decir palabra, la expresión de su rostro era neutra, aséptica. Se acercó despacio, con su paso renqueante. Vestía una raída gabardina gris y unas botas militares destrozadas por el uso. Malasuerte retrocedía al mismo ritmo de los pasos que daba el otro, sin dejar de hablar, sin dejar de hacer promesas.

—¿¡No vas a decir nada!? —le espetó de pronto, perdidos ya los nervios. Ariadna se acercaba también a él, lo hacía por la espalda, como si Malasuerte fuera un animal que pudiera escapar si la veía venir o captaba su olor en el viento—. ¡Di algo, maldita sea! ¡Te estoy hablando, joder! ¡Dime algo!

Y el hombre gris cumplió su deseo:

—Creías que tu padre estaba haciéndole daño a tu madre —dijo. Malasuerte calló a medio grito, la boca abierta de par en par. De todas las frases que podía esperar esa era, sin duda, la última—. Lo tenía encima y ella gritaba. Gritaba sin cesar. Creías que le estaba haciendo daño. Perdiste la cuenta de las veces que lo apuñalaste. Diez, veinte, cincuenta… No lo recuerdas. Solo querías que tu madre dejara de gritar. Él ya no se movía pero ella seguía gritando. Todavía oyes sus gritos en sueños.

—Estás leyendo en mí —gruñó Malasuerte—. Maldito malnacido. ¡Estás leyendo en mí! ¡No tienes el estigma! ¡No tienes la mirada negra! ¡No eres un puto lector! ¡DEJA DE LEER EN MÍ!

Ariadna eligió ese momento para apoyar el cañón de la pistola en la nuca del anciano. Saboreó el instante. Lo disfrutó.

—Mierda… —murmuró Malasuerte nada más sentir el contacto del arma. Cayó de rodillas, como si le hubieran cortado los hilos que lo sostuvieran. Ariadna corrigió su postura, empuñando el arma con ambas manos.

El anciano resopló, con la mirada perdida en la mugre del suelo, hasta ellos llegaban ya los primeros regueros de sangre de su sobrino. Un escalofrío le recorrió la espalda, un estremecimiento exagerado, el equivalente de un movimiento sísmico en un cuerpo humano. Aquella convulsión pareció obrar el milagro de sosegarlo. Al menos cuando alzó la vista parecía haber aceptado su destino.

—Sabía que tarde o temprano llegaría este día —anunció, con la voz tomada por una emoción honda, desgarrada—. Lo que no me esperaba era ir a morir a manos de un drogadicto y una niñata imbécil —dijo—. Imaginaba algo más glorioso. Bah, qué más da: muerte es muerte. Da igual si te vas con un destello de gloria o de un resbalón en la ducha. Te vas y punto.

—¿Sabes por qué lo llaman Malasuerte? —preguntó el desconocido.

Ariadna tardó unos segundos en darse cuenta de que se lo preguntaba a ella. Negó con la cabeza. Tenía la vista fija en el punto exacto donde el cañón del arma se hundía en el cuello del anciano, los pliegues que la pistola formaba en la carne parecían sonrisas diminutas. La furia que la había embargado había dejado paso a una calma fría, glacial. Casi era capaz de sentir cómo la asesina de su interior contenía el aliento.

—Es lo que siempre les dice a sus víctimas: «Mala suerte…» —continuó el extraño. Su voz era la de alguien enfermo, alguien perdido, tanto o más que ella—. «Qué mala suerte has tenido en conocerme» —murmuró—. «Qué mala suerte que nuestros caminos se hayan cruzado». «Qué mala suerte que te hayas enamorado de mí». —Apoyó la punta de la espada en la frente del anciano. Este lo contemplaba sin pestañear, desafiante, como si lo animara a terminar de una vez por todas con aquello—. Su padre fue el primero. Y una vez probó la sangre estuvo perdido. Aquella primera muerte selló su destino para siempre, porque es débil. Y, por estúpido que suene, esa debilidad lo hizo fuerte. —Ariadna mantenía fija la vista en el cañón del arma y en la nuca del anciano—. Y siguió matando, en el fondo no le quedaba alternativa. Es lo único para lo que sirve. Lo único que se le da bien. Mataba por placer, por aburrimiento, por dinero…

—Soy mala persona, no lo niego. En mi descargo puedo decir que no he tenido una vida fácil.

El otro lo ignoró por completo.

—En una ocasión mató a un hombre porque, simplemente, no le gustaba la ropa que llevaba. Lo siguió hasta su casa y le hundió el cráneo a martillazos. —Hablaba despacio, haciendo marcadas pausas, como si no tuviera costumbre de hablar tanto ni tan seguido—. Pero lo que más le divierte, lo que más le satisface, es conseguir que la gente confíe en él antes de traicionarla. Aunque le lleve años ganarse esa confianza. Es su juego favorito. Su placer secreto. —A Ariadna le sorprendía la cantidad de información que ese hombre conseguía con la lectura entre líneas—. Ahogó a una mujer en Venecia justo después de que esta le confesara que lo amaba… La había estado cortejando durante meses. Carece de empatía y de la capacidad de amar nada que no sea él. Su única forma de relacionarse con los demás es a través del dolor, a través del sufrimiento. Es un monstruo, un monstruo pequeño y miserable, pero un monstruo en definitiva.

Con cada frase del desconocido aumentaban más y más las ganas de disparar. La visión se le empañó. El parche seguía en su lugar, pero sentía cómo detrás de su órbita Evan arañaba con tesón, consciente quizá de que algo iba mal en su lado del mundo.

—¿Sabes qué pretendían hacerte estas bestias? —preguntó el hombre de la espada. Las trazas de humo que la habían envuelto habían desaparecido ya, ahora era gris y pulsaba levemente.

—Violarme. Venderme —contestó ella. No le temblaba el pulso. Era lo que más la fascinaba. Nunca había sentido la mano tan firme. Aquella mano estaba acostumbrada a matar.

—Sí. —Hizo un pequeño corte en la frente de Malasuerte, una herida mínima de la que fluyó una única gota de sangre. El anciano ni se inmutó—. Te iban a vender a los burdeles de Yessafar. Los más perversos de todo el mundo oculto. Allí te encadenarían a una cama y un montón de monstruos abusaría de ti una y otra vez, sin parar, sin descanso, hasta reventarte. Un puñado de sádicos asistiría al espectáculo y harían apuestas sobre el tiempo que aguantarías viva. —Ariadna apartó la vista del cañón del arma para mirar al desconocido. No tenía ojos de lector, tenía unos ojos castaños apagados. Pero sabía de la oscuridad. La conocía muy bien—. No pudo resistir la tentación cuando te vio entrar en el fumadero. Creyó que eras nueva en el mundo oculto, creyó que podía engañarte con facilidad. Y al menos en lo segundo estaba en lo cierto.

—¡Por el Panteón Oscuro! —exclamó Malasuerte—. ¡Matadme ya, pero dejad de aburrirme con tanto palique!

—¿Quieres hacerlo tú? —le preguntó el extraño y dio un paso lateral, para que un posible disparo no lo alcanzara en caso de atravesar el cuerpo de Malasuerte—. Eres la agraviada. Lo justo es que seas tú quien acabe con la vida de esta sabandija.

¿Quería hacerlo?, se preguntó al tiempo que redoblaba la fuerza con la que empuñaba el arma. La asesina en su interior la animó a apretar el gatillo. Una parte de su mente repetía una y otra vez el gesto con que pondría punto y final a la existencia del hombre postrado. Y estaba tan tentada de hacerlo… Ahora era ella quien estaba al otro lado del arma; ahora era ella quien controlaba, por primera vez en mucho tiempo, la situación.

«Esto es lo que somos», dijo la otra Ariadna. «Muerte y venganza. Asesinato y estrago. Para eso nos crearon. Dispara y estaremos más cerca de volver a casa».

Sintió un acceso de vértigo, una sacudida tremenda, como si alguien, de pronto, le hubiera retirado el suelo bajo los pies. Bajó la pistola y retrocedió veloz, deseosa de alejarse cuanto antes de la tentación de arrebatarle la vida a ese miserable. Sentía una tristeza desgarradora y, por primera vez, la sentía por sí misma, no por todos los que había perdido.

—No puedo —confesó. Porque eso sería rendirse al pasado, porque eso sería renovar toda la fatalidad del ayer—. No puedo hacerlo. —El extraño la contemplaba con interés, hasta podía entreverse cierta sorpresa en su gesto, como si ni por asomo se esperara una reacción semejante—. ¿Por qué no lo entregamos a la policía?

—Sí, por favor… —se apresuró a decir Malasuerte—. Un poco de sensatez en todo esto no estaría mal.

—La policía de la Tierra Pálida no tiene jurisdicción sobre nosotros —replicó el otro—. El mundo oculto escapa a su entendimiento, a su comprensión. Lo que ocurre tras el velo, queda tras el velo.

—¿En este lado no hay ley? ¿El mundo secreto no tiene fuerzas de seguridad o algo por el estilo? —preguntó—. ¿Nadie vela por la justicia? —Mientras hablaba tuvo un fugaz atisbo de armaduras doradas y fusilería. En su mente vio una cohorte de hombres vestidos de negro, con capas rojas ondeando a su espalda, armados con bayonetas. Antes de que el desconocido hablara, sabía cuál sería su respuesta.

—Claro que las tiene —contestó—. Varias corporaciones se encargan de mantener el orden. Al menos lo intentan. Están los Garantes, los Arcontes, los Hijos del Capitán Maltés… por mencionar solo a las más reseñables. Hasta podríamos entregarlo a la Segunda Cancillería. Pero el equilibrio es frágil. Hay tantos conflictos de jurisdicción, tantas zonas oscuras… Además la corrupción y los movimientos de poder en las altas esferas lo envenenan todo. No importa a qué organismo lo entreguemos, el destino de Malasuerte dependerá del cariño que Yessafar y los suyos tengan por él. Es probable que este sea mínimo y lo abandonen a su suerte. De ser así, acabará encerrado en algún nicho oscuro hasta el fin de sus días. Pero si hay deudas o favores de por medio… Entonces intercederán por él y saldrá libre en poco tiempo. —Señaló al anciano postrado—. ¿Quieres correr ese riesgo? —La miró con fijeza—. ¿Aunque sepas que volverá a matar si queda libre?

—No lo sé —contestó Ariadna—. Lo que no quiero es mancharme las manos con su sangre.

—Bien por ti —replicó él—. Como has podido comprobar, lo de mancharme de sangre a mí me da igual.

Y con un solo y fluido movimiento decapitó a Malasuerte. La cabeza rodó por el suelo hasta chocar con la caja donde el anciano había estado sentado minutos antes; allí quedó, mirando al techo, con una expresión de absoluto pasmo dibujada en el rostro. El cadáver, tras unos instantes de completa inmovilidad, se desplomó hacia delante y quedó replegado sobre las rodillas, con el pecho en tierra, como si orara a los pies del hombre que acababa de quitarle la vida. La espada absorbió la escasa sangre que había manchado su hoja. A continuación, el desconocido la hizo regresar a la Umbría.

Ariadna sacudió la cabeza, horrorizada no por lo que acababa de presenciar sino porque sabía que en el pasado había hecho cosas mucho peores. Intentó apartar de su mente esas imágenes, esos recuerdos a un instante de aflorar, como si se tratara de cuervos que se pudieran espantar a gritos o agitando las manos. Había tres cadáveres en aquella estancia, tres cuerpos inertes que apenas unos minutos antes habían estado vivos y habían sido capaces de razonar y sentir. Miró al hombre que acababa de matarlos, indecisa. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Darle las gracias? ¿Dispararle? ¿Quién era? ¿Se conocían de otros tiempos?

Durante unos instantes se limitaron a observarse, inmóviles ambos en aquel escenario maltrecho, repleto de abandono, polvo y muerte. La mirada del extraño continuaba igual de fría, parecía un espectro más que una criatura viva. Su aspecto no tenía nada de heroico, era el de alguien perdido, derrotado.

—¿Te encuentras bien? —quiso saber el hombre.

—Dímelo tú. —Hasta a ella le sorprendió el tono seco de su voz—. Estás leyendo en mí, ¿verdad? —preguntó, y nada más hacerlo una súbita corazonada la hizo seguir hablando, sin aguardar a que le respondieran—. No lo seguías a él, no seguías a Malasuerte. Me seguías a mí. —No necesitó el asentimiento del otro para saber que estaba en lo cierto Ariadna se preguntó si no habría caído en manos de un depredador peor aun que los tres que acababan de asaltarla. Tener la pistola no le transmitió seguridad alguna, recordaba como había fallado el arma de Cayo al disparar sobre aquel extraño. Y que él estuviera desarmado tampoco la tranquilizaba. Estaba a un solo instante traer la espada de vuelta.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó, inquieta—. ¿Sabes quién soy? —añadió después.

—Eres una anomalía —contestó—. No pude resistirme a leerte entre líneas en cuanto te vi en el fumadero. Parecías un faro ahí dentro. Deslumbrabas. Pero todo es borroso cuando te miro, incompleto, contradictorio. Eres una sombra oscura, algo terrible e inabarcable. Apestas a asesinato, a masacre, pero al mismo tiempo hueles a inocencia. Es como si fueras dos personas a la vez y hay una diferencia abismal entre una y otra. Y no dejo de preguntarme por qué.

—Perdí la memoria hace tiempo. Olvidé quien era y olvidé el mundo secreto. Ahora está regresando todo. Poco a poco. Y ni siquiera yo me reconozco. No tengo nada que ver con lo que fui en el pasado.

—Eso lo explica —dijo el hombre mientras asentía despacio. Su escrutinio sobre ella aumentó. La leía entre líneas de nuevo, comprendió Ariadna—. Tienes miedo a lo que puedas averiguar sobre ti misma.

—¿Miedo? Tengo pánico. Porque lo que estoy descubriendo me repugna. —Se acarició el antebrazo; notaba la carne magullada ahí de donde Sandro la había sujetado; iban a salirle unos buenos moratones. No quiso ni pensar en lo que estaría sucediendo en esos instantes si aquel extraño no hubiera aparecido—. Gracias —dijo—. Gracias por salvarme. Siento haberme puesto a la defensiva, pero es que la última vez que confié en alguien intentaron venderme a un burdel de monstruos.

—Haces bien en desconfiar —dijo él—. Además, para qué mentir, mis motivos para seguirte no eran del todo nobles. Rebosas tinieblas, muchacha. Una oscuridad terrible, una oscuridad que aborrezco, que me hace daño mirar. —Entrecerró los ojos—. Una oscuridad que hacía tiempo que no contemplaba. Te seguí con el propósito de averiguar qué eras, y si no me hubiera gustado la respuesta… —No terminó la frase.

—Me habrías matado —completó ella. La lectura parcial a la que le sometía aquel hombre no le había desvelado su verdadera naturaleza. Desconocía que era una virago, una criatura más allá de la muerte. Decidió no compartir esa información con él—. ¿Que esté viva significa que te gustan las respuestas que has encontrado?

—Significa que he descartado las peores. —Dio una patadita al cadáver tirado entre ellos—. Tuviste la oportunidad de matar a Malasuerte y no lo hiciste. No apretaste el gatillo. Es suficiente para mí. Si la oscuridad de la que te hablo te estuviera gobernando le habrías pegado un tiro.

—¿Si hubiera apretado el gatillo me habrías cortado la cabeza a mí también?

«¿Y me habría crecido otra de pasar eso?», se preguntó.

—No lo sé —contestó él—. No lo mataste y la respuesta a esa pregunta ya poco importa. ¿Por qué complicar las cosas?

—¿Quién eres? —preguntó.

—Otra anomalía, otro asesino. —Sonrió por primera vez, una sonrisa amarga—. Tú has olvidado tu pasado y a mí me gustaría olvidar el mío. La única diferencia entre los dos es que yo estoy más allá de toda ayuda. En cambio todavía queda esperanza para ti. Todavía hay alguien que puede ayudarte.

Ariadna lo miró sin comprender.

—El mago de la lanza, por supuesto. Te diré dónde encontrarlo.