ARIADNA EN EL INFIERNO

ARIADNA EN EL INFIERNO

El conde Sagrada aguardaba su respuesta. Su mirada gélida, de un azul desvaído que casi rozaba el blanco, pendía sobre ella, expectante y severa. La niña respiró hondo y meditó la respuesta. Sabía muy bien qué ocurriría de equivocarse.

—Te lo vuelvo a preguntar, ¿en el momento de tu muerte qué canción escucharás? —insistió el hombre. Por su tono, Ari comprendió que la paciencia se le agotaba—. ¿La canción del olvido, tal vez? ¿O quizá la de la penitencia? Piensa, pequeña, ¿has adquirido compromisos en tu vida que atarán a tu espíritu a esta Tierra una vez fallezcas? ¿O será la muerte de los umbrales la que acuda a juzgarte? Responde, ¿qué canción escucharás en la hora de tu muerte?

Los antebrazos del conde destellaban, húmedos de sangre fresca. Hacía solo unos minutos que aquella misma sangre corría por las venas del hombre desmembrado en el altar del sacrificio. La noche olía a muerte y a carnaza, la noche todavía atesoraba en su seno los ecos de los alaridos de la víctima. «No te distraigas, no te distraigas», se dijo la muchacha, «sé fuerte, sé lista, sé cruel». El profesor aguardaba y, aunque no se había movido ni un solo paso, daba la impresión de estar mucho más cerca de ella. Todo en él parecía concebido para causar pavor, desde la arquitectura angulosa de su cuerpo hasta el aura de demencia insana que lo rodeaba. Su mirada estaba cargada de desolación, de un odio más allá de la vida; su postura era la del arácnido que observa cómo un insecto se debate en su tela, la de la fiera que se dispone a saltar sobre su presa. El conde Sagrada era, sin duda, uno de los seres más aterradores que habían hollado la faz de la Tierra. Y Ariadna lo adoraba con un fervor rayano al misticismo, como quien adora a un dios.

Tomó aliento. Tenía que contestar ya. Y la respuesta que su profesor buscaba no estaba en los libros, la respuesta a su pregunta no podría encontrarla en ninguno de los múltiples volúmenes que custodiaba el barón Carmesí en la biblioteca de la casa sin ventanas.

—No habrá canción para mí —contestó y, de forma inconsciente, buscó la mano de Evan con la suya—. No habrá canción para ninguno de nosotros. Ni para Evan ni para mí.

—¿Por qué? —preguntó el conde quien, de nuevo, sin moverse, parecía haberse alejado de ella.

—Porque esas canciones son para los vivos y nosotros no lo estamos —dijo la niña y una extraña tristeza plomiza se le instaló en el pecho, una sombra densa—. Morimos antes de nacer.

* * *

La oscuridad sabía a tierra.

La oscuridad sabía a polvo, a sangre y rabia. Abrió los ojos y no vio nada más que distintas sombras fusionadas, distintos tonos del negro amalgamados entre sí. La oscuridad era sólida, la oscuridad la devoraba, la aplastaba con su peso. Braceó en las tinieblas. Grandes terrones se desplazaron con su movimiento, olas de negrura pesada que intentaba sacar de su camino hacia la luz, hacia el aire y la vida. Su mano se encontró de pronto con algo nuevo. Tardó un instante en identificarlo: era una mano, otra mano perdida en la oscuridad. Estaba fría, rígida, por ella ya no circulaba ni la sangre ni la vida. Sin poder evitarlo su propia mano recorrió el brazo del cadáver que yacía a su lado.

¿Quién era? ¿Quién compartía tumba con ella? Tras largos minutos de bregar contra la tierra y el horror, encontró un rostro, una cara acartonada, sin rastro de vello facial. Sus dedos se toparon con unos labios cuarteados y, poco después, dieron con la herida brutal que le había seccionado la garganta. Era Ángela, su madre adoptiva, la titiritera, la mujer mágica que arreglaba muñecos rotos y los hacía bailar. Elías y los suyos le habían borrado la sonrisa de la cara y, a cambio, le habían abierto una nueva en el cuello. Ariadna intentó gritar pero apenas llegaba aire a sus pulmones y su grito no fue más que un silbido desabrido, el gemido de un alma en pena. El peso del mundo la lastraba hacia el más profundo de los infiernos, hacia la más inmisericorde de las locuras: la habían enterrado viva, la habían enterrado viva con su familia muerta.

¿Y quién podría conservar la cordura en semejantes circunstancias?

Se apartó del cadáver de Ángela. En aquel infierno no había arriba ni abajo, apenas había aire para mantenerse consciente. Su cuerpo la conminaba a escapar, a encontrar una vía de escape; su mente, en cambio, la instaba a rendirse, a dejar de luchar. ¿De verdad quería seguir viviendo? ¿Qué sinsentido era ese? ¿Cuánto dolor puede soportar una vida? ¿Cuánta desesperación es capaz de consentir la existencia humana? Perdió la consciencia, pero la recuperó de inmediato.

Boqueó en la oscuridad. Aire, luz, pedía su cuerpo; muerte, olvido, le rogaba su mente. Sus brazos volvieron a escarbar en la tierra que la aprisionaba, sus piernas patalearon, buscando zonas de apoyo de las que servirse. Comenzó a desplazarse. Pero, ¿hacia dónde iba? ¿Hacia la superficie o hacia lo profundo? La vida la esperaba arriba, la muerte abajo. O quizá no. Quizá, de seguir ese camino, continuara hundiéndose en el subsuelo por toda la eternidad, condenada a siglos y siglos de descenso hacia los infiernos, rodeada de los cuerpos muertos y pútridos de todos los que la habían precedido en la historia del hombre. Toda la humanidad muerta y enterrada allí abajo, sus cuerpos apilados, ya sin rastro de carne en sus huesos, mera materia inerte que una vez cedió al espejismo de soñar, amar y desear. En su huida convulsa, Ariadna se topó con otro cadáver, pero esta vez no se detuvo a averiguar su identidad. Se alejó del cuerpo, más allá del espanto, y continuó bregando con la tierra removida.

Su mano derecha, de pronto, no encontró resistencia, se agitó en el aire, en el vacío. Una extraña sensación de rápida y fría humedad recorrió sus dedos y su palma. Llovía, estaba lloviendo ahí fuera, comprendió, y la promesa de aquella lluvia sobre su cuerpo hizo que redoblara su empuje. Se dio un nuevo impulso, se catapultó hacia arriba. Su cabeza emergió entre la tierra y la lluvia la bendijo con su toque un segundo antes de que un trueno anunciara su regreso al mundo de los vivos.

Ariadna gruñía, lloraba, maldecía, escupía barro y gusanos a medio masticar. Hizo palanca con los brazos para sacar el tronco y las piernas de aquella tumba. Se apartó la tierra a golpes, dando gritos, para después erguirse en la tormenta. Las piernas no le flaquearon, eran columnas que sustentaban su cuerpo, vigas que apuntalaban todo su odio, toda su rabia. Alzó la vista hacia el cielo negro y allí, de pie sobre su familia muerta, al fin con aire en sus pulmones, gritó a la noche, al universo, a la creación entera. Gritó hasta hacerse daño, gritó hasta que el grito se convirtió en cuchillas y agonía. Gritó porque habían matado a su familia y porque acababan de arrebatarle el consuelo de estar muerta. Gritó hasta quedarse sin voz, sin aire.

Entonces cayó al suelo, fulminada. La lluvia se precipitaba sobre ella, helada, violenta e inmisericorde, y Ariadna se abrazó a ese frío total, a esa tempestad enloquecida que ocultaba de su vista al mundo. ¿Existiría luz más allá de esas tinieblas? ¿Más allá de la tormenta habría gente viviendo sus vidas, ajena a su tragedia, ajena al hecho de que acababa de escapar de la tumba donde yacía su familia asesinada? Recordó el rápido movimiento de cuchillo con el que el mercenario había degollado a su madre y, acto seguido, se vio a sí misma asestando una puñalada mortal a la anciana de la escalinata blanca. Vio a Edmund, convulsionándose con cada bala que lo alcanzaba, pero en su imaginación no era el mercenario quien descargaba su arma sobre él: era ella, armada con un revólver que parecía tallado en hueso, quien asesinaba a tiros a su padre adoptivo. Vio doblarse a su hermano, alcanzado por dos disparos que, a pesar de haber sido silenciosos, resonaron en su mente con tal estruendo que se impusieron a la tormenta que sacudía los cimientos del mundo.

Muertos. Toda su familia asesinada Y ella viva, insultantemente viva. Abrió los ojos, la vista fija en el vacío mientras revivía el instante en que Elías la había encañonado con su revólver. La boca negra del arma señalándola, una «o» perfecta a una décima de segundo de escupir la carga de muerte que atesoraba en el vientre. No había sentido dolor. Solo una llamarada de un blanco incandescente que de pronto se volvió negro. ¿La habían dado por muerta sin estarlo? No tenía sentido. Había sido un disparo a bocajarro, directo a la cabeza. Un disparo mortal, imposible de fallar. Se palpó el rostro, todavía con los ojos muy abiertos, sin pestañear ni una sola vez, se hurgó en el pelo, se tocó el pecho, la espalda, los brazos, pero, más allá de los pegotes de tierra adheridos a su piel, no encontró la menor herida en su cuerpo.

—¿Qué soy? —preguntó con la voz destrozada por el largo grito.

El muro que la había separado de su pasado estaba plagado de grietas, brechas que en su mente tomaban la forma de los relámpagos que en aquellos momentos parecían pugnar por hacer añicos el cielo. Los recuerdos olvidados se abrían paso en su memoria, con la Ariadna asesina a cuestas, pero eran recuerdos fragmentarios, meras imágenes imprecisas que en nada la ayudaban, retales de otro tiempo que no servían para que las nieblas se aclararan.

Pero había un hecho incuestionable, algo más allá de toda duda, a lo que tenía que enfrentarse: Elías la había matado, como habían matado a toda su familia. Y había vuelto a la vida, sin daño aparente, restablecida por completo. Era algo tan simple como imposible: había resucitado. ¿Existía magia capaz de lograr aquello? Apretó los dientes. O quizá había otra explicación:

—Estoy en el Infierno —se dijo—. He muerto y estoy en el Infierno.

Pero poco le duró ese consuelo, el tiempo que tardó en distinguir las luces de los faros de un coche en la distancia.

Lo vio pasar de largo, muy cerca de donde ella se encontraba, una sombra movediza en el aguacero.

El mundo seguía ahí fuera a fin de cuentas, el mundo seguía con su marcha, ajeno a su familia muerta, ajeno a ella. Cerró los ojos. Tenía que ir al encuentro de ese mundo, ese era el camino a seguir. O podía quedarse allí, aovillada bajo la lluvia, a la espera de que la muerte se dignara a venir por ella.

Solo que eso no pasaría. Estaba condenada, y solo ahora comenzaba a comprender, a recordar, cuál era el verdadero alcance de esa condena.

—No habrá canción para mí —susurró, tendida en la tierra—. No habrá canción para ninguno de nosotros. Ni para Evan ni para mí. —Recordaba aquel día en el patío de la casa sin ventanas, recordaba los alaridos del hombre que el conde Sagrada acababa de matar para ellos—. Porque esas canciones son para los vivos y nosotros no lo estamos —dijo, y en su rostro, en aquel instante, había tantas lágrimas como lluvia—. Morimos antes de nacer.

* * *

Ramiro Cabañas no fue capaz de esquivarla.

La muchacha apareció de pronto en mitad de la carretera, de forma tan repentina que fue como si la propia tormenta la hubiera escupido allí. Ramiro dio un brusco volantazo en un intento por no atropellarla, pero, a pesar de no ir demasiado rápido, las ruedas patinaron sobre el asfalto mojado y un lateral del coche impactó de lleno contra la joven. El sonido del golpe, metálico y blando, le estremeció. Tras unos segundos de pugna con el volante consiguió dominar el vehículo.

Miró por el retrovisor. La muchacha yacía inmóvil sobre la carretera, tumbada de costado, con un brazo extendido hacia él, como si suplicara ayuda.

—Ay, Dios —musitó Ramiro. Había estado tentado de parar en el área de descanso que había dejado atrás solo dos kilómetros antes, pero estaba ya tan cerca de Madrid que decidió desafiar a la tormenta para llegar a casa cuanto antes. Ahora se arrepentía de haberlo hecho—. Ay, Dios —repitió.

Aparcó el coche en el arcén, a unos metros de distancia de la joven tendida; los limpiaparabrisas hacían lo posible por mantener a raya la intensa lluvia y facilitarle la visión, pero aun así la chica no era más que un borrón sombrío a la luz de los faros. Ramiro intentó sosegarse y recordar las normas básicas a seguir en caso de accidente, esas con las que machacaban de cuando en cuando las campañas de seguridad vial, pero en lo único en que podía pensar era en que el coche que conducía no era suyo.

—Me va a matar —murmuró—. Mi padre me va a matar.

Por un instante, tuvo la tentación de darse a la fuga, pero por muy imprudente y cabeza loca que fuera, y admitía serlo mucho, la idea de abandonar a su suerte a aquella desdichada lo repugnó: ¿cómo se miraría al espejo después de eso? Abrió la portezuela, tomó aliento como si fuera a sumergirse en aguas revueltas, y corrió a toda velocidad hacia la muchacha. La lluvia lo empapó al momento, doblando el peso de sus ropas y congelándole hasta el alma. Se acuclilló junto a la herida. Le castañeteaban los dientes y no por el frío.

—¡¿De dónde has salido tú?! —le recriminó a la muchacha y se sintió estúpido al hacerlo. Ella no dio muestras de oírlo—. ¡¿Me oyes?! —Sabía que era una imprudencia moverla, pero aun así le costaba resistirse al impulso de zarandearla hasta conseguir respuesta. Intentó serenarse—: ¿Puedes oírme? —preguntó, inclinado hacia ella, en un tono mucho más tranquilo.

Examinó a la joven. Al menos a simple vista no vio nada que indicara que estuviera herida, parecía entera aunque era complicado precisarlo al estar tan cubierta de barro y mugre. Lo único que llevaba encima eran los restos desgarrados de lo que en otro tiempo bien pudo ser un pijama. Y ya vestía así cuando la había embestido, recordó; eso al menos no era consecuencia del atropello. Pero ¿qué estaba haciendo aquella chica a esa hora de la noche en mitad de la nada? Tal vez, se dijo, había sufrido un accidente en otro punto de la carretera y había tenido la mala suerte de ir a atropellarla mientras vagaba aturdida. Cosas así pasaban con frecuencia, lo sabía, las noticias estaban repletas de sucesos semejantes. Miró alrededor, en busca de restos de aquel accidente hipotético, pero la lluvia era tan espesa que costaba ver más allá de unos pocos metros.

Volvió a centrarse en la herida. No parecía respirar; aquella inmovilidad daba la impresión de ser terminal, aquella inmovilidad parecía descartar de raíz cualquier movimiento futuro. No pudo evitar recordar a su abuelo Matías. Había muerto de forma repentina unos meses atrás y el funeral se celebró de cuerpo presente, para que la familia tuviera la oportunidad de despedirse de él. Ramiro, venciendo su aprensión, se había acercado hasta el ataúd a darle el último adiós. La rigidez del cadáver, su inmovilidad inapelable, fue lo que más le impactó. Más que un cuerpo parecía un cascarón vacío, una réplica pobre y desangelada de lo que aquel hombre había sido en vida. Y la misma impresión le causó aquella muchacha.

—No estés muerta —le rogó, con un nudo creciente en la garganta—. Por Dios, no estés muerta. Como te haya matado, mi padre me mata.

Intentó tomarle el pulso. Tanteó su muñeca con torpeza, en busca del latido que delatara que todavía quedaba vida en aquel cuerpo. Pero no encontró nada. La desesperación comenzó a hacer mella en él; una ola negra, catastrófica, que venía a decirle que su vida terminaba ahí, que a partir de ahora nada sería lo mismo.

—¿Por qué no paré en esa estación de servicio? —se dijo.

Justo cuando comenzaba a pensar que no sería tan mala idea montarse en el coche e irse, se dio cuenta de que los labios de la joven se movían. Lo hacían despacio, muy despacio, en un aleteo casi imperceptible. Murmuraba algo, tan bajo que era imposible escucharla. Dijera lo que dijera, aquella señal de vida le hizo suspirar aliviado. Casi se echó a llorar.

—No te preocupes —pidió a la joven—. Todo va a salir bien, ¿de acuerdo? Voy a llamar a una ambulancia. Estarás bien en nada, ya lo verás. —Palmeó en el bolsillo de su pantalón y se dio cuenta de que no llevaba el móvil encima. Estaba sobre la guantera del coche, justo donde lo había dejado tras llamar a su padre para anunciarle que ya estaba de regreso.

Se incorporaba para ir en búsqueda del teléfono cuando un sonido del todo inesperado le hizo detenerse. ¡Estaba cantando! ¡La muchacha estaba cantando! Su murmullo inaudible había aumentado hasta convertirse en una canción. Se acuclilló junto a ella, asombrado. Era un cántico extraño, en un idioma del todo desconocido. La melodía era hipnótica, y le traía recuerdos de aventuras vividas en sueños y de pesadillas olvidadas al despertar. Entrecerró los ojos, ¿no envolvía ahora a la joven una capa de luz plateada? No, tenía que ser una ilusión óptica fruto de la tormenta, producida quizá por el reflejo de los faros del coche al incidir en la lluvia. De pronto, la joven dio media vuelta en el suelo y se sentó en el asfalto, muy erguida y con una expresión de absoluto pasmo en la cara. Ramiro se sobresaltó tanto al verla moverse tan deprisa que a punto estuvo de caerse al suelo.

—¿Hola? —dijo.

Solo entonces la joven pareció reparar en su presencia. Se quedó mirándolo largo rato, parpadeando despacio, con todo el aspecto de alguien que acaba de despertar y es incapaz de distinguir el sueño de la realidad.

—¿Qué es esa peste? —preguntó de pronto. Tenía la voz desgarrada, ronca—. Huele a rayos. A peces muertos, a agua estancada. ¿De dónde viene? ¿Eres tú?

—No huele a nada, chica —contestó él, de forma atropellada—. Mira, has sufrido un accidente y puede que tengas una conmoción o algo por el estilo. Lo mejor será que no te muevas mucho, ¿vale? Voy a pedir ayuda. Tengo el móvil en el coche.

—¿Un accidente? —preguntó la muchacha. La intensidad de su mirada se multiplicó. Y quizá fuera una nueva ilusión óptica, pero bajo aquella luz su ojo izquierdo parecía negro por completo, sin rastro de blanco, iris ni pupila—. Oh. Ya lo veo. Tenías prisa por llegar a casa y perdiste el control. Tu padre se enfadará mucho si le pasa algo al coche, ¿verdad? No quería dejártelo, no con este tiempo. Pero necesitabas verla. La quieres tanto que no te importa pagar para estar con ella.

—¡¿Qué?! —Ramiro retrocedió un paso, atónito. ¡¿Cómo podía saber eso aquella muchacha?! ¡Era imposible!

No había nadie que supiera la verdad sobre Susana. Sus padres creían que era una «amiga especial» que vivía fuera de la ciudad, en un pueblo cercano a Madrid. A sus amigos les había dicho que la había conocido a través de internet, pero eso también era mentira. Susana era una puta de motel de carretera, una serbia de ojos azules a la que visitaba cuando lograba reunir el dinero suficiente para pagar por sus servicios. Pero, lo más importante, Susana era la mujer de la que estaba enamorado de manera desesperada.

—Mi padre está muerto, ¿sabes? —continuó la muchacha, ajena a su perplejidad. Había apartado la vista de él para mirar más allá de la noche y la tormenta—. Y mi madre. Y mi hermano —prosiguió—. Los mataron a todos. Los mataron por mi culpa. A mí también —le explicó, apesadumbrada—. Me volaron la cabeza de un disparo, pero ahora estoy mejor. Por lo visto me ha vuelto a crecer. Aunque no me funciona como debería. Tengo la impresión de que me he vuelto loca.

¿Y qué podía decir él ante semejante discurso? Se limitó a permanecer allí, bajo la lluvia, escuchando cómo deliraba, preso a su vez de su propio delirio, de aquella extraña sensación de dislocación irreal que lo embargaba todo y que le hacía sentirse a caballo entre el mundo de los sueños y la realidad. No, aquella muchacha no había sufrido un accidente de coche, lo que le había ocurrido era todavía más siniestro. Solo tenía que contemplar la expresión de su rostro para comprenderlo, el aura de tristeza infinita que irradiaba, esa mirada sombría que, no sabía cómo, había conseguido leer sus más profundos secretos.

—Voy a por el móvil —anunció, con voz temblorosa. Quería apartarse de ella, de su dolor, de esa pena abrumadora, de esos ojos que le desnudaban el alma—. Voy a llamar a una ambulancia. Y a la policía. —Pero antes de que pudiera dar un solo paso, ella habló de nuevo y él quedó otra vez inmóvil. Su voz desgarrada lo hechizaba.

—Gracias por no huir. —La lluvia corría a raudales por su rostro embarrado, pero era incapaz de limpiar la mugre que cubría sus rasgos; la suciedad estaba adherida con firmeza a ellos. Ramiro pensó que aquella muchacha tenía todo el aspecto de algo recién desenterrado. «Me volaron la cabeza», había dicho. Y comenzó a temer que aquella frase fuera cierta, comenzó a temer que de verdad estuviera hablando con algo que había escapado de la tumba—. Gracias por no abandonarme —dijo y se incorporó con una agilidad sorprendente—. Y siento tanto, tanto, tanto lo que voy a hacerte —anunció al tiempo que saltaba sobre él.

Ramiro ni pudo ni supo reaccionar. Sintió cómo la chica le pinzaba el cuello y, al mismo tiempo, la escuchó musitar una única palabra, una palabra breve que parecía formada solo por vocales. Justo después, el mundo se desvaneció ante sus ojos. Fue como si alguien, de pronto, le hubiera cerrado la puerta de la consciencia en plena cara.

Despertó horas después, dentro del coche, mal arropado con una de las mantas que su padre llevaba siempre en el maletero. Había dejado de llover y en el cielo flotaba un sol mortecino que luchaba por abrirse paso entre un mar de nubes grises. No había ni rastro de la muchacha, aunque un poso de tristeza flotaba en el ambiente, una huella psíquica que se le anudaba a la garganta. Tampoco había rastro de su móvil. Ni de su cartera, con el poco dinero que contenía, ni de su cazadora. Su documentación estaba en el asiento de atrás y, debajo, una nota. Estaba escrita con letra apresurada en el envés de un anuncio que había encontrado esa misma mañana en un limpiaparabrisas. Decía:

«Espero poder compensarte algún día por este mal trago. La cabeza te dolerá un buen rato, lo siento. Ojalá todo fuera más sencillo. Ojalá pudiéramos escoger de quién nos enamoramos. Ojalá continuara muerta».

Ramiro Cabañas arrancó el coche y puso rumbo a Madrid, rumbo a casa. Tuvo que detenerse pocos kilómetros después, incapaz de continuar la marcha, atenazado por la pena. Rompió a llorar, afianzado al volante, lloró tanto que tuvo la impresión de ir a ahogarse en sus propias lágrimas. Lloró por esa muchacha, lloró por él, por su amor imposible, lloró porque la vida era oscura, absurda y terrible.

* * *

La tormenta no daba tregua, era una bestia inmensa desatada en los cielos, un engendro de talla planetaria que parecía tener la intención de derribar la creación entera.

Ariadna tropezó de nuevo y de nuevo cayó al suelo. Tenía las rodillas y las plantas de los pies despellejadas, casi en carne viva. Volvió a levantarse, con la mirada fija en el infinito. La única forma de mantenerse cuerda era asegurándose de que todo lo que estaba viviendo no era más que una elaborada pesadilla, un imposible del que no tardaría en despertar. Pero cuanto más tiempo transcurría, más difícil resultaba mantener esa ilusión. Cuando revivió por enésima vez el momento en que aquel demente había degollado a su madre no le quedó más alternativa que detenerse. Se refugió entre unos arbustos cercanos y allí permaneció largo rato, llorando a lágrima viva, gritando sin cesar, como si a base de gritos y llanto pudiera traer de vuelta a la vida a sus muertos, como si su mero dolor bastara para hacerlos revivir.

De pronto, notó cómo Evan trataba de establecer contacto otra vez. Primero fue un destello visto por el rabillo del ojo, luego una pulsación creciente cuando su mirada intentó asomarse a la suya. A duras penas logró detenerlo. La estaba buscando, comprendió, quería dar con ella, lo había estado haciendo desde que había leído entre líneas en el muchacho que la había atropellado, pero ahora redoblaba su empuje. Ariadna luchó por impedírselo. Quizá Evan no fuera el responsable último de la muerte de su familia, pero si no hubiera aparecido en su vida, ellos continuarían vivos. Y eso era algo que no podía olvidar. Ni perdonar. Evan insistía en colarse en su mirada, y era tal su ímpetu que no tardó en darse cuenta de que no podría mantenerlo fuera mucho tiempo. Cerró el ojo izquierdo con todas sus fuerzas y, no contenta con ello, se lo cubrió con ambas manos, arrodillada bajo la tormenta. Cuando Evan irrumpió en su cabeza lo único que se encontró fue oscuridad.

Él estaba de pie ante un amplio ventanal a través del que se podía ver una panorámica magnífica del centro de Madrid. A Ariadna la visión de la ciudad le causó una desasosegante impresión de irrealidad: aquellos edificios y calles le resultaban extraños, como si fuera un paisaje alienígena. Evan se apartó de la ventana y ella pudo ver la estancia lujosamente amueblada donde se encontraba. ¿Quizá la suite de un hotel? Lo vio caminar de un lado a otro, frustrado a todas luces por el burdo truco con el que le escamoteaba la visión. Se plantó ante el espejo del baño y miró a su reflejo con severidad.

«¿Dónde estás?», le leyó en los labios. «¿Dónde demonios estás?», insistió mientras palmeaba contra el cristal con tanta fuerza que se abrió una grieta en su superficie.

—En el infierno —contestó ella, aun a sabiendas de que él no podía escucharla—. Estoy en el infierno. —A continuación intentó expulsarlo de su mente. Pero él no quería irse. Lo notó afianzarse en su mirada, con furia terca, sintió una suerte de diminutos tentáculos asegurándose alrededor de su globo ocular, impidiendo que pudiera cerrar el canal y echarlo fuera. Ariadna luchó por sacárselo de encima. La resistencia de Evan era tremenda, pero ella acababa de salir de la tumba y la desesperación le proporcionó fuerzas para conseguir librarse de él. Lo último que vio fue cómo el joven destrozaba el espejo agrietado de un puñetazo soberbio.

«Volverá», le advirtió una voz en su cabeza. «Nunca se rinde. Nunca».

Ariadna apretó los dientes y se llevó las manos a las sienes, encogida en aquel descampado. Se sentía desgarrada por fuerzas formidables, energías oscuras que le oprimían la bóveda craneal y amenazaban con romperla en pedazos, como si la tormenta de los cielos se le hubiera metido dentro. Ahora en su mente convivían dos personas. En su cabeza habitaba la Ariadna del presente, la muchacha a la que Edmund y Ángela habían rescatado de aquella institución alemana cuatro años atrás, ignorantes de que con esa decisión se estaban condenando a muerte. Pero también estaba allí la Ariadna del ayer, la asesina, la criatura cruel y despiadada. Intentaba por todos los medios mantener esas dos identidades separadas, pero era complicado conseguirlo, aunque aquella otra Ariadna estuviera todavía débil.

Había sido esa parte de su personalidad la que había luchado por escapar de la tumba, había sido esa Ariadna la que había dejado inconsciente al muchacho que la había atropellado, pinzándole un nervio al tiempo que recitaba la segunda palabra del desmayo. Pero había sido ella la que había contenido la mano de la otra cuando quiso ir más allá y asesinar al joven. Esa fue la primera vez que la oyó hablar, que se oyó hablar con esa voz que era suya y a la par le resultaba tan ajena. Fue la primera vez que fue consciente de esa otra yo.

«No hay que dejar testigos», se escuchó decir y casi estuvo a punto de gritar. «Es la cuarta de las ocho reglas. Nunca. Dejes. Testigos».

Ariadna se sobrepuso al fin, se abrazó a la cazadora robada y continuó su camino.

Todavía no había amanecido cuando llegó a un complejo residencial de clase alta, repleto de lujosos chalets, todos con su jardín, algunos con pista de tenis, otros con piscina. La zona estaba bordeada por una verja de hierro, rematada con puntas de lanza. Le resultó fácil colarse dentro, aunque para ello no le quedó más remedio que recurrir a las habilidades de la otra Ariadna. Se vio trepar por los barrotes y saltar al otro lado con una agilidad propia de una gimnasta olímpica, no solo fue sorprendente la facilidad con la que lo hizo, también la velocidad, el mundo pareció reducir su ritmo en comparación. Se ocultó en las sombras entre dos edificios y allí aguardó, a la espera de su momento. Con el amanecer aquella comunidad de privilegiados fue regresando a la vida y ella, desde su escondrijo, comenzó a leer entre líneas en todo aquel que se puso a su alcance. Así, poco a poco, se fue adentrando en los secretos de la urbanización: quién engañaba a quién, quién defraudaba, quién robaba, quién había matado a un amante que lo extorsionaba… Mirara donde mirara solo veía bajeza moral y ruindad, un catálogo de la miseria humana embutida en trajes y vestidos caros.

Al mediodía vio salir un coche de un garaje cercano. Un matrimonio que emprendía viaje, leyó entre líneas: iban a visitar a su hija, estudiante de primer año en una universidad fuera del país. También leyó que ambos se eran infieles; ella lo odiaba a él de una forma completa y absoluta y fantaseaba a menudo con la idea de asesinarlo; él la ignoraba por sistema, en su esquema de las cosas era poco más que un mueble, un accesorio poco útil con el que no le quedaba más remedio que cargar. Pero lo que de verdad le importaba a Ariadna era que su vivienda iba a permanecer desocupada durante varios días. En cuanto el coche se perdió de vista, ella, sigilosa, burló todas las alarmas que protegían el lugar y se coló en la casa por una puerta trasera.

Lo primero que hizo fue darse una larga ducha de agua caliente, intentando sin éxito no pensar en esa última ducha que se había dado en su vida anterior. Le costó trabajo quitarse toda la mugre de encima. Cuando terminó, dejó el suelo de la bañera embarrado por completo. «Tierra de tumba», se dijo, sumida en aquel espeso estupor que le resultaba ya tan familiar. Lo limpió todo con el chorro de la ducha y después, desnuda, salió al pasillo. Su primera parada fue en la cocina, allí tomó por asalto la nevera y comió hasta saciarse; comió con las manos, sin usar cubiertos, con una voracidad desconocida, primitiva. Después prosiguió su deambular por la casa. Necesitaba dinero y ropa, esas eran sus prioridades. El dinero lo encontró en el cuarto del matrimonio. No tuvo que buscar mucho, había una considerable cantidad de efectivo en una pequeña caja fuerte dentro del armario. La otra Ariadna la abrió sin problemas. Sabía cómo hacerlo. Se lo habían enseñado. Se lo habían enseñado en la casa sin ventanas.

—Hay siete palabras que sirven para abrir cerraduras y cerrojos comunes —les había explicado el duque Lamprea en el patio negro donde recibían la mayor parte de sus lecciones. El hombrecillo, una criatura esquelética y demacrada, de edad infinita, había dispuesto ante ellos varias cajas de seguridad—. Todas, absolutamente todas, se abren a la mención de una u otra. ¡Cuidado!, si la cerradura está tratada con magia y detecta que intentan forzarla puede reaccionar de modo sorpresivo. Yo lo aprendí a las duras cuando era joven. —Y para que les quedara claro les enseñó su mano izquierda, los dedos índice y pulgar habían desaparecido, sustituidos por dos prolongaciones de madera y tornillería—. La caja fuerte de los Somosierra se comió mis dedos. En justa venganza yo me los comí a ellos —dijo mientras les mostraba la ruina que tenía por dentadura.

Ariadna cogió un buen fajo de euros antes de pasar a la siguiente habitación: a todas luces el cuarto de una adolescente. Allí imperaban el rosa y el blanco, las paredes estaban repletas de posters de cantantes y actores de moda, y una legión de peluches se arremolinaba en lo alto de un armario, relegada allí por alguien que todavía se negaba a desprenderse de la infancia aunque quisiera apartarla de la vista. La aberrante normalidad de aquella estancia la dejó sin aliento, muda de asombro. Se sentía fuera de lugar, una intrusa no solo en ese cuarto, también en el mundo del que este formaba parte. En los armarios, pulcramente ordenados, encontró ropa de su talla aunque poca de su gusto; todo tenía un toque almibarado, de intento burdo de dejar claro que se pertenecía a la clase alta. Eligió varias blusas y faldas y un par de vaqueros. Tuvo más problemas en encontrar zapatos y zapatillas de su número, al final se decantó por el calzado de la madre aunque este le venía algo grande. La idea de comprar después zapatos de su talla hizo que se mareara, la posibilidad de hacer algo tan normal, tan cotidiano como ir de compras, le parecía absurdo, el comienzo de un mal chiste: «Una zombi entra en una zapatería…»

Mientras registraba la habitación de la muchacha, un dibujo colgado de la pared llamó su atención. Era una lámina hecha a carboncillo que parecía tan fuera de lugar allí como ella misma. Se acercó para examinarla. Se trataba del retrato de una joven de pelo moreno y rizado, la mano del artista había sabido capturar con talento una singular expresión de tristeza resignada, el gesto de alguien que ha aceptado un destino que no le gusta. Y por las fotos que había tenido la oportunidad de ver por la casa, era la misma joven a la que le estaba saqueando los armarios. El dibujo además venía firmado por su autora: Sara Vargas Lozano, los mismos apellidos que figuraban en el buzón a la entrada. Un autorretrato, comprendió Ariadna. Siguiendo un impulso leyó entre líneas en la ilustración. No dejaba de preguntarse qué motivo podía llevar a alguien a dibujarse sumida en semejante desconsuelo. La lectura primero desdibujó el retrato, las líneas que contemplaba se curvaron, se distorsionaron; el impresionante dibujo realista que había tenido ante ella se convirtió en la caricatura de una niña que lloraba y se tiraba del pelo.

Leyó entre líneas que aquel autorretrato era la última obra de la muchacha. Sus padres la habían obligado a abandonar el estúpido sueño de convertirse en artista para marcharse a estudiar Derecho a Estados Unidos. No le había quedado más remedio que ceder. Eran sus padres. Y sabían lo que era mejor para ella. Aquel era su último dibujo, el único del que no se había desprendido. Había destrozado el resto, decidida a desterrar para siempre sus ambiciones. Aquel dibujo estaba hecho desde el desaliento, desde el dolor, era un dibujo que hablaba de sueños rotos y esperanzas perdidas.

Ariadna se enfureció. Arrancó la lámina de la pared y la hizo pedazos. Se sentía insultada por el dolor de aquella niña bien, se sentía insultada por su incapacidad de enfrentarse a la adversidad y doblegarla. ¿Quería pintar? ¿Quería dibujar? ¡Ella quería no estar muerta! ¡Ella quería que sus padres estuvieran vivos! Quería escuchar la risa gamberra de Steve. Quería besar una vez más a Marc. Contempló el dibujo hecho pedazos a sus pies y se vino abajo, doblada de nuevo por el dolor, por el cansancio, por la angustia, por la injusticia que acababa de cometer destrozando el último dibujo de aquella pobre muchacha… Se acercó a la cama de Sara Vargas Lozano y se dejó caer sobre ella. A pesar de la ducha el mundo olía a tumba. Y ya siempre lo haría.

Estaba muerta. Era un engendro creado por los fuegos de la hechicería. Poco más que una marioneta.

—Muñecos rotos —dijo entre lágrimas—. Todos somos muñecos rotos. Y no hay nadie que nos pueda salvar.

* * *

El tono de mensaje entrante rompió el silencio: una secuencia de tres pitidos breves y uno largo repetida en dos ocasiones. Marc ni siquiera se molestó en comprobar de quién se trataba. Con toda probabilidad sería alguien que intentaba darle ánimos, algún curioso que quería saber qué había ocurrido (como si él lo supiera) o ambas cosas a un tiempo. Los dos primeros días se había abalanzado sobre el móvil cada vez que sonaba el tono de llamada o de mensaje recibido. Pero nunca era ella, nunca era Ariadna.

No entendía qué estaba sucediendo. Estaba inmerso en una pesadilla absurda; la ausencia de Ari resultaba demoledora, y con cada segundo que pasaba sin saber de ella aumentaba la certeza de que nunca volvería a verla. Y semejante idea lo estaba matando. La falta de Ari lo asfixiaba, no había otra forma de expresarlo: sin ella le faltaba algo esencial para mantenerse vivo y cuerdo, algo tan necesario para la supervivencia como el aire o el alimento.

La policía lo había interrogado el día después del incendio que había destruido la casa de Ari y su familia.

—Evan. Fue él, estoy seguro. Fue Evan —en sus labios aquel nombre sonó a maldición, a enfermedad infecciosa de rápida propagación—. No, no sé cómo se apellida. ¿Que lo describa? Lo siento, tampoco lo conozco en persona. Lo único que sé es que tiene un ojo negro por completo. Como Ariadna.

No les habló de la magia ni los monstruos, no les contó nada de ese mundo oculto en el que al parecer Ari se había visto sumergida; no lo hizo porque estaba convencido de que no iban a dar el menor crédito a esas historias, de hecho sospechaba que hablarles de ello sería contraproducente, le restaría credibilidad a él y a toda la información que pudiera aportarles. Sí les habló de la amnesia de Ariadna, aunque suponía que Joanes, su psiquiatra, ya les tendría al tanto de todo eso. Y, por supuesto, también les habló del extraño que había llegado dos días antes y que aseguraba proceder de aquel periodo de tiempo que Ari había olvidado.

—No, no sé cómo se conocieron —mintió cuando se lo preguntaron—. No me lo contó ni quise insistir en el tema —añadió, ganándose una mirada de extrañeza por parte de los dos agentes que lo interrogaban. Le habían dado sus nombres nada más entrar en la pequeña y aséptica habitación en la que se encontraban, pero Marc no había tardado en olvidarlos y los había rebautizado como Suspicaz y Témpano.

—¿Y dices que Evan es un antiguo novio de Ariadna? —preguntó Suspicaz. Era un hombre grande, con sobrepeso, y una mirada siempre reticente. Tenía los ojillos diminutos y muy juntos.

—Al menos eso dijo él. Por lo visto le contó que habían crecido juntos.

—¿Cómo te sentó que apareciera ese joven en la vida de Ariadna? —insistió el agente, inclinándose hacia delante, muy interesado al parecer en su respuesta.

—¿Sentarme? —El joven frunció el ceño, harto del escrutinio de aquel sujeto y lo que implicaba—. ¿A qué se refiere? ¿Me está preguntando si me cabreé? ¿Si monté una escena? —Recordó cómo se había sentido cuando Ari le confesó que Evan y ella se habían besado, fue como si una bomba le hubiera estallado en pleno pecho, una bomba que se había llevado por delante todo su calor corporal y todos sus órganos vitales, dejándolo aterido y hueco—. ¡Dios! —Estuvo a punto de levantarse de la silla—. ¡¿Creen que puedo tener algo que ver con lo que ha pasado?! ¡¿De verdad creen eso?!

—No perdamos los nervios —terció Témpano a la par que hacía un gesto pidiendo calma. También era un hombre voluminoso, y aunque de entrada parecía mucho más tranquilo y apacible que su compañero, algo en su mirada dejaba entrever que eso podía cambiar en cualquier momento. Témpano era el tipo de hombre capaz de descerrajarte un tiro en el estómago sin perder la sonrisa—. Olvida la pregunta si quieres, aquí nadie te está acusando de nada —dijo, y Marc casi creyó escuchar las palabras «de momento» flotando en el aire—. Vamos a limitarnos a los hechos, ¿de acuerdo? Volvamos a Evan.

Y volvieron a Evan, al muchacho cuya aparición había desencadenado toda aquella pesadilla. A pesar de que en un principio Marc había tenido serias dudas al respecto, acabó contándoles lo que sabía sobre la subasta; aunque alteró los hechos para exculpar a Ariadna de todo lo sucedido; por nada en el mundo quería causarle problemas con la ley cuando regresara (porque iba a regresar, estaba convencido de ello, admitir la posibilidad de que no lo hiciera era una locura, era tan demencial como admitir la posibilidad de que el sol dejara de salir). Les contó que Evan la había invitado a una subasta de arte en el centro de Madrid y que una vez allí, sin que ella estuviera al tanto de sus intenciones, el muchacho se había escabullido para robar una de las piezas a subasta: una espada antigua, al parecer. En todo momento Marc dejó claro que Ari desconocía las intenciones de Evan. De hecho, recalcó hasta la saciedad lo mucho que le había afectado a ella enterarse de lo ocurrido. Se había sentido utilizada, traicionada, les explicó, hasta el punto de decirle a Evan que no quería volver a verlo más. ¿Necesitaban un móvil para el crimen? Ahí lo tenían.

—No tenemos constancia de ninguna subasta organizada este fin de semana en Madrid —le informó Suspicaz tras un breve descanso durante el cual habían intentado verificar aquel dato—. Ni hay denuncias sobre antigüedades desaparecidas.

—Por lo que Ari me contó todo tenía un aspecto bastante clandestino. Como si lo que estuvieran haciendo allí no fuera del todo legal.

—Lo investigaremos —le informó Témpano, reacomodando mejor su masa corporal sobre la silla—. Estate tranquilo, muchacho, averiguaremos qué les ha pasado a tu novia y su familia. —Había una amenaza nada velada en esas palabras. Aquel hombre estaba convencido de que él estaba implicado en lo sucedido.

Cinco días después del incendio continuaba sin haber noticias. Ariadna había sido dada por desaparecida, al igual que el resto de su familia. La policía científica y los bomberos habían analizado lo que quedaba de la casa de Ari en busca de cualquier pista, pero todavía no había trascendido ningún detalle de sus investigaciones. Nada que aclarara qué podía haber ocurrido allí esa noche. A Marc no le quedaba ninguna duda de quién era el culpable de lo sucedido: Evan. Había sido Evan.

El móvil volvió a sonar, un nuevo mensaje entrante, una nueva secuencia doble de tres pitidos breves y uno largo. Marc lo miró de reojo, con el ceño fruncido. La pantalla del teléfono tirado en la cama parpadeaba en un intento inútil de atraer su atención. Se acercó a la ventana de su cuarto y apoyó la frente en el cristal, la sensación de frialdad lo reconfortó. Fuera ya anochecía y las tinieblas contagiaban su condición de sombra al mundo. Había perdido de nuevo la noción del tiempo, como si su vida ya no se rigiera al dictado de los relojes o calendarios. Pronto amanecería el sexto día sin Ari. Cerró los ojos y respiró hondo. «El infierno está hecho de ausencias», se dijo, «de vacíos. El infierno es vivir en un mundo sin ti». Alzó la mirada y se encontró una luna casi llena en el cielo.

—Si vuelves haré lo que sea —dijo y, para su sorpresa, lo hizo en voz alta—. Si vuelves tallaré tu rostro en la luna.

El teléfono volvió a sonar, insistente. Apretó los dientes y, harto ya de aquella insidiosa melodía, cogió el móvil con intención de desactivar el sonido. Al hacerlo comprobó que los últimos tres mensajes eran del mismo número, un número desconocido. No era raro que recibiera mensajes de gente fuera de su lista de contactos, sobre todo en los últimos días, pero sí resultaba extraña la insistencia. Abrió la bandeja de entrada. No le quedó más remedio que sentarse nada más leer el primer mensaje:

«Soy Ariadna. Estoy viva. Estoy bien».

No leyó los siguientes mensajes. Con el corazón acelerado, casi sin respirar, llamó al instante a ese número desconocido. Se llevó el móvil al oído intentando controlar en vano el temblor de su mano. Apretó los dientes nada más oír el primer tono de llamada. La expectación de estar a punto de escuchar de nuevo su voz era insoportable, hasta dolorosa. Pero al cuarto tono se hizo de nuevo el silencio. Un mensaje en pantalla le indicó que la llamada acababa de ser rechazada.

—No, no, no, no me hagas esto —dijo—. No puedes hacerme esto. ¡No puedes hacerme esto!

Llamó de nuevo y volvieron a rechazar la comunicación, al primer tono esta vez. Marc sintió que perdía pie, que le faltaba apoyo en el mundo. Antes de volver a insistir, leyó los otros dos mensajes, ávido de saber, ávido de entender por qué ella se negaba a hablar con él.

«Mis padres están muertos. Y Steve. Y ha sido culpa mía», decía el primero, y él quedó inmóvil, con la vista fija en ese puñado de palabras inconcebibles. ¿Muertos? ¿La familia de Ariadna, muerta?

«No me busques, por favor. No soportaría que me encontraras», decía el último mensaje.

Marc contempló el móvil como si fuera una alimaña repugnante, un insecto que por mero azar hubiera terminado en la palma de su mano. Tenía que hablar con Ariadna o corría el riesgo de volverse loco. Llamó por tercera vez y por tercera vez le negaron la comunicación. A punto estuvo de arrojar el teléfono contra la pared. Respiró hondo y entró en el menú de mensajes.

«No eres Ari», comenzó, le costaba trabajo escribir en la pantalla táctil. «Ella hablaría conmigo, ella no me dejaría así. Si esto es una broma, no tiene ninguna gracia. Tengo tu número y se lo llevaré a la policía».

A continuación dejó caer el móvil sobre la cama. Se levantó y retrocedió unos pasos, la vista fija en el aparato, desafiándolo a sonar. Los minutos transcurrieron y el teléfono permaneció mudo sobre la colcha, inmerso en su silencio obstinado. Marc apretó los puños. La espera era agónica. Tal vez tuviera razón y todo no fuera más que una broma cruel y estúpida. Y una parte de él quería creerlo, una parte de él deseaba que aquellos mensajes no fueran más que una broma y que Ari y su familia se encontraran a salvo.

Y al fin sonó el teléfono. Y aunque era lo que había estado esperando, durante unos instantes fue incapaz de reaccionar. Se limitó a quedarse allí parado, contemplando el móvil como si no entendiera cuál era la utilidad o funcionamiento de aquella cosa, como si temiera que aquello, fuera lo que fuera, estuviera a punto de volar en pedazos. Cuando comenzaba a temer que la paciencia de quien llamara estuviera a punto de agotarse, consiguió salir de su inmovilidad para abalanzarse sobre el teléfono y contestar.

En un principio creyó que lo que escuchaba al otro lado de la línea era simple ruido de fondo, mera estática, pero no tardó en comprender que era el sonido de alguien que lloraba a lágrima viva. Y era un llanto tan atroz, tan desolador, que Marc temió que no fuera a detenerse nunca, que continuara llorando hasta que sus lágrimas anegaran el mundo.

—¿Ari? —preguntó, dubitativo—. ¿Ari, eres tú?

Desde el otro lado intentaron contestar, al menos Marc creyó intuir cómo trataban de articular palabras. ¿Qué era lo que le había pasado? ¿Qué le había sucedido para conducirla a aquel estado?

—Estoy aquí, Ari, ¿puedes oírme? Estoy aquí. —Le temblaba tanto la voz que apenas la reconocía como suya—. Háblame —le pidió—. Háblame, por favor —suplicó.

La persona al otro lado del teléfono consiguió controlar al fin el llanto. La escuchó sorber con fuerza por la nariz y luego aclararse la garganta. Un momento después habló:

—El móvil tiene poca batería y no tengo cargador. —Era Ari. Era ella, sin duda. Pero reconocer al fin su voz, el saberla ya viva, no sirvió para tranquilizarlo. Al contrario: aquella voz era la de alguien roto, la de alguien más allá del consuelo—. No sé cuánto tiempo durará la llamada —indicó.

—Dime dónde estás e iré a por ti.

—No, no, no. ¿No lo entiendes? ¿No has leído los mensajes? No voy a volver. No puedo hacerlo. Ni quiero. Te he llamado para despedirme, te he llamado para decirte adiós.

—¿Ha sido Evan? —preguntó, con rabia, ignorando a sabiendas aquellas frases demoledoras—. ¿Ha sido él?

Ari guardó silencio, como si reflexionara si era oportuno responder a esa cuestión. Tal vez ni siquiera ella era capaz de medir la culpa que tenía ese muchacho en lo sucedido.

—No ha sido Evan —contestó al fin—. Han sido los mercenarios de la subasta. Me encontraron, Marc, me encontraron. No sé cómo, pero lo hicieron. Y ahora lo estarán buscando a él. Y lo matarán cuando lo encuentren, si no lo han hecho ya. Y me matarán a mí si se enteran de que sigo viva.

—Tu familia… ¿Es cierto? ¿Es cierto que los han… —No pudo terminar la frase.

Ari se echó a llorar de nuevo. Y eso fue suficiente respuesta. Marc sintió que perdía pie. Edmund y Ángela siempre lo habían tratado bien, habían sido amables y considerados desde el primer momento, desde antes siquiera de comenzar a salir con Ari. Ángela era maravillosa, su vitalidad y alegría eran contagiosas, resultaba imposible estar de mal humor en su presencia. Y Edmund la había amado tanto… Solo había que fijarse en cómo la miraba, en cuánta devoción y ternura se asomaban en sus ojos para comprenderlo. «Ojalá alguien me mirara así alguna vez», le dijo Ariadna en una ocasión. «Yo lo hago», contestó Marc y ella sacudió la cabeza «No, todavía no, necesitas llevar muchos años enamorado de alguien para mirarlo de esa forma». «Entonces solo es cuestión de tiempo», le aseguró él. No se merecían aquello. Ni Steve tampoco, Steve, con sus bromas pesadas, Steve, jugando su papel de hermano insoportable. No podía creer que también estuviera muerto. Recordó una tarde de la primavera pasada en la que lo encontró cavando una pequeña tumba en el pequeño jardín de la casa. Cuando le preguntó qué estaba haciendo, el niño le mostró un diminuto gorrión muerto que guardaba en un pañuelo, un polluelo apenas que, por lo visto, se había caído del nido. Steve estaba llorando como si aquel pajarito fuera lo único que había tenido en la vida.

—Era tan pequeño —dijo—. Ni siquiera sabía lo que es vivir y ya se ha muerto.

Marc intentó dominarse.

—Ari —la llamó, temeroso de que la comunicación se cortara de un momento a otro—. Háblame, por favor…

—Ya no tengo familia —dijo ella—. Ya no tengo vida. Me la han quitado, Marc, me lo han quitado todo.

—No digas eso. No dejes que te hagan más daño del que ya te han hecho —le pidió—. Vuelve. Hablaremos con la policía. Les contaremos lo que ha pasado. Ellos detendrán a esos hombres.

Ari se echó a reír. Era una risa nueva, teñida de amargura, de desolación, una risa que solo podría provenir de un alma destrozada.

—¿Detenerlos? ¿La policía? Aunque pudieran encontrarlos no tendrían la menor oportunidad contra ellos. Son monstruos, Marc. Monstruos. La policía no está preparada para enfrentarse a gente como esa.

—Vuelve, Ari.

—No puedo, cariño, no puedo. Siento tanto que esto termine así, siento tanto no ser quien creía que era. Yo… —La escuchó suspirar—. La batería está a punto de agotarse —dijo y su voz sonó ahora más serena de lo que lo había hecho en toda la conversación—. Escúchame. Hay algo que tengo que pedirte. Algo que necesito que hagas. Y pedírtelo es lo más duro que he hecho en la vida. —Guardó un instante de silencio—. Necesito que me olvides —le pidió y Marc estuvo a punto de gritar al oír aquello—. Necesito que sigas adelante, que sigas adelante sin mí. Necesito saber que al menos tú estarás bien, necesito saber que, pase lo que pase, estarás a salvo.

—¡No! ¿Cómo te atreves a pedirme eso? —le dijo—. ¿Que te olvide, dices? ¿Crees que hay un interruptor para eso? ¿Crees que solo tengo que darle a un botón para borrarte de mi cabeza?

—¡Tienes que hacerlo! Aunque cueste, aunque duela. Es lo único que te pido. Lo último que te pido. Olvídame, Marc.

—¿Qué está pasando? —el joven se estremeció. La irrealidad de todo aquello lo superaba—. Ari…

—Ari no existe. La mataron el domingo. Ya solo queda Ariadna. Y Ariadna es una asesina. Y… necesito alejarme de ti. Necesito irme lejos porque eres lo único que me queda. Y no soportaría que te pasara algo por mi culpa. Y si estás conmigo tarde o temprano te pasará algo terrible.

—¿Más terrible que no tenerte? ¿Crees que hay algo peor que eso? —Tenía unas ganas tremendas de echarse a llorar, pero no se lo permitió. Debía mantenerse firme, entero. Debía demostrarle que era digno de ella—. No vas a conseguir que te olvide. Me niego. Antes me olvidaría de mí mismo. —Apretaba el móvil con tanta fuerza que temió que fuera a rompérsele en la mano—. Y me da igual lo que haya sucedido, me da igual lo que pueda suceder. No pienso dejarte escapar, no lo voy a consentir. Te encontraré, vayas donde vayas, te encontraré. ¿Me escuchas? ¡Te encontraré!

—¡No! —gritó Ari, espantada—. ¡Maldito cabezota! ¡Vas a conseguir que te maten! ¡Y también será culpa mía! ¡Marc! ¡Prométeme que no harás ninguna locura! ¡Prométeme que no me busca…

La llamada finalizó ahí, de forma tan brusca y cortante que Marc creyó haberse quedado sordo. Nunca antes el silencio le había parecido tan total y definitivo, tan absoluto, aquel era un silencio físico, un muro sólido que acababa de cercar su mundo. Se quedó mirando el móvil, perplejo, aturdido, con una creciente sensación de náusea en el estómago.

—Te quiero —dijo al teléfono ya mudo. Necesitaba decírselo aunque ella ya no pudiera oírlo. Y no era una simple frase lo que estaba diciendo ahora, era un juramento—: Te quiero. Y si no puedo estar contigo, prefiero estar muerto.

* * *

—Te quiero —susurró Ariadna al teléfono ya apagado—. Te quiero, te quiero, te quiero. —Lo repetía una y otra vez mientras sentía el peso ardiente de aquella despedida amarga en el pecho. Se replegó sobre sí misma, se aovilló todo lo que pudo en aquella cama ajena y cerró los ojos al tiempo que el móvil resbalaba de su mano.

Había sido un error ponerse en contacto con él. Ahora lo sabía. Había sido una estúpida al ceder al impulso de decirle que continuaba viva. ¿Qué había esperado? ¿Que renunciara a encontrarla? ¿Lo habría hecho ella de estar en su lugar? Por supuesto que no. Marc nunca dejaría de buscarla. No cejaría en su empeño hasta dar con ella. ¿Y cómo impedírselo? ¿Cómo evitar que pusiera su vida en peligro? No sin una razón válida, contundente. «No lo entiendes, Marc. No soy humana. Soy un monstruo. Una cosa. Soy una muerta viviente».

La tentación de sucumbir a la pena era demasiado grande. Se veía incapaz de reintegrarse en la corriente de la vida y la normalidad ahora que se sabía ajena a ambas. Se imaginó convertida en un espectro, transformada en una criatura esquiva que viviría para siempre en los huecos de la ciudad, malviviendo bajo puentes y casas deshabitadas, desterrada del mundo pero sin llegar a abandonarlo del todo. Quedaría reducida a lo que era en definitiva: una fantasma vivo, un espectro de carne y hueso. ¿Cuánto tiempo resistiría la tentación de rondar a Marc, de espiarlo a escondidas, transformada en un monstruo enamorado, un tópico hecho carne? ¿Quería eso? ¿Quería convertirse en eso?

Y a fin de cuentas ¿de verdad estaba ella capacitada para amar a alguien? ¿Sus sentimientos no serían también un espejismo? ¿Otra ilusión más? ¿Cómo podía estar segura de que fueran reales si su mera existencia no era más que un elaborado truco de magia? Y aunque lo fueran, aunque dentro de la complicada hechicería que la mantenía viva hubieran habilitado espacio para sentimientos, nadie se merecía el amor venenoso que ella podía proporcionar, nadie se merecía ese amor corrupto. No estaba viva, era un engendro. La habían ideado para matar, esa era su finalidad última y primera. No era más que un arma, y nadie en su sano juicio amaría a un arma.

—Excepto Evan —murmuró.

«Te quiero porque sé lo que eres», le había asegurado y ahora comprendía el verdadero alcance de sus palabras. «Te quiero porque somos lo mismo».

Viragos.

—Sois viragos, mis pequeñuelos. Criaturas excepcionales, asombrosas, fabricadas por el alto poder de un nigromante. —Aquel día la lección en el patio de la casa sin ventanas versaba sobre ellos mismos. La mujer que la impartía era una anciana de ojos blanquecinos, recubierta por un caos de telarañas. Ariadna no recordaba su nombre—. Solo una vez cada treinta y tres años se produce la alineación correcta de astros que facilita vuestra creación. Solo una vez cada treinta y tres años se puede dar el regalo de la vida inmaculata. El aliento que os insufla vida proviene del corazón de un dios moribundo que lleva eras agonizando en las sombras. Sois mecanismo y falacia, hedor y pavor. Sois el asesinato hecho carne. Los demonios os bendigan, hijos míos. Sois el crimen encarnado.

Viragos. Eso eran, tanto Evan como ella. Simple carne, carne muerta que fingía estar viva. No podían morir porque no estaban vivos, era algo tan espeluznante y demoledor como eso. Ni siquiera el suicidio era una alternativa, ni siquiera esa vía de escape le estaba permitida. Daba igual lo que hiciera, daba igual cómo intentara quitarse la vida. Nunca lo conseguiría. Podía cortarse las venas, podía saltar desde el edificio más alto de la ciudad o, como le demostró Elías, volarse la cabeza. Para ella la muerte no era más que un periodo de pausa durante el cual su cuerpo ponía en suspenso su conciencia mientras se reparaba. Y una vez completada la restauración despertaría de nuevo, otra vez operativa, otra vez perfecta. Condenada a vivir. Condenada a vivir para siempre.

Y de pronto recordó la espada de la subasta, el arma cuyo robo había desencadenado el asesinato de su familia. Matanza. Con ella Evan había matado a la barracuda, una criatura indestructible. ¿Serviría también para acabar con un virago? Era probable, se dijo. Pero, ¿qué hacer? ¿Robarle la espada a Evan para comprobar si podía o no matarla? Se imaginó hundiendo el arma en su propio vientre, retorciéndola con saña en busca del descanso de la no existencia. La muerte como salida, como escape. Era tan tentador cobijarse en la esperanza de no ser, de no existir, de apagar la realidad y todos los horrores que contenía. Pero tomando ese camino ¿no concedía la victoria a Elías y a los suyos? Ellos la creían muerta. Al quitarse la vida enmendaba el error que esos monstruos habían cometido. Pensar en los mercenarios la enfureció. De nuevo los trajo a su recuerdo, de nuevo los vio asesinar a su familia con esa crueldad indiferente de la que habían hecho gala, como si en vez de matar seres humanos estuvieran exterminando insectos. En aquel momento sintió por primera vez retorcerse el odio en sus entrañas, era un cúmulo de magma que se extendía por su interior ansioso de ser liberado.

«Mátalos», susurró en su cabeza la Ariadna del pasado. «Mátalos a todos. Haz que paguen».

Ariadna gimió. Resultaba tan difícil pensar, tan difícil decidir qué hacer a continuación… Su mente estaba fragmentada, ocupada a medias por esa Ariadna del ayer, atacada por el recuerdo constante de lo que había sucedido en su casa y por la lucha por salir de la tumba. Todo lo que estaba sucediendo era motivo más que suficiente para volverse loca. Pensar con lucidez era una quimera. ¿Qué hacer ahora? ¿Conseguir la espada? ¿Perseguir venganza? ¿Buscar sus raíces? ¿Intentar encontrar esa casa sin ventanas que aparecía una y otra vez en sus recuerdos? Necesitaba centrarse, comprendió, y para eso necesitaba averiguar quién era, conocer su verdadera naturaleza más allá de la terminología que la definía como virago, más allá de esos recuerdos fragmentarios que llenaban su mente como andrajos al viento. Y eso era algo que no podía hacer en la Tierra Pálida, tenía que adentrarse en el mundo oculto, en el escenario secreto que se escondía tras el cortinaje de la normalidad.

Pertenecía al misterio, a la tierra de los monstruos, como bien le había dicho Evan. Hacia allí debía encaminar sus pasos, no le quedó ninguna duda al respecto. Tenía un recuerdo vago de dónde encontrar ese terreno incierto, era un mundo dentro del mundo a fin de cuentas, había zonas colindantes con la realidad, puntos comunes, encrucijadas… Pero, ¿por dónde empezar a buscar?

En ese mismo instante, recordó el nombre que su padre había gritado poco antes de que lo mataran. Edgar Müller. Edgar Müller, el negro. Edgar Müller el mago de la lanza. Y Ariadna supo dónde debía ir.

* * *

Marc contempló las ruinas de lo que una vez había sido el hogar de Ariadna. A su mente le costaba asimilar que aquellos restos ennegrecidos tuvieran algo que ver con el lugar del que guardaba tantos buenos recuerdos. Había perdido la cuenta de las veces que se habían besado a las puertas de aquel edificio consumido. Entre aquellas cuatro paredes había sido feliz y todo lo que quedaba ahora era devastación y ceniza.

Respiró hondo. No se iba a dejar llevar por las lamentaciones. Ariadna estaba viva, ahora lo sabía, y poco le importaba que le hubiera pedido que no la buscara. Iba a encontrarla. No le importaban los riesgos que pudiera correr, no le importaba lo que se pudiera encontrar en el camino siempre que este lo acercara a ella. Era una decisión egoísta, lo admitía, era una decisión que iba en contra de los deseos de la propia Ariadna, pero no podía evitarlo, no podía retroceder. La necesitaba. Sin ella no era nada.

La casa estaba rodeada de vallas y cinta policial. Marc se aseguró de que no había nadie mirando antes de saltar la protección. No esperaba encontrar nada en aquel lugar, más teniendo en cuenta que durante los últimos días habían retirado los escombros y demolido la mayor parte de la estructura del edificio, pero de entrada le parecía el mejor sitio donde comenzar. Aquí y allá todavía se levantaba algún pedazo de pared, tanto de la fachada como de los muros de las estancias de la planta baja. Atravesó con un nudo en la garganta lo que quedaba de puerta principal y se adentró en las ruinas. El olor a quemado era tan brutal que se subió el cuello de la cazadora hasta cubrir su nariz para evitar inhalarlo. No reconocía la casa. Había esperado ser capaz de distinguir los pasillos y distintas habitaciones, pero la destrucción lo había hermanado todo.

De pronto un escalofrío hizo que se girara, un presentimiento que le arañó con fuerza la nuca. Junto a uno de los tabiques arruinados había un muchacho. Parecía haberse materializado allí de pronto.

—Eres Marc, ¿verdad? —le preguntó.

No necesitó que se presentara para saber quién era el recién llegado. El ojo derecho, de un intenso color negro, lo delataba. Evan, el Magnífico, había hecho acto de presencia. Frunció el ceño mientras una rabia fría comenzaba a extenderse por su interior.

—¿Qué diablos haces aquí? —le preguntó con clara hostilidad.

—Lo mismo que tú, supongo —contestó al tiempo que se encogía de hombros—. Busco a Ariadna.

—Pues vas a tener que buscarla en otra parte —replicó él y acto seguido le dio la espalda para continuar explorando las ruinas—. Monta en tu escoba y lárgate de aquí. No quiero tenerte cerca.

Evan se quedó inmóvil donde estaba. Suspiró.

—No soy tu enemigo, Marc. No me trates como tal.

—Han matado a la familia de Ari. —Se giró hacia Evan, rabioso—. Los han matado a los tres, ¿me oyes? A los tres. Y es culpa tuya. Si no hubieras aparecido, ellos seguirían vivos.

—¿Culpable por proximidad? —Hizo una mueca—. Lo siento, no voy a caer en eso. Los culpables son los tipos que los mataron y prendieron fuego a la casa, no yo. —Se acercó a él. Marc se tensó al verlo llegar. Según Ariadna, Evan era un asesino. Y llevaba una espada envainada a un costado—. Entiendo que me odies, en serio, lo entiendo muy bien. —Le miraba directamente a los ojos y costaba no ceder al impulso de desviar la vista—. Y no te voy a engañar: tampoco tú eres mi persona predilecta, has ocupado mi lugar en la vida de Ariadna y eso, como comprenderás, no me hace feliz. Pero ahora mismo tú y yo tenemos un objetivo común: encontrarla y asegurarnos de que está a salvo. Y con esa actitud tuya no vamos a avanzar mucho.

—No quiere que la encuentren. Me lo ha dejado claro.

—Querrá, te lo aseguro. Y por su bien tenemos que hacerlo antes de que se dé cuenta.

—Espera… ¿tenemos? —Entrecerró los ojos ante aquel giro inesperado de los acontecimientos—. ¿Me estás pidiendo ayuda?

—Suplicándotela más bien. Ya te he dicho que no soy tu enemigo. Sé dónde buscarla, pero por desgracia no puedo hacerlo yo solo.

—¿Y por qué no?

—Porque si alguien me reconoce estaré perdido. Créeme, ni Ariadna ni yo somos muy populares. Mucha gente nos odia. Y harían cualquier cosa por acabar con nosotros. Esa es una de las razones por las que está en peligro. Y por eso no puedo buscarla de manera directa. Por eso te necesito. A ti nadie te conoce. Eres anónimo. Podrás buscar donde yo no puedo, acceder a lugares en los que yo tengo prohibida la entrada, hablar con gente que quiere mi cabeza en una pica… —Sacudió la cabeza—. Maldita sea, eres mi última esperanza de salvarla.

—¿No puedes entrar en su mirada e intentar averiguar dónde está?

—Me impide pasar —dijo—. Por lo visto tampoco soy su persona predilecta en estos momentos.

Marc se lo quedó mirando largo rato, sopesando sus palabras, estudiándolo. Tenerlo delante no le facilitaba las cosas. No hacía otra cosa que compararse con él, era inevitable. Y en cualquier comparativa salía perdiendo. Evan parecía el prototipo del héroe, tanto en aspecto físico como en la confianza que irradiaba. Él no era nada, un tipo delgado y desgarbado. Dedicó una mirada lenta a las ruinas que los rodeaban.

—¿Este es el mundo de donde procedéis? —preguntó mientras hacía un gesto vago con la mano para señalar la casa arruinada—. ¿Esta es vuestra vida? ¿Destrucción y muerte por todas partes? ¿Quién en su sano juicio querría regresar a un lugar como este?

—¿Qué te ha contado Ariadna? —quiso saber Evan.

—Lo suficiente. Me habló de la magia, de los monstruos. Del mundo secreto. Me contó que erais asesinos. ¿Debería tenerte miedo, Evan?

Aquella pregunta pareció coger al muchacho por sorpresa.

—¿Miedo? —Frunció el ceño, pensativo, como si ni siquiera él conociera la respuesta a la pregunta—. Supongo que sí. Soy peligroso. Eso es algo que nunca he ocultado. Algo que llevo con orgullo a decir verdad. Pero también soy una persona de palabra. Prometo que si me ayudas a buscarla, no tendrás nada que temer, al menos de mí. Prometo intentar mantenerte a salvo mientras dure nuestra búsqueda. Y prometo apartarme de vuestras vidas y dejaros marchar una vez demos con ella. Siempre y cuando sea lo que ella quiera, por supuesto. Te necesito, Marc. Pero lo que es más importante:

»Ariadna te necesita.

* * *

Dejó la casa a media mañana, bajo un intenso aguacero, cargada con una mochila repleta de ropa robada y con una cartera bien provista de dinero. Llevaba puestas las botas de agua de la madre de Sara y su chubasquero; aquella indumentaria hacía que se sintiera extraña, como si no fuera más que un disfraz con el que intentaba ocultarle al mundo su condición de complicada muerta viviente. De hecho, cuando se adentró por las calles de Madrid, tuvo la impresión de que todos los que se cruzaban en su camino la miraban como si fueran capaces de ver más allá de su disfraz y descubrir su fraude. Se cuidó mucho de ir siempre con la cabeza cubierta por la capucha, aun cuando dejó de llover. No quería que nadie la reconociera. Y no quería que nadie se fijara en el parche que había improvisado para cubrir su ojo izquierdo.

Fue complicado encontrar otra vez la casa igual. Ariadna creía recordar su ubicación, pero le costó trabajo dar con ella, como si la propia casa la esquivara o como si su mente intentara por todos los medios evitar que regresara a aquel lugar. Cuando empezaba a desesperarse, dobló una esquina que le resultaba vagamente conocida y se topó con ella de frente; allí estaba, con su simpleza, con su forma anodina, una casa anónima, de tejado a dos aguas, de fachada blanca. Regresar allí a la luz del día significó conferir más realidad a todo lo que estaba ocurriendo. Su primer intento por abrir la puerta fue en vano, el pomo ni siquiera giró, pero luego recordó las palabras que Evan había pronunciado en el umbral. Debían de ser algún tipo de código, un santo y seña que los identificaba como pertenecientes al mundo oculto.

—Abandonad toda esperanza —dijo Ariadna y esta vez, al tomar el pomo, no encontró resistencia. Y con el funesto augurio que abría las casas iguales todavía en los labios, pasó dentro.