LA SUBASTA
El local donde se iba a celebrar la subasta resultó ser una conocida sala de conciertos que llevaba semanas cerrada por reformas. La persiana metálica estaba a medio bajar y ante ella un hombretón de barba negra y ojos pardos se apoyaba con desgana en un contenedor repleto de cascotes, con el aire de alguien que hace una pausa en una dura jornada de trabajo. Tenía las manos enormes, con las palmas envueltas en vendas sucias. La contempló con suspicacia al verla, hasta con cierta hostilidad. Ella no se arredró y se le acercó, decidida. Había tenido dudas sobre cómo vestirse para la ocasión, al final había optado por un sencillo vestido negro de manga corta, cuello chino y falda por las rodillas, con zapatos sin tacón. Se había recogido el pelo y había tomado prestados de su madre unos pequeños pendientes de plata con forma de caballito de mar. Su atuendo lo completaba un abrigo ligero, de color también negro, demasiado fino para el mes en el que se encontraban. Se había puesto su lentilla de ojo completo y para extremar aún más las precauciones también llevaba gafas de sol. Sus ojos disparejos llamaban demasiado la atención y eso era algo que tema que evitar a toda costa. Evan también le había advertido de que, pasara lo que pasara, no leyera entre líneas dentro del local; según dijo había personas capaces de percibir que alguien estaba leyendo en ellas y podían tomárselo a mal.
Sacó la invitación del bolso y se la tendió al gigante. Para su sorpresa no le tembló el pulso al hacerlo. Por lo visto las tres tilas que se había tomado antes de salir habían surtido efecto.
El curioso portero estudió el pase con una concentración exagerada, como si el ejercicio de la lectura fuera algo que precisara de toda su capacidad intelectual; luego, tras devolverle la invitación, se hizo a un lado y levantó la persiana con una sola mano para permitirle el paso. Ella, con el bolso bien sujeto contra el pecho, se adentró en el local tras murmurar un casi inaudible «gracias» al que el hombretón correspondió con una suerte de gruñido. La antesala del local estaba repleta de polvo, con montoneras de escombros aquí y allá y una hormigonera sucia en una esquina que se le antojó un animalito abandonado. Todo tenía aspecto de pantomima, de escenario burdo preparado solo para desviar la atención. En el suelo, varios tablones de madera conducían a la puerta principal, sobre ellos habían dispuesto una ampulosa alfombra verde y roja que contrastaba con el caos polvoriento de alrededor. Caminó por ella al tiempo que intentaba atisbar tras los ojos de buey que salpicaban la puerta, pero todo lo que alcanzó a ver fue oscuridad.
Las puertas se abrieron antes de que llegara a ellas. Del interior emergió una música ambiental suave, de aire melancólico, acompañada por un murmullo de voces en la distancia. Ari se detuvo, a un solo paso de cruzar el umbral. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿A qué se estaba dejando arrastrar? Todavía estaba a tiempo de retroceder, todavía estaba a tiempo de dar la espalda a toda esa locura y regresar a casa. Marc lo comprendería, Marc lo aprobaría, pero… ¿y Evan? ¿Qué sería de él? La idea de que algo malo pudiera sucederle por su culpa la estremeció. Negó con la cabeza: no, eso no era correcto, no tenía que sentirse ni culpable ni responsable de lo que pudiera o no sucederle. No era ella quien le había metido en aquel lío, había sido él mismo quien había incurrido en la ira del monstruo que lo perseguía. Pero aun así no podía negarle su ayuda, como tampoco había podido negársela en aquel callejón oscuro.
Tras hacer acopio de valor, respiró hondo y pasó dentro.
Lo primero que vio fue a la mujer. Estaba junto a la entrada, sentada en una banqueta de tallo dorado y fumando un cigarrillo en una larga boquilla de plata. Nada más verla, supo que era una de los mercenarios a los que se había referido Evan. Era espectacular, no cabía otra forma de calificarla; se sintió disminuida en comparación y eso la puso de inmediato a la defensiva. El pelo, largo y negro, le resbalaba como una sombra por la espalda, salpicado aquí y allá por plumas verdes diminutas; sus ojos eran de ese mismo color y dejaban entrever una inteligencia ávida, voraz hasta niveles peligrosos: aquella mujer miraba al mundo como si le costara contener las ganas de devorarlo; su nariz era pequeña; los labios, provocadores, carnosos, parecían ideados para besar, morder o soltar réplicas hirientes. Su atuendo también era llamativo: botas de cuero hasta más allá de las rodillas, pantalones negros de montar obscenamente ceñidos y un chaleco color marfil, casi inexistente, que dejaba al descubierto una combinación de encaje, también blanca, que parecía incapaz de contener la rotundidad de su pecho. La mujer, por supuesto, iba armada. Llevaba dos pistolas al cinto, una a la altura de la cintura y otra bajo la cadera, dos armas de aspecto arcaico y pesado que parecían hechas ex profeso para batirse en duelo. Pero lo más llamativo de ellas no era su evidente antigüedad, lo más llamativo era que alrededor de ambas reptaban culebras vivas. Mientras Ari miraba, una de ellas, una pequeña víbora roja enroscada en la culata de la pistola izquierda, abrió sus fauces y le mostró unos colmillos rezumantes.
Ya no estaba en la frontera, comprendió, el paso que acababa de dar la había catapultado de lleno a lo imposible. No había vuelta atrás.
—¿Llevas algún arma, guapísima? —le preguntó la mujer al tiempo que tendía la mano en su dirección. El humo de su cigarrillo era afrutado. ¿O se trataba de su perfume? Era un olor agradable. Daban ganas de llenarse de él.
—¿Armas? —sonó perpleja, como si nunca hubiera escuchado una palabra semejante—. No, claro que no. —Se quedó mirando la palma extendida de la mujer, incapaz de comprender qué era lo que quería. Cuando la situación comenzaba a volverse violenta, recordó la invitación y, sintiéndose estúpida, se la tendió. Ella le cortó una esquina y se la devolvió.
—Puedes pasar —le dijo mientras cabeceaba hacia el interior del local. No dejaba de mirarla. Sus ojos la recorrían de una forma tan sexual que se sintió violenta. En ocasiones, para su sorpresa, se había topado con hombres que la miraban con deseo, pero nunca una mujer, y jamás con semejante intensidad—. Disfruta de la noche, preciosa. —Su mirada dejó de recorrer su cuerpo para centrarse en su cara. Sonrió. Y la sonrisa la hizo todavía más hermosa, todavía más voraz—. Y oye, si no tienes suerte durante la subasta, siempre puedes tenerla más tarde conmigo. Si quieres.
Ari musitó un gracias estrangulado, idéntico al dedicado al portero de la entrada, y se adentró en la sala, con los ojos muy abiertos y el paso rígido de quien intenta actuar, sin conseguirlo, con naturalidad. Hizo todo lo que pudo para sacar a la mujer de su cabeza, aquel breve encuentro la había desconcertado e incomodado a partes iguales. Y la noche acababa de empezar, no quería ni imaginarse lo que estaba todavía por llegar.
El lugar estaba dividido en tres espacios, el primero y el segundo correspondían a la zona de bar y esparcimiento; el tercero, al fondo del local, al escenario, enmarcado en cortinajes rojos. Frente a él, en el lugar reservado para el público en los conciertos, habían colocado varias hileras de butacas de aspecto regio, con cojines y respaldos rojos; aquellos asientos estaban fuera de lugar, parecían hechos para un teatro lujoso, no para ese local de mala muerte. Había bastantes ocupados, a pesar de que todavía faltaban veinte minutos para el arranque de la subasta; allí se sentaba gente de todo tipo de condición y ralea, personas a las que, de habérselas topado por la calle, habría tomado sin duda por indigentes y otros tan engalanados que parecían estar asistiendo a algún espectáculo propio de la alta aristocracia. No tuvo problemas en localizar a los mercenarios encargados de velar por la seguridad, al igual que la mujer de la puerta y como bien le había prevenido Evan, eran bastante peculiares.
—Se hacen llamar los seis de Elías —le había comentado el muchacho—. Son unos malos bichos, tipos duros donde los haya, dispuestos a todo. Se cuenta que no solo exigen sumas demenciales de dinero por sus servicios, también un sacrificio humano a un diosecillo feo al que adoran y que, según se dice, llevan siempre en una mochila. Todo unos personajes, ya ves. Y el peor es Elías, el tipo que los comanda. La típica máquina de matar cruel y sanguinaria, sin escrúpulos ni moral. Eso sí, es muy guapo. Y dicen que es encantador cuando no te está apuntando con un arma.
En aquellos momentos, sin contar a la mujer de la puerta, había cinco mercenarios a la vista. Todos vestían de forma similar. Botas altas de cuero; guardapolvos que llegaban al suelo, la mayoría con las espaldas adornadas con dibujos orientales de dragones y serpientes voladoras; chalecos oscuros y sombreros. Parecían escapados de un western delirante, cowboys fuera de época. Había dos ante el escenario y eran la pareja más incongruente que Ari hubiera contemplado jamás. Uno de ellos era un enano de piernas arqueadas y cabeza deforme, abombada, demasiado grande para su pequeño cuerpo. El otro era una mole de más de dos metros de alto, del que resultaba imposible discernir su sexo; le cruzaban el pecho dos cinchas repletas de lo que bien podían ser cartuchos de dinamita, y llevaba envainada al cinto una cimitarra de hoja ancha.
Había una segunda mujer en el grupo, una mujer que parecía la antítesis de la que tanto acababa de impresionarla; aun así su apariencia resultaba tan chocante como la de aquella, aunque por motivos bien diferentes. Carecía de elegancia, era esquelética, desgarbada, y en su caminar había algo de insecto adormilado, de arácnido torpe; una máscara negra le ocultaba el rostro, enmarcado en una melena negra tan sucia que más parecía hecha de mugre que de pelo. Pero lo más singular en ella, lo que de verdad impactó a Ariadna, era su torso. Lo llevaba al descubierto y, en el lugar que deberían haber ocupado sus pechos, se veían dos tatuajes gemelos, dos calaveras de ojos llameantes y mandíbula desencajada. Un cuarto mercenario se hallaba sobre el escenario, entre el atril y la mesa de cristal verde que ocupaban el centro del tablado, estudiando con expresión apática a los asistentes; tenía rasgos arábigos, rostro alargado rematado por una corta perilla; vestía una levita negra, adornada de ridículas campanillas, y un medallón al cuello del que colgaba una cabeza de cuervo. Cuando la miró, Ari estuvo a punto de tropezar, de hecho agradeció haber descartado los tacones altos para esa noche o habría terminado rodando por el suelo. El último de los hombres de Elías era un joven no mucho mayor que ella, un chico moreno que no dejaba de mirar a un lado y a otro como si esperara un ataque inminente. Le colgaba a la espalda un rifle de aspecto futurista, de tres largos y finos cañones; si las pistolas de la mujer de la entrada le habían parecido antigüedades de museo, justo lo contrario se podía decir de aquella, parecía un arma de novela o película de ciencia ficción.
Por un instante, Ari sintió que la atención de aquellos cinco extravagantes sujetos se centraba en exclusiva en ella.
Y aunque sabía que no era más que simple aprensión, también tenía muy claro que eso podía llegar a ocurrir. Se sentía expuesta, tan fuera de lugar como aquellas butacas lujosas. ¿Y cómo no iba a llamar la atención si mirara donde mirara encontraba algo que la sorprendía? Las gafas de sol podían ocultar su continua mirada de perplejidad, sí, pero la expresión de su rostro la delataba como un dedo acusador que no cesara de señalarla. Y, como no podía ser de otra forma, la cosa fue a peor. Nada más descubrir al primer ser claramente no humano en la sala, una criatura simiesca vestida con esmoquin que se sentaba de forma obscena en primera fila, todo su ya de por sí escaso aplomo se vino abajo. No pudo soportarlo más. Dio media vuelta, buscó el aseo de mujeres y se coló dentro. Necesitaba un minuto a solas. Se apoyó en el lavabo y se lavó la cara. Tenía que serenarse. Era perentorio que lo hiciera o estaría perdida.
Tomó aliento, contó hasta treinta, despacio, muy despacio, y salió fuera, decidida a no dejarse impresionar ni avasallar por la situación. Regresó a la platea improvisada, mantuvo la mirada firme en un punto perdido más allá del escenario. Tomó asiento en la única fila que todavía tenía todos sus asientos libres y, nada más descubrir el pequeño folleto colocado en un brazo de la butaca, comenzó a estudiarlo con dramática afectación, como si las ocho páginas de aquel libreto contuvieran todos los secretos del universo conocido y por conocer.
En primera instancia no prestó atención ni al texto ni a las fotos del folleto, centrada como estaba en pasar inadvertida, pero los artículos de la subasta no tardaron en interesarle de verdad y pronto se encontró enfrascada de lleno en su lectura. Aquella noche había diez piezas a subasta, todas con precio marcado de salida, precios desorbitados, fuera del alcance de los mortales comunes. Frunció el ceño. ¿Con qué medidas de seguridad debería de estar dotado el lugar que albergara semejantes piezas? Dudaba mucho de que la presencia de aquellos curiosos mercenarios fuera la única. Empezaba a sospechar que aquel robo iba a ser bastante más complicado de lo que Evan había dejado entrever. La más cara de todas las piezas era una ampolla de cristal, tallada de un modo exquisito, que según se anunciaba contenía sangre de Nocta, la Dama de las Cuchillas, «la ninfa mortal del Panteón Oscuro», recogida tras su ataque al Filo Baldío hacía quince años donde, según se indicaba, habían muerto cerca de mil personas. A la sangre en cuestión se le presumían virtudes mágicas, según el folleto servía para potenciar cualquier hechizo y asegurar su efectividad, además, apuntaba, beber un solo sorbo de aquella ampolla podía convertirte en semidiós.
O matarte de un modo horrible. Por el momento ninguno de sus anteriores dueños había querido probar fortuna, ni siquiera, señalaba el texto, cuando la muerte los acechaba.
—Nocta —murmuró en voz baja. Aquel era el nombre de otro de los monstruos que habitaban más allá de la Tierra Pálida. La Dama de las Cuchillas, el Panteón Oscuro… Las tinieblas del mundo oculto volvían a asomar, poniendo de manifiesto lo peligroso que era habitarlo. ¿Cerca de mil muertos?
«Y toda maravilla tiene dos caras, Ariadna. No lo olvides nunca».
La espada era el octavo objeto en el listado y el segundo en precio de arranque; según el catálogo el arma se llamaba Matanza, un nombre ridículo en opinión de Ari. La foto mostraba una espada anodina y envejecida, sin ningún detalle visible que la hiciera especial. Lo remarcable de aquella arma era que, al parecer, podía matarlo todo, daba igual qué protecciones o salvaguardas protegieran a su blanco, la espada las aniquilaba. Según el texto había pertenecido a Jeremías Bremen, uno de las figuras más destacadas en las guerras vampiro del siglo XVI. Con ella, rezaba el panfleto, Jeremías se había convertido en uno de los generales más temidos durante la guerra que los reyes vampiro habían sostenido contra las naciones europeas. Antes de continuar leyendo decidió tomarse unos instantes de respiro. Vampiros. También había vampiros. ¿Por qué no le sorprendía? Y por lo visto habían estado en guerra abierta con Europa ¿cómo era posible que en el lado «cuerdo» de la realidad nadie estuviera al tanto de todo eso? ¿Cómo diablos se ocultaba una guerra?
Antes de que pudiera retomar la lectura no le quedó más alternativa que enderezarse en la butaca y replegar las piernas para permitir el paso a otra de las asistentes al evento.
En el tiempo que llevaba enfrascada en el folleto, los asientos vacantes de la sala se habían ido llenando poco a poco. El rumor de conversaciones en voz baja había crecido de forma notable. A su derecha, se sentó un hombre estirado, de pelo castaño rizado y ojos claros, cuyo alzacuellos delataba como sacerdote; a su izquierda, la joven rubia a la que acababa de dejar pasar y que habría resultado guapa de no ser por el exceso de maquillaje. Esta le dedicó una sonrisa amistosa. Llevaba un móvil entre manos y no dejaba de teclear en él.
—¿Vienes por cuenta propia o ajena? —le preguntó con voz cantarina.
—Vengo por curiosidad —contestó Ari—. Un amigo me consiguió una invitación y me dijo que merecía mucho la pena asistir. —Las mejores mentiras eran las que no dejaban de tener parte de la verdad.
—Curioso —dijo la otra. El ritmo de su tecleo, hasta entonces frenético, se había refrenado un poco—. Las invitaciones están contadas y cuesta un dineral conseguir una. Tu amigo debe de apreciarte mucho.
—Era para él, pero a última hora no ha podido venir. —Estaba hablando demasiado. No esperaba que se dirigieran a ella y había actuado por impulso.
—Mi jefe consiguió un pase en reventa. Y pagó una fortuna por él, te lo aseguro. Tu amigo es muy generoso.
—Mi amigo siempre dice que tenerme contenta no tiene precio. —Esta vez dio el énfasis necesario a la palabra «amigo» para que quedara claro que era mucho más que eso. La joven rubia se echó a reír, asintió con la cabeza y continuó su tecleo veloz.
Ari miró alrededor. La sala estaba abarrotada, no alcanzaba a ver asientos libres, incluso había personas de pie tras la última fila. Decidió dedicarse desde ya a la tarea que Evan le había encomendado. Los mercenarios de Elías se habían desplegado por el lugar: la extraña pareja formada por el gigantón asexual y el enano caminaba despacio por el pasillo que separaba los dos tramos de butacas; el árabe de la cabeza de cuervo había retrocedido unos pasos en el escenario y seguía observando a la concurrencia con los brazos cruzados y una expresión inescrutable por rostro; la mujer de la máscara negra y el joven del rifle futurista se habían situado uno a cada lado del patío de butacas. Las luces de la sala bajaron de intensidad al tiempo que los focos que señalaban al escenario aumentaban. El público fue sumiéndose en un silencio atento. Ari se enderezó todavía más en la butaca. Llegaba la hora. Todo parecía a punto de comenzar.
El árabe abandonó el escenario a grandes zancadas. Se movía en un silencio absoluto, pavoroso. Y ese sigilo extremo quedó todavía más patente cuando se escucharon pasos tras el cortinaje por el que acababa de desaparecer. Dos hombres aparecieron en escena, uno caminaba encarado hacia el público, dedicándoles una sonrisa enorme; el otro marchaba junto a él, con una escopeta de cañones recortados en brazos. El maestro de ceremonias era un hombre rechoncho y paticorto, vestido con un chaqué pasado de moda y prácticamente calvo. La nariz, grande y bulbosa, era tan llamativa que parecía más un añadido posterior que parte real de su cuerpo. A Ariadna le recordó a un villano de cómic, a uno de esos personajes patéticos que son derrotados una y otra vez por el héroe de turno. El hombre que lo escoltaba era, sin duda, Elías, el líder de los mercenarios. Evan también había tenido razón respecto a su hermosura. Era tan bello que espantaba mirarlo. Tomados por separado, sus rasgos eran comunes:
Ojos negros, barbilla estrecha, rostro cuadrado, pelo moreno y largo… pero era en la conjunción de esas facciones donde estribaba la belleza de aquel hombre. Sus rasgos, anodinos de por sí, se combinaban de un modo perfecto. Su porte además irradiaba seguridad, un dominio total y absoluto. Resultaba imposible imaginárselo en una situación que lo superara o perdiendo la calma por algún motivo. A Ariadna aquel sujeto le dio miedo de inmediato. Mucho miedo.
El hombrecillo de la nariz extraña se colocó tras el atril y dedicó una larga mirada a la concurrencia antes de comenzar a hablar:
—Angus Rovira ha muerto —anunció. Su voz salía proyectada de su caja torácica como si se hubiera tragado un altavoz. Era evidente que se trataba de alguien habituado a hablar en público—. Congratulémonos por su fallecimiento. Fue un mal hombre, un asesino y un proxeneta, capaz, aseguran, de prostituir hasta a los mismísimos ángeles. También fue, justo es reconocerlo, un hombre sabio y prevenido que hizo tratos con quien debía en el momento justo. —Por lo que Evan le había contado, la organización tras la subasta pagaba cuantiosas sumas de dinero a los poseedores de los artículos que les interesaban con la promesa de que a su muerte pasarían a ellos. Una compra demorada que solía satisfacer a ambas partes y hacer muy poca gracia a los herederos del vendedor—. Pero esto no es un funeral, los pocos que tenían que llorarlo ya lo han hecho. Nosotros estamos aquí reunidos para rendir tributo a su avaricia, a su amor desmedido por la magia y los objetos portentosos. ¿Y qué mejor muestra de honor que pagar un precio desorbitado por ellos? ¿No creen? Todos los objetos aquí reunidos son únicos, maravillas en su género que, coincidirán conmigo, no tienen precio. Aun así en nuestra infinita generosidad les hemos dotado de uno. Hemos hecho asequible lo imposible. Los animo a corresponder con su propia generosidad a la nuestra, no nos hagan sentir poco queridos, por favor. Las piezas que vamos a mostrarles a continuación, coincidirán conmigo, bien lo merecen. —Guardó silencio unos instantes durante los cuales paseó la mirada por el público, con expresión amistosa, cómplice. No era un vendedor, era un amigo que había llegado allí para hacerles un favor a todos: un verdadero enviado de los dioses. Sonrió, feliz, y acto seguido continuó hablando—: Me complace abrir esta noche con nuestro primer lote, nada más y nada menos que el primer cuadro viviente del artista loco Garpa Noble.
Hizo un gesto hacia la izquierda, a bambalinas. Unos instantes después, dos jóvenes vestidas por entero de negro hicieron acto de presencia, arrastrando un pequeño atril móvil sobre el que iba colocado un lienzo de grandes dimensiones. Ari apenas le había prestado atención en el folleto; allí, sobre el papel, le había parecido el retrato de un hombre horrible representado en el acto de aporrear el propio lienzo sobre el que estaba pintado. Los colores eran espantosos y las pinceladas parecían burdas, desmadejadas, realizadas sin tacto ni sentido artístico alguno. Ahora que tenía el cuadro ante ella se dio cuenta del porqué. Había alguien atrapado en el cuadro, alguien a quien le habían hurtado una dimensión y que se convulsionaba contra el lienzo, desesperado, buscando una salida de aquel encierro indescriptible.
—El primer lote que tengo el placer de presentar es el cuadro «Poesía e Infanticidio» de Garpa Noble. En el interior, según las anotaciones del propio artista, se encuentra Christopher Strand, un poeta y pederasta noruego al que el artista atrapó y confinó en su obra en la primavera de 1896. El cuadro se entrega con su correspondiente certificado de autenticidad y las hojas del diario donde Noble explica cómo atrapó al criminal después de que este violara, torturara y devorara de forma parcial, en vida, a la sobrina del artista. La cifra de salida para quien quiera adquirir esta maravillosa obra de arte es de diez millones de euros. Abrimos puja. ¿Quién quiere tener una de las piezas míticas del artista loco?
Más de una veintena de brazos se elevaron casi al unísono, incluido el de la joven del móvil que continuaba su tecleo a una sola mano, mirando al tiempo la pantalla del teléfono y el cuadro por el que se interesaba. Ariadna no podía ni imaginar qué tipo de gente podía querer semejante abominación. El subastador sonrió ante la acogida de la primera pieza. Los brazos continuaban en alto, imperturbables.
—¡Qué maravilla! ¡A buen seguro que Garpa Noble sonríe desde su tumba! Subamos la puja a once millones y esperemos que ninguno de estos valientes se retire.
Solo una mano bajó, las demás permanecieron firmes y erguidas. El subastador comenzó a caminar de izquierda a derecha, asintiendo enfervorizado, con todo el aspecto de un predicador dichoso por la respuesta de los fíeles a su arenga. Continuó aumentando la cuantía de la puja y los brazos, poco a poco, fueron descendiendo. La vecina de Ariadna bajó la mano al llegar a los veinte millones. Para cuando se sobrepasaron los treinta solo quedaban cuatro pretendientes. Entonces el subastador detuvo su deambular, se quedó inmóvil en el centro del escenario, volvió a asentir, complacido, y anunció:
—Va siendo hora de que sean los pujadores quienes hagan sus ofertas. Entramos en subasta normal, señores.
—Ofrezco treinta y tres millones —dijo una voz al fondo.
Ari se giró a medias para intentar localizar al pujador y, justo en ese instante, un centelleo la cegó. Agitó la cabeza. Algo le pasaba a su vista; el mundo se había vuelto confuso, sombrío, lleno de repliegues, borrones y resplandores. Cerró los ojos y, al hacerlo, en vez de enfrentarse a la oscuridad, aclaró su visión, solo que no era la sala de subastas lo que veía, era un largo pasillo en curva por el que ella, desde la perspectiva del observador, avanzaba. Era Evan. Sus miradas se habían enlazado al fin, comprendió. El muchacho se encontraba ya dentro del edificio, aunque Ari no pudo precisar dónde. Viajar de pasajera en su mirada era una sensación extraña, como estar partida en dos, escindida en dos mitades sin relación entre sí. Continuaba sentada en el asiento, sí, sentía su realidad innegable, pero, al mismo tiempo, se veía avanzar, cautelosa, por el pasillo. Evan se detuvo ante un espejo de pared y ella alcanzó a ver su reflejo, se había cubierto la cabeza con la capucha de la capa y su rostro era apenas un borrón forjado en distintas oscuridades. Distinguió el centelleo de su mirada y, a continuación, alcanzó a ver cómo sus labios se movían, y formaban, con sumo cuidado, palabras. Aquella segunda imagen era muda, no había sonido, pero el joven estaba hablando. Y no le costó trabajo leer en sus labios reflejados.
«Abre los ojos».
Ari se obligó a hacerlo, de poco le servía a él que los mantuviera cerrados. Su mente se reveló al recibir de nuevo aquella doble imagen: por un lado el recinto de la subasta y por el otro el pasillo en tinieblas. Sintió un escalofrío, un relámpago que hendió su bóveda craneal cuando intentó conciliar ambas, casi sintió como si sus dos hemisferios cerebrales chocaran el uno contra el otro. Se forzó por discriminar las imágenes y, al hacerlo, se dio cuenta de que era mucho más sencillo de lo que esperaba: era una simple cuestión de elegir en cada momento cuál de las dos quería que fuera la predominante y enfocarla. De hecho, en cuanto supo cómo hacerlo, mandó a segundo plano las evoluciones de Evan y trajo al primero el deambular de los mercenarios. La facilidad con la que consiguió rehacerse tras el desconcierto inicial le dejó claro que no era, ni de lejos, la primera vez que lo hacía.
El muchacho era una sombra, una silueta que se desplazaba con la lentitud de la deriva continental. Lo vio pasar (se vio pasar) junto a varias estanterías repletas de botellas, jarras y vasos polvorientos. A veces se detenía unos instantes y el ángulo de visión variaba, como si inclinara la cabeza, esforzándose tal vez en oír sonidos que ella, por supuesto, no llegaba a escuchar. De pronto, un hombre entró en su campo de visión, un camarero por su indumentaria, y pasó muy cerca de Evan sin dar señal de haberlo visto. ¿Le protegería algún tipo de sortilegio? Sin duda, lo que entreveía de su cuerpo era neblinoso, apenas sólido, como si se hubiera vestido con una capa de bruma.
En su lado de la realidad, la subasta continuaba. Tras el cuadro del artista loco le llegó el turno a un collar que, según anunció el subastador, proporcionaba telepatía limitada. Ari apenas prestaba atención ya a lo que acontecía en el escenario, más allá de mantener vigilado a Elías. Se mantuvo atenta a las evoluciones de los mercenarios. Solo pasó a primer plano la imagen de Evan cuando este se detuvo y buscó refugio en el hueco de una escalera metálica. Allí quedó, acuclillado e inmóvil, mirando una pared de paneles de madera. Cuando en un momento dado desvió la vista hacia la izquierda (y ella con él), Ari vio, al fondo del pasillo, una puerta de aspecto robusto ante la que montaban guardia dos hombres, embutidos en armaduras de plástico negro y armados con subfusiles. Aquella fue la comprobación efectiva de lo que ya sospechaba: los mercenarios de Elías no eran la única medida de protección que velaba por la seguridad del local.
La subasta llegó al tercer lote, una katana negra, con Evan todavía inmóvil en el hueco de la escalera. En algún momento tras la venta del cuadro, la joven a su izquierda se había marchado sin que ella se percatara, quizá solo le interesaban las dos primeras piezas o tal vez había escogido una ubicación diferente para seguir la subasta. Ahora, en su lugar, se sentaba un hombre moreno, de barba recortada, bien cuidada, y unos llamativos ojos azules; alrededor de su cuello se enroscaba una curiosa criatura, una suerte de dragón negro con la cabeza repleta de espinas. Ari se lo quedó mirando, asombrada de nuevo a su pesar. Los ojos dorados de la criatura le devolvieron su escrutinio con idéntica intensidad. Emitió un sonido vago, a medio camino entre un gruñido y un ronroneo. Ari apartó la vista del animal y retomó su vigilancia. Sobresaltada se dio cuenta de que había perdido de vista a la pareja formada por el gigante y el enano. No tardó en descubrirlos, hablando con la mujer de la entrada. Suspiró aliviada.
—Creo que le has gustado —dijo el dueño del dragón cuando este estiró la cabeza hacia ella y comenzó a olisquearla.
—Qué ilusión —murmuró Ari, cortante en exceso.
—Capitán Jack Malloran III, la chica no quiere saber nada de ti, haz el favor de comportarte. —Nada más oír aquello el dragoncito regresó a su posición en torno a su cuello. Ariadna no pudo evitar sentirse algo culpable.
Siguió vigilante las evoluciones de los mercenarios. Elías continuaba inmóvil en el escenario, a un solo paso del maestro de ceremonias. Todo en su porte dejaba entrever amenaza, parecía dispuesto a abrir fuego contra el público a la menor provocación. El resto, a excepción de la mujer en la puerta, seguía deambulando de aquí para allá. El único fuera de su vista era el árabe, perdido más allá de las cortinas. Respiró hondo. Intentaba no hacerse notar, pero resultaba complicado cuando no dejaba de mirar en todas direcciones. Agradeció de nuevo las gafas de sol, sin ellas su actitud habría resultado todavía más sospechosa.
De pronto, Evan abandonó su inmovilidad. Extrajo de un bolsillo de su pantalón la estrella Nefanda y la depositó en el suelo ante él. A continuación, comenzó a pasar las manos sobre ella, sin llegar a tocarla. Ari asistía a sus pases de prestidigitador en primer plano, acomodada tras su mirada. Era evidente que estaba practicando algún tipo de hechicería con el medallón. Frunció el ceño. No podía estar segura, por supuesto, pero sospechaba que lo que intentaba hacer era atraer a la barracuda hacia la sala de subastas. ¿Pretendía provocar el caos allí y servirse de este para robar la espada? ¿Generar una distracción de la que aprovecharse? Todo parecía indicarlo, pero Ari se negaba a creerlo. Evan le había prometido que ella estaría a salvo y atraer a semejante monstruo le parecía un modo nada sutil de romper su palabra.
Tras forzarse a realizar otra ronda de vigilancia por los mercenarios, Ari no pudo evitar mirar atrás, hacia la puerta de la sala de fiestas transmutada en salón de subastas. Y tuvo la absoluta y total certeza de que, en aquel preciso instante, la barracuda se estaba dirigiendo hacia allí. El hechizo de Evan había potenciado los sortilegios de localización de la estrella y había hecho que fuera todavía más fácil de encontrar. Se mordió el labio inferior hasta casi sentir la carne ceder.
Evan extrajo otra cosa del bolsillo de su pantalón: una cánula de plástico rodeada de botones y diales, cuya parte superior estaba rematada con un botón negro protegido por una pequeña tapa de cristal. La sostuvo ante sus ojos unos instantes, como si quisiera que Ariadna la contemplara bien, que no le quedara ninguna duda de qué era aquello. Y aunque era la primera vez que tenía la oportunidad de ver algo semejante, tuvo muy claro de qué se trataba: un detonador.
—No —susurró.
Evan levantó la tapa de cristal con un golpe de pulgar para luego dejar ese mismo dedo suspendido sobre el pulsador. Ari intentó acompasar su respiración, casi jadeaba. Una bomba, aquel demente había puesto una bomba en la sala. Miró alrededor. No podía ser, no podía ir tan lejos. De seguir adelante con sus planes, moriría gente allí, gente inocente, gente que no tenía nada que ver con su lucha con la barracuda. El dragón lanzó una especie de maullido interrogativo. La pequeña criatura la miraba, se preguntaba quizá por el motivo de su repentina inquietud. ¿Olería su nerviosismo? ¿Se daría cuenta de lo que estaba a punto de suceder?
—¿Estás bien, muchacha? —le preguntó el hombre a su lado—. Te has puesto pálida.
No tuvo tiempo de responder.
Se escuchó un potente golpe a su espalda y, al instante, un considerable revuelo de gente que se giraba y hablaba a voces. Miró hacia atrás. La mujer de la entrada se había levantado del taburete y desenfundaba ya sus armas. Algo volvió a golpear contra la puerta, abollándola de forma visible.
—¡Señores! ¡Señores! —gritó el maestro de ceremonias—. ¡Guardemos la calma, por favor, guardemos la calma! ¡Retrocedan y dejen que nuestra fuerza de seguridad se ocupe de…
Una de las hojas de la puerta estalló hacia dentro y, arrancada de sus goznes, voló unos metros antes de impactar plana contra el suelo. La mujer apenas logró esquivarla, se vio forzada a saltar hacia atrás y a punto estuvo de perder la vertical. Lo siguiente que pasó volando fue el hombre que le había pedido la invitación a Ari fuera, convertido en un proyectil que dejaba una estela de sangre a su paso. Cuando chocó contra la barra, Ari se dio cuenta de que le faltaba la pierna izquierda, arrancada de cuajo a la altura de la cadera. Acto seguido, la barracuda irrumpió en la sala, frenética, enarbolando a modo de maza la extremidad perdida del hombre que gritaba y se retorcía más adelante. Alguien gritó al verla llegar y pronto a aquel primer grito se le unieron muchos más. La mujer de la máscara negra fue la primera en reaccionar, corrió hacia la barracuda, disparando sin cesar. El griterío en la sala se hizo ensordecedor, punteado ahora por la intensa balacera. Ariadna se levantó de la silla, pálida, estremecida por la violencia y el sinsentido de todo aquello.
—No —murmuró en voz baja. Se negaba a creer que ella pudiera tener alguna relación con lo que estaba ocurriendo, se negaba a ser cómplice de toda esa locura.
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Al otro lado de su mirada, Evan acariciaba el botón del detonador ejerciendo cada vez más y más presión sobre él. Llevaba las manos enguantadas y la negrura del tejido le hizo pensar a Ari en torturadores, en cirujanos que abrían cuerpos en canal, no con el afán de curar sino con el de causar el mayor dolor posible.
—¡No! —gritó ahora, en un vano intento por parar lo que estaba a punto de suceder. Pero fue inútil, su pasado se había puesto ya en marcha, su pasado se había vuelto presente.
Evan apretó el detonador y, al momento, el mundo voló en pedazos.
* * *
Ari rodó por el suelo, sin saber bien qué la había derribado. ¿La onda expansiva? ¿El caos de la gente al intentar huir? ¿Su propio pánico? Alguien le pisó un muslo en su desesperación por escapar y ella soltó un grito más de sorpresa que de dolor. Intentó incorporarse y volvieron a derribarla, de un potente golpe entre los omoplatos esta vez. Desistió de levantarse. Se hizo un ovillo y permaneció en el suelo, replegada, intentando ofrecer lo mínimo de sí misma al tumulto. ¿Esto era lo que Evan entendía por no correr riesgos? Se obligó a asomarse de nuevo a su mirada. Y a través de ella pudo ver, horrorizada, cómo pulsaba por segunda vez el detonador. Al instante, otra explosión retumbó en la sala, todavía más potente que la primera. Sobre Ariadna llovieron cascotes y astillas.
¿Qué pretendía aquel loco? ¿Volar el edificio y buscar luego la espada entre las ruinas? Los oídos le zumbaban, la boca le sabía a polvo y escombro. El caos era mayúsculo, tremendo. Y, aunque parecía imposible, fue a más. Al vocerío de la gente desesperada se le unió el tableteo de las armas. Ari se apoyó en una butaca para levantarse y, tras unos segundos de mareo, miró en torno a ella. Había humo por todas partes. El público se había convertido en un montón de siluetas sombrías a la fuga. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la primera explosión? Muy poco. Segundos.
La barracuda avanzaba por la sala, ajena al caos que provocaba a su paso, indiferente a los disparos de las dos mercenarias. El gigantón del grupo fue a su encuentro al tiempo que extraía uno de los cartuchos de las cananas que le cruzaban el pecho. Este comenzó a brillar en cuanto lo sostuvo en la mano, un destello tenue que fue en aumento a medida que se aproximaba, cada vez más rápido, al monstruo. Las armas de sus compañeras no hacían la menor mella en la criatura, las balas no eran capaces de penetrar su gruesa piel y rebotaban, inútiles. La mujer de la máscara soltó una maldición y se hizo a un lado al ver llegar al gigante. Este había comenzado a recitar a voz en grito lo que parecían simples números dichos al azar, pero con cada nueva cifra la intensidad del brillo del cartucho en su mano aumentaba más y más. Cuando su luz se volvió casi iridiscente lo lanzó contra la barracuda. El proyectil estalló nada más impactar. La criatura trastabilló, envuelta en humo negro y esquirlas arrancadas a su propio cuerpo, pero no frenó su avance. El gigante, tras el ataque fallido, se arrojó sobre ella, dispuesto a enfrentarla cuerpo a cuerpo. Su ataque quedó cortado en seco cuando la barracuda, con un puñetazo torpe, lo lanzó sobre un montón de butacas volcadas.
Ari sabía que tenía que moverse y lo que en inicio fue un paso inseguro pronto se convirtió en una verdadera carrera. Intentó localizar a Elías y al resto de sus hombres mientras escapaba, pero le resultó imposible en medio de aquel caos de humo y gente que huía. Los mercenarios a buen seguro que habían acudido a proteger los artículos a subasta, ¿de verdad pensaba Evan que aquella estúpida treta suya iba a funcionar? El joven continuaba en el hueco de la escalera, detonador en mano, asomándose a sus ojos del mismo modo en que ella se asomaba a los suyos, a la espera, quizá, del momento adecuado para hacer estallar una nueva bomba. Lo vio mirar hacia la izquierda y pudo ver que los dos hombres de armadura negra no se habían movido de su lugar ante la puerta, permanecían firmes en su posición pese al escándalo. Con toda probabilidad estaban aleccionados para no moverse de allí bajo ninguna circunstancia.
Ari negó con la cabeza, no iba a permanecer ni un segundo más en aquel lugar. Ella era tan víctima de las maquinaciones de Evan como la pobre gente que escapaba del local. Para su sorpresa, no todos huían, había quien intentaba contener al engendro que había irrumpido en la subasta; entre ellos, el hombre del dragón que había estado sentado a su lado. Se encontraba a una distancia prudente del monstruo y lo señalaba con ambas manos; sus dedos se movían con una agilidad pasmosa, tejiendo de la nada una red de luz. El pequeño dragón se erguía sobre sus hombros, con las alas extendidas, gruñendo amenazador. Cuando la telaraña luminosa que el hombre invocaba adquirió un tamaño considerable, la lanzó contra la barracuda. La red planeó veloz en su búsqueda, como si en vez de un hechizo fuera alguna suerte de insecto imposible que buscara dónde posarse. Chocó con blandura contra su objetivo y se adhirió al instante a él; los puntos de contacto entre aquella maraña luminosa y la superficie rocosa de la barracuda comenzaron a humear, pero el monstruo ni se inmutó. Se limitó a hacer pedazos la red con ambas garras y a continuar su camino bajo el fuego de las mercenarias.
El hombre del dragón retrocedió a la carrera al ver frustrado su ataque.
—¡Nada que hacer, muchacha! —gritó cuando Ari llegó a su altura. Soltó una carcajada, como si aquello le divirtiera en extremo—. ¡Ponte a salvo y que los dioses oscuros protejan a los suyos!
De aquí y allá llegaban trallazos de luz que tenían a la barracuda como blanco, energías místicas, pulsos mágicos o lo que quiera que fueran, que lo único que conseguían era iluminar su trayecto como fuegos de artificio. De pronto, el monstruo arrugó el hocico y fijó su atención en Ariadna. Sus ojos se entornaron. La había reconocido. Le enseñó los dientes y, por primera vez desde que había irrumpido en la sala, frenó su paso, como si barajara la idea de ir tras ella. Pero la llamada de la estrella Nefanda era demasiado acuciante y, para alivio de Ari, prosiguió su marcha hacia el escenario. Ella continuó la suya rumbo a la salida.
La explosión de adrenalina que recorría su ser la electrizaba, sentía como si el mundo funcionara a una velocidad menor que de costumbre y ella a una mayor. Y no era una sensación nueva, había vivido situaciones semejantes en su antigua vida. Su mente podía haberlas olvidado, pero su cuerpo las recordaba muy bien; de hecho, una parte de ella, mal que le pesara admitirlo, estaba disfrutando de aquella vorágine.
«¿Quién soy?», se preguntó por enésima vez en los últimos dos días. «¿Qué soy?»
Un movimiento brusco la sobresaltó, un movimiento que no tenía lugar en su lado del mundo sino en el ocupado por Evan. El muchacho se había levantado al fin y avanzaba en carrera cada vez más veloz hacia los guardias. La magia que protegía a Evan evitó que lo descubrieran hasta tenerlo encima. La sorpresa de verlo allí, aparecido de la nada, corriendo hacia ellos con un detonador en la mano, duró poco. Ari jadeó al ver en primer plano cómo las armas lo encañonaban, era difícil no pensar que la estaban apuntando a ella. Se estremeció cuando abrieron fuego, no pudo evitarlo. Evan rodó por el suelo, esquivando la lluvia de balas, se levantó de un salto y en el mismo movimiento hundió un cuchillo salido de ninguna parte en el ojo del guardia de la izquierda. Ariadna no pudo contener un grito. Grito que se redobló cuando Evan giró en un movimiento prodigioso para apuñalar de manera salvaje en el cuello al segundo guardia. Ambos hombres se desplomaron sin vida. Ariadna dio un paso atrás, asqueada. Una cosa era ser cómplice de un robo, pero aquello iba camino de convertirse en una verdadera matanza. De los cuerpos caídos brotaron chispazos de luz blanquecina, orbes perlados que fueron absorbidos por Evan al mismo tiempo que abría la puerta. Ariadna recordó el juego de su hermano, cuando el personaje drenaba energía, magia o lo que fuera de los enemigos vencidos. Se preguntó qué estaría sucediendo ahí, pero al momento negó con la cabeza. No le importaba. La había engañado, aquel asesino le había mentido y utilizado. Cortó el enlace que los unía, fue un gesto instintivo.
Gritó otra vez de pura rabia y justo en ese instante una tercera explosión sacudió el local. Y una cuarta poco después, la mayor hasta el momento. El suelo tembló, una porción colosal del techo sobre el escenario se vino abajo, destrozó el atril y arrastró consigo uno de los cortinajes. No fue lo único que cayó desde las alturas, alcanzó a distinguir a varios hombres que se precipitaban entre los cascotes. Vislumbró una armadura negra y una figura pequeña que bien podía tratarse del enano del grupo de Elías.
La salida estaba cerca, muy cerca; la noche de Madrid quedaba enmarcada por el hueco de la puerta arrancada de sus goznes, una noche tranquila y en paz, una noche que prometía mantenerla a salvo una vez la alcanzara. Solo necesitaba llegar hasta allí, un último esfuerzo y lo conseguiría. Cuando apenas le faltaban unos pasos para lograrlo, un gemido la frenó y le hizo mirar a su izquierda. Allí estaba el portero. Yacía de costado sobre un gran charco de sangre, sin fuerzas ya para gritar. La miró suplicante mientras extendía una mano temblorosa hacia ella. La violencia de aquella estampa, de aquel cuerpo mutilado, le resultó también familiar. Había contemplado heridas semejantes en el pasado. Ari quería escapar, quería huir de aquel hombre roto y de los ecos malsanos que se le despertaban en la memoria al verlo. Pero, en cambio, maldiciéndose, se acercó y se acuclilló junto a él.
El hombre tenía el rostro cubierto de lágrimas y sangre. No quedaba ni rastro de la fortaleza que tanto la había impresionado en la entrada. Intentó hablar, pero no logró pronunciar palabra alguna, solo gemir incoherencias. Ari se obligó a centrarse en la carnicería en la que terminaba su cadera. Invocó la magia que la noche pasada había restañado las heridas de Evan y la dirigió al muñón abierto, pero esta vez no sucedió nada: la carne continuó rota y la sangre manando al mismo ritmo.
Repitió el sortilegio con idéntico resultado. Sentía la magia bullir entre sus dedos, pero esta no cumplía su cometido. El portero cerró los ojos, su enorme pecho se estremecía, como si el mero hecho de respirar supusiera una proeza. Aquel hombre agonizaba ante ella. Ari miró hacia atrás un instante y alcanzó a distinguir varios cuerpos tirados aquí y allá. ¿Cuántos más? ¿Cuántos heridos? ¿Cuántos muertos? De pronto, el portero abrió los ojos y la aferró de la muñeca, su mirada en la suya, llena de lágrimas, llena a rebosar de miedo a morir. Ella se liberó e intentó el hechizo por tercera vez. El hombre se estremeció, fue una verdadera convulsión, una sacudida que a punto estuvo de hacer que Ari perdiera el equilibrio. A continuación, quedó inmóvil, los ojos abiertos, la mirada perdida más allá del infinito, fija en la nada, en el vacío.
Ari se levantó y, medio trastabillada, corrió hacia la puerta rota. Salió fuera, respirando hondo para llenar sus pulmones con el aire fresco de la noche y sacarse de encima el hedor a muerte que parecía impregnarlo todo. Se escuchaban sirenas. Alguien se dirigió a ella, uno de los muchos curiosos que se agolpaban en la acera, a una distancia prudente de la entrada, o, tal vez, otro de los asistentes de la malograda subasta. Se zafó con brusquedad, casi sin mirar, y echó a correr calle arriba entre la creciente multitud, en busca de la luz y de la cordura, en busca de un mundo que ya no existía.
* * *
Vagó por la ciudad, desorientada, perdida toda noción del tiempo y del espacio. Caminaba presa del delirio, en claro estado de shock. Su mente le estaba pasando factura por todo lo sucedido. Le sobresaltaba cada sonido, cada mirada, cada sombra que se cruzaba en su camino. Al doblar una esquina se topó de frente con una entrada de metro, pero la idea de descender a las profundidades de la ciudad le causó pavor. Necesitaba cielo abierto sobre su cabeza, necesitaba aire libre y espacio en el que moverse.
Siguió la marcha, abrazada a sí misma. La ciudad le resultaba ajena, un paraje fantasmal y desconocido que en nada tenía que ver con el Madrid de su memoria. No reconocía los edificios ni las calles, hasta la gente con la que se cruzaba se le antojaba irreal, seres de otra especie, criaturas que solo por casualidad vestían una forma semejante a la suya. De pronto, su móvil comenzó a sonar, sobresaltándola; era la melodía asignada a Marc, una de sus canciones favoritas, una balada rock que en aquel momento le pareció estúpida y fuera de lugar. Rechazó la llamada. El joven insistió al momento y ella quitó el sonido al teléfono. No quería oír su voz, no ahora, no cuando todavía resonaban en sus oídos los gritos y las explosiones.
Agotada, deshecha, se sentó en el escalón de un portal en una callejuela desierta. Respiró hondo e intentó ordenar sus pensamientos, pero su cerebro era un torbellino difícil de domar. Necesitaba encontrar un asidero en la realidad al que afianzarse, un ancla que le hiciera más fácil desprenderse de la capa de insensata locura que se le había adherido a la piel, al alma. Su casa, tenía que regresar a casa, decidió; volver junto a sus padres, junto a su hermano… eso era lo que necesitaba: reintegrarse en la normalidad y olvidar cuanto antes la pesadilla que acababa de vivir. Sí. Olvidar. Esa era la solución: el olvido como redención, como cura. Y no solo iba a olvidar todo lo que había sucedido esa noche, iba a enterrar bien profundo a la Ariadna del pasado. No la quería en su vida. Renegaba de sus raíces, de su herencia. Ya había visto qué le aguardaba al otro lado del espejo y se negaba a regresar allí. Asintió, decidida, se levantó y echó a andar. Justo entonces una silueta sombría se desprendió de las alturas y aterrizó cerca de ella.
Era Evan, por supuesto, envuelto en su capa negra, con el aire de aventurero satisfecho que le era tan propio. La vorágine de sentimientos que la asaltó al verlo la dejó sin aliento, mareada y aturdida. Nunca había conocido a nadie capaz de hacerla sentir así: tan perdida e irreal y, al mismo tiempo, tan viva, tan sólida. Pero se negó a perder el control, no después de lo que había visto.
Evan sonrió mientras se acercaba. Ari retrocedió de inmediato, mirándolo furiosa. Un paso de baile que ambos conocían ya.
—¿Ariadna? ¿Estás bien? —preguntó el muchacho.
—Loco de mierda —le espetó. Las palabras sabían a veneno en su boca, a hiel. Se sentía traicionada, por Evan, sí, pero también por ella misma, por la Ariadna del pasado que había estado enamorada de él, por la Ariadna del presente que se moría de ganas de besarlo—. ¿Ese era tu gran plan? ¡¿Volar el maldito edificio?!
—Eran riesgos calculados —le contestó.
—¿Riesgos calculados? ¿Cómo te atreves? ¡Ha muerto gente allí dentro!
—Lo sé. No muchos, espero. —Se encogió de hombros y ese gesto despectivo, ese dejar de lado a las víctimas de su locura la enfureció—. Siento no haberte advertido de mis planes —continuó Evan—, pero no podía correr el riesgo de que te echaras atrás o de que te pusieras más nerviosa de lo que ya ibas a estar. —La miró abatido—. Lo he hecho lo mejor que he podido, Ariadna.
—¿Lo mejor que has podido? —preguntó, incrédula. No daba crédito a lo que oía—. Estás loco —dijo—. Estás completamente loco. Dios, podría haber muerto en esa sala…
—Pero no lo has hecho, ¿verdad? Eres dura, mucho más de lo que piensas. Y todo ha salido bien, ¿no nos podemos quedar con eso? —Sonrió otra vez mientras se retiraba la capa para mostrarle el arma que llevaba envainada a un costado—. Tengo a Matanza, tengo la espada de Jeremías.
Ella ni siquiera le prestó atención. Que la hubiera conseguido o no la traía sin cuidado. No podía dejar de pensar en el hombre que había muerto en sus brazos. Todavía olía a su sangre.
—¿Así vivíamos antes? —quiso saber—. ¿Sin importarnos el daño que hacíamos a los demás? ¿Dejando un rastro de cadáveres a nuestro paso? Dime, Evan ¿era como tú?
—Eras mejor que yo.
—¿Y eso qué significa? —Una súbita sospecha, certeza más bien, la dejó helada—. ¿Maté a alguien mientras estábamos juntos? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Mate a alguien y lo he olvidado?
—No creo que sea el mejor momento para…
—¿Qué mejor momento que este, Evan? Te acabo de hacer una pregunta sencilla y te agradecería una respuesta sencilla. Un sí o un no, eso me basta. —Dio un paso hacia él, tan tensa que era consciente de hasta el último de sus músculos, agarrotado bajo su carne como un animal asustado. Cuando volvió a hablar lo hizo muy despacio, mirando al muchacho a los ojos—: Evan, respóndeme: ¿maté a alguien durante el tiempo en que estuvimos juntos?
El joven guardó silencio, pero su gesto, su aptitud, confirmó lo que ya sabía.
—No. —Ella sacudió la cabeza, incapaz de concebir que la Ariadna olvidada pudiera haber llegado a ese extremo. Se negaba a creer que tuviera las manos manchadas de sangre—. No, no, no…
«¿Quién soy? ¿Qué soy?»
—¿A cuántos? ¿A cuántos maté? —Al momento se arrepintió de su pregunta—. Da igual, no importa. No importa. No soy ella, no tengo nada que ver con ella —aseguró, en un intento desesperado de afianzarse a la cordura—. Esa Ariadna murió hace cuatro años. ¡No soy ella! ¡No soy ella!
—No puedes renegar de tu naturaleza —dijo Evan. La miraba con severidad—. Lo único que conseguirás es hacerte daño si lo intentas. —Le tendió la mano, la misma mano con la que había matado a los dos guardias y pulsado el detonador que había desatado la locura en la sala de subastas—. Acepta lo que eres y ven conmigo. Hay un mundo entero que nos espera ahí fuera, un mundo lleno de portentos, lleno de…
—Lleno de monstruos.
—Te mantendré a salvo, te lo prometo. —Su mano seguía extendida y la fortaleza y confianza que irradiaba su gesto eran abrumadoras. Recordó esa otra mano tendida, la del hombre agonizante al que no había podido salvar, y se estremeció—. Ven conmigo —le rogó—. ¿Quieres que suplique? Lo haré, puedo tragarme el orgullo y suplicar, puedo tragarme el orgullo y admitir que te necesito, y confesar que estos años sin ti no han sido vida, solo un peregrinaje en el vacío, un maldito agujero imposible de llenar. Escúchame, escúchame bien: Nunca te lo dije lo suficiente, me costaba ponerlo en palabras, y me he arrepentido tanto de ello durante todo este tiempo. Te quiero, Ariadna. Te quiero como nadie te podrá querer jamás. Porque te conozco, porque sé lo que eres. Te quiero porque los dos somos lo mismo.
—¿Me quieres? —Lo miró espantada, incapaz de enfrentarse a sus propios sentimientos, tan revueltos y contradictorios. Tenía tantas ganas de besarlo como de aplacar su furia a golpes con él—. ¿Dices que me quieres? —Se echó a reír. Porque ella también lo amaba, a pesar de todo estaba loca por él, era un amor desesperado y cruel, un amor sanguinario, un amor que la destrozaba por dentro. Un amor asesino. Pero ¿era real o era el recuerdo de lo que habían tenido? Estaba tan confundida que quería gritar.
Se acercó a él de dos zancadas, hasta casi llegar a tocarlo. Lo miró a la cara y se vio reflejada en su mirada despareja; allí estaba ella, duplicada, diminuta y grotesca. Por su postura quedaba claro que Evan se moría de ganas de abrazarla, pero se mantuvo firme, sabedor, quizá, de que eso era lo último que ella necesitaba; ignorante, tal vez, de que con ese gesto la conquistaría de modo definitivo. Si la tocaba, sería suya para siempre.
—Si te lo pidiera, ¿tallarías mi rostro en la luna? —le preguntó Ari.
—Con las manos desnudas —dijo el muchacho sin vacilar un instante—. A mordiscos si fuera necesario. Haría cualquier cosa por ti.
—¿Cualquier cosa? —Se apartó de él de un paso rápido. Lo evaluó con la mirada, de forma superficial primero, entre líneas después.
—Cualquiera —le aseguró. Y así era.
Ella asintió, complacida, horrorizada, perdida, al borde del llanto, del grito, a un paso, de nuevo, de la locura.
—Entonces desaparece de mi vida —le ordenó y él se encogió al oírlo, como si acabara de recibir un fuerte golpe en la boca del estómago—. No quiero volver a verte —insistió—. Me pediste que escogiera y ya lo he hecho. No quiero saber nada de ti ni de ese mundo tuyo. Quiero mi vida tal y como es, tal y como era. Tu Ariadna ha muerto. Yo no soy ella.
Evan respiró hondo antes de hablar:
—Puedes renegar de mí —dijo con la voz quebrada—. Estás en tu derecho. Te pedí una oportunidad, pero eres libre de no concedérmela. Pero no puedes negar lo que eres.
—Vete, por favor. Estoy harta. Harta de esta conversación. Harta de ti.
—Ari…
—¡He dicho que te vayas! —le gritó. Y puso las últimas energías que le quedaban en ese grito.
Durante un lapso de tiempo brevísimo, la máscara de dureza de Evan se resquebrajó y, tras ella, asomó un niño aturdido. Solo fue un instante, al momento el muchacho recobró la entereza.
—Si es lo que quieres, así será —anunció, ya con voz firme. Le hizo una reverencia, una sacudida de cabeza y tronco repleta de orgullo—. Me voy, Ariadna. Pero tarde o temprano sabrás quién eres. Y entonces volverás a mí. Lo sé. En el fondo a ti y a mí no nos queda más alternativa que estar juntos.
Y, con una última sonrisa y un último asentimiento, le dio la espalda y se marchó a paso rápido, sin mirar atrás ni una sola vez.
Cuando lo perdió de vista, Ari regresó de nuevo al portal donde se había refugiado hacía unos minutos. Toda la determinación que había conseguido reunir para emprender el regreso a casa la había abandonado. De nuevo estaba sin fuerzas, desfallecida. Se apoyó en la pared y resbaló por ella hasta sentarse en el escalón del portal. Le temblaban las manos, eran unos estremecimientos brutales, tan exagerados que no le quedó más remedio que refugiar ambas bajo las axilas en un intento por refrenarlos. No lo consiguió. Los sucesos de la noche se le presentaban una y otra vez en la mente, vividos y terribles: las explosiones, el moribundo por el que nada había podido hacer, el avance inexorable de la barracuda… Y entre aquellos recuerdos de su pasado inmediato, de pronto, sin previo aviso, se fueron abriendo paso imágenes del tiempo que había olvidado:
Ella en lo alto de una torre roja, encarada hacia un mar en llamas; Evan a su espalda, abrazándola con fuerza, su cuerpo pegado al suyo y, flotando entre ambos, la inminencia de la calma a punto de hacerse añicos.
Ella en la escalinata de mármol blanco que ya había entrevisto en sueños, con la misma anciana pequeña y de rostro amable reclinada sobre ella. Recordó la tibieza de la sangre arterial de la mujer al correr sobre su mano, la misma mano con la que acababa de asestarle una puñalada mortal. Recordó cómo dejó caer su cuerpo, con delicadeza, sobre la escalera, y cómo limpió después la daga en la propia ropa del cadáver. Después abrió la boca de la mujer muerta para robarle la dentadura. Glada Maery. Solo tenía seis años cuando la asesinó. Había sido la primera.
Recordó un patio de piedra negra, circundado por una columnata blanca. Era de noche y en el cielo no había rastro de estrellas, solo una oscuridad densa y lóbrega que bien podía ser el techo de una cueva. Al otro lado del patio se intuía un siniestro caserón, una mole amorfa y asimétrica que más que un edificio parecía una criatura viva agazapada. Evan y ella estaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, el uno junto al otro. Dispuestos ante ellos había diversos útiles de tortura: cuchillas y navajas, lancetas y escalpelos, todo con apariencia de haber sido usado hacía poco. Era la hora de una nueva lección, la más importante de la mañana dado quien la impartía. El profesor era un hombre alto y escuálido, de enormes ojos de un desvaído color azul, casi blanco; iba vestido con pantalones negros y casaca violeta y tenía las manos y los antebrazos bañados en sangre fresca. A su espalda, sobre un altar sacrificial, yacía un hombre desmembrado.
—Evan —llamó aquel monstruo con forma humana—. Dime, ¿qué canciones cantan los muertos?
—Son cinco —contestó el niño sentado a su lado, con la voz de quien recita una lección aprendida de memoria pero que no se llega a comprender del todo—. La primera, la canción del olvido, la cantan los que se extinguen al morir y ven cómo su vida queda reducida a la nada. La segunda es la canción de la penitencia, la canción de los condenados a regresar convertidos en espíritus o en ecos hasta que purguen sus almas o cumplan los compromisos adquiridos en vida. La tercera, la muerte de los umbrales, la canción que juzga al muerto y que, según el veredicto, encauza su alma ya sea hacia los planos infernales, las tierras paradisiacas o las cavernas límbicas. La cuarta es la canción de la espiral, la que cantan los que al morir vuelven a la vida en un recién nacido de sexo siempre opuesto. La quinta es la canción del todo, cuando el espíritu del que muere se hace uno con la energía que vertebra el universo, unificándose así con la creación, pasando de ser actor a convertirse en escenario.
El profesor asintió, satisfecho. Sus rasgos eran tan marcados que parecían hechos a cuchilla. Se volvió hacia ella, era su turno. Aquel hombre, tras la clase práctica, no hacía otra cosa que formularles preguntas: y les hacía daño si no conocían la respuesta. La sangre caía de sus largas uñas al suelo en un goteo constante.
—Dime, Ariadna, ¿en el momento de tu muerte qué canción escucharás tú? —le preguntó.
La Ariadna del pasado conocía la respuesta, pero la Ariadna del presente se negó a oírla. Quería frenar aquella acometida de recuerdos, quería detenerlos antes de terminar loca. Se negaba a continuar por aquella senda, se negaba a permitir que la otra Ariadna, la asesina, la terrible, regresara; no se lo permitiría, no al menos sin lucha. Contra todo pronóstico, consiguió zafarse de las trampas que le había tendido su memoria. El recuerdo de aquella clase siniestra terminó de forma brusca, cortante, justo cuando la niña que fue comenzaba a responder a aquel profesor embadurnado de sangre. Ari se encontró de regreso en el portal de la calle desierta, con la noche de Madrid cerniéndose sobre ella. La rodeaba, de nuevo, un denso y mareante olor a pescado pútrido. A lo lejos se escuchaban sirenas y en su imaginación resonaban como el aullido de una bestia herida, una criatura agonizante que buscaba un lugar donde morir.
Se limpió las lágrimas que le corrían por las mejillas, después se forzó a contener el temblor de sus manos el tiempo suficiente para llamar a Marc. Le costó trabajo conseguirlo, casi tanto como explicarle dónde podía encontrarla.
* * *
Marc tardó media hora en llegar. Durante ese tiempo, Ariadna se forzó a no pensar, a no ser nada, decidió poner su existencia bajo suspenso hasta que no le quedara más remedio que regresar a la vida. No quería recordar. Aquel muro que la separaba de su pasado se resquebrajaba cada vez más y lo que podía adivinarse entre sus grietas la llenaba de espanto.
Ni siquiera se dio cuenta de la llegada de su novio hasta que este se dirigió a ella:
—¿Ari? —preguntó, como si fuera incapaz de relacionar la imagen de la muchacha derrotada de aquel portal con la de la joven que había visto apenas unas horas antes.
La muchacha abrió los ojos a su llamada y al descubrirlo ahí, en el mismo lugar donde Evan se había despedido de ella, a punto estuvo de echarse a llorar otra vez. Se levantó como impulsada por el proverbial resorte y saltó a sus brazos. Por un instante tuvo un miedo atroz a que él también le diera la espalda y desapareciera; era un miedo sin sentido, lo sabía, pero estaba ahí, punzante y negro. Hundió el rostro en su pecho, se empapó de su olor, de su presencia, mientras le retorcía la pechera de la cazadora con ambas manos. Marc la calmaba, la sosegaba, solo con sentir su tacto el mundo cobraba otra vez sentido. Alzó la mirada y vio que el muchacho estaba a punto de echarse a llorar. ¿Tan derrotada la veía? Lo besó en los labios, un beso corto. No se imaginaba a Evan llorando, no, Evan no era de los que lloran, Evan era de los que hacen llorar.
—Estoy aquí —le dijo Marc, un brazo alrededor de su cintura, el otro en torno a sus hombros—. Estoy aquí, Ariadna. Ya ha pasado todo. Ya ha pasado.
—No me llames Ariadna, por favor —le rogó ella—. Llámame Ari. Soy Ari, no Ariadna. —Alzó la vista para mirarlo—. Ariadna era perversa, Ariadna era un monstruo. Marc, he… hecho cosas terribles en el pasado. Cosas terribles.
Él la miró, asustado.
—¿De qué estás hablando? ¿De lo de ser una ladrona, dices?
—Era mucho más que eso. —Necesitaba que la comprendiera, aunque para ello tuviera que ser brutalmente sincera. Solo con él podía serlo. Marc la amaba, la amaba de forma incondicional y total, del mismo modo en que lo hacía Evan, pero sin el peaje de oscuridad y horror. Tenía que saberlo—. Era una asesina. —Se forzó a mirarle a los ojos mientras se confesaba—. He matado gente, Marc. Y lo he estado haciendo desde que era una niña. Ya ves, soy una maldita psicópata precoz.
La reacción de Marc la tomó desprevenida. La abrazó más fuerte, sin vacilar un instante. La estrechó contra él antes de decirle al oído, en un susurro:
—Tú no has matado a nadie.
—¿No me has oído? —Ella se apartó, sin soltarse del todo de su abrazo—. No son imaginaciones, no es un delirio ni una alucinación. —Bajó la voz—. He matado, Marc. Lo he hecho. Tengo las manos manchadas de sangre. —Y se las mostró y, en efecto, estaban sucias de sangre, la del hombre que había sido incapaz de salvar.
—Te conozco, Ari —le dijo él tomando aquellas manos ensangrentadas entre las suyas—. Te conozco desde hace casi tres años, y sé que nunca le harías daño a nadie. No sé lo que hiciste antes de perder la memoria, no tengo ni idea de la vida que llevabas, pero lo que tengo claro es que esa chica no eres tú.
—Pero lo fui —murmuró ella. ¡¿Acaso no podía entenderlo?!—. Y puedo volver a serlo en cualquier momento. La siento en mi cabeza. —Acompañó su frase dándose golpecitos en la sien—. Siento que golpea mi cráneo desde dentro, como si quisiera hacerse con el control, como si quisiera recuperar la vida que le robé.
—Eso no va a pasar.
—¿Y cómo estás tan seguro?
—Porque esas cosas no funcionan así. Esa Ariadna no va a borrar los últimos años de tu existencia. Simplemente acabarás recordando los años que fuiste ella y, si es como dices, vas a pasarlo muy mal, porque tienes conciencia, porque valoras la vida. Porque, te lo repito, tú no eres esa Ariadna —le indicó—. ¿Quieres contarme lo que ha ocurrido esta noche?
—¿Lo que ha ocurrido? —Ari suspiró—. Que todo ha ido mal. Todo. Tenía que haberte hecho caso y no haberme metido en esta locura —admitió. Le hizo un resumen rápido, apresurado, del caos que acababa de vivir. Cuando le habló del hombre que había muerto en sus brazos, la voz se le quebró—. Yo… —Negó con la cabeza, el agotamiento la lastraba—. No me quedan fuerzas, lo siento —dijo—. ¿Puedes llevarme a casa, por favor? Quiero volver a casa.
El joven asintió, la tomó por la cintura y la guio fuera de la callejuela. La ciudad pronto volvió a abrirse ante ella, repleta de luz, con su trajín de automóviles y gente, desconocidos todos, inmersos en sus quehaceres, de camino a restaurantes, bares, cines, teatros, o de regreso a sus casas, sumergidos en la corriente cotidiana de aquella ciudad viva y palpitante. Nadie sabía allí nada de ella. Desconocían la experiencia que acababa de vivir, no muy lejos. Y, por supuesto, desconocían que una vez, en unas escaleras de mármol blanco, había apuñalado a una anciana vestida de negro. ¿Cómo la mirarían de saberlo? ¿Se apartarían de ella? ¿Tratarían de detenerla?
Marc la acompañó a un bar y allí dejó que se adecentara en el cuarto de baño mientras él montaba guardia al otro lado de la puerta, tal y como ella le había pedido. Ari se lavó la sangre de las manos y limpió todo lo que pudo el vestido. Descubrió que la prenda se había rasgado en varios puntos, pero no había nada que no pudiera zurcirse.
Cuando salieron, el muchacho se encargó de detener un taxi. Una vez dentro, ella reclinó la cabeza sobre su hombro y, para sorpresa de ambos, se quedó dormida al instante, inmersa en una plácida quietud, consciente siempre de la presencia de Marc a su lado. Había entrelazado la mano izquierda con su derecha y no la soltó en todo el viaje. Cuando este terminó, le costó trabajo volver en sí, se resistía a abandonar la tranquilidad del sueño para adentrarse en esa realidad que cada vez le resultaba más extraña. Salieron del coche cogidos todavía de la mano, de hecho le costó un gran esfuerzo decidirse a soltar la de él para permitirle pagar el trayecto. Mientras lo hacía, Ari contempló su casa y aquella visión familiar ayudó a tranquilizarla.
Marc la acompañó hasta la puerta. Ari le había dicho a sus padres que había salido a cenar con una amiga y no quería dar explicaciones de por qué había regresado con él, de hecho su intención era escabullirse para evitar que vieran el aspecto lamentable con el que regresaba. Podía inventarse algo, claro, fingir una caída o cualquier otro tipo de torpeza, pero no tenía intención de preocuparlos más tras lo ocurrido el día anterior. En esta ocasión descartó la escalada. Desde el porche se escuchaba el sonido del televisor en el salón y el de música rock a todo volumen del cuarto de Steve y decidió que sería sencillo entrar sin ser vista por la puerta principal o, a lo sumo, saludar desde el pasillo. Abrazó a Marc ante ella. Lo besó de nuevo, un beso largo y cálido.
—¿Estás mejor? —le preguntó él.
—Un poco, y lo estaré mucho más después de pegarme una ducha y quitarme todo el polvo y toda la mugre de encima. —Intentó sonreír y, para su sorpresa, lo consiguió—. Gracias por venir a rescatarme —dijo.
—Es lo que hacen los héroes, ¿no?
—Te quiero, imbécil —dijo entonces.
—Te quiero, idiota —contestó él.
* * *
Evan estaba en una pequeña plazoleta, sentado en el centro del espacio habilitado para el divertimento de los skaters, una zona cóncava, repleta de ondulaciones y rampas. Se había puesto de nuevo la capucha y empuñaba, a la par, la daga y la espada robada, ambas cruzadas sobre su regazo. Mantenía los ojos cerrados pero, aun así, permanecía atento a todo lo que le rodeaba: el sonido del viento y el tráfico, el rumor ocasional de las voces, el lejano griterío de la dotación de bomberos que intentaba sofocar el incendio que habían traído consigo las bombas. Y a pesar de su actitud de extrema vigilancia, no estaba por entero allí. También estaba en el baño de Ari, contemplándola a través del nexo de sus miradas mientras la joven se miraba en el espejo. Evan se estremeció al admirar su rostro. El tiempo que habían pasado separados la había embellecido, los rasgos que había llegado a conocer tan bien como los suyos se habían dulcificado con el paso de los años, se habían hecho nuevos. Sentía la necesidad, urgente y desoladora, de volver a aprenderse aquella cara de memoria, de pasar de nuevo los dedos por la curva de su mejilla, acariciar sus labios, hundir su rostro en su cuello para llenarse de su aroma…
—Arrasaría la ciudad por volver a besarte —murmuró y le asombró la clara emoción que mostraba su voz—. Destruiría el mundo por completo solo por la posibilidad de tenerte otra vez.
La barracuda no tardó en aparecer, venteando la noche de forma sonora, como si tuviera las fosas nasales repletas de légamo. Evan abrió los ojos, despacio, sabedor de que Ariadna estaba al otro lado, contemplando a su vez. El monstruo gruñó desde lo alto de una de las rampas antes de dejarse ver. Estaba repleto de mellas y quemaduras, señales inequívocas de la dureza del combate contra los mercenarios. Evan se irguió de un salto y miró a su alrededor. Cabía la posibilidad de que hubieran seguido al monstruo hasta allí, pero no tardó en comprobar que la barracuda era la única presencia hostil en el lugar. No se engañaba: los mercenarios no estarían lejos, no podía permitirse el lujo de perder demasiado tiempo. Redobló la fuerza con la que empuñaba sus armas y se aprestó al combate.
El monstruo le mostró el caos de colmillos que rebosaba de su boca. Evan sonrió y le instó a atacar con una leve inclinación de cabeza. La barracuda no se hizo esperar, de un portentoso salto descendió al foso y cargó rugiendo. El suelo vibró bajo su trote, la noche se llenó con el eco de sus pisadas. Evan esperó hasta el último segundo y esquivó a la mole que se le venía encima con tal agilidad que más parecía bailar con su oponente que enfrentarse a él. La barracuda se frenó en seco e intentó darle alcance, pero el muchacho se limitó a apoyarse en su hombro y auparse sobre su espalda. Tras permanecer un instante inmóvil, en perfecta vertical sobre la barracuda, saltó al suelo justo cuando esta proyectaba ambos puños hacia el lugar que había ocupado. El monstruo se golpeó a sí mismo y reculó entre gruñidos y aspavientos. Evan quedó de nuevo fuera de su alcance, con las armas señalando al suelo. Se estaba exhibiendo para Ariadna. Quería que lo viera en acción. Quería mostrarle de lo que era capaz. En aquel momento poco le importaba que los mercenarios de Elías dieran con él. Ariadna era su única prioridad.
Lo hizo durar. Se deshizo en baile alrededor del monstruo, esquivando siempre en el último instante sus acometidas, respirando cada vez de modo más entrecortado hasta que comenzó a jadear y no solo por el esfuerzo, jadeaba de verdadero placer al sentir a Ariadna allí, junto a él, fusionada en su mirada, convertidos ambos en una única entidad.
—Mírame, Ariadna —dijo, aun a sabiendas de que no había modo de que escuchara sus palabras—. Mírame.
El sudor perlaba su frente, lo sintió recorrer su espalda en lento goteo. Sus músculos comenzaron a quejarse por el esfuerzo al que los había sometido esa noche. Consciente del cansancio se decidió a terminar de una vez por todas con aquel combate. Dio la espalda a la barracuda y cuando esta se abalanzaba de nuevo contra él, giró sobre sí mismo y, de un solo tajo, la decapitó. El cuerpo del monstruo se convirtió otra vez en humo negro del que, esta vez, comenzaron a brotar diminutos destellos de luz, una suerte de polvo de hada que giraba y danzaba, indeciso, como si no le quedara claro qué dirección tomar. Aquel torbellino de luz creció y creció y adoptó la forma de lo que había sido la barracuda; era una silueta fantasmal, apenas un espejismo. Evan respiró hondo y se preparó para lo que venía a continuación. La silueta luminosa se volvió difusa otra vez y, de pronto, todas las partículas que la formaban se vieron atraídas de forma irremisible hacia el muchacho, como si este se hubiera convertido en un agujero negro. Evan se estremeció cuando absorbió el espectro del monstruo que acababa de asesinar. Sus ojos centellearon con dos llamaradas gemelas de fuego blanco.
Envainó la espada, satisfecho, y se asomó de nuevo a la mirada de Ariadna. La joven seguía mirando el espejo. Su expresión era indefinible, una máscara fría. Habría preferido ver enfado, rabia o tristeza, pero lo único que mostraba aquel rostro era una indiferencia total y absoluta. Durante un largo minuto la joven permaneció inmóvil, mirándose a los ojos, adentrándose así en la mirada de él, viéndose a sí misma en el espejo empañado. De pronto, muy despacio, comenzó a escribir sobre el vaho que cubría el cristal. Eran cuatro simples palabras, pero a Evan se le antojaron cuatro cuchilladas directas a su corazón:
«Sal de mi vida».
* * *
El agua cálida caía sobre Ari, la envolvía en un manto de comodidad y bienestar, aislándola del mundo, anclándola a un presente perfecto lejos de todo y todos, a salvo al fin de monstruos, locos y asesinos. Cerró los ojos y dejó que el agua la abrazara, del mismo modo en que había dejado que Marc lo hiciera a las puertas de su casa. La tensión de la noche iba quedando atrás, se desprendía de ella como una costra de suciedad adherida a su piel. Allí dentro volvió a ser Ari, allí dentro el pasado enloquecido que la rondaba se desintegró, dejó de importar, al menos de momento. Respiró hondo. El vapor trazaba figuras fantasmales en la mampara, el agua entonaba canciones concebidas para consolar, para adormecer. Perdió la noción del tiempo, pasaron siglos, eternidades de calma plácida. Por fin, renovada, cerró el grifo y salió de la bañera envuelta en vapor. Se secó despacio, se puso su pijama de invierno favorito, de pantalón rosa y camiseta gris y, tras calzarse las zapatillas, salió fuera, con el cabello envuelto en una toalla.
Tras el calor de la ducha y a pesar de estar la calefacción en marcha, el pasillo, en comparación, parecía el Ártico. Bajó las escaleras, con una mano apoyada lánguida en la barandilla, casi acariciándola, y la intención de tomarse un vaso de cacao caliente con sus padres mientras se le terminaba de secar el pelo.
—Hola, pequeña. Cuánto tiempo. —La voz la dejó clavada en la escalera. La realidad se fragmentó, el mundo exterior quedó congelado al tiempo que su mente se disparaba perdida en un único pensamiento, un continuo «no, no, no, no» que a duras penas conseguía seguir el ritmo de la bomba acelerada en que se había convertido su corazón.
La mujer espectacular de los seis de Elías la aguardaba a los pies de la escalera, encañonándola con uno de sus revólveres. Las serpientes se habían abrazado al cañón del arma, formando un nudo pulsátil y vivo rebosante de ojos malignos y colmillos. Ari supo que poco importaba el lugar donde se alojara la bala, un solo roce bastaría para matarla al instante. El ojo negro del arma la contemplaba con la frialdad despiadada de la muerte inevitable.
—Ya pensaba que te habías ahogado en la bañera. —Su tono de voz no casaba con la situación, su tono de voz era el de una amiga que bromea, no el de alguien que te amenaza con una pistola—. Nos hemos puesto cómodos en tu salón, espero que no te importe. —Sonrió—. Tu familia es encantadora. Tienes que estar orgullosa de ellos. ¿Te unes a nosotros, por favor?
—Esto tiene que ser un error —dijo ella—. Yo no he…
—No te pongas en ridículo, ¿vale? No hagas la situación peor de lo que ya es. Esta noche te has metido en un buen lío, admítelo. Ahora toca ver si puedes salir de él sin que la cosa pase a mayores.
Se hizo a un lado mientras señalaba con el revólver hacia el pasillo y el salón. Y hacia allí fue ella. Las piernas se le antojaban partes ajenas de su cuerpo, prolongaciones fantasmagóricas de su ser que la arrastraban, sin que pudiera impedirlo, a la perdición. No, nada de aquello podía estar pasando. Era imposible. ¡No podía estar sucediendo en su casa!
El resto de los mercenarios se encontraba en la sala de estar. Solo faltaba el más joven, el del arma futurista. La presencia de aquellos extraños allí era un insulto a la razón y la lógica, una aberración. Tirada sobre el respaldo de un sofá estaba la marioneta Ariadna, tenía el rostro girado hacia la puerta y al verla, al verse, la inundó una sensación tremenda de desamparo.
Habían hecho sentarse a su padre y su hermano muy juntos en uno de los sofás, estaban tan tensos que en un primer momento fue incapaz de reconocerlos. Su madre estaba en su silla, muy cerca de estos. El árabe del grupo se situaba tras ella, con el mismo aire indiferente que había tenido durante la subasta; en la mano derecha empuñaba una daga corta y la amenaza implícita en esa hoja desnuda no le pasó inadvertida. No encajaba. Aquello no encajaba. Una misma realidad no podía contener al mismo tiempo la bondad e infinita alegría de su madre y permitir la existencia del hombre tras ella, con su mirada gélida y la cabeza de cuervo colgando del cuello.
El gigantón asexual, con el enano retrepado a su hombro, se apoyaba en la pared, mientras la mujer enmascarada deambulaba de un lado para otro, de manera tan frenética y agitada que parecía a punto de desmembrarse. El único que estaba sentado, justo en el sillón favorito de su padre, era Elías. Cuando entró en el salón, la miró sonriente bajo el ala de su sombrero negro y la amabilidad y la hermosura de su rostro hicieron todavía más insultante su presencia allí. A sus pies tenía una vieja mochila gris, llena de remiendos. Algo se movía dentro, algo demasiado grande para aquella mochila, poniendo a prueba sus costuras. Aquello, fuera lo que fuera, susurraba. Aquello, fuera lo que fuera, quería escapar de su encierro.
—Hola, muchacha —le dijo Elías a la par que cabeceaba con elegancia en su dirección—. Te has hecho de rogar, pero tengo que reconocer que la espera ha merecido la pena. Hay pocas cosas tan hermosas como una jovencita recién duchada. —Y aquel halago implicaba tantas cosas que a punto estuvo de gritar.
«Si grito, me dispararán».
—¿Mamá? ¿Papá? —preguntó con voz estrangulada. Hizo ademán de acercarse a ellos, pero antes de poder dar un solo paso, dos armas la encañonaron: la de la mujer hermosa y la de la mujer sin pechos. Se detuvo en seco. «Si corro nos matarán a todos»—. ¿Estáis bien? —alcanzó a decir.
—Estamos bien, cariño —le aseguró su padre. Era evidente que intentaba mantener la compostura, pero la voz lo traicionaba, no era la de siempre, tenía un deje de histeria a punto de desatarse—. Quiero que te tranquilices, ¿de acuerdo? No va a pasar nada. Estos hombres solo quieren hablar contigo. Nada más. Hablarán contigo y después se marcharán. Lo han prometido.
«¿Pero qué harán entre una cosa y otra?», se preguntó Ari. Desesperada, intentó asomarse a la mirada de Evan; quería mostrarle lo que estaba sucediendo ahora mismo en su casa, que lo viera a través de ese par de ojos que compartían, pero no consiguió abrir ese canal. Había olvidado cómo hacerlo.
—¿De verdad creías que ibas a salirte con la tuya, zorra? —La mujer enmascarada se le acercó tan veloz que dio la impresión de ir arrollarla. Frenó en seco a apenas unos centímetros de ella—. ¿De verdad creías poder burlarte de nosotros y quedar impune?
—Galerna, amor, guardemos las formas —intervino Elías—. Comportémonos como lo que somos: gente civilizada que intenta resolver sus problemas de forma civilizada. La muchacha ha cometido un error tremendo, démosle la oportunidad de enmendarlo. —Se giró hacia ella. Su sonrisa era tan hermosa como falsa—. Además, no es a ti a quien buscamos. Es tu amigo quien nos interesa. No podemos permitir que nadie nos robe, es malo para nuestra reputación, ¿comprendes?
Estuvo tentada de continuar insistiendo en que ella nada tenía que ver con todo aquel asunto, pero eso, comprendió, solo empeoraría la situación. Lo sabían. Por supuesto que lo sabían. Se giró hacia sus padres:
—Lo siento, de verdad que lo siento. —Y al hablar se descubrió al borde del llanto—. Es culpa mía, todo esto es culpa mía.
—Ya les pedirás perdón después —le cortó Elías. Y a pesar de la brusca interrupción, escucharle pronunciar la palabra «después» le hizo albergar esperanzas. Se aferró con todas sus fuerzas a la posibilidad de que de verdad existiera un «después», un tiempo posterior en el que aquellos asesinos no estuvieran en su casa—. Es de nosotros de quien tienes que preocuparte, es a nosotros a quienes tienes que tener contentos —continuó el mercenario. El enano soltó una risilla al oír eso, una risilla sucia, perversa—. Dinos, pequeña ¿quién es tu amigo y dónde podemos encontrarlo?
—Se llama Evan —respondió en el acto. No pensaba mentir con la vida de su familia en juego. Daba igual lo que hubiera representado ese muchacho en su pasado, ahora mismo su prioridad era la gente de su presente, la gente a quien de verdad amaba—. Hace unas semanas robó un colgante que, por lo visto, venía con guardián vinculado: una barracuda. La misma que atacó la subasta. Para matarla necesitaba vuestra espada. Por eso la robó. Yo no tuve nada que ver. Solo me pidió que lo acompañara. Solo eso. Ni siquiera sabía que pensaba echaros encima a esa cosa…
—Se salió con la suya el tal Evan. Un chico listo —susurró la belleza morena. Se le había acercado hasta casi establecer contacto físico—. ¿Mató al monstruo?
—Lo hizo, sí. —Aquella mujer continuaba mirándola como si fuera un bocado delicioso que se moría por probar. Apretó los dientes antes de volver a hablar—. Le cortó la cabeza. —Y casi parecía jactarse de ello, como si las excelencias en combate de su cómplice pudieran servir para disuadir de sus intenciones a su captores.
—Detente, por favor —le pidió Elías, la mirada fija en ella, sin rastro de amabilidad ni dulzura en esta ocasión, fuera ya toda máscara. El ocupante de la mochila a sus pies se retorcía cada vez más. Su insensato murmullo iba también en aumento—. Nada de lo que acabas de contarme me interesa en lo más mínimo. El motivo del robo me trae sin cuidado. Lo único que me interesa es encontrar a tu amigo y recuperar todo lo que se ha llevado.
—¿Todo?
—Eso es. —Elías hizo una mueca—. Todo. Al parecer decidió que no solo necesitaba la espada y aprovechó el alboroto para llevarse también el ánfora de Nocta y la brújula de la Umbría. Un gran golpe.
—No… —Tragó saliva—. A mí me dijo que solo le interesaba la espada. —¿La Umbría? ¿Qué significaba eso y por qué le sonaba tan familiar?
—El desconocimiento no te hace menos cómplice. Dejémonos de zarandajas y permíteme ser claro: ¿Sabes dónde podemos encontrar al tal Evan?
Negó con la cabeza, aturdida. Aquella palabra, «Umbría», seguía martilleándole en la cabeza.
—¿Y tienes algún modo de ponerte en contacto con él? ¿Un número de móvil? ¿Una dirección de internet, quizá? No soy dado al juego cansino de los rehenes, pero no me importaría hacer una excepción esta vez. Tu amigo se ha convertido en un quebradero de cabeza, lo admito.
—No. Le he dicho que me dejara en paz, que no quería volver a verlo. Tienen que creerme, por favor. No sabía lo que planeaba hacer en la subasta. De haberlo sabido no le habría ayudado.
Elías asintió.
—Qué lástima —murmuró, taciturno, sombrío—. Veamos ¿qué opciones nos deja todo esto? ¿Qué senda de acción tomamos ahora? O, lo que es lo mismo: ¿qué hacemos con vosotros, familia feliz?
Esa pregunta aterrorizó a Ari, esa pregunta acababa de poner en suspenso la posibilidad de un «después». Olvidó toda precaución y leyó entre líneas en el líder de los mercenarios. Hasta ese momento lo había evitado, consciente de la advertencia de Evan sobre lo fácil que era para algunos percatarse de que alguien leía en ellos. Había dejado de importarle que ese fuera el caso de Elías. El mercenario se había sumido en un silencio meditabundo, como si de verdad anduviera cavilando qué hacer con ellos. Pero no era cierto. Ari leyó en él lo que en el fondo ya sabía: estaban perdidos, aquel hombre no tenía la menor intención de dejarlos con vida. No la había tenido nunca. Había ido allí a averiguar todo lo que pudiera sobre el robo, sí. Pero también a matarla. A ella y a todo aquel que se encontrara en la casa. Por primera vez fue consciente del hedor a animal salvaje que imperaba en la sala. Eran los mercenarios. Y supo que aquella gente no era humana, eran fieras vestidas de hombres, depredadores del mundo oculto que habían venido a darse un festín con ellos.
Estaban perdidos. Iban a morir allí esa noche.
—¿Cómo sabemos que nos está diciendo la verdad, Elías? —preguntó la mujer enmascarada, rompiendo el tenso silencio. Ariadna casi saltó al oírla hablar—. ¿Cómo podemos saber que no nos está mintiendo? Podría estar protegiendo a su amiguito.
El mercenario asintió, como si aquella cuestión hubiera sido la pieza fundamental de sus pensamientos.
—Haremos lo que hacemos siempre cuando queremos averiguar algo —contestó con desgana—. Apelaremos a sus sentimientos más humanos, hablaremos con su corazón. —Acto seguido desenfundó el revólver y disparó a la madre de Ariadna.
No hubo sonido alguno, ni el menor estampido. Y eso lo hizo todavía más horrible, más ficticio. Ari abrió la boca, pero no llegó a gritar, espantada. Ángela, con los ojos muy abiertos, miraba hacia delante, inclinada en la silla. La bala había destrozado su rodilla derecha y la sangre brotaba rápida por su pierna insensible.
—¡No! —gritó Steve, el primero en reaccionar, y, al instante, el revólver que acababa de disparar lo encañonó—. ¡No! ¡No! ¡No! —Hizo ademán de arrojarse sobre el hombre armado pero su padre lo sujetó contra el sofá. El niño comenzó a insultarlos en alemán. El enano se echó a reír. Y su risa era enorme.
—Tu madre se está desangrando, muchachita —le informó Elías, aún revólver en mano. Contemplaba el fluir de la sangre como si fuera el espectáculo más aburrido que había presenciado en la vida—. Por el ritmo en que lo hace no tardará en morir. —Giró la cabeza, muy despacio, para volver a mirarla—. Quiero estar convencido de que no sabes dónde encontrar a ese tal Evan antes de dar el siguiente paso —«Matarnos a todos», pensó ella—. Así que te lo pregunto por última vez: ¿Sabes dónde está tu amigo o al menos conoces la forma de ponerte en contacto con él?
—No les hagáis daño —suplicó ella. No importaba su respuesta, los iban a matar igual. Hasta sabía que suplicar era en vano—. Haced conmigo lo que queráis, pero a ellos dejadlos en paz, por favor. No tienen nada que ver con esto. ¡No tienen nada que ver con esto!
—Su bienestar está en tu mano, cielo. —Era la mujer sensual quien hablaba ahora—. Eres tú la que decide cómo termina esta historia —mintió—. Responde a Elías. Dile la verdad y te prometo que nos iremos sin hacer daño a nadie.
—¡No sé nada! —exclamó y se revolvió con brusquedad. Le costaba trabajo pensar—. ¡No sé nada de ese Evan que os pueda servir de ayuda! ¡Nada! ¡No hagáis daño a mi familia! —Algo enterrado en su mente se removió. Una grieta se abrió en ese muro que la separaba de su pasado. La Ariadna del ayer parecía querer asomarse y entrar en escena.
Y a ella le habría encantado permitírselo, pero no sabía cómo cederle el paso.
—Es tan divertido verlos suplicar —dijo el enano—. ¿No te parece, Estrago? —preguntó mientras palmeaba el hombro del gigante que lo sostenía. Este, como respuesta, soltó una carcajada lenta. No tenía lengua.
—Por favor… —suplicó de nuevo Ari, con la vista fija en su madre—. Creedme, por favor. No sé dónde está Evan. Os lo diría si lo supiera. ¡Pero no lo sé! ¡No sé dónde está y no sé cómo dar con él!
Elías hizo un gesto con la mano desarmada, casi pareció una bendición.
—Te creo —dijo—. Te creo, muchacha.
—Y aún así nos vais a matar.
El mercenario asintió.
Steve chilló, se revolvió en el asiento mientras su padre, desesperado, lo aferraba con ambos brazos. Ariadna creyó escuchar a su madre llorar, pero al mirarla se dio cuenta de que no era así. Era ella quien lloraba. Era ella la que se deshacía en lágrimas de rabia. No había escapatoria. Y era culpa suya. Había matado a su familia del mismo modo en que había matado a la mujer en la escalera.
—De verdad que lo siento, niña —dijo Elías. Por su tono de voz pareció apesadumbrado de verdad. Pero volvió a leer en él y supo que sus vidas no le importaban en lo más mínimo. Solo estaba jugando con ellos. La fiera se divertía con su presa antes de soltar el zarpazo final—. Ojalá tuviéramos una alternativa. Ojalá pudiéramos marcharnos de aquí como si no hubiera sucedido nada, con las manos limpias y el alma intacta. —Suspiró—. Pero es tarde para eso y tenemos una reputación que mantener. No nos queda más remedio que hacer llegar un mensaje a todo aquel que crea que puede venir a jodernos. —Negó con la cabeza—. No es justo, lo sé. No es nada justo. Te has visto metida en un asunto que te supera, te has puesto a jugar a juegos cuyas reglas no comprendes y la partida, al final, te ha devorado.
—No tenéis por qué hacer esto —intervino su madre. Estaba perdiendo color a ojos vista. Su carne comenzaba a ganar apariencia de pergamino, de sudario—. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene matarnos?
—¿Sentido? —Elías pareció reflexionar sobre ello—. Hay un mundo muy duro ahí fuera, un mundo sin piedad al que hasta nosotros estamos sometidos. Y si flaqueamos un instante, si por un segundo mostramos la menor señal de debilidad, los lobos se nos echarán encima. Sobrevivir a todo y a todos es la esencia que nos da vida, la filosofía que nos empuja. Y para sobrevivir, muchas veces, no nos queda más remedio que ser crueles. No nos veáis como vuestros verdugos, pensad en nosotros más como un accidente, algo que os ha ocurrido por una serie de infortunadas coincidencias.
—Vais a matarnos porque sois unos cobardes —replicó su madre—. Unos cobardes que van a matar a una mujer en silla de ruedas, a su marido indefenso y a dos niños.
—De verdad que me gustaría seguir discutiendo esto, señora, pero, para serle sincero, se nos termina el tiempo. Hay un cabrón al que tenemos que encontrar.
—No, por favor, no… —Ari se encontró suplicando de nuevo. Temblaba. Y lloraba tanto que las lágrimas la abrasaban. ¿Cómo detener eso? ¿Cómo frenar lo inevitable? No había modo, no había forma posible—. ¡No! —gritó ella y en esa negativa puso toda la impotencia y toda la rabia que la desarmaban, tanta que se hizo daño al gritar, como si aquella única palabra llegara a su boca recubierta de cristales y cuchillas.
Elías amartilló el arma. Ni siquiera hizo ademán de levantarse, ni siquiera iba a dignarse a matarlos de pie. El árabe alzó la daga.
Y en ese preciso instante, su padre gritó:
—¡Edgar! ¡Edgar Müller!
—¿Disculpa? —El líder mercenario sacudió la cabeza de un lado a otro, tan sorprendido como todos por el repentino exabrupto del hombre—. ¿Me estoy perdiendo algo? —Bajó el arma y Ari estuvo a punto de echarse a llorar de puro alivio—. ¿Eso es un insulto? ¿Un truco de magia? Como últimas palabras resultan un tanto ridículas. Las he escuchado bastante mejores.
—Es un nombre. Es un nombre —dijo su padre, a la desesperada. Ari nunca le había escuchado hablar tan rápido—. Edgar Müller, el negro, Edgar Müller el mago de la lanza… ¿Sabéis de quién estoy hablando? ¡Tenéis que conocerlo! —Los mercenarios lo observaban perplejos. Elías cruzó una mirada con sus hombres y negó con la cabeza. No, no lo conocían—. Se encargó de acelerar la adopción de Ariadna. Edgar Müller me aseguró que nunca la encontrarían. Dijo que con nosotros estaba a salvo, que no había modo alguno de que dieran con ella. ¡Es un hechicero muy poderoso!
—¿Papá? —Ariadna lo miró llorando, sin comprender ya nada.
Elías asintió.
—Vale, ya entiendo lo que intentas decir: la niñita es alguien importante. —Se echó hacia atrás en el asiento, y entrelazó las manos, alzadas a medio rostro, con la pistola entre ambas. Lo observó con interés—. Alguien está buscándola, ¿no es eso? Y la niñita ha estado oculta en esta casa, a buen recaudo. Interesante. Deduzco que me ofreces esta información como medida desesperada de ganar tiempo. Quizá creas que, a la vista de este nuevo dato, decidiré aplazar vuestra muerte hasta que averigüe más o que, al menos, no os mataré a todos. Quién sabe, quizá mientras me decido alguien acuda a rescataros como ocurre en tantas y tantas películas estúpidas.
Pero para serte sincero, me da igual. No me importa quién sea esta chavala. No es de mi incumbencia.
Alzó otra vez el arma.
Y todo se puso de nuevo en marcha. Y Ariadna comprendió que en la vida real no había héroes que irrumpieran en el último instante. No había salvación de último minuto. No había milagros. Solo desesperación, llanto y horror.
—Matémoslos ya —dijo, impaciente, la mujer de la máscara negra—. Me estoy aburriendo.
Y lo hicieron. El árabe, de un solo tajo, cercenó el cuello de su madre, de izquierda a derecha, con un movimiento rápido, mortal, que provocó un estallido de sangre. La enmascarada acribilló a su padre y a su hermano en el sofá, de dos rápidas ráfagas, silenciosas como la bala que había destrozado la rodilla de Ángela. Los cuerpos se sacudieron bajo los disparos, inmersos en un baile frenético y macabro hasta que quedaron inmóviles, yertos sobre el sofá destrozado como un par de muñecos rotos.
Ariadna fue la última en morir. De un único disparo. Entre los ojos.