EN LA FRONTERA

EN LA FRONTERA

Marc no había tocado su café desde que el Caníbal se lo había servido. Ella tampoco lo había hecho. Al principio, y como era más que previsible, él se había tomado a broma el resumen atropellado que Ariadna había comenzado a hacer de sus aventuras de la noche anterior. A ella le dolió que lo hiciera; era cierto que parecía un calco de sus bromas de costumbre sobre su pasado, pero… ¿no le veía en la cara que ahora hablaba en serio? ¿La seriedad de la que hacía gala no le dejaba claro que, por descabellada que sonara, su historia era real? Llegó al extremo de empezar a enfadarse con él y se sintió ridícula por hacerlo cuando era ella quien lo había traicionado. Solo consiguió enfurecerse consigo misma. Se sentía miserable. Y sucia.

Harta, tras una mirada rápida para comprobar que el orondo propietario del bar no les prestaba atención, se arañó el dorso de la mano derecha con las uñas de la izquierda. Estaba tan rabiosa que se hizo más daño del que pretendía. Abrió cuatro surcos paralelos en su carne que, al momento, comenzaron a sangrar.

—¿Te has vuelto loca? —preguntó Marc, horrorizado, mientras se echaba hacia atrás en la silla.

No le contestó. En vez de eso comenzó a musitar la salmodia mágica que había aprendido la noche anterior. No tuvo ningún problema en hacerlo: la tenía grabada a fuego en el recuerdo. Y así, ante la mirada atónita de Marc, las heridas comenzaron a cerrarse. Hasta que el único vestigio que quedó de ellas fue la sangre que manchaba el dorso de su mano. Se la limpió con una servilleta mientras el joven, pálido, se reacomodaba en la silla.

—Y no solo eso —murmuró Ari mientras extendía las manos hacia él para que pudiera comprobar que en sus muñecas no había rastro de las marcas de sus intentos de suicidio—. Ya no tengo cicatrices. Ni una. Han desaparecido —dijo en voz baja. No se había dado cuenta hasta esa misma mañana, cuando se disponía a ponerse las pulseras con las que siempre las ocultaba.

—Es cierto —susurró Marc—. Mierda. Es cierto.

—Ya te lo he dicho, maldita sea. —Rompió a llorar. No pudo evitarlo, llevaba demasiada tensión acumulada, tanta que aquella mañana había evitado cruzarse con sus padres por miedo a que notaran que le pasaba algo. Había salido de casa tan a escondidas como la noche anterior—. Fue real. Es real —aseguró—. Y ahora escúchame, por favor. No digas nada y no me juzgues. Tengo que contártelo todo. No soportaría no hacerlo.

Y era verdad. En su mayor parte al menos. Lo único que pensaba callarse era lo mucho que la excitaba estar cerca de Evan. Le parecía innecesario dar tantos detalles; innecesario y cruel. Pero no podía callarse lo del beso, no contárselo sería consumar la traición, escupir sobre todo lo que sentía por él. Marc le hizo un gesto para que se detuviera cuando aquella bomba estalló entre ambos; alzó la mano, rogando silencio, como si ese beso le pareciera todavía más increíble que la historia de su deambular sonámbulo, su enfrentamiento con monstruos o que la magia fuera real. A continuación, sin mediar palabra, se levantó de la silla y se marchó, casi tambaleándose, como si acabara de recibir un golpe tal que le costara mantenerse erguido. Ella notó que se encogía por dentro, tuvo la impresión de que alguien se colaba en su interior e intentaba a destrozar a golpes su esqueleto, todo lo que ella era, todo lo que la sustentaba. ¿Resurgiría la antigua Ariadna de esas ruinas? ¿Se levantaría victoriosa de su cuerpo derrotado para acudir al encuentro de su amante? Fue Ari quien se incorporó con la intención de ir tras Marc, pero su reacción la había dejado tan perpleja que para cuando lo consiguió, el muchacho, a pesar de su paso errático, ya había cerrado la puerta a su espalda.

Ella se detuvo en mitad del bar, desolada, sin saber muy bien si ir en su búsqueda o dejarlo marchar. Marc no era de los que huían; con Ari solo lo había hecho en una ocasión, la lejana tarde en la que leyó entre líneas lo que sentía por ella e, impactada por su descubrimiento, no pudo evitar soltárselo sin sopesar las consecuencias. Ese día había conseguido hacerlo regresar con un «yo también te quiero» y un «imbécil» y aunque sus sentimientos no habían cambiado, ahora no se atrevió a hacerlo. ¿Y si había dejado de quererla? ¿Y si ese beso había bastado para destrozar lo que sentía por ella? Era inconcebible, se negaba a creer que sus sentimientos fueran tan frágiles como para venirse abajo de ese modo, con tanta facilidad, a la primera embestida.

No había pasado ni un minuto cuando Marc regresó. A ella le costó retener un grito de alegría, tal fue su alivio al verlo otra vez. Al menos había vuelto y eso, a la fuerza, tenía que significar algo. La expresión del muchacho era indescifrable, jamás lo había visto así: el ceño fruncido, la mirada vidriada y el semblante tenso. Estuvo tentada de leer entre líneas en él, pero decidió no hacerlo. Se negaba a entrometerse de esa manera en la intimidad de alguien a quien amaba. El mero hecho de pensarlo le hizo, de nuevo, aborrecerse a sí misma.

Sin esperarla, Marc se sentó otra vez. Ariadna volvió abatida a su sitio en la mesa, tomó aliento y lo miró expectante y, justo era reconocerlo, algo acobardada.

—Continúa —le pidió el muchacho—. Y perdona lo de antes, necesitaba un segundo a solas. Necesitaba no tenerte cerca.

—Yo… —No supo qué decir. Así se había sentido ella con Evan.

—Continúa, por favor —insistió, su expresión era severa—. Cuéntamelo todo.

Ella asintió, se abrazó por debajo del pecho y retomó la historia. Esta vez no se apresuró, se tomó su tiempo. Le habló de su encuentro con Evan y de cómo había curado la espantosa herida de su vientre, de su lucha contra el monstruo, de esa hermandad de ladrones a la que al parecer había pertenecido, de la lectura entre líneas, de las casas iguales, de Lilith… Marc no la interrumpió en ningún momento, ni siquiera se inmutó cuando ella le habló de aquel otro beso a las puertas de la casa igual. Terminó su narración cuando le contó cómo trepó, incrédula ante sus recién adquiridas (recordadas) habilidades, por la pared, y se coló por la ventana de su cuarto. Una vez Ari calló, Marc apoyó los codos en la mesa y, despacio, muy despacio, ocultó el rostro en las palmas de las manos. Ella necesitaba oírle hablar, necesitaba algún tipo de reacción a lo que acababa de contarle. Pero se hacía esperar y él continuaba sin moverse, oculto tras sus dedos entrelazados.

Ari se removió inquieta en el asiento, sin saber qué hacer. Se mordió el labio inferior y, en un intento de dotar a la escena de una pátina de normalidad, extendió las manos hacia la taza de café. Pero le temblaba tanto el pulso que esta se le resbaló nada más cogerla, regresó con violencia al platillo y se vertió parte de su contenido sobre la mesa. Justo entonces, Marc dejó al descubierto su cara, como si el ruido de la taza al caer lo hubiera sacado de un profundo sueño.

—Qué locura —fue lo primero que dijo, con la vista alzada hacia el techo—. ¿Cómo narices manejo yo esto? —se preguntó. Tomó su propia taza de café, le dio un sorbo, torció el gesto al encontrarlo frío y la dejó otra vez en la mesa. Solo entonces miró a Ari a los ojos; la joven creyó distinguir cierta ternura. O quizá solo se estaba engañando—. Voy a intentar simplificar las cosas, ¿vale? —anunció—. Más que nada porque si sigo empeñándome en verlo todo en conjunto voy a perder la cabeza, así que vayamos por partes. —Resopló y tras una larga pausa continuó hablando—: Tu amigo, el príncipe de la oscuridad, el intrépido héroe, tiene razón. Odio reconocerlo, pero así es.

—¿Razón? —No sabía qué era lo que había esperado de Marc, pero no era una frase como esa, sin duda—. ¿A qué te refieres?

—A que ahora mismo no puedes tomar ninguna decisión. No tienes datos suficientes. A mí me conoces, a él todavía no. Te falta tu pasado. Y no solo eso. —Miró de reojo hacia el Caníbal, que seguía sin prestarles la menor atención, fregando sin ganas una jarra—. Elijas lo que elijas no tienes por qué renunciar a ninguno de los dos mundos. Que te quedes conmigo no implica que tengas que dejar atrás toda esa locura de la magia, los monstruos y las casas encantadas si no quieres. —Sonrió a medias—. O que tengas que abandonar a tu familia si lo escoges a él.

Ella entrecerró los ojos. ¿Estaba hablando en serio?

—No voy a escogerlo a él —le aseguró, escandalizada—. Te quiero, no sé por qué, ni lo sé ni me importa. Son cosas que pasan, como los accidentes de tráfico, los aludes o los terremotos. Estoy enamorada de ti, no lo puedo evitar, y nada de lo que haya pasado en mi vida anterior va a cambiar eso.

—No nos pongamos sentimentales, por favor. —Las mejillas se le habían encendido—. Creía que teníamos un acuerdo.

—A la mierda nuestro acuerdo —le espetó ella—. Necesito que te quede claro. Que te quede muy claro. No lo voy a elegir a él. Te quiero, imbécil. —Sonó retadora, como si pensara destrozar uno a uno cualquier argumento que intentara rebatir esa frase.

Marc claudicó con una sonrisa y un asentimiento. Cuando volvió a hablar parecía cohibido, impactado a todas luces por su violenta declaración.

—Y al final va y resulta que Ronan el fantástico existe de verdad —dijo—. Vaya sorpresas que te da la vida. —Sonrió y, acto seguido, cambió de tema—: ¿Has recordado algo más?

Ella asintió, poco convencida.

—Cosas sueltas —contestó—. Nada demasiado concreto. Esta mañana me quedé dormida en cuanto me metí en la cama, estaba agotada. Pero he soñado. Al despertar no recordaba mucho, algunas escenas sueltas: una casa muy grande, enorme, sin ventanas, me acercaba a ella junto a alguien que no llegaba a ver, alguien grande que me hacía sentir segura, protegida… —Cerró los ojos y se forzó a recordar—. Soñé también con una anciana vestida de negro, con cara pequeñita, de buena persona, acuclillada ante mí, que me abrazaba con fuerza en una escalinata blanca. Y también soñé con una terraza desde donde se veía un mar de lava. Había alguien conmigo allí. Creo que Evan. Todo es muy vago y hasta es probable que se me mezclen los recuerdos con sueños de verdad. Pero sea como sea, está claro que estoy recordando.

Esos sueños del pasado la habían inquietado todavía más que la criatura espantosa que los había atacado en el callejón. Lugares y personas de un tiempo olvidado llamaban de nuevo a su puerta, insistentes, cada vez más fuerte, ansiosos por hacerse de nuevo reales. Estaba inmersa de lleno en terreno peligroso, lo presentía, las circunstancias la habían empujado a un territorio limítrofe entre lo real y lo que siempre había considerado ficticio, entre su presente y el pasado arrebatado, donde todo era posible, donde cualquier cosa podía ocultarse entre las sombras. Estaba en la frontera. Y era una sensación desconcertante.

—¿Se lo has contado a tus padres? —le preguntó Marc.

—No —respondió ella—. Ni siquiera los he visto hoy. —Casi sin darse cuenta mojó la yema de su dedo índice en el café derramado y comenzó a dibujar sobre la mesa—. ¿Cómo le cuentas a tus padres que no perteneces a este mundo? —preguntó—. ¿Cómo les dices que llevas el ojo de un muerto y que gracias a él puedes leer los secretos de los demás, o que eres capaz de hacer magia o que la noche pasada apuñalaste a un monstruo? —Bajó todavía más la voz mientras dibujaba en la mesa de forma compulsiva, trazaba óvalos alargados de manera mecánica, una suerte de ojos primitivos enlazados unos a otros—. Una ladrona, ¿te lo puedes creer? Era una ladrona. Yo.

—Ya sabemos quién le robó los exámenes a la profesora de Física el año pasado.

—No seas tonto.

—A lo mejor lo hiciste y después lo olvidaste.

—¿Se supone que eso tiene que hacerme gracia? —Entrecerró los ojos—. ¡Además fuiste tú y yo te encubrí! ¡Estuve enfadada contigo semanas!

—Es cierto. —Resopló otra vez—. ¿Puedo serte sincero? La verdad es que me está costando una barbaridad guardar la compostura —confesó—. Llevo un rato tragándome las ganas de gritar. Y no es solo porque Ronan el Estupendo y tú os hayáis besado… —La miró con tal intensidad que tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no apartar la mirada—. Acabas de hacer pedazos el mundo —afirmó—. ¿Cómo vuelvo yo ahora a casa? ¿Dónde voy a encontrar el valor para atravesar una calle oscura? De niño creía que había un monstruo en mi armario, estaba convencido de ello. Me pasé muchas noches en vela pensando que esa cosa estaba a punto de saltar sobre mí. Llegué al extremo de atar las puertas con los cordones de mis zapatillas para que no pudiera salir. Cuando crecí me reí mucho de mí mismo, por supuesto, tontos miedos de niño tonto. —Sonrió con tristeza—: Has vuelto a meter al monstruo dentro del armario, Ari. Ahora sé que son reales. Y también sé que unos simples cordones no los podrán contener.

—No tendría que habértelo contado —dijo, arrepentida.

—Al contrario. Has hecho bien. Ahora iré con más cuidado cuando abra los armarios, y procuraré evitar los callejones oscuros, te lo aseguro. Prefiero saberlo. Pero voy a necesitar tiempo para hacerme a la idea.

—Igual que yo —admitió ella, sin mirarlo. Ya había dibujado seis óvalos alargados unidos los unos a los otros en horizontal—. No sé cómo manejar esto. —Le temblaba la voz—. Nunca me había sentido tan perdida, tan desorientada…

—Lo entiendo. Y no hago otra cosa que pensar en cómo ayudarte y no se me ocurre nada útil. —Suspiró—. Aunque sí tengo un consejo: no le ayudes esta noche, no te involucres en lo que quiera que Evan el Magnífico tenga entre manos.

—No te fías de él.

—No tiene nada que ver con eso. Ni siquiera lo conozco. —Se encogió de hombros y, acto seguido, sonrió con resignación—. Vale, lo odio a muerte, lo admito. Os habéis besado y por muy convencida que estés de lo contrario, sospecho que tiene la capacidad de alejarte de mí. Por lo que significó en tu pasado y por lo que puede significar en tu futuro. Pero eso no importa ahora. Lo que importa es que te quiere implicar en un robo. No se lo permitas.

—Me prometió que no sería peligroso. Él será quien corra con todo los riesgos.

—Te está animando a ser su cómplice —insistió él—. Y la última vez que miré, el robo seguía siendo un delito. Y es peligroso, lo mires como lo mires. Nunca sabes qué puede salir mal. Más todavía con ese bicho que va tras él.

Ahora le tocó el turno a Ari de negar con la cabeza.

—No lo será. Y no lo digo solo por tranquilizarte. Lo que me ha pedido es bastante sensato; no habría aceptado de no ser así, te lo aseguro. No sé cómo sería la Ariadna del pasado pero la que tienes delante no tiene mucho de valiente. Esta noche hay una subasta de antigüedades en un local del centro, y en el lote que ponen a la venta está la espada que busca Evan, la única que puede matar al monstruo que lo persigue. Solo tengo que asistir como público. Nada más. Ni siquiera tendré que estar cerca de él. Todo lo que tengo que hacer es sentarme entre la gente y mantener los ojos bien abiertos.

Evan le había explicado su plan al detalle, al menos en lo que se refería a lo que necesitaba de ella:

—Lo único que te pido es que estés allí y que no quites ojo a los de seguridad —le indicó—. Son siete tipos tan peculiares que los reconocerás al instante. Seguirán su táctica habitual: uno en el escenario; otro en la entrada y el resto deambulando de aquí para allá. Esos son los que me preocupan. Céntrate en ellos, aunque sin descuidar a los otros dos. Llegado el momento puedo enfrentarme a uno, pero no a más. Son tipos duros. Muy duros.

Por lo tanto su participación en el robo no iba a ser directa. Iba a limitarse a la vigilancia. Pero eso no terminaba de convencer a Marc.

—¿Estaréis en contacto de algún modo? —quiso saber, suspicaz—. ¿Vía móvil o algo así?

—Ni siquiera eso. —Se mordió el labio mientras lo miraba. Antes de continuar hablando dibujó un pequeño círculo dentro de cada óvalo de café: burdas pupilas en aquellas miradas mal perfiladas—. Lo verá todo a través de mí —le explicó.

—A través de ti —repitió él, muy, muy despacio, como si le costara trabajo comprender el significado de semejante frase—. ¿Más cosas de magia?

—No exactamente. Por lo visto, estamos enlazados a través del par de ojos que compartimos. Él puede ver a través del mío y yo a través del suyo. Eso hará durante la subasta.

—Espera, espera. —Se había puesto tenso en la silla—. ¿Me estás diciendo que puede verme? ¿Que de alguna forma está aquí con nosotros? —La perspectiva parecía gustarle tan poco como el hecho de que se hubieran besado.

—¡No! —Ella sacudió la cabeza, alarmada por su reacción—. No es tan sencillo. Requiere cierto esfuerzo hacerlo y además yo me daría cuenta de que está mirando. Es un canal en dos direcciones. Él vería lo que yo veo y al mismo tiempo yo vería lo que él ve… —Sonrió—. Estamos solos, Marc. No está aquí. Ahora mismo no hay nadie en mi cabeza.

—Creo que necesito beber algo —dijo el muchacho e hizo amago de ir a levantarse—. Algo fuerte. Doble, no, mejor triple. Sin hielo.

—Tú no bebes.

—Es un buen día para empezar —dijo. Se dejó caer en la silla, más bien se desplomó. Parecía agotado—. Hay algo que no entiendo —comentó mientras se inclinaba de nuevo hacia delante—. Dices que Evan el Maravilloso es capaz de mirar a través de tus ojos.

—Solo del izquierdo. Y deja de llamarlo así. No es tan maravilloso.

—Vale, solo del izquierdo. Pero puede ver lo que estás viendo cuando se le antoje. Siendo así ¿por qué no lo hizo cuando te estaba buscando? —quiso saber—. Por lo que cuentas Evan, el no tan maravilloso, lleva cuatro años intentando dar contigo, ¿por qué no enlazó su mirada con la tuya para encontrarte?

Ariadna suspiró. Eso mismo le había preguntado a Evan. Y le dio la misma respuesta que le había dado él:

—Porque el canal ya no existía —dijo—. Por lo visto el hechizo de borrado afectó de alguna forma a nuestro enlace. Dejó de funcionar. Y no lo había vuelto a hacer hasta ayer. —Había comenzado a hacerlo, de hecho, cinco noches antes, aunque solo mientras Ariadna dormía—. Evan tampoco tiene claro por qué se ha reparado de pronto, quizá nuestras miradas hayan reaccionado al estar tan cerca el uno del otro… Por lo que me contó, hace unos días pasó justo delante de mi casa. Puede que todo comenzara entonces.

—Qué locura. —Marc resopló—. Creo que he llegado a mi límite —anunció—. ¿Hay algo más que tengas que contarme? ¿Algún detalle que creas necesario que sepa?

Negó con la cabeza.

—Nada más. Nada de momento.

Marc sonrió. Parecía cansado.

—Mejor. Porque te juro que estoy a punto de volverme loco.

—Yo llevo con esa sensación desde ayer —dijo ella—. Y a veces me pregunto si no será eso lo que ha pasado. Quizá he perdido la cabeza y ahora mismo estoy en alguna celda acolchada, delirando dentro de una camisa de fuerza. —Se miró las muñecas, allí habían estado grabadas en su carne las huellas de sus anteriores ataques de locura, allí habían quedado marcadas sus ansias de morir, su desesperación. Se preguntó qué la habría llevado a querer matarse. Y tuvo miedo de averiguarlo—. Pero es real —murmuró, la vista fija en la piel tersa, sin cicatriz alguna—. Es real.

Mientras contemplaba sus muñecas, una voz de su pasado olvidado regresó, sin previo aviso, a su memoria, una voz que no pudo identificar, profunda y dura: «Cuando aceptas la maravilla la aceptas sin concesiones. Y toda maravilla tiene dos caras, Ariadna. No lo olvides nunca».

Pero lo había olvidado, como había olvidado la identidad del hombre que le había dicho aquello. Como había olvidado a Evan o a todo lo que al parecer se ocultaba tras ese decorado frágil que hasta la noche anterior había considerado la realidad. ¿Y si algún día llegaba a olvidar a Marc? ¿Y si olvidaba a sus padres?, se preguntó de pronto. ¿Y a Steve? La simple posibilidad de que aquello pudiera suceder la aterró. ¿Pero acaso podía descartarlo? Ya había ocurrido una vez, ¿por qué no iba a suceder de nuevo? Marc la miraba preocupado, y a ella se le antojó tan frágil su presencia ahí, tan circunstancial, que sintió unas ganas tremendas de llorar.

—Salgamos de aquí —le pidió con urgencia mientras se levantaba de la silla. Necesitaba sentir el sol sobre ella, necesitaba vida a su alrededor. «El olvido es demasiado parecido a la muerte», se dijo al tiempo que tomaba a Marc de la mano y, casi a la carrera, huían rumbo a la luz del día, «y yo soy demasiado joven para pensar en la muerte».

* * *

Poco después de que los dos muchachos se marcharan, el hombre al que conocían como el Caníbal maniobró, a paso lento, fuera de la barra y se aproximó a la mesa que habían ocupado con una bandeja en una mano y un trapo húmedo en la otra. Recogió las tazas y sus respectivos platos y a continuación procedió a limpiar el café derramado. Lo hizo de manera mecánica, sin mirar, con la técnica de quien repite por enésima vez una tarea ingrata.

Ni siquiera se dio cuenta de que, unos instantes antes de que el trapo los limpiara, los seis pares de ojos dibujados con café, uno a uno, comenzaron a parpadear. Tampoco pudo ver la mirada de asombro que le dedicaron antes de que los arrastrara al olvido.

* * *

—¿A qué hora es la subasta? —le preguntó Marc, en el momento de la despedida a las puertas de su casa. Le había pedido que no la acompañara dentro, sospechaba que sus padres estarían molestos por haberse ido sin avisar y no quería que pensaran que se escudaba en él al invitarlo a entrar.

—A las nueve —contestó Ari, mientras consultaba el reloj de su móvil. Faltaban menos de tres horas para la cita. El día se le había escapado de entre los dedos con una celeridad pasmosa, como el proverbial suspiro. La noche de octubre se estaba echando ya sobre Madrid, una noche nublada y desapacible. De pronto tuvo un miedo tremendo al amanecer. ¿Qué traería consigo el nuevo día?

—Te llamaré a las once para saber cómo ha ido, ¿vale? —le advirtió Marc, mirándola a los ojos, consciente, por supuesto, de su inquietud.

—Mejor te llamo yo —contestó ella.

—Si para las once no sé nada de ti, te llamaré, insisto. Soy un novio preocupado y paranoico y pienso actuar como tal. Y si no contestas a la primera, iré a buscarte.

—Ni siquiera sabes dónde es la subasta. No te lo he dicho.

—Y no me lo vas a decir por miedo a que me presente, lo sé. —Y por la expresión de su rostro quedó claro que, de habérselo dicho, habría hecho justo eso: acompañarla, quisiera ella o no—. Pero que no sepa dónde es no impedirá que te busque. Que no sepa dónde estás no significa que no vaya a encontrarte. Nunca te vas a librar de mí, ¿recuerdas?

Sin poder evitarlo se acercó a él, casi se arrojó en sus brazos. Marc la acogió entre ellos, sin dar muestra de sorpresa por aquel arrebato. Se limitó a abrazarla sin decir nada, en silencio. Eso era todo lo que Ari necesitaba en ese momento, sentir su cuerpo junto al suyo, sentir el latir de aquel otro corazón que, por un despiste del sentido común, había llegado a amarla. Alzó la vista para mirarle a los ojos. Tan castaños como siempre, ojos comunes, normales, pero, del mismo modo que las casas iguales, extraordinarios… Después, lo besó. Despacio, muy despacio. Fue un beso largo, eterno en esencia, ya que perduraría para siempre en su memoria.

—Todo va a salir bien, te lo prometo —le aseguró Ari una vez sus labios se separaron—. Tengo… tengo que irme ya. —La voz le tembló al decirlo. No quería despedirse, aún no, pero no le quedaba más remedio—. Todo va a ir bien —insistió.

—Más te vale —dijo él.

Lo tomó de la mano y se la apretó con fuerza antes de encaminarse, casi a la carrera, hacia la puerta. Mientras la abría se giró y lo contempló allí donde lo había dejado, inmóvil y con los hombros más caídos que de costumbre, observándola con aprensión, como si temiera que esa fuera la última vez que la veía. Ella le sonrió en un intento de tranquilizarlo y de tranquilizarse, y entró en la casa.

Iba a anunciar su llegada dando una voz, pero un repentino cosquilleo en la nariz la obligó a detenerse. Estornudó con fuerza, tanta que hasta levantó ecos en el porche. Tenía tendencia a acatarrarse y no podía olvidar que la noche anterior había paseado en pijama por las calles. Estuvo tentada de lanzarse el conjuro de sanación que le había enseñado Evan, pero decidió dejarlo pasar.

—¡Mirad quién nos honra con el regalo de su presencia! —Escuchó decir a su madre. Salió de la cocina, maniobrando ágil en su silla. Llevaba una camiseta negra en la que se podía leer «¡Todo va sobre ruedas!». A su madre a veces el humor se le escapaba de las manos—. ¿Se puede saber dónde andabas, cariño? Tu padre ya quería reconvertir tu cuarto en gimnasio.

—De aquí para allá —dijo—. Hemos perdido la noción del tiempo, lo siento.

La había llamado para explicarle que iba a comer fuera con Marc, y aunque no lo había dicho de manera abierta, le había quedado claro que no le gustaba la idea de que saliera como si tal cosa tras el incidente del bar del Caníbal.

—¿Qué habéis comido?

—Unas hamburguesas —contestó ella, torciendo el gesto—. Unas hamburguesas horribles, por cierto. Comida basura pero de verdad.

—Pues aquí te has perdido un soberbio asado y una soberbia fuente de alas de pollo a la barbacoa de las que tanto te gustan.

—¿Por qué es la vida tan cruel conmigo?

—No sufras. Te he apartado unas cuantas para esta noche.

—Esta noche también salgo —dijo.

—Oh —sonó decepcionada—. ¿Con Marc otra vez?

—No, con una amiga de clase. —No le gustaba mentir a su madre, pero dar la explicación real quedaba fuera de toda discusión. Ahora mismo ser sincera la llevaría de cabeza y de inmediato a ver a su psicólogo, sin preocuparse siquiera en concertar cita. Y la siguiente parada sería una habitación bien acolchada. Su madre vio algo en la expresión de su rostro que le hizo fruncir el ceño.

—¿Cómo estás? —quiso saber—. ¿Has tenido más sueños raros? ¿Más… episodios?

—No —contestó, resignada—. Me encuentro bien. De hecho, me encuentro muy bien. No sé qué me pasó ayer, pero estoy recuperada del todo. Puede que mi cerebro anduviera un poco tonto con eso de comenzar a soñar otra vez.

—Me da igual lo que pienses, mañana iremos a ver a Joanes. De esa no te libras.

Ari asintió, resignada. El mañana le parecía algo muy lejano. Su percepción del tiempo había entrado en una nueva fase, una fase lenta, donde los minutos eran eternos y los segundos pesaban toneladas; todo lo que pudiera suceder tras la subasta era terreno ignoto, zonas tan inexploradas como la cara oculta de la luna. Se obligó a conversar de trivialidades con su madre unos minutos más para guardar una apariencia de normalidad, luego puso rumbo a su cuarto y a la titánica tarea de decidir cuál era la ropa adecuada para ser cómplice de un robo.

—¿Me has echado de menos? —preguntó cuando, al pasar junto al salón, vio a su hermano tumbado en el suelo jugando con la consola—. Si es que te habías dado cuenta de que me había ido, claro.

—¡Mamá! —gritó Steve, sin dignarse a mirarla—. ¡Se nos ha colado una indigente en casa! ¿Qué hago?

—¡Llama a la policía, cariño! —gritó su madre desde la cocina.

—¿No puedo dispararle yo?

—¡Mejor que lo haga la policía! ¡Tiene mejor puntería!

Ari, siguiendo un impulso, decidió sentarse en el sofá para ver jugar un rato a su hermano. Steve manejaba un hombre con armadura roja de aspecto imponente, armado con un látigo de cadenas, que sostenía una lucha encarnizada contra la manada de hombres lobo que lo había emboscado en mitad del bosque.

—¿Qué se supone que eres? —le preguntó.

—Un cazador de vampiros —contestó él con gravedad—. Un cazador de vampiros en misión sagrada.

—Pero eso no son vampiros. Son hombres lobo.

—No soy racista. Y además es en defensa propia. Yo iba a lo mío y ellos me han atacado.

—¿Y no puedes arreglar las cosas hablando?

—Claro, el mando venía con el botón de hacerte amigo de los bichos que quieren comerte, pero se ha debido de romper.

—Y solo funciona el botón de reducir a pulpa, ¿no?

—Eso es. Bueno, y el de saltar. —Y para demostrarlo el personaje en la pantalla dio un salto espectacular en el aire, giró la cadena en amplios círculos sobre su cabeza y luego volvió a tierra, provocando a su alrededor un estallido de energía. Los hombres lobo estallaban en pingajos sanguinolentos a su paso, dejando esferas de luz que el cazavampiros absorbía.

Ari sonrió mientras veía jugar a su hermano. Qué poco se parecía aquel muchacho al niño que había llegado al orfanato hacía tanto tiempo. Qué poco se parecía ella a aquella muchacha al borde del suicidio. La pesadumbre y la agonía se habían desvanecido; ya no vivían la vida como si fuera un peso amargo, un lastre con el que cargar, ahora era una experiencia sublime a la que intentaban sacar todo el provecho posible. El pasado aciago que los había dejado maltrechos y ateridos había quedado atrás. Ella había olvidado el suyo y Steve había conseguido desterrarlo por completo. Habían salido adelante, con secuelas, sí, pero habían sobrevivido.

—Me miras demasiado —dijo Steve—. Y me pone nervioso que me miren demasiado. ¿Te pasa algo?

—No me pasa nada —contestó ella—. Estaba pensando en cuánto has crecido. Cuando te conocí eras un retaco, no abultabas un palmo del suelo y ahora mírate. Si sigues creciendo el peluquero tendrá que cortarte el pelo en dirigible.

—Y tú serás ese dirigible si sigues engordando.

—Yo también te quiero, niño monstruo.

Steve sonrió, complacido, y continuó con la masacre de hombres lobo.

Ari lo abandonó a su suerte en la sala de estar y subió las escaleras a la primera planta. Se hacía tarde, pero antes de ir a su cuarto fue en busca de su padre, y no solo con la intención de saludarlo. El encuentro con Evan le había dejado muchas dudas, y tenía la sospecha de que él podía ayudarle a despejar al menos una de ellas. Lo encontró donde esperaba, en su estudio, leyendo un libro medieval sobre la confección de marionetas. Por el olor a incienso de la estancia comprendió que había recaído en el curioso hábito de fumar en pipa e intentar ocultarlo.

—¡La ilustre desaparecida! —exclamó al verla entrar. Cerró el libro y la miró con severidad sobre la montura de sus gafas—. Tu madre no ha dejado de mascullar y gruñir durante toda la comida. ¿Cómo se te ha ocurrido perdértela, loca? ¿Qué puede ser más importante que la tradición de comer el domingo en familia?

—Mi novio y yo estamos en plena efervescencia sexual, papá. Por mucho que intentemos evitarlo a veces las hormonas nos pueden. ¿Te doy más detalles?

—¡Ni se te ocurra! —La bata azul que vestía resaltaba todavía más su aspecto benévolo y apacible. A Ari le resultaba difícil de creer que en el pasado hubiera sido un despiadado especulador—. ¿Cómo te encuentras? —se interesó. Estaba claro que él tampoco había olvidado lo sucedido el día anterior.

—Muy bien —contestó—. No he tenido visiones y me he mantenido consciente todo el tiempo, si es eso lo que quieres saber. —Se apoyó en el quicio de la puerta, cavilando cómo encarar el tema.

Su padre la miró con divertida curiosidad.

—Vale, estás poniendo tu cara de pedir dinero. ¿Cuánto necesitas? —quiso saber.

Ella negó con la cabeza. ¿De verdad tenía una cara para pedir dinero?

—No, no es eso. Es que hay algo a lo que llevo todo el día dándole vueltas. —Resopló—. Es sobre mi pasado. —Y nada más mencionarlo, al igual que siempre que hablaban del tema, se sintió culpable, como si la mera idea de interesarse por su pasado pusiera en entredicho lo mucho que adoraba su presente—. Siempre hemos pensado que si nadie ha intentado encontrarme nunca es porque o me dieron por muerta o porque, la verdad, no había nadie a quien yo le interesara lo bastante como para buscarme. Pero, ¿y si no fue así? ¿Y si ha habido gente que ha intentado dar conmigo durante todo este tiempo? —Se encogió de hombros—. La cuestión… Lo que me pregunto es que, si de verdad lo hubieran hecho, si de verdad lo hubieran intentado, podrían haber seguido mi rastro sin problemas, ¿no es así?

La expresión del rosto de su padre había ido cambiando a medida que ella hablaba.

—¿Has recordado algo? —le preguntó, preocupado.

De nuevo optó por la mentira.

—No, pero puede que tengáis razón y que esos sueños sean síntoma de que empiezo a hacerlo. Y sí, no puedo dejar de pensar en ello, en toda esa vida olvidada, en todos esos años de los que no sé nada. Y entre todas las cosas que pienso está esa: la de que no entiendo cómo es posible que nadie me haya buscado durante todo este tiempo. Debía de tener amigos, familia… Debía de importarle a alguien, ¿no? Supongo que en Alemania habrá registros y archivos que digan dónde estoy. Puede que no sean del dominio público, pero alguien con verdadero interés habría encontrado el modo de acceder a ellos. —Y más si ese alguien contaba con habilidades mágicas, pensó.

Edmund se mordió el labio inferior y ese gesto le dio más aire todavía de pirata ofuscado.

—Para serte sincero tu adopción se salió de los cauces legales. —Se removió incómodo en la butaca. Dejó las gafas sobre la mesa, en un evidente intento de ganar tiempo y ordenar sus pensamientos—. La burocracia alemana amenazaba con empantanar todo el proceso —le explicó—. La cosa se podría haber alargado durante meses, y sin garantía de llegar a buen puerto… Yo había caído en desgracia, sí, pero todavía tenía influencia entre cierta gente. Muchos me debían favores. Y me los cobré para acelerar el tema.

—¿Nos robasteis? ¿Somos niños robados? ¡No me lo puedo creer!

—Algo así, sí. No me preguntes por los detalles porque los desconozco, dejé la operación en manos más hábiles que las mías. La cuestión es que lo que podía haberse eternizado y acabar mal, finalizó pronto y lo hizo bien. —Sonrió con timidez—. Siento no poder darte mejor ejemplo moral, cariño. Os queríamos con nosotros.

—¡Somos adoptados ilegales! ¡Qué espanto! —A pesar de su dramática reacción se sentía aliviada. Ahora comprendía por qué ni Evan ni su hermandad habían logrado localizarla—. ¡Vivo entre delincuentes!

—Pero te queremos —dijo él—. A pesar de todo, te queremos.

Ari sonrió.

—Lo sé —dijo, admirada y conmovida. Aquel hombre había sido capaz de renunciar a sus principios para tenerlos con él. Nunca se había sentido tan agradecida, tan feliz y, al mismo tiempo, nunca había tenido tanto miedo de perderlo todo.