EL MUNDO OCULTO

EL MUNDO OCULTO

—¿Quién eres? —preguntó Ari, todavía con el sabor de los labios de aquel joven en la boca. La voz le temblaba—. ¿Qué está pasando aquí?

—No hay tiempo —murmuró Evan. Se llevó las manos al estómago y torció el gesto—. Presta atención, por favor. —La miró a la cara y contemplar de nuevo aquel ojo oscuro, idéntico al suyo, hizo que se estremeciera—. Coge mis manos y repite lo que voy a decir, sin equivocarte, sin dudar, palabra a palabra. Es magia sencilla, pero a mí no me queda energía para convocarla. Espera, antes, antes… —Le faltaba el aliento—. La barracuda vendrá. No puede estar lejos y la cabrona huele la magia. Voy a necesitar que me ayudes contra ella. Haz lo que te diga cuando te lo diga, ¿de acuerdo? Haz lo que te diga o los dos acabaremos muertos.

¿Magia? ¿La barracuda? ¿Así se llamaba la criatura que lo había herido? La única explicación que se le ocurría para todo aquello era que continuaba soñando. Pero… ¿podían los sueños ser tan vividos?

—Tus manos, deprisa —la apremió el joven. Ari lo obedeció sin pensar, ya no quedaba tiempo para dudas. Tenía la boca seca y el corazón disparado en el pecho, y aún se le aceleró más al tocar las manos de Evan—. Diré el hechizo dos veces —le advirtió este—. La primera solo escucha… la segunda repítelo a medida que yo lo haga.

Ella asintió y él, tras dedicarle una sonrisa de claro agotamiento, comenzó a hablar: las palabras que salían de su boca no tenían el menor sentido para Ari, parecían mezclas aleatorias de sílabas, sonidos al azar sin semejanza alguna con ningún idioma que pudiera reconocer. Intentar memorizar aquella jerigonza era imposible. Tras un largo minuto de confuso recitar, Evan calló. A cada instante que pasaba estaba más pálido. La miró a los ojos, sonrió de nuevo y comenzó con aquel galimatías desde el principio. Ella se obligó a concentrarse y le siguió como le había pedido que hiciera: sin dudar, pronunciando cada palabra un instante después de que él lo hiciera.

De pronto, notó un calambre en las muñecas, una corriente eléctrica que recorrió su antebrazo de parte a parte, con tal salvajismo que creyó estar a punto de arder. Luego, con una brusca sacudida, aquella energía insólita le saltó a la punta de los dedos y, de ahí, salió despedida en busca de la herida de Evan. Al instante, la enorme brecha que abría el vientre del muchacho comenzó a cerrarse. Los pliegues ensangrentados temblaron y retrocedieron como si manos invisibles tiraran de ellos. Ari no se sorprendió al verlo. Eso, exactamente eso, era lo que debía ocurrir. Continuó con aquella incongruente salmodia, con aquella ristra de palabras sin sentido que obraba lo imposible y que, al igual que el beso, despertaba en su memoria ecos de otros tiempos. No era la primera vez que lanzaba aquel hechizo. No era la primera vez, comprendió, que salvaba la vida de aquel muchacho.

«¿Quién soy?», se preguntó. Y se corrigió al momento: «¿qué soy?».

El cuerpo del joven se estremecía bajo su contacto. Lo sentía vibrar al compás de la energía que fluía de sus dedos.

El hechizo terminó al fin, pero el daño a reparar era tan tremendo que no le extrañó ver cómo Evan comenzaba a recitarlo otra vez. Y ella lo siguió de nuevo, repitiendo sus palabras apenas las pronunciaba.

Ambos se miraron a los ojos. El color poco a poco regresaba al rostro de Evan, desterraba la palidez fatal que había tenido hasta unos instantes antes; sus labios, aquellos labios que acababa de besar, enrojecían por momentos, se llenaban de vida. Estaba funcionando. La magia restañaba la herida, la cerraba. De pronto, Evan se envaró, tenso. Apartó la vista de Ari para mirar hacia la boca del callejón. No dejó de repetir el hechizo en ningún momento, pero en su voz se notaba ahora tensión. Ari no miró hacia atrás, pero fue consciente de que algo se aproximaba. Una oleada de frío intenso le mordió la base de la nuca, una suerte de premonición terrible.

—Ya viene —murmuró el joven, confirmando sus temores. La apartó con delicadeza, rompiendo en el acto la corriente de magia sanadora que los unía—. Ya viene —repitió.

La herida había reducido su tamaño de forma considerable, pero estaba lejos de haberse curado. La carne lucía violácea a través de la ropa desgarrada y la sangre continuaba manando. A pesar de ello, Evan se levantó. Lo hizo despacio, con la vista fija en la entrada del callejón. Cuando estuvo de pie se envolvió en la capa y quedó inmóvil, alerta. Tenía los dientes apretados y una expresión de fiera determinación en la cara. Ari no podía apartar la vista de él. Su rostro la abrumaba, no había otra forma de expresarlo; la perfección de aquellos rasgos, la dureza de su mirada, la desarmaban. Evan era de una hermosura implacable, fiera. De pronto, el muchacho salió de su inmovilidad y se le acercó, de forma tan brusca y rápida que ella, sobresaltada, a punto estuvo de gritar. Evan sacó de la nada un colgante negro con forma de estrella de mar, de brazos retorcidos y ondulados, y, antes de que pudiera reaccionar, se lo colgó al cuello.

—Pase lo que pase, no te la quites —le advirtió.

En ese momento se escuchó un rugido sobre el murmullo del viento seguido de un retumbar sordo: pasos que se aproximaban.

Evan señaló hacia un lateral del callejón. Allí se veía un pequeño soportal, apenas un mero escalón que daba a una puerta metálica, pegoteada de carteles. La muchacha comprendió en el acto lo que le pedía. Asintió y corrió hasta la puerta. Ni siquiera fue consciente de que el pie lastimado ya no le dolía; la magia también había curado aquel corte. Se apretó contra el soportal en el mismo instante en que una sombra irrumpía en el callejón. Ari entornó los ojos. Había algo allí, algo impreciso, un borbotón de niebla acerada, un nubarrón informe… Cerró el ojo derecho, su ojo azul, y la figura se concretó.

Era, por supuesto, el mismo espanto que había visto durante su visión en el bar del Caníbal. Un engendro acorazado de dos metros y medio de altura, doblado por el peso de una inmensa joroba de la que surgía un caos de huesos. Tenía unos ojos diminutos, enterrados en dos nichos óseos. Sus garras, de múltiples dedos, se abrían y cerraban sin cesar. Emitió un sonido a medio camino entre un siseo y un rugido y se adentró en el callejón.

—Tengo que reconocer que eres tan feo como insistente —murmuró Evan y se encaminó despacio al encuentro de la criatura mientras desenvainaba la misma daga azul que Ari había visto en su visión—. Es culpa mía, lo admito —dijo el muchacho. La barracuda se había detenido y lo observaba aproximarse—. Me llevé lo que no era mío y por eso comenzó esta cacería. Pero ya no tengo lo que buscas. —Y a continuación se giró a medias hacia Ari y la señaló con un dedo—. Ahora lo tiene ella.

La muchacha resopló, sobrecogida al verse descubierta de ese modo. El monstruo apartó la vista de Evan para mirarla y sus diminutos ojos negros se entrecerraron aún más al reparar en el colgante que llevaba al cuello. Soltó un gruñido y fue hacia Ari, en una salida explosiva, acelerada. Evan intentó apartarse de su camino, pero la bestia lo arrolló sin contemplaciones. Ari gritó al verla llegar.

Sin saber qué hacer, abandonó el abrigo del soportal. No tenía escapatoria. El callejón era demasiado estrecho y la barracuda demasiado grande. La criatura cargó contra ella. La joven se arrojó al suelo de forma instintiva y esquivó por pura suerte las garras que buscaban destrozarla. Se coló entre las piernas del monstruo e intentó escapar a rastras, pero antes de conseguir avanzar un solo metro aquel engendro la aferró de la pantorrilla y tiró de ella hacia arriba. Ari se encontró alzada bocabajo en el aire, dando brazadas y gritando histérica. Entrevió un borrón de oscuridad sobre su cabeza y se encogió como pudo, aterrada. Iba a matarla. Aquella cosa iba a matarla.

De pronto, la barracuda soltó un rugido y retrocedió a trompicones, zarandeándola de un lado a otro como un niño a un muñeco. Evan había saltado sobre su espalda y le había envuelto la cabeza con su capa, cegándola; el joven se afianzó como pudo en la joroba huesuda y, dando un grito, apuñaló al monstruo en el cuello. Este aulló de dolor e intentó golpearlo con su zarpa libre mientras redoblaba su presa sobre la pierna de Ari. Evan consiguió esquivar el ataque y se escoró hacia un lado al tiempo que lo apuñalaba otra vez. La barracuda volvió a gritar. Soltó a Ari de mala manera y se revolvió frenética en un intento de quitarse de encima a su atacante. La muchacha rodó por el callejón encharcado mientras Evan se zafaba como bien podía de las acometidas de su enemigo. Cuando se disponía a apuñalarlo por tercera vez, un puñetazo soberbio sin posibilidad de esquiva lo lanzó volando por el aire. Chocó contra la pared del callejón y cayó como un fardo entre la basura apilada. El monstruo, ciego de furia, se giró hacia él, profiriendo tal alarido que a Ari le sorprendió que los cristales de las ventanas no se hicieran pedazos.

Evan se retorcía entre las bolsas de basura, intentando levantarse. Su brazo derecho se agitaba de manera extraña, como si no estuviera del todo unido a su cuerpo.

—¡La daga! ¡Coge la daga! —le gritó a Ari al tiempo que señalaba el arma. Esta había caído muy cerca de ella, apenas a un metro de distancia, pero la joven no encontraba modo de salir de la inmovilidad. Estaba en shock, sobrepasada por los acontecimientos.

Evan logró incorporarse a medias justo cuando la barracuda saltaba sobre él, barriendo el aire con sus zarpas.

—¡Cógela! —insistió mientras se arrojaba hacia la izquierda en un intento de apartarse del monstruo. Pero fue demasiado lento. Una de las garras impactó en su cadera y lo hizo girar en pleno salto. La barracuda alzó sus puños y, convertidos en martillos, los dejó caer sobre el estómago del joven. Ari lo vio doblarse sobre sí mismo y escupir un cuajaron de sangre. Aquella visión la hizo reaccionar. Si Evan moría, ella sería la siguiente. Se abalanzó hacia la daga y la empuñó. Apenas pesaba y no era de extrañar: la hoja, por imposible que pareciera, estaba hecha de humo. Se levantó y corrió hacia la barracuda. Evan rodaba entre la basura, en un frenético intento de evitar las acometidas del engendro. A Ariadna le sorprendió ver que todavía estaba vivo.

—¡Clávasela! —le escuchó gritar—. ¡Y hazlo antes de que me mate!

Lanzó un mandoble hacia el torso de la barracuda, pero su gesto fue tan torpe que estuvo más cerca de herir a Evan, que luchaba por incorporarse, que al monstruo.

—¡A mí no! —gritó el joven mientras evadía un nuevo zarpazo de su adversario—. ¡A él! ¡Clávasela a él!

El brazo de la barracuda barrió el aire sobre la cabeza de Ari; su enorme corpachón se interpuso entre Evan y ella y, decidida, aprovechó el momento para apuñalarla con todas sus fuerzas. El cuchillo se hundió de lleno en su costado, como si fuera la barracuda quien estuviera hecha de humo en vez del arma. La criatura aulló otra vez de dolor y se giró hacia su nueva atacante. Ari estaba mareada. Escuchó gritar a Evan justó en el instante en que el monstruo atacaba. Ni siquiera intentó esquivar el golpe. La zarpa izquierda de aquel espanto le desgarró el torso del hombro izquierdo a la cintura. La derecha voló hacia su cabeza.

Lo último que sintió fue un tremendo golpe en la sien. Luego el mundo se llenó a rebosar de tinieblas. Después no hubo nada.

* * *

Despertó bajo la lluvia. Se encorvó en el suelo e intentó gritar. Pero ni una palabra acudió a su boca, solo un gemido sin aire. Tuvo la disparatada idea de que su voz se había convertido en polvo, en ceniza. Abrió los ojos. El mundo era un caos de siluetas duplicadas, de nubes negras que pendían del cielo como grotescas cabezas que se acercaran a contemplar su agonía. Evan estaba acuclillado junto a ella y la observaba preocupado con sus ojos dispares. El dolor era insoportable, más del que nadie cuerdo podía manejar. Se intentó llevar una mano al cráneo, pero el joven se apresuró a detenerla cogiéndola de la muñeca.

—No te toques… —le advirtió y en su voz se entrevió verdadera alarma—. Y repite conmigo el hechizo, repítelo otra vez… —Las piernas le fallaron mientras hablaba y cayó de rodillas a su lado. Tenía la cara bañada en sangre, hinchada y amoratada, y por el modo en que le colgaba el brazo derecho era evidente que lo tenía roto. Evan comenzó de nuevo con el sortilegio y ella intentó seguirlo, pero su voz era apenas un gemido, un susurro agónico: insuficiente para invocar la magia. Le habían quitado las palabras y, a cambio, le habían llenado de arena la garganta.

¿Se estaba muriendo? ¿Era eso? El cielo nunca le había parecido tan negro, vacío y lejano. ¿Eso se sentía al morir? ¿Esa pérdida? ¿Esa angustia? ¿Esas ganas de gritar? No podía ser verdad. No podía ser cierto. Tenía tanto que perder. Su familia, Marc, su pasado a punto de desvelarse, su futuro… Todas las sonrisas, todos los besos… Sería tan injusto morir ahora. Tanto por hacer. Tanto por saber.

Se rebeló contra la muerte. Rebuscó en su interior las energías necesarias para poder hablar y, para su sorpresa, las encontró: las palabras regresaron a sus labios, lentas y pesadas, pero vivas. Y con ellas regresó la magia. El hechizo de curación los bañó a ambos al momento y, poco a poco, la agonía comenzó a mitigarse. Tomó aliento entre hechizos. Lo iba a conseguir. Iba a vivir. Perdió la cuenta de las veces que Evan la obligó a repetir el sortilegio. ¿Tan graves eran sus heridas? Su voz fue ganando en fortaleza, su pulso se estabilizó. Cuando intentó incorporarse, Evan se lo permitió. Ya no era necesario que la guiara con el hechizo. A fuerza de repetirlo lo había memorizado. «No», se corrigió mientras lo lanzaba por enésima vez, «a fuerza de repetirlo, lo he recordado».

Al cambiar de postura pudo ver a la barracuda. El monstruo estaba a apenas unos metros de distancia, tirado en un charco de sangre negra. Tenía los ojos abiertos y estaba vivo sin duda alguna. Alargaba ambos brazos en su dirección y abría y cerraba despacio y al mismo tiempo las garras y la boca. El odio y la rabia que se traslucían en su mirada le hicieron estremecerse. ¿Había sido ella quien había tumbado a esa cosa? Justo cuando se hacía esa pregunta, la barracuda se convulsionó. Todo su cuerpo se agitó como si no fuera más que gelatina y acto seguido, con una explosión sorda, se desintegró. Su enorme corpachón se convirtió en humo negro, en una nube densa que se quedó flotando en el callejón, sin disgregarse lo más mínimo a pesar del fuerte viento. Evan, que había mirado sobre su hombro al escuchar la explosión, se giró otra vez hacia ella:

—Volverá —le explicó—. En unas horas se hará sólida de nuevo y vendrá otra vez a por mí. La daga solo consigue frenarla un tiempo, nada más.

—Pero, ¿qué es esa cosa? —preguntó ella.

—Una barracuda —contestó—. Y no, no tienen nada que ver con las de la Tierra. Son demonios custodios que los hechiceros vinculan a sus posesiones más valiosas. La barracuda entra en nuestro mundo si alguien roba el objeto al que está atada. Y nada la detendrá hasta recuperarlo. Son incansables. E indestructibles. Sencillamente, no se las puede matar. La daga con la que la hemos tumbado es muy especial. Fue forjada con la sangre de un dios con el propósito de matar a otro. Creí que iba a ser suficiente para acabar con ella, pero me equivoqué: solo puede frenarla.

—Y tú robaste el colgante al que estaba vinculada —dijo mientras se lo quitaba del cuello y se lo tendía. El tacto de aquella cosa era repugnante.

Evan asintió.

—La estrella Nefanda —dijo mientras la ocultaba otra vez de la vista—. Es una pieza sagrada que varios cultos demoniacos se disputan desde hace siglos. Y yo se la he robado a uno para entregárselo a otro. Un trabajo muy sencillo, el único problema es que se olvidaron de mencionarme el detalle de la barracuda. —Gruñó—. ¿Puedes andar? —le preguntó entonces.

Ella se encogió de hombros. La magia podía haberla curado, pero el recuerdo del dolor que acababa de sentir seguía presente. La atenazaba por dentro. Se preguntó si no estaría en shock. Era probable. No podía apartar la mirada de la nube de humo negro que seguía en el lugar que antes había ocupado la barracuda, casi se podía distinguir cómo comenzaba a recuperar su forma.

—¿Y si volvemos a apuñalarla? —quiso saber.

Evan negó con la cabeza. Su cara seguía manchada de sangre, pero las heridas habían desaparecido. También la rigidez de su brazo.

—La daga solo le afecta cuando es sólida. Ahora sería como intentar matar a una nube a cuchilladas. —Se levantó, no sin dificultades. Parecía agotado—. Tenemos que marcharnos cuanto antes —le dijo—. Esa cosa ya ha estado a punto de matarme dos veces hoy, y no me apetece tentar más a la suerte.

—¿Por qué no le devuelves la estrella? ¿No te dejaría en paz si lo hicieras?

Evan la sorprendió al echarse a reír. Y su risa le resultó tan familiar que se sintió mareada. Los recuerdos pugnaban de nuevo en su mente. Tenía la impresión de que todo estaba a un segundo de desvelarse.

—Lo haría si pudiera, te lo aseguro —le explicó Evan—. Pero hay un contrato de por medio y los contratos para la gente como yo son sagrados. Si rompo mi palabra, no valgo nada. Y si no valgo nada es preferible estar muerto.

—¿Quién eres? —le preguntó ella de nuevo. Y, a continuación, le hizo la pregunta que en realidad quería hacerle, la que llevaba haciéndose a sí misma desde hacía tanto, tanto tiempo—: ¿Quién soy yo?

—Ariadna —le contestó. Le tembló la voz al pronunciar su nombre y ella se estremeció al oírselo—. Ariadna, Ariadna, Ariadna… —Sonrió mientras se acercaba a la muchacha—. Llevo cuatro años buscándote, ¿sabes? Cuatro años intentando dar contigo. Y cuando ya había perdido la esperanza, cuando ya me había resignado a no verte jamás, aquí estás de nuevo. —Ella retrocedió, cohibida no por su proximidad sino por las emociones que esta despertaba. Se preguntó si intentaría besarla de nuevo y se descubrió deseando que lo hiciera y, al mismo tiempo, temiendo que así fuera. Evan le tendió la mano, todavía sucia de sangre—. Vámonos de aquí —le pidió—, no es seguro tener a esa cosa cerca. Ven conmigo. Tengo mucho que contarte.

—Ni tú ni yo formamos parte de este mundo —comenzó Evan y con el gesto de su mano pareció querer abarcar no solo el pequeño parque en el que se encontraban, sino la ciudad entera—. Nos abandonaron nada más nacer, nos repudiaron antes siquiera de que hubiéramos abierto los ojos. A ti te encontraron en un contenedor. A mí en el maletero de un coche abandonado. Ya lo ves, Ariadna, nos echaron de esta tierra a patadas nada más salir del vientre de nuestras madres.

Ari lo escuchaba atenta, sentada con las piernas cruzadas en el banco y envuelta en la capa que Evan le había echado por encima. La muchacha había apreciado su gesto, no solo por el frío, también porque tras aquella aventura surrealista su pijama había acabado destrozado. No podía apartar la vista del joven. Sus palabras, en aquel instante, eran el centro de su existencia. Sus palabras traían consigo su pasado. No solo eso: traían consigo un mundo nuevo, un mundo oculto donde la magia y los monstruos eran reales.

—Es muy probable que hubiéramos muerto entonces —continuó Evan—. Y allí habría terminado nuestra historia: tú en tu contenedor y yo en mi maletero. Pero tuvimos suerte, ese día la Hermandad andaba buscando nuevos reclutas, nos encontraron y se hicieron cargo de nosotros.

—¿La Hermandad?

—Eso es. Ha tenido muchos nombres a lo largo de los siglos: la Orden de la Tibia y la Calavera, la Cofradía, los Hermanos de Hermes… —Se impulsó en el banco para sentarse en lo alto del respaldo—. Pero hace tiempo que dejaron de lado los apellidos. Decidieron que no los necesitaban cuando todo el mundo sabía quiénes eran.

—¿Es una secta o algo por el estilo? —preguntó, con un punto de preocupación. Su pasado siempre le había producido cierta inquietud, ahora, directamente, le daba miedo.

De nuevo escuchó la risa de Evan y otra vez se estremeció al oírla. No había conocido nunca a nadie que la perturbara tanto. Al menos no recordaba haberlo hecho.

—Son seguidores de las doctrinas de Hermes, un antiguo dios griego, sí, pero no le rinden culto ni hacen sacrificios en su honor si eso te preocupa. En el fondo, la Hermandad solo cree en sí misma y en los contratos que firma con sus clientes. —Sonrió conciliador, consciente del evidente desconcierto de la muchacha—. Son ladrones. Y hasta hace cuatro años formábamos parte de ellos.

—Ladrones —murmuró Ari, anonadada, como si fuera la primera vez que oía semejante palabra y se le escapara el significado.

—Ladrones —le confirmó Evan—. Sí, sé que no es una actividad como para sentirse orgulloso, pero con el tiempo se te olvida y hasta disfrutas con ella.

—Era una ladrona. —Ari seguía sin dar crédito a aquella noticia. El hecho de que en su vida pasada hubiera sido una delincuente le parecía tan sorprendente como el ser capaz de hacer magia.

—Y de las buenas —le aseguró él—. Formábamos un equipo brutal, tú y yo.

—Espera… ¿dices que esa hermandad usa niños para robar?

—Hay encargos para los que es mejor usar niños —le explicó Evan—. Si lo piensas bien, verás que tiene sentido. Inspiran confianza y además son capaces de llegar a lugares donde a un adulto le resultaría complicado acceder. Pero no le des mucha importancia, por favor. La Hermandad nos convirtió en ladrones, sí, pero a cambio nos salvo la vida —levantó de un salto para quedar de pie sobre el respaldo del banco—. Al principio no era más que un juego: nos animaban a robar en las cocinas, nos ponían pequeños retos que debíamos superar: joyas de otros hermanos que había que conseguir, libros que teníamos que cambiar de lugar… —Se echó a reír—. ¿Sabes cuál fue nuestro primer encargo real? ¡Tuvimos que robarle la dentadura postiza a Glada Maery, una hechicera decrépita! ¡La que montamos! ¡La vieja bruja estuvo a punto de atraparnos! —Saltó del respaldo del banco y se acuclilló a su lado, tan cerca de ella que era capaz de oler su sudor—. Poco a poco nos fueron dando otros encargos —continuó—. Éramos buenos, Ariadna. Muy buenos. Hablaban sin parar del futuro espléndido que nos aguardaba. Hasta el maldito día en que todo salió mal. El día en que te perdí. —Guardó silencio. Durante un largo rato se limitó a mirarla sin decir palabra.

—¿Qué ocurrió? —preguntó ella cuando no pudo soportar más su escrutinio. La cercanía de Evan la alteraba de manera inconcebible. Sentía la imperiosa necesidad de besarlo, de acariciarlo, de arrancarle la ropa…

—Algo extraño ocurrió durante nuestro último robo —contestó él. Por el modo en que la miraba era evidente que sus pensamientos iban por el mismo camino que los de ella. La devoraba con los ojos—. Nos estaban esperando. La mansión que debíamos asaltar estaba repleta de mercenarios y monstruos. —Hizo un gesto hosco, como si reviviera un recuerdo desagradable—. Por suerte no íbamos solos. Por desgracia eso tampoco sirvió de mucho. Fue una verdadera batalla. Y la Hermandad la perdió. —En sus ojos quedó claro la desazón que le producía revivir aquello—. Un hechizo de éxtasis te atrapó en la segunda planta, una burbuja de pura magia se cerró a tu alrededor. Era un sortilegio demasiado fuerte y no pude hacer nada contra él. Y menos con todo el caos que teníamos alrededor. Cuando estábamos más desesperados, cuando ya no veíamos salida posible, lo hiciste.

—¿Qué fue lo que hice?

—El hechizo de olvido, un sortilegio que borra los recuerdos y la identidad y que nos hacen aprender a todos antes siquiera de enseñarnos los rudimentos del robo. Así es cómo la Hermandad protege sus secretos. Me miraste, me ordenaste que escapara y lo lanzaste sobre ti. «Adiós, Evan», fue lo último que te oí decir. «Adiós, Ariadna», te dije yo.

—¡Lo recuerdo! Recuerdo eso. Después no hay nada. Solo vacío. ¿Conseguiste escapar?

—A duras penas. Cuando intentaba huir alguien me disparó por la espalda. No sé qué ocurrió después. Desperté tres meses más tarde en un hospital a doscientos kilómetros de distancia. ¿Cómo llegué allí? No tengo ni idea. Solo sé que me encontraron medio muerto en una cuneta y que por lo visto estuve semanas debatiéndome entre la vida y la muerte. La policía andaba muy interesada en mí y en mis heridas, por supuesto, pero una vez recuperé la consciencia me los quité de encima y me largué de allí.

»Cuando regresé con la Hermandad supe que me habían dado por muerto y que tú habías desaparecido. —Bajó la voz de pronto, como si el recuerdo de lo sucedido le ensombreciera todavía el ánimo—. No solo te perdí a ti, ¿sabes? También los perdí a ellos, a la Hermandad. A los que habían sido mi familia hasta entonces. Fue un cúmulo de circunstancias… —resopló, como si le costara trabajo explicar aquella parte de su historia—. A veces peco de paranoico, lo admito. Pero había cosas que no me cuadraban en la emboscada. Me parecía sorprendente que nos hubieran podido engañar así como así, no sin contar con la ayuda de alguien de dentro. Comencé a ver fantasmas por todas partes. Me volví suspicaz, arisco. Intuía que algo iba mal, que algo se me escapaba, pero por mucho que me devané la cabeza no supe averiguar qué era.

»A eso hay que añadirle que no podía quitarme de encima la sensación de que la Hermandad no estaba haciendo todo lo necesario por encontrarte. Todo eso me desquiciaba. Me volvía loco. No podía dejar de pensar que parecía que todos a mi alrededor te habían olvidado. —La miró con fijeza—. Y yo no podía hacer otra cosa que pensar en ti. Cada segundo. Tuve varios encontronazos con otros miembros de la Hermandad, en algún caso fueron bastante violentos. Al final me harté y los dejé. No de buenas formas, como puedes imaginarte. Nadie abandona la Hermandad sin que haya consecuencias… Me establecí como ladrón por mi cuenta y comencé a aceptar encargos en todas partes del mundo. Pero nunca dejé de buscarte. Nunca. Llevo cuatro años intentando encontrarte, Ariadna. Cuatro años dando tumbos de un lado a otro, sin encontrar otra cosa que no fueran callejones sin salida y pistas falsas. Hasta hoy —añadió con una sonrisa.

—Hasta hoy… —repitió ella casi de forma mecánica.

Seguía resultándole imposible apartar la vista de él. Y de pronto sucedió, ocurrió lo mismo que el día en que averiguó lo que Marc sentía por ella: los sentimientos de Evan emergieron a la superficie, se hicieron visibles de forma nítida. Un proceloso caudal de pasión, de devoción intensa, se abrió paso, sin tomar una forma real pero tan clara a sus ojos como los propios rasgos que contemplaba. Y así fue cómo supo que Evan la amaba de forma voraz, devastadora, de una forma tan completa que se asustó. Nadie podía amar de semejante manera y mantenerse cuerdo.

—Estás leyéndome —dijo él. Su voz quebró el hechizo y los sentimientos volvieron a ocultarse bajo su piel, dejando a la vista solo la fiera belleza del joven.

—¿Leyéndote? —Sintió cómo se ruborizaba—. Solo te miraba, solo…

—Leías mis sentimientos —la interrumpió y todo posible tono recriminatorio en su voz quedó borrado por su sonrisa—. Eso hacías.

—¡Oh! —exclamó Ari. El calor en sus mejillas recrudeció, se sentía como una niña pillada en falta—. Lo siento mucho, no era mi intención. A veces sucede, no sé cómo ni por qué. Simplemente pasa, simplemente… —Entrecerró los ojos—. ¿Cómo te has dado cuenta? —Nada más formular su pregunta supo la respuesta—. También puedes hacerlo. —Y se sintió más expuesta ahora de lo que lo había estado antes, con el pijama destrozado, al comprender que aquel muchacho podía ver sus sentimientos de igual modo que ella podía ver los suyos.

Evan alzó un dedo y señaló su ojo derecho, el ojo idéntico al suyo. Tenía la uña manchada de hilos de sangre seca.

—Somos capaces de leer entre líneas —le dijo—. Nos han bendecido con la capacidad de ver lo que está oculto. Podemos asomarnos al alma de la gente, ver lo que sienten, averiguar si mienten o esconden algo, solo con mirar. Y no solo eso, cariño. Podemos encontrar puertas donde otros solo ven callejones sin salida, leer libros que nadie conoce e interpretar mapas que llevan a otras tierras… —Su ojo oscuro relució a la luz de los faros de un coche que pasó cerca de la plaza—. Unos nacen con el don de la lectura y lo perfeccionan con el tiempo. No es nuestro caso. Al poco de reclutarnos, cuando todavía éramos bebés, la Hermandad sustituyó uno de nuestros ojos por los de un lector muerto. —Al oír aquello, Ari se estremeció. ¿Aquel ojo no era suyo? ¿Un trasplante? ¿Llevaba el ojo de un cadáver?—. No solo nos proporcionaron el don de la lectura —continuó Evan—, el compartir un mismo par de ojos creó un enlace entre ambos que, a veces, en determinadas circunstancias, nos permite ver lo que el otro está mirando.

—¿Lees en mí? —preguntó ella—. ¿Estás leyendo en mí ahora?

—Podría hacerlo, pero no lo haré. Aunque me muero de ganas, te lo aseguro —señaló con una carcajada—. Hay una regla no escrita que dice que no es conveniente leer entre líneas en las personas que quieres y yo la sigo a rajatabla. Pero que eso no te impida leer en mí. Me has olvidado, Ariadna. Tienes que recordarme. Mírame. —Alzó los brazos en cruz para quedar expuesto ante ella—. Y lee en mí. No tengo nada que ocultarte. Nada que temer. Lo que ves es lo que soy.

Ariadna lo hizo, la tentación era demasiado fuerte. Entrecerró los ojos aunque sabía que solo uno de ellos era capaz de proporcionarle esa lectura profunda de la que Evan hablaba. Los sentimientos comenzaron a emerger, uno tras otro, capa tras capa: el cansancio acumulado en aquella larga noche; la tensión de la huida; la emoción del reencuentro; la certeza absoluta, dolorosa, de que haría cualquier cosa por ella, hasta dejarse matar llegado el caso. Y sobre todas esas cosas, imponiéndose a ellas de manera brutal, estaba ese amor desesperado que le profesaba. Su amor no era un sentimiento, era una fuerza de la naturaleza, una ley universal capaz de sostener mundos en el espacio o consumir estrellas.

—Vale —dijo Ari mientras sacudía la cabeza y apagaba aquella lectura—. Creo que voy a necesitar una pausa para asimilar todo esto. O eso o me vuelvo loca. —Se llevó la mano a la cara y se cubrió los ojos con la palma.

—No, Ariadna. —Él se acuclilló junto a ella y, con suma suavidad, le retiró la mano que tapaba sus ojos. Y Ari volvió a tenerlo ante sí y su visión de nuevo la dejó sin aliento—. Llevas demasiado tiempo ciega, es hora de que vuelvas a mirar. Es hora de volver a donde perteneces. Mírame, Ariadna.

»Has vuelto a casa.

* * *

—Abandonad toda esperanza —eso dijo Evan antes de abrir la puerta del edificio hasta el que la había guiado: una anodina construcción de dos plantas que Ari había tenido que mirar dos veces para poder ver, de tan común y simple que resultaba.

La joven dudó en el porche tras subir las escaleras. Una luz ambarina bailaba en el interior de la casa, una luz débil que parecía abrazarse a las sombras con la intención de resaltarlas en vez de disiparlas. No pudo evitar sentir cierta aprensión. Concentró su mirada en Evan e intentó averiguar las intenciones con las que el muchacho la había conducido allí. Para su sorpresa le resultó sencillo invocar a esa «lectura entre líneas» a la que el joven se había referido; hasta esa noche solo lo había conseguido por casualidad, pero de algún modo el reencuentro con su pasado había hecho que ahora le resultara sencillo recurrir a ella. A su acompañante pareció divertirle verla tan reticente.

—Jamás te haría daño —le dijo ante la puerta abierta—. Si hay una sola cosa en todo el universo en la que debas creer, cree en esa, por favor. Moriría antes de hacerte daño. —Y Ari supo que era cierto.

Lo primero que sintió al cruzar el umbral de la casa fue una profunda tristeza. Todo el lugar inducía a la melancolía, a una desazón densa y agobiante. Quizá fuera la luz, o tal vez algo inaprensible que se escapaba a los sentidos.

—Aquí ha ocurrido algo terrible —dijo Ari y hasta su propia voz le resultó extraña en aquel lugar: manchada de tragedia, de desolación.

—Nadie lo sabe con certeza, aunque casi todos los que entran tienen esa misma impresión —contestó Evan mientras la guiaba hasta una doble puerta acristalada. El pasillo terminaba en una escalera que conducía al piso superior. Le bastó una mirada a los peldaños para saber que no se atrevería nunca a subirlos. Lo que quiera que hubiera sucedido allí había tenido lugar en el piso de arriba. Aquella casa respiraba fatalidad, fatalidad pasada y fatalidad a punto de desencadenarse—. Las casas iguales son un misterio, aparecieron todas a un tiempo hace bastantes años —dijo el joven—. Son cientos, repartidas por todo mundo. Todas idénticas, todas iguales hasta en el detalle más pequeño. —Señaló al marco de la puerta que tenían a su derecha, en la madera alguien había grabado a cuchilla la letra uve, con el brazo derecho bastante más largo que el izquierdo y curvado hacia dentro—. Todas tienen esa marca en la puerta, todas tienen la misma luz, las mismas sombras, los mismos muebles y adornos… Nadie sabe si es la misma casa repetida una y otra vez o una única casa que se encuentra en multitud de lugares.

Ariadna miró a su alrededor. A excepción de aquella impresionante sensación de vacío y tristeza no había nada allí que indujera a pensar que estaba en una casa encantada. Todo era normal, pero esa normalidad, en aquel sitio, resultaba inquietante. Entre dos puertas había una tocador y sobre este varias figuras de porcelana, anodinas y mal pintadas.

—Parece una casa normal, pero no lo es —dijo Ari—. Lo noto en los huesos. —Su cuerpo comenzaba a experimentar una urgencia irracional por abandonar aquel edificio.

Evan asintió despacio.

—Aunque no lo parezca, estamos en uno de los lugares más extraños de todo el mundo oculto —dijo—. Aquí dentro la magia no funciona como debe y nadie ha podido leer entre líneas jamás entre estas paredes, por ejemplo. Es como… si no perteneciera del todo a nuestra realidad. No toques nada, por favor —se apresuró a decir al ver cómo Ari acercaba la mano a una de las figuritas de porcelana: una joven pelirroja que sostenía un paraguas de color azul cielo—. Es muy importante que todo permanezca igual a como lo encontramos. Los cambios pueden tener consecuencias imprevisibles. Cuentan que hay gente que ha desparecido aquí dentro por tocar lo que no debía.

—Vale, es el lugar más divertido del universo. ¿Para qué me has traído? ¿Para impresionarme?

—Sí, pero no con esto —respondió mientras abría la puerta acristalada. Esta daba a un amplio salón en cuya pared opuesta se veía una puerta idéntica a aquella en la que se encontraban—. Te he hablado de la magia, de la maravilla, del mundo del que has estado apartada durante años. Pero una cosa es hablar de todo eso y otra diferente que lo veas por ti misma.

En la sala aumentó todavía más la sensación de desastre inminente. Era una premonición pesada, una sensación física que le nacía de la boca del estómago y que atravesaba todo su cuerpo. Una mesa rectangular, repleta de un sinfín de representaciones de aves, ocupaba el centro de la estancia; las figuras eran de muy diferentes materiales, las había de cristal, de madera, de porcelana, hasta de papel. Alrededor de la mesa había un par de sillones de cuero desgastado y Ariadna no pudo evitar pensar en que alguien acababa de levantarse de ellos solo un instante antes. El resto del mobiliario lo componían una estantería llena a rebosar de libros, un cuadro de caza de marco dorado con un ciervo blanco huyendo a la carrera de tres perros negros, un gramófono cubierto de polvo y un mueble bar vacío. La luz provenía de la lámpara de araña que colgaba del techo.

Evan la guio hacia la puerta opuesta, gemela en todo a la que habían usado para entrar.

—Esto quizá te resulte un poco desconcertante —comentó mientras abría la puerta y la invitaba a pasar con un gesto.

Para asombro de Ari, se encontró de regreso al pasillo de entrada. Contempló aturdida la mesita con la figura de la muchacha pelirroja que hacía apenas unos instantes había estado a punto de tocar. Miró hacia atrás. La habitación que quedaba ahora a su espalda era la misma que acababa de atravesar, solo que los muebles y objetos que contenía habían dado un giro de ciento ochenta grados, lo que debía estar a su izquierda quedaba ahora a su derecha.

—¡Hemos vuelto al pasillo!

Evan negó con la cabeza.

—No exactamente. No es el mismo pasillo, aunque lo parezca. Ni siquiera es la misma casa. —Sonrió ante la mirada incrédula de la joven y le indicó que lo siguiera hasta la puerta principal. La abrió con un elegante movimiento, casi una reverencia, como si fuera un prestidigitador que intenta deslumbrar al público con un llamativo truco de manos. Por supuesto, lo consiguió.

No estaban en Madrid. Los edificios por los que acababa de pasar para llegar a aquella extraña casa habían desaparecido, ahora tenía ante ella una amplia carretera de dos carriles que iba a dar a un edificio semicircular. Ni siquiera la luz era la misma, allí era noche profunda mientras en Madrid habían comenzado a atisbarse los primeros indicios del amanecer. El clima era diferente también, más cálido y ventoso. Los coches aparcados a ambos lados de la carretera tenían matrículas exóticas y que, aun así, le resultaban familiares.

—¿Dónde estamos? —preguntó la joven con un hilo de voz.

—Nueva York. Al final de la calle Monroe. —Evan alzó la cara y dejó que el fuerte viento agitara su cabello. Parecía feliz.

—Vale. Ahora sí estoy impresionada. —Notaba cómo las piernas le temblaban. Acababa de viajar a otro continente con tan solo unos pocos pasos. ¿Cuántas leyes de la física y de la lógica burlaba aquello? Buscó el apoyo del marco de la puerta—. Es imposible. Esto es imposible.

—Las casas iguales comunican casi todas las ciudades del mundo. Son como estaciones de metro, aunque las paradas están bastante desordenadas.

Evan la miró de nuevo, con una sonrisa magnífica y maravillosa en los labios; sus ojos desparejos relucían en aquella noche demencial, en aquel continuo desfile de portentos. Ari se llevó las manos a las sienes y comenzó a masajearlas con fuerza. Monstruos y saltos continentales, heridas que se cierran por arte de magia, cuchillos de humo…

—Pero esto sigue sin ser lo que quiero enseñarte —le advirtió el muchacho.

Alzó la vista, alarmada. ¿Todavía había más? No creía poder soportarlo. Estuvo tentada de pedirle que regresaran. Tenía la impresión de que la realidad entera se tambaleaba a su alrededor, de que el decorado de un mundo que hasta entonces había creído sólido y confiable estaba a punto de desmoronarse sobre ella. Y lo peor no era eso, lo peor no era que comenzara a ser incapaz de reconocer el mundo en el que vivía, lo peor era que cuanto más tiempo pasaba envuelta en semejante locura más trabajo le costaba reconocerse a sí misma. Su propia identidad se estaba desdibujando, nublando, se contagiaba de la irrealidad en la que llevaba sumida las últimas dos horas.

Evan, ajeno a su desasosiego, deslizó sus dedos entre los suyos y así, cogidos de la mano, la hizo regresar, a paso rápido, casi ansioso, hacia la puerta acristalada que conducía al salón mágico. Antes de abrirla, esta vez el muchacho tamborileó sobre el marco una secuencia rápida de golpes, un golpeteo rítmico mitad código mitad canción. Cuando se hizo a un lado para permitirle el paso, Ari pudo ver que nada había cambiado en el interior de la estancia, todo permanecía igual unos minutos antes. Era difícil creer que no estaban en la misma casa. De nuevo atravesaron el salón, de nuevo abrió Evan la puerta frente a ellos, de nuevo regresaron al pasillo y, de ahí, a la puerta de entrada.

—Ante todo no tengas miedo —le advirtió el muchacho al tiempo que tomaba el pomo—. Estás a salvo —dijo. Pareció dudar unos instantes pero luego, despacio, muy despacio, comenzó a abrir la puerta—. Conmigo siempre estarás a salvo —le aseguró.

Ari intentó ahogar un grito y no lo consiguió. Retrocedió un paso, a trompicones, de manera torpe, y solo el brazo de Evan en torno a su cintura evitó que cayera. Ante su vista, alta en el cielo, majestuosa, flotaba la curva del planeta Tierra. Reconoció el contorno de Europa, el azul implacable del océano entrevisto entre nubes, las Islas Británicas. Y ella estaba ahí, fuera de esa esfera, ajena a ese mundo. El aire le faltó, los ojos se le desorbitaron, ávidos, quizá, de alimentarse con maravillas de las que llevaban tanto tiempo privados.

—¿Qué? —alcanzó a preguntar—. ¿Qué?

—Bienvenida a Lilith —fue la contestación de Evan—. Bienvenida a la segunda luna de la Tierra.

* * *

La casa igual estaba situada en lo alto de un promontorio del que se descendía por una gastada escalera de caracol de una amplitud y curvatura sorprendentes; era la única construcción sobre aquella atalaya y desde allí presidía la urbe delirante que se extendía a sus pies. Se trataba de una ciudad brillante y hermosa, una ciudad que, como casi todo aquella noche, desafiaba a los sentidos, a la lógica y a tantas, tantas cosas que Ari había considerado norma a lo largo de su vida (o al menos a lo largo de sus últimos cuatro años de existencia).

La mayor parte de la ciudad estaba copada por edificios espigados, una suerte de rascacielos futuristas que, paradójicamente, parecían pasados de moda; como si fueran diseño de alguien que desde un pasado remoto se hubiera puesto a elucubrar sobre el futuro. Una torre gigantesca ocupaba el centro de la ciudad, una torre inconcebible con forma de tridente, tan alta que sus pisos superiores estaban copados por nubes. La mayor parte de los edificios de la ciudad, torre central incluida, eran de ese estilo futurista arcaico, repleto de arcos alargados, tejados picudos y fachadas adornadas de manera profusa, pero también compartían espacio con ellos otras construcciones que hacían todavía más singular el conjunto: allí se levantaban castillos y torres medievales, cúpulas de influencia oriental, palacios y mansiones renacentistas, parques con intrincados diseños laberínticos y zonas de callejuelas sombrías que parecían expresamente ideadas para cometer crímenes, hasta se podían ver edificios que no desentonarían en absoluto en una ciudad contemporánea. Una riada de gente discurría de forma constante por las calles mientras que carreteras y cielos estaban copados por vehículos tan variopintos como las edificaciones entre las que circulaban: había coches voladores, naves espigadas, avionetas, carros tirados por animales, cometas, dirigibles… Mientras miraba, una aeronave voló cerca de ellos; era de madera y todo su vientre estaba recubierto de glifos arcanos, runas pintarrajeadas en colores vivos que desprendían un brillo tenue. ¿Qué movía aquella cosa? ¿La magia? ¿La ciencia? ¿Qué sostenía aquel prodigio en el aire? ¿Importaba acaso? Aquella nave de madera volaba. ¿No era suficiente?

Ariadna estaba allí, de pie en el porche de aquella casa igual, transida y lívida. Comprendía, y no dejaba de ser un pensamiento aterrador, que hubo un tiempo en que todo aquello que estaba contemplando ahora era algo que consideraba normal. Apartó la mirada de esa ciudad imposible, estremecida y, de nuevo, quedó encarada hacia la media esfera de la Tierra.

—Es hermosa… —murmuró. A su pesar le temblaba la voz.

—Es un prodigio —corroboró el muchacho junto a ella—. Un prodigio todavía más frágil de lo que puedes llegar a imaginar.

—Y esto es Lilith. La segunda luna de la Tierra.

—Eso es —le confirmó Evan—. Aunque para ser sincero, no es una luna en el sentido estricto de la palabra. Lilith es una plataforma orbital. Hay decenas repartidas por todo el sistema solar. Las llaman filos. El mayor es Samarkanda, más allá de Neptuno. Nadie tiene muy claro quién los cons…

—Basta, por favor —lo interrumpió ella—. No puedo más. Basta. No sigas.

—Tienes que recordar, Ariadna. Cuanto antes lo hagas, más sencillo será todo.

Ari cerró los ojos con fuerza. Tenía miedo de que una parte suya estuviera a punto de morir, le aterraba que la joven que había sido en los últimos cuatro años fuera a desaparecer, arrollada por esa otra Ariadna, la muchacha del pasado, la ladrona del mundo oculto, ansiosa por renacer. ¿Quería que pasara eso? ¿De verdad lo quería? Abrió los ojos de nuevo. El sol asomaba por un costado del planeta Tierra, una esfera portentosa que iba derramando su luz sobre el mundo, perfilando su borde, dándole forma y profundidad. Los colores eran soberbios.

Aquel espectáculo era demasiado hermoso. Notó humedad en el rostro y tan aturdida estaba que tardó unos instantes en comprender que estaba llorando, sobrecogida por el esplendor de aquel espectáculo. Se preguntó si la Ariadna del pasado lloraría ante ese amanecer, si la joven olvidada también tendría su misma capacidad para emocionarse.

Y fue entonces cuando, a través de las grietas del tiempo olvidado, Ari tuvo un atisbo del ayer. Se vio allí, en ese mismo lugar, en otro tiempo. Evan estaba también con ella, se miraban a los ojos, envueltos en la resplandeciente luz del amanecer.

—Aquí fue donde me besaste por primera vez —dijo Ari. Recordó la luz, aquella misma luz. Recordó la suavidad de sus labios, sus respiraciones entrelazadas. La mano izquierda, firme en su cintura, la derecha acariciándole el cuello. Eran solo unos niños—. Aquí, viendo amanecer. Aquí me besaste.

Evan sonrió, fue una sonrisa tímida y, aun así, cargada de sentimiento. Se había metido las manos en los bolsillos del pantalón y miraba hacia el sol que despuntaba sobre el planeta. La capa que había echado sobre los hombros de Ariadna se agitaba de un lado a otro, como un espectro inquieto que buscara regresar con su amo.

—Por eso te he traído —le confesó el muchacho. Parecía muy frágil en aquel momento, más todavía que cuando lo había encontrado con el vientre abierto en el callejón—. No para que vieras Lilith, no para que vieras la Tierra y el amanecer. Te he traído porque aquí ocurrió lo mejor que me ha sucedido nunca: aquí nos besamos por primera vez.

A ella se le cortó la respiración. El muchacho dio un paso adelante y apenas quedó espacio entre ambos. Por un instante, pensó que pasarían la eternidad allí, inmóviles, mirándose a los ojos, esos ojos que se complementaban de una forma sobrenatural y perfecta; pero de pronto, de forma inevitable, su mirada descendió a los labios de Evan. Estaban entreabiertos, a medio camino de un suspiro o un jadeo, y a la luz del sol que emergía tras el planeta parecían espolvoreados de oro. Esos labios estaban hechos para besar y ser besados; era una afrenta al universo, a la creación entera, no hacerlo. Ari se dejó llevar.

Recibió su boca con ansia desesperada. Se aferró con todas sus fuerzas a aquel joven que había venido a trastocar su existencia mientras sus labios se perdían en los suyos y, al mismo tiempo, en la pasión y la nostalgia del tiempo olvidado. Ari, con los ojos cerrados, se abandonó a ese beso, a esos brazos; dejó de ser ella misma, se pegó contra aquel otro cuerpo al que, a pesar de los años transcurridos, reconoció con la misma naturalidad con la que reconocía el suyo. El muro en su mente no podía tardar mucho en ser derribado. Nunca se había sentido igual. Nunca…

No era cierto.

Recordó a Marc. Recordó sus caricias, sus propios besos; desde aquel primero, tierno y torpe, hasta los últimos que se habían dado la tarde antes, besos de bocas que ya conocían casi todos sus secretos pero que seguían igual de ávidas por descubrirse, por seguir aprendiendo la una de la otra. Recordó su risa, sus ojos embelesados cuando, de pronto, sin previo aviso, se la quedaba mirando como si acabara de percatarse justo en ese instante de su existencia y esta lo deslumbrara. Marc quien, ahora mismo, dormía, ajeno a todo, en el planeta que se alzaba ante ellos.

Ari se separó con brusquedad de Evan, casi con violencia.

—¡No! —gritó y con su negativa notó cómo el muro que había comenzado a resquebrajarse ganaba de nuevo en solidez.

—¿Ariadna? —preguntó el muchacho, alarmado por su reacción—. ¿Qué te ocurre?

Hizo ademán de aproximarse a ella, pero Ari lo contuvo con un gesto.

—¡No te acerques! —le espetó—. Si te acercas no podré pensar ¡y necesito hacerlo, maldita sea! ¡Esta no soy yo! ¡Ni siquiera sé qué estoy haciendo! —Se mordió el labio inferior, furiosa. Se había dejado arrastrar por aquel muchacho y lo que sentía, lo que recordaba sentir, por él. Necesitaba suelo firme bajo sus pies, necesitaba tranquilizarse, ponerse al mando de la situación—. Tengo que salir de aquí. Tengo que salir de aquí.

Regresó al interior de la casa igual. Evan fue tras ella, siempre a una distancia prudente. La luz del amanecer se derramaba sobre el pasillo como néctar dorado. Sus sombras, proyectadas contra el suelo y las paredes, daban la impresión de ser más reales que ellos bajo aquella luz deslumbrante.

—Tienes que recordar —la conminó Evan—. Arráncate esa piel que llevas puesta y vuelve a ser tú misma.

Pero no quería recordar. Al menos no en ese momento, no así. Necesitaba su pasado reciente, necesitaba anclarse en el presente para poder mirar hacia atrás sin perder la cordura en el proceso. Pensó en su padre, el despiadado hombre de negocios que había logrado reconvertirse en ser humano; recordó a su madre, su sonrisa inquebrantable, su fuerza y su alegría más allá de toda medida; pensó en Steve y en el modo en que, tomándola de la mano, la había salvado de sí misma en el orfanato. Recordó a Marc, recordó su generosidad, su forma de hacerla sentir especial, única, maravillosa, el centro del universo… Cerró los ojos. No quería arriesgarse a perder eso.

—No sé quién eres —le dijo a Evan. Tenía los nervios a flor de piel. Ni siquiera se arriesgó a mirarlo, ¿por qué tenía que ser tan endiabladamente guapo?—. No te conozco, aunque sé que una vez fuiste importante para mí. Y yo no soy la Ariadna que recuerdas. Esa chica no existe. Murió hace cuatro años. No soy ella.

—Los hechizos de olvido son agresivos, es normal que estés desconcertada… —Evan se mantenía alejado, aunque su postura evidenciaba lo mucho que deseaba acercarse—. Es normal que duela.

Ella negó con la cabeza. Intentaba ordenar sus pensamientos pero era una lucha vana. Necesitaba de toda su fuerza de voluntad para resistir el impulso de no arrojarse a sus brazos, de no buscar su cuerpo con el suyo. Allí, a las puertas de aquella casa encantada, se habían besado por primera vez. Se preguntó qué más habrían llegado a hacer y las mejillas le ardieron al instante. Ariadna había perdido la virginidad en algún momento de su pasado olvidado; de hecho varios de los psicólogos que la habían tratado habían barajado la teoría de que hubiera sufrido abusos sexuales y que fueran estos los culpables de su amnesia. Ahora sabía que su primera vez había sido con él, con aquel joven de mirada despareja; lo supo con una certeza absoluta, con la misma certeza con la que había sabido su nombre.

Retrocedió un paso, muerta de vergüenza. Y, para su horror, excitada. Tremendamente excitada. De pronto no pudo hacer otra cosa que imaginar cómo sería tenerlo dentro, cómo sería sentirse aprisionada bajo su carne y respirar su sudor. No podía dejar de preguntarse por el sabor de su piel, por el tacto de sus músculos… Trastabilló en el pasillo. Esos pensamientos no eran suyos, ella nunca había sentido un deseo tan salvaje, tan visceral… ¿Era la Ariadna del pasado la que se sentía así? ¿Ese retorcer de entrañas, esa necesidad brutal que la acalambraba por dentro, eran de ella? Trajo de nuevo a su mente a Marc. La primera vez que habían hecho el amor había sido de forma tan torpe y tierna como el primer beso. Habían tardado mucho en dar ese paso. Ella había preferido esperar, temerosa de que el sexo despertara algún tipo de recuerdo enterrado, temerosa de que los psicólogos tuvieran razón y algo terrible de su pasado pudiera abalanzársele encima si se descuidaba. Marc no la había atosigado en ningún momento: era ella quien marcaba el paso en su relación, era ella quien decidía cuándo y qué.

—Quiero volver a casa —alcanzó a decir. Su voz sonó estrangulada, pero no admitía discusión posible.

Evan asintió y la guio de nuevo hasta la puerta del salón. Otra vez golpeteó sobre ella, una nueva canción, un nuevo código. Ari entró primero. Atravesó el salón a paso rápido, sin prestar atención a nada de lo que la rodeaba, ni siquiera comprobó si Evan la seguía o no. Su único objetivo era la puerta al otro lado. Al abrirla se encontró otra vez de regreso en el pasillo de entrada y, casi a la carrera, ganó la puerta principal y salió fuera. Casi cayó de rodillas por el alivio de verse de regreso en Madrid. El cielo comenzaba a clarear. Aquella larga noche finalizaba. Agotada, temblorosa, bajó las escaleras y se sentó en el último peldaño. Necesitaba tomar aliento.

—Lo siento —dijo en voz baja cuando escuchó a Evan cerrar la puerta de la casa igual.

—Soy yo quien tiene que pedir disculpas. —Le oyó sentarse en el escalón superior al suyo, respetando todavía su deseo de no acercarse. Ari se lo agradeció—. Porque he sido yo quien lo ha estropeado todo. Quería hacerte recordar cuanto antes y no me he dado cuenta de lo mucho que te estaba presionando.

Ella guardó silencio. La ciudad a medio despertar estaba obrando el milagro de sosegarla. No se veía demasiado movimiento pero el pulso de la vida y la prisa empezaba a extenderse entre los edificios como una melodía apenas audible. Dos jóvenes haciendo footing pasaron ante ellos, ambos al mismo ritmo de carrera, conversando sobre la última conquista de uno de ellos, una chica espectacular, aseguraba, que llevaba viendo desde hacía unas semanas; Ari leyó entre líneas en ellos cuando los tuvo en frente y descubrió que el conquistador mentía: estaba solo, siempre lo había estado y esa chica era una fantasía rocambolesca que se había montado de cara al mundo; también averiguó que su amigo lo amaba de forma secreta y completa. Un hombre caminaba en dirección contraria, con la ropa arrugada y un brillo entre alcohólico y culpable en los ojos; cuando leyó entre líneas en él averiguó que había pasado la noche entera con una prostituta que le recordaba a su hija muerta. Sacudió la cabeza, asqueada y sorprendida por el nivel de detalle que había alcanzado en esa lectura. Poco después pasó a su lado una señora de edad avanzada, marchaba a pasitos cortos apoyada en un bastón; en ella leyó calma, vida cumplida y satisfacción. A nadie pareció extrañarle que una muchacha envuelta en una capa los espiara desde aquellas escaleras.

—Ni siquiera miran hacia aquí —murmuró Ari—. Ni siquiera me ven.

—Es la casa. A la gente normal le cuesta verla —le explicó—. Tienden a pasarla por alto. No les gusta ver cosas que pueden poner en tela de juicio su concepción del mundo.

—¿Como me has obligado a hacer tú a mí? —dijo ella, no sin cierta hostilidad—. Me has vuelto del revés, ¿lo sabes?

—Lo sé. Y me arrepiento. Tenía tanta prisa por tenerte de regreso que no me paré a pensar en las consecuencias.

—¿Y qué se supone que esperas que pase ahora? —preguntó Ari entonces—. ¿Pretendes que abandone todo lo que tengo y me vaya contigo? Porque no puedo hacerlo. Ni quiero. Ese mundo que me has enseñado no es el mío. Ya no.

—Lo es, no te equivoques —dijo él—. Perteneces al mundo oculto, Ariadna. Formas parte del misterio aunque lo hayas olvidado. Y sí, no te voy a engañar… Eso era lo que esperaba: que regresaras conmigo. —Le escuchó suspirar y a punto estuvo de girarse hacia él. No lo hizo.

—Lo siento —dijo ella al cabo de un instante—. Mi mundo ahora es este. Aquí está mi familia. Aquí está mi vida. Aquí está mi… —La frase se le quebró en la garganta.

—Tu chico —comprendió él—. ¿Un novio? ¿Un amante?

—Marc —dijo—. Se llama Marc. Llevamos dos años juntos.

—Marc —repitió él. Esta vez Ari sí miró hacia atrás, necesitaba ver su reacción a aquella noticia. Evan tenía una expresión entre melancólica y dolida, el gesto sombrío y la mirada perdida en el vacío. Cuando se dio cuenta de que ella lo miraba, se forzó a sonreír—. Marc es un tipo con suerte —aseguró—, aunque te confieso que ahora mismo lo odio un poco; no me lo tengas en cuenta, por favor.

—Recuerdo estar enamorada de ti —dijo ella—. Y es un recuerdo tan fuerte, tan poderoso y brillante que me ciega, pero…

—Pero ahora estás enamorada de otro. —Se echó a reír—. Marc… que un nombre tan corto sea capaz de hacer tanto daño. Perdona, pero ahora mismo me siento un poco imbécil. Y es culpa mía. ¿Qué esperaba? ¿Que tu vida se hubiera detenido mientras no estabas conmigo? ¿Que todo volviera a ser igual que antes nada más encontrarte? —Sacudió la cabeza como si tratara de alejar esos pensamientos de su mente. Después la miró con dulzura, parecía haber ganado en serenidad—. ¿Eres feliz? —preguntó.

Ella parpadeó sorprendida al escuchar semejante pregunta. ¿Era feliz?

—En general, sí. Aunque ahora estoy un poco confundida. —Él frunció el ceño al oír aquello y ella sonrió, tímida, mientras se apresuraba a añadir—: Soy feliz —dijo—. Adoro mi vida. Adoro mi familia. Adoro a Marc. Adoro todo lo que tengo.

—Arghs. —Evan se echó hacia atrás—. Esto sería más sencillo si llevaras una vida miserable. Es así como funciona en los libros, ¿no? Si tus tíos te obligaran a vivir en un cuartucho bajo las escaleras, si tu familia te hiciera la vida imposible o fueras una pobre huerfanita a la que nadie quiere… Entonces aceptarías sin dudarlo la propuesta del tipo raro que te quiere llevar al otro lado del mundo a perseguir tu destino.

—Hay una profesora que me tiene harta —le confesó ella—. Pero no, lo siento, no sirvo para el papel de marginada o amargada. Me gusta mi vida. Me gusta mucho. Y la mera idea de abandonarla me pone los pelos de punta.

—Antes tenías otra vida —le dijo él. Ari podía mirarlo sin perder la cabeza, todo un cambio a mejor—. Una vida increíble, repleta de emociones. Una vida con la que muy pocos podrían siquiera soñar. ¿Sabes cómo llamamos los conocedores del misterio a esta parte del mundo? La llamamos la Tierra Pálida. Aquí ni siquiera los colores son iguales. No, Ariadna, no puedes rechazar eso. No puedes hacerte eso a ti misma. —Hizo un gesto extraño con las manos, una especie de golpeteo al aire mientras sacudía la cabeza de un lado a otro—. Y, por egoísta y estúpido que suene, ¡no puedes rechazarme a mí! Al menos no todavía —añadió sonriendo—. Al menos no cuando todavía no me recuerdas. Concédeme eso, por favor. Antes de rechazarme, espera a recordarlo todo. Si entonces decides que no quieres regresar, que prefieres la vida que te has construido aquí a la que teníamos, lo entenderé. Te dejaré en paz, lo prometo. Pero por lo menos tienes que saber a qué renuncias.

Ari miró de nuevo hacia la calle, la monotonía de la ciudad actuaba como un bálsamo en su espíritu.

—Si aun así decido quedarme, ¿hay algún modo mágico de hacerme olvidar todo esto? Lo de los monstruos y la magia, lo de la lectura entre líneas y lo de la segunda luna de la Tierra…

—¿De verdad querrías eso?

—No lo sé. No lo sé. —Se encogió de hombros—. No sé qué va a pasar a partir de ahora.

—Ahora vas a volver a casa, antes de que tu familia se dé cuenta de que has desaparecido y todo se complique todavía más. Vas a descansar y a tranquilizarte. Yo no andaré muy lejos.

—¿Y el monstruo que te persigue? —quiso saber.

—De eso también te quería hablar —torció el gesto—. Ese cabrón no tardará en reintegrarse. No me lo voy a quitar de encima haga lo que haga. Tengo que matarlo, no me queda otro remedio. Y a pesar de lo que acabo de decirte sí hay un modo de acabar con él. Y por desgracia, mal que me pese, necesito tu ayuda para conseguirlo. Necesito que esta noche vuelvas a ser la Ariadna del pasado. Necesito que me ayudes a robar una espada.