EL EPISODIO

EL EPISODIO

—Eres una princesa —comenzó Marc. Estaba inclinado hacia delante sobre la pequeña mesa redonda que los separaba. Ella estaba en idéntica postura. Sus narices casi se rozaban—. Una princesa de un país recóndito, perdido entre mundos. Hubo una guerra terrible en tu reino y las fuerzas de la oscuridad tomaron el castillo de tus padres para hacer la típica escabechina de estas historias. Lamento informarte de que pasaron a cuchillo a toda tu familia, servidumbre y a la mayor parte de vuestras mascotas.

—¡Eres atroz! —murmuró ella, dramáticamente afectada—. ¿A los gatitos también?

—Fueron los primeros en caer. El enemigo es cruel y despiadado, no lo olvides. Pero a mí no me eches la culpa. Yo solo me limito a contar lo que ocurrió. La cuestión es que tu yaya, una vieja peluda de nariz de loro, huyó contigo y te puso a salvo a través de un portal mágico. Eres la última heredera del reino. La legítima soberana del pueblo de… —Frunció el ceño mientras buscaba inspiración—. Ariadnidistán.

—Un gran nombre —aseguró ella.

—Un gran nombre para un gran país, cierto es —asintió él, muy serio—. Un país que durante años ha sufrido al tirano que robó el trono de tu noble padre. El despiadado rey Stevus I.

Al escuchar aquello, Ariadna estuvo a punto de atragantarse con el sorbo de café que acababa de dar. Tuvo que hacerle un gesto a su novio para que le permitiera recuperarse antes de continuar. No era la primera vez que Marc construía un pasado para ella; a lo largo del tiempo había sido ya hija de piratas, bruja desterrada, alienígena en misión secreta y un sinfín de delirios más. A veces, cuando la angustiaba no conocer su pasado, recurría a esas historias para tranquilizarse.

Estaban en una pequeña cafetería ubicada no muy lejos de sus casas. De hecho quedaba a medio camino entre ambas, en un bajo del bloque de edificios de siete plantas que separaba el barrio residencial donde vivía Ariadna del barrio de Marc. El bar era un lugar poco concurrido, regentado por un hombretón entrado en carnes que tenía la costumbre de mirar con peculiar fijeza a su clientela. Habían apodado al lugar como el bar del Caníbal cuando en su primera visita uno de los pocos clientes que había allí fue al servicio y tardó tanto en regresar que bromearon con la posibilidad de que el tabernero se lo hubiera comido.

En aquellos momentos eran los únicos clientes en el bar. Ni siquiera el Caníbal estaba presente; se le escuchaba trastear en la cocina, quizá preparando un gran perol para guisar al próximo incauto que cayera en sus redes. En el exterior, la expresión «lloviendo a mares» nunca había sido tan acertada: una densa cortina de agua envolvía el mundo. A pesar de ser mediodía, la luz escaseaba.

—Continúa, por favor —dijo la muchacha, una vez restablecida—. Quiero saber cuántas barbaridades más eres capaz de soltar por esa boca.

Marc se echó hacia atrás en la silla.

—Tengo buenas noticias para ti —le anunció—. Ariadnidistán ha sido liberado. No ha sido fácil. Al contrario. Los tuyos han tenido que pagar un alto precio por su libertad. Pero al fin los rebeldes, liderados por un fiero héroe de cabellos rojos, han tomado el palacio y ajusticiado al tirano.

—Pobre Stevus I, todos lo echaremos de menos…

—Casi todos —puntualizó Marc—. Y ahora ese magnífico héroe, sin esperar siquiera a que la sangre del tirano se seque en su espada, se ha puesto en marcha para devolverle el trono a su legítima propietaria.

—¡A mí! —exclamó Ari.

Marc asintió.

—A ti. En estos mismos instantes se dirige hacia aquí el libertador de tu pueblo: Ronan el Salvaje, un héroe hecho a sí mismo… Metro noventa y dos de virilidad, músculos que destrozan cotas de malla cuando se tensan, ojos azules y melena roja como el fuego. Viene para llevarte con él a Ariadnidistán. Te devolverá el trono con una sola condición: deberás casarte con él.

—¿Y cuánto dices que mide su virilidad? —preguntó.

—¡Ariadna, sé seria, por favor! —dijo Marc mientras se incorporaba con violencia en la silla—. ¡Tu destino está en juego! ¡El destino de tu reino! Deberás elegir entre regresar a tu tierra o permanecer aquí, atrapada en una vida gris y monótona. Piénsalo. ¡Es la oportunidad de librarte de Steve! ¡La oportunidad de librarte de mí! ¡Serás reina!

—¿Y mis súbditos tallarán mi rostro en la luna?

—Han empezado ya.

Ari sonrió mientras contemplaba a su novio. No era tan alto como aquel Ronan imaginario, ni tenía el cabello rojo ni los ojos azules. Marc era moreno y nunca llevaba el pelo demasiado largo por la tendencia que tenía este a disparatarse en su cabeza. Era un poco más alto que ella, de aire desgarbado, y según su madre debería ganar algo de peso. Tenía los ojos marrones y, lo que más llamaba la atención al verlo, un hoyuelo en la barbilla que se le marcaba sobre todo al sonreír.

—¿Me estás diciendo que tengo que elegir entre mi vida en este mundo y mi rostro en la Luna?

—Eso es.

—Difícil elección —dijo ella.

Fue entonces cuando sucedió.

Estaba allí, inclinada hacia Marc, dispuesta a continuar con la broma, cuando el mundo entero se desvaneció ante sus ojos. El muchacho desapareció y el bar con él. En primera instancia nada tuvo sentido: estaba bajo la lluvia, pero el arriba y el abajo parecían haber intercambiado sus lugares. Saltaba en el aire. No. La acababan de golpear con tal violencia que había salido despedida del suelo. Algo inmenso y oscuro se movía en la lluvia junto a ella. Estaba en el sueño, comprendió, en el sueño de las últimas cinco noches. Solo que ahora estaba despierta. Solo que ahora era real.

Y lo que la había estado buscando había dado al fin con ella.

Cayó al suelo, de espaldas, y un dolor fulminante se descargó sobre su columna vertebral, un relámpago de fuego que la dejó sin respiración. Ari intentó retroceder en el pavimento mojado, pero su cuerpo no respondió al mandato. No fue capaz ni de gritar. Vislumbró un resplandor aceitoso encajado en el aguacero antes de contemplar al fin a la criatura que acababa de atacarla, la misma que la había estado buscando en sus sueños. Era un monstruo negro, recubierto de placas coráceas; una criatura tremenda con aire de crustáceo y, a la par, de insecto. De la joroba que doblaba su espalda emergía en vertical un caos de huesos quebrados, que le daban la apariencia de cargar con un burdo órgano de iglesia a cuestas. Sus mandíbulas se proyectaban hacia delante, repletas de colmillos retorcidos. Aquel ser cogió uno de los huesos de su joroba y lo arrancó de su espalda con un sonoro crujido. Ella se levantó de un salto. No había sido su intención hacerlo, pero había vuelto a la verticalidad sin que su voluntad hubiera tenido nada que ver al respecto. Trató de retroceder, pero, por absurdo que pareciera, tropezó con su propio cuerpo. A continuación, horrorizada, incapaz de evitarlo, se lanzó hacia el monstruo con una agilidad que estaba lejos de poseer. Llevaba algo en la mano, una daga azulada de aspecto tan frágil que parecía hecha de humo. Y aquella mano no era la suya. Era una mano masculina, grande y fuerte.

No estaba en su cuerpo, comprendió. No era ella la que se enfrentaba contra aquel espanto bajo la lluvia.

El engendro blandió aquel hueso, con sus extremos quebrados y rotos. Y ella (él) hizo un quiebro para esquivarlo y luego saltar sobre su adversario. Se vio a sí misma apuñalar a aquella cosa a la altura de la nuca. La daga azul, a pesar de su supuesta fragilidad, atravesó la coraza negra del monstruo como si esta fuera apenas solida. La criatura gritó. Se revolvió con furia, la aferró del cuello con una fuerza demoniaca, la arrancó de su espalda y, acto seguido, clavó el hueso afilado en su estómago. Ari sintió cómo la atravesaba de parte a parte.

El dolor fue brutal. Sintió cómo sus entrañas explotaban, cómo su interior se hacía pedazos.

Cayó hacia atrás, agitando los brazos de forma espasmódica. Ya no llovía. La luz era diferente y podía oírse gritar. El mundo había cambiado otra vez. De nuevo estaba de regreso en el bar del Caníbal. Estaba tirada en el suelo, sus manos todavía se agitaban en el aire como si buscara protegerse de su adversario. Marc se acuclilló a su lado, fuera de sí. La llamaba a gritos.

—¡Ari! ¿Qué te pasa? ¿¡Ari!?

Ella no podía contestarle. El dolor de su estómago era tremendo. Lo único que podía hacer era gritar.

* * *

Ari se levantó el bajo de la camiseta y contempló su vientre desnudo reflejado en el espejo. No tenía la menor marca, ninguna señal que se pudiera relacionar con lo sucedido en el bar. A pesar de ello, el dolor persistía, aunque ya no tenía nada que ver con la agonía de los primeros instantes; era un dolor lejano, amortiguado. Pero estaba ahí. Era real, no un delirio, no era fruto de su imaginación. Se acarició el estómago con ambas manos y se estremeció al recordar cómo la había atravesado aquel hueso. Lo había sentido alojado en las entrañas, aunque no hubiera sido suyo el cuerpo que había luchado contra aquel engendro. Apoyó la frente en el espejo, resopló y cerró los ojos. Los abrió al instante. No estaba preparada para sumirse en la oscuridad, no después de lo que acababa de suceder. Se lavó la cara, se puso la blusa y salió del baño para reunirse con Marc y su familia.

Ángela colgaba el teléfono móvil justo cuando ella entraba.

—Tienes cita con Joanes para el lunes a primera hora —le informó, no de demasiado buen humor. Joanes era el psicólogo que la había estado tratando en el último año. La intención de su madre había sido que lo visitaran de inmediato pero por lo visto no había sido posible—. Dice que lo llames si se repite el episodio.

—El episodio… —murmuró ella mientras se dejaba caer en el sofá junto a Marc—. He tenido un episodio… como si fuera una serie mala de la tele.

—Tenías que habérnoslo contado antes —le recriminó su padre.

—¿El qué? —preguntó ella. Todos la miraban preocupados, hasta Steve. Se revolvió incómoda en el asiento—. ¿Que hace unas noches que sueño? —quiso saber—. Ni siquiera pensé que fuera importante. Todo el mundo sueña.

—Tú no —le recordó Edmund—. Y nadie tiene unos sueños tan vividos estando despierto.

—No ha sido un sueño. —Y no podían ni imaginarse lo mucho que le habría gustado creer lo contrario. De poder hacerlo, habría relegado de nuevo a los monstruos al ámbito de lo imposible—. Era real —insistió.

Marc le pasó el brazo sobre los hombros como muestra de apoyo. Ari lo miró agradecida. No era propenso a acercarse demasiado a ella cuando estaba en presencia de su familia, se sentía cohibido y guardaba siempre una distancia prudente. Le agradecía que ahora no lo hiciera. Se pegó más a él.

—La mente puede resultar muy engañosa, cariño —terció Edmund—. Y muy convincente. Es capaz de hacerte creer que algo es cierto aunque no lo sea.

—Según Joanes, los sueños y la memoria están muy relacionados —intervino su madre. Contemplaba el teléfono con el ceño fruncido—. El que ahora sueñes puede significar que estés comenzando a recordar.

Ari negó con la cabeza. Su pasado seguía tan inescrutable como siempre. Nada había cambiado en ese sentido. Sus recuerdos seguían comenzando en el mismo punto: despertando aterrada en el hospital. Más allá de ese momento solo había tinieblas. Suspiró. Tenía ganas de hacerse un ovillo y desaparecer. De pronto, el tono de mensaje recibido del móvil de Marc se dejó escuchar en el salón. El joven sacó el teléfono y tras leer el mensaje dijo:

—Mis padres preguntan si me tienes secuestrado. —Hizo una mueca—. Y no me extraña: son más de las tres.

Tras el incidente en el bar, Marc había querido llevarla a urgencias, pero Ari se había negado. Solo quería volver a casa. Aquel «episodio» la había dejado agotada y aturdida, necesitaba la familiaridad de las paredes de su hogar para recobrarse. Hasta había estado a punto de pedirle a Marc que no contara a sus padres lo que había ocurrido, aunque al final, por supuesto, había imperado el sentido común. Ari se lo contó todo: les habló de los extraños sueños que se le habían repetido durante las últimas noches así como, por supuesto, de la brutal resolución que estos habían tenido a la luz del día.

—Diles que vas ya para casa —le pidió a Marc mientras le daba la mano y se la apretaba con firmeza.

—¿Estás segura? Puedo quedarme contigo.

—Ya tengo a tres moscones de caras largas rondando a mi alrededor. Más de los que puedo soportar. —Intentó sonreír y, para su sorpresa, casi lo logró—. Estoy bien, Marc, en serio. No tengo ni idea de lo que me ha pasado, pero ahora estoy bien.

El muchacho, tras unos instantes de silencio, asintió. Se levantó del sofá.

—Pasaré a verte más tarde —dijo. La preocupación se le dibujaba en el rostro.

—No voy a librarme nunca de ti, ¿verdad?

—Jamás —contestó con una sonrisa.

* * *

El resto del sábado transcurrió con aire de domingo pesado y lento.

Las horas se le hacían eternas, más aún al tener que aguantar las idas y venidas preocupadas de su familia. Marc regresó a media tarde, dispuesto a pasar el día con ella, pero ni su compañía logró animarla. Seguía convencida de que lo ocurrido había sido real. Y, de todas formas, la posibilidad de que todo hubiera sido una compleja alucinación montada por su mente tampoco resultaba tranquilizadora. Que su cerebro pudiera idear una fantasía semejante y hacerla pasar por auténtica no podía decir mucho de su salud mental. Pero, ¿no era eso preferible a aceptar la existencia de monstruos? ¿O a que alguien pudiera abandonar de pronto su propio cuerpo para ir a ocupar el de un extraño? Nada tenía sentido. Era comprensible que sus padres estuvieran convencidos de que todo no había sido más que una alucinación. Era la explicación más sensata, la más lógica…

Y aun así se resistía a aceptarla.

Marc se marchó a la hora de la cena. No mucho más tarde, Ari dio las buenas noches a su familia y subió a su cuarto. Era temprano, pero quería poner fin a aquel día cuanto antes. Tenía costumbre de leer antes de dormir y se forzó a intentarlo, pero estaba tan descentrada que no hacía otra cosa que empezar el mismo párrafo una y otra vez. Desistió al cabo de unos minutos. Su mente, además, comenzaba a acelerarse. Intentó controlar sus pensamientos, pero le resultó imposible. No dejaba de revivir lo ocurrido en el bar del Caníbal, no, se corrigió en el acto: lo que había sucedido en el callejón. Se preguntó, y no por primera vez, de quien era el cuerpo que había ocupado. ¿Qué había sido de él? ¿Estaría muerto? Era probable. La herida había sido brutal, desorbitada. Era imposible que alguien sufriera semejante daño y sobreviviera.

Llamaron a la puerta despacio y poco después entró su madre con un vaso de cacao caliente que dejó sobre la mesilla. En el platito que acompañaba al vaso había también dos pastillas, Ari supuso que recetadas por Joanes. Se quedó mirándolas con aprensión. Píldoras como aquellas habían sido sus inseparables compañeras durante mucho tiempo. Demasiado. Creía que por fin se había librado de ellas, pero ahí estaban para sacarla de su error.

—¿Cómo estás? —preguntó Ángela mientras ponía la mano sobre la suya. Ari se sobresaltó al sentir el contacto. Había estado observando tan fijamente las pastillas que se había olvidado de que su madre estaba allí.

—El episodio no se ha repetido —contestó en tono jocoso—. En mi cabeza siguen con la programación habitual, nada de reposiciones. Supongo que eso es bueno.

—Mañana por la mañana llamaremos otra vez a Joanes. Y si insiste en no verte hasta el lunes le diré, con toda la educación del mundo, que vamos a buscarnos un especialista que pueda atendernos cuando lo necesitemos.

—Estoy bien, mamá. Y Joanes me gusta. No lo despidas todavía, ¿vale?

—Ya veremos —dijo Ángela con gesto hosco—. Y ahora descansa, ¿de acuerdo?

—Voy a quedarme frita en cuanto me tome las pastillas. Somos viejas conocidas ellas y yo. Podrían dormir a un elefante.

—Y tú no estás tan gorda.

Ari sonrió y, sin poder contenerse, abrazó a su madre con fuerza. Ángela le devolvió el abrazo con la misma intensidad.

—Todo va a ir bien —le susurró su madre al oído—. Mañana será otro día y será mejor, ya lo verás.

Cuando su madre se marchó, Ari volvió a mirar las pastillas. Ni siquiera barajaba la opción de no tomarlas. La idea de pasar una noche en vela dando vueltas a lo sucedido la aterraba. Suspiró y se tomó ambas a un tiempo, haciendo que bajaran por su garganta con un largo trago de cacao. Luego dejó el vaso sin terminar en la mesilla, se acostó y apagó la luz. La oscuridad se cerró a su alrededor como un puño.

Los sedantes no tardaron en surtir efecto. Una pesada modorra se fue extendiendo por su cuerpo mientras sus miembros iban ganando peso, como si se volvieran más densos a cada segundo que pasaba. Cabeceó en la almohada, cambió de postura, muy despacio y, justo después, se quedó dormida.

Nada más hacerlo, el sueño irrumpió en su mente como una bestia desbocada, como un tren a punto de descarrilar al que no podía contener droga alguna.

En un principio, todo fue una sucesión de tinieblas, velos de oscuridad que se agitaban entre ella y el sueño. Tras aquel cortinaje movedizo escuchó una voz que la llamaba. Venía de muy lejos, tanto en la distancia como en el tiempo. Era una voz de su pasado, una voz anterior a la adopción, al centro de acogida, al hospital…

—Adiós, Ariadna… —se escuchó decir a sí misma. Esas habían sido las últimas palabras que había oído antes de que el mundo estallara.

Y justo al recordarlas, la oscuridad a su alrededor se resquebrajó, se hizo pedazos: placas de densa negrura se fueron desprendiendo ante sus ojos mostrándole al fin cuál iba a ser el escenario de aquel nuevo sueño (por un instante entrevió una torre de piedra roja, con una cúpula quebrada, pero esa imagen duró tan poco que la olvidó nada más verla). Estaba en una calle solitaria, en mitad de la noche. Reconoció el lugar de inmediato, no en vano pasaba por él casi a diario de camino a su instituto. Era una calle muy cercana a su casa, una calle mil veces vista, pero había algo en ella que no terminaba de encajar, la imagen estaba distorsionada, como si la estuviera contemplando a través de un prisma que deformara el mundo. Los edificios eran extraordinariamente altos y no había recta alguna en su diseño, ni en las fachadas ni en puertas y ventanas: todo eran curvas y ondulaciones disparadas hacia las alturas. Alzó un momento la vista al cielo. Allí brillaban dos lunas, una era la acostumbraba, la vieja luna de la Tierra en cuarto menguante, idéntica a la que había visto a través de la ventana al bajar la persiana. La otra era apenas una línea de plata, una sonrisa lejana tumbada en lo alto. Negó con la cabeza. ¿Dos lunas? ¡Qué absurdos eran los sueños!

De nuevo volvió a escuchar la voz que la llamaba y, al momento, una presión insoportable se instaló en su cerebro. Se llevó las manos a las sienes, ahogando un grito. El pasado pugnaba en el interior de su cabeza, los recuerdos se agrupaban tras la oscuridad que le impedía ir más allá de su despertar en el hospital, los sentía amontonarse allí, ansiosos, frenéticos. Querían ser libres. Por primera vez, Ari tuvo miedo, un miedo atroz, a lo que podían desvelarle. Alcanzó a oler una fuerte peste a pescado podrido, a agua estancada.

La voz volvió a llamarla y ella, casi a trompicones, se encaminó en su dirección. Se oía muy lejos aún. No llovía en su sueño, pero la noche era de una frialdad tremenda. Se contempló los brazos: sobre la piel comenzaba a formarse escarcha. Se la sacudió a golpes pero nada más arrancársela otra nueva capa comenzó a formarse. Al menos el fuerte hedor a pescado pasado había desaparecido.

Siguió su camino a través de aquel Madrid apenas reconocible. Un repentino sonido de oleaje le hizo mirar hacia la derecha. Allí un edificio de un impactante color rojo se agitaba entre el resto de bloques, se convulsionaba desesperado, como si intentara escapar de sus cimientos. Las ventanas se abrían en su fachada como ojos despavoridos. De sus paredes, irregulares y plagadas de protuberancias, emergían tentáculos barrosos. Ari se llevó la mano a la boca y aceleró el paso, alejándose deprisa de aquella casa.

—Ariadna… —decía la voz. Y aunque la notaba más cerca, paradójicamente también sonaba más débil. Casi agotada.

Echó a correr. Aquella voz se estaba apagando, moría.

Y si eso pasaba, nunca podría averiguar quién era. Aunque… ¿de verdad quería saberlo? Siguió corriendo y no porque en verdad deseara hacerlo. Corría porque era la única opción que le quedaba.

En el sueño, el tiempo dejó de tener sentido. Los segundos se alargaban, se hacían eternos. Dar una zancada le costaba un siglo. Y mientras aquella voz, que seguía igual de lejana, no hacía más que llamarla, dolorida, agonizante. Las dos lunas la acompañaban en su carrera. Las dos lunas y ese frío glacial que le congelaba hasta la mismísima alma. De pronto, un ramalazo de dolor llegó de su pie izquierdo, y fue tan intenso que despertó al instante.

Pero con el despertar no terminó el sueño.

Ari cayó al suelo. Y al dolor de su pie se le unió un fuerte golpe en un costado al chocar contra la acera. Miró alrededor, más allá del desconcierto. Estaba en la calle, en mitad de una pequeña travesía, en pijama, descalza y temblando de frío y miedo. No sabía dónde se encontraba. Se arrastró hasta la fachada del edificio más próximo sin apoyar en ningún momento el pie herido en el suelo. Le palpitaba. Se inclinó y comprobó que se le había clavado el cristal de una botella en la planta, muy cerca del talón. Había dejado un pequeño reguero de sangre sobre la acera. Se arrancó el cristal de un tirón y la sangre fluyó todavía más deprisa. Era un corte pequeño, aunque profundo y doloroso. Se levantó, despacio, apoyándose en la pared. Estaba aterrada, fuera de lugar. Nunca se había sentido tan indefensa ni tan expuesta como en aquel momento. Se abrazó a sí misma, muerta de frío. Llevaba pijama de invierno, pero por muy grueso que fuera este apenas abrigaba en el exterior. Intentó serenarse. Había salido de casa dormida. Era evidente. Al menos no parecía haber monstruos al acecho. La calle estaba desierta.

Necesitaba ubicarse. Eso era lo más importante. Tenía que averiguar dónde estaba y luego volver a casa. No podía haberse alejado demasiado. Miró alrededor, buscando algo, cualquier cosa, que la ayudara a orientarse. De pronto recordó el sueño y alzó la mirada al cielo, alarmada. Solo había una luna sobre su cabeza. Y verla allí sola en las alturas le hizo sentir un alivio indescriptible. Cojeó en la acera desierta, apoyada en la pared, en busca de alguna placa que le indicara en qué calle estaba.

Entonces escuchó de nuevo la voz. Ese «Ariadna» urgente, imperioso. Lo oyó más en su cabeza que en sus oídos y, por un instante, pensó que no era más que un rescoldo del sueño del que acababa de despertar. Pero entonces volvió a oírlo:

—Ariadna. —La joven se estremeció, y no por el frío.

La voz venía de una bocacalle cercana. Miró hacia allá, abriendo y cerrando los puños. Los dientes le castañeteaban. Seguía sin haber nadie en la calle, nadie en absoluto. Ni una luz en las ventanas de los edificios, ni el sonido de un coche. Era como si la ciudad estuviera vacía, a excepción de ella y esa voz implorante.

—Ariadna —escuchó de nuevo y, despacio, apoyando solo el talón del pie herido, fue hacia allí.

* * *

El joven estaba recostado al fondo del callejón, entre cartones y bolsas de basura. Llevaba un atuendo extraño, fuera de lugar, una casaca negra y unos pantalones y una capa del mismo color. El pelo, largo y oscuro, le caía ante la cara como un cortinaje brillante, ocultando sus rasgos pero no la palidez de su rostro. Estaba inmóvil, con las manos en el vientre y la cabeza reclinada. Parecía desmayado, o quizá muerto. Ari se acercó con precaución. No había dado más que un paso cuando él levantó la vista, alerta. El cabello se le desplazó hacia un lado con el brusco movimiento y a la temblorosa luz de la única farola que iluminaba el pasaje, Ari pudo ver sus ojos: el izquierdo era gris claro, el derecho, negro por completo.

Ari tuvo un intenso ataque de vértigo. La realidad se tambaleó y la orientación del mundo cambió. Por un segundo, se vio a sí misma trastabillar a la entrada del callejón, como si se estuviera contemplando a través de la mirada de aquel extraño. No le quedó más alternativa que buscar el apoyo de la pared para no caer. Apoyó el pie lastimado en el suelo y el ramalazo de dolor la despejó de inmediato.

—Ariadna… —repitió el muchacho. Su voz era profunda y en ella, entremezclada con la agonía, se dejaba ver una dicha inmensa—. Eres tú de verdad… —Hizo ademán de levantarse aunque no llegó a conseguirlo. Se desplomó contra la pared—. Por todos los dioses —dijo—, eres tú.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó ella. Era lo que tenía que decir. La frase acertada. A pesar de que en su interior sabía que aquel joven pertenecía a su pasado, a ese periodo olvidado de su vida anterior.

—Tienes la mente vacía —dijo él—. No recuerdas nada. Pobre Ariadna… Te necesito. Me estoy muriendo.

—No… yo… —Miró hacia la entrada del callejón y retrocedió un paso. Le temblaban las manos—. Voy a buscar a alguien. Conseguiremos una ambulancia.

—Y vendrán con sus luces y me llevarán con sus médicos y no podrán curarme. —Apretó los dientes—. Voy a morirme si no me ayudas. —Alargó una mano hacia ella y al apartarla de su vientre dejó a la vista la profunda herida que casi lo partía en dos. ¿Cómo era posible que estuviera tan destrozado y continuara con vida?—. Te necesito, Ariadna. Necesito tu magia.

—¿Magia? —La locura de aquella noche acababa de subir de grado—. No sé de qué estás hablando. No sé nada de magia… Yo… —Negó con la cabeza. Aquel muchacho le resultaba dolorosamente familiar. Sentía la necesidad de correr hacia él y abrazarlo.

—Ariadna —la llamó otra vez. Y su nombre en sus labios sonaba a nuevo—. Necesito que confíes en mí —le rogó—. Necesito que te acerques, que pongas tus manos en la herida y repitas las palabras que voy a decirte. Confía en mí, por favor.

Ella forzó a sus piernas paralizadas a ponerse en marcha. Avanzó en las tinieblas del callejón y cuanto más se acercaba al muchacho más oscuridad se arremolinaba alrededor de este al eclipsar con su cuerpo la luz que llegaba de fuera. El extraño era hermoso, de rasgos fieros, el sudor resbalaba por una barbilla perfecta, la nariz era altiva, los pómulos severos… Pero era su mirada lo que más la impresionaba. Sus ojos desparejos fijos en los de ella. En torno al joven se extendía un semicírculo de sangre y justo alrededor de este una serie de caracteres que él mismo debía de haber escrito. Ari evitó pisarlos. A continuación se acuclilló ante el muchacho.

—Esto es una locura —murmuró.

—No, no lo es —dijo él—. Es fantástico tenerte de vuelta. —La forma en que la miraba la cohibió. Parecía bebérsela con los ojos—. Pero escucha… en cuanto comiences a curarme, la barracuda detectará la magia y vendrá hacia aquí. No tendremos mucho tiempo. Tendrás que… —Guardó silencio—. Por la magia muerta… qué hermosa te has vuelto.

Luego le acarició la cara, la barbilla primero para luego ascender por la mejilla. Ari sintió el tacto cálido de aquella mano sobre su piel, notó el calor de la sangre que marcaba el recorrido de los dedos por su rostro. Aquel contacto bastó para paralizarla. No podía moverse, estaba hechizada por una magia desconocida.

—Ariadna —dijo el joven. Luego, haciendo un gran esfuerzo, se inclinó hacia ella y la besó en los labios.

Ari, para su sorpresa, se encontró respondiendo a ese beso. Fue como si algo ajeno a ella hubiera tomado el control de su cuerpo y la obligara a hacerlo. Se besaron en el callejón entre tinieblas y presagios. Ariadna sintió nacer en ella una pasión desconocida que en nada tenía que ver con lo que Marc le hacía sentir, era una pasión turbia, peligrosa.

Y no eran besos nuevos, estaban cargados de nostalgia, de antigüedad. Y ella se dejó arrastrar por ese pasado olvidado, por esas manos temblorosas que recorrían sus mejillas y acariciaban su pelo, manchándolo de sangre. Cuando sus bocas se separaban, ella recordó su nombre:

—Evan —dijo.