MUÑECOS ROTOS
Ari escuchó cómo alguien la llamaba a gritos nada más salir de su cuarto. Se dio la vuelta con el corazón en un puño y contempló, asombrada, cómo su madre descendía a gran velocidad por la rampa del pasillo en su silla de ruedas nueva. Agazapado sobre sus hombros iba su hermano.
—¡Mírame, Ari! —gritó Steve cuando pasaron a su lado como una exhalación. Tanto su madre como el muchacho llevaban casco, rodilleras y coderas protectoras. Aquello no era un arrebato, era algo planificado—. ¡Estoy volando!
—¡¿Mamá?! —exclamó ella, espantada, mientras se apartaba para que no la arrollaran. Los vio tomar la curva del pasillo y desaparecer rumbo a la rampa que conducía a la planta baja. Fue tras ellos, temiendo escuchar en cualquier momento el estrépito de la silla al estrellarse.
Por suerte, los encontró sanos y salvos junto a la puerta de la cocina. Había marcas de frenada en la madera del suelo. Ambos tenían una expresión de desbordante alegría: las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes. Su madre jadeaba.
—¡Estáis locos! —exclamó cuando llegó hasta ellos—. ¡Os podríais haber matado!
—¡Lo tenemos todo bajo control! —le señaló Steve. Cuando se emocionaba el acento alemán se le marcaba más de lo normal—. ¡Y llevamos casco!
—¿Mamá? —Ari miró acusadora a su madre—. ¿De qué va todo esto?
La mujer le hizo un gesto para que le permitiera recuperar el aliento antes de contestar.
—Lo siento mucho, querida —dijo tras retirarse el casco. Su pelo rubio, de usual bien peinado y recogido en un moño lateral, estaba bastante alborotado—■. Entiendo que estés enfadada, pero comprende que no puedo hacer lo mismo contigo. Pesas demasiado. Si quieres puedo dejarte la silla para que la pruebes tú sola.
—Por el amor del cielo —dijo ella y sacudió la cabeza de un lado a otro, sin saber muy bien si sentirse indignada o echarse a reír—. Casi me atropellan y ahora insinúan que estoy gorda.
Escuchó pasos a su espalda y se giró para ver a su padre acercándose a ellos. La melena cana y su barba enmarañada le daban aspecto de pirata severo. Asintió, meditabundo, y se acuclilló junto a la silla.
—¿Cómo ha ido? —quiso saber mientras estudiaba con sumo interés y concentración el estado de las ruedas. Deslizó un dedo por las marcas de frenada que se veían en el suelo.
—Rápido. Ha ido muy rápido —le contestó su esposa—. Y los frenos han respondido a la perfección. Creo que hemos acertado al comprar este ingenio diabólico.
—¡Volaba, papá! —repitió Steve mientras trepaba desde el hombro de su madre a la espalda de su padre. Este se incorporó con el niño a cuestas y miró a Ari con el ceño fruncido.
—¿Algún problema, Ari? Pareces preocupada.
—Casi me atropellan en mi propia casa —contestó ella—. Mi madre casi me atropella en mi propia casa —puntualizó. Le parecía importante remarcar ese detalle—. Y acaba de llamarme gorda. ¿Cómo voy a dejar de ir al psicólogo si no paráis de traumatizarme?
—Tengo que hacerme a la idea de cómo va la nueva silla, cariño —le explicó la mujer—. Conocer sus límites y saber hasta dónde puedo llegar con ella. Además me parecía mucho más prudente probarla dentro de casa.
—Más que nada por la que está cayendo fuera, ¿verdad? —dijo Ari.
—Claro —corroboró la mujer mirándola extrañada, como si no comprendiera a qué se debía el tono burlón de su hija—. ¿Por qué si no?
—¿Por la gente? ¿Por los coches? —Suspiró—. ¿Para qué me esfuerzo? No tiene sentido intentarlo. Estáis locos. Vivo en una casa de locos.
Y le encantaba hacerlo, aunque, por supuesto, no era el momento adecuado para reconocerlo. Aun así no pudo evitar sonreír al mirarlos. Su padre continuaba examinando la silla con su hermano a caballito sobre sus hombros mientras su madre comentaba emocionada las prestaciones que tenía.
Ella se llamaba Ángela, él Edmund.
Y su historia era mágica, una historia de cuento. Se habían conocido en Berlín, diez años antes. Edmund solía referirse al tiempo anterior a aquel momento como su otra vida, la irrelevante, la que no importaba. En ella había sido agente de bolsa en una importante agencia financiera. Su trabajo había consistido en invertir el dinero de otros intentando conseguir el máximo beneficio posible sin correr demasiados riesgos. Había sido bueno, tanto que llegó a lograr gran reconocimiento entre los suyos. Hasta el día en que cometió un error terrible que causó pérdidas millonarias a muchos de sus clientes. Perdió su trabajo, su credibilidad y, lo más importante, la confianza en sí mismo. Aquel varapalo lo sumió en tan honda depresión que comenzó a pensar en la posibilidad de suicidarse. Cuando era él quien contaba aquella historia, nunca olvidaba mencionar aquel detalle.
—Estaba tan loco y tan perdido que la única alternativa que veía era la de poner fin a mi existencia —solía decir—. ¿Se puede ser más necio? Uno nunca sabe qué puede encontrar mañana. Uno nunca sabe qué le aguarda al doblar la esquina.
Llegó incluso a fijar fecha para su muerte. Su angustia vital alcanzó su cota más alta con la llegada de la Navidad, aquel tiempo de dicha consensuada sirvió para apuntillar su ánimo. Decidió morir con el año. Acabaría con su vida el treinta y uno de diciembre, a las doce de la noche. Hasta había elegido ya el puente desde el que iba a saltar. Esa misma tarde se decidió a dar un último paseo por la ciudad, una suerte de despedida de la vida antes de tomar la salida de emergencia. Fue entonces cuando, en una concurrida plaza, se topó con un espectáculo de marionetas. Era un pequeño escenario sobre el que actuaban dos muñecos fabricados a mano; estaban realizados con tosquedad pero había algo entrañable en ellos, en sus rasgos, en el modo en que habían sido tallados, en su ropaje, colorido uno y de tonos apagados el otro. No se veía a su manipulador, oculto bajo la pequeña plataforma donde las marionetas dialogaban. A Edmund le costaba explicar qué le había motivado a detenerse allí, ante aquellos muñecos parlanchines. Una corazonada, quizá, o el destino tal vez. La cuestión es que se detuvo y, apenas sin darse cuenta, cayó presa del mismo hechizo que en aquel momento subyugaba por igual a los niños y adultos que asistían al espectáculo. En el escenario una marioneta triste explicaba a voz en grito, compungida, todas las desdichas que pesaban sobre ella mientras la otra se burlaba de estas. Bajo el escenario, por supuesto, estaba Ángela.
—Era una obra más del repertorio de Navidad —relataba la mujer cuando se encargaba ella de contar la historia—. Un cuento que escribí poco antes de salir de España y lanzarme a la aventura. Era la historia de un hombre que había perdido el corazón y que tras muchas tribulaciones acababa encontrándolo de nuevo.
Edmund asistió al espectáculo hasta el final. Ya sabía que bajo el escenario solo se ocultaba una persona, era demasiado reducido como para que pudiera haber alguien más. También sabía que se trataba de una mujer. Lo que no pudo imaginar fue la impresión que le iba a causar verla salir bajo las tablas al acabar la obra, sentada en su silla de ruedas, con un sombrero de lana dado la vuelta en el regazo y la mano enguantada en una marioneta que se deshacía en reverencias a la concurrencia. Aquella joven se paseó entre los presentes que, en gran número, pagaron con generosidad el espectáculo que acababan de ver. Él, casi sin prestar atención, con la mirada fija en ella, hurgó en su bolsillo, tomó una buena cantidad de monedas sueltas y las dejó caer en el sombrero. La muchacha le sonrió y esa sonrisa lo cambió todo. No quería dejar de habitar el mundo que contenía aquella sonrisa. Sería un insulto a ella. A la vida misma. Al día siguiente regresó a la plaza y asistió de nuevo al espectáculo.
—Y allí estaba él, día tras día —contaba Ángela—. El hombre extraño del pelo blanco y la mirada triste. Otros quizá se habrían preocupado por la presencia de aquel desconocido, pero yo no. Me recordaba a un muñeco roto. No sabía qué lo traía hasta mí, pero me gustaba saber que estaba entre el público.
Un día, a mitad de representación, comenzó a llover con fuerza, tanto que los espectadores huyeron despavoridos.
Ángela emergió del escenario, puso a salvo a sus marionetas, y comenzó a recoger a toda prisa. Él se acercó a ayudarla.
—Y desde entonces estamos juntos —solía decir Edmund en aquel punto—. Viajé con ella por toda Europa y cuando llegó el momento en que decidió volver a su tierra, me vine con ella.
Al principio, cuando Edmund contaba la historia de cómo se habían conocido, Ari siempre se sentía incómoda al llegar a la parte en la que hablaba del suicidio; no podía evitar pensar que si su padre hacía tanto hincapié en ese tema era por ella, por las cicatrices que marcaban sus muñecas y que Ari siempre intentaba ocultar bajo las mangas de sus blusas o entre un caos de pulseras. Pero con el paso del tiempo, poco a poco, esa parte la fue reconfortando: tanto Edmund como ella eran supervivientes, habían sobrevivido a sí mismos y a sus ansias de autodestrucción y eso era un triunfo que merecía la pena recordar, aunque doliera.
Sonrió mientras contemplaba a su familia arremolinada en torno a la silla de ruedas nueva. Conocer a aquella excéntrica pareja ocupaba, sin lugar dudas, el primer puesto en su lista de razones para celebrar estar viva, así como la llegada de Steve al orfanato ocupaba el segundo. Si había algo que tenía muy claro era que, sin ellos, tarde o temprano, habría conseguido matarse.
* * *
—Me llamo Ari —anunció la marioneta mientras se pavoneaba con torpeza en el suelo de la cocina—. Soy una gruñona, una aguafiestas y me encanta oler mal.
—Separa más las manos, cariño, o acabarás enredando los hilos —aconsejó Ángela a su hijo.
—Es difícil —dijo Steve. Estaba sentado con las piernas cruzadas en una silla mientras intentaba manejar la marioneta de Ari. A la joven todavía le asombraba el enorme parecido que guardaba con ella aquel muñeco. Era obra de su padre, como muchos de los títeres que poblaban la casa—. Mi novio se llama Marc y cuando nadie me ve escribo su nombre en un cuaderno, dibujo corazones y suspiro.
—Yo no hago eso —se quejó ella—: ¿Desde cuándo te has convertido en un niño repelente? Antes me caías bien.
—La culpa es de mamá —contestó mientras luchaba con un pequeño lío entre las cuerdas que había provocado una marcada cojera en la marioneta—. Me está malcriando. Eso dicen en el colegio.
—Trae. Deja que lo desenrede yo, tú lo vas a liar todavía más —dijo Ángela mientras le quitaba la marioneta de las manos.
—¿Lo ves? Me malcría.
Estaban los cuatro sentados a la mesita de la cocina, dando buena cuenta de un desayuno tardío. Su padre permanecía oculto tras un periódico del que, de cuando en cuando, asomaba una mano para hacerse con un bollito de la bandeja. Fuera se escuchaba el constante golpeteo de la lluvia y el gemir frenético del viento, lo que hacía todavía más confortable el interior de la pequeña cocina.
El edificio de tres plantas en el que vivían era un lugar tan pintoresco como la propia familia. No había escaleras que unieran las diferentes alturas de la casa, solo rampas para facilitar los movimientos de Ángela, con barandas dispuestas aquí y allá para que pudiera desenvolverse todavía mejor. Era una casa hecha a su medida. Edmund se había encargado de que fuera así. Una vez recuperado del revés del destino que lo dejó arruinado, sin trabajo y al borde del suicidio había recuperado su buen pulso inversor y en poco tiempo había conseguido llegar a una posición económica más que desahogada. Y lo primero que hizo fue construir aquella casa para su mujer. Las habitaciones estaban atestadas de libros, de cuadros y tapices, de muebles antiguos que parecían sacados de películas de época. Y de marionetas, por supuesto. Estaban por todas partes, como si en el fondo fueran ellas las dueñas del lugar. Ocupaban las estanterías, colgaban de las sillas, vigilaban desde la parte alta de los armarios, se sentaban sobre los sofás, en la cabecera de las camas… La casa estaba siempre a un solo adorno de parecer recargada, pero, aunque fuera por simple casualidad, eso nunca llegaba a ocurrir, cada una de sus estancias tenía los elementos justos, ni uno más ni uno menos. La calidez que irradiaba el lugar era maravillosa, casi mágica. Aquella casa tenía algo de intemporal, de pausa en el estruendo del mundo.
Ari mojó su madalena en el chocolate mientras miraba de reojo el reloj de la cocina. Acababan de dar las once y cuarto.
—¿De verdad vas a salir con la que está cayendo? —le preguntó su padre mirándola por encima del periódico.
—He quedado con Marc —contestó ella mientras untaba de nuevo la madalena. Quería que se impregnara bien de chocolate—. No vamos muy lejos así que con suerte no nos ahogaremos por el camino.
—¿Vendrá a comer mañana? —preguntó Ángela mientras tendía la marioneta ya desenredada a su hijo. Steve miró a su hermana, muy interesado al parecer en su respuesta.
—Se lo está pensando —contestó—. No lo pasó demasiado bien la última vez.
Tras el periódico se escuchó reír a su padre.
Marc comía con ellos el primer domingo de cada mes, al igual que Ari hacía lo propio con él y su familia al domingo siguiente. Era una costumbre que habían instaurado no hacía mucho y que a Marc no terminaba de hacerle gracia. Se llevaba bien con la familia de Ari, pero no había fin de semana en que Steve no provocara una situación incómoda. Le divertía mucho y poco se podía hacer para corregir su actitud. El último día, por ejemplo, el niño se había presentado a la mesa con la marioneta de Ari, la había colocado frente a Marc y le había preguntado con voz de abogado televisivo:
—¿Podría señalar en este muñeco dónde tocó usted a mi hermana mientras se besaban en el sofá y pensaban que nadie los veía?
Marc había estado a punto de morir atragantado por un pedazo de filete y Edmund había tenido tal ataque de risa que no le quedó más remedio que salir del salón hasta tranquilizarse. Ari quería mucho a Steve, pero en situaciones como aquella habría sido capaz de estrangularlo. Aun así, era difícil enfadarse durante mucho tiempo con él. Era un niño alocado de once años, un torrente de actividad, alegría y bromas. Costaba relacionarlo con aquel otro Steve, el que había llegado cuatro años antes al mismo orfanato en el que se encontraba ella. Aquel muchacho no era más que otro muñeco roto, como lo había sido Edmund en Berlín, o la propia Ángela tras sufrir el accidente de coche que la dejó paralítica de por vida.
O ella misma.
* * *
Su primer recuerdo era despertar en una habitación desconocida y romper a gritar aterrada, no por la extrañeza del lugar sino por el desconcierto que le causaba su propia existencia. No sabía quién era. No recordaba nada de su pasado, tan solo su nombre: Ariadna. Pero aquella sola palabra no bastaba para construir una identidad y, sin ella, la realidad se le derrumbaba.
Cuando intentaba rememorar aquellas primeras semanas solo conseguía traer a su memoria recuerdos deslavazados, sin coherencia ni unión. Se veía a sí misma convulsionándose entre alaridos, acuclillada en una esquina o sumida en tales ataques de furia que se necesitaba de varios enfermeros para contenerla. Recordaba también una interminable sucesión de hombres y mujeres embutidos en batas blancas que intentaban comunicarse con ella, pero no había diálogo posible, las palabras que surgían de sus bocas no eran más que ruidos incomprensibles, gruñidos y galimatías sin sentido. La única palabra que entendía era «Ariadna». Más tarde supo que durante los primeros días había estado sedada casi de forma permanente. Al parecer había intentado hacerse daño a sí misma por todos los medios posibles: mordiéndose las muñecas, arrojándose contra las paredes y, en una ocasión, destrozándose el antebrazo con una astilla arrancada a un cajón. Poco a poco ese comportamiento violento fue remitiendo. Tal vez fue puro agotamiento, o que comenzaban a hacerle efecto las drogas que le suministraban o, quizá, que su cuerpo y su cerebro habían decidido rendirse a las circunstancias. La cuestión fue que el mundo empezó a cobrar sentido, un sentido mínimo, vago y etéreo, pero suficiente como para poder desenvolverse en él.
Con el paso de los días, el significado de las palabras y los gestos del personal fueron abriéndose camino en su mente y despertaron, no recuerdos de su vida pasada, pero sí conocimientos adquiridos antes de perder la memoria. Pero que lograran al fin comunicarse con ella tampoco sirvió de mucho. Ariadna no tema nada que decirles. Y ellos poco podían desvelarle de su pasado: según le contaron, unos excursionistas la habían encontrado desmayada en un caserón abandonado a las afueras de Berlín. La habían ingresado sumida en un profundo coma que no tenía explicación física. Fuera lo que fuera lo que le había ocurrido en aquella casa debía de haber sido tan traumático que no le había quedado más remedio que refugiarse en lo más profundo de su cerebro para escapar. A costa de su propia memoria, por lo que parecía. Por lo visto, las autoridades estaban haciendo lo posible por identificarla, pero por el momento no habían conseguido nada. No llevaba ningún tipo de documentación encima y ni sus huellas digitales ni sus placas dentales habían servido para averiguar quién era. La casa en la que la habían encontrado llevaba más de dos años deshabitada y sus propietarios, una pareja de ancianos residentes en Bonn, tampoco lograron aclarar el misterio.
Ari permaneció unas semanas más en el hospital, y cuando ya parecía restablecida de sus ataques de furia, la trasladaron a un centro de acogida en Berlín tutelado por el estado. El cambio de escenario le resultó indiferente. Nada había cambiado. Se veía lastrada por una tristeza tan profunda que hasta el mismo aire que la rodeaba parecía ennegrecer.
Fue al poco de llegar al orfanato cuando intentó suicidarse de nuevo, esta vez siendo consciente de ello. En un descuido de los cuidadores robó un cuchillo en el comedor y se cortó las venas en el baño. Por suerte, una de sus compañeras la encontró antes de que fuera demasiado tarde. Cuando le preguntaron por el motivo que la había llevado a querer morir, simplemente contestó que quería escapar. La sensación de estar fuera de lugar era demoledora. La realidad la oprimía, la asfixiaba de tal forma que no podía dormir por las noches si no estaba medicada.
—¿Y eres tan boba que en vez de intentar escapar por la puerta te cortas las venas? —le preguntó otra interna.
No contestó. No podía decirle que daba igual el lugar donde se encontrara, que ese vacío agotador la acompañaría donde estuviera. Desde aquel nuevo intento de suicidio, siempre hubo alguien pendiente de ella, ya fuera uno de los empleados del centro o una de sus compañeras, y eso, por supuesto, agravó aún más la situación. No solo estaba presa en aquel mundo horrible, ahora, además, estaba bajo vigilancia constante. Permaneció meses en el más absoluto silencio, sin relacionarse con los demás, arisca y enfurecida con el mundo. Cuando en el orfanato comenzaban a barajar la posibilidad de ingresarla en una institución más apropiada para ella, llegó Steve y todo cambió.
Recordaba muy bien la tarde en que lo vio entrar al espacio común del centro de acogida: un niño castaño y pequeño, con unos enormes ojos verdes, vestido con vaqueros y una camisa de cuadros diminutos. Se vio reflejada en su rostro, en su gesto vacío, en el dolor que se podía distinguir en su mirada. Aquel niño no tenía más de seis años, pero el horror ya había dejado una huella profunda en él. Después supo que los padres de Steve habían muerto en un incendio provocado por el propio niño. Había sido algo intencionado, no accidental. Steve trabó las puertas y ventanas de la cabaña en la que la familia pasaba el fin de semana y luego prendió fuego a la misma. Nunca contó a nadie qué le había llevado a quemar la casa, ni siquiera a Ariadna y, por lo que esta sabía, tampoco a ninguno de los psicólogos que lo habían tratado a lo largo de los años. Lo único que dijo fue que sus padres se merecían lo que les había pasado. Tras el incendio, Steve dejó de hablar. Unas semanas después fue a parar al mismo orfanato en el que se encontraba ella; en todo ese tiempo no había dicho ni una sola palabra.
Ariadna se acercó a él en cuanto lo vio entrar, se sintió empujada a ello. Ambos se miraron, sin mediar palabra, incómodos por estar uno frente a la otra y, a la par, reconfortados por esa cercanía. Nunca se habían visto, pero, aun así, se reconocieron. Orbitaban el mismo mundo oscuro y desolado. A pesar de lo clara que tenía aquella tarde en su memoria, Ariadna no lograba recordar quién había tendido la mano a quién. Esa parte siempre permaneció brumosa. La cuestión fue que entrelazaron sus manos y se acercaron más el uno al otro, sin llegar a abrazarse, por supuesto. Tardarían semanas en hacerlo.
Edmund y Ángela les enseñaron tiempo después de adoptarlos una fotografía tomada por un trabajador del centro: en ella se les veía cogidos de la mano, caminando por uno de los senderos del jardín. La expresión de los dos era casi idéntica, un terrible vacío, una nada y una frialdad que movía al espanto. Parecían fantasmas, entes ajenos a la vida. Al ver esa fotografía, Ariadna se preguntó cuál había sido su aspecto antes de que Steve llegara. No podía ni quería imaginárselo. No obstante, la llegada de Steve significó un punto y aparte en su relación con el mundo. La compañía de aquel muchacho hizo que la angustia que la atenazaba disminuyera, aunque seguía allí, por supuesto, afianzada como una lapa.
Dos meses después una curiosa pareja visitó el centro de acogida. La mujer iba en silla de ruedas, una joven vivaracha de pelo rubio y sonrisa siempre dispuesta; él, bastante mayor que ella, un hombre serio, de porte amedrentador, con su pelo y su barba blanca. Querían adoptar un niño. Ariadna todavía no lo sabía, pero Ángela, la mujer en silla de ruedas, se había aficionado a reconstruir muñecos rotos. Les habían hablado de Steve y habían acudido a conocerlo.
Cuando Ariadna los vio llegar, acompañados del director del centro, se puso a la defensiva de inmediato. No iba a permitir que se llevaran al niño, no pensaba dejar que se lo arrebataran. Sin él no podría sobrevivir. Lo necesitaba tanto como él la necesitaba a ella. Pero entonces la mujer sonrió al verlos allí, envarados ambos, con las manos entrelazadas y un gesto gemelo de suspicacia. Y esa sonrisa desarmó a Ariadna por dentro, al igual que lo había hecho, tiempo atrás, con el hombre adusto que la acompañaba. En esa sonrisa Ariadna intuyó una salida, la promesa de abrigo, de esperanza. Supo que aquella pareja podía curar a Steve, salvarlo de sí mismo y de la oscuridad. Más tarde comprendió que esa premonición había venido a través de su ojo negro. Casi sin ser consciente de lo que hacía soltó la mano a Steve y le hizo un gesto para que se acercara a ellos. Cuando le vio hacerlo, dubitativo, mirándola de reojo, fue consciente de que con ese gesto quizá lo había apartado para siempre de su lado. Y lo aceptó. Aquella pareja podía salvarlo. Y si eso ocurría, ¿qué importaba lo que le pasara a ella?
Los tres adultos hablaron con Steve que, como era previsible, no dijo una sola palabra. Se limitó a observarlos con sus enormes ojos, mirando de cuando en cuando a Ariadna.
Ella los vigilaba desde un banco del jardín, con las manos entrelazadas en el regazo, sin parpadear siquiera. A esas alturas ya sabía que Steve se iría con ellos y no podía apartar la mirada del muchacho, como si intentara memorizarlo, como si quisiera guardar en su memoria una imagen perfecta de él para abrazarse a ella cuando el vacío y las tinieblas volvieran a rondarla. Cuando se dio cuenta de que el hombre cano se aproximaba a ella estuvo a punto de gritar. Pero un presentimiento, parecido al que le había hecho soltarle la mano a Steve, le hizo callarse.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó él.
—Ariadna —contestó sin más. Y guardó silencio, con la mirada fija en la punta de sus dedos.
—Es un nombre muy bonito —dijo el extraño mientras se acuclillaba ante ella para quedar a su misma altura—. Significa bondadosa, ¿lo sabías?
Se encogió de hombros por toda respuesta. Era su nombre. Con ese significado le bastaba. El desconocido descubrió entonces las cicatrices que marcaban sus muñecas. Se quedó mirándolas, pensativo. No dijo nada más, ni siquiera una palabra de despedida cuando se levantó y se fue. Poco después Steve, para su sorpresa, regresó a su lado. No se lo habían llevado.
Volvieron a su rutina en el centro de acogida, ignorantes de que la maquinaria de la burocracia se había puesto en marcha, ignorantes de que aquella pareja había decidido adoptarlos a ambos. Dos semanas más tarde recibieron una nueva visita de Ángela y Edmund. Y pocos días después, los dos muchachos, con sus escasas pertenencias a cuestas, abandonaron con ellos el centro de acogida. Durante un tiempo residieron en un pequeño apartamento alquilado de Berlín mientras los trámites de adopción seguían su cauce. Fueron semanas extrañas, un periodo de aclimatación para todos que resultó más plácido de lo esperado. A veces hasta tenían la impresión de llevar años conviviendo. Edmund y Ángela no hacían preguntas ni exigían nada, ni siquiera intentaban que Steve abandonara aquel silencio autoimpuesto en el que llevaba meses sumido. Ariadna y el niño dormían juntos, abrazados el uno al otro. El muchacho sufría frecuentes pesadillas; ella no soñaba, aunque a veces se despertaba con una extraña sensación de asfixia: sentía que le faltaba el aire, que se ahogaba en un mar inmenso. Muchas veces permanecía la noche entera en vela, con la mirada fija en el techo, tan oculto a sus ojos como su propio pasado, preguntándose qué le depararía el futuro.
Una tarde de domingo, semanas después de dejar el centro de acogida, se produjo un milagro: Steve habló por fin. Ocurrió en el pequeño salón del apartamento, poco después de comer. De pronto el niño se levantó de la silla en la que había estado sentado, se acercó a Ángela y la miró con una fijeza desconcertante, casi retadora. La mujer sonrió ante su escrutinio, como si no diera importancia alguna a su comportamiento, más bien al contrario, como si le agradara ser su centro de atención.
—¿Por qué sonríes siempre? —preguntó entonces Steve. Esas fueron las primeras palabras que tanto Ariadna como la pareja le escucharon decir—. Estás ahí sentada. No puedes andar ni correr ni saltar. Es triste. —La voz se le quebró en la garganta al decir aquello—. ¿Por qué sonríes? —preguntó, con rabia, como si le enfadara sobremanera tamaña paradoja.
—¿Y a ti quién te ha dicho que no puedo andar ni correr? —le preguntó ella con suavidad.
El niño guardó de nuevo silencio y la observó atento, con el ceño fruncido y expresión hosca. Pensaba, tal vez, que era víctima de alguna broma.
—Espérame aquí —le pidió Ángela y acto seguido salió del salón. Cuando regresó traía en su regazo dos marionetas, dos de sus inseparables compañeras de viaje. Era la primera vez que las veían. Habían permanecido a buen recaudo en la maleta hasta entonces, aguardando su momento. La mujer tomó las varillas de las marionetas con la soltura que le era propia y posó ambas en el suelo. Tenían piernas largas y bien torneadas, talladas por la propia Ángela y pintadas por Edmund. Y ahí, ante la mirada perpleja de los dos muchachos, los muñecos comenzaron a bailar una danza mágica, hipnótica.
Steve los contemplaba atónito. La agilidad que demostraban estaba más allá del alcance de la carne y el hueso. Eran livianos, casi aire, materia inerte que de pronto había cobrado vida solo para sus ojos.
—Puedo andar —les aseguró entonces Ángela—. Y correr y bailar. Hasta puedo volar si quiero. —Y para refrendar sus palabras hizo que uno de los muñecos levantara el vuelo. Fue espectacular ver cómo el títere daba media vuelta alrededor de la silla. Parecía más ligero que el mismo aire, pero aún más milagroso que eso: parecía vivo.
Ariadna se llevó una mano a los labios, emocionada tanto por el espectáculo de las marionetas danzantes como por la expresión maravillada del rostro de Steve. Apartó la mano de su boca al momento, alarmada. Le ocurría algo en los labios, algo inesperado, tan milagroso como las palabras del niño, como la magia de los títeres vivos que contemplaba. Recorrió con los dedos el contorno de su boca.
Estaba sonriendo.