ARI

ARI

Por quinta noche consecutiva, Ari tuvo el mismo sueño. En él marchaba a través de una ciudad en brumas sabedora de que algo la perseguía y que no mostraría piedad de alcanzarla; ella, al mismo tiempo, buscaba algo entre los edificios mal dibujados, borrosos, que la rodeaban, algo importante, algo que había perdido. Lo más significativo no era que sus sueños fueran calcos idénticos unos de otros, lo más llamativo era que hasta cinco días antes, Ari no había soñado jamás. Al menos no lo había hecho en los últimos cuatro años de su existencia, los únicos de los que tenía memoria. Fue tal su sorpresa que la primera noche despertó sobresaltada, incapaz de comprender qué era aquello que se había abierto paso en su mente dormida. Sabía de la existencia de los sueños, por supuesto, y, tras el desconcierto inicial, comprendió que de eso se trataba, pero aun así tardó en tranquilizarse. De hecho no volvió a dormir hasta muy entrada la madrugada.

Noche tras noche, el sueño se repitió, con variaciones, aunque idéntico en lo esencial: esa búsqueda constante, ese saberse perseguida…, pero fue en esa quinta ocasión cuando comenzó a inquietarse de verdad. Hasta entonces, la ciudad que había atravesado en esos sueños había sido una masa difusa de sombras y claroscuros, pero en ese quinto sueño había comenzado a reconocer los edificios y calles que le salían al paso: era su ciudad, era Madrid y muy cerca de su barrio además. Pero no fue eso lo que la perturbó: lo que la inquietó de verdad fue que, mientras soñaba, supo que aquello que la andaba buscando estaba más cerca que nunca, tanto que no podía tardar en darle alcance. Ari caminaba deprisa por las calles, bajo una lluvia rápida y fría. En los cielos brillaba el sol de la mañana, pero su luz apenas conseguía abrirse paso a través del manto de nubes negras que pendía sobre la ciudad.

Una repentina vaharada de podredumbre le llegó desde una bocacalle próxima. Supo que su perseguidor estaba allí, justo a unos metros de distancia, a punto de descubrirla. Escuchó su respiración, un bramido discontinuo, un olfateo atroz y bestial. Se forzó a desandar el camino, muy despacio. Estaba perdida, lo sabía. No podía apartar la vista de la bocacalle. Allí una sombra iba cobrando forma, algo enorme, grotesco. Aquello, fuera lo que fuera, no era humano. Y estaba a un segundo de mostrarse.

De pronto, para su alivio, un estridente sonido la sacó del sueño. Por un instante pensó que era el despertador y manoteó en su búsqueda sobre la mesilla, pero no tardó en darse cuenta de que lo que sonaba era su móvil.

—Dime lo más asquerosamente romántico que se te ocurra, ¡deprisa! —le apremió la voz al otro lado cuando contestó. Era Marc, su novio.

—¿Qué? —preguntó ella mientras se incorporaba en la cama, con el teléfono pegado a un lado de la cara y una sábana en el otro. El brusco despertar, la angustia del sueño y aquella insólita e inesperada petición la aturdieron. Miró de soslayo el reloj de la mesilla. Los números luminosos del mismo anunciaban que eran las diez de la mañana. No solía despertarse tan tarde.

—¿Has visto el tiempo que hace? —le preguntó Marc—. Llueve a cántaros y hace un frío polar. ¡Necesito algo que me anime a salir de la cama! ¡Dime algo bonito o hibernaré hasta la primavera! ¡No me verás durante meses! ¿Podrás soportarlo?

—Ponme a prueba —gruñó ella con voz pastosa mientras, poco a poco, volvía a la realidad—. Arghs. Me apesta el aliento a rata muerta.

—Eso no es muy romántico —se quejó el muchacho.

—Y tengo que ir al baño —dijo Ari—. Con urgencia además. ¿Quieres que me lleve el teléfono allí? Podemos seguir charlando mientras estoy sentada.

—No estoy preparado para dar ese paso en nuestra relación —confesó Marc con voz pausada y profunda—. Y no sé si lo estaré nunca. Te veo a las doce, ¿verdad?

—A las doce en el bar del Caníbal —le confirmó ella—. Si es que verme es suficiente motivo para salir de la cama.

—Deja que lo piense —pidió él—. Eres mona y me haces reír. Y a veces hueles muy bien. —Se escuchó un pesado suspiro—. Motivos de sobra para meterte a ti dentro de mi cama, pero ¿para salir yo? No lo sé, no lo sé…

Ari soltó una carcajada.

—Te quiero, imbécil —le dijo—. ¿Te parece lo bastante romántico o busco un insulto mejor?

—El imbécil me ha llegado al alma —aseguró él—. A las doce me tendrás allí. Te quiero, boba.

—Más te vale —dijo ella.

La joven se permitió otra sonrisa mientras colgaba. Aquellos «te quiero» insultantes eran el único resquicio que permitían a la ñoñería en su relación. Nada de romanticismo ni sensiblería, ese había sido el acuerdo y, por el momento, ambos lo estaban cumpliendo. Se estiró en la cama, con los brazos extendidos sobre su cabeza y las manos entrelazadas.

De pronto, el vivido recuerdo del sueño del que acababa de despertar se abalanzó sobre ella. En la penumbra de su cuarto había demasiadas sombras, demasiados bultos que no lograba identificar. De nuevo regresó la sensación de ser perseguida, aún peor, la sensación de que algo terrible estaba a punto de darle alcance. De la intranquilidad pasó a la verdadera alarma. Buscó el émbolo de la lámpara de su mesilla y encendió la luz. Al instante, las sombras se convirtieron en los objetos familiares de su habitación: sus muebles, la ropa colgada de una silla, las marionetas de su madre, el ordenador sobre la mesa… Ningún monstruo acechaba. Todo estaba en calma.

* * *

La criatura avanzaba a trompicones por el suelo encharcado del callejón. Medía más de dos metros y estaba recubierta por una coraza natural de brillante color negro; en cada una de las placas que conformaban su piel había grabada, de forma tosca, una runa. Caminaba encorvada, como si el peso de la multitud de huesos retorcidos que emergía de su espalda le impidiera erguirse. Abría y cerraba sus zarpas sin dejar de olfatear. El olor de su presa todavía pendía del aire, a pesar de la intensa lluvia que descargaba el cielo. La luz escasa del sol de invierno resbaló por su piel corácea cuando abandonó las sombras de la calleja para salir a una amplia avenida.

Los coches circulaban despacio bajo el aguacero, con las luces encendidas, ajenos al monstruo que acababa de aparecer en mitad de la acera. La calle estaba casi desierta, solo se veía a una mujer entrada en años armada con un carrito y un paraguas que a duras penas lograba sostener ante las acometidas del viento. La anciana pasó a un metro escaso de aquel horror, sin dar muestra de ser consciente de su presencia. Los ojos hundidos y apagados del monstruo también la ignoraron, miró calle arriba y luego calle abajo, sin parar de ventear el aire. Su mandíbula inferior era mucho más larga que la superior y dejaba al descubierto un entramado de colmillos afilados tan irregulares como el caos de huesos que crecía de su joroba. La mujer, sin saber muy bien por qué lo hacía, detuvo su lucha contra la lluvia, soltó el carrito y se santiguó con rapidez antes de continuar su camino.

El monstruo, un segundo después, continuó el suyo.

* * *

Ari limpió el vaho que empañaba el espejo con el dorso de la mano para poder contemplar su reflejo. Luego procedió con la larga ceremonia de cepillarse el pelo. Le llegaba a media espalda y estaba orgullosa de él; era un cabello negro, sedoso y brillante. Había quien aseguraba que era guapa, pero ella no compartía en absoluto esa opinión. Se veía la barbilla demasiado pequeña, la nariz respingona y las orejas grandes. Se habría calificado a sí misma como anodina de no ser por ese rasgo tan peculiar de su fisonomía que tantos quebraderos de cabeza le procuraba: sus ojos.

Como solía hacer con frecuencia, Ari cubrió el izquierdo con la palma de la mano mientras estudiaba el derecho. Era hermoso, perfecto, un ojo de un azul claro que hacía pensar en cielos de amanecida y estanques en calma. Si el otro hubiera sido igual hasta ella misma se habría atrevido a considerarse guapa. Cubrió entonces el derecho con la mano y abrió el izquierdo. Ese ojo era diferente por completo, no solo a su pareja, era diferente a cualquiera que hubiera visto en otro ser humano. Era de un negro uniforme, sin pupila distinguible ni rastro de blanco en la esclerótica. Durante los primeros meses de adopción sus padres la habían llevado a un par de especialistas, pero estos se habían limitado a catalogarlo como un curioso caso de heterocromía, esa rara singularidad en que los ojos, ya fuera por genética o enfermedad, eran diferentes el uno del otro. Su ojo izquierdo funcionaba a la perfección, lo único anormal era su color; una tenebrosa oscuridad que contemplada desde cierto ángulo creaba la impresión de ser una cuenca vacía. Para evitar preguntas y miradas de extrañeza, llevaba casi siempre puestas gafas de sol y fingía sufrir un caso grave de fotofobia. También solía ponerse una lente escleral, una lentilla que cubría por completo la superficie del ojo y que copiaba la apariencia del derecho. Aun así muchos llegaban a pensar que Ari tenía un ojo de cristal.

Acarició con la yema de los dedos el contorno de aquel ojo oscuro. Había algo sobre él que nunca se había atrevido a contar a nadie, ni a su oftalmólogo ni a los psicólogos y psiquiatras que había visitado durante tanto tiempo: a veces, a través de él, veía cosas que no debería ver. Le costaba expresarlo en palabras, era una suerte de visión profunda, como si lograra asomarse al alma de las personas que contemplaba. En ocasiones, podía averiguar si alguien estaba furioso solo con mirarlo aunque no diera muestras de ello, por ejemplo, o saber si algo le preocupaba a pesar de lo que pudiera decir su apariencia… Al principio achacó esas «intuiciones» a la casualidad, pero después de acertar tantas veces comprendió que, gracias a aquel ojo tan peculiar, era capaz de distinguir los sentimientos de los demás siempre y cuando estos superaran cierta intensidad. Había sido así como se había enterado de que Marc estaba enamorado de ella.

Recordaba aquel día con toda claridad, a pesar de los dos años transcurridos desde entonces. Regresaban ambos a casa tras un largo día en clase. La jornada había sido más aburrida de lo habitual y, como si buscara compensar, Ari no había dejado de parlotear desde que habían salido del instituto. En primer lugar le contó con todo lujo de detalles cómo iba a conquistar el mundo gracias al ejército de autómatas alados que su padre estaba construyéndole en el sótano. Después le relató cuáles iban a ser las primeras medidas que iba a poner en marcha una vez consolidara su poder.

—Antes de nada ejecutaré a Josefina y a Clara. —Dos de las profesoras más desagradables que tenían que sufrir ese curso—. Algo doloroso y humillante. Las condenaré a ser devoradas vivas por tortugas.

—¿Las tortugas comen carne? Creía que comían lechuga y esas cosas.

—Las mías lo harán. Ya me encargaré yo de ello —aseguró—. Comerán carne muuuuuuuy despacio. Lo segundo será cambiar el nombre al planeta —continuó—. ¿Tierra? ¿A quién se le ha ocurrido semejante bobada? ¿Por qué no Barro o Roca ya puestos? No, nada de Tierra. A partir de ahora todos conocerán este planeta como Bella Ariadna. Y haré tallar mi rostro en la superficie de la luna para que todos caigan admirados por mi hermosura.

—Y cegados por tu humildad.

—Calla, hereje —dijo mientras lo miraba con el ceño fruncido de forma teatral—. Y ten cuidado con lo que dices si no quieres ser el Real Encargado de Limpiar el Cepillo de Dientes de su Sagrada Ma…

Fue entonces cuando lo vio. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que Marc sentía por ella. Y no fue por el modo en que la miraba, ni por su gesto ni por la expresión de su rostro, simplemente, por un instante, se asomó a su alma con aquel ojo que parecía bañado en pez y ese sentimiento se reveló ante ella, fulgurante. Fue una certeza absoluta, aun más rotunda que si le hubiera confesado su amor de viva voz. Porque las palabras podían mentir pero aquel lenguaje más allá del verbo no podía hacerlo. Marc la amaba.

Y, como siempre, Ari no fue capaz de callarse a tiempo:

—¡Me quieres! —le espetó, perpleja, mientras se detenía en seco—. ¿Estás loco? —le preguntó—. ¿Cómo puedes quererme?

Él se detuvo a su vez, tan asombrado como ella.

—¡¿Qué?! Pero… ¡¿qué dices?!

—¡Que me quieres! —insistió ella. Aquella «visión» había desaparecido pero sabía que el sentimiento perduraba, ya no tan a la vista, aunque igual de vivo y real.

—Te has vuelto loca, muchacha —aseguró él—. Tus delirios de grandeza te acaban de jugar una mala pasada. —Hablaba deprisa y tenía las mejillas encendidas.

—Estás muy mono cuando te pones rojo —bromeó ella. Y esa fue la gota que colmó el vaso.

—¡Arghs! ¡Eres odiosa! —le espetó Marc mientras se llevaba las manos a la cabeza. Se alejó a grandes zancadas, indignado de verdad—. ¡Que la quiero, dice! Pero ¿¡qué te has creído!? —Se giró hacia ella y la señaló acusador con un dedo—. ¡Por mucho que te empeñes el mundo no gira a tu alrededor, mocosa chiflada! —Luego reemprendió la huida.

Ella se quedó allí, viéndole marchar, con el corazón acelerado y una extraña sensación a medio camino entre la felicidad absoluta y la culpabilidad por haberse tomado a broma algo tan serio. No lo pensó. Se llevó las manos a la boca e hizo bocina con ellas:

—¡Yo también te quiero, imbécil! —le gritó. Y casi se echó a reír por el modo en que Marc se detuvo.

Ari sonrió al revivir aquella tarde mientras retomaba el peinado de su cabello. Tres años atrás, animada por el psicólogo que la trataba en aquel tiempo, había comenzado a escribir una lista de momentos para el recuerdo, razones por las que merecía la pena seguir viva. Siempre llevaba esa lista en la cartera, una lista que, por supuesto, había ido variando a lo largo de esos tres años. La tarde en que descubrió que Marc sentía lo mismo que sentía ella ocupaba un puesto de honor en esa lista, el tercero en concreto. Ese momento había abierto la puerta al tiempo de la calma, de las sonrisas y los besos.

Contempló otra vez su ojo negro en el espejo. De no haber sido por lo que había visto gracias a él nunca se habría atrevido a gritarle que lo quería, ¿cómo iba a hacerlo? En aquellos tiempos todavía se consideraba una rareza, casi un monstruo. Ahora, en cambio, a pesar de todas las molestias que aquella mirada desparejada traía consigo, no le quedaba más remedio que reconocer que en cierto modo le gustaba. Quizá no fuera hermosa, pero gracias a esa mirada era especial. Única.

* * *

El metro bullía de gente que iba y venía. Eran muchos los que habían optado por el viaje bajo tierra para escapar del temporal que asolaba Madrid. Los pasillos, escaleras y andenes eran un constante trajín de humanidad, aunque, por supuesto, no alcanzaba, ni de lejos, los extremos que adquiría en día laboral.

Un joven bajaba las escaleras mecánicas a la carrera, saltándolas de cinco en cinco, ajeno a los gritos recriminatorios que dejaba a su paso, justo cuando el metro entraba en el andén. El muchacho se movía con una agilidad sorprendente, apoyándose en la barandilla a cada salto para ganar más impulso. El vuelo de la capa negra que vestía le daba un aspecto extraño, un aire de personaje venido de otra época. Una mujer gritó asustada al verlo llegar mientras bajaba, casi a trompicones, las últimas escaleras. El joven aterrizó a su lado, con las piernas flexionadas y una mano apoyada con firmeza en el suelo. Miró hacia atrás y echó a correr hacia el metro entre el gentío. En ese mismo instante, dos personas situadas en lo alto de la escalera fueron embestidas desde atrás. La primera chocó con la mujer que le precedía en la marcha, la segunda no tuvo tanta suerte y se precipitó al vacío. El impacto del cuerpo contra el suelo y el crujir de huesos al romperse obraron el milagro de que buena parte de la multitud se detuviera y mirara, alarmada. El caído apenas se movía. La atención del gentío en él apenas duró un segundo. En las escaleras el caos iba en aumento. Algo estaba arrollando a la gente allí arriba, algo que nadie alcanzaba a ver los hacía caer, saltar por los aires o los aplastaba contra la barandilla. Una niña gritó y cayó hacia atrás, con un corte en el antebrazo que había destrozado tanto la ropa de abrigo como la carne. La visión de la sangre y el alarido de la muchacha hicieron que la locura se apoderara al fin de todos los presentes. Comenzó la estampida.

El muchacho se abrió paso entre la muchedumbre, rumbo a las puertas del metro. La histeria subió de grado cuando aquella entidad invisible llegó al final de la escalera y saltó hacia delante, inmersa en el caos de gente que se atropellaba en su huida ciega. Muchos caían al suelo sin más, arrollados por esa violenta nada, otros recibían cortes de diferente grado sin que pudieran ver qué los provocaba. Un anciano voló por los aires cuando aquello, fuera lo que fuera, chocó contra él. El joven llegó a las puertas de acceso cuando estas ya se habían cerrado. Eso no lo detuvo. De un potente salto subió al techo del vagón justo en el instante en que el metro ganaba velocidad, como si el maquinista hubiera decidido huir cuanto antes de la locura que imperaba en la estación. La gente contemplaba atónita el espectáculo tras las ventanillas, sin acercarse demasiado a ellas.

Bajo el traqueteo acelerado de los vagones se escuchó un rugido de furia. Este no procedía del andén sino de las vías. El ser invisible que había sumido el lugar en el caos había saltado allí. Muchos creyeron escucharle correr tras el metro aunque tampoco podían asegurarlo con certeza, no con el griterío de la gente que todavía huía aterrada, sin saber hacia dónde dirigirse y, mucho menos, de qué escapaban.

Más tarde nadie fue capaz de precisar qué había ocurrido allí. Las declaraciones de los testigos eran contradictorias y no conducían a nada; por supuesto ninguna autoridad competente dio credibilidad a la posible presencia de una criatura invisible en la estación de metro. Las grabaciones de las cámaras del andén tampoco ayudaron a aclarar lo sucedido ya que, durante el tiempo que duró el incidente, unas extrañas interferencias nublaron la grabación. La versión oficial hablaba de un loco que, armado con un cuchillo, había sembrado el pánico entre los usuarios del metro, dejando cuatro heridos graves y siete leves. El hecho de que nadie pudiera precisar quién les había apuñalado o golpeado se achacó a la tensión del momento, nada que ver con entidades sobrenaturales. Lo único en que los testigos parecían ponerse de acuerdo era en la más que probable implicación en lo sucedido de un joven moreno, vestido con una capa negra y que, según comentaron varios, era tuerto. Una de las mujeres interrogadas aseguró que no era así. El joven no había perdido ningún ojo, aunque diera esa impresión ya que uno de ellos, el derecho en concreto, era completa y absolutamente negro.