PRÓLOGO

PRÓLOGO

El crucero de batalla Gotthammar se abría paso lentamente a través del vacío con sus gigantescos motores operando a menos de la mitad de su capacidad. El ala de escoltas que lo acompañaba avanzaba cómodamente a su alrededor dentro del perímetro de diez kilómetros de la formación de patrulla. El crucero era una masa de color gris metálico en medio del inmenso abismo del vacío. Sus flancos, protegidos por un grueso blindaje, estaban engalanados con la efigie de un lobo amenazante. Había emergido de la disformidad hacía sólo unas pocas horas. Los últimos residuos del campo Geller aún se asían al adamantio desnudo del casco.

El puente de mando del Gotthammar estaba situado en la popa del enorme navío, rodeado de torres, de bastiones defensivos y de baterías. Los escudos de vacío se ondulaban como una gasa sobre los varios metros de plexiglás que conformaban los ventanales de observación, bajo los cuales la tripulación del puente trabajaba para mantener el rumbo de la nave con todos sus sistemas en funcionamiento y en perfecto estado.

En su interior, el puente ocupaba un enorme espacio de más de doscientos metros de largo, una caverna esculpida en el corazón del navío. El techo era transparente, formado por ventanales que parecían lentes incrustadas entre la maraña de acero. Bajo ellos se desplegaban los pórticos que se extendían hasta los extremos de la gigantesca cámara, cada uno de ellos patrullado por kaerls armados con sus armas skjoldtar. Un poco más abajo se encontraba la primera cubierta, en la que pululaban más miembros mortales de la tripulación. La mayoría vestían los hábitos color gris perla de los sirvientes de la flota fenrisiana, aunque entre ellos también había numerosos kaerls que se movían sobre la cubierta de metal bajo sus armaduras y sus visores translúcidos.

El suelo de la primera cubierta se abría en varios puntos y dejaba ver los niveles inferiores. Allí abajo se oía el zumbido de las numerosas estaciones tácticas entre las que chirriaban hileras de cogitadores separadas por surcos iluminados con una luz tenue y atendidos por servidores medio humanos. Muchos de ellos estaban conectados mediante cables a sus terminales, con el rostro o la espina dorsal sumergidos bajo una masa de conductos y cables, y con una serie de pequeños retales de piel grisácea como único recordatorio de la humanidad de la que una vez disfrutaron. Su existencia era ahora muy diferente, una vida lobotomizada de servidumbre, encadenados para siempre a unas máquinas que los mantendrán con vida sólo hasta que dejen de resultar útiles en el desempeño de sus tareas mecánicas y eternas.

Por encima de todos estos niveles, en la parte posterior de la caverna del puente, se encontraba el trono de mando. Una plataforma hexagonal de diez metros de diámetro que sobresalía entre los muros abovedados y rodeada por una gruesa barra de acero. En el centro de aquella plataforma se erguía una pequeña tarima. En el centro de la tarima estaba el trono, una silla pesada y tosca tallada a partir de un bloque de granito sólido. Era demasiado grande como para que cualquier mortal pudiera sentarse en ella con comodidad, aunque aquello no importaba, porque ningún mortal se había aventurado jamás a pisar la plataforma. Había permanecido desierta durante muchas horas, aunque ahora que el Gotthammar se acercaba a su objetivo aquello estaba a punto de cambiar. Las puertas gigantescas que había detrás del trono chirriaron mientras los pistones las hacían girar. Finalmente se abrieron.

A través de ellas apareció un leviatán. El jarl Arvek Hren Kjarlskar, señor lobo de la Cuarta Gran Compañía del Rout, accedió a la tarima portando su gigantesca armadura de exterminador. El peto acorazado palpitaba amenazante conforme avanzaba. La superficie de ceramita estaba cubierta de runas talladas, e infinidad de huesos colgaban de sus hombros descomunales a modo de trofeos. Una piel de oso, ennegrecida por los años y salpicada de orificios de proyectiles bólter, le cubría la espalda. Su rostro era áspero, de ojos resplandecientes y perforado por numerosos anillos de metal. La enorme mandíbula estaba encajada entre dos patillas negras como la noche, lustrosas y relucientes como las de un depredador.

Junto a él entraron otros gigantes. Anjarm, el sacerdote de hierro, enfundado en su oscura armadura de artificiero y con el rostro oculto tras la máscara de su casco ancestral. Frei, el sacerdote rúnico, con la armadura repleta de sellos y unos mechones de pelo grisáceo cubriéndole el gorjal. Las puertas se cerraron tras ellos, aislando a los tres en la plataforma de mando. Más abajo, las cubiertas seguían sumidas en el murmullo de la actividad.

Kjarlskar sonrió mientras contemplaba la escena, dejando entrever unos colmillos del tamaño de los dedos de un niño.

—¿Qué es lo que tenemos? —preguntó. Sus palabras resonaron desde el interior de su pecho como el motor de un transporte Rhino. Nunca alzaba la voz, eso era lo que se decía, ni siquiera en el fragor de la batalla. Jamás le hacía falta.

—Las sondas ya han sido lanzadas —dijo Anjarm—, pronto lo sabremos.

Kjarlskar emitió un gruñido y ocupó su lugar en el trono. Para tratarse de un gigante como aquél, de casi tres metros de alto por dos de ancho, se movía con una agilidad ligera y contenida. Sus ojos amarillentos, sumidos en lo más profundo de un cráneo de ceño fruncido, refulgían límpidos y alerta.

Skítja, estoy harto de todo esto —dijo—. Incluso los mortales lo están.

Tenía razón. La flota de la Cuarta Gran Compañía palpitaba de frustración. Miles de kaerls y cientos de marines espaciales que no habían hecho más que perseguir sombras durante unos meses interminables. Ironhelm, el señor lobo del capítulo, los había mantenido ocupados buscando la fuente de su obsesión por todos los confines del Ojo del Terror. Todos los sistemas que habían visitado durante aquella búsqueda interminable eran iguales: estaban abandonados, pacificados o albergaban conflictos demasiado insignificantes como para molestarse en intervenir.

Perseguir fantasmas era un trabajo desalentador. Los cazadores necesitaban cazar.

—Parece que tenemos algo —señaló Anjarm, que inclinó la cabeza ligeramente mientras examinaba la pantalla de su casco. Conforme hablaba, los monitores que rodeaban la plataforma de mando se iluminaron y cobraron vida. Los datos recogidos por las sondas se mostraron en las pantallas. Un planeta pardo y rojizo apareció en ellas, haciéndose más y más grande a cada segundo. Las sondas continuaban aproximándose, aunque a semejante distancia la imagen que transmitían era incompleta y distorsionada.

—¿Y éste cuál se supone que es? —preguntó Kjarlskar sin mostrar mucho interés.

—El sistema Gangava —respondió Anjarm, que examinaba los monitores cuidadosamente—. Está formado por un único mundo, deshabitado, nueve satélites. Ultimo nódulo de todo el sector.

Las imágenes continuaban llegando. Mientras las contemplaba, el humor del jarl empezó a cambiar poco a poco. El vello que le cubría la parte del cuello que tenía a la vista comenzó a erizarse. Aquellos ojos amarillentos, ventanas al interior de la bestia, se enfocaron sobre el objetivo.

—¿Defensas orbitales?

—Por el momento ninguna.

Kjarlskar se levantó del trono y posó la mirada sobre los monitores. Las imágenes se volvieron más nítidas. La superficie del planeta comenzaba a volverse visible, parduzca y salpicada de un naranja sucio. Parecía una bola de óxido flotando en el espacio.

—¿Ultimo contacto?

—Antes de la Purga —dijo Anjarm—. Se ha detectado actividad en la tormenta de la disformidad hasta hace setenta años estándar. Los informes de los exploradores afirman que se trata de un mundo desolado. De hecho, es uno de los últimos en nuestra lista, mi señor.

No pareció que Kjarlskar estuviera escuchando. Había tensado los músculos.

—Frei —dijo Kjarlskar—. ¿Estás recibiendo algo?

El planeta continuó creciendo conforme las sondas ocupaban posiciones geoestacionarias. Remolinos de nubes se retorcían sobre la superficie. Cuando el sacerdote rúnico contempló los monitores, las venas de sus sienes afeitadas comenzaron a palpitar. Los músculos de sus labios se tensaron, como si un hedor acre hubiera emanado de las pantallas.

—Por la Sangre de Russ —blasfemó.

—¿Qué has percibido? —preguntó Kjarlskar.

—Su rastro. Tengo su rastro.

Las nubes comenzaban a abrirse. Bajo ellas aparecieron unas luces, dispuestas en formas geométricas, que revelaron una ciudad más grande de lo que la imaginación era capaz de idear. Aquellas formas habían sido creadas deliberadamente. Hacían daño a los ojos.

Kjarlskar dejó escapar un gruñido tenue de placer mezclado con desesperación. Los guanteletes se cerraron bajo la fuerza de sus puños.

—¿Estás seguro? —preguntó.

La armadura del sacerdote rúnico había comenzado a refulgir, iluminada por las figuras angulares talladas sobre el peto. Por primera vez en varios meses, el invocador del wyrd parecía interesado. Los áuspex de las sondas continuaron ampliando las imágenes, revelando las pirámides que se elevaban en el corazón de la ciudad.

Pirámides descomunales.

—No hay ninguna duda, mi señor.

Kjarlskar emitió una risa salvaje y estruendosa.

—En ese caso, invoca a los que hablan a las estrellas —espetó—. Lo hemos conseguido.

Miró a Anjarm y a Frei, los ojos de la bestia comenzaron a brillar.

—Hemos encontrado al bastardo. Magnus el Rojo está en Gangava.