VEINTIDÓS
Cuarenta días.
Desde la llegada de los Mil Hijos a la órbita de Fenris, hasta la muerte del último guardián de la torre mortal en el Aett, habían transcurrido cuarenta días. Ese fue el número proporcionado a los skjalds, que lo incluyeron en las sagas. Esas sagas fueron declamadas, y los dreadnoughts las llevaron consigo a las frías cámaras acorazadas del Subcolmillo para que nunca fueran olvidadas.
Junto a ese número escribieron los nombres. Vaer Greyloc, el Lobo Blanco. Odain Sturmhjart y Lauf Rompenubes. Thar Ariak Hraldir, al que llamaban Hojadragón. Tromm Rossek, Sigrd Brakk, Hamnr Skrieya y el resto de la Guardia del Lobo. Garjek Arfang de los sacerdotes de hierro, y ocho dreadnoughts de los venerables caídos.
De los Cazadores Grises, Colmillos Largos y Garras Sangrientas de la Duodécima Gran Compañía sobrevivieron veintidós. Veintiuno de ellos habían estado en el Sello de Borek; todavía estaban luchando cuando llegaron las fuerzas de relevo a los portales. El único superviviente en el Valgard fue un garra sangrienta, Ogrim Raegr Vrafsson, al que llamaban Rojapiel. Cuando Egial Vraksson, de la Quinta, irrumpió en la Cámara del Anillo con su Guardia del Lobo, Rojapiel estaba en pie sobre la piedra central, rodeado de marines de Rúbrica, protegiendo la imagen sagrada con su cuerpo. Después de aquello pasó mucho tiempo en el Sueño Rojo, pero sobrevivió.
Era imposible contar el número de kaerls que perdieron la vida en la defensa del Aett. Sus nombres no fueron recordados.
No se supo por qué medios escaparon a la venganza los marines traidores. Cierto es que muchos no lo hicieron y fueron abatidos en los túneles. Pero otros, incluyendo la mayoría de los hechiceros, desaparecieron de Fenris en el mismo instante en que su flota consiguió los puntos de salto del sistema. Los sacerdotes lobo conjeturaron que Magnus se marchó de la misma manera, aunque no hubo testigos de su partida. Cuando el cuerpo de Harek Eireik Eireiksson fue descubierto, algunos pensaron que en verdad el Gran Lobo había matado al primarca. Aunque los rumores persistieron muchos años, los más sabios entre el Rout sabían que tal cosa no estaba en el wyrd de Ironhelm, y se prepararon para el día en que el Rey Escarlata aparecería de nuevo.
Ninguno de los soldados mortales que los Mil Hijos trajeron a Fenris fue salvado por su flota. Cuando los lobos que volvían aterrizaron, masacraron las tropas a millares. Los fuegos de su destrucción oscurecieron el aire del planeta durante un mes, por lo que las tribus que vivían en el hielo exterior se acurrucaban en sus refugios y clamaban contra la venida de Morkai.
Pero la oscuridad pasó. Con el tiempo, los Guerreros del Cielo volvieron para escoger a los mejores y a los más valientes para luchar por el Padre de Todas las Cosas.
Así había sido siempre. Y así sería siempre.
* * *
Los fuegos del Hammerhold nunca se extinguieron. Ahora rugían más enfurecidos que nunca, trabajando duro para reponer las armas que habían sido destruidas.
Aldr marchó por el largo puente junto con sus hermanos. No tenía ningún deseo de volver a la oscuridad. Ninguno de ellos lo tenía. Pero la larga tarea de eliminar al enemigo de los últimos escondrijos se había completado y las sagas ya se habían memorizado. No había nada más en lo que ellos pudieran colaborar y, por tanto, los venerables caídos volvían al Largo Sueño.
Marcharon solos, sin la compañía de los vivos. Con el tiempo, el sacerdote de hierro vendría a leer los ritos y preparar las tumbas cuna. Pero ahora, la compañía de los dreadnoughts quedó a solas, con algo de tiempo para reflexionar sobre su tránsito en el mundo de la carne antes de abandonarlo otra vez. Los vivos lo respetaron, pues sabían de la importancia de los detalles del ritual.
Todos excepto uno. Freija Morekborn caminó con Aldr; parecía reticente a abandonarlo aún cuando el portal del Subcolmillo lo llamaba.
Aldr no podía decir que le disgustara. Fue una irresponsabilidad recogerla del suelo del Sello de Borek y apartarla del peligro. Ella había caído en combate y tal debilidad conllevaba la ejecución inmediata. Pero él estaba en deuda con ella por otras cosas, y las deudas eran importantes en Fenris.
¿Qué harás ahora?
Freija sonrió con cansancio.
—Se me ha impuesto un castigo. Por el momento, todavía sirvo en los kaerls. Prefiero las filas. No me cubrí de gloria en el Sello.
Fue una debilidad.
—Lo sé. Lo reconozco y me esforzaré por corregirla. Creo que puedo superar mis defectos.
Tu mente vaga por donde no debiera. Fuiste creada para servir.
En el pasado, Freija se habría negado a creer esas palabras. Ahora se limitó a inclinar la cabeza.
—Ésa es una lección que aprenderé —dijo ella—. Tengo el ejemplo de mi padre.
Entonces miró de nuevo a Aldr.
—Morek nunca dudó. Ante aquel horror, nunca dudó. Su fe en los Guerreros del Cielo fue absoluta incluso al final, y trabajaré para estar a su altura.
Aldr no dijo nada y caminaron juntos un rato en silencio.
Los dreadnought sabían que la próxima vez que despertaran no reconocerían ningún rostro. Ponía las cosas en su sitio. Quizá el segundo despertar sería más fácil. Quizá se hiciera menos insoportable cada vez.
Lo dudaba.
El portal al Subcolmillo estaba cerca. Siguió caminando, aunque cada paso era más difícil de dar.
—Sé que soy muy curiosa —dijo Freija justo en el instante en que alcanzaron el punto donde ella no podía continuar—. Sé que es una debilidad, pero dime una cosa.
Aldr se detuvo.
—Las bestias, las que lucharon contra nosotros en el Sello de Borek, ¿qué eran? Dijiste que eran armas, pero ¿quién las hizo?
Aldr vaciló. Durante un terrible instante se dio cuenta de lo mucho que extrañaría sus conversaciones. Echaría de menos las preguntas sin fin de aquella mortal, su franqueza, el que careciera de formas. No era digno de él sentir esas cosas hacia una sierva, pero la echaría de menos igualmente.
Has dicho que te esforzarías por mejorar —respondió—. Empieza ahora. Cesa con tus preguntas. Ese saber no es para ti.
Freija volvió a sonreír con cansancio.
—Tienes razón —asintió—. Te he ofendido otra vez. Me marcharé.
Entonces, Aldr hizo ademán de partir, para seguir a sus hermanos hacia los túneles. Sus poderosas piernas motorizadas gimieron a su paso por el portal. Freija se quedó atrás, respetando la santidad de la ocasión.
Nunca me has ofendido, dijo con voz ronca antes de marchar de vuelta a la oscuridad.
* * *
Junto al parpadeante brillo de las hogueras, dos voces retumbaron en la cámara. Ambas eran insondablemente profundas y resonaban desde armaduras ancestrales. Una pertenecía al jarl Arvek Kjarlskar, que pronto sería elevado a Gran Lobo como sustituto de Ironhelm. La otra pertenecía a Bjorn Garra Implacable, que había sido Gran Lobo y que desde entonces estaba más allá de tales títulos.
El venerable dreadnought había sido recuperado de las montañas un día después de que finalizara la última de las batallas. Su signo vital era tan exiguo que ningún áuspex lo había recogido. Sólo la referencia visual de las cuestas de Valgard marcaba su lugar de eterno descanso. Había demolido la mitad del pináculo en su caída e infligió una enorme herida en la roca desnuda antes de detenerse en una profunda grieta entre dos poderosos salientes. Se tardó dos días en poder sacarlo de allí, y su recuperación física tardó mucho más. Aun hoy, su sarcófago reflejaba las huellas de la batalla, y los sacerdotes de hierro todavía tenían mucho trabajo por delante antes de que pudiera reunirse con sus hermanos en hibernación.
¿Había hermanos lobos en Gangava?
—Sí, señor. Una Gran Compañía, o algo similar. Fueron corrompidos, y se habían entregado sin excepción al enemigo.
Así que los destruisteis.
—Lord Ironhelm quería acabar con ellos personalmente, pero estábamos comprometidos aquí por el asedio, y lo convencí para que abandonara el combate. La ciudad fue destruida desde la órbita, y un escuadrón en la retaguardia se aseguró de que la destrucción fuera completa.
Bjorn gruñó con sombría satisfacción.
Me pone enfermo. ¿Cuál era el propósito del Traidor con todo esto?
—Quería retenernos en Gangava. Sabía que Ironhelm no se negaría a combatir contra hermanos corruptos. Tenía razón. Si las noticias de la batalla no hubieran llegado, habríamos perseguido y exterminado hasta el último de ellos durante muchos días y el Aett habría caído en nuestra ausencia. —La voz del jarl sonaba especulativa—. Pero podría no haber acabado ahí. Se nos mostró la debilidad de nuestros sucesores en aquel lugar. Con todo lo que ha sucedido aquí, no creo que aquello fuera un accidente.
Hablas de la Forja.
—No conozco los detalles. Sólo los conocían Ironhelm y Hojadragón. Posiblemente, el jarl Greyloc también, dado que era amigo del sacerdote lobo. Pero todos conocemos los objetivos del programa. No puede ser casualidad que las cámaras del creador de carne fueran destruidas antes del ataque a la Cámara del Anillo.
Nunca debió haberse hecho. Fue una traición al primarca.
Kjarlskar se encogió de hombros.
—Quizá. En cualquier caso, no se puede retomar. No queda nadie de aquellos que comprendían el trabajo de Hojadragón y todo el equipo ha sido destruido. Seguiremos estando solos, los únicos herederos del manto de Russ.
Como debe ser. Si hubiera sabido de ese trabajo, lo habría destruido yo mismo.
Kjarlskar tuvo que reprimir una sonrisa. Podía imaginarse sin dificultad al dreadnought haciendo justo eso.
—Entonces debe de estar contento, señor. Ha combatido contra un primarca y sobrevivido, y el Aett resistió. Pronto las sagas se llenarán con sus hazañas y con las de nadie más.
Bjorn no hizo ademán de sonreír.
No son mis hazañas. Greyloc fue el que más resistió y ésta es su victoria.
—Así quedará registrado —admitió Kjarlskar—. Pero no creo que sea recordado así.
* * *
Una hoguera ardía en el pináculo de Krakgard, el oscuro pico que oteaba sobre el Colmillo donde se honraba a los muertos desde la era de los primarcas. La cima de la montaña era plana y suave, pues había sido tallada en los días del Padre de Todas las Cosas y santificada en los largos años que habían transcurrido desde entonces. El capítulo estaba reunido allí, de pie en ordenadas filas grises, con las cabezas desnudas y expuestas a los elementos.
El sol estaba bajo en el cielo y las sombras eran alargadas. Las llamas saltaban, rojas y furiosas, y enviaban chispas que flotaban hacia el ocaso.
Kjarlskar se irguió ante la hoguera con su calor a la espalda. El sacerdote rúnico Frei estaba con él, así como los demás señores de los lobos.
—¡Hijos de Russ! —exclamó, y su voz viajó lejos por las alturas azotadas por el viento—. Tal y como corresponde a nuestras costumbres, los cuerpos de aquellos que murieron en la defensa de Fenris se entregan hoy al fuego. Aquí yace el jarl Vaer Greyloc y el sacerdote rúnico Odain Sturmhjart, y el sacerdote lobo Thar Ariak Hraldir. Así rendimos homenaje a su sacrificio. Así como el fuego consume sus cuerpos mortales, que encienda también nuestro odio eterno para aquellos que hicieron esto. Recordad vuestro odio. Mantenedlo vivo y forjadlo con rencor como un arma más en la Larga Guerra.
Las filas de lobos espaciales escuchaban atentamente, silenciosas como piedras. En la primera línea se situaban los veintitrés guerreros, un poco apartados de sus hermanos. Eran supervivientes de la batalla del Colmillo, los últimos de la compañía de Greyloc. Rojapiel estaba allí, con el rostro todavía surcado por terribles cicatrices. Quedaban pocos garras sangrientas para ponerse a su lado. Todavía no se había decidido cuál sería la mejor forma de reconstruir las manadas, aunque muchos creían que Rojapiel no volvería a servir y que escogería el camino del Lobo Solitario. La muerte de sus camaradas había supuesto un duro golpe y aquélla era una respuesta honorable.
Mientras Kjarlskar hablaba, miraba fijamente a través de las llamas contemplando cómo los cuerpos de los caídos se convertían en cenizas. Llevaba la espada de combate de Brakk en el cinturón, Dausvjer, la última arma que su hermano de batalla Puñoinfernal había usado en combate. Aunque ninguno de los allí reunidos lo sabía todavía, la espada tenía un poderoso wyrd, y por tanto encontraría un lugar en las sagas de los milenios que estaban por venir. Por el contrario, en aquel entonces era simplemente una compensación, un recuerdo y una advertencia.
—El Gran Lobo Harek Eireik Eireiksson, no yace aquí —dijo Kjarlskar—. Su cuerpo ha sido llevado al lugar donde cayó combatiendo al gran enemigo. He ordenado que se erija aquí un santuario, un lugar de peregrinaje para poner a prueba la resistencia de los fieles. Que sirva como monumento en recuerdo de su inquebrantable lealtad. Y que sirva también como recuerdo de su ceguera. Nunca más nos dejaremos arrastrar a una guerra que no nos incumba. Ésta es la lección que extraeremos y que usaremos para mejorar aún más.
Sentado aparte de los veintidós veteranos del asedio, despreciando como siempre la compañía de sus hermanos, estaba Alanegra. El explorador había recuperado en gran medida su porte durante el viaje de vuelta desde Gangava. Desde entonces se le había asignado la tarea de reconstruir la capacidad para la guerra en el vacío de la Duodécima, aunque pocos esperaban que durara mucho en el puesto. Ya había discutido con la armería del capítulo sobre unos planes para requisar nuevas fragatas rápidas de ataque, e insistía en el diseño de motores pesados que la mayoría consideraban poco prácticos.
Mientras Kjarlskar hablaba, miró arriba hacia las estrellas, con un atisbo de aburrimiento jugueteando en sus rasgos oscuros. Las ceremonias lo aburrían, aunque se sentía satisfecho de que su maniobra sobre Fenris se incluyera en las sagas. Era una compensación por la pérdida de la Nauro, el único elemento de su vida en Fenris al que había amado, y el único por el que sentiría afecto alguna vez.
—Lo reconstruiremos —dijo Kjarlskar—. El Aett será restaurado y será más grande que nunca. La última traza del enemigo será barrida del hielo y los remanentes de sus fuerzas en otros mundos serán perseguidos a muerte y destruidos. La Duodécima Gran Compañía será reconstruida, su honor quedará intacto y sus manadas restablecidas.
El Gran Lobo barrió con sus ojos dorados las compañías reunidas.
—Nuestro enemigo no se recuperará. Los hemos destrozado. Nunca jamás volverán a montar semejante operación, pues han sido reducidos a insignificantes cuadrillas de ladrones de conocimiento que vagan por la galaxia en pos de la chatarra de baratijas escondidas. Su vergüenza no conoce límite y su pobreza no conoce igual. Han venido aquí, capitaneados por su primarca, y han fracasado.
Entonces, los ojos de Kjarlskar refulgieron.
—¡Recordadlo, hermanos! —gritó—. Han fracasado. Ésta será la lección más grande de todas, la verdad que llevaremos con nosotros cuando marchemos una vez más a la guerra en el mar de estrellas. Nuestra fe nos define. Nuestra lealtad nos define. Nuestro odio nos define. Así es como perduramos mientras el Traidor se tambalea.
Su voz temblaba de fervor.
—Dentro de miles de años, los hombres hablarán todavía de esta batalla. Mientras perdure el imperio del hombre, los skjalds contarán la batalla del Colmillo y la esperanza arderá en el corazón de los leales. Cuando vuelvan las llamas de la guerra, recordarán lo que hemos hecho aquí y encontrarán la fuerza para levantarse y aceptar el desafío.
Kjarlskar se golpeó con el puño el peto de la armadura.
—Éste es nuestro legado. Éste es nuestro propósito. Por esto luchamos.
Entonces alzó el puño en señal de desafío, orgullo y aclamación.
—¡Por el Padre de Todas las Cosas!
Y a lo largo y ancho de la cima del Krakgard, dos mil guerreros de los Vlka Fenryka, los Lobos Espaciales de temible renombre, se golpearon la armadura con el puño y lo levantaron al cielo. El rugir de su estruendosa respuesta se elevó a lo alto del cielo que se oscurecía, un grito de guerra que ya era ancestral, al que ya se temía, y que era tan audaz y exuberante como el amanecer sobre la nieve virgen.
Por el Padre de Todas las Cosas. Por Russ. Por Fenris.