VEINTIUNO
Rojapiel no tenía tiempo para admirar las ancestrales maravillas de la Cámara del Anillo. En otra situación, se habría entretenido en el gran círculo de piedra, perdido en la contemplación de los diseños allí grabados. En las circunstancias actuales, era un lujo que no se podía permitir. Sabía que el enemigo les pisaba los talones, ascendiendo por los túneles y por los ascensores como la marea alta. Pronto estarían aquí también, listos para terminar lo que habían empezado.
Así que trabajó duro excavando con los pocos lobos restantes y con los desmoralizados kaerls. Arrastraron toda la protección que pudieron y la colocaron en el umbral de la cámara, apilando pesadas planchas de hierro a lo largo del portal que medía varios metros de ancho. Todos sabían que esas endebles barreras no durarían mucho, pero al menos proporcionarían a los kaerls cierta cobertura desde donde disparar.
Los mortales parecían a punto de desplomarse. Habían estado luchando durante días, con breves descansos para dormir y evitar que enloquecieran o murieran de agotamiento. Incluso su constitución fenrisiana, casi tan resistente como la de cualquiera en el Imperio, estaba al borde del colapso. Era un milagro que cualquiera de ellos todavía pudiera no ya sujetar su rifle, sino también usarlo.
Puñoinfernal no se habría percatado de esas cosas. Siempre se mostraba impaciente con las debilidades de los mortales.
—¿Por qué los necesitamos todavía? —se había quejado en una ocasión—. Tan sólo criemos más marines. Millares. Sin parar hasta que seamos lo único que quede, y al diablo con los débiles.
Lo había dicho en broma, pero siempre había una parte de verdad. En realidad no veía la utilidad de los humanos sin modificar. Ahora se había ido, consumido por el mismo poder que lo había elevado a la superhumanidad.
«Ésa es la clave, hermano. Pagamos un precio por nuestro poder».
—Garra sangrienta —sonó la voz seca y anciana de Hojadragón.
Rojapiel dio media vuelta. El sacerdote lobo se erguía en su armadura medio destrozada, oscuro contra la enfurecida luz de las fogatas.
—Tendrás que mantener el Anillo un rato sin mí.
Por un instante, Rojapiel no se creyó lo que estaba oyendo.
—Perdone, señor. No entiendo…
—Hay un asunto de la mayor importancia que debo atender. Si Russ quiere, estaré de vuelta antes de que el enemigo os alcance. Pero si no es así, entonces mantén la línea hasta que vuelva.
Rojapiel sintió como un rugido de ira crecía en su interior. Sabía que estaba al límite de sus fuerzas, y conocía el castigo por desafiar a un sacerdote lobo, pero lo que Hojadragón quería hacer era una locura. No había nada, nada más importante que defender la última cámara del Aett, la más sagrada, contra el ataque.
—No puede… —empezó, manteniendo la calma con dificultad—. Lo necesitamos aquí, señor. —Hojadragón negó con la cabeza.
—No intentes discutir conmigo, garra sangrienta —dijo—. Sé cómo te sientes, e iré tan rápido como pueda.
Por un instante, Rojapiel pensó en protestar. Incluso pensó en clavar al sacerdote lobo al suelo y obligarlo a quedarse.
Cuando la idea le pasó por la cabeza, le arrancó una sonrisa cansada; la total desesperación lo llevó a aceptarlo de mala gana.
«¿A esto nos vemos reducidos?»
—Si se pierde la acción, me pido al primarca como presa —bromeó Rojapiel—. Y a usted le tocará vivir con la vergüenza.
Hojadragón rió a su manera, extraña y cínica.
—Te lo mereces, garra sangrienta. Pero no lucharás contra Magnus solo. Tienes mi palabra.
Entonces se dio la vuelta y se marchó a grandes zancadas a través de las barricadas improvisadas, abriéndose paso a empujones entre los atareados kaerls. Rojapiel lo observó durante un rato y después se fijó en lo que quedaba de las defensas.
Doce lobos, entre garras, cazadores y colmillos largos. Unos pocos centenares de kaerls, parapetados en las estrechas entradas a la Cámara del Anillo o tomando posiciones en ella. Un par de armas pesadas, pero casi todo eran pistolas y con poca munición.
Después miró hacia las piedras del Anillo, a tan sólo unos metros. La imagen del Lobo que Acecha a las Estrellas estaba en el centro del círculo, el emblema del capítulo. El mismísimo Russ estuvo frente a ese grabado una vez, rodeado de su poderoso séquito, todos guerreros sin igual.
«Tan pocos. Quedan tan pocos para defender el corazón de nuestro reino».
Rojapiel dejó escapar un suspiro tembloroso. Corría el riesgo de dejar que los eventos de las últimas horas lo superaran. Podía imaginar a Puñoinfernal riéndose de eso, mofándose de él como siempre.
Ahora no. Había trabajo por hacer.
—¡Tú! ¡Mortal! —rugió, avanzando a grandes pasos hacia un grupo de kaerls que luchaba por colocar una nueva barricada en su sitio—. Ahí no. Te enseñaré dónde.
Y a partir de ahí comenzó a estar ocupado otra vez, enfrascado en la necesidad de hacer el Anillo tan seguro como fuera posible. No tenían mucho tiempo. Mientras los defensores trabajaban, se podían oír los sonidos de la tormenta que se avecinaba, debajo de donde ellos estaban, perdidos en el interminable laberinto de túneles. Todavía estaba lejos pero se acercaba con cada latido del corazón.
* * *
Magnus avanzaba por los corredores del Aett, deteniéndose sólo para destruir las escasas protecciones contra hechicería que quedaban en los tramos superiores del jarlheim. Tras él avanzaban los lentos escuadrones de marines de Rúbrica.
Casi no encontraba resistencia. Los túneles y los ascensores estaban vacíos o eran entregados rápidamente por bandas dispersas de defensores mortales, desprovistos de esperanza y de liderazgo. Magnus sabía que los lobos todavía luchaban en los niveles inferiores, que sus tropas los mantenían a raya y que sufrían un lento estrangulamiento. Los pocos defensores de los niveles superiores capaces de entablar batalla debían de haberse retirado a la cima, esperando contra toda lógica mantener a salvo el último reducto unas pocas horas más.
El desafío no lo sorprendía, aunque tampoco le producía gran admiración. Nunca había esperado que se dieran media vuelta y se rindieran sin más. Los lobos habían seguido atacándolo mientras subía por la escalera del Señorío del Colmillo, a pesar de saber que morirían en el intento. Incluso aquel guerrero grande, el del puño sierra y el grito de guerra lleno de amargura, le había hecho daño con sus golpes.
Magnus miró a su alrededor con desdén. Éstos eran los niveles donde vivían los Guerreros del Cielo. Los alrededores estaban tan descuidados y desnudos como el resto de la montaña olvidada. Aunque el Señorío del Colmillo tenía una especie de lóbrega grandeza, realmente había muy poco en el Colmillo que lo impresionara a uno. Era poco más que una gran roca, vaciada por dentro, tiritando de frío por los vientos de las montañas.
Czamine, el señor hechicero pavoni, fue junto a él, dando grandes zancadas para mantener el paso de su señor.
—Señor, ¿tenéis más órdenes? —preguntó—. He enviado escuadrones a los túneles laterales para que destruyan las protecciones restantes. Podemos causar mucho daño allí antes de encarar a los últimos defensores.
Magnus asintió con la cabeza.
—Hazlo. Incendia, destroza y mutila todo lo que encuentres. Presta especial atención a los tótems y a los amuletos. Los lobos sienten una inexplicable debilidad por ellos, y sentirán en el alma verlos destruidos.
—Así se hará. Y después, la cima.
—Así es, aunque allí estarás solo, al menos por un tiempo.
Czamine inclinó su casco inquisitivamente, aunque no osó formular ninguna pregunta.
— Tengo que acudir a una cita —explicó Magnus—. Cuando hayas acabado con las reliquias que quedan, búscame en el pináculo.
Magnus no se molestó en esconder la mirada expectante en su rostro.
—La Cámara de Russ está cerrada, hijo mío, aquella que él llamó el Anillo. Tendrás el honor de tomarla. Nos encontraremos allí una vez que la última esperanza de este maldito capítulo se haya extinguido.
* * *
Hojadragón entró en la cámara de los creadores de carne. Marchaba apresurado, pasaba de prisa por las numerosas habitaciones interconectadas. Los espacios vacíos estaban aún bien iluminados, pero parecían afligidos en su soledad. No había encontrado enemigos en los túneles que iban del Anillo a sus dominios, pero sabía que sólo era cuestión de tiempo que llegaran. Tenía unos instantes preciosos; instantes en los que podría salvar los elementos esenciales de su investigación antes de que todo fuera destruido. No tenía ni idea de qué hacer con ellos después, pero algo se le ocurriría. Siempre había sido así.
Hojadragón daba zancadas por los laboratorios del creador de carne sin apenas reparar en las camillas de metal desnudo donde antes yacían los cuerpos. Después de haber pasado tanto tiempo retenido en el Señorío del Colmillo, tenía una extraña sensación al encontrarse otra vez en aquellos espacios antisépticos, bañado de nuevo por la luz dura que se reflejaba en los azulejos blancos.
Hojadragón llegó al sanctum interior, el lugar en donde se llevó a cabo en secreto el programa de la Forja durante tantos años. Las puertas blindadas estaban cerradas, tal como las había dejado. Se preparó para activar la apertura por voz, para lo que tuvo que contener sus pulsaciones. La agitación únicamente conseguiría interferir con el mecanismo.
Fue entonces cuando se detuvo. Miró a su alrededor, hacia las largas filas de máquinas silenciosas, las impecables salas de operaciones.
No había ningún cuerpo. Frar, el cazador gris al que trajo Morek, no estaba. Todos los demás se habían ido. Era como si no hubieran existido nunca. Fue entonces cuando se dio cuenta de la verdad.
No había sido el primero en llegar al laboratorio.
Se dio la vuelta despacio. Consciente de las consecuencias de lo que hacía, abrió las puertas.
Las cámaras de la Forja estaban patas arriba. Los tubos de incubación estaban hechos añicos y su contenido se desparramaba por el suelo alicatado. Los cadáveres de los hijos experimentales de Russ yacían en el suelo, pisoteados y malogrados. Todos los viales habían sido destruidos, reducidos a brillantes pedazos de cristal. En las habitaciones ulteriores, los condensadores chisporroteaban, consumidos por las llamas. Equipos irreemplazables, de los cuales algunos databan de los días de la Unificación de Terra, habían sido destruidos por completo, y elementos de valor incalculable estaban desparramados como vísceras.
Se había perdido todo.
Hojadragón asimiló la destrucción del trabajo de su vida en un instante. Entonces, sus ojos de ámbar parpadearon. Su atención se fijó en el hombre que se erguía en el centro de la destrucción.
No, no era un hombre. Era de estatura inferior a la que había mostrado en la escalera del Señorío del Colmillo, pero aun así mayor que cualquier marine espacial. El manto dorado le colgaba de los hombros a tres metros de altura y cubría una coraza de bronce. De sus dedos goteaba líquido amniótico. Su único ojo brillaba triunfante.
Hojadragón desenvainó su espada, y la hoja de dragón se deslizó de su vaina con un silbido vacío.
—¿De verdad piensas luchar conmigo, Thar Hraldir? —preguntó Magnus con calma.
—Con todos mis corazones —contestó Hojadragón, activando el campo disruptor de la espada. El primarca asintió.
—Por supuesto que lo harás. Pero antes escucha, anciano. Valía la pena esforzarse para evitar el futuro que anhelabas, por eso lo que resta de mi legión ha sido sacrificado. No habría habido ninguna invasión de Fenris sin tu intromisión, sacerdote lobo, reflexiona sobre eso en tus últimos instantes de vida.
Entonces, Hojadragón rugió con toda su furia antigua y amarga y cargó contra el primarca, blandiendo la espada hacia su cuello. La hoja, tallada con la fluida imagen del dragón, brilló a su vez, apresurándose hacia el peto de bronce de su objetivo.
Magnus sacó su arma en un instante. Sus movimientos parecían descuidados, calmados, pero de alguna manera eran absolutamente precisos. En un momento estaba desarmado y relajado; al siguiente se había convertido de nuevo en el ardiente ángel que había sido en el Señorío del Colmillo.
Las espadas chocaron y el sonido metálico de los filos resonó en las paredes.
Hojadragón se movía como si fuera un garra sangrienta en lo mejor de su vida, blandiendo su espada en arcos ajustados y letales, gritando con cada golpe que propinaba. La fatiga de la larga batalla se desvaneció y permitió que sus extremidades se movieran con su antigua velocidad, deslumbrante y apabullante.
Nunca había luchado con mayor precisión en sus largos años de servicio, nunca antes había perfeccionado así la canalización de las ganas de matar. Hojadragón giraba, esquivaba y embestía con una energía sublime, empujado por la ira y la pérdida que lo consumían; un dolor terrible y agudo que, por algunos momentos, puso su maestría por encima de los lobos de Fenris y la elevó a la categoría de leyenda.
Magnus lo rechazaba con una facilidad inconsciente, moviéndose con suavidad, blandiendo su espada con toda la implacable habilidad de su herencia. Era casi como si estuviera permitiendo al sacerdote lobo tener su último momento de perfección, otorgándole un último suspiro de excelencia marcial antes de que llegara el final.
Pero no podía durar mucho. Hojadragón, con toda su energía y control, era para un primarca como un mortal para un marine espacial. Con sus músculos curtidos por la edad y cansados por los furiosos ataques, la hoja de dragón cabeceó por un instante, dejándolo vulnerable. Tan sólo fue necesario un golpe de la espada de Magnus, una sola estocada directa al pecho de Hojadragón. La hoja siniestra del primarca atravesó la armadura con suavidad.
Hojadragón se convulsionó, empalado en el metal. Se debatió unos instantes más, tratando desesperadamente de librarse de la mordedura de la espada. La suya cayó de entre sus dedos mientras su campo de energía emitía un zumbido furioso.
El sacerdote lobo tosió sangre, caliente y negra, que inundó el interior de su casco.
Recuperó su visión por última vez. Lobos Espaciales, tan numerosos como las estrellas, llevando la guerra a los confines más oscuros de la galaxia, esculpiendo el Imperio a imagen del Rey Lobo y haciéndolo tan poderoso y lleno de vitalidad como lo fuera en tiempos de Russ.
—Todo se… hizo… por Russ —jadeó, mientras sentía las Irías garras de la muerte apoderarse de él.
Entonces quedó inerte, desplomándose sobre la espada de su enemigo.
Sombrío, Magnus recuperó la hoja y dejó que el cuerpo de Hojadragón se encogiera sobre el suelo.
—En tal caso, le fallaste —señaló el primarca, mirando impasible hacia el cadáver desarmado—. Esta lucha ha terminado.
—¡No mientras vivas, traidor!
Magnus alzó la vista con brusquedad. Sorprendentemente, había guerreros que cargaban contra él. Un gigante con armadura de exterminador, con sus garras de lobo brillando con furia relampagueante. Un sacerdote rúnico, con su báculo lanzando destellos de energía etérea, flanqueado por dos guardaespaldas. Y tras ellos, moviéndose más lentamente, algo macizo y pesado. Algo que reconoció de tiempos ancestrales.
* * *
El Russvangum entró a toda velocidad en la zona de combate orbital con sus luces centelleando. Las escoltas volaban a toda velocidad tras él, disparando con todo lo que tenían. La llegada de la flota de combate de los lobos era devastadora, envuelta en fuego y furia.
La flota de los Mil Hijos no se enzarzó con ellos, sino que se retiró de Fenris en una maniobra que era obvio que había sido planeada. El Herumon, la única nave en la armada capaz de enfrentarse al buque insignia de Ironhelm, se puso a salvo discretamente girando sobre su eje y dirigiéndose directamente a los puntos de salto.
Las fragatas y destructores de los Lobos Espaciales se dirigieron sin rodeos al corazón del enemigo, disparando ráfagas de costado al pasar junto a las lentas naves de transporte de tropas. Las naves doradas comenzaron a arder y sus escudos se deformaron por la furia del ataque.
Pero Ironhelm no había venido para entablar una batalla orbital. Podía apreciar el oscuro círculo de destrucción en el Colmillo incluso desde los visores de espacio real. Medía varios kilómetros y expandía su mácula sobre la impecable extensión reflectante del Asaheim como una herida sobre la piel pálida.
Mientras la miraba, su mente retrocedió a las filas de los Hermanos del Lobo, que aullaban con angustia al ser exterminados. El aire de la pirámide de Gangava se había vuelto tóxico, imbuido de locura y horror. El dejar a medias aquella batalla había sido la decisión más dura de toda su vida. Perdido en un mundo de ira, apenas había reconocido a Kjarlskar cuando el señor lobo se abrió camino hacia él en la batalla. Incluso entonces, aún después de haber escuchado lo ocurrido en Fenris, una parte de sí mismo se resistía a la llamada de vuelta.
La profundidad de su estupidez se reveló en un instante. Habría sido menos doloroso seguir luchando, haberse perdido en las ganas de matar, haberse regodeado en el impulso de la purga de los impíos.
Todavía recordaba las caras de aquellos a los que había matado. Rostros torturados. Rostros que escondían una conciencia espantosa de sí mismos.
Muy en su interior, los Hermanos del Lobo sabían en qué los habían convertido.
«Vivimos con el peligro».
—A las cápsulas —gruñó, mientras se precipitaba desde el puente hacia las cápsulas de lanzamiento. En cada una de las naves de la flota, los jarls de las Grandes Compañías hicieron lo mismo. Cientos de cápsulas de desembarco estaban ya preparadas para el descenso al planeta, y cada una transportaba una carga completa. Los motores de la Thunderhawk despertaron a la vida con un rugido en los hangares, esperando la señal para precipitarse a la troposfera hacia a la zona en la que sus cañones podría hacer daño.
El capítulo entero había llegado a la órbita, barriendo toda resistencia con la misma facilidad con que lo hicieron los Mil Hijos tantos días atrás. Faltaban instantes para los aterrizajes.
Ironhelm se embarcó en su cápsula con impaciencia, se reclinó sobre las paredes de adamantio y sintió cómo la jaula de sujeción se acoplaba en su lugar. Las compuertas exteriores chirriaron al cerrarse, y las sirenas de lanzamiento comenzaron a atronar.
—Aterriza en la cima —gruñó al comunicador.
Aquello sería peligroso, sin margen para el error; la mayor parte de las cápsulas se enviaban abajo, a los pasos elevados. Sin embargo, los operadores sabían que era mejor no discutir, y las coordenadas fueron establecidas con diligencia.
—Listo para el lanzamiento, señor —se oyó una voz por el comunicador.
—Hazlo —ordenó Ironhelm, preparándose para la liberación de las abrazaderas, y el vertiginoso descenso a la superficie. No veía la hora.
«Voy a por ti».
Las compuertas de lanzamiento se abrieron, y las cápsulas comenzaron a descender. En todas las direcciones, naves de lobos se lanzaban a la batalla, destruyendo cualquier nave enemiga demasiado lenta para esquivar su artillería.
Sabía lo que el enemigo estaría pensando. Sabía que a lo largo de los pasos elevados los batallones atrincherados de la Guardia de la Torre estarían mirando arriba, y se darían cuenta de que su flota desertaba y los abandonaba a su suerte. Fue entonces, al ver los cielos oscurecerse, cuando un pensamiento terrible cruzó sus mentes aterrorizadas. Disfrutó sólo de pensarlo.
«Este es el planeta de los lobos y han venido a recuperarlo».
* * *
Sturmhjart abrió los brazos y lanzó una furiosa tormenta de energía. Puños relampagueantes salieron disparados, envolviendo a Magnus en una aureola de luz cegadora. Los sellos de la armadura del sacerdote rúnico refulgieron de vida, encendidos en un rojo sangre.
Greyloc y sus dos guardias del lobo saltaron a la acción, gruñendo con furia inexpresable. Fueron hacia Magnus como una manada abatiendo a un konungur: uno a la garganta, otro al pecho, otro a las piernas. Sus armaduras resplandecieron bajo la égida de Sturmhjart mientras se lanzaban al ataque.
Círevloc fue el más rápido. Atacó con sus garras el rostro del primarca, desgarrando y descuartizando. Magnus retrocedió, empujado por la velocidad del ataque. Aunque era más de un metro más alto que los marines exterminadores, el ritmo y ferocidad de los ataques lo hizo retroceder sobre sus talones trastabillando.
Magnus El Rojo, hijo del Emperador inmortal, primarca de los Mil Hijos, trastabilló.
—¡Por el Padre de Todas las Cosas! —rugió Greyloc, triunfante, consumido por el extraordinario encarnizamiento de la cacería. Como le había pasado antes a Hojadragón, el odio visceral hacia Magnus le había otorgado, durante unos instantes, unos poderes increíbles—. ¡Por Russ!
Greyloc obligó al primarca a retroceder otro paso, aullando su odio en un frenesí apenas inteligible. Magnus empuñó su espada, pero un feroz ataque de garras de lobo la tiró a un lado.
Un guardián del lobo hizo contacto hundiendo sus garras en la pierna de Magnus. Sturmhjart bramó de placer al verlo, y su fuego wyrd rugió con redoblada intensidad. Los otros guardias del lobo clavaron sus garras en el pecho del primarca. Los lobos sentían el olor de la sangre en las fosas nasales, y eso los hacía imponentes.
Magnus se tambaleó otra vez y chocó contra la pared que tenía detrás, rompiéndola y derribándola bajo su empuje. Greyloc saltó tras él, seguido de cerca por los demás. Sturmhjart se mantuvo en sus talones, consumido por un odio infernal de llamas wyrd. Los cuatro lobos desgarraban, apuñalaban y embestían al primarca demonio en retirada, con sus puños volando y sus hojas rasgando. No había pausa ni respiro, sólo una continua tormenta de golpes terribles, propinados a gran velocidad con cólera visceral y despiadada.
Hicieron retroceder aún más al primarca demonio, que derribó otra pared, destruyéndolo todo a su paso. Los rugidos y los gruñidos eran ensordecedores, un horrible estruendo desafiante que se propagaba y retumbaba por las estrechas salas del creador de carne.
—¡Muerte a los brujos! —bramó Greyloc, poseído por las ganas de matar, su cuerpo henchido de furiosa energía.
Estaba luchando a un nivel de perfección que le daba ganas de gritar. Greyloc sentía cómo se consumía en llamas en la lucha, cómo se causaba un daño irreparable a través de la violencia descontrolada. No había lugar para la retirada, ninguna posibilidad de recuperación. Se iba a matar luchando, utilizando cada gramo de potencial de su cuerpo mortal.
«Yo soy el arma».
No era para menos. Estaba enfrentándose a un dios viviente, y sólo su confianza indómita, su inamovible certeza, su compromiso total, podrían estar a la altura de semejante desafío.
«Mi estado de perfección».
Así que embistió contra Magnus otra vez, sin concederle tiempo ni espacio. Otra pared fue destruida en el avance furioso de los combatientes envueltos en luz.
Irrumpieron a través de los escombros en un espacio amplio y abierto. Habían atravesado las paredes del laboratorio y habían llegado a una especie de hangar, uno de los centenares que tachonaban la montaña cerca de la cima. Únicamente quedaba un helicóptero de combate en la pista, estropeado y ennegrecido por los graves daños sufridos en combate. En el extremo más lejano de la plataforma de despegue atronaba una tormenta. Los relámpagos de un viento vengativo retumbaban en sus oídos, directo desde los aires glaciales de Asaheim, violento y huracanado.
«El alma de Fenris comparte nuestra furia».
Los lobos continuaron su ataque, coronados por la luz wyrd de Sturmhjart, bramando desafiantes, propinando golpe tras golpe, cada uno de los cuales habría bastado para poner punto final a cualquier otra batalla, pero que en este caso simplemente la prolongaba.
Pero su fuerza, en toda su insólita majestad, tenía unos límites claros. Magnus era un hijo del Emperador, uno de los veinte sin par que habían encendido los fuegos de la Gran Cruzada, y su porte sólo podía ser alterado durante un breve espacio de tiempo. La arremetida había sido tremenda, la peor que había soportado en un milenio, pero su fuerza era casi infinita y su astucia no tenía parangón. Se enderezó, empequeñeciendo a sus asaltantes, y recordó el poder que estaba a su alcance.
Uno de los guardianes del lobo descuidó su defensa durante una fracción de segundo, y aquello fue suficiente para que el puño de Magnus se estampara en su cara y lo arrojara algunos metros más allá. El guardián del lobo cayó a plomo sobre el suelo, con el casco aplastado, y ya no se levantó.
Sturmhjart fue el siguiente, envuelto en una devastadora ráfaga de fuego fantasmal de las manos extendidas de Magnus. El sacerdote rúnico se dobló por la cintura, preso de un repentino y angustioso dolor.
—¡Hjolda! —gritó, derramando sangre por las juntas de su armadura.
Magnus apretó los puños, y el escudo de ceramita explotó, desparramando una tormenta de carne y huesos a lo largo del suelo del hangar. Entonces, el primarca se volvió para encarar a Greyloc y al guardián del lobo superviviente. La ecuanimidad había desaparecido de su rostro, y su pelo rojo como el vino colgaba en desordenados mechones. Estaba sangrando, y cojeaba a causa de una herida profunda en la pierna. Su forma física sólo había soportado una vez tales heridas en el pasado, y el recuerdo de aquel dolor lo encolerizó.
—Me has enfurecido, perro —gruñó Magnus, y propinó un revés al guardián del lobo que lo dejó fuera de combate y le rompió la espalda con un chasquido seco. Entonces arremetió con el puño contra Greyloc a una velocidad endiablada.
No pudo usar el fuego fantasmal. Una bola de plasma golpeó a Magnus directamente en el torso, lanzándolo fuera del hangar. Otra le impactó de nuevo, y otra más, enviándolo cada vez más lejos. Agitando las extremidades, empapado en un relámpago tan caliente como una supernova, Magnus se precipitó al interior de la carcasa del Thunderhawk caído. El impacto lo hizo añicos; sus puños dorados atravesaron la superestructura aplastada de adamantio como un chiquillo enrabietado atrapado en una casa de muñecas.
No sabes nada de la ira, traidor —bramó Bjorn, irrumpiendo a través de la pared del hangar y lanzando otra ráfaga de rayos de plasma del cañón de su brazo—. Esto es furia. Esto es odio.
Los rayos impactaron, uno tras otro, todos ellos dirigidos con extrema precisión. Magnus estaba envuelto en un infierno furioso y atronador, un flujo de ráfagas estelares que lo golpeaban y lo hacían retroceder, empotrándolo aún más en el interior del helicóptero de combate.
Todavía se mantenía en pie y contraatacó. Por un momento pareció como si el primarca pudiera rasgar por completo el chasis de la Thunderhawk.
Entonces, los depósitos de promethium se incendiaron.
La explosión fue titánica, sacudió la totalidad del hangar y provocó una onda expansiva a lo largo de la pista. Magnus quedó sepultado bajo una protuberante esfera blanca de destrucción, un globo de fuego que salió despedido hacia el techo del hangar y corrió a lo largo de la piedra como si fuera mercurio. Greyloc fue arrojado al suelo. Profundas y enormes grietas surcaban el hangar. El viento aullaba arrastrando ráfagas de llamaradas por el aire atormentado.
Sólo quedaba Bjorn. Seguía disparando, una y otra vez, derramando más plasma en un furioso torrente de destrucción.
Cuando Magnus finalmente emergió, su rostro estaba contraído por la ira asesina. La piel colgaba de sus huesos, abrasada y ardiendo lentamente. Su manto dorado se había vuelto negro y su armadura de bronce estaba calcinada. Su melena había desaparecido, reemplazada por una calavera de jirones de carne. Su único ojo era una estrella roja, ardiente como el metal en la forja de un herrero. Tenía la carne surcada por tajos profundos que debajo revelaban un entramado de luminosos colores cambiantes. La capa física con la que había envuelto su esencia demoníaca se había convertido en jirones, arrebatada por el plasma ardiente.
Magnus saltó del infierno directamente hacia Greyloc dejando tras de sí un rastro de tiras de fuego como las alas de un ángel. Bjorn apuntó con su cañón de plasma, pero fue demasiado lento. El primarca herido arremetió contra el señor lobo mientras éste luchaba por ponerse en pie. Magnus lo derribó con un golpe descendente de su puño cerrado, en el que todavía ardía con furia el promethium. La cabeza de Greyloc golpeó la piedra y por un momento bajó la guardia.
Magnus le clavó las dos manos desgarrando la coraza con dedos avariciosos. La ceramita se disolvió en nubes sibilantes mientras despedía energía dorada y plateada. Magnus escarbó profundamente y agarró los corazones de Greyloc con sus puños aplastantes.
El señor lobo gritó mientras sus extremidades se paralizaban por el dolor. Con un horrible tirón, Magnus liberó los órganos aún latentes, los arrancó del pecho todavía con vida de Greyloc esparciendo chorros de sangre y los arrojó a un lado.
Por un momento, el señor lobo mantuvo la consciencia y sostuvo la mirada de su asesino.
Tras el casco, su rostro pálido aparecía preocupado pero desafiante. Sus ojos reflejaban, por última vez, una fugaz visión de una llanura nevada, de presas que corrían bajo el sol de justicia, del viento helado sobre sus brazos desnudos.
«Mi estado de perfección».
Entonces, sus brazos quedaron laxos y el fulgor de sangre de sus lentes se apagó.
* * *
¡Jarl!, rugió Bjorn con la voz distorsionada por el odio.
El dreadnought se abalanzó sobre el primarca sin dejar de disparar rayos de plasma; su brillante garra se mostraba resplandeciente de furia disruptora. Los dos gigantes se unieron en un choque de energía de la disformidad, promethium y acero contra acero.
Mientras Magnus y la Garra Implacable entablaban un terrible y devastador combate, la tormenta a su alrededor se había elevado a un nuevo punto de virulencia. El suelo bajo sus pies crujía más y más, abriendo abismos en el rococemento. El anciano dreadnought, espoleado por una cólera mayúscula, forzó al primarca a ponerse a la defensiva otra vez cortándolo con sus garras y disparándole casi a bocajarro. A esa distancia, los efectos del terrible plasma eran casi tan perjudiciales para Bjorn como para su enemigo, pero eso no lo detuvo.
Poco a poco, envueltos en humo y restos de fluido de energía, los dos combatientes atravesaron la entrada del hangar en un abrazo grotesco y bamboleante, intercambiando golpes de una fuerza demoledora y aplastante. No quedaba ninguna cubierta sobre el portal. Tras el borde de rococemento de la pista, la roca desnuda continuaba unos metros antes de caer en picado. Alcanzaron el precipicio, lanzando golpes de tal brutalidad que la piedra se desmoronaba bajo sus pies.
Magnus estaba herido. Ningún mortal lo había herido tan profundamente jamás. Sus movimientos, que se habían tornado erráticos y vacilantes, reflejaban su estado de conmoción. Toda su agilidad lo había abandonado, y luchaba como un pendenciero de taberna golpeando la pesada armadura del dreadnought mientras Bjorn contraatacaba.
Se aproximaron más al borde. Las rocas se desmoronaban y dejaban un rastro zigzagueante en su caída por las pendientes duras como el acero de la montaña. La caída era casi vertical. Estaban a miles de metros por encima de los pasos elevados, luchando en un duelo celestial como los dioses del mito fenrisiano, rodeados de llameantes lenguas asaeteadas y de los gritos mortales de las tormentas.
Mucho más abajo, había fuego y carnicería. Los lobos habían aterrizado por centenares y ahora corrían enajenados por la piedra cortando hilos a voluntad. Algunas columnas se dirigían hacia los armazones derruidos de las puertas, para entrar otra vez en su propia ciudadela con la luz mortal de la persecución en sus ojos. Los cielos estaban tachonados de regueros de cápsulas de desembarcos y de las estelas oscuras de las Thunderhawk. Mucho más arriba, rodeados por ráfagas de destellos encadenados, naves más pesadas descendían lentamente por la atmósfera superior.
Los dos lo vieron. Incluso en plena lucha, Bjorn dejó escapar un gruñido de triunfo.
Ironhelm está aquí, brujo —se burló mientras clavaba la garra con fuerza en la armadura de bronce y retorcía las hojas—. Significa tu muerte.
Magnus parecía más allá de las palabras. La carne alrededor de su boca era desigual, carbonizada por el pegajoso promethium y desgarrada en tajos profundos por los afilados golpes del dreadnought. Sujetó el tubo del cañón de plasma de Bjorn asiendo con dedos como garras la embocadura al rojo vivo.
Bjorn disparó de nuevo y sepultó la muñeca de Magnus bajo un abrasador holocausto de energía. El primarca seguía agarrado, absorbiendo el terrible calor, girando y retorciendo el extremo romo del tubo hasta convertirlo en un amasijo. Su cañón había quedado inutilizado, por lo que Bjorn pasó a sus garras, dirigiéndolas de nuevo a la maltrecha cara del primarca, a la que alcanzaron y arrancaron más carne de su esencia demoníaca.
Columnas de piedra se resquebrajaron y se desmoronaron desde el borde del acantilado, y una filigrana de grietas se abrió bajo los poderosos pies de Bjorn. Los dos titanes temblaban al borde del abismo, intercambiando golpes incluso cuando éste parecía reclamarlos. El viento huracanado del Asaheim los arrastraba cada vez más hacia la destrucción.
Fue entonces cuando Magnus, cansado, herido y quemado, pareció recordar al fin quién era. Desasió una mano y la energía fluorescente de la disformidad chisporroteó de sus dedos extendidos. Las garras de Bjorn se arrugaron, abrasadas en una tormenta de locura de colores. Sus zarpas se curvaron más allá de lo posible y después se resquebrajaron.
Desarmado, el venerable dreadnought se lanzó al cuerpo a cuerpo, intentando forcejear con el primarca y empujarlo hacia el borde del abismo. Magnus esquivó el ataque y golpeó con fuerza con su otra mano. Aún desprovisto de espada, su carne demoníaca era todavía lo bastante poderosa para agrietar el sarcófago de Bjorn, e infligió un abrupto desgarro en la ancha placa facial. Los iconos de hueso se deformaron y las runas se partieron por la mitad.
Entonces, Bjorn se tambaleó, expuesto finalmente a la totalidad del poder de la ira del primarca. Magnus preparó un puño llameante apuntando a la ranura del ojo. Bjorn no podía hacer nada. Recibió un duro golpe que resquebrajó la placa reforzada, lo hizo oscilar sobre su eje central y lo acercó al borde. Magnus se dio la vuelta para posicionarse en un suelo más seguro y empujó al dreadnought al borde de la caída, sujetándolo con una mano. El suelo que soportaba el peso descomunal de Bjorn se hundió y se desmoronó en una pequeña avalancha de escombros y cuchillas de hielo.
—Tú estabas en Prospero —resopló el primarca, con una voz que era un horrible eco de lo que había sido—. Reconozco el patrón de tu alma.
Bjorn intentó responder, pero sus generadores de voz habían sido destruidos. Podía sentir como los sistemas fallaban en todo su cuerpo artificial. La existencia infernal que había sido obligado a soportar durante tanto tiempo parecía extinguirse al fin. No lo lamentaba.
—¿De verdad pensabas que podrías matarme? —preguntó el primarca en tono áspero, a la vez incrédulo y furioso. En su mano libre prendió un nuevo fuego fantasmal—. Si no pudo mi hermano, ¿qué esperanza cabía para ti?
Fue entonces cuando Bjorn vio una forma que se precipitaba desde la pendiente por encima de ellos. Un guerrero enorme con armadura trotaba pendiente abajo hacia ellos con rostro glacial. Arriba, a lo lejos, se veía el perfil de una cápsula de aterrizaje incrustada muy cerca de la cima del Valgard.
En el interior de su caparazón agrietado, lo que quedaba de la antigua boca de Bjorn sonrió.
* * *
Ironhelm saltó por el aire a gran velocidad con los brazos extendidos. Se lanzó contra las figuras enzarzadas con la fuerza de un Land Raider a la máxima velocidad. Se oyó un fuerte sonido metálico tras el choque de armadura contra armadura. La cornisa se deshizo en pedazos, y los tres dejaron atrás el borde quebrado del precipicio y cayeron rodando por las empinadas cuestas en una nube de piedra y hielo.
La cabeza de Ironhelm se giró bruscamente al golpear algo a gran velocidad, después su brazo chocó con el saliente de una roca y la partió. Se deslizaba y tropezaba y caía más y más, destrozando la falda de la montaña en su caída. Con el rabillo del ojo, vio a Bjorn chocar de frente con una masa de hielo antes de que el enorme cuerpo del dreadnought se perdiera de vista. Por todas partes había ráfagas de nieve que lo cegaban. Oyó a Magnus gritar, y percibió fragmentos de carne demoníaca brillando cerca de él antes de que lo arrastrara la caída.
Cayó, cayó y cayó. No había nada que pudiera parar la caída en picado, sólo nieve suelta y piedras ennegrecidas por el fuego. Ironhelm se golpeó contra un peñasco y sintió cómo éste se hacía añicos antes de comenzar a rodar otra vez. Todo estaba en movimiento, girando en un torbellino que desorientaba los sentidos.
Entonces, con un terrible estruendo, golpeó algo más grande. Aún arropado en su armadura de exterminador, el impacto fue escalofriante. Ironhelm se desvaneció mientras su cuerpo rebotaba antes de pararse dolorosamente con un chirrido.
Era un saliente, uno de los miles de obstáculos en las abruptas elevaciones del Colmillo, de varios cientos de metros de ancho y a una altura considerable en los vertiginosos acantilados de la cima.
Ironhelm sintió como la consciencia volvía casi al instante y se dio cuenta del terrible daño que se había hecho. El dolor se extendía por su cuerpo como el fuego recorriendo sus torturadas articulaciones y huesos fracturados. Podía sentir como la placa de acero de su cabeza repiqueteaba suelta. Eso significaba que tenía el cráneo fracturado, un pronóstico acorde con el dolor encendido que le zumbaba detrás de los ojos.
Gruñó con furia y se incorporó a una posición medio sentada. Magnus también estaba allí. Los dos habían caído juntos, pataleando y agitando los brazos. No había señales de Bjorn, aunque detrás del primarca había una larga hendidura que discurría por debajo de la roca, esculpida en la piedra como el surco de un arado. Todavía caían nubes de nieve y hielo compacto, junto con lacerantes pedazos de roca.
El primarca estaba en pie. Toda apariencia de su antigua forma se había desvanecido. No quedaban ni el manto dorado, ni la placa de bronce, ni grebas finamente talladas con imágenes del zodíaco brillando a la luz del sol.
Lo que restaba era una forma de energía, una vaga red asemejando a un hombre hecha de energía pulsante de la disformidad, vivida y perturbadora. El único punto fijo dentro de la piel cambiante de esencia etérea era el ojo, solitario, de color rojo granate y resplandeciente como un círculo de fuego.
El viento se arremolinaba alrededor del devastado primarca, glacial y desgarrador, intentando arrancarlo del borde de la montaña y arrastrarlo al abismo. El alma del planeta sabía la clase de abominación que había sido revelada y gritaba para arrastrarlo de vuelta a la disformidad.
Magnus dio un solo paso, lleno de dolor, hacia el cuerpo roto de Ironhelm, y lo observó con una mirada envenenada, mecido por el viento.
Ironhelm se puso en pie ignorando la agonía abrasadora que recorría su poderoso armazón. Sintió charcos de sangre en el interior de las botas y colándose por las juntas de su armadura. El dolor lo mantenía consciente, lo mantenía centrado. Había cruzado la disformidad para este encuentro con toda la velocidad y la furia que pudo reunir. Dos veces.
—Brujo —escupió, sintiendo el choque de la saliva mezclada con sangre en su placa facial.
Había perdido su espada gélida en la accidentada caída, pero su armadura de exterminador tenía otros recursos. Su muñeca izquierda contenía dos bocas lanzamisiles incrustadas en la curva de la placa, mientras que su mano izquierda estaba enfundada en un descomunal puño de combate. Seguro de su destreza con ambas, Ironhelm avanzó en una carga pesada y aplastante contra la forma ondulante del primarca. Mientras cargaba los misiles disparó los bólter. Los proyectiles impactaron en Magnus pero no detonaron. Parecía que había desaparecido completamente, aunque el impacto había herido claramente al primarca demonio. Magnus rugió de dolor y de cólera, y se preparó para recibir la carga del Gran Lobo con las manos desnudas.
Ironhelm sintió como sus piernas ardían mientras relampagueaba hacia el cuerpo a cuerpo. Su armadura le proporcionaba una gran confianza; impulsaba toneladas de músculo, huesos, ceramita y adamantio contra el cuerpo del primarca. Cuando chocó, blandió su puño de combate en un amplio y elevado arco a la cara resplandeciente de Magnus.
El primarca se desvió de la trayectoria del puño con maestría, mantuvo su cuerpo ágil y lanzó sus propios puños contra la placa del pecho del Gran Lobo, arrojándolo hacia atrás sobre el hielo. Ironhelm cayó de espaldas contra la superficie lisa. Magnus se preparó para otro golpe, pero Ironhelm logró disponer de su puño de combate a tiempo. Lo puso a la máxima potencia y tuvo la sensación de golpear un saco de huesos.
Magnus salió volando y chocó contra el borde del acantilado. Su cuerpo brilló al golpear el costado de la montaña, como un hololito casi carente de energía. La expresión del primarca era una mezcla de incredulidad y angustia.
Lo habían humillado. Una humillación terrible.
Ironhelm soltó una risa feroz y cargó otra vez aprovechando su pesada envergadura para incrementar la inercia. Magnus se levantó para recibirlo, con los puños brillando por la luz fantasmal. Los dos chocaron con un terrible estruendo. Ironhelm sintió cómo su brazobólter se hacía añicos acribillado por una descarga de fuego al rojo vivo. También sintió que su puño de combate daba en el blanco haciendo que el primarca trastabillara hacia atrás.
Ironhelm gruñó por el simple placer de la lucha. Después de tanto tiempo cazando espectros y soportando burlas de apariciones, al fin estaba en su elemento. Se sentía un poco más vivo con cada nuevo golpe de sus atormentados brazos. El dolor era inmaterial. La única cosa que existía para él era el desafío, la prueba de las armas, el ejercicio de su capacidad sin par para controlar la violencia.
La cólera alimentaba esa capacidad, la cólera que había cultivado desde que partió de Gangava. Los rostros de los Hermanos del Lobo reunidos en su mente, aullando todavía de horror y dolor. Los rostros de los caídos en Fenris también estaban entre ellos, acusándolo con sus gruñidos. Greyloc tenía razón. Los muertos habían sido sacrificados en el altar de su orgullo y ahora reclamaban su recompensa.
Intentó otorgársela. El puño de combate crujió de nuevo contra el costado del entramado etéreo de Magnus haciendo que su espalda chocara contra la pared del acantilado. Su rostro ciclópeo resplandeció de dolor en el momento en que se precipitó contra la roca afilada como una espada. Todo su armazón se sacudió y transmitió ondas sísmicas a través de su carne entramada. Lejos, sobre sus cabezas, la tormenta se agitaba violentamente en la victoria y arrojaba vientos huracanados fríos como el vacío hacia las laderas del Colmillo.
Entonces Magnus gritó, un lamento de dolor como no se había oído desde que el Rey Lobo destruyó su primer cuerpo. Retumbó en la roca, por encima del viento, por encima de la artillería relampagueante del nivel inferior donde los lobos desgarraban las formaciones de tropas mortales en los pasos elevados. En aquel lamento estaba la pesadumbre de las edades, la desesperanza de un semidiós criado para comprender los profundos misterios del universo y que en vez de ello se batió en feos conflictos sobre la nieve sucia de un mundo de bárbaros. Era un lamento de pérdida, de fracaso, de la infinita futilidad de una guerra sin fin que nunca había deseado.
Ironhelm escuchó ese lamento y sonrió con fiereza. Continuó asestando golpes aplastantes a la abominación que tenía ante sí, moviendo los brazos como un poderoso motor, perdido en una tormenta de frenesí sangriento.
—¡Pelea conmigo, brujo! —rugió—. ¡Levanta los brazos y pelea!
Por un momento pareció como si Magnus hubiera perdido la voluntad de hacerlo. Encajaba el castigo, con la espalda arqueada contra los acantilados. Estelas de fuego se aferraban todavía a su contorno devastado, el residuo de su tortuoso ascenso a través del jarlheim. Tenía los ojos abiertos, fijos de dolor. Parecía perdido, arrojado a la deriva desde la cima del mundo que había jurado destruir.
Pero entonces, tal como y como había ocurrido antes, empezó a recordarse a sí mismo. En sus profundidades prendió una nueva llama. Los primarcas habían sido criados, por encima de todo, para sobrevivir, para soportar todo lo que una galaxia inconmensurablemente hostil pudiera arrojar contra ellos. Su poder residual era casi inextinguible, procedente del profundo océano de la inigualable potencia del Emperador. Incluso ahora, tras haber soportado tanto sufrimiento, tras haber absorbido tanto dolor, su fuerza esencial, el núcleo que alimentaba su motor, permanecía intacto.
Enderezó la espalda. Detuvo uno de los golpes de Ironhelm con la palma de la mano, la cerró sobre el puño de combate y apretó con dedos de fuego. Con el puño libre arremetió y golpeó el rostro del Gran Lobo. Ironhelm se tambaleó y cayó hacia atrás.
Magnus se elevó a mayor altura. Las heridas en su cuerpo desprendieron llamas escarlata al curarse solas. Luces procedentes del éter chisporroteaban allí donde pisaba. Su único ojo ardía otra vez, un lingote de hierro fundido entre los hielos. Abrió el puño, y ráfagas de luz se propagaron desde su palma bañando a Ironhelm en un fuego eléctrico destructor. El Gran Lobo fue empujado hacia el borde y obligado a arrodillarse, envuelto en la cruda quintaesencia del immaterium.
El torrente cesó. Ironhelm se estrelló contra el suelo, con la armadura carbonizada y humeante. No se levantó.
El orden había sido restaurado. El semidiós miró hacia abajo, a su rival destrozado, el último de los muchos lobos que se habían alzado contra él.
—Deberías haberte quedado en Gangava —dijo Magnus en tono áspero, mientras su voz rota tañía cuerdas vocales insustanciales como si fuera los dedos de un arpista del infierno. En tanto que todavía se asemejaba completamente a un humano, parecía exhausto.
—Gangava ya no existe —tosió Ironhelm con el sabor empalagoso de la sangre en la boca mientras intentaba levantarse—. Bombardeo orbital. Un puñado de átomos.
Su brazo bólter estaba deformado y colgaba inerte. El puño de combate humeaba por el toque devastador del primarca y la cubierta de ceramita estaba agrietada y abollada. Todo lo que le quedaba era su fuerza nativa. Ambos sabían que aquello no sería suficiente. Se levantó sobre sus pies con un esfuerzo lento y terrible.
Magnus se acercó. Las tramas de la disformidad en su herida giraban más de prisa y rotaban en nuevas y extrañas formas. Algo estaba cambiando en su interior otra vez. Su breve estancia en el espacio físico llegaba a su final.
—Gangava sirvió a su propósito —dijo.
Entonces, el primarca se lanzó contra Ironhelm como un ave de presa vengativa. Extendió los brazos por completo, incendiados con espadas de materia etérea.
A Ironhelm no le quedaba nada con lo que contrarrestar el ataque, y tampoco tenía tiempo para esquivarlo. Se irguió contra la arremetida, y cuando lo alcanzó, descubrió sus colmillos bajo el yelmo y cerró los puños, rugiendo desafiante.
El mundo se convirtió en dolor. Ironhelm notó como se rasgaba su armadura, reducida a tiras por el poder devastador de la disformidad. Notaba débilmente como se desgarraban sus órganos, abrasados por pequeñas explosiones húmedas. Podía oír el sonido de las grietas abriéndose en su pecho, y a duras penas distinguía que procedían de su propia caja torácica. Se le nubló la vista. Su visión fue sustituida por una luz fantasmal lacerante y abrasadora. El huracán de poder, la expresión suprema de la maestría del primarca, lo atravesó como una tempestad del invierno infernal, terrible, gélida e inexorable.
No cayó. De alguna manera mantuvo su posición en el borde del abismo, incrustado en la piedra hecha añicos, recostado sobre ella. Cuando la agonía finalizó, estaba sobre su espalda, roto, tendido boca arriba ante la ira del hijo del Emperador.
Todavía tenía un ojo sano, con el que vería a la muerte venir a por él. Al menos en ese aspecto, ambos eran iguales.
Ironhelm tosió algo viscoso y caliente. A lo lejos, más abajo, se oía el lejano relampaguear de las máquinas de guerra del capítulo. Ya sabía que debían de haber entrado en el Aett. Sus lobos cazarían a todos los invasores en las salas, uno por uno, guiados por la implacable eficiencia que siempre constituyó su código de honor. El hecho de que llegarían demasiado tarde para salvarlo carecía de importancia.
—El Aett está en pie —dijo en un susurro áspero y húmedo—. Llegas tarde. Mía es la victoria.
El cuerpo de Magnus se cernió sobre él. Todavía serpenteaban los entramados sobre su carne, todavía se arremolinaban. Ahora era poco menos que transparente y el viento lo atravesaba. Durante un momento retrasó el golpe de gracia. Estaba pálido como la muerte.
—¿Qué victoria? —dijo—. Deseabas matarme. Los que son como tú nunca podrán matar a los que son como yo, Harek Ironhelm; estoy más allá de tu venganza.
Entonces, Ironhelm se rió, a pesar de que eso inundaba de dolor sus pulmones perforados.
—¿Matarte? No. En eso he fracasado. —La risa asfixiante cesó—. Pero te herí, traidor. Te herimos aquí. Cortamos los hilos de tus hijos y destrozamos las escobas de tus brujos. Borramos esa sonrisa de tu cara y rasgamos la piel de tu espalda. Y he vivido para verlo. Eso bien merece perder algunas botellas en la bandeja del creador de carne. Por la sangre de Russ, he vivido para verte aullar, bastardo.
Entonces, Magnus no dijo nada pero levantó el puño. Cuando llegó el momento en que asestó el golpe que mataría a Harek Ironhelm, el Gran Lobo se estaba riendo otra vez, tosiendo sangre sobre la placa facial, al límite del dolor por las punzadas que recorrían todo su cuerpo, triturado contra el flanco de la montaña sin posibilidad de recuperación, pero riendo como haría el viejo Russ en persona en los albores de la galaxia.