VEINTE
Temekh miró al ojo de su primarca. Magnus tenía una extraña expresión en la cara, en parte expectante, en parte resignada.
—El Colmillo está abierto para mí —anunció.
Temekh sintió una punzada de entusiasmo que reprimió rápidamente.
—Aphael ha estado trabajando duro.
—Sí. Lo ha hecho muy bien.
Magnus dio media vuelta. En la luz temblorosa del santuario, Temekh podía ver el poder en estado puro que emanaba de su imagen. Tanto, que era difícil de contener. Desde que abandonó su cuerpo mortal, el primarca necesitaba de grandes cantidades de energía sólo para existir en el plano físico. Era como intentar exprimir un sol en una copa de vino.
—Protestaré de nuevo —dijo Temekh, sabiendo que era inútil—. Podría ser de ayuda ahí abajo. Los lobos siguen luchando y os vendrá bien otro hechicero.
Magnus negó la cabeza.
—No te lo diré por tercera vez, Ahmuz. Tu destino es otro.
Le devolvió la mirada al señor hechicero.
—Tienes órdenes para la flota. Cúmplelas pase lo que pase en Fenris.
Al hablar, el contorno de Magnus se transformaba en nada, como el humo.
—Por supuesto —asintió Temekh—. Pero tened cuidado; hemos alborotado un nido de avispones.
Magnus se rió y el sonido vibró por la estancia como un trueno. Su cuerpo se extinguía con rapidez, desvaneciéndose entre las sombras.
—¿Qué tenga cuidado? Me lo tomaré como una broma. Eso está bien. Hubo un tiempo en el que había más que humor negro en la galaxia.
Temekh contemplaba cómo las últimas hebras visibles de Magnus desaparecían. El último elemento en permanecer fue el ojo, rodeado de escarlata y vivo de asombro.
En cuanto la aparición se marchó, Temekh se dio la vuelta.
Lord Aphael, transmitió telepáticamente.
Me alegro de oírte —fue la respuesta, sarcástica y cansada—. Las protecciones están muy debilitadas. Dile que puede…
Lo sabe. Va de camino. Ponte en posición. No tienes mucho tiempo.
Aphael no contestó de inmediato. Temekh sabía que le había dolido el tono de su mensaje. Incluso ahora, la pyrae todavía pensaba que él estaba al mando de la operación. Era lamentable, aunque Temekh no tenía ganas de lamentar nada.
Estoy cerca del baluarte que llaman el Señorío del Colmillo —dijo Aphael tras una pausa—. Puedo estar allí en un momento. Será bueno ver a nuestro padre de nuevo en el universo material.
Me temo que no para ti, hermano. Elogió tu trabajo, comunicó Temekh.
Tuvo la leve impresión de una risa amarga, y luego el enlace se rompió.
Con un suspiro, Temekh se retiró del altar. Sentía el aire de la estancia frío en ausencia del primarca. Le recordó a sí mismo. Estaba agotado por el trabajo de tantos días y le temblaban los dedos debido al prolongado cansancio.
Hizo un gesto a las puertas, que se abrieron deslizándose con suavidad. En el corredor lo esperaba una silueta, un mortal con uniforme de capitán de la Guardia de la Torre.
—¿Llevas mucho esperando? —preguntó Temekh al salir del santuario.
—No, señor —fue la respuesta.
«Y aunque lo hubieras hecho, no me lo dirías».
El hombre parecía extrañamente nervioso y le entregó a Temekh una placa de datos.
—Son informes de los videntes de naves —dijo—. Pensé que debía verlos lo antes posible.
Temekh echó un vistazo a las runas y entendió su importancia en un instante. Los videntes de naves tenían poderes que superaban a los de cualquier navegante para ver acercarse las ondas de las naves que viajaban por la disformidad. Las señales que reflejaba la placa de datos, sin embargo, las podría haber visto un niño sordo y ciego en un isolarium. La flota que venía hacia ellos se acercaba rápido. Peligrosamente rápido.
—Gracias, capitán —dijo Temekh con calma—. Impresionante. No creía que fuera posible que el interceptor lograse llegar a Gangava.
Le devolvió la placa de datos y movió el cuello rígido para aliviar el dolor de hombros.
—Muy bien. Que la flota se prepare para salir de órbita.
El capitán empezó a hablar.
—No lo dirá en ser…
Temekh lo hizo callar con la mirada.
—Estoy cansado, capitán; le aseguro que no le conviene poner a prueba mi paciencia. Prepare la flota para salir de órbita y espere mis órdenes.
Movió un dedo y las puertas del santuario vacío se cerraron.
—La partida está a punto de terminar.
* * *
Aphael apresuró el paso hacia el Señorío del Colmillo. La amargura lo alimentaba con tanto poder como un estimulante químico. El tono de voz de Temekh era inconfundible. Mientras el corvidae se refugiaba en la seguridad del puente del Herumon, a él lo colocaban de nuevo en una posición peligrosa.
No le importaba el peligro. Disfrutaba del combate, como todos los pyrae. Lo que lo molestaba era el modo perentorio de su misión, el que se asumiera que Temekh era el que tomaba las decisiones ahora.
Claro está que Magnus siempre había sentido debilidad por los corvidae; los videntes y los místicos. A las disciplinas más beligerantes del culto siempre se les ponían restricciones y las mantenían bajo control. Había hecho mucho bien. Los corvidae eran díscolos. Si los Mil Hijos hubieran confiado más en la aplicación directa del poder de la disformidad, quizá hubieran vencido en Prospero en vez de estar atados de pies y manos por las dudas y las visiones.
Llegó a la cámara que llevaba al frente. Enfrente, escuadrones de rubricae esperaban entrar en combate, intercalados con formaciones más numerosas de infantería mortal. Los hechiceros, algunos de ellos renqueando a causa de heridas terribles, caminaban entre ellos. A lo lejos, cientos de metros por debajo de los túneles que llevaban a la escalera, se oía el sonido apabullante de las explosiones. Estaban golpeando con fuerza a los lobos, pero era obvio que todavía conservaban los accesos al Señorío del Colmillo.
—Saludos, señor —dijo la voz aflautada de Orfeo Czamine, el comandante de operaciones pavoni.
Aphael sintió que una expresión de odio le distorsionaba la cara. Era del todo involuntaria; sus músculos faciales estaban ya completamente fusionados con los mecanismos internos del casco y tenían una mente propia. Quizá literalmente.
—¿Cómo va el ataque? —preguntó Aphael, haciendo un gesto a su séquito para que se agacharan.
Aphael sabía que su voz sonaba como un coro de altavoces, cada uno ligeramente desincronizado de los otros. No había forma de ocultarlo ni esperanzas de mejoría.
—Los estamos machacando, como se nos ordenó —respondió Czamine, sin dar muestras de sorpresa ante las extrañas inflexiones.
—Ya deberían haber abandonado el agujero —apuntó Aphael—. Has tenido días para acabar con ellos. Podría…
Se calló de golpe.
—¿Está bien, señor?
Aphael se dio cuenta de que no podía contestar. Las palabras se formaban en su mente pero su boca ya no lo obedecía. Sintió que la frustración acumulada durante semanas lo quemaba por dentro. Hecho una furia, se aferró a su báculo con las dos manos sin saber todavía qué hacer con él. Cuando sus dedos se cerraron sobre el bastón, un fuego fantasmal empezó a arder a todo lo largo con una luz intensa y centelleante.
Czamine cayó de espaldas sin poder ocultar su espanto.
—¡Señor, está entre hermanos!
Para entonces, los movimientos de Aphael ya no le pertenecían. El báculo empezó a dar vueltas, mano sobre mano, cogiendo velocidad con cada revolución. El hierro giraba, brillando en la oscuridad con una aureola de fuego fantasmal.
Quería gritar. Quería explicarse.
«¡No soy yo! ¡Socorro! ¡Magnus, ayúdame…!»
Pero entonces, otro se apoderó de sus pensamientos. La presencia que llevaba días creciendo en su mente de repente se manifestó.
¿Por qué debería ayudarte, hijo mío? Naciste para esto. En el tiempo que te queda, disfruta del momento.
El báculo giró más de prisa y generó un vórtice de energía rotatoria en el centro. Las manos de Aphael se convirtieron en un borrón, moviéndose como los pistones de un motor que llevaba al eje hacia un remolino vertiginoso de inercia.
La conciencia de Aphael había desaparecido casi por completo. Lo que quedaba de él espiaba a Czamine corriendo hacia atrás. Vio escuadrones de mortales huyendo de él sumidos en el pánico. Contempló como las paredes de roca del (Colmillo desprendían un brillo blanco antes de darse cuenta de que era él quien las iluminaba. Estaba ardiendo, un fuego cáustico y seco que inundaba la cámara de luz. Le salía energía disforme por los ojos, por la boca y por las juntas de la armadura. El cambio de carne se desencadenó por completo y envolvió su cuerpo con contorsiones imposibles, perforó su servoarmadura y la hizo jirones metálicos.
Con todo el poder que le quedaba, Aphael consiguió extraer dos palabras de su consciencia en remisión.
«Castígalos, señor».
Por supuesto, respondió.
Entonces se fue. El ascua de luz y movimiento ya no era Herume Aphael. Durante unos momentos no fue nada, sólo una colección dispar de energías del éter, salvajes y rudimentarias.
Entonces hubo una tremenda explosión que onduló el aire e hizo que lloviera polvo del techo de la cámara. Se formaron grietas en el suelo, que nacían en la base de un capullo de luz y sonido que se transformaba con rapidez.
A partir de ese momento empezó a dejar de girar. La luz se hizo más débil y sólo quedó un punto brillante. Mientras moría lentamente se reveló una figura en su interior, más alta que Aphael y más bella. El portal se hizo más pequeño y el recién llegado dio un paso adelante y dejó atrás los zarcillos de luz intermitente.
Tan pronto como apareció, todos los que estaban más cerca cayeron de rodillas admirados. Czamine hizo una profunda reverencia con la cabeza y dejó su báculo en el suelo en señal de sumisión.
—Padre —dijo con la voz ahogada por la alegría.
—Hijo —reconoció Magnus el Rojo, flexionando sus músculos y sonriendo—. Has estado encerrado en este lugar maloliente demasiado tiempo.
Dio media vuelta hacia la escalera del Señorío del Colmillo y una chispa de codicia iluminó su ojo.
—Es hora, creo, de enseñarles a los lobos el verdadero significado de la palabra «dolor».
* * *
Odain Sturmhjart rugió de nuevo desafiante, con la voz quebrada por el esfuerzo. Llevaba cuatro días invocando el poder de la tormenta, utilizándolo para dividir y desmoralizar las fuerzas que sitiaban el Sello de Borek, y la presión empezaba a notarse. Tenía los labios cortados, ampollas bajo la armadura y la garganta en carne viva.
No había descanso. Los hechiceros eran poderosos, y más desde que muchas de las protecciones contra el maleficarum en el Hould habían caído. Sturmhjart contaba con poca ayuda y soportaba prácticamente toda la carga de proteger de la hechicería a las tropas defensoras. Otro sacerdote rúnico se habría rendido días antes, abrumado por la necesidad de mantener una lluvia constante de poder procedente del wyrd. Sólo uno como él, conectado a las inagotables energías de reserva que las peculiaridades de Fenris generaban, podía haber mantenido su posición tanto tiempo. Con él en pie, los dispositivos enemigos perdían poder, lo que permitía a los guerreros del Aett lanzarse a la contienda sin bloqueos ni interferencias. Si caía, la brujería entraría en acción y eso cambiaría sin remedio el flujo de la marea.
Así que siguió en pie, lanzando improperios a los silenciosos marines de Rúbrica que entraban en su campo de visión, manteniendo las ráfagas de rayos sobre sus filas, conteniendo los diversos poderes de los hechiceros enemigos y mermando la capacidad destructora de sus ataques procedentes del éter.
Lo hacía sentirse orgulloso. Tras su fracaso para predecir la llegada del enemigo podía meditar con satisfacción sobre lo que había hecho desde entonces. El Aett ya habría caído sin sus incansables esfuerzos. Aunque los superaban, le había dado al Aett unos preciados días extra de vida. Caer en combate tras haber infligido tanto dolor al enemigo era honorable; sólo una muerte frágil era motivo de vergüenza.
Sturmhjart estaba de pie en el centro de las líneas de defensa, parcialmente protegido por las barricadas. A cada lado tenía las líneas de artillería, que todavía operaban escuadrones de mortales. Las manadas de lobos estaban enfrente, evitando que los invasores llegaran a las trincheras. Como refuerzo contaban con los colosales dreadnoughts y las extrañas bestias del Subcolmillo. Las criaturas de la noche inspiraban terror en los soldados mortales de Prospero, más aún que los lobos. Muchas de las criaturas habían muerto durante las repetidas acciones, pero quedaban manadas enteras en acción, sin miedo, incombustibles y espeluznantes.
Sturmhjart echó un vistazo a su derecha, hacia donde la lucha era más fiera. Greyloc seguía en pie, tras días de combatir sin descanso. Su armadura de exterminador estaba negra por las quemaduras de plasma, las pieles hechas jirones y la ceramita que llevaba debajo tenía cortes profundos de un centenar de espadas. Pero seguía luchando, frío y cínico, manteniendo la línea unida a base de dar ejemplo. Ya no era el Lobo Blanco, más bien una sombra negro carbón de Morkai que andaba suelta por el mundo de los vivos.
«Me has sorprendido, señor. Hay hierro bajo esa piel pálida».
Entre los dos, Greyloc y Bjorn, dominaban la batalla del Sello de Borek. Los Mil Hijos eran demasiado numerosos para que fuera posible obligarlos a retirarse durante mucho tiempo, pero el progreso de los invasores era lento y doloroso desde el comienzo del ataque a gran escala. Los lobos habían forzado la igualdad a lo largo de las barricadas, y eso, dado el número de tropas del que disponían, era un logro tremendo.
No podía durar. Tarde o temprano romperían la línea y los marines de Rúbrica entrarían en las cámaras siguientes. No obstante, hasta entonces, no cederían ni un palmo.
—¡Fenrys hjolda! —rugió Sturmhjart, intentando, como siempre, que los lobos a su alrededor aspiraran a cotas más altas de heroísmo. Golpeó el suelo con su báculo rúnico y envió horquillas de rayos desde la fría roca—. ¡Por Russ! ¡Por el…!
No dijo más. Una sombra pasó por sus corazones y los dejó helados. El poder que corría por su armadura rúnica parpadeó y murió. Vaciló, extendió un brazo para no caer.
Tú también lo sientes, sacerdote.
La voz de Bjorn era dominante, incluso a través del comunicador. Sturmhjart vio estrellas negras dando vueltas ante sus ojos y la sensación de mareo lo embargó.
—Está aquí.
Greyloc dejó de combatir.
—¿Qué sientes, Odain? —preguntó por el intercomunicador, abandonando la lucha y corriendo hacia la posición del sacerdote rúnico. Detrás de él, los cazadores grises hacían lo que podían por cerrar el boquete en la línea defensiva.
Sturmhjart movió la cabeza con fuerza, intentando librarse de la persistente desorientación.
—Ha estado aquí todo el tiempo. En todas partes y en ninguna.
Los ataques de los hechiceros ganaron intensidad. La crepitante fuerza etérea brotó con rapidez de las filas atacantes y rodeó a los marines traidores. Por primera vez en días, la actitud desafiante de los lobos empezó a flaquear.
—¿Está aquí? —gruñó Greyloc, con la voz teñida de odio—. Muéstrame dónde está, sacerdote.
Ataca el Señorío del Colmillo. Ahora mismo lo está reduciendo a escombros.
—Demasiado lejos… —jadeó Sturmhjart.
—Debemos alcanzarlo —dijo Greyloc con voz apremiante—. Hay rutas en la montaña, formas rápidas de subir. Nadie en el Señorío puede hacerle frente.
—Nada en Fenris puede hacerle frente.
Yo puedo.
Sturmhjart dio media vuelta para ver al dreadnought que se acercaba, todavía estaba desorientado y mareado.
—¡Estás loco! —espetó—. Tú no puedes sentirlo como yo. Es un primarca, un igual del mismísimo Russ. ¡Es la muerte, Bjorn! ¡Es el corte del hilo!
Amenazador, el dreadnought levantó su cañón de plasma y apuntó los pesados cañones recortados directamente al yelmo del Sturmhjart.
Tienes un corazón de fuego. Si no lo hubiera visto, estarías muerto justo donde estás por lo que acabas de decir.
Greyloc no titubeó.
—Hrothgar, de los venerables caídos, se hará cargo de la defensa del Sello; él puede mantener la línea un poco más. Yo iré tras el traidor con mi Guardia del Lobo. Bjorn vendrá con nosotros y tú también, sacerdote rúnico. Necesitaremos tu dominio del wyrd.
Sturmhjart se tensó. Miró primero a la boca del cañón de plasma del brazo armado de Bjorn, luego a la maltrecha máscara del yelmo ennegrecido del jarl. Lo peor de la enfermedad causada por la emersión de Magnus había pasado. Sintió que volvía su determinación, seguida de la vergüenza por su arrebato.
—Que así sea —gruñó, cogiendo su báculo con las dos manos—. Le haremos frente juntos.
Greyloc asintió e hizo una señal a sus dos guardianes del lobo con armadura de exterminador que seguían con vida para que lo siguieran.
—Por supuesto, primero tendremos que salir de aquí.
No te preocupes por eso —gruñó Bjorn, su voz baja y resonante como el motor de una astronave. Giró sobre su eje y apuntó sus armas contra el enemigo una vez más—. Decid a los colmillos que lancen cobertura pesada. Ahora que tengo una presa digna de matar siento la necesidad de estirar las garras.
* * *
Hojadragón dejó caer los brazos. Estaba en lo alto de la escalera del Señorío del Colmillo, entre las grandes imágenes de Freki y Geri, la última línea de defensa antes de la sala.
Era un viejo guerrero, forjado en los fuegos de mil combates y tan inmune a la sorpresa o a la desesperación como cualquiera de los Vlka Fenryka.
Y sin embargo, no podía moverse. La presencia que tenía enfrente era tan dominante, tan trascendente que le llenaba las venas de plomo y bloqueaba sus músculos sobrehumanos en un horrorizado letargo.
Magnus había venido. El primarca demonio estaba al pie de la escalera, atrayendo fuego trazador en líneas brillantes e iracundas. Los proyectiles parecían explotar antes de tocarlo, floreciendo en forma de estrella con rayos de roja ira alrededor de su titánico cuerpo. Los Colmillos Largos y los escuadrones de armas pesadas descargaron sobre él todo lo que tenían y arrojaron ríos de llamas a la cabeza y al pecho del monstruo.
No parecían surtir el menor efecto. Magnus era un gigante, un titán de cinco metros de alto que caminaba por nubes de promethium como un hombre camina por campos de maíz. Era radiante, tan espléndido como el bronce, deslumbrante entre las sombras de la montaña. Nada le hacía daño. Nada estaba cerca siquiera de hacerle daño. Había sido creado para otra era, una era en la que los dioses caminaban entre los hombres. En el universo más frío y más débil del trigésimo segundo milenio, no tenía igual, una astilla viviente de la voluntad del Padre de Todas las Cosas en un mundo frágil de carne y sangre mortal.
Mientras Hojadragón lo miraba, presa de una mordaza de terror, la máquina de matar se puso a trabajar. No hubo gritos de guerra ni alaridos de ira. El primarca demonio conservaba su humor flemático de antaño y cortaba hilos con una ecuanimidad gélida. Hojadragón vio a sus lobos cargar contra el titán resplandeciente, tan inmunes al miedo como siempre, interponiendo su cuerpo en el camino del monstruo. Fueron apartados a un lado de un empujón y cayeron sobre la piedra, donde se partieron la espalda.
Magnus caminó hacia adelante y llegó al pie de la escalera. Las barricadas habían resistido durante días, habían soportado todo intento por abrir una brecha. La artillería escupió al gigante y lo rodeó de una cortina de impactos parpadeantes. Uno a uno, los destrozó. Los arrancó de raíz y los arrojó por las trincheras.
Magnus siguió avanzando. Lauf Rompenubes se interpuso en su camino, con los brazos levantados en señal de desafío. El sacerdote rúnico empezó la invocación, dando forma a la tormenta de wyrm y respondiendo al avance del demonio con todo el poder de su arte. El primarca cerró el puño y Rompenubes sencillamente explotó, perdido en una bola de sangre, sus tótems esparcidos por el suelo entre los fragmentos de su armadura rúnica. Los kaerls se dieron la vuelta para evacuar las trincheras, todo pensamiento de resistencia aplastado por la fuerza demoledora que iba hacia ellos.
Magnus siguió avanzando. Más lobos salieron a su paso, la destrucción que habían presenciado no había conseguido amedrentarlos. Hojadragón vio a Rossek, el guardia lobo de rostro lúgubre, lanzarse a por él, con su armadura de exterminador envuelta en llamas doradas. Los Cazadores Grises lo siguieron, aullando de rabia. Por un momento desconcertaron al primarca, sorprendido por el ataque repentino de tantas espadas, cada una empuñada con pasión y coraje. Rossek incluso consiguió asestarle un golpe, lo que hizo que Magnus pusiera fin a la devastación.
Un solo golpe. Una estocada solitaria con su espada sierra seguida de una granizada de balas de bólter. Eso es todo lo que pudo hacer antes de que lo atrapara el puño de Magnus, lo arrojara contra el suelo entre fragmentos de bombas y lo aplastara, una mancha de sangre bajo sus pies cubiertos de hierro. Rossek había caído, muerto en cuestión de segundos, su orgullosa vida segada por el descenso casi displicente de la bota de un primarca. Los lobos que estaban con él no tardaron en morir. Más armas de grueso calibre descargaron su munición sobre el primarca. Todas fueron destruidas, arrancadas de sus soportes y arrojadas a un lado como hojarasca.
Magnus siguió avanzando. Los seis dreadnoughts del Señorío del Colmillo lo esperaban a mitad de la escalera, resueltos e inmutables. Abrieron fuego como si fueran uno solo, lanzando misiles y rayos de plasma en una ráfaga aplastante y abrasadora de energía destructiva. En pocos segundos habían desatado suficiente fuego para fulminar a una compañía entera de marines traidores y agotar los cinturones de munición pesada de bólter y las baterías de energía. Magnus emergió de aquel infierno intacto; de su armadura ascendían volutas de humo y llamas. Con su descomunal altura se situó frente a ellos. Los dreadnoughts cerraron filas, disparando con sus puños de combate y garras atronadoras preparándose para el impacto.
Magnus cogió al dreadnought que tenía más cerca con una mano y lo levantó del suelo. El enorme sarcófago de batalla osciló por encima de la tormenta de fuego, con su arma de combate cuerpo a cuerpo moviéndose impotente y descargando un proyectil de bólter tras otro contra la piel inmune del primarca.
Magnus echó el brazo hacia atrás y lanzó al dreadnought contra la pared de la escalera. El venerable caído chocó contra la superficie a gran velocidad, rompió la piedra e hizo un boquete en la roca. Magnus se acercó a la máquina de guerra herida y apretó el puño de nuevo. La armadura del dreadnought se resquebrajó por el centro con estruendo; la grieta revelaba la cámara amniótica en ebullición de su interior. El malparado trozo de carne y tendones que había en el interior del tanque se retorció un instante, como si todavía poseyera algún instinto primigenio de supervivencia, antes de que Magnus aplastara el plexiglás y lo sacara de allí. Con un movimiento de su poderoso puño, exprimió el cuerpo de dreadnought hasta reducirlo a un reguero de sangre y desechos musculares.
Entonces, Magnus se dio la vuelta para enfrentarse al resto.
Hojadragón seguía sin poder moverse. Algún poder lo obligaba a permanecer inmóvil.
—Señor.
Tenía las piernas paralizadas, pesadas y flojas. Su espada estaba anclada en tierra, un peso muerto.
—Señor.
Una cortina negra de desesperación caía detrás de sus ojos.
«Nada puede detener esto. Ni siquiera Bjorn podría hacer nada».
—¡Señor!
Se despertó de golpe de sus visiones, liberado por alguien que le daba tirones en el codo. Los pocos lobos supervivientes estaban agrupados a su alrededor en lo alto de la escalera. Tan sólo una docena había escapado de la masacre del primarca. Un destacamento de kaerls llegó de la escalera para unírseles, unos doscientos, quizá. Más abajo, los dreadnoughts seguían luchando, muriendo uno a uno bajo las terribles atenciones de Magnus, manteniendo la línea unos pocos momentos más antes de que prosiguiera con su implacable marcha.
El que habló era un garra sangrienta con la armadura empapada en sangre y las fauces del casco tachonadas de dientes. Como todos los lobos, había participado en cruentos combates y su placa estaba abollada, quemada y marcada por las espadas.
Hojadragón debió haberlo sentido antes.
«Maleficarum. Va a por mi mente».
Con un esfuerzo tremendo, Hojadragón combatió los terribles sentimientos de desesperación. Sus tropas acudían a él para que las guiara. El garra sangrienta lo agarraba del brazo, necesitado de liderazgo.
—¿Cuáles son su órdenes? —preguntó con urgencia.
Hojadragón miró las caras de los que tenía alrededor. Unas horas antes, todavía se atrevían a tener esperanza. Las barricadas habían resistido lo indecible. Ahora, en el transcurso de unos terribles minutos, todo había sido destruido.
No sabía qué decirles. Por primera vez desde que tomó los ritos del sacerdocio, no sabía qué decir.
—Nosotros lo mantendremos aquí —dijo una voz clara.
Todos las miradas se volvieron hacia la voz. Era un maestro de riven mortal con un rasgo de nobleza en su cara sincera. Era el único entre los kaerls en cuyos ojos no brillaba el miedo. Había cierto vacío, como si la idea de vivir más tiempo se le hiciera repugnante.
—Nosotros, los mortales, lo mantendremos aquí todo el tiempo que podamos —prosiguió, hablando con calma a pesar de las ensordecedoras explosiones que se acercaban por la escalera—. Nosotros somos prescindibles, pero vosotros no. Debéis iros. Buscad el modo de resistir en el Valgard. Si titubeáis, moriréis.
Hojadragón miró al mortal. Por fin, las últimas hebras de la parálisis psíquica de Magnus desaparecieron. El maestro de riven le devolvió la mirada con una expresión de desafiante insolencia en el rostro.
«Morek Karekborn. Ah, cómo te he subestimado».
—El mortal tiene razón —anunció Hojadragón, recuperando su temple y colocando la espada en su sitio—. Lucharemos. Resistiremos en el Anillo.
Le hizo un gesto a Morek.
—Toma el mando de los escuadrones de artillería pesada que nos queden. Contenedlo en el Señorío del Colmillo todo lo que podáis. Los demás, venid conmigo. La abominación no entrará en nuestras cámaras más sagradas sin encontrar resistencia.
Entonces se dio la vuelta, con sus botas blindadas arañando la roca antes de echar a correr para atravesar el Señorío del Colmillo y llegar a los ascensores. El resto de los lobos fue con él. Ninguno cuestionó la orden, aunque Hojadragón podía notar la testarudez que los hacía abandonar el campo de batalla a regañadientes. Los kaerls que habían sobrevivido se mantenían tras ellos con dificultad, intentando huir del horror del hueco de la escalera. Mientras corrían, se produjeron más choques en la escalera, puntuados por rugidos aislados de luego de bólter.
Hojadragón sólo miró atrás una vez. Morek ya estaba ocupado organizando a los mortales que eran capaces de resistir con él, colocando las últimas líneas de defensa y posicionando a los escuadrones de artillería pesada en lo alto de la escalera, bajo la sombra de las imágenes de los lobos rugiendo. Más allá, el leviatán de bronce se cernía sobre ellos, cada vez más cerca.
«Valiente. Increíblemente valiente. Cuando el último de los dreadnoughts caiga, tendrá suerte si dura unos segundos».
El sacerdote lobo le dio la espalda rápidamente y llevó su mente al presente, a la supervivencia.
«No puedo sentir culpa por esto. Hay mucho más en juego que las vidas de unos mortales».
Pero mientras Hojadragón corría por el Señorío del Colmillo acompañado de los pocos hombres que quedaban a sus órdenes y dejaba atrás al primarca violento e incontrolable para retirarse de forma ignominiosa hacia arriba con la esperanza, la vaga esperanza, de que las cosas serían distintas en el Anillo, un molesto pensamiento no lo dejaba en paz.
«No tengo ni idea de cómo combatir a ese monstruo. No tengo ni idea».
* * *
Los marines de Rúbrica estaban desenfrenados. Con la marcha de Bjorn, Greyloc y el sacerdote rúnico, su potencial habían aumentado mucho. Falanges de soldados blindados de color zafiro embestían a la carga, rodeados por siniestros latigazos de energía y escupiendo fuego frío de sus guanteletes. Ni siquiera los lobos que quedaban en las barricadas eran rivales para esos poderes. Perdieron terreno y luchaban en retirada hasta los refugios que había detrás.
El fuego de los cañones fijos los cubría continuamente, y estaban protegidos por la indomable presencia de los cinco dreadnoughts que quedaban. Hrothgar los capitaneaba, una enorme máquina de guerra apenas una pizca menos imponente que Bjorn. A sus órdenes, Aldr y los demás se mantuvieron firmes en la retirada, disparando ráfagas de fuego constantes contra la marea invasora, frenándola aunque sin llegar a detenerla. La ferocidad con que luchaban las bestias no había menguado, se tiraban al cuello de los asesinos silenciosos, rasgando armadura y acero con sus extrañas garras modificadas.
Freija vio que no era suficiente. La marcha de los comandantes del bastión había privado a los defensores de sus armas más potentes. Los había visto abandonar el combate sin poder creérselo, y se quedó con la boca abierta cuando vio que Bjorn se había abierto paso a través de las hordas atacantes hacia los túneles. Sólo Russ sabía si habían conseguido llegar al otro extremo y qué terrible suceso los obligaba a alejarse de su deber en las barricadas.
Para empeorar aún más las cosas, parecía que los Mil Hijos peleaban con renovadas energías. Entraban en el cuerpo a cuerpo más rápido, reaccionaban con más astucia y golpeaban con más fuerza. Algo había ocurrido que les daba un nuevo impulso, y la corriente de la batalla ahora iba claramente a su favor.
Freija se quedó atrás, como le habían ordenado, en retirada por los grandes portales del Sello de Borek y hacia el espacio cavernoso que había a continuación. Su escuadrón seguía disciplinadamente formado a su alrededor, todos de cara al enemigo, todos disparando si parar. Impactos de grueso calibre chocaban a su alrededor; muchos de ellos eran proyectiles de bólter perdidos procedentes de los marines de Rúbrica. Los defensores abandonaban las posiciones en los portales que tanto tiempo habían mantenido, y los cañones del Sello de Borek intervinieron para unirse a la ensordecedora tormenta de luz y sonido.
Detrás había más barricadas y se habían excavado más trincheras. Se retirarían y se reagruparían y luego volverían a retirarse. Era parte del plan. Mientras quedaran dreadnoughts y los lobos pudieran pelear, tendrían una oportunidad. Ella tenía fe. Después de tantos años de cinismo era un sentimiento agradable.
Entonces se tambaleó gritando de dolor.
Uno de sus hombres se acercó intentando ponerla en pie. Volver a tropezar sería fatal; nadie en el escuadrón podía permitirse esperarla si se quedaba rezagada.
El mundo de Freija se derrumbó. Por un momento pensó que la había alcanzado un rayo láser, pero entonces se dio cuenta de que el dolor venía de dentro, como si una estaca le hubiera atravesado el corazón. Una oleada de intensa agonía le recorrió el cuerpo.
—¡Arriba, huskaerl! —la apremió su soldado, tirando de su coraza.
Freija apenas lo oía. Lo único que veía era la imagen de un gigante con armadura de bronce atravesando cortinas de fuego, arrasando todo lo que tenía al alcance de sus terribles manos. Entonces vio a un hombre delante de él, un mortal, de pie y en actitud desafiante mientras el infierno iba a por él. A su lado había gigantescos lobos tallados en el granito con los hocicos en un eterno gruñido, inmóviles e impotentes.
La visión desapareció y volvieron la actividad frenética y la furia del combate en el Sello de Borek.
—¡Padre! —gritó al darse cuenta de lo que había visto.
El arma se le escurrió de entre los dedos temblorosos y cayó al suelo. El soldado hizo un último intento por arrastrarla con él. El resto del escuadrón estaba ya a muchos metros, retirándose bajo fuego pesado al punto de reunión que les había sido asignado.
—¡Tenemos que irnos! —la apremió con urgencia.
—¡Se ha ido! —dijo Freija con un grito ahogado, sintiendo una desolación que jamás había sentido y que le impedía respirar. Los ojos se le llenaron de lágrimas, calientes y acres. Por delante, los lobos libraban una batalla final, una batalla perdida contra un enemigo despiadado. La línea del frente se acercaba. Pronto la absorbería como la marea cubre la arena.
Le daba igual. Ni siquiera se daba cuenta de lo que pasaba. Su mundo acababa de desaparecer, hecho pedazos por la muerte del hombre que se lo había dado todo. El agotamiento acumulado durante los días pasados se apoderó de ella y acabó con el poco ánimo que le quedaba.
«Se ha ido».
Y así, en el momento en que se rompieron las líneas defensivas del Sello de Borek y los marines traidores asaltaron al fin, el gran bastión en la base de la ciudadela de Russ, Freija Morekborn, fiera guerrera hija de Fenris, cayó sobre la piedra haciendo caso omiso a todo salvo a su visión de muerte.
Se quedó allí hasta que la cubrió una sombra, la sombra de uno de los muchos guerreros que habían venido al Aett con el único propósito de matar. Cuando bajó el arma hacia ella, ni siquiera lo miró.
* * *
Magnus estaba de pie en el Señorío del Colmillo. Su capa envuelta en llamas que se extinguían a medida que la gloria de su ascenso se desvanecía. El enorme espacio todavía resonaba con la tormenta de fuego residual, pero hacía mucho que los destellos de los cañones habían desaparecido. El suelo estaba cubierto de cuerpos y casquillos gastados medio escondidos entre las nubes irregulares de humo. Freki y Geri eran añicos; sus extremidades tiradas entre los restos desperdigados de las barricadas como ofrendas quemadas.
Por la vasta extensión del suelo de piedra los rubricae se movían en escuadrones compactos y ordenados que se preparaban para el asalto final. Los guardianes de la torre estaban ocupados retirando las últimas defensas y reparando los daños más graves de la escalera. Ahora que habían roto los cuellos de botella, los niveles superiores del Colmillo estaban abiertos de par en par.
Magnus sabía lo que haría. Atacaría por los túneles y los ascensores y se abriría camino hasta la cima dejando un rastro de llamas por la montaña tambaleante. Luego entraría en el pináculo, tomaría el aspecto de un señor del caos y observaría cómo sus hijos derribaban lo que quedase de la ciudadela. La destrucción sería total e irrecuperable, una represalia adecuada para la devastación causada en Tizca. Para cuando se marchara, el Colmillo estaría vacío, una casa muerta e inhabitable.
Pero todavía no. Tenía una tarea pendiente en el Señorío del Colmillo, una que llevaba siglos deseando llevar a cabo.
Caminó hasta la colosal estatua de Russ.
Tenía que admitir que el parecido estaba muy logrado. Plasmaba a la perfección la energía inflexible de su hermano genético. Magnus se hacía más grande a medida que se acercaba a la estatua. Para cuando estuvo delante ya medían lo mismo. Estaban de pie, cara a cara, igual que en Prospero. Magnus miró a los ojos ciegos de su viejo enemigo y sonrió.
—¿Recuerdas lo que me dijiste, hermano?
Magnus hablaba en voz alta, su voz era pura y poderosa. Los dedos le temblaban en los costados, ansioso por lo que iba a pasar.
—¿Recuerdas lo que me dijiste cuando luchamos ante la pirámide de Photep? ¿Te acuerdas de las palabras que usaste? Yo sí. Recuerdo que tenías el rostro atormentado. Imagínatelo, el Señor de los Lobos, su ferocidad convertida en pesar. Aun así cumpliste con tu deber. Siempre hacías lo que se te pedía. Tan leal. Tan tenaz. En verdad eras el perro de ataque del Emperador.
Magnus dejó de sonreír.
—No te gustó lo que hiciste. Lo sabía entonces y lo sé ahora, pero todo cambia, hermano mío. No soy el que era y tú… En fin, mejor no digamos dónde estás.
Magnus abrió los brazos y puso las manos sobre los hombros de la estatua, los dedos de bronce presionaban el granito.
—Así que no te imagines que hay una simetría en mis emociones mientras hago esto. Yo lo disfrutaré, y disfrutaré viendo tu hogar destruido y a tus hijos desperdigados. En los siglos venideros este pequeño acto me hará sonreír, un premio de consolación por el daño que infligiste a mi pueblo inocente en nombre de la ignorancia.
Magnus tiró con esfuerzo y sacó la gigantesca estatua de su pedestal, rompiéndola a la altura de los tobillos con el crujido de la roca maltratada. Magnus movía el enorme peso con facilidad, puso la estatua en posición horizontal, boca arriba, y colocó la rodilla bajo la curva de la espina dorsal.
—He esperado esto mucho tiempo, Rey Lobo, y creo que ahora que ha llegado el momento es tan maravilloso como esperaba que fuera.
Lanzó la estatua hacia su rodilla con un único movimiento y rompió la espalda de Russ con la rodilla. Las dos mitades de la estatua cayeron al suelo con un estruendo y levantaron un maremoto de polvo y escombros. El estrépito de la caída retumbó en las altas bóvedas del Señorío del Colmillo con una cadencia similar a los sollozos. La cabeza rodó por el suelo, con la misma mueca de rabia, dando vueltas hasta que encontró donde instalarse entre los escombros.
Magnus se tomó un respiro y miró los restos de la imagen de su enemigo. Permaneció quieto mucho tiempo. Su cara mostraba un placer insolente, la expresión de un hombre que desea disfrutar de una experiencia con la que sueña desde hace mucho.
Pero detrás, como sin duda habría notado Ahriman, había un dolor más profundo, el dolor del recuerdo. Siempre habría dolor. Ésa era la tragedia del pasado, de las cosas hechas que no se podían deshacer.
La introspección no podía durar. Cuando las últimas motas de polvo se posaron en las grietas de las paredes del Señorío del Colmillo, Magnus se revolvió. Sabía que sus hijos estarían deseosos de más conquistas y tenía que cumplir su deber para con ellos.
—El último empujón —murmuró, hablando para sí—. El golpe más doloroso de todos.
Se dio la vuelta, y mientras caminaba iba volviendo a su estatura normal, aunque todavía era mucho más alto que cualquiera de sus siervos. Tras él iba su rubricae con sus guías hechiceros supervivientes. Muchos habían muerto, pero todavía quedaban cientos de guerreros tan implacables y entregados como siempre. Marchaban con su espeluznante modestia de siempre por las cuestas hacia los ascensores. Todos siguieron a su padre; ninguno de ellos quedó atrás.
Cuando se marcharon, los guardianes de la torres se abrieron paso con cuidado entre la devastación de la sala. Estaban en el límite tras semanas de campaña continua, pero iban con la cabeza muy alta. Ya no tenían miedo. Habían visto la majestuosidad de los lobos arrastrada por los suelos, cosa que hizo maravillas con su confianza en sí mismos. Muchos creían que todos los marines espaciales defensores habían muerto. No era descabellado, de acuerdo con lo que les decían sus sentidos.
Así que, unas pocas horas después, ninguno de los centinelas notó los pares de ojos rojos que brillaban al pie de la escalera, moviéndose de prisa y en formación de persecución. Sólo cuando las garras emergieron de la oscuridad y el potente grito de guerra desató el pánico entre ellos una vez más, descubrieron que se habían relajado demasiado pronto.
Quedaban lobos con vida, y estaban de caza.