DIECINUEVE

DIECINUEVE

El Sello de Borek vibró con el ladrido de los disparos, el bramido del avance de las máquinas de guerra y el chisporroteo de las calderas hirvientes. Los Mil Hijos empujaban de nuevo hacia adelante, sus filas se movían al unísono y lanzaban un muro cerrado de fuego de bólter.

Gracias a Bjorn y a Greyloc, el enemigo estaba contenido en los portales. Ninguno había conseguido todavía entrar en la Cámara del Sello y las posiciones de artillería seguían silenciosas en aquel lugar. Era una lucha encarnizada, lo había sido desde que Bjorn y Greyloc se encontraran en los arcos de entrada, donde los dreadnoughts y los Colmillos Largos se habían atrincherado. Las barricadas y las trincheras de adamantio cubrían a la infantería defensora. El patrón de la batalla era sencillo, infinito, los invasores intentaban una y otra vez romper el perímetro y tomar el espacio que había detrás, lo que acabaría con la ventaja que tenían las fuerzas defensoras situadas en el cuello de botella.

De momento no habían tenido éxito, pero se había pagado un alto precio. Los kaerls estacionados en la zona de barricadas habían sufrido bajo el fuego de bólter y escuadrones enteros habían caído en una sola embestida. Los guerreros del cielo tampoco eran inmunes a pesar de ir mejor armados y blindados. Excepto por el grupo al mando, que parecía casi invulnerable por sus armaduras de exterminador y sus armas de energía, los cazadores y los garras habían sufrido graves bajas a manos de los marines de Rúbrica.

Freija había hecho su parte durante las acciones repetidas, capitaneando su escuadrón de kaerls en apoyo de las operaciones y organizando el fuego de artillería para permitir que los lobos entraran en combate cuerpo a cuerpo. Era la contienda más dura y difícil en la que había tomado parte. A una señal de un guerrero del cielo, ella y sus tropas correrían hiera de la seguridad relativa de las barricadas para disparar a cualquier soldado de la infantería de Prospero que se pusiera a tiro. Los rifles skjoldtar eran más poderosos que los rifles láser del enemigo e infligían serios daños, pero los kaerls seguían siendo muy vulnerables una vez fuera de las barricadas. Habían caído decenas en salidas previas, o bien a causa de los disparos o despedazados por los marines de Rúbrica antes de que los lobos pudieran acudir en su ayuda. A Freija habían estado a punto de cortarle el hilo más de una vez y sólo la habían salvado sus reflejos, su armadura o una generosa dosis de buena suerte.

La batalla se estaba prolongando varios días y ella estaba cada vez más cansada, cosa que la hacía más lenta y más insegura. El número de bajas aumentó por la falta de sueño y la rotación constante que tenía agotados a los defensores. La infantería de Prospero también sufría. Iras tanto tiempo encerrados en un estado de lucha casi constante, el suelo de piedra estaba cubierto por una capa de sangre y líquido refrigerante que llegaba hasta los tobillos.

Freija esperaba que los guerreros del cielo se encargaran de lo más peliagudo del asunto y dejaran a los kaerls cuidarse solos. Habría sido propio de ellos, pensaba, dejar que las tropas de apoyo mortales sufrieran lo peor de la tormenta de fuego hasta que ellos fueran libres para poner fin a la batalla con el combate cuerpo a cuerpo para el que vivían.

No fue así. Cuando la lucha de verdad comenzó, los lobos parecían tratar a los kaerls casi como iguales. Era como si el mero hecho de combatir a su lado los pusiera al mismo nivel. Normalmente, un garra sangrienta no notaría la presencia de un siervo, y desde luego no le hablaría. Sin embargo, en cuanto empezaron a volar los proyectiles de bólter, esas distinciones, de repente y de forma extraña, dejaron de importar.

Freija seguía luchando, obligando a su cuerpo a resistir el cansancio que atenazaba sus músculos, y se dio cuenta de que su actitud hacia sus amos había empezado a cambiar. Había visto a un cazador gris cargar de cabeza contra una fila entera de marines de rúbrica, haciendo molinetes con el hacha y disparando una granizada de proyectiles. Se llevó a tres por delante y arrojó el cuerpo de un cuarto hacia los demás cuando se le agotó la munición, luchando únicamente con sus puños cuando le arrebataron el hacha de un disparo. Siguió atacando hasta el final, experto y brutal, sin rendirse nunca hasta que una hoja brillante penetró limpiamente en el hueco que había entre el casco y el peto y casi lo decapita.

Sin miedo. Sin ningún miedo. Había estado magnífico, el depredador perfecto, estuvo a la altura de aquello para lo que fue creado: ser el mejor arquetipo de guerrero de la galaxia. En el pasado, a Freija la sacaba de quicio la arrogancia testaruda de los Guerreros del Cielo, pero en combate entendió por qué tenía que ser así.

«No pueden dudar ni siquiera un segundo. Deben creer que son las espadas más afiladas del Padre de Todas las Cosas, sus armas más poderosas.

»Ahora los veo en estado puro y estoy impresionada».

El ejemplo había endurecido a Freija. La habían destinado cerca de la posición de Aldr, y el dreadnought había estado tan inmerso en la defensa como sus hermanos de batalla. La extraña, casi infantil, confusión que lo había hecho parecer tan vulnerable tras el despertar se había evaporado. Sin duda inspirado por el ejemplo sin parangón de tener cerca a Bjorn Garra implacable, Aldr se lanzó al combate con toda la extravagante seguridad de su herencia genética.

Era asombroso, un dispensador de muerte a dos manos, y cuando se acercaba, los invasores se retiraban en desbandada. Los proyectiles de bólter chocaban sin hacer el menor daño contra su blindaje como piedras de granizo, e incluso los marines de Rúbrica no tenían forma de responder a las descomunales garras con las que los aplastaba sin piedad. Igual que los otros cinco dreadnoughts en el perímetro defensivo, Aldr había creado islas de estabilidad en el fragor y la vorágine de los ataques, islas alrededor de las que se podían colocar guerreros inferiores para empujar hacia atrás al enemigo.

Quizá Freija se lo imaginara, pero el dreadnought parecía prestar especial atención a su manada. Una vez, cuando los habían pillado fuera de posición y sin cobertura, él se metió a trompicones entre ella y el enemigo que avanzaba y usó su enorme cuerpo para protegerla de los disparos y lanzar un terrible contraataque él solo.

Una vez de nuevo a salvo al amparo de las barricadas, con su escuadrón, magullado pero íntegro, Freija miró atrás, a la incontrolable máquina de guerra, muda de admiración, observando cómo corría a ponerse en peligro moviendo sus músculos duros como piedras con el furor de un nuevo aspirante.

Freija siguió observando, cautiva por la exhibición de aquel heroísmo irreflexivo. Por primera vez se sintió orgullosa. Orgullosa de su legado, orgullosa de que unos dioses de la guerra como aquéllos formaran parte del tejido de su mundo natal. Orgullosa de que los guerreros del cielo resistieran a su lado en las trincheras, luchando por conservar todo lo que habían construido juntos en Fenris.

«No os tengo miedo».

Freija colocó con fuerza un cargador de repuesto en su rifle y se preparó para disparar fuego de apoyo. Esa era su misión, su parte en la gloriosa defensa del Aett.

«Ahora, por fin, entiendo lo que mi padre lleva tanto tiempo diciéndome».

Miró a su alrededor para comprobar que su escuadrón estaba con ella, luego colocó el skjoldtar en posición de tiro en la cresta de la barricada. Descansó la barbilla en la culata, contemplando con satisfacción cómo una línea de infantería de Prospero se ponía a tiro.

«Padre, perdóname».

El retroceso del rifle golpeó la placa del hombro de su armadura, clavándose en la piel ya amoratada. Una lluvia de fuego de cobertura aulló más allá de Adir, protegiéndolo con un manto de proyectiles desgarradores que aumentaban aún más su devastador potencial de ataque.

«Tenías razón».

* * *

Cuando Hojadragón hablaba del pasado su voz cobraba un ritmo y un timbre distintos. Era similar al tono en el que declamaban los skjalds. Sin embargo, los narradores de sagas del Aett eran todos mortales, y la gigantesca complexión del sacerdote lobo le daba al discurso una resonancia que ningún skjald poseía.

—Has oído hablar del Padre de Todas las Cosas, el Maestro de la Humanidad, al que los ignorantes veneran como un dios y al que nosotros veneramos por ser el más poderoso de entre todos nosotros y el guardián del Wyrm. En estos días oscuros, mora en Terra, guardando su vasto Imperio desde su Trono de Oro y manteniendo a raya los inconmensurables poderes que buscan extinguir la luz y la esperanza de la galaxia. En el pasado, esto no era así. Caminaba entre nosotros, y concedió a sus súbditos una fracción de su poder, iba a la guerra con sus primarcas y libraba a las estrellas del terror en que estaban sumidas.

»Fue el Padre de Todas las Cosas quien creó a Leman Russ, el primer ancestro de los Vlka Fenryka, y fue el Padre de Todas las Cosas quien diseñó la legión que sirvió bajo su nombre. Cada legión que creó tenía un propósito. Algunas fueron bendecidas con el poder de construir, o la habilidad de administrar, o la capacidad para ser cautos y sigilosos. Nuestro don era distinto: fuimos hechos para destruir. Todo nuestro ser es destrucción. Esa fue la voluntad del Padre de Todas las Cosas. Nos hizo no para construir imperios, sino para acabar con ellos. Fuimos criados para llevar a cabo las tareas que ninguna otra legión podía realizar, para luchar con tal extravagancia que incluso nuestros hermanos guerreros se abstendrían de la traición al saber lo que nosotros, los rout, haríamos con ellos.

»Se hizo uso de ese poder más de una vez. La más celebrada, como sabes, contra el enemigo que ahora golpea nuestras puertas. Pero, a pesar de todo nuestro celo, fracasamos en la tarea de protección. La traición llegó, cayó como los rayos del cielo, y la galaxia fue consumida por su fuego. Aunque el mal más temible fue atajado, mucho de lo que era grande y bueno se perdió. El Imperio es ahora un lugar más árido y las visiones de sus fundadores languidecen sin materializarse. Esto lo sabemos los que conservamos las sagas milenarias. Aunque muchos de los que confían en la transmisión incierta de la palabra escrita y de las grabaciones de voz han olvidado aquellos días, nosotros, que vivimos según las recitaciones de los skjalds, lo recordamos todo. Sabemos lo que somos. Sabemos qué se suponía que íbamos a ser.

»Ahora una nueva era amanece. La Era del Imperio, la llaman, las necesidades de la humanidad han cambiado. En vez de veinte legiones ahora hay muchos cientos de capítulos. No hay primarcas que los guíen. En su lugar, los Adeptus Astartes luchan a imagen de sus padres genéticos, repitiendo las habilidades diseñadas para un futuro distinto. Así son las cosas ahora, una visión hecha realidad no por el Padre de Todas las Cosas, sino por uno de sus hijos. Los capítulos ya no marchan en filas de diez mil o más. Crean sucesores, retoños a los que rige la misma semilla genética para que el legado de su primarca se mantenga en las estrellas. Cuantos más sucesores, más grande será el legado. Los hijos de Guilliman son los ancestros de cientos, así como lo son los hijos de Dorn, y así es como el Imperio cobra forma a su imagen y semejanza.

Hojadragón hizo una pausa. Había un matiz de disgusto en sus palabras.

—Esto es lo que se ha vuelto importante. No el progreso. No el peligro.

La estabilidad. La fiabilidad. La fidelidad. Sin ellas, ningún capítulo vive para ejercer su influencia. Sucesores; eso es lo que nuestros hermanos aspiran a crear para garantizar que los guerreros de su temple florecen y perduran y excluir a aquellos forjados a partir de un metal distinto.

»¿Y tú crees, Morek Karekborn, que los Vlka Fenryka han seguido este camino? ¿Hemos dejado que nos dividan en capítulos sucesores como han hecho los Ultramarines, los Ángeles o los Puños?

—No —dijo Morek con seguridad—. Nosotros somos distintos.

Hojadragón negó con la cabeza.

—No tan distintos. Tuvimos unos sucesores: los Hermanos del Lobo, capitaneados por Beor Arjac Grimmaesson. Iban a ser tan numerosos como lo éramos nosotros e igual de poderosos. Se les concedió un mundo, Kaeriol, un planeta de hielo y fuego, igual que Fenris. Tenían la mitad de nuestra flota, la mitad de nuestras armerías, la mitad de nuestros sacerdotes. Iban a ser los primeros de muchos, toda una línea de sucesores de capítulos fenrisianos, los Hijos de Russ, capaces de labrarse un imperio estelar del tamaño de Ultramar. Esa era la visión: ser lo bastante poderosos para rodear por completo el Ojo del Terror, para evitar que los traidores volvieran a salir de allí. Esperábamos así poder cumplir nuestro destino y encontrar un nuevo propósito en la Era del Imperio.

Morek levantó la vista y miró la máscara de calavera del sacerdote rúnico. Le pedía que asimilara demasiado rápido. Un atisbo de la galaxia empezaba a revelarse en su mente, radicalmente distinto a lo que él conocía. Aunque había salido de Fenris muchas veces y había visto muchas maravillas, esta versión de la realidad era la más extraña de todas.

—¿Qué fue de ellos? ¿De los Hermanos del Lobo?

—Ya no están.

—¿Destruidos?

—No todos. Algunos es posible que sigan vivos, aunque su wyrd es desconocido. Fueron desmantelados, esparcidos por todas las direcciones de la brújula.

—¿Por qué?

Hojadragón tomó una bocanada profunda y chirriante de aire.

—Por la misma razón por la que no puede haber más sucesores del Rout. El lobo interior. Somos demasiado peligrosos para ser duplicados. La herencia que nos hace tan poderosos también nos hace inestables. Los Hermanos, situados lejos de Fenris, cayeron pronto en la condición de bestias. Y así será con cualquier intento por ensamblar nueva vida a partir de la semilla genética de Russ.

Hojadragón inclinó la cabeza. Para entonces, sus ojos brillaban en la oscuridad, reflejando una chispa de luz del hogar a la deriva.

—Hasta ahora.

* * *

Rojapiel estaba de rodillas, disparando a la altura de la cintura y observando cómo bajaba el contador de munición de la pistola bólter. Tenía buena puntería y no malgastaba ni un tiro. Los proyectiles se estrellaban contra las filas de marines de Rúbrica de vanguardia, derribaban algunos, explotaban contra las armaduras de otros.

Seguían viniendo, como siempre, en oleadas implacables, vendiendo sus almas vacías para romper el empate en la escalera del Señorío del Colmillo. Cada vez eran más, algunos al amparo de los brillantes escudos cinéticos de los brujos, casi todos confiando en la protección de sus servoarmaduras de color zafiro.

Rojapiel vació el cargador. Con tranquilidad, dejó caer el vacío al suelo, cogió uno de repuesto y lo encajó en su sitio. Para cuando volvió a disparar, el enemigo no había avanzado más de dos pasos.

El fuego de las armas pesadas pasó por encima de su cabeza procedente de la posición de los colmillos largos e impactó en la siguiente oleada de marines traidores. La mayoría explotó contra los escudos cinéticos en titilantes cascadas de chispas y bolas de plasma, pero algunos encontraron un eslabón débil y cayeron sobre los guerreros blindados causando la devastación.

Los lobos saltaban a aquellos senderos de escombros, con las espadas sierra zumbando y aullando sus letanías de odio y desafío. Esta vez, Puñoinfernal iba en vanguardia, su puño de energía causando estragos y haciendo arcos con la espada Dausvjer que había recuperado.

—¡Cuerpo a cuerpo, hermano! —dijo Rojapiel por el comunicador mientras corría detrás de él.

Puñoinfernal se tiró al suelo y esquivó la estocada de un marine de Rúbrica antes de ponerse en pie de un salto y blandir su propia espada. Los bordes envueltos en disruptores provocaron una explosión de torturada energía antes de que las hojas se separaran.

—Carne de cañón —espetó Puñoinfernal con desprecio.

Había una nota extraña en su voz, áspera y húmeda de sangre.

Para entonces Rojapiel estaba cerca, con la espada sierra en marcha y la pistola bólter escupiendo proyectiles. Todo se movía a velocidades vertiginosas. No había mortales en la pelea. Los garras sangrientas de Rossek hicieron lo que hacían siempre: luchar con cuerpo y alma, disfrutando de poder ejercitar sus ganas de matar sin restricciones, manteniendo a Morkai a un mordisco, no más. Los traidores los recibieron sin miedo, bloqueando y embistiendo, esperando una brecha para atravesarla con fría habilidad y pasar a la siguiente tarea. Ambos bandos luchaban con dedicación, atrapados en una contienda que sabían que mantendría o rompería el empate.

El traidor se las apañó para estamparle un puño en la cara a Puñoinfernal, que cayó al suelo del golpe. Rojapiel apuntó con la pistola y lanzó al marine varios pasos atrás entre una nube de detonaciones.

—Hermano, no tienes cuidado —se burló por el comunicador mientras se daba media vuelta para hacer frente a la siguiente amenaza—. ¿Estás perdiendo facultades?

Puñoinfernal no respondió. Rojapiel se vio pronto ocupado en un combate mano a mano con otro traidor y no pudo darse la vuelta para mirarlo.

A Puñoinfernal no le habían pegado tan fuerte. ¿Qué era lo que le pasaba?

El siguiente marine de Rúbrica se lanzó al ataque, uno de los muchos que se amontonaban en el estrecho cuello de botella.

—¡Escoria traidora! —rugió Rojapiel, apuntando con la espada sierra al hueco bajo la hombrera derecha.

El marine de Rúbrica se recuperó y esquivó la hoja antes de contraatacar con la suya. Los movimientos de ambos guerreros eran vertiginosamente rápidos, ponderados a la perfección, cada uno capaz de perforar el adamantio si daba en el blanco. Rojapiel presionaba hacia adelante, las ganas de matar bullían en su torrente sanguíneo. Los golpes llovían con rapidez, con un estruendo metálico de la ceramita y vuelta a empezar.

Tenía ventaja. El traidor luchaba bien, pero apoyaba el peso sobre el pie de atrás. Rojapiel hizo una finta a la izquierda, luego movió sus espadas hacia arriba y a los lados intentando atrapar al marine de Rúbrica bajo la gruesa placa pectoral.

Lo habría conseguido. La espada sierra había dado un mordisco profundo, desgarrando la placa y perforando el cascarón vacío. Habría matado a otro y la pantalla de su casco habría registrado una runa de finalización más junto a las docenas que ya tenía.

No se lo impidió el enemigo, ni una explosión de un arma de largo alcance, sino Puñoinfernal. El garra sangrienta se lanzó entre los dos guerreros, derribó al marine de Rúbrica y rodó por el suelo con él. Había algo extraño y preocupante en la velocidad de la maniobra. Antes de que Rojapiel reaccionara, Puñoinfernal se había puesto en pie, había clavado a Dausvjer en la gorguera de su víctima, había sacado la espada del cuerpo, había cogido el yelmo del traidor con su puño de energía y se lo había arrancado.

Sus movimientos eran aterradores, como los gestos acelerados de una pesadilla. Puñoinfernal ya no hablaba, ya no hacía bromas por el comunicador. Cuando Rojapiel se apartó esperando a que se acercaran los objetivos, oyó un resuello denso y gutural por el comunicador.

—Hermano… —empezó a decir con un escalofrío.

Puñoinfernal no estaba escuchando. Estaba luchando. Luchando como nunca había sido capaz de luchar, ni siquiera en los pasos elevados. Los marines de Rúbrica cargaron contra él y fueron despedazados. Literalmente. Las extremidades de Puñoinfernal eran un borrón gris, una sacudida de devastación que desgarraba las placas de blindaje como si fueran de cuero, partiéndolas de un puñetazo y tirándolas a un lado. Se abalanzó sobre las filas enemigas atacantes como un depredador al que han dejado suelto entre un rebaño de lentos herbívoros, consumido por un único pensamiento: matar a tantos como pudiera.

—¡Kyr! —gritó Rojapiel, viendo como su hermano se alejaba cada vez más de la formación.

Ninguno de los garras podía seguirlo tan lejos. Si lo hacían, los marines de Rúbrica irían a por ellos y no podrían aprovechar la cobertura de la artillería de los escuadrones kaerl de refuerzo. Puñoinfernal iba hacia la muerte.

Rojapiel fue a por él. No iba a quedarse mirando de brazos cruzados. Chocó contra un marine de Rúbrica y puso toda la fuerza que pudo en cada puñetazo, frustrado por no poder echarlo a un lado como hacía Puñoinfernal. Luchó con toda la pericia de su largo entrenamiento, pero no era suficiente.

Estaban aislados. Puñoinfernal se había condenado.

Fue entonces, sólo entonces, cuando unas palabras brotaron del comunicador, arrastradas, como si se tratara de un borracho intentando recordar cómo hablar. Quedaba algo de la forma de construir las frases de Puñoinfernal, pero casi todo lo demás había desaparecido. Los tonos viscosos eran más de bestia que de hombre, distorsionados por un caos de gruñidos y babas.

—Vete, hermano —dijo la voz entre jadeos y gruñidos—. No puedo protegerte.

«¿Protegerme?»

Entonces, Rojapiel lo entendió. Puñoinfernal estaba matando a todo lo que se le acercaba. Había ido demasiado lejos y no había vuelta atrás. Ni siquiera Rossek habría sido capaz de detenerlo. El lobo se había llevado a Puñoinfernal, lo había atraído a su abrazo oscuro y había consumido lo que quedaba de su vieja humanidad.

Rojapiel despachó a su enemigo, pero se acercaban más a ocupar su lugar. Puñoinfernal se había adentrado en las filas enemigas, seguía luchando como un demonio, seguía partiéndolos en dos como un berserker de leyenda.

No podía seguirlo. Nadie podía seguirlo a menos que el lobo los eligiera. Puñoinfernal era hombre muerto, aunque en sus últimos estertores mataría a más de los que muchos de sus hermanos matarían en toda su vida.

Lágrimas de ira llenaron los ojos de Rojapiel. Habían luchado juntos desde el principio, desde los días medio olvidados en el hielo, desde que los sacerdotes lobo fueron a buscarlos para convertirlos en inmortales. Habían pasado las pruebas juntos, aprendiendo las costumbres de los lobos juntos, disfrutaron matando juntos. Durante poco tiempo, tan poco tiempo, fue como si ninguna fuerza de la galaxia pudiera igualar la potencia bruta de sus espadas combinadas.

«No puedo seguirte. Demasiado lento. Por la sangre de Russ, fui demasiado lento».

Entonces, Rojapiel aulló, un aullido de rabia y pérdida, un torrente devastador y agudo de pura ira y miseria. Por un instante, el estruendo y el eco de los cañones quedó en segundo plano y su horrible grito resonó por los largos túneles del Aett. Los soldados de Prospero apartaron la vista de la lucha pensando que algún demonio del Colmillo había cobrado vida para arrastrarlos a la oscuridad. Incluso los kaerls, que conocían los ritos y las costumbres de la montaña, sintieron que la sangre se les helaba en las venas.

Sabían lo que aquel lamento significaba. El lobo había venido y se había llevado a uno de los suyos.

Hojadragón hizo una pausa antes de volver a hablar.

—El lobo —dijo al fin—. La maldición y la gloria de los nuestros. Durante una generación de mortales he trabajado en una cura. Ningún creador de carne ha descubierto más que yo sobre las costumbres del Canis Hélix, quizá ni siquiera aquellos que llegaron a Fenris con el mismísimo Padre de Todas las Cosas. Quedó claro para mí que la maldición se podía erradicar y a la vez conservar la gloria. Esta obra ha sido mi vocación.

—La Forja —dijo Morek con una exhalación.

—Exacto. He perfeccionado la hélix. La he alterado para que ofrezca la fuerza sobrenatural de los Adeptus Astartes sin los efectos destructivos de la bestia. Los productos son tan poderosos como yo e igual de rápidos en la caza y hábiles con la espada, pero no degeneran ni caen presa del lobo. Toman las cualidades que nos hacen magníficos y purgan los factores que nos impiden crear sucesores.

Morek empezó a comprender. La náusea que sentía desde que tropezara con los cuerpos en el laboratorio empezó a subirle por la garganta.

—Los cuerpos…

—Los que se acercaban más a mi ideal. Vivieron poco tiempo. De momento, ninguno ha sobrevivido más que unas pocas horas. Sus muertes son… difíciles. Aun así he demostrado que el objetivo es alcanzable. Con más tiempo, sólo un poco más de tiempo, nos habría abierto un nuevo camino, uno que promete el dominio de las estrellas, el dominio de los Hijos de Russ.

Hojadragón levantó la cabeza con orgullo.

—¿Ves ese futuro, Morek Karekborn?

Morek tuvo dificultad para encontrar las palabras con las que responder. Imágenes de marines espaciales con armaduras grises pasaban por su mente, miles de ellos, cada Gran Compañía hecha de un capítulo distinto. Luchaban igual, mataban de la misma manera, barrían a sus enemigos en una marea de muerte controlada hasta el último detalle. Fenris sería un mundo más en el corazón de una confederación en expansión, un poder temporal en el gran circuito del imperio galáctico, un poder tan poderoso que incluso los Dioses del Caos dudarían al ver su potencial.

Y entonces, la visión desapareció. La cámara permanecía tan fría y oscura como todas las cámaras bajo la montaña. El sacerdote lobo estaba frente a él, esperando.

—Me horroriza, señor.

Hojadragón asintió.

—Por supuesto. Eres un buen fenrisiano. No ves las alternativas ni te permites sentir curiosidad por lo que podría ser. Todo lo que te importa es lo que es, lo que tienes en las manos ahora. El horizonte del futuro está muy cerca para ti. Podrías morir hoy o mañana o dentro de una estación, ¿por qué pasar el tiempo preocupándose por el transcurrir de las centurias?

Morek permanecía impasible. Hojadragón no se estaba burlando de él, sólo exponía los hechos. Hasta hacía poco se habría tomado esa letanía como algo por lo que estar orgulloso.

—Pero yo no puedo permitirme esos lujos —dijo el sacerdote lobo—. Somos los guardianes de la llama, encargados de garantizar que siempre habrá verdugos a los que el Imperio podrá recurrir, siempre habrá guerreros capaces de responder a la brutalidad de nuestros enemigos con la misma brutalidad.

»Y cuando miro las runas con los videntes, cuando escucho los dictámenes de Sturmhjart y de los demás sacerdotes, no tengo confianza en ese futuro. Veo venir tiempos oscuros, y la era en la que no hay suficientes Vlka Fenryka para contener las legiones de la oscuridad, en la que los amos del Imperio desconfían de nosotros y sus ciudadanos nos temen. Veo un tiempo en el que los mortales utilizarán las palabras «lobo espacial» no como la encarnación de un ideal, sino como una expresión de retraso y misterio. Veo un tiempo en el que las instituciones del Imperio se volverán contra nosotros en su ignorancia, creyendo que somos poco más que las bestias a partir de las cuales dibujamos nuestras imágenes sagradas.

«Recuerda mis palabras, maestro de riven: si sobrevivimos pero no logramos completar nuestra apoteosis, ésta no será la última vez que pongan sitio a Fenris.

Hojadragón apartó la vista de Morek y miró el crozius arcanum en su cinturón. Colgaba junto a su espada de energía, el símbolo de su oficio, la marca de su custodia sobre las antiguas tradiciones del capítulo.

—Por eso nos atrevemos a esto. Podemos crecer. Podemos cambiar. Podemos escapar de la maldición del pasado. Podemos movernos de los límites del Imperio y convertirnos en el poder central.

Morek sintió que la náusea se le agolpaba en el estómago, envenenándolo y haciendo que se mareara. Había escuchado antes palabras heréticas en otros mundos y siempre las había odiado. Ahora la locura salía de boca de un sacerdote lobo, el guardián de la santidad.

—¿Y esto te preocupa, Morek? —preguntó Hojadragón.

«Di la verdad».

—Me pone enfermo —dijo Morek—. Está mal. Russ, venerado sea su nombre, nunca lo habría permitido.

Hojadragón se rió, un sonido áspero y duro como el hierro que refregó la rejilla del yelmo.

—¿Así que ahora hablas en nombre del primarca, eh? Eres un hombre valiente. Nunca intenté adivinar qué habría pensado de todo esto.

Morek hizo lo que pudo para sostenerle la mirada, pero el cansancio y el estrés empezaban a apoderarse de él. Sintió que iba a desmayarse pese a estar sentado. Por un breve instante vio la calavera de la armadura del sacerdote lobo sonreír con una sonrisa rota, maliciosa y llena de dientes.

Parpadeó y la visión se desvaneció.

—¿Por qué me lo cuenta, señor? —preguntó Morek. Sabía que no podría aguantar más revelaciones; su mundo ya había sido destruido.

—Como dije —respondió Hojadragón tranquilamente—, para castigarte. Cometiste una ofensa al creerte un igual de los que guardan las cámaras de los secretos de los creadores de carne. Ahora tu arrogancia ha quedado manifiesta y debes probar un trago del terrible conocimiento con el que vivo todos los días. Si te sirviera ahora toda la copa, te ahogarías.

—¿Y eso es lo que desea para mí?

—No. Deseo que descanses, como se te ha ordenado. Luego deseo que luches para mantener la línea contra el traidor, que vendas tu posición en sangre, si llega el caso. Lo harás a sabiendas de lo que se ha hecho en el Valgard.

El sacerdote lobo hizo un gesto con el dedo y el fuego que había detrás de Morek se apagó. La oscuridad absoluta reinó en la cámara y el maestro de riven sintió que perdía la conciencia casi de inmediato.

«Le doy la bienvenida. No deseo despertar nunca».

—Exigimos que mueras por nosotros, mortal —dijo Hojadragón y su voz fue apagándose gradualmente, fría como una tumba—. Siempre te exigiremos que mueras por nosotros. Recuerda entonces que sabes por lo que mueres.