DIECIOCHO
Temekh tuvo que esforzarse para no rendirse a un entusiasmo indecoroso. Sabía, igual que todos los hechiceros, que sus emociones eran del todo transparentes para su padre genético, como lo habían sido siempre.
—Bienvenido a Fenris, señor —dijo, haciendo una profunda reverencia.
—Déjate de reverencias —protestó el recién llegado con un gesto para que cesara tanta ceremonia—. Te estás dejando llevar por las apariencias. Como creo haberte demostrado a estas alturas, eso es lo que menos importa de mi presencia aquí.
Temekh levantó la cabeza y sonrió.
—Quizá —dijo—. Pero mis corazones se alegran de veros restablecido.
Los dos permanecieron de pie en el santuario de Temekh a bordo de la Herumon. El señor hechicero corvidae vestía sus túnicas de siempre, no llevaba casco y sus ojos violetas brillaban.
Ante sí tenía a un primarca, uno de los veinte hijos favoritos del Emperador, los maestros de la forja del Imperio, los semidioses que tallaron los reinos de los hombres de la inmensidad indiferente del vacío. Ya no era la imagen de un niño o de un anciano, sino que había revelado bajo la forma que tuvo durante los largos años de la Gran Cruzada. Alto, de anchas espaldas, piel color bronce y armadura del mismo tono, envuelto en un manto dorado decorado con plumas brillantes. Llevaba un yelmo dorado coronado por una crin roja de caballo. Su cabello era largo y abundante, del rojo profundo de la cochinilla. Una mano descansaba en la cintura sobre un tomo encuadernado en cuero, encadenado a su enorme cuerpo con una cadena de hierro, aunque no la que solía llevar antes de la Herejía. Con la otra mano cogía la empuñadura de su espada envainada.
Magnus el Rojo, el Rey Carmesí, el Cíclope de Prospero.
El bendito, lo llamaban, y el ilustrado.
El maldito, lo llamaban, y el tonto.
Ahora estaba de nuevo en pie en el espacio real, totalmente corpóreo, resplandeciente a la luz difusa de las velas del santuario. Para la contienda había tomado la apariencia que tuvo antaño por defecto, una pieza más de la simetría de la venganza. Tenía una sonrisa fina y cansada en su rostro imperfecto.
—¿Qué se siente? —preguntó Temekh, al que el humor en el que parecía encontrarse su amo lo ayudó a reunir el valor suficiente.
—¿Volver a llevar una forma física? Diferente a la última vez. Nunca volveré a ser de carne y hueso de verdad. No obstante, me siento bien. —El primarca levantó una mano gigante y abrió los dedos, uno a uno—. Muy bien.
—¿Tenéis órdenes para mí, señor?
Magnus dejó de admirar su cuerpo y miró con afecto a Temekh.
—Has hecho todo lo que se te ha pedido, hijo mío. La madriguera de los lobos no es para ti. Descenderé solo, aunque me taparé la nariz.
—Lord Aphael ha penetrado en los niveles inferiores. Sus tropas están eliminando las runas de protección para permitir su emersión y han acorralado a los perros en muros defensivos separados en el interior del Colmillo. Quizá pasen varios días hasta que se den las condiciones que le permitan entrar.
—¿Siguen luchando? Impresionante. Aunque quizá no debería sorprenderme. Al fin y al cabo, es su especialidad.
—Están desesperados, señor, y son tan salvajes como las bestias.
A Magnus se le borró la sonrisa.
—Ya no los veo como animales, Ahmuz, aunque antes los viera así. Ahora creo que son los más puros de todos nosotros. Incorruptibles. Determinados. La visión de mi padre llevada a la perfección.
Temekh miró a su primarca, sorprendido.
—Los admiráis.
—¿Si los admiro? Por supuesto que sí. Son únicos. E incluso en un universo infinito, ésa es una cualidad mucho más rara de lo que puedas suponer.
Temekh hizo una pausa antes de responder, sopesando si iba a arriesgarse a decir algo que pudiera condenarlo.
—Siendo así, señor, ¿por qué seguimos con esta guerra? Los demás, los raptora, los pyrae, continuaron por venganza, para infligir el daño que ellos nos habían infligido a nosotros. No comparto ese sentimiento. Me parece… indigno de nosotros. Somos mejores que eso.
Magnus se acercó hechicero y le puso una pesada mano en el hombro.
—Lo somos —dijo—. Somos mucho mejores que eso. Deja que la sed de venganza motive a los demás; los hará combatir con más ganas. Esta batalla va más allá de zanjar viejas rencillas.
Su único ojo lo miraba fijamente, un círculo de oro salpicado de todo el espectro de luz visible. A Temekh se le hacía imposible mirarlo, y también apartar la mirada.
—Luchamos para evitar un posible futuro. Un futuro que, incluso ahora, se gesta en la montaña. Si tenemos éxito, el daño infligido a los lobos de Fenris rivalizará con el que nos hicieron a nosotros. Si fracasamos, entonces será como si no hubiéramos conseguido nada desde nuestra llegada al planeta de los hechiceros.
* * *
La intensidad de la primera oleada de ataque fue absorbida, contenida, y debilitada. Había un reflujo en el patrón en los túneles bajo el Señorío del Colmillo, y en aquel momento los marines de Rúbrica asaltaban los peldaños al pie de la escalera. Los lobos saltaban a darles la bienvenida, y la estrecha zona de destrucción se atascaba al instante. Aprovechando que estaban sobre terreno elevado y que su cobertura de artillería estaba mejor posicionada, los defensores se llevaron la mejor parte al principio. Los garras sangrientas luchaban con el mismo furor de siempre, apenas controlados por la monstruosa silueta de Rossek. Como complemento tenían a los metódicos cazadores, bajo el mando de Skrieya, que durante años había aprendido a sacar el máximo partido a los espacios cerrados de la montaña.
Aun así, sufrían bajas. Los marines traidores causaban dolor a dos manos y no mataban con menos eficiencia por hacerlo en un silencio enloquecedor. Cuando los atacantes se dispersaron al fin, retirándose para recuperarse de las magulladuras sufridas en los acercamientos a la escalera, también yacían cuerpos con armaduras grises sobre la piedra, destrozados y ensangrentados.
Y siguió así. No se producía un avance repentino, ni un cambio decisivo en el equilibrio de poder. Los atacantes llegaban en oleadas, los marines traidores, en la vanguardia, intentando empujar hacia arriba a los lobos y hacerse con las barricadas. Cada ataque llegaba un poco más lejos antes de que los hechiceros invisibles llamaran de vuelta a sus almas esclavas, dejando tras de sí roca caliente y roja y sangre enfriándose.
Pasaron horas, marcadas por el impredecible ritmo de ataque y rechazo. Las tropas mortales rotaban en las barricadas, reemplazadas por kaerls frescos que se mantenían en la reserva. Se reponía la munición, se reparaban las armaduras y las paredes de la barricada y llegaban nuevos suministros del Señorío del Colmillo. Se apartaban los cuerpos de la línea del frente. A los mortales se los llevaban por un lado, a los lobos por otro. Los Guerreros del Cielo no morían con facilidad, pero tras cada ataque de los Mil Hijos se retiraba otro haz de cadáveres, cada uno de ellos prueba de una resistencia heroica contra la abrumadora superioridad numérica de las hordas invasoras.
El primero en lanzarse al ataque y el último en retirarse a las barricadas después de cada escaramuza era Tromm Rossek. No había perdido ni un ápice de su aterradora y lúgubre ferocidad. (Ion la muerte de cada defensor parecía retirarse más y más a su interior, transmutándose en el triste leviatán asesino y no en el dios guerrero, sonriente y enérgico que fuera antaño. Sus movimientos eran más firmes, sus órdenes más secas y sus golpes más formidables. El haber perdido su manada había hecho más que apagar el fuego de su alma; lo había vuelto más sombrío y lo había hecho más letal.
Su nueva manada, los restos al mando de otros que se habían podido salvar de la batalla, habían respondido a aquel nuevo espíritu. Habían perdido parte de su arrogancia y había menos cháchara por el intercomunicador cuando disfrutaban de su talento natural para causar muerte, pero no se habían olvidado de cómo luchar. Los Garras Sangrientas se movían con rapidez, daban patadas, repartían puñetazos y se enfrascaban en el cuerpo a cuerpo contra un número de enemigos algo más ortodoxo, tomando ejemplo del resplandeciente gigante que estaba con ellos, alimentándose del odio crudo que desprendía como el hedor de la muerte.
Y morían. Los Garras siempre morían, estaban entre las fauces de Morkai por su forma de combatir: sin miedo a los riegos y sin pensar en sí mismos. Pero cuando caían siempre había más armaduras destrozadas a su alrededor, más restos de cuerpos sin alma, de marines de Rúbrica hechos añicos, libres de su misteriosa vida en el vacío. Brakk se habría sentido orgulloso al ver que las semillas que había plantado al fin daban fruto.
Los ataques continuaron, haciéndose más feroces a medida que las horas y los días se hacían imposibles de distinguir. Los Mil Hijos contaban con las tropas, el tiempo y la paciencia. Los Cazadores tomarían el relevo para dar a los Garras Sangrientas unas pocas horas de descanso. Entonces, el proceso se invertía. Y otra vez, una y otra vez hasta que la escalera cubierta de sangre pareciera una visión de la puerta del infierno.
La línea resistió. Cada asalto se repelía a un precio enorme y con terribles sacrificios, pero mientras la barricadas permanecieron intactas y los lobos siguieron en pie, el Señorío del Colmillo permaneció sin conquistar.
* * *
Bjorn se sumergió más en el combate, viendo a través de consolas de implantes ópticos cómo cortaba enemigos a la altura de sus espadas. Apenas registraba la constante lluvia de proyectiles contra su armadura. Su campo de visión estaba lleno de objetivos, runas rojas brillantes contra un fondo parpadeante.
Las ignoró. Luchaba como había luchado siempre: por instinto. Los reflejos de animal de los que disfrutara antaño habían desaparecido, un recuerdo lejano de sus extremidades naturales, pero todavía se movía más rápido de lo que uno se podía imaginar al ver su enorme cascarón.
Ser el dreadnought más antiguo del Subcolmillo tenía sus privilegios. Su chasis era de un diseño increíblemente antiguo e incorporaba tecnologías que ya eran escasas antes de la conflagración de la Herejía. Los siglos venideros habían visto llegar nuevas mejoras de la mano de los sucesivos sacerdotes de hierro, cada uno de ellos desesperado por añadir más gloria que su predecesor al sarcófago de la Garra Implacable.
«Creen que no sé lo que le han hecho a mi tumba».
A Bjorn le daban igual los adornos. Habría perdido con gusto todos los emblemas de oro incrustados en su ataúd viviente, habría perdido cada runa de plata pintada sobre la ceramita con tal de volver a tener la oportunidad de mirar cara a cara a su presa.
Nunca volvería a sentir el calor de la sangre caliente al salpicar su cuerpo, el momento en el que la espada se hundía y cortaba el hilo de su presa.
Los transmisores del encaje de sus nervios eran buenos, mucho mejores que los de cualquier otro dreadnought del Imperio, pero nunca captarían igual la sensación.
«Así que para apaciguar la culpa cargaron mi tumba de calaveras y tótems. Baratijas. Las odio».
Bajó el cañón de plasma, registrando apenas la explosión de energía golpear la oscuridad. Los gritos de aquellos a los que había matado eran ruido de fondo. El solo había eliminado la chispa vital de más enemigos que algunos capítulos al completo. Con ese récord, la muerte había dejado de tener mucho significado. El placer había desaparecido hacía mucho. Sólo quedaba la necesidad.
«Y necesito matar. Por Russ, necesito compartir mi dolor».
Siempre había sentido dolor desde que Russ se fue. No hubo una explicación ni palabras de consuelo.
Una noche, una noche de invierno azotada por la furia de la tormenta, el primarca se fue.
Leman Russ se marchó sin decir por qué, marchó hacia el vacío, como siempre lo había hecho, sin tener en cuenta el peligro, sin tener en cuenta a aquellos que dejaba atrás.
Bjorn giró sobre su eje, aplastando a un marine de Rúbrica con su garra y lanzándolo por los aires. Cuando el cuerpo aterrizó, las bestias se pusieron a trabajar, troceando la armadura hueca con sus garras como cuchillas. Para entonces, Bjorn se había llevado por delante otros dos objetivos agujereando la ceramita a tiros y cortando las bandas de acero de las costillas.
«¿Sabes lo mucho que me cabrea que nunca dijeras el porqué?»
Cuando estaba vivo luchaba de otra forma. Por aquel entonces, hace muchas vidas, corría al combate con Godsmote, con Oje, con Dos Espadas, y sus wyrds estaban más unidos que las hebras de una cuerda. Los lobos que tenía ahora a su alrededor cortaban hilos con la misma majestuosidad inigualable que los de antes, pero no era lo mismo. Bjorn sabía que la galaxia había envejecido y él no. No tenía sitio aquí, no con los cachorros de sangre caliente que habían heredado la responsabilidad del Colmillo.
«Creo que lo sabías. Sabías que odiaría esto. Sabías que cada momento sería una tortura para mí».
Un hechicero se puso a tiro, medio tapado por filas de marines traidores. Empezó a reunir maleficarum en las palmas de las manos, conjurando bolas de fuego, listo para unirse al combate.
Bjorn examinó al brujo con desprecio. O, al menos, su mente sentía desprecio. Era posible que la emoción se tradujera en una expresión física en su deteriorada cara, sumergida en Huido y marchita por el despiadado paso de los siglos, pero el protector de su rostro no registró tanta sutileza.
«Y eso, por encima de todo, me lleva a pensar que me ocultaste la verdad por una razón».
Dio una enorme zancada, se puso firme y disparó su cañón. El hechicero desapareció bajo una marea de explosiones, ardiendo y desintegrándose. Bjorn siguió disparando, siguió canalizando todo su odio y hastío y angustia hacia el traidor lisiado. Para cuando paró y se dio la vuelta en busca de más presas, la armadura de su víctima no era más que un charco caliente de hidrocarbonos al rojo.
«La ira, la traición, me mantienen vivo».
Las bestias no se separaban de él y le arrancaban la cabeza a todo enemigo que se acercara demasiado, pero permitían a Bjorn que usara su arma de corto alcance cuando lo necesitaba. Saltaban y corrían como flechas por la zona de combate tal y como habían sido diseñados para hacer, e igualaban la agilidad sobrenatural de los lobos que iban detrás de ellos. Bjorn sabía que eran capaces de todo eso y por qué habían sido creados. Muy pocos lo sabían.
«Te amé como ningún otro hijo te ha amado, y lo sabías».
Ausente, Bjorn se percató de que uno de sus colegas dreadnoughts, Hrothgar, lo estaba pasando mal bajo una arremetida coordinada de un escuadrón de marines de Rúbrica al completo, dio un paso atrás ante la indomable presencia de un catafracto. Molesto por la distracción, se dio media vuelta, se puso en posición de tiro y le voló la cabeza a la máquina. Había vuelto al ataque, con las garras metálicas hundidas en carne fresca, antes de que la cabeza de bronce de la máquina de guerra llegara al suelo.
Muchas gracias, señor, dijo Hrothgar por el comunicador.
Bjorn no contestó. Estaba ocupado matando. Eso era todo lo que hacía. Era el letargo o matar. La inconsciencia o la furia.
«Sabías que te odiaría. A ti, que me abandonaste a esta suerte. Habría rasgado el tejido de la realidad por ti, habría marchado contigo hacia tu destino, me habría enfrentado contigo al enemigo que sabías que nos acechaba».
Su cañón aulló y devastó hileras de enemigos. Era invencible, titánico, colosal, muy superior a los enemigos que tenía delante. Nada de lo que los Mil Hijos habían traído estaba a su altura. Igual que en Prospero, Bjorn no tenía rival.
Puede que, quizá, así fuera como un primarca se sentía en combate.
«Y sé lo que estabas haciendo. Hiciste nacer este odio en mí, tan potente como el amor del que no consigo librarme».
Si hubiera tenido lagrimales, habría llorado. Si hubiera tenido mandíbula, la habría apretado en una mueca eterna de horror. Si hubiera tenido cuerdas vocales, habrían vibrado en un aullido de angustia que desgarraría y quemaría el alma.
«Porque el odio es la motivación más poderosa del universo, y necesitabas darme ese poder para que los lobos nunca se vieran sin alguien que los defendiera».
Pero Bjorn no tenía ninguna de esas cosas. Sólo tenía la furia del hijo favorito al que su padre había rechazado. Y, como bien sabía la galaxia por su amarga experiencia, esa furia no contenía más que la promesa de muerte, devastación y lluvia de sangre como lágrimas derramadas por el cielo.
* * *
Repelieron otro ataque. Cansados, los defensores del Señorío del Colmillo dejaron caer sus armas en silencio, preparándose para contar los muertos y los heridos y apartarlos de la línea del frente. Aunque la lucha se había detenido un rato, su trabajo no terminaba. Los escuadrones de kaerls se alternaban durante los breves respiros, y los que habían soportado el ataque durante más tiempo se retiraban y los reemplazaban tropas frescas. Como el enfrentamiento se había asentado en una secuencia brutal mortal de ataque y contraataque, ningún mortal había dormido, e incluso los recién llegados a su posición tenían los andares pesados de un hombre cansado. La arrogancia habitual de los kaerl de Fenris hacía tiempo que había desaparecido, y su lugar lo había ocupado una resistencia desafiante, inexpresiva y testaruda.
Morek llevaba de guardia trece horas cuando lo llamaron. Un guardián del lobo le dio sus órdenes. Llevaba la armadura abollada y chamuscada como si se hubiera bañado en un lago de magma.
—Maestro de riven —gritó, con la voz distorsionada por un comunicador en mal estado—. ¿Qué haces todavía en tu puesto?
—Cumplo mi deber —respondió Morek, con la voz temblorosa por el cansancio, incapaz de pensar en nada más que decir.
Entonces, el guardián del lobo lo empujó escaleras arriba, hacia las posiciones de la retaguardia, más allá de las barricadas y la artillería, hacia la sala del Señorío del Colmillo.
—Tu deber es obedecer los esquemas de rotación —le gruñó—. Asegúrate de que tu reemplazo esté aquí antes de la siguiente oleada.
Por fin Morek dejaba a pasos torpes la línea del frente, sin apenas poder levantar la cabeza de la gorguera de la armadura, sin apenas poder sostener el rifle entre las manos.
Había perdido la noción del tiempo que había durado la carnicería. Las horas se tornaron días, que a su vez se convirtieron en una sucesión de terribles y brutales combates y tensos y agotadores períodos de espera. Había echado alguna cabezada, pero no había dormido lo suficiente. En cierto momento se había despertado sobresaltado durante un alto el fuego, gritando algo sobre unas abominaciones en los laboratorios de los creadores de carne. Afortunadamente, el combate se reanudó inmediatamente después y la atención de los exhaustos kaerls volvió a temas más urgentes. Tuvo suerte, pero lo asustó su falta de autocontrol.
Morek pasó por las defensas de la retaguardia, caminando entre las sombras de cuatro enormes torreras de cañones de artillería. Apenas era consciente de la actividad a su alrededor. Había kaerls por todas partes, trasladando cajas de munición, armaduras o raciones, arrastrándose desde la primera línea o preparándose para ocupar sus posiciones en el frente. Algunos todavía se movían con firmeza y resolución. Otros arrastraban los pies y el agotamiento era visible en sus movimientos.
Ninguno, ni de lejos, parecía achicarse ante su deber e intentar buscar posiciones menos peligrosas. Los rivens de Fenris no tenían una figura equivalente a los comisarios de la Guardia Imperial. No hacían falta. La idea de evitar el combate para conseguir un poco de seguridad le resultaba tan extraña como la compasión.
Cuando Morek salió de entre los cañones y entró en la sala, estuvo a punto de tropezar con un escuadrón de armas pesadas que se apresuraba hacia el frente. Murmuró una breve disculpa y se apartó de ellos, aunque tropezó con una pila de cajas de carne seca que estaban esperando que las llevaran a los defensores. Cayó torpemente al suelo, y sus piernas flaquearon al intentar ponerse en pie.
Se quedó allí un momento, sintiendo la roca dura en la espalda, dejando que la tentación de descansar, sólo un instante, se apoderara de sus huesos.
«Sólo un minuto. Sólo dos minutos. Luego me levantaré».
El mundo se volvió borroso y notó como sus párpados cansados se cerraban.
Una presencia enorme se le acercó. Un instinto le dijo que dejarse vencer por el sueño ante ella sería un error terrible, y se obligó a ponerse de rodillas.
—Perdone, señor —murmuró, intentando no desparramar las cajas al levantarse.
Para su asombro, el gigante que tenía ante sí extendió un guantelete gigantesco. Cuando consideró si lo cogía o no para intentar levantarse, Morek se dio cuenta de que la ceramita no era gris, sino negra.
Su mirada recorrió un peto lleno de cicatrices, adornado con huesos de animales. La máscara del yelmo era una calavera con una raja producida por el impacto de una espada y negra como el carbón, igual que el resto de la armadura. Sus lentes brillaban furiosas, coloreando los protectores de las mejillas como si fueran lágrimas de sangre.
—¿Morek Karekborn? —preguntó la voz seca, suavizada por los años, de Thar Ariak Hraldir, aquel al que llamaban Hojadragón, el creador de carne—. Es hora, creo, de que hablemos.
Morek miró el rostro de calavera del sacerdote lobo. El cansancio desapareció. Fue sustituido, y él sabía que por mucho tiempo, por el frío abrazo del miedo.
—Como ordene, señor —respondió, pero su voz era seca como las brasas.
* * *
Aphael acechaba por los túneles vacíos del Hould. Las batallas en los dos cuellos de botella ya llevaban días en marcha y no había indicios de que fueran a avanzar en un sentido o en otro. Pensaba que durarían muchos días más. Los perros se defenderían con tenacidad. Tenían que hacerlo, no tenían adonde huir.
A él eso le iba bien. La finalidad de la primera oleada de ataques no era infligir daño sino mantener alejados a los defensores del corazón del Colmillo el tiempo suficiente para poder destruir las runas de protección contra la brujería. Era un trabajo difícil y agotador, especialmente en su estado febril.
Aphael seguía sufriendo el cambio de la carne. Los combates eran sólo un alivio temporal. En su ausencia, se tornaba errático, con tendencia a violentos cambios de humor, incapaz de tomar decisiones a sangre fría. Sabía qué estaba pasando. Como si se observara de lejos, podía sentir cómo sus procesos mentales se desintegraban a medida que pasaban las horas.
Y ahora, una nueva presencia había empezado a presionarlo, reclamando el poco control que le quedaba. Algo consciente se revolvía en las profundidades de su mente. Una conciencia que no era la suya había arraigado en sus pensamientos y se hacía más fuerte poco a poco. Su cuerpo se rebelaba contra él y también había empezado a perder la cabeza.
Cuando la inevitabilidad de su propia destrucción quedó clara, Aphael pasó por el típico patrón de respuesta. Negación. Rabia. Tristeza. Ahora entraba en una especie de aletargada aceptación. No había nada que pudiera hacer para combatir el proceso. Su cuerpo y su armadura ya estaban íntimamente unidos, tanto que sabía que ya nunca podría quitársela. La única tarea que le quedaba era seguir cumpliendo con su deber mientras pudiera.
«Veré a los perros arder. Después de eso, haced conmigo lo que queráis. Pero no pasaré al olvido sin haber completado nuestra venganza. No lo haré».
Sabía que la bravuconería no tenía sentido. El Señor de la Transformación no era un poder al que se pudiera amenazar o convencer. Aun así, aquellas palabras lo hacían sentir mejor. Todavía era capaz de mostrarse desafiante, al menos verbalmente.
Aphael llegó a otra de las protecciones. Estaba emplazada en la intersección entre cuatro túneles. El cruce era una cámara circular con un foso en el centro en el que ardía una hoguera. La protección estaba en un pilar de piedra que nacía junto al foso. Tenía forma de ojo garabateado en la piedra y la atravesaba una incisión irregular. Había sangre humana y unas pocas runas grabadas debajo.
Así de sencillo. Un niño podría haberlo hecho. Aun así, el poder bruto que sangraba de los símbolos mermaba su hechicería como una mano tapando una boca. Los sacerdotes rúnicos, a pesar de su forma torpe y rudimentaria de entender la disformidad, eran expertos en manipular sus signos. De alguna manera, ignorantes y analfabetos, habían aprendido a centrar las energías paralelas del éter mediante el uso de nombres, sellos y gestos. A gran escala, las protecciones del Colmillo actuaban como un poderoso drenaje de energía hechicera, hasta el punto de que incluso el invocar la más nimia de las magias se hacía difícil y peligroso.
Había que ponerle fin.
Aphael se puso frente a la protección, cansado y preparando el rito que la destruiría. A su alrededor, su guardia formada por seis rubricae tomó posiciones en la cámara. Las últimas llamas del fuego del loso se apagaron y el espacio quedó sumido en la oscuridad. Distraído, Aphael parpadeó para ajustar los filtros de las lentes del casco.
Fue entonces cuando vio a los niños. Había siete, escondidos en la oscuridad, apretándose unos contra otros como ratas.
A pesar de todo, a pesar del tumulto interior, a pesar de la necesidad de eliminar las protecciones, Aphael sonrió.
Volvió su cabeza de bronce hacia ellos. En la total oscuridad, su casco distinguía las siluetas de los niños en el verde borroso de su visión nocturna. Vio sus caras aterrorizadas, sus diminutos dedos garabateando en las paredes de roca.
¿Cómo los habían dejado atrás en el Hould? ¿Tan poco se preocupaban los bárbaros de Fenris de sus niños que los abandonaban al enemigo? ¿O acaso se había producido un terrible error?
En cualquier caso, le daba a Aphael la oportunidad de ejercitar sus habilidades por puro placer. Sus muertes serían lentas, un castigo adecuado por todo el daño que los perros de Fenris habían infligido a su legión.
—Gritad si queréis, pequeños —ronroneó Aphael, desenvainando su espada y cogiendo a su primera víctima—. Tenemos todo el tiem…
Algo lo golpeó con fuerza en el casco, algo lanzado con una asombrosa precisión. Entonces explotó y lo hizo trastabillar hacia atrás.
—¡Fekkehofud! —gritó uno de los cachorros al pasar volando junto a él y desaparecer en la oscuridad.
Aphael rugió con rabia y lanzó un mandoble bajo con su espada, destinado a partir en dos al pequeño monstruo mientras huía corriendo. Otra granada desvió la estocada, esta vez le dieron en el estómago.
«¡Van armados! ¡Los han dejado aquí y con armas!»
—¡Matadlos a todos! —gritó Aphael, dándose la vuelta e intentando agarrar a una de las pequeñas y veloces ratas. Sacó la pistola bólter de la cintura. Para entonces, los rubricae habían entrado en acción, intentando coger a los niños con tan poco éxito como él.
Eran veloces como ratas y se encontraban a sus anchas en los túneles. Lanzaron más granadas, incluyendo una que derribó a un marine de Rúbrica; explotó en un remolino de fragmentos en su cara y lo dejó tirado en el suelo.
Habían desaparecido por el corredor como cachorros fantasmas, dando saltos y riéndose en el eco de la oscuridad.
Aphael apuntó con la pistola y disparó un torrente de balas a la entrada del túnel. Ninguna dio en el blanco. Los pilluelos del Colmillo, criados en la oscuridad y expertos en supervivencia, eran demasiado rápidos, demasiado astutos y estaban demasiado preparados.
Las risas cesaron. El rubricae se puso de nuevo en pie, aún más ridículo al no mostrar ni una pizca de vergüenza. Retomó su posición, tan serio y silencioso como antes.
No habían causado daños. Pese a su sigilo y a su velocidad, las ratas de los túneles carecían de medios para hacer daño a un marine espacial.
Pero era humillante. Muy humillante.
—¡Como odio este mundo! —bramó Aphael, dando media vuelta hacia el pilar y dejando que la ira prendiera su báculo.
El eje de hierro explotó con una luz terrible y devastadora que desterró la oscuridad y envió rayos parpadeantes de electricidad etérea en todas las direcciones. El infierno ardiente chocó contra la protección, atraído hacia ella como un imán. Los símbolos resistieron un momento, con un brillo rojo furioso, absorbiendo la ingente cantidad de energía que emanaba del báculo del hechicero.
Entonces, inevitablemente, se rompió. Una grieta recorrió el dibujo, destruyó la unidad del diseño y fragmentó el texto rúnico que había debajo. El aire gélido se onduló con un calor tórrido y repentino y luego se hundió de nuevo en la fría oscuridad.
Aphael dejó que el poder se drenara de vuelta a su báculo, jadeando con fuerza. A su alrededor, los rubricae tenían la vista al frente, inescrutables.
La protección estaba rota y Aphael notó al instante cómo aumentaba su poder. La sensación de alivio fue efímera. Se sentía humillado y frustrado. Quedaban kilómetros y kilómetros de túneles en los que seguir trabajando, y todos estaban plagados de trampas para los incautos.
Era un trabajo de poca categoría, apto para acólitos, no para comandantes. Si alguno de sus subordinados pyrae hubiese sido lo bastante hábil para ocupar su lugar, le hubiera encomendando la tarea con gusto y no habría tenido que hacerla él.
Pero no lo eran, y en cualquier caso el grueso de los hechiceros hacía falta para dirigir a los marines de rúbrica al combate.
«Maldito Ahriman. Nos ha convertido en una legión de tontos, yendo de un lado para otro con nuestras marionetas a remolque».
—Seguidme —musitó, saliendo de la cámara a grandes zancadas para dirigirse al siguiente túnel. Los rubricae obedecieron. Mientras caminaba, Aphael sintió acelerarse el cambio de la carne, estimulado por sus explosiones de ira.
Se le acababa el tiempo, se le escapaba como la arena entre los dedos, apresurándose hacia el horror que lo esperaba. Ya no tardaría mucho. Llegaría en seguida.
* * *
Hojadragón guió a Morek lejos de la escalera, por el amplio terreno del Señorío del Colmillo y bajo los pies de la estatua de Russ. El aire se iba llenando del rodar lento y pesado de los transportes de suministros, de los gritos de los huskaerls que ordenaban a sus tropas que volvieran a sus puestos, del sonido amortiguado de un combate en alguna otra parte del inmenso Aett. Nadie miró dos veces al sacerdote lobo y a su acompañante humano.
A Morek le dio pena. Si caminaba hacia su muerte habría estado bien que alguien, sólo una persona, hubiera lanzado una mirada comprensiva en su dirección. Pero, por supuesto, no podían saber qué se llevaba entre manos Hojadragón con Morek. De saberlo, ¿habría cambiado algo? ¿Era el poder de los sacerdotes lobo tan absoluto que no existía ninguna sanción, ninguna, para lo que hacían con los mortales a su cargo?
«Eso pensaba yo también, y no hace tanto. Antes, cuando mi fe era incondicional, como tenía que ser».
Dejaron atrás la estatua, salieron del Señorío del Colmillo y se adentraron en los fríos y oscuros corredores que había más allá. El ruido de los combates en las barricadas defensivas desapareció y dio paso al aislamiento y el frío del jarlheim. Hojadragón daba grandes y poderosas zancadas, y Morek tenía que trotar para poder seguirlo. El cansancio volvió; no había miedo capaz de mantenerlo a raya.
Al fin, Hojadragón se detuvo ante una puerta corredera en la pared del túnel. Hizo un gesto para abrirla y le indicó a Morek que pasara. Cuando la puerta se cerró, quedaron a solas. Estaban de pie en una cámara estrecha de techos altos, carente de muebles a excepción de un taburete de madera y un pequeño hogar para el fuego. Una colección de huesos suspendidos de una larga cuerda colgaba sobre las llamas y (Jaba vueltas con suavidad por efecto del calor. Aunque modesto, el lugar parecía ser la morada de un creador de carne. Quizá una cámara para realizar ritos de algún tipo. O quizá fuera de un verdugo.
—Siéntate —ordenó Hojadragón, señalando el taburete.
Morek obedeció, y al instante se sintió más pequeño y más insignificante. El sacerdote lobo permaneció de pie, gigantesco y amenazador, a menos de dos metros. No se quitó el casco, lo que hacía que su voz fuera más seca y sobrenatural que de costumbre.
Por un momento, Hojadragón se limitó a mirarlo sin decir nada. Morek hizo lo que pudo para no dejar ver su inquietud. En circunstancias normales probablemente lo habría conseguido pero tras tantos días de constante batalla la tarea era muy complicada.
Y era viejo. Quizá demasiado viejo. Lo cual en sí mismo ya era motivo de vergüenza. Pocos fenrisianos morían de vejez, y era algo a lo que nunca había aspirado.
—¿Sabes por qué estás aquí? —pregunto Hojadragón al fin.
No era una voz amable, pero tampoco demasiado severa. Era resolutiva, serena, autoritaria.
—Creo que sí, señor.
No tenía sentido andarse con evasivas. Hojadragón asintió, como si estuviera satisfecho.
—Entonces no necesitamos repetir qué te ha traído a mis aposentos. Sé por qué estás aquí y lo que viste. Desde que descubrí tu nombre he estado observándote. Quizá lo hayas notado. No sentí la necesidad de ocultarlo.
Por supuesto que no. Los Guerreros del Cielo nunca tenían que preocuparse de lo que un mortal pudiera pensar de ellos.
—Me ha llevado muchos días decidir qué hacer con el nombre que Tromm Rossek me dio. Como el enemigo nos está llevando al límite, ya no puedo posponerlo más. Aun así, incluso ahora, mi mente no se decide. Tu destino se ha convertido en una carga para mí, Morek Karekborn.
Morek no dijo nada pero intentó mantener sus ojos fijos en la máscara de calavera que tenía encima. Siempre le decía lo mismo a Freija:
«Míralos a los ojos. Siempre, siempre debes mirarlos a los ojos».
También cuando los ojos en cuestión estaban ocultos tras la alargada calavera de marfil de una bestia muerta y atrapados tras unas lentes brillantes color rojo sangre.
—Bien —dijo Hojadragón todavía con un tono de voz calmado y prosaico—. ¿Qué crees que viste?
—Me sorprendió, señor.
«Di la verdad. Es tu única oportunidad».
—Me sentí horrorizado.
Hojadragón asintió de nuevo.
—Te has criado en el Aett. Todo aquello en lo que crees está aquí. Te hicimos a nuestra imagen y semejanza, una versión interior a nosotros mismos. No se te ha enseñado a cuestionar el orden de las cosas y no deberías haberlo hecho.
Morek escuchaba, intentando todavía controlar su respiración. Podía sentir su pulso, pesado en las venas. El fuego que tenía detrás daba demasiado calor tras las privaciones de las barricadas.
—Lo que viste estaba prohibido. En otras circunstancias, tu presencia en aquella habitación habría significado la muerte. Lord Sturmhjart ha intentado entrar allí durante semanas sin conseguirlo. Si los acontecimientos no hubieran conspirado para que la guardia bajara más de lo debido, los contenidos de la habitación seguirían siendo secretos. Así que ahora tengo que decidir qué hago contigo.
Aunque era imposible de afirmar, Morek sintió como si el terrible rostro tras la máscara estuviera sonriendo; una sonrisa curva, enseñando los dientes.
—Como has sido sincero conmigo, yo lo seré contigo, Morek Karekborn —dijo Hojadragón—. He decidido cortar tu hilo. El peligro de que el trabajo que desarrollamos allí se filtre ha sido siempre muy grande y, debes entenderlo, es algo que jamás se debe permitir que ocurra.
La perspectiva de que el sacerdote lobo acabara con su vida tuvo poco efecto en Morek. Ya estaba preparado para eso. Llevaba preparado desde la noche de la misión en los aposentos de los creadores de carne. Sólo que la extraña indecisión del sacerdote lobo había pospuesto el momento más de lo necesario.
—Si ése es mi wyrd… —respondió Morek, y hasta se las apañó para sonar convincente.
—Creo que lo dices en serio. Tu fe es encomiable, Karekborn. Aunque noto que tu devoción ha disminuido en los últimos días, lo cual no es de extrañar.
El sacerdote lobo soltó un largo y sibilante suspiro.
—No creas que he perdido mi determinación para matar, mortal —dijo—. He matado antes por ese trabajo y, si el Padre de Todas las Cosas lo permite, lo volveré a hacer. Pero a ti no te mataré. Tu wyrd no termina aquí, encerrado en esta habitación. Eso, al menos, puedo verlo con claridad.
Morek sabía que debía sentirse aliviado. No lo hizo. Quizá fuera por el cansancio, quizá por haber perdido la fe. Fuera cual fuese la causa, lo único que deseaba era dormir, un respiro de la oscuridad infinita, del frío sin fin, del combate interminable. Desde que podía recordar, los sacerdotes lobo habían sido su inspiración, un enlace intangible con la materia de la humanidad y el asombroso ejemplo del Padre de Todas las Cosas eterno. Ahora, a la sombra de aquel coloso de casi tres metros de alto, tan cerca que podía ver las dentelladas de las espadas en la maltrecha armadura y escuchar el crepitar de su respiración a través de los filtros del yelmo, no era capaz de sentir ni un poco de aquella devoción que había sentido toda su vida. El hechizo se había roto.
«No me das miedo. Ahora, por fin, entiendo lo que Freija ha estado intentando decirme durante tanto tiempo. Hija, perdóname. Tenías razón».
—Pero debes ser castigado, mortal —prosiguió Hojadragón—. Si la Herejía nos ha enseñado algo, es que la transgresión siempre ha de tener represalias. Así que te daré el don más terrible que tengo en mi poder.
El casco del sacerdote lobo bajó un poco más, los ojos rojos quedaron casi a la misma altura que los de Morek. Tenían un brillo apagado entre el hueso chamuscado, como rubíes engastados en piedra antigua.
—Lo que presenciaste se llama la Forja. Cambiará para siempre la faz del capítulo. Escucha y te explicaré cómo destruirá y rehará todo aquello que se te enseñó a considerar sagrado.