DIECISIETE

DIECISIETE

Las luces estaban bajas en la habitación de Greyloc. Ninguno de los jarls tenía aposentos ostentosos y todos estaban dispuestos más o menos de la misma manera: paredes de roca desnuda, estantes con armas recogidas en batallas pasadas, tótems regalo de los sacerdotes lobo y una cama dura cubierta de ásperas pieles. La de Greyloc era quizá un poco más sencilla que las de otros, pero no mucho. El único objeto que marcaba su territorio era la antigua hacha Frengir, que colgaba sobre la piedra de afilar como un amuleto.

El señor lobo estaba sentado en un taburete bajo de tres patas, del tipo que los hombres del hielo usaban para los consejos tribales. Estaba hecho para un mortal, e incluso sin armadura resultaba raro ver a Greyloc sentado en él, todo manos y extremidades.

Tenía los ojos cerrados y la pálida piel del rostro relajada. Los sonidos del Aett, el martilleo, los gritos, el chirriar de la maquinaria, le llegaban amortiguados. Una hoguera, de la que apenas quedaban las brasas brillaba en un rincón de la habitación. Un mortal habría tenido dificultades para ver en la penumbra y el frío le habría resultado insoportable. Lo extremo de las condiciones de la habitación era prueba de la majestuosidad de los Adeptus Astartes, no así los objetos que contenía.

Solo con sus pensamientos, Greyloc dejó vagar su mente por las posibilidades, que volaban como los halcones gyr por el cielo despejado. Podía sentir la inmensa marea de odio que se cerraba sobre su ciudadela, presionando cada piedra, escarbando en sus raíces, decidida a entrar y destruir la vida que había en ella. Un guerrero inferior habría sentido un estremecimiento de frustración, una quemazón de injusticia por el hecho de que su tiempo al mando hubiera resultado tan cruelmente corto.

Greyloc no sentía nada de eso. Sus humores estaban equilibrados y el lobo interior estaba tranquilo. Era raro que uno de su clase estuviera en ese estado antes del inicio de una contienda, y era un rasgo que nunca le desveló a nadie. Hubo veces, y lo sabía, en las que sus compañeros de lucha sentían que había perdido algo esencial, que había pasado a ser demasiado parecido a un mortal, así que no tenía sentido echar más leña al fuego de los rumores.

Entendía que pensaran esas cosas. Greyloc era tan hijo genético de Russ como ellos, pero poseía autoridad, una cualidad de la que ellos solían carecer a pesar de toda su fanfarronería y su aparente confianza en ellos mismos.

Certidumbre.

Eso nunca le había faltado. No desde que le pusieron los primeros implantes, no desde que aprendió a usar el nuevo y poderoso cuerpo que le dio la hélix, no desde que ascendiera por las distintas órdenes para convertirse en cazador, luego guardia y luego señor. En cada paso había sabido cuál era su destino.

En otra alma, aquello podría ser arrogancia. Greyloc pensó que nunca se vanaglorió ni se sintió satisfecho con ello. Era cosa del universo, tan sagrado como el equilibrio entre cazador y presa, entre causa y efecto.

«En cada momento elegí el camino que tenía que elegir. Cada nota del wyrd era cierta. Ahora no será distinto. Las runas guían, y ellas nunca mienten».

Por la puerta, un luz roja parpadeó un instante. Greyloc abrió los ojos, tenía las pupilas dilatadas, como si hubiera estado cazando. Encogieron rápidamente, de vuelta a su estado normal.

—Adelante —dijo con tranquilidad.

Las puertas de hierro que daban a su habitación se abrieron y una silueta jorobada hizo su aparición. Hojadragón, como siempre, llevaba puesta la armadura. Al andar, resonaba como si estuviera artrítica, rompiendo la paz de la habitación. Las puertas se cerraron, dejándolos a ambos en el interior.

Greyloc no se levantó. Sentado, parecía haber menguado. Más que muchos de sus hermanos de batalla, era capaz de controlar su aura de intimidación. Un guerrero como Rossek siempre era aterrador; Greyloc sólo daba miedo cuando quería darlo.

—Lo siento, señor —dijo Hojadragón, mirando las brasas, el hacha y las sencillas túnicas que vestía el jarl—. Puedo venir en otro momento.

Greyloc hizo un gesto displicente con la mano.

—Puedes entrar y salir cuando te dé la gana —dijo—. ¿O es que los sacerdotes lobo han renunciado a ese derecho?

—Aún no —reconoció Hojadragón—. Y no es probable que lo hagamos.

No se sentó. El peso de su armadura podría haber aplastado un taburete como el de Greyloc y no había otras sillas.

—Has estado recluido mucho tiempo —dijo, apoyado contra la pared de piedra.

—Había mucho sobre lo que reflexionar —replicó Greyloc—. Mucho que planificar.

—¿Estás contento con lo que se ha hecho?

Greyloc dio un respingo.

—Estaría contengo si tuviéramos otras tres compañías y una flota de guerra. Pero como no las tenemos, entonces sí, lo estoy. El derrumbamiento del túnel nos ha proporcionado unos valiosos días. No tardarán en entrar y estaremos preparados. Bjorn está con nosotros, así que tendrán pelea.

Hojadragón lanzó al jarl una mirada críptica.

—¿Una que podamos ganar?

Greyloc se encogió de hombros.

—¿De qué sirve pensar así, Thar? Haremos aquello para lo que hemos sido creados. Después de eso, está en el regazo del Padre de Todas las Cosas.

—Ya sabes por qué pregunto. Hay cosas… Secretos en el Aett. Hay conocimientos que jamás deben salir de aquí. Ironhelm lo sabe, y unos pocos más, pero ya está. Si nos derrotan, entonces…

Hojadragón dejó la frase sin terminar.

—Hablas como si fueras el único que ha pensado en esas cosas —dijo Greyloc—. También lo tengo en mente. Pero ¿qué propones? ¿Qué destruyamos la Forja? Ironhelm tendría que aprobarlo.

—Seguro que te has dado cuenta de que no está aquí.

—¿Y eso es lo que tú quieres?

Hojadragón parecía dolido.

—Sabes que no. Le he dedicado mi vida y tú también, puesto que se te comunicó su existencia. Pero hemos de tener un plan. Esta batalla ya ha complicado mucho mantener el nivel de secretismo que necesitamos, y se va a poner mucho peor. Si llega el momento, necesito saber que tengo tu autoridad para actuar.

Greyloc y Hojadragón se miraron. Los dos eran físicamente muy distintos; uno frío, blanco y vital, el otro maltrecho, oscuro y cínico, y aun así guardaban un parentesco, un entendimiento común.

Durante muchos latidos permanecieron en silencio.

—La tienes —dijo finalmente Greyloc—. Pero no actúes hasta el último momento, y sólo si el Aett cae sin posibilidad de reconquista. Hasta entonces, guarda lo que tienes. Se pueden sacrificar vidas, se pueden perder reliquias, pero no veré el fin de la obra a menos que se deba poner fin a todo lo demás.

Cerró los pálidos puños al hablar.

—Es nuestro futuro, Thar —reconoció—. Nuestra oportunidad de crecer. Si lo perdemos ahora, no volverá nunca.

Hojadragón volvió a asentir.

—Sientes como yo —dijo—. Me alegro y se hará como ordenas. Pero tengo una petición más: mantén a Sturmhjart lejos del Valgard. Ha recibido órdenes de interferir y no entenderá la necesidad de más secretismo.

—Ya me he encargado de Sturmhjart. Luchará con Bjorn y conmigo en el Sello de Borek. Tú contarás con los servicios de Rompenubes en e! Señorío del Colmillo. Así que no te preocupes, la necesidad de dividir nuestras fuerzas te ha librado de tu topo.

El viejo sacerdote lobo sonrió.

—Habrías sido un señor lobo formidable, Vaer —dijo, y su sonrisa torcida era melancólica.

—¿Habría? —respondió Greyloc—. ¿Tan poco confías en nuestras posibilidades?

Hojadragón se encogió de hombros y bajó la vista.

—Está en el regazo del Padre de Todas las Cosas —repitió, aunque las palabras sonaron vacías por segunda vez.

* * *

Dos días más tarde y el Señorío del Colmillo estaba al fin preparado. Todos los que permanecían allí concentrados sabían que la brecha se abriría de inmediato. La demolición le había dado al Aett un más que necesario descanso del combate, y ya habían pasado diez días desde que se perdieron las puertas. Ahora la lucha empezaría de nuevo. Habría más retiradas, más abandonos del combate, todos encaminados a infligir el máximo dolor posible por la mínima cantidad de terreno. Pero ahora el espacio al que retirarse era limitado. El Aett era gigantesco, pero incluso su red de túneles tenía un fin.

Rojapiel estaba arrodillado en los peldaños de piedra que llevaban al Señorío del Colmillo. Tenía el casco a su lado mientras se lacaba con cuidado el pelo rojizo, listo para ponérselo. Como siempre, su armadura estaba cubierta de capas de sangre y el maxilar inferior de su yelmo tenía una hilera de dientes engastados. Muchos habían caído a causa de los golpes, pero quedaban suficientes para distinguirlo. Su placa pectoral era nueva, sustituía a la que habían reventado las balas del bólter del marine de Rúbrica. A pesar de haber pasado días aclimatándose, se le hacía raro el contacto contra la interfaz negra del caparazón, y los nodos de entrada todavía le rozaban.

Terminado su trabajo, levantó la vista. Sus hermanos de manada estaban a su alrededor, los catorce. El escuadrón de combate era una amalgama de otras manadas de Garras Sangrientas, apiñados juntos a aquellos que habían sobrevivido a los ataques a la puerta. Como era habitual, los Garras Sangrientas habían sufrido muchas bajas, prueba de su forma testaruda de combatir.

A Dienterroto lo habían matado durante la retirada, de un cañonazo láser en la espalda, mientras corría a ponerse a cubierto tras las puertas. Ésa sí que era una forma horrible de que le cortaran a uno el hilo.

Brakk también había caído, claro. El que lo había entrenado durante tanto tiempo, el que le había inculcado tanto sentido común para la lucha como era posible, y el que los había dirigido con tanta y tan calmada habilidad. El guardián del lobo nunca dijo mucho, y prácticamente nada durante el fragor de la batalla, pero ahora que estaba muerto, el Aett parecía, de alguna manera, un lugar más vacío y silencioso.

Su sustituto, el reluciente gigante Rossek, había cambiado más la naturaleza de la manada que los recién llegados de otros escuadrones. Brakk había sido directo y brusco, Rossek parecía haber estado al borde de un brote de locura y haber sobrevivido a duras penas. Él tampoco era muy hablador, pero Rojapiel adivinó las razones por las que eran tan distintos. Brakk siempre había tenido los andares seguros de uno mismo de un depredador; con autocontrol, firme y eficiente. Rossek, por el contrario, imponente en su armadura de exterminador, parecía angustiado y triste. Le había pasado algo, algo le había succionado el espíritu alegre y combativo que antaño lo convirtió en el favorito para capitanear la Duodécima. En su apática presencia, gran parte de la charla que antes animaba a los Garras había desaparecido para ser reemplazada por una lúgubre sensación de expectación.

Y luego estaba Puñoinfernal. Permanecía en cuclillas a pocos pasos de Rojapiel, con su cresta de pelo de caballo colgándole del yelmo y el peto todavía adornado con las figuras de Ymir y de Gann. En apariencia no había cambiado. A pesar de su encuentro con el lobo había recuperado su humor juvenil y su amor tosco por la caza. Sólo en la manada Puñoinfernal generaba esa sensación de energía impredecible que hacía de los lobos lo que eran.

Puñoinfernal sintió que lo estaban mirando y se volvió con su máscara ensangrentada para observar a Rojapiel.

—Ponte el dichoso casco, hermano —dijo—. Emplear esa cara contra ellos es muy injusto.

Rojapiel se habría reído en el pasado. Ahora no. La ligereza de Puñoinfernal era demasiado forzada, demasiado consciente. El joven garra sangrienta había quedado profundamente tocado por la muerte de Brakk y por su encontronazo con el lobo; y no tenía las herramientas para superarlo.

Rojapiel le dio la vuelta al casco, se lo puso y lo deslizó por la suave cabellera, encajó los rodamientos en sus ranuras y oyó el chasquido de los sellos atmosféricos al cerrarse. Las runas de guerra brillaron por la pantalla, mostrando las formaciones defensivas por todo el Aett.

Las principales fortificaciones del Señorío del Colmillo se habían construido en la ancha escalera de doscientos metros que llevaba desde los túneles del Aett a la cámara principal de la cima. Las defensas estaban dispuestas en una serie de barricadas escalonadas, que iban desde la base de la escalera hasta la cumbre, en la que Freki y Geri hacían guardia. Los cuarenta y siete lobos asignados a la escalera del Señorío contaban con cientos de kaerls de refuerzo, todos protegidos por búnkeres de pesado adamantio y por las paredes de la barricada. Los Guerreros del Cielo estaban capitaneados por Hojadragón; los mortales, por un maestro de riven de rostro sincero y ojos hundidos.

En el centro del perímetro defensivo, a la mitad de la escalera, estaban las máquinas de matar más poderosas de todas: seis dreadnoughts. Los venerables caídos eran enormes, tanto que hacían sombra a Hojadragón y a Rompenubes cuando los comandantes estaban a su lado. Skrieya estaba al mando de tres manadas de cazadores grises en la base de la cuesta, alineados con los garras sangrientas de Rossek, y Rojk estaba cerca del final de la escalera con sus colmillos largos, tan calmados y firmes como siempre.

Había más fortificaciones más arriba, en la cima, excavadas en el suelo y en las paredes de la cámara, refugios a los que los defensores podrían retirarse escalonadamente si era necesario. Por todas partes, en los gigantescos flancos de la cámara del Señorío, se habían colocado cañones, capaces de disparar proyectiles bólter al enemigo incluso mucho más rápido que cualquier colmillo largo.

Era una muestra de poder de fuego devastadora, supervisada por la distante estatua del mismísimo Russ. El hospital de campo que había estado a sus pies se había desmantelado días antes, trasladado a una zona más alta en el Hould. Ahora, en el Señorío del Colmillo sólo había sitio para los instrumentos bélicos. Todo eran cañones, bocas de armas de fuego y espadas apuntando hacia las enormes y silenciosas puertas en la base de la escalera, los portales por los que el enemigo tendría que entrar.

Era un espacio de menos de cien metros. La zona de destrucción.

—Ten cuidado cuando estén aquí —le dijo Rojapiel por un canal cerrado a Puñoinfernal.

Este soltó una carcajada.

—¿Te estás poniendo tierno, Ogrim? —le preguntó.

—Tienes al lobo cerca.

—Todos tenemos al lobo cerca, hermano.

Puñoinfernal sacó su pistola bólter y comprobó la munición por duodécima vez. La espera se alargaba y todos buscaban alguna actividad que los distrajera.

—No deberías preocuparte por mí —añadió como si nada—. Preocúpate de ti, que eres un lento de cuidado.

Rojapiel intentó pensar en una réplica, una que lo mortificara adecuadamente. No se le ocurrió ninguna.

Entonces, desde abajo, a lo lejos, llegó el estrépito de enormes choques. Tras ellos se produjeron explosiones aún más fuertes cuyo eco subía por los túneles. Eran distantes, amortiguadas por kilómetros de serpenteantes corredores, pero inconfundibles.

—¡Guerreros del Aett! —dijo la voz seca y anciana de Hojadragón. Desenvainó la poderosa espada de energía con el dibujo del dragón en la hoja y el campo de energía brilló en la penumbra—. ¡El destino cae por última vez! Los túneles están abiertos. Sed de acero, manteneos firmes y alimentad vuestro odio.

Dio una gran zancada hacia adelante y levantó la brillante punta de su arma bien alto.

—¡Por Russ! ¡Por el Padre de Todas las Cosas! ¡Por Fenris!

Los defensores respondieron a una.

—¡Por Fenris!

El eco del rugido de la masa recorrió el cascarón vacío de los túneles del Señorío del Colmillo y poco a poco se hundió en la piedra.

Rojapiel sacó su pistola y empuñó la espada sierra con la otra mano. Las ganas de matar empezaron a bullir en él. Tan pronto como el primero de los traidores entrara por aquellas puertas, él se transformaría en el ejemplar de guerra que rugía y echaba espuma por la boca que lo habrían creado para ser.

—Que Russ te acompañe, hermano —le dijo a Puñoinfernal.

—Y a ti —le respondió Puñoinfernal, un poco demasiado de prisa.

Fue entonces cuando, por primera vez en la vida, Rojapiel sintió inquietud en la voz de su camarada. Sus bravuconadas, por impresionantes que parecieran, eran tan superficiales como una armadura.

A Puñoinfernal algo lo preocupaba sobremanera, y no era la llegada del enemigo.

* * *

La pared de roca lanzó un destello rojo, luego naranja y luego blanco puro. En el otro extremo del túnel se estaban liberando enormes cantidades de energía. La barrera aguantó un poco más, cedió y luego explotó.

Grandes trozos de piedra medio fundida volaron por la Cámara del Sello y se estamparon contra la pared del otro extremo, a cien metros de distancia. Los siguieron rayos láser gruesos como un brazo humano que surcaban el aire. Fornidas siluetas entraron con torpeza por la brecha, cortando los bordes con brazos perforadores humeantes.

Aparecieron más grietas, que al abrirse derribaron una enorme sección de piedra fundida que al chocar contra el suelo envió escombros en todas direcciones. El fuego láser siguió parpadeando a través de las nubes de polvo sin causar mayores daños.

No había nada a lo que dar. Cuando los Mil Hijos penetraron en el corazón del Colmillo, no había baterías defensivas esperándolos, ni filas de kaerls listos para vender cara su vida en una defensiva desesperada. Los catafractos, que seguían operando de acuerdo con sus sencillas instrucciones para el espíritu máquina, salieron a trompicones, sacudiéndose las capas de polvo y preparando sus brazos de cañones de plasma listos para disparar.

—¡Alto! —rugió una voz desde el túnel.

Rodeado por exterminadores de Rúbrica, Aphael trepó por la brecha. Los escudos cinéticos brillaron a su alrededor, distorsionando su imagen detrás de las cortinas cambiantes de energía disforme.

Salieron más rubricae, dando grandes zancadas por la cámara y armados con bólters. Entre ellos estaba Hett, rodeado por su propio séquito y protegido por un pesado escudo.

—¡Que sigan avanzando! —exhortó, dejando que su báculo de hechicero brillara con poder ancestral.

Aphael asintió con la cabeza.

—Saben que venimos —dijo, inspeccionando con cautela la cámara.

Se agachó y cogió un fragmento de roca del tamaño de la cabeza de un hombre. Lo levantó con la misma facilidad con la que un mortal levantaría un guijarro y la lanzó por la cámara, hacia el túnel del extremo opuesto. Mientras surcaba la oscuridad, el espacio tembló a causa de las explosiones. La roca quedó reducida a polvo en un instante. Desde alguna parte, escondidos profundamente en los huecos de los túneles, rugieron rifles automáticos que enviaron una tormenta de proyectiles hacia la vanguardia de los Mil Hijos.

Aphael movió un dedo y el escudo cinético se amplió hacia el exterior, cobijando a los catafractos bajo una red de energía. El ataque de los rifles automáticos se estrelló contra la barrera en una ondulante ola de fuego.

—Aunque van a tener que hacerlo mejor —dijo, levantando su báculo bien alto.

Con una sola palabra, la barrera cinética se precipitó hacia adelante, barriendo la cámara y transmutándose en un muro de arrolladora electricidad. Brotaron relámpagos que serpentearon hacia las sombras, levantando la piedra y haciéndola añicos. La oleada de energía acabó con los rifles en una serie de impresionantes detonaciones.

Las explosiones cesaron de forma gradual y los rayos cayeron sobre la nada dejando un recuento de despojos de rifles quemados. El humo vagó hacia los túneles.

—Ahora, avancemos —dijo Aphael con calma.

Los rubricae se pusieron en marcha. En silencio, con los ojos brillando suavemente en la oscuridad, los últimos guerreros de la XV Legión avanzaron, cubiertos por un rastro de protección etérea que rizaba las pestañas. Tras ellos iban los catafractos, aplastando la piedra bajo sus pies al moverse.

Por detrás de la vanguardia, todavía en el túnel que llevaba a las puertas, se oía un sonido vasto y nebuloso. Era el paso sordo de miles de botas que golpeaban la tierra al unísono, el sonido de miles de armas preparándose, el sonido de miles de plegarias pronunciadas en un susurro a los maestros hechiceros.

Era el sonido de la destrucción de Fenris al acercarse.

* * *

De la Cámara del Sello de Borek decenas de corredores se ramificaban hacia el interior de la montaña. Todos estaban oscuros como el aceite, sin iluminar, sus hogueras se habían apagado tiempo atrás. Zigzagueaban y volvían atrás, dirigían a los incautos a estrechos túneles sin salida o los llevaban directamente a los grandes ascensores que conducían a otros niveles. Ni siquiera los kaerl conocían el millar de caminos para moverse por el Aett y se limitaban a las rutas antiguas, abrazaban la luz de las antorchas y evitaban la profunda oscuridad. Sabían, todos ellos sabían, que el Colmillo te mataría más rápido que una grieta en el hielo si lo cruzabas.

Los rubricae pasaron por los senderos sin luz; su visión sobrenatural los guiaba en la oscuridad total. Se movían con fluidez. Los seguían los hechiceros, arreándolos como distantes pastores en armaduras de bronce.

Eran cautelosos. Sabían que era extremadamente peligroso. Pero también sabían que eran los siervos de élite del Primarca Rojo, guerreros casi sin igual. Eran sigilosos, silenciosos y aterradores. Habían tomado por sorpresa a muchos ejércitos mortales que esperaban hordas de fanáticos y se encontraban emboscados por el terrorífico y preciso método de los sin alma.

Pero los defensores no eran mortales.

Pegado a la pared de piedra del corredor, con sus sentidos hélix modificados sensibles a la más mínima variación en la densidad del aire, Greyloc oyó venir al primer escuadrón a cientos de metros de distancia. Entrecerró los ojos, calculando el número y la formación, apretando los dedos contra las vainas de sus garras y sintiendo los antiguos dispositivos responder al tacto. Las garras estaban aletargadas, invisibles en la penumbra, pero se activarían con un pensamiento.

Tras él, sus tropas hicieron lo mismo. Cuatro guerreros, eso era todo lo que quedaba de su séquito de exterminados todos equipados con armas para el combate cuerpo a cuerpo, con sus armaduras desactivadas y tan negras como el aire a su alrededor. Entre ellos estaba Sturmhjart, que hizo una reverencia con la cabeza. A pesar de que el casco cubría sus facciones, Greyloc podía sentir la concentración del sacerdote rúnico. Sturmhjart mantenía a toda la manada bajo un velo, a salvo de los ojos psíquicos curiosos de los hechiceros. Las runas de su armadura estaban hundidas y sin brillo, como líneas de ónice incrustadas en ceramita, pero por dentro ardían.

El largo corredor que tenían delante estaba vacío, libre de las trampas y los fosos que abundaban en los niveles superiores. Greyloc observaba con atención, escuchaba el sonido amortiguado del impacto de las botas de los escuadrones de marines de Rúbrica acercarse, esperando la primera aparición del enemigo.

Cuando se produjo, fue como la visión de una pesadilla de un mortal. Puntos de luz de color lima aparecieron al final del túnel, el brillo de las lentes de los yelmos impuros de los rubricae. Había muchos, marchaban en formación cerrada, seguros de sí mismos pero cautelosos.

Greyloc sintió las primeras punzadas de odio clavarse en sus corazones.

«Venís aquí. A mi reino. A saquear a mi gente».

Surgieron más luces verdes. El escuadrón se acercaba, ignorante de la bienvenida que lo aguardaba al final del corredor. Sturmhjart soltó un gruñido bajo que sólo los lobos podían oír. Estaba trabajando duro para mantener el velo protector.

«Os haré pedazos. Arrastraré vuestras almas corrompidas al castigo eterno. Os abriré en canal y tiraré el polvo de vuestras almas al fango».

El último rubricae entró en el túnel. La pantalla del casco de Greyloc indicaba dieciocho objetivos más una señal que se movía más despacio en la cola. Ese era el hechicero, aquél con el que tendría que lidiar Sturmhjart.

«Porque para mí sois una cosa y sólo una».

Tras él, podía sentir las armas de energía de sus hermanos de batalla precalentándose. Se notaba la feromona de sus ganas de matar, densa y acre. Tras días de inactividad y de entrenamiento, la gloria del combate volvía a ellos. Greyloc sintió una oleada de felicidad cuando las endorfinas llegaron a su torrente sanguíneo.

«Presa».

Llegó el momento.

—¡Por Russ!

Sus garras brillaron y enviaron sombras que se proyectaron por el corredor, entonces cargó contra el marine de Rúbrica líder, bañado en torrentes de furia de tormenta encendidos por Sturmhjart. Su guardia se lanzó a la contienda a su lado, aullando con fiero abandono, la viva imagen de la vorágine. Sturmhjart iba con ellos. Las runas de su armadura volvieron a la vida rojas como la ira, empapando las paredes del túnel de brillantes manchas de sangre.

¡Hjolda! —rugió Greyloc al entrar en contacto, cortando con sus garras la armadura de su primera víctima y viendo como la placa vacía cedía a la profunda mordida de sus garras. Pronto el corredor se llenó de los estallidos, los golpes sordos y los crujidos del combate cuerpo a cuerpo.

Había comenzado. El asalto final. Desde ese momento, todos sabían que la lucha no cesaría hasta que el último de los Mil Hijos estuviera muerto o el Colmillo fuera pasto de las llamas.

* * *

Primero, la tormenta de fuego.

Desde detrás de su barricada, Morek vio a través de un augur de mano cómo el ataque de los Mil Hijos llegaba a la escalera del Señorío del Colmillo. El volumen del fuego era cegador y ensordecedor, una mezcla de plasma y de proyectiles sólidos que salían de los túneles de aproximación y chocaban con los contrafuertes en la base de la escalera. No podía ver la fuente, pues los invasores estaban todavía protegidos por los techos bajos y las paredes ondulantes del túnel que había pasada la escalera. Se mantuvieron atrás, a cubierto, disparando a las barricadas desde lejos.

Morek se deslizó contra el enorme baluarte de adamantio de tres metros de alto y cuatro de ancho que le habían asignado mantener, comprobando por última vez su skjoldtar. A su alrededor, agachados y a cubierto, estaban los hombres de su riven. lodos habían combatido antes y ninguno tenía ningún problema para lidiar con la descarga de artillería. El escudo que los protegía fue erigido a lo largo de muchos días, construido a partir de materiales aptos para un sitio, y era capaz de absorber grandes cantidades de castigo antes de caer.

Pero aquello no era más que el preludio, y quedaba mucho antes de que la verdadera contienda comenzara.

—¡Agachad la cabeza! —dijo automáticamente por el comunicador. Era una orden superflua; casi todos sus hombres tenían el casco entre las rodillas y estaban agazapados en la base de las gigantescas barricadas. La lluvia de plasma y proyectiles de bólter o bien se estampaba en las barreras o bien pasaba por encima de sus cabezas sin causar daños para impactar en el techo del enorme túnel.

El ruido era lo peor; un coro devastador y desorientador de golpes y de fuego ardiendo que resonaba por los corredores cerrados y rebotaba al vasto espacio más allá. Hacía que pensar resultara difícil, mucho más escuchar las órdenes por el comunicador.

Morek clicó con un parpadeo una runa en la pantalla de su casco para aumentar su alimentación auditiva y compensar así el ruido atronador del exterior. Mejoró la situación, pero sólo un poco.

En su pantalla táctica pudo ver a los lobos en cuclillas en las posiciones avanzadas. Estaban utilizando también las barricadas en la base de la escalera. Eran las tropas mejor equipadas para enfrentarse a ese nivel de devastación, pero ni siquiera ellos se lanzaron a ciegas al torrente. Hojadragón los mantenía en su puesto, ataba corto a los garras sangrientas, a la espera de que hubiera objetivos aptos para su dominio de la lucha cuerpo a cuerpo.

Rojk y los colmillos largos permanecían también inactivos, situados en lo alto, en la retaguardia de las líneas defensivas, rodeados de buenos escudos. Soportarían la tormenta de fuego, dejarían que las barreras aguantaran la presión y esperarían a que el verdadero enemigo diera la cara.

Sólo Rompenubes estaba activo al ciento por ciento. El sacerdote rúnico, el acólito más poderoso de Sturmhjart, había invocado sobre los portales un remolino, una tormenta de turbulencia que devoraba misiles, y la empleaba para desviar proyectiles y hacer explotar balas antes de que dieran en el blanco. No era perfecta ni de lejos, pero salvaba a las barricadas de tener que soportar la fuerza completa y sin paliativos del bombardeo enemigo.

Morek respiró hondo, saboreó el borde metálico de su filtro respirador y dejó que su pulsaciones bajaran tan pronto como se pasó el susto inicial. Había combatido muchas veces y sabía apañárselas en un campo de batalla. Aun así, cuando comenzaban los disparos no había forma de librarse de la descarga de adrenalina inicial que le revolvía el estómago.

Entonces, como siempre, vio a Freija en su mente. Sabía que estaba en el Sello de Borek junto con las otras fuerzas defensoras. Era mejor así. Si los hubieran puesto juntos, lo habría distraído la necesidad de mantener un ojo puesto en ella. Así ni siquiera tenían contacto por el comunicador. Los dos escenarios de la guerra estaban casi completamente separados, bloqueados por kilómetros de roca pura y los dispositivos de interferencias de comunicación del enemigo.

—La Mano de Russ, hija —dijo con una exhalación, olvidando que el comunicador de su casco todavía estaba activo.

—¿Qué? —le preguntó el kaerl que tenía más cerca, levantando la cabeza como si esperase recibir una orden especial.

Morek sonrió con tristeza.

—Aún no, muchacho —dijo mientras sentía el temblor de las barricadas al absorber una ráfaga continuada de proyectiles pesados de bólter—. Pero pronto.

Greyloc giró sobre la planta del pie y dio un golpe a un marine de Rúbrica cuya armadura color zafiro chirrió contra la pared del túnel. El traidor se deslizó pegado a la pared hasta el suelo y la luz de brujería de sus ojos se apagó.

Greyloc miró a su séquito, sabía que la manada necesitaba replegarse. Los túneles de aproximación estaban llenos de enemigos y su escuadrón tenía que retirarse al Sello de Borek antes de que quedara aislado.

—Herm… —empezó a decir antes de sentir un dolor agudo en la pierna derecha.

El marine de Rúbrica no había muerto. Había logrado ponerse de rodillas y clavarle a Greyloc la espada corta de combate en la espinilla.

«¡Sigue vivo! Skítja, ¿qué es lo que tengo que hacer?»

Levantó ambas garras y las bajó con fuerza, cortando al marine de Rúbrica del hombro a la cintura. Las garras cargadas con disruptores atravesaron la servoarmadura vacía, abrieron el caparazón y dejaron expuesto el espacio vacío del interior. Se oyó un silbido, como cuando el aire escapa de una cámara al vacío, y los componentes cayeron cada uno por su lado. El yelmo del traidor cayó al suelo junto a las lentes oscuras. No volvió a moverse.

Con eso bastaba.

—Ahora —gruñó Greyloc por el canal de misión, furioso por la herida que le habían hecho, furioso por haber bajado la guardia—. Volvamos al Sello.

Su grupo se dio la vuelta de inmediato. A cuchilladas se libraron de la batalla y se abrieron paso a base de fuerza bruta. Los seis, incluido Sturmhjart, salieron del cuerpo a cuerpo y atravesaron los corredores serpenteantes, dejando tras de sí un buen número de traidores discapacitados o destruidos. A medida que avanzaba, Greyloc sintió un lastre en las piernas. Por un momento pensó que era por la herida. Luego reconoció la verdadera causa.

—Sacerdote rúnico —llamó, e hizo con la mano la señal del maleficarum.

Sturmhjart asintió, sin dejar de correr y apretando el puño. Las runas de su armadura lanzaron de repente destellos rojos. Hubo un débil grito de angustia a lo lejos, en los túneles, y la sensación de lastre cesó. Los lobos aceleraron el paso, corriendo a toda velocidad por la oscuridad total de los corredores, atravesando sin un tropiezo el terreno irregular y guiándose tanto por la memoria como por los sentidos.

Descendían con precisión, dejando atrás con facilidad a los marines de Rúbrica. Torrentes de fuego de bólter los siguieron mientras estuvieron a tiro de sus perseguidores, pero era esquivarlo o desprenderse de la pesada armadura Terminator y morir pronto. Los músculos de la pierna de Greyloc habían empezado a cicatrizar antes de que hubiera avanzado unos pocos cientos de metros; era una prueba del asombroso poder de recuperación de su legado genético.

—Señales al frente —dijo Sturmhjart por el comunicador, mientras se dirigían a un cruce en los túneles donde coincidían varias rutas.

—Mortales —gruñó Greyloc con desprecio. Sus ganas de matar no habían desaparecido, y unas muertes tan fáciles no iban a apaciguarlas—. Que sea rápido.

Un segundo más tarde y un desventurado escuadrón de asalto de Prospero, que iba por delante de la lenta vanguardia rubricae, se topó con los vengativos lobos. Greyloc pasó por encima de ellos como un tornado, lanzando cuerpos contra la roca con fuerza capaz de romperles la espina dorsal antes de abrirlos en canal y seguir adelante. Rayos láser y gritos parpadearon en la eterna noche subterránea, sin ninguna esperanza contra la furia de Greyloc.

—Necesitamos movernos —advirtió Sturmhjart, agarrando a un soldado aterrorizado y rompiéndole el cuello con un giro de muñeca—. Se acercan más señales.

Greyloc gruñó, y cargó contra un nuevo grupo de cuerpos en retirada y acabando con ellos con sus garras que sonaban como látigos.

—Déjalos —replicó, empalando a dos mortales a la vez, uno en cada garra, antes de echarlos a un lado en una ducha de sangre—. Acabo de empezar.

—Habrá mucha lucha en el Sello —insistió el sacerdote rúnico, lanzando de revés a un mortal contra el techo y disparando una sola bala de bólter al estómago de su aterrorizado camarada—. Jarl, tenemos que movernos.

Entonces llegó el sonido familiar de proyectiles de bólter de los túneles que tenían por delante, a lo lejos. Sólo los marines espaciales usaban esas armas, y estaban muy cerca.

—Malditos sean —maldijo Greyloc, viendo como los pocos mortales supervivientes se arrastraban y huían de vuelta por donde habían venido, buscando la protección de los escuadrones de marines de Rúbrica que se acercaban. Tenía la voz entrecortada y jadeante, no por el cansancio, sino por la energía de miedo y muerte que sólo los lobos de Fenris eran capaces de desatar.

Permaneció de pie aún un momento, sin ganas de ceder más terreno. Su manada se quedó con él; sus colosales armaduras zumbaban con una amenaza latente. Se quedarían y lucharían si él se lo ordenaba.

«Por los dientes de Russ, le plantarían cara al mismísimo Magnus si yo se lo ordenara».

—Vámonos —gruñó, y oyó las pesadas pisadas de un centenar de botas en los túneles superiores. Si se quedaban, su superioridad numérica acabaría con ellos, como le había pasado a Rossek.

La manada siguió hacia abajo, siguiendo la ruta más directa hacia el Sello de Borek. Mientras corrían, pasaron conjuros contra la brujería, recién consagrados por los sacerdotes rúnicos unos días antes. Había miles en las madrigueras del Aett, y todos servían para mermar y diluir los poderes de los hechiceros de los Hijos. Hasta que los desmantelaran, el Colmillo sería un lugar hostil y agotador para ellos.

«Como debe ser, brujos sin fe».

La manada bajó corriendo por una leve pendiente. Greyloc reconoció los túneles de aproximación al Sello en cuanto los vio. Estaban cerca de la cámara final; el muro defensivo estaba a unos pocos cientos de metros, bajo otro corredor largo y recto excavado en la roca.

Por un momento, Greyloc no comprendió el motivo de la confusión del sacerdote rúnico.

Entonces lo vio.

Entre las tropas mortales que huían de ellos, intentando desesperadamente organizar algún tipo de defensa contra los exterminadores que de repente habían caído sobre ellos, había dos gigantescas máquinas de guerra. Tenían el aspecto de antigua brujería mecánica, ahora proscrita, y le sacaban una cabeza incluso a Sturmhjart. Poseían amenazadores taladros montados en un brazo y cañones de plasma en el otro. Sus movimientos eran deliberados y metódicos, y casi tan rápidos como los de ellos.

Cuando Greyloc entró en la cámara, un rayo de plasma se arqueó hacia él procedente de una de las máquinas. Se apartó a la izquierda y esquivó la peor parte, aunque la bola de energía le dio en el brazo derecho y lo empujó contra la roca.

¡Fenrys! —bramó Sturmhjart, acumulando energía a lo largo de su báculo, haciendo un molinete, y lanzando una bola de relámpagos a la cara de la máquina.

¡Hjolda! —rugió el resto de la manada, cargando sin pensárselo dos veces contra la otra máquina de guerra. Los mortales de Prospero empezaron a disparar una cortina de fuego láser, pero los rayos parpadeantes eran más una molestia que una amenaza.

Las máquinas, sin embargo, eran oponentes serios. Greyloc se puso en pie de un salto al ver a uno de sus guerreros despedazado por un rayo de plasma y cómo lanzaban a otro contra el suelo de un puñetazo con el brazo taladro.

«Lo ha tirado al suelo. Con una armadura táctica dreadnought».

Greyloc activó la suya y se dirigió al leviatán más cercano haciendo caso omiso a la segunda máquina, que estaba envuelta en capas de relámpagos de Sturmhjart.

—Catafractos —gruñó el sacerdote rúnico por el comunicador, comprendiendo lo que las señales habían estado intentando decirle—. Máquinas sin alma.

Greyloc se lanzó al cuerpo a cuerpo, evitó otro rayo de plasma a mitad del salto y clavó sus garras en los protectores de los hombros del catafracto.

—Caerán igual que todas —gruñó, hundiendo las garras en el metal y utilizando el peso de su cuerpo para hacer que el catafracto perdiera el equilibrio.

La descomunal máquina de guerra se tambaleó, empujada por el peso de Greyloc. Mientras intentaba recuperar la estabilidad, el señor lobo lanzó un gancho hacia arriba con las garras que reventó la armadura y dejó al descubierto unos intricados circuitos. Se disponía a arrancar los cables, cuando un colosal golpe del brazo taladro lo derribó.

Greyloc chocó con tuerza contra la roca y cayó despatarrado panza arriba. El catafracto se irguió amenazador frente a él y le apuntó con el cañón de plasma a la cabeza. Greyloc rodó a un lado justo cuando el arma relampagueó e hizo añicos la roca.

Entonces se puso de nuevo en pie con un movimiento fluido, anticipando el siguiente golpe del catafracto. Giró para evitar un golpe aplastante del brazo taladro antes de volver a acercarse, con las garras brillantes por los disruptores.

—Prueba esto —gruñó entre dientes, lanzando las garras hacia arriba en la zona descubierta de la armadura del catafracto.

Cuando las garras se hundieron en el metal, la máquina de guerra quedó suspendida en alto y luego fue lanzada por los aires, con sus enormes extremidades sacudiéndose. Chocó contra un racimo de tropas mortales. Tenía el peto completamente hundido y el metal milenario estaba resquebrajado y humeante.

Greyloc se dio la vuelta, seguro de que él no le había pegado tan fuerte.

Bjorn estaba allí.

El gigantesco dreadnought emergió ante él, dominando la cámara igual que dominaba todas las cámaras en las que entraba; su imponente cañón de plasma todavía desprendía el calor de la descarga.

Siente la ira de los ancestros, abominación.

El aura de intimidación era formidable. Incluso Greyloc, curtido por siglos de combate contra los peores enemigos de la humanidad, se sintió intimidado ante semejante odio. Era como si un fragmento del poder de destrucción del mismísimo Russ hubiese sido traído de vuelta al mundo de los vivos, tan devastador e insaciable como lo había sido cuando lo soltaron por primera vez en la galaxia dos mil años atrás.

«¡La Garra Implacable está entre nosotros! Por la sangre de Russ, me habría enfrentado a cien muertes sólo para poder ver esto».

Un nuevo contingente de marines de Rúbrica estaba entrando en la cámara, moviéndose con lentitud por la infinidad de túneles y disparando a cada paso. Entre ellos había catafractos, hechiceros, y escuadrones de asalto mortales con armaduras de blindaje pesado.

Bjorn atacó con tuerza, tan dominante y tan poco preocupado por las probabilidades como siempre. Su garra relampagueante brillaba con una energía apabullante, implacable, dejando rastros de filamentos de electricidad estática en la roca al cortarla. Su cañón de plasma disparó un torrente de proyectiles al conmocionado enemigo, echó a un lado incluso a los rubricae cuando las bolas de energía explotaban contra ellos.

¡Desataos!, gritó el venerable dreadnought con su voz rugiente y atronadora elevándose por encima de la creciente marea de explosiones y gritos de guerra.

Y tras él llegaron las bestias. Como una ola saltaron de su sombra a campo abierto. Enormes monstruos galopantes de ojos amarillos con placas de metal y fauces desproporcionadamente grandes llenas de colmillos afilados como alfileres. Avanzaron sin piedad, devorando el terreno que los separaba del enemigo.

Si los invasores mortales antes tenían miedo, ahora estaban aterrorizados. Gritos agudos rebotaban en el techo de la cámara mientras el Subcolmillo se preparaba, se abalanzaba contra las líneas enemigas y rodaba por el suelo con su presa.

Más dreadnoughts lobos entraron a grandes zancadas en la cámara con sus cañones automáticos escupiendo fuego. Los seguían grupos de galopantes criaturas del Subcolmillo, escuadrones de cazadores grises cuyos gritos de guerra retumbaban atronadores y amplificados por el eco y manadas de voraces garras sangrientas. Los bólters vomitaron fuego en respuesta y se activaron las espadas de energía. La oscuridad desapareció de la montaña y fue sustituida por los remolinos de luz y los destellos de las bocas de cañón y los rayos de plasma.

Greyloc vio todo esto en una sola barrida de su casco. Fue todo el tiempo que necesitó. Se puso en pie, con las garras todavía incandescentes con la energía de la muerte.

—¡Por Russ! —rugió y el sonido de su desafío hizo temblar la tierra bajo sus pies.

—¡Por Russ! —rugieron los lobos del Colmillo, lanzándose al combate, deleitándose con las embestidas salvajes de las armas.

¡Por Russ!, atronó Bjorn, sus palabras amplificadas por los filtros de guerra de su comunicador, ahogando cualquier otro sonido, haciendo temblar las paredes de la cámara y abriendo grietas bajo el suelo que pisaba.