DIECISÉIS
La parte posterior de la pirámide, vasta y oscura en el cielo roto por el fuego. Los flancos carecían de brillo, estaban cubiertos por el polvo rojo que cubría todo Gangava. Las armas pesadas habían dejado enormes agujeros en sus costados y el fuego todavía lamía las grietas.
La resistencia había sido eliminada por los lobos, que la habían arrasado con tajante desdén. Toda la ciudad estaba en llamas, y los pocos defensores que no habían perecido durante el ataque se enfrentaban a una muerte lenta a manos del fuego. El grado de violencia había sido sobrecogedor. No hubo tregua, ni cuartel, ni piedad. Otro capítulo, quizá los Salamandras, habrían hecho planes para la evacuación de los civiles, o hubieran hecho pausas durante el ataque para no descartar la posibilidad de recuperar efectivos por el bien del Imperio.
Pero no los lobos de Fenris. Se les había confiado una tarea y ellos la habían llevado a cabo. Gangava había sido destruida, convertida en cenizas y hierro fundido. No quedaba nada que conservar, nada para recordar. La ciudad había sido arrancada de la taz de la galaxia, igual que lo había sido Prospero.
Casi.
Quedaban las pirámides, desafiándolos con insolencia, todavía libres de la terrible presencia de los Vlka Fenryka. Ironhelm había insistido al respecto. Ningún hermano de batalla atacaría los bastiones centrales hasta que la ciudad hubiera sido reducida a ruinas.
«Quiero que veas fracasar tus sueños, traidor, antes de que yo vaya a por ti. Quiero oírte llorar, igual que lloraste antes».
Ahora había llegado el momento. La punta de lanza se había reunido en un gigantesco patio trente a la pirámide principal, al aire libre, sin preocuparse por no tener dónde ponerse a cubierto, con el pelo erizado por el deseo de lanzarse a la yugular. En total, trescientos hermanos de batalla estaban allí: la Gran Compañía de Ironhelm al completo, dos manadas que llegaron a la asamblea antes que sus hermanos, más los doce sacerdotes rúnicos que acompañaban a los escuadrones de asalto de la vanguardia. Los maestros del wyrd estaban con la hermandad de mando de Ironhelm, sus armaduras cubiertas de glifos lanzaban destellos de un color rojo arterial.
Ironhelm se volvió hacia Frei, el que los habría traído a Gangava.
—¿No hay duda? —preguntó por última vez.
Por toda respuesta, el sacerdote rúnico sacó una bolsa de fragmentos de hueso de una cápsula de su cinturón. Los trozos parecían insignificantemente pequeños cuando los dejó caer en la palma de su guantelete. Con devoción, los echó al suelo, donde produjeron un sonido como de traqueteo al chocar contra la piedra rota.
Durante un momento, Frei no dijo nada, se quedó mirando los dibujos de los huesos. Cada pieza llevaba inscrita una runa. Trysk, Gmorl, Adjarr, Ragnarok, Ymir. Los sellos tenían un significado individual (el hielo, el destino, la sangre, el final) y uno colectivo. Para alguien que dominara la videncia de los misteriosos poderes de Fenris, podían revelar facetas ocultas del presente, o secretos del pasado, o augurios del futuro. En su presencia, toda risa brutal callaba y toda arma se deponía. Los lobos veneraban las runas, al igual que lo hizo su padre genético.
Frei tardó en hablar. Cuando lo hizo, la voz le brotó ronca por los días que llevaba gritando órdenes e invocando tormentas.
—Las runas me dicen que está aquí —dijo—. Su rastro apesta, atrapado en el corazón de la pirámide. Pero hay algo más.
Ironhelm aguardó pacientemente. A su alrededor, sus hermanos de batalla hicieron lo mismo.
—Veo otra presencia. El Azote de los lobos.
Ironhelm dio un respingo.
—Así es como se refiere a sí mismo. Eso ya lo sabíamos.
Frei negó con la cabeza.
—No, mi señor. Ése no es su nombre. Es otro poder, atrapado junto a él en los muros. Si entramos, tendremos que luchar con él.
—¿Y eso te preocupa, sacerdote? ¿Crees que hay poder en la galaxia capaz de enfrentarse a nuestra furia? Ni siquiera un primarca resistiría contra nuestras espadas combinadas.
Frei se agachó para recoger los fragmentos de hueso. Cuando sus dedos se acercaron a la más antigua, Fengr, el Lobo Interior, la pieza se rompió limpiamente, separándose en dos mitades por el centro.
Frei se quedó helado un segundo, contemplando la runa rota. Ironhelm podía notar su espanto. No había tocado el fragmento de hueso; simplemente se había roto.
Desde la pirámide que tenían trente a ellos, una débil explosión, como un trueno que retumba a lo lejos, sacudió el suelo. El cielo sobre sus cabezas se estremeció y las llamas a su alrededor parpadearon.
Entonces, el momento pasó. Ironhelm movió la cabeza intentando sacudirse de encima la chispa de temor que atenazó su alma brevemente. La ira reemplazó a la incertidumbre.
«Todavía me desafías. Incluso ahora, no puedes resistirte al truco barato».
—Arvek —dijo a través del comunicador—, ¿están desactivados los escudos de vacío?
—Lo están, señor —respondió la voz de Kjarlskar por las ondas del comunicador—. La flota está en posición de tiro y aguarda vuestras órdenes.
Ironhelm levantó la vista hacia la pirámide que tenía ante sí. Su grandeza era como una invitación. Podía reducirla a átomos desde la órbita cuando quisiera.
El séquito a su alrededor esperaba su respuesta. Notaba su impaciencia. Como sabuesos tirando de la correa, sus ganas de matar tiraban de ellos. A cada instante llegaban más lobos de toda la ciudad, las garras chorreantes de sangre de la reciente matanza, listos para dar el último empujón.
—Señor… —dijo la voz de Frei, temblando de un modo extraño.
Ironhelm le hizo un gesto para que se callara.
—Éste es el momento en el que se gira el wyrd, hermanos —anunció, hablando con la voz baja pero firme por el canal de misión—. Esto es lo que hemos venido a hacer. No habrá bombardeo desde la órbita. Entraremos en la madriguera del traidor y lo mataremos mirándolo a los ojos.
Retiró el seguro de su espada gélida y con el pulgar activó el arma de energía.
—Así es como hacemos las cosas. Mantenemos el peligro cerca. Coged vuestras armas y no os separéis de mí.
* * *
Los fuegos llegaron a los niveles de servicio bajo el puente de mando de la Nauro. Ahora rugían fuera de control por el ochenta por ciento de la nave y habían hecho que fuera imposible salvarla. Georyth había desistido de combatirlo por medios tradicionales y recurrió a la construcción de cortafuegos de dos metros de ancho en las principales intersecciones, entregando enormes áreas de la nave de guerra a la inmolación.
Ahora esos muros defensivos habían caído. La temperatura en los niveles habitables había alcanzado los límites de la supervivencia, incluso dentro de los trajes ambientales que llevaba lo que quedaba de la tripulación. La nave estaba en las últimas fases del colapso, con los motores listos para explotar, el campo Geller a punto de resquebrajarse y los escudos de vacío sin poder ser activados.
«Hemos hecho bien, hemos llegado hasta aquí. Por los dientes de Russ, sólo un poco más lejos».
Alanegra estaba sentado en el trono de mando, supervisando impasible la ferviente actividad del puente a sus pies. Todos los supervivientes, unos doscientos, pululaban por las plataformas y los puentes, tropezando unos con otros y haciendo como podían las tareas necesarias para ocuparse de lo poco que funcionaba en la nave.
No tenían ningún otro lugar al que ir. A escasos trescientos metros más abajo, los corredores estaban al rojo vivo por los incendios y el aire era irrespirable. Sólo quedaban el puente y algunas otras cámaras auxiliares, focos habitables en medio de una montaña de basura espacial ardiendo y que viajaba a toda velocidad. Cuánto tiempo permanecerían intactos aquellos focos era difícil de predecir. Minutos, seguro. Horas, con suerte.
—¿Estamos ya alineados, navegante? —preguntó Alanegra por el comunicador.
Neiman era hombre muerto. Su célula de observación estaba aislada, separada del puente de mando por corredores de metal que se fundían lentamente. Tuvo la oportunidad de retirarse a una zona segura pero eligió no hacerlo. Ese gesto fue el que había dado a la Nauro la mejor oportunidad de llegar a su destino, ya que el navegante únicamente podía realizar la difícil transición al espacio real con precisión desde su santuario.
—Cuantas más veces lo pregunte, señor —respondió irritado—, más tardaré en hacer los cálculos.
Para alguien condenado a una muerta agónica entre las llamas, Neiman sonaba de un flemático fuera de lo común. A Alanegra ya le había llamado antes la atención este rasgo de los navegantes. Algo en su mapa genético mutante parecía invocar una especie de fatalismo. Quizá veían cosas en la disformidad, cosas que los hacían preocuparse menos de su propio destino. O quizá sólo fueran unos insensibles.
—No tenemos mucho tiempo, Djulian —respondió Alanegra, viendo en el áuspex la lectura de cómo caía otro cortafuegos. Llamó al navegante por su nombre de pila por cortesía; le parecía que era lo menos que podía hacer—. Dame una estimación.
—Una hora, quizá. Menos si dejas que me ponga con esto.
—Gracias. Informa tan pronto como puedas.
Alanegra cerró el enlace de comunicación. Tenía una conmoción enfrente. Uno de los visores del espacio real sobre el puente de mando, una gigantesca cúpula de plexiglás de un metro de espesor y varios de ancho, se estaba resquebrajando. La línea de fractura se extendía desde el marco de adamando y se ramificaba en afluentes al llegar al centro de la cúpula.
No había escudos de vacío activos. Cuando el casco desapareciera, todo el puente quedaría expuesto al espacio.
Alanegra se puso en pie.
—Es suficiente —anunció por el canal abierto de la nave—. Hemos hecho todo lo que hemos podido. A las cápsulas de salvamento. Ahora.
Algunos miembros de la tripulación lo miraron, de repente la esperanza les brillaba en el rostro. Otros, los kaerls sobre todo, parecían consternados.
—Todavía no hemos emergido, señor —se oyó decir a Georyth.
El maestro estaba de pie en la escalera que había justo debajo de Alanegra, muerto de cansancio. Su voz, gutural y pesada, dejaba entrever que había hecho uso de estimulantes para mantenerse despierto.
Alanegra tuvo que sonreír. Georyth había sido un grano en el culo, un quisquilloso, pero también había sido un buen maestro y se había ganado su lugar en las sagas que saldrían de aquel lamentable episodio.
—Ya me he dado cuenta, maestro —respondió Alanegra—. Nuestra trayectoria ha sido fijada y sólo Neiman puede sacarnos de la disformidad. He hecho preparar las cápsulas de salvamento para que se lancen tan pronto como se retire el campo Geller. Por mucho que personalmente me parezcáis todos muy desagradables, sería una pena dejar que las cápsulas se fueran vacías.
Georyth tragó saliva.
—¿Y usted, señor?
Alanegra cogió del suelo el casco que tenía al lado. Llevaba puesta la armadura de vacío de explorador, el último traje que había logrado salvar de la armería de la nave antes de que se la tragaran las llamas. Era una extensión de su placa caparazón habitual, y servía para poco más que para mantener el vacío fuera y la temperatura a niveles de supervivencia. No era la primera vez durante aquella misión que echaba de menos su antigua armadura de cazador.
—Me conmueve tu preocupación —dijo, poniéndose el casco y notando cómo se sellaba—. Vuelve a tratarme con condescendencia y derribaré tu cápsula yo mismo.
Georyth asintió, respondiendo al sarcasmo con cansada resignación. Había aprendido a sobrellevarla en los últimos diecisiete días.
«Diecisiete días. Cuatro menos de lo estimado. Por la sangre de Russ, amo esta nave. Cuando haya desaparecido, lloraré por ella».
—Muy bien, señor —dijo Georyth, apretando el puño contra el pecho al estilo de Fenris y preparándose para partir—. Que la mano de Russ lo proteja.
—Eso estaría bien —asintió Alanegra.
Los mortales ya habían empezado a abandonar sus puestos y se dirigían a los corredores de servicio que llevaban a la plataforma de las cápsulas. El puente se vació en seguida. Toda la tripulación sabía cuán precaria era la situación, y el apartarse lo más posible del visor del espacio real a punto de romperse era cuestión de sentido común.
Vacío, el puente parecía inmenso. Inmenso y frágil. Las grietas en los visores siguieron creciendo. No mostraban nada salvo oscuridad, pero no era la oscuridad del vacío. Si se eliminaran los cromofiltros del plexiglás, la vista sería la del immaterium, un remolino demencial de color y movimiento. Ningún humano quería ver aquello, por eso, en tránsito, los visores estaban programados para no mostrar nada.
Por un momento, Alanegra sopesó el abrirlos, mostrar la verdadera sustancia de la materia por la que viajaba a toda velocidad la nave condenada. Era una idea tentadora y algo que nunca se había permitido hacer. ¿Se volvería loco sólo de mirarla? ¿O lo dejaría indiferente, como casi todo lo demás en la galaxia?
Un crujido abajo, a lo lejos, interrumpió sus pensamientos. Algo grande y pesado había cedido. A su pesar, a pesar de todo su condicionamiento, Alanegra sintió que lo atravesaba un estremecimiento de alarma. El estar de pie, en el puente de una nave que se estaba literalmente cayendo a trozos mientras salía del vacío y se adentraba en una zona de guerra planetaria, era la locura más grande que se podía hacer.
Y en cuanto se lo planteó en esos términos, la situación cobró mucho más sentido.
«Soy un hijo de Russ. No soy un buen ejemplo, eso seguro, pero sigo siendo parte de su loca progenie, y ésta es la clase de cosa con la que sueñan los Garras Sangrientas».
Fue hacia la barandilla que rodeaba la plataforma de mando, como si por acercarse a la proa fuera a afrontar mejor el invierno que se avecinaba.
Entonces algo más se rompió, una riostra o una abrazadera, muy atrás, en la espina dorsal de la nave. Los ecos de su defunción se filtraron a través de los corredores en llamas provocando más golpes sordos en la parte inferior.
La Nauro se estaba muriendo bajo sus pies, pieza a pieza, remache a remache.
—Venga, Neiman —bufó con el pulso acelerándose, mirando cómo crecían las grietas en el plexiglás sobre su cabeza—. Venga…
* * *
Los Colmillos Largos soltaron su carga de destrucción y las puertas de la pirámide se disolvieron en pilas de escombros humeantes. Enormes dinteles de bronce se desplomaron contra el suelo, derribados por tambaleantes columnas corintias. Imágenes de bestias del zodiaco explotaron en pedazos, obras maestras de la representación destruidas en unos pocos instantes de fuego concentrado.
El Ojo fue lo último en caer. El metal esculpido colgaba sobre las puertas de entrada principales, y le hizo falta sufrir más que al resto antes de caer; una lluvia de trozos sobre la basura del suelo. Al romperse, un suspiró surcó el aire, como si se hubiera retirado la presencia de un guardián.
La pirámide gigante se estremeció y fragmentos de hierro y piedra cayeron dando tumbos por sus laterales casi perpendiculares. Las poderosas puertas habían quedado reducidas a una boca abierta de bordes irregulares, completamente oscura e imponente.
Ironhelm no lo dudó. Fue el primero en entrar, pasando a través del entramado de desechos que había en la base de la pirámide y apartando puntales del tamaño del flanco de un Rhino. La Guardia del Lobo llegó con él, irrumpiendo entre la devastación con sus armaduras de exterminador, caminando a grandes y veloces zancadas por el terreno desigual. Los seguía la Gran Compañía, una hueste de guerreros de color gris metálico de un cañón sedientos de pelea.
—¡La venganza de Russ! —resopló Ironhelm por el canal de misión.
De cada poro de su cuerpo brotaban ganas de matar. Podía sentir el lobo en su interior despertándose de nuevo, desperezándose en la oscuridad, movido ante la perspectiva de sangre fresca. Intensos ojos amarillos ribeteados de rojo se abrieron en su mente.
La brecha daba paso a un salón interior. El techo desaparecía en la oscuridad de lo alto, apoyado en gigantescos pilares de negra roca volcánica. El aire era caliente y estaba lleno del espeso polvo que habían levantado las explosiones. Sellos gigantescos de los Mil Hijos habían sido grabados en la piedra, poco iluminados y medio entrevistos en las sombras. El lugar hedía al dulce aroma de la corrupción, como si un mal milenario se hubiera hundido en la piedra y siguiera allí, durmiente y letal.
Los lobos siguieron adelante, atravesando a toda velocidad el salón en el que resonaban sus pasos, con sus armaduras negras en la oscuridad y las lentes de sus yelmos brillantes. Todos llevaban las armas preparadas; algunos llevaban bólters, otros espadas. No proferían vítores ni gritos de guerra, sólo un murmullo de gruñidos entre dientes. Habían dejado a la Gran Compañía suelta para la búsqueda, y la mente de cada miembro estaba concentrada sin descanso ni distracción en la tarea que tenían entre manos. Igual que la sangre que corre por el filo de un hacha, los lobos iban a la carrera derechos al corazón de la pirámide.
Ningún enemigo salió a recibirlos. La primera sala desembocaba en otra, aún más inmensa, dispuesta de la misma forma. Los pasos de los lobos reverberaban hacia las sombras y volvían rebotados desde la oscuridad.
Ironhelm no sintió que su furia vengativa disminuyera ni un ápice en el espeluznante silencio. Encontrar a adversarios mortales en un lugar como ése habría sido algo irrelevante, sólo habrían retrasado el encuentro que tanto ansiaba, el que llevaba deseando desde siempre, desde que empezaran los sueños.
Al correr, se dio cuenta de que reconocía la manipostería. Recordaba los sellos que se cernían fuera de la oscuridad. Sus diseños habían caminado por su mente durante décadas. Ya había recorrido este camino antes, una y otra vez.
«Mi destino es estar aquí. Este lugar, esta presa, han sido ordenados para mí, fijados en el wyrd. Estoy preparado. Por el Padre de Todas las cosas que estoy preparado».
La segunda sala dio paso a una tercera, y ésa a una cuarta, cada una más larga que la anterior. La magnitud de la pirámide empezaba a mostrarse. En su majestuosidad deprimente y envolvente era igual a, por lo menos, aquellos edificios con fachada de cristal que fueron destruidos en Tizca. Aunque aquí no había bibliotecas, ni repositorios de erudición y aprendizaje. Esto era una pobre imitación, una copia vacía de lo que una vez existió, pues el original era imposible de duplicar. Lo que los lobos destruían permanecía destruido.
Las manadas pasaron por una puerta final, alta hasta más allá de lo imaginable. Una cámara central se abría a su alrededor en todas direcciones, gigantesca bajo el ápice de la pirámide. El aire aún se sentía más denso, como si algo enorme lo presionara con fuerza. Grandiosos braseros, cada uno del tamaño de un bípedo centinela de la Guardia Imperial, enviaban luz color zafiro sangrando por el suelo de mármol. Estandartes de cientos de metros de largo colgaban pesadamente de cadenas suspendidas en el distante techo, todos inscritos con dibujos sutilmente iluminados.
Eran emblemas de compañías. Ironhelm no las miraba. No deseaba que le recordaran lo que los Mil Hijos fueron una vez.
En el centro de la cámara había una plataforma elevada a la que se llegaba por una escalera que se extendía en cuatro direcciones. Era la pirámide en miniatura, coronada por un espacio llano de apenas unos cien metros.
En la plataforma había un altar.
Ante el altar había un hombre de pie.
Ironhelm aceleró el paso al ver a su objetivo. La pantalla de su casco no captó nada, pero sus ojos no lo engañaban. Ahí de pie había una figura jorobada, algo por debajo de la altura media de un humano, esperándolos. Incluso desde lejos, la aguda vista de Ironhelm discernía los detalles del rostro del hombre.
Tenía la piel arrugada y muy vieja, cuarteada como el cuero y adornada con manchas de vejez. Vestía túnica rojo vino que colgaba de un cuerpo delgado, y se apoyaba en un largo báculo de madera. Sus manos eran como garras, delgadas, huesudas y con las uñas sin cortar. Su cabello debió ser antaño largo y abundante, pero ahora colgaba gris y alborotado de un cráneo calvo.
Cuando los lobos se acercaron, la figura levantó la vista para observarlos. El hombre vio a Ironhelm aproximarse y le lanzó al señor lobo una extraña mirada. Era una mezcla de muchas cosas.
Desprecio. Lástima. Orgullo. Pena. Odio hacia uno mismo. Odio hacia los demás.
Quizá la expresión fuera difícil de interpretar, porque el rostro del hombre era inusual en un aspecto importante.
Ironhelm subió la escalera dejando a su séquito unos pocos pasos por detrás, como siempre, y dejó que el campo de energía de la espada gélida se encendiera con una llamarada.
—¡Que la galaxia sea testigo de tu segunda muerte! —rugió, alzando la espada por encima de la cabeza mientras subía los últimos escalones, tensando su cuerpo antes de entrar en contacto.
El hombre levantó un dedo marchito.
Ironhelm se quedó helado a mitad de la zancada. Detrás de él, su manada permaneció petrificada en una postura similar. Toda la Gran Compañía se paró en seco, encarcelada en sus gestos de matanza inminente.
Ironhelm rugió en silencio por la frustración, flexionando sus haces musculares duros como el acero contra el maleficarum. Los servos de su armadura chirriaron, luchando contra las ataduras antinaturales que los constreñían. Sintió que le manaban chorros de sudor de la frente y le resbalaban por las sienes. El hechizo permanecía, aunque cedía un poco.
«Puedo combatirlo».
El señor lobo cerró con fuerza la mandíbula, sintió los colmillos arañándole la carne, luchando contra la brujería que atenazaba sus extremidades.
—Eres poderoso, Elarek Eireik Eireiksson —dijo el anciano. Su voz era fina, seca, y tintineaba con un remordimiento paternal un tanto extraño—. No debería sorprenderme, te he visto crecer a lo largo de muchos siglos.
Ironhelm sintió sus pulmones trabajando, sus corazones bombeando. Si hubiera podido gritar, habría vociferado su desafío. Uno de sus brazos se movió un poco. El poder que privaba a su cuerpo de movilidad pareció temblar.
—Todo lo que deseas es matarme —apuntó el anciano, mirando a su asesino a través de un único ojo legañoso—. Quizá tengas éxito. Incluso ahora siento tu espíritu vital superando las ataduras que le he colocado.
Movió la cabeza con respeto reticente.
—¡Tan fuerte! Vosotros, los lobos, siempre fuisteis las armas más poderosas de mi padre. ¿Qué podía hacer para resistir? Incluso en el punto álgido de mis poderes, ¿qué podía haber hecho yo?
Ironhelm sintió que sus labios se separaban en un gruñido. El control sobre sus músculos estaba volviendo. Sintió que a sus guerreros les ocurría lo mismo. La espada gélida se acercaba a su objetivo.
El hombre no hizo ningún esfuerzo por apartarse.
—No hay tiempo —dijo—. Así que permíteme que te explique por qué os he traído a Gangava. Ha sido para daros una elección. Así es como funciona mi mente. Pensáis que no tenemos honor ni escrúpulos, pero ese juicio oscurece muchas verdades. Tenemos estándares de conducta, aunque difieren de los que vosotros tanto amáis. Yo mismo procuro cumplirlos siempre.
Ironhelm sintió que las ataduras cedían aún más. Sus brazos se movieron un centímetro antes de que las tenazas que los constreñían se reafirmaran. Si hubiera podido sonreír, habría soltado una risa lobuna.
«Tu brujería te fallará pronto. Entonces, mi espada pondrá fin a tu cháchara».
—Una vez me dijeron la verdad y no hice caso. Teniendo eso en cuenta, te ofrezco ahora la verdad. He pasado más allá de tu comprensión, hijo de Russ. Incluso ahora, mi alma está dividida. Aquí sólo queda un fragmento. Fue suficiente para traerte, para mantenerte alejado de la gran batalla y su transcurso. Si me matas, quedaré libre para ir al otro lugar, y mi presencia allí será terrible. Pero si contienes tu mano, tu futuro quizá aún pueda ser diferente. Ésa es la elección.
El anciano miró fijamente a Ironhelm, su único ojo clavado en él.
—Con esto honro mi vocación. Te aguarda un camino de devastación y te he mostrado cómo evitarlo. Si haces lo que tu primarca no pudo hacer, y detienes tu mano, entonces el Azote de los lobos nunca verá la luz.
Ironhelm se las apañó para soltar un gruñido gutural, aunque unas estáticas gotas de sangre brotaron de sus labios por el esfuerzo. Volvió a mover los brazos. Las ataduras que atenazaban sus extremidades de repente parecían frágiles, como si un empujón más bastara para hacerlas añicos.
«Siento cómo te debilitas».
El anciano permaneció impávido en su sitio, aunque pestañeó. Sus manos arrugadas se agarraron con más fuerza al báculo y se apoyó en él con esfuerzo. Su control empezaba a verse llevado al límite.
—Ha llegado la hora. No puede detenerte por más tiempo. Esta es tu elección, Harek Eireik Eireiksson. Puedes marcharte y no volverás a verme jamás.
Entonces bajó la voz y el rostro marchito cobró una expresión de terrible amenaza.
—Pero mátame, perro del Emperador, y volveremos a vernos muy pronto.
* * *
El visor del espacio real se combó hacia atrás, atrapado entre dos fuerzas terribles que lo atenazaban. Había sido bien diseñado y bien construido, un ejemplo sin igual del buen hacer imperial de una era en la que la humanidad aspiró de verdad a dominar sin rival alguno las estrellas. Alanegra observó como el material se doblaba intentando no romperse en pedazos. Había durado más de lo que Alanegra esperaba, pero aun así parecía a punto para estallar en cualquier momento.
—Neiman… —dijo por el comunicador, agarrándose para lo que viniera a continuación.
—Cálmate —gruñó el navegante—. Vamos a salir ya.
La voz del mutante estaba rota y jadeante. Las llamas crepitaban de fondo.
Alanegra sintió una especie de alivio. Abajo, las llamas eran un torbellino que devoraba las cabinas de los siervos. Los autómatas semihumanos seguían trabajando incluso cuando la piel se les arrugaba y se les desprendía. De atrás, lejos, en las entrañas de la nave, Alanegra oía las enormes espirales de disformidad empezando a detenerse. Hacían un ruido extraño, chirriante, como si se hubieran desincronizado y estuvieran intentando negociar algún tipo de prioridad.
—Eso era lo que quería oír. Lo has hecho bien.
—No lo sabes tú bien, lobo espacial.
Alanegra se erizó al escuchar el término. Era como los extranjeros llamaban a los Vlka Fenryka, ignorantes de las costumbres y de la lengua de Fenris. Como a todos los de su raza, el nombre le parecía estúpido.
Pero Neiman no era ningún ignorante, conocía sus costumbres. Hablaba con toda la precisión de su profesión, y ahora se estaba muriendo. Así que Alanegra respondió también con cuidado, con la solemnidad con que lo haría con un hermano de manada.
—Hasta el próximo invierno, Djulian —dijo.
No hubo respuesta por el intercomunicador, sólo un chasquido y luego una tormenta de estática. Alanegra lo intentó de nuevo, con idéntico resultado. El navegante se había ido.
Después el suelo del puente se torció, como si la nave hubiera chocado con una turbulencia. Alanegra se sujetó con torpeza en su traje de vacío, trepando de vuelta al trono. El puente se colapso cerca de donde él acababa de estar, golpeando la barandilla que rodeaba la plataforma de mando y estampándose en las cabinas de abajo. El resto del puente gimió mientras las fuerzas de reentrada al espacio real retorcían y tensionaban el metal.
Alanegra llegó otra vez al trono y se sentó pesadamente en el asiento bruñido. Hubo un temblor y más explosiones. Las sirenas empezaron a aullar por las cubiertas superiores.
«No queda nadie que os oiga. Nadie excepto yo».
Alanegra notó los efectos de la traslación antes de que el instrumental informara de ella. Todo su cuerpo se sacudió, como si le hubieran sacado los órganos, se los hubieran reorganizado y se los hubieran vuelto a meter dentro. El tejido de la realidad empezó a tornarse indistinguible, a arrastrarse, antes de volver a imponerse. Una poderosa ola de náusea lo atravesó, tan intensa que casi lo cegó.
Entonces ocurrió. La Nauro había salido de la disformidad.
Alanegra presionó una runa de control y el eco del chasquido que indicaba que las cápsulas de salvamento habían sido eyectadas de sus jaulas de soporte resonó por los pasillos en llamas. Entonces retiró la protección de los visores del espacio real. El auténtico negro del espacio reemplazó el falso negro de los protectores de disformidad. Los augures de largo alcance captaron señales. Señales de naves. Decenas.
Y a lo lejos, pasado el cordón de naves de guerra, estaba la firma planetaria que él mismo introdujera en los cogitadores diecisiete días antes.
Gangava Prime.
El suelo empezó a resquebrajarse. Las lentes agrietadas del espacio real temblaron y en ellas aparecieron nuevas líneas serpenteantes. El estrépito de más explosiones recorrió la nave e hizo temblar su espina dorsal. Todas las runas de alerta de la consola táctica estaban rojas y parpadeantes.
Alanegra se levantó del trono, y al hacerlo pasó su dedo enfundado en el guantelete por el reposabrazos.
—Me alegro de haber insistido para conseguirte, preciosa —dijo en voz alta, viendo como la estructura del puente empezaba a doblarse sobre sí misma—. Arfang tenía razón: Oirreisson tiene muy mal gusto.
Entonces se puso tenso. Vio el primer visor salir despedido hacia el exterior. No había esperanza de llegar a las cápsulas de salvamento, y mucho menos a los hangares de las lanzaderas. Quedaba la suerte.
O, como diría un sacerdote rúnico, el wyrd.
La primera cúpula se hizo añicos, estalló en una corona de puntos titilantes. El vendaval de aire escapando lo agarró con fuerza, y una vorágine de escombros salió volando por la brecha del casco arremolinándose en el espacio. Entonces cayó la otra, y más materia suelta fue succionada por el vacío. Al explotar otros visores, Alanegra vio a un servidor arrancado de su arnés y rodar hasta salir por la abertura, envuelto en llamas que sólo se extinguieron con el vacío frígido.
Alanegra se aferró al trono empleando toda su fuerza modificada para elegir su momento, viendo cómo se desintegraba sobre su cabeza el encaje de lentes transparentes.
Ahora.
Se apartó del trono de un empujón y fue arrastrado hacia arriba.
Tan pronto como dejó el suelo del puente, perdió el control, empezó a dar vueltas como una peonza hacia los visores del espacio real succionados por el vacío. Vio el remolino de caos, el puente de mando devastado deslizándose frente a sus ojos, antes de ser succionado fuera, arrastrado al vacío, y que empezara a hacer mucho, mucho frío.
Su aliento se hizo ensordecedor en el espacio cerrado del casco, rápido y entrecortado. Por un momento, estuvo casi completamente desorientado. Estrellas, vividas como nunca las había visto, pasaron a su lado mientras él giraba, fuera de control y a la deriva.
Mientras daba vueltas otra vez vio los flancos rotos de la Nauro cruzar su campo de visión, alejándose en la distancia. El daño era peor de lo que se atrevió a imaginar. Todo el nivel de los motores estaba abierto al espacio, al rojo vivo, desafiando al vacío que lo rodeaba, vertiendo componentes en una nube de metal quemado ennegrecido. Era una sombra de la nave de la que había sido comandante en Fenris, unos restos maltrechos y sin esperanza. Las cápsulas de salvamento se alejaban de sus restos formando espirales, como semillas al caer de un pino ekka.
Algo en el silencio del espacio hacía que todo pareciera ocurrir en una especie de extraña cámara lenta. Alanegra vio explotar los conductores de plasma antes de sentirlos. Una luz brillante y amarilla floreció del oscurecido armazón del casco, lanzándose al vacío en una preciosa esfera de impresionante destrucción monumental. La nave se partió limpiamente en dos, con sus componentes saliendo despedidos, como un fémur al romperse, cada trozo iluminado por detonaciones subsidiarias.
Entonces lo alcanzó el impacto. Alanegra pasó de dar vueltas a la deriva en el espacio a ser lanzado de un lado a otro como un esquife de hielo en un temporal infernal. Sintió un impacto seco, como si algo duro y metálico golpeara el escudo de su armadura de vacío, y luego otro, y luego muchos más.
Intentó, infructuosamente, enderezarse, o al menos acurrucarse contra la lluvia de detritus, todo mientras se movía a una velocidad increíble por el vacío carente de fricción. En eso estaba cuando un eje conductor auxiliar, una pieza de metal puro de la longitud de una Thunderhawk, corrió a su encuentro con la decidida inevitabilidad de la física elemental.
Alanegra tuvo tiempo para tres pensamientos. El primero era que, después de todo aquello a lo que había sobrevivido en las últimas dos semanas, aquélla era una triste forma de morir. Lo segundo era que, cuando impactara, le iba a doler mucho. Muchísimo.
Entonces, el eje lo golpeó a toda velocidad, estampándose contra su armadura con toda la inercia de la explosión del impulsor de plasma, haciendo añicos el visor del yelmo y abriendo una brecha de par en par en el blindaje del peto. El vacío entró, succionando tanto el aire como su consciencia.
Mientras daba tumbos por el choque, dejando un reguero de gotas de sangre y oxígeno de sus heridas, la visión se le tornó borrosa, y mientras caía inconsciente tuvo el tercer pensamiento: una silueta familiar entró en el límite de su consciencia menguante, gris y roma, mucho más grande que la Nauro y en mucho mejor estado.
«Bendito Padre de Todas las Cosas —se dio cuenta antes de que la sangre que le corría por los ojos lo cegara—. Es el Gotthammar».
* * *
Las ligaduras cedieron. El anciano dio un traspié hacia atrás, el báculo se le cayó de las manos y rebotó varias veces en el suelo.
Rápido como un corte en la garganta, Ironhelm cayó sobre él. La espada gélida silbó en el aire, retomando su curso como si no se hubiera producido la menor interrupción. El señor lobo ajustó sutilmente la trayectoria, compensando instantáneamente el movimiento de su objetivo.
El hombre no hizo ningún intento por protegerse ni por escapar de la hoja. Libres del peso que los aplastaba, los músculos de Ironhelm volvieron a la vida al instante, propulsando la hoja chispeante hacia la zona de ejecución. La espada gélida dio en el blanco, y separó el pecho del hombre en una diagonal que iba desde el hombro a la cintura.
El anciano miró a Ironhelm por última vez, aterrándose de alguna manera a una astilla de vida. Su único ojo seguía abierto, mirando de forma inescrutable.
Y pereció, la sangre corriendo por la piedra. Ironhelm se puso a su lado, inmenso, listo para clavarle la espada de nuevo, respetuoso con las costumbres del traidor. Su recién liberada Guardia del Lobo corrió a su lado sobre la plataforma, dispuesta a defender a su amo contra el formidable poder del primarca caído y de sus aliados demoníacos.
Pero no aparecieron. Un suspiro cruzó el aire denso de la cámara haciendo crujir los estandartes. El único sonido era el persistente zumbido de las botas de las armaduras de combate sobre la escalera, y el gruñido rítmico y constante de las manadas.
El hombre estaba muerto. Permaneció muerto.
Ironhelm bajó la mirada al cadáver, todavía jadeante por el esfuerzo contra el maleficarum.
Sabía que debía sentir la felicidad absoluta. Sabía que debía sentir algo. En vez de eso, todo su ser se sentía vacío. En su interior notó un fino aullido de profunda tristeza.
Frei se le acercó. Al igual que el señor lobo, el sacerdote rúnico no desprendía ni un poco de la exuberancia salvaje que debiera.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Ironhelm, tan desconcertado como un niño. Empezó a encontrarse enfermo por dentro. Las décadas de ardua búsqueda habían dado fruto y no había nada salvo una leve confusión y náuseas para celebrarlo.
—El primarca estaba aquí —confirmó Frei, mirando el cuerpo caído ante el altar—. Ahora no está.
—Entonces, ¿lo he matado?
La voz de Ironhelm delataba su desesperación. Sabía que no.
—Algo ha muerto —dijo Frei. Al igual que su amo, su voz carecía de la certeza terrenal que solía poseer—. Pero no entien…
—¡Señor!
Era la voz de Rangr y estaba llena de alarma.
Los braseros estaban cobrando mayor intensidad. Las llamas de color zafiro refulgieron, creando columnas de energía fluorescente que se contorsionaba. La luz era poderosa, obligaba a retroceder incluso a las sombras más oscuras en los rincones más recónditos de la sala. Los estandartes estaban completamente iluminados, con los emblemas de las compañías expuestos. Ironhelm se volvió para mirarlos, sintiendo al fin su importancia. Se había equivocado. No eran de los Mil Hijos. Nunca lo habían sido.
—La manada de Adgr —musitó al reconocer los colmillos en cruz sobre la luna en forma de hoz—. Y la de Gramm. Y la de Beor…
La mirada de Frei recorrió los estandartes recién iluminados. Tras ellos, grabados en las paredes de la cámara, había relieves en piedra. Representaban eventos familiares con un estilo anguloso y estilizado. Un friso mostraba pirámides en una ciudad, de las mismas dimensiones que las de Gangava. En otro, se veía al Gotthammar llegando a su órbita. Los refuerzos de Fenris emergiendo directamente al sistema, la destrucción del generador del escudo de vacío, todos los acontecimientos estaban ahí. Incluso había una representación del señor lobo lanzando la base de un cañón automático desde una torre en llamas.
«Estaba todo previsto».
Rangr mantenía su espada sierra en posición de ataque. Como todos los lobos en la cámara, estaba en alerta máxima, erizado y con los corazones latiendo a buen ritmo.
—¿Qué significan esos estandartes, señor? —preguntó el guardián del lobo—. Son Fenryka pero no de ninguna Gran Compañía que yo conozca.
Ironhelm empezó a bajar de la plataforma, desciendo los escalones con solemnidad. Al igual que sus tropas, mantenía activa la espada gélida. Lo peor de la náusea había pasado; había sido sustituida por la mano helada del miedo.
—Son nuestros primos —gruñó. Su voz estaba teñida de aversión—. Los Hermanos del Lobo. Los perdidos.
Frei se unió al señor lobo, y ambos descendieron con rapidez los últimos peldaños de la pirámide. El séquito los siguió, pegado a sus talones.
—Los Hermanos fueron disueltos hace más de doscientos años —dijo Frei—. No lo entiendo…
—Eso ya lo has dicho, sacerdote rúnico —le espetó Ironhelm, perdiendo la paciencia. Toda su furia, todas sus ganas de matar, habían desaparecido de repente y el resultado era un dolor casi físico—. Basta de incertidumbre. Este lugar se burla de nosotros. Regresaremos a la flota y lo destruiremos desde la órbita.
Al acercarse al extremo opuesto de la cámara, cerca de donde un arco dorado marcaba la salida hacia los salones, los braseros cambiaron súbitamente de color. De zafiro refulgente a verde enfermizo, intenso y autoritario. El emblema de los Hermanos del Lobo se distorsionó y se tornó grotesco bajo la luz cambiante.
Y entonces, con el sonido agudo del metal al rozar contra metal, enormes puertas automáticas aparecieron en las paredes de la cámara. Por todas las direcciones se abrieron enormes cámaras acorazadas, cada una vomitando más esmeralda enfermizo hacia la cámara central. Siluetas oscuras emergieron de la niebla verde, retorcidas y enfermas. Eran marines espaciales en apariencia, pero habían sido modificados de forma espantosa. Algunos mostraban tentáculos en vez de extremidades, otros tenían la cabeza colocada donde no correspondía, coronada por cuernos. Sus armaduras estaban deformadas, con las placas rasgadas por lo que crecían debajo y que se fundían con la carne antinatural allí donde la armadura se había roto. Las lentes de los cascos brillaban con la misma luz hechicera enfermiza, perforando incluso las volutas cambiantes de miasma que se arrastraban desde las cámaras. No avanzaban limpiamente, sino que cojeaban, se arrastraban o reptaban, remolcando sus cuerpos rotos hacia el exterior, tambaleándose sobre pezuñas y patas de cuervo con garras.
Cuando alcanzaron la luz de los braseros, sus orígenes se esclarecieron. Sus armaduras antaño fueron grises, adornadas con los tótems y los fetiches de la caza. Todavía colgaban pieles de la ceramita corrompida, tan deformes y manipuladas como las armaduras que había debajo. Imágenes de colmillos y runas seguían grabadas en sus peto y sus espinilleras, aunque deformados en nuevos y blasfemos diseños por algún artificio sutil y oscuro. A trompicones, los guerreros murados quedaron plenamente a la vista y empezaron a gruñir una parodia de los gritos de guerra que entonaran antaño con tanto orgullo. El sonido era aterrador, un coro de espirales de miseria y distorsión que reverberaba en las altas paredes que los rodeaban y llenaba la cámara de perverso odio.
—El Azote de los lobos —exhaló Frei, comprendiéndolo al fin—. No era él. Ni nosotros. Eran ellos.
Rangr y el otro guardián del lobo titubearon. Normalmente se habrían lanzado al combate a la primera señal de corrupción, pero esta vez nadie se movió. Todos podían ver las runas en las armaduras, las pieles marchitas y los yelmos con máscaras de bestias.
Todos sabían, sin necesidad de que se lo dijeran, que la semilla genética de cada uno de aquellos horrores era la misma que la del lobo que les daba vida.
—¿Órdenes, señor? —preguntó Frei, cogiendo su báculo con las dos manos, tan paralizado por la indecisión como todos a su alrededor.
Ironhelm se irguió mostrando por completo su temible estatura, observando con terror sombrío a los mutantes en movimiento. No sólo el nombre los hacía hermanos. Eran los únicos sucesores que los Lobos Espaciales jamás permitieron crear, los únicos vástagos de Leman Russ que quedaban en la galaxia además de ellos mismos.
Llevaban la misma sangre. Tenían la misma memoria genética. Lo compartían todo.
—Recuerda quién eres, sacerdote —gruñó Ironhelm, eligiendo a su primer objetivo de entre los centenares que tenían frente a sí—. Ya no son Hermanos del Lobo. Mátalos. Mátalos a todos y no pares hasta que su abominación haya sido erradicada del universo para siempre.
* * *
El jarl Arvek Kjarlskar se apartó de la mesa de la cubierta médica del Gotthammar. El explorador lobo que habían sacado del vacío, Alanegra, yacía sobre el metal, más muerto que vivo, aunque de alguna manera todavía era capaz de emitir sarcasmos en cantidades muy molestas. La nave en la que había llegado no era ahora más que una peonza de ceniza, aunque desde el Gotthammar todavía estaban recogiendo cápsulas de salvamento.
—¿Tenemos enlace de comunicación? —preguntó Kjarlskar. Su voz sonaba tan profunda y fuerte como siempre, aunque había en ella una nota inusual de premura.
—Todavía no, señor —respondió Anjarm, el sacerdote de hierro de la nave—. Ironhelm está en la pirámide central, en plena contienda. Hay sobrecarga.
Los ojos de Kjarlskar brillaron peligrosamente.
—¿Cómo es posible que haya sobrecarga? Lo hemos destruido todo.
Apretó los gigantescos puños, moviéndolos como si quisiera abrirse camino a puñetazos por las paredes de azulejos de la zona médica. Controlando su ira con dificultad, se dio media vuelta para quedar cara a cara con Alanegra.
—¿Estás seguro, explorador lobo? —preguntó—. Hemos recibido comunicados de Fenris, todos de rutina.
Alanegra se las apañó para soltar una risa débil y entrecortada. La sangre salió a borbotones de su garganta.
—¿Seguro? No, no del todo, jarl. Quizá a la Skraemar no la partió en dos una nave de guerra dos veces más grande que ella. Quizá no perdimos nuestras baterías espaciales en unas pocas horas. Y quizá el jarl Greyloc no me ordenó realmente que viniera hasta aquí, a costa de perder mi nave y a la mayor parte de mi tripulación. Es que no puedo estar seguro…
Kjarlskar se agachó, agarró a Alanegra por la armadura de vacío destrozada y se lo acercó a la cara.
—Basta de jueguecitos —resopló, enseñando los colmillos—. Pides el regreso de todo el capítulo. Es el momento de gloria de Ironhelm.
La cabeza de Alanegra colgaba mientras el señor lobo lo sacudía. Se le pusieron los ojos vidriosos y la sonrisa sardónica abandonó su rostro.
—Casi muero para traerle este mensaje, señor —dijo, arrastrando las palabras, al borde de la consciencia y locuaz a causa de la medicación—. Lo cual tampoco importa. Pero el hecho de que esté tardando tanto me cabrea demasiado. Los Mil Hijos están en Fenris, una maldita legión entera. Aunque la flota regresara ya, todo indica que el Aett caerá. ¿Qué más quiere que le diga? ¿Que se lo pida por favor?
Kjarlskar lo miró otro segundo, como si sus ojos pudieran penetrar en el alma del explorador y descubrir la verdad. Entonces, con un gesto de desprecio, arrojó a Alanegra sobre la dura mesa de metal.
—Consígueme un enlace de comunicación —gruñó al sacerdote de hierro—. Hazlo ya. Luego organiza transportes y envía un mensaje a las otras naves para que se preparen para ejecutar de nuevo la traslación. Vamos a volver.
Anjarm asintió.
—Se hará, pero tenemos informes sobre la presencia de marines traidores en la pirámide; Ironhelm no saldrá de esa contienda con facilidad.
Kjarlskar escupió en el suelo.
—Por eso están allí. Por la sangre de Russ, con qué facilidad hemos sido manipulados. —Empezó a ir de un lado a otro por la cubierta médica, lanzando por los aires las bandejas de los creadores de carne que se le ponían por delante—. Descenderé al planeta yo mismo. Por el Padre de Todas las Cosas que me escuchará.
El inmenso señor lobo estaba cerca de la salida cuando Alanegra levantó su maltrecha cabeza por última vez. El encontronazo con el eje conductor lo había dejado más deforme que nunca. Tenía la nariz y los pómulos hechos pedazos, el pecho hundido hacia dentro y ambos brazos presentaban fracturas severas. Eran heridas graves incluso para un marine espacial. Las grandes cantidades de sedantes que circulaban por su torrente sanguíneo parecían hacer efecto al fin, y los párpados amoratados se entrecerraron.
—Hazlo, jarl —farfulló de vuelta a la deriva medio inconsciente—. Y no creas que te tendré nada de esto en cuenta. Soy un tipo generoso, así que ya me darás las gracias por todo como corresponde cuando hayamos vuelto.