QUINCE
—¡Fenris hjolda!
Harek Ironhelm cargó hacia la calle devastada sin preocuparse de los pequeños brazos de fuego que resonaban desde su peto. Su séquito iba con él, una veintena entera de guerreros de élite con armaduras de exterminador. Mientras avanzaban como truenos, el asfalto se resquebrajaba bajo sus poderosas pisadas. Llevaban los protectores de los hombros embadurnados de sangre, parte de ella aplicada de forma ritual antes del combate, parte como resultado de la masacre que habían llevado a cabo en los últimos cuatro días. Ninguno había dormido durante ese período; de hecho, apenas se habían tomado una pausa de la carnicería. De forma inexorable e irresistible, la punta de lanza de los lobos se había abierto camino hacia el centro de la ciudad triturando, rebanando, disparando y aplastando.
Ironhelm había combatido con todo el vigor de su juventud, blandiendo su espada gélida a dos manos en grandes arcos capaces de partir un cuerpo en dos. Ni siquiera se había molestado en llevar un arma de largo alcance, pues prefería luchar cuerpo a cuerpo. Casi toda su guardia iba igual, equipada con garras, espadas y hachas, gritando de alegría y lanzando vítores mientras usaban las hojas letales contra las frágiles armaduras de aquellos que osaban oponerse a ellos.
—La torre —gruñó Ironhelm, señalando hacia la derecha mientras avanzaba por la carretera. Al instante, su manada ajustó la trayectoria—. Llegan, por arriba.
La manada de cazadores había llegado a una vasta autopista recta rodeada de altos edificios en fila. Antaño hubo raíles de tránsito masivo que bajaban por la avenida central y pasos elevados que cruzaban la autopista desde arriba. Ahora, gracias al intenso bombardeo aéreo, la calle entera se había convertido en un valle de metal castigado, puntales que ardían lentamente y cráteres de rococemento fundido. Nubes de humo rodaban y lo oscurecían todo, acres y ácidas por las descargas de proyectiles de bólter pesado. Las paredes como precipicios a ambos lados del abismo en llamas estaban ciegas, las ventanas estaban rotas mucho antes de que se lanzara el ataque. Enormes zonas de la ciudad estaban así ahora, una extensión yerma de esperanzas rotas, tras sólo tres días de intensa y brutal actividad de los lobos.
La autopista conducía directamente al haz de pirámides centrales. El gigantesco canal de circulación antes reverberaba con el sonido de los vehículos civiles y los aviones semigravíticos, aunque ahora sólo repetía el crepitar de las llamas y el zumbido lejano de los tanques en movimiento. Los lobos atravesaron el terreno destruido como si fuera metal fundido, esquivando los obstáculos con facilidad, desdeñando el ponerse a cubierto y confiando en la velocidad y la agilidad para esquivar el fuego enemigo.
Ante ellos, en el carril derecho de la autopista, una única torre de fachada roma seguía ocupada por la resistencia. Cuando la manada se acercó, proyectiles pesados cayeron sobre el asfalto a su alrededor, destrozando lo que quedaba de la superficie de la calzada y haciéndolo pedazos. Se produjeron explosiones más violentas entre el estruendo de los cañones manejados por hombres; estaba claro que tenían piezas de artillería, todas apuntando a las fugaces siluetas con aspecto de lobo que se dirigían a la torre.
El número de disparos era elevado. Demasiado. Estaban apretando los gatillos presas del pánico, aterrorizados por lo que los lobos harían cuando llegasen.
«Hacéis bien en tener miedo, traidores, y os lo agradecemos; vuestro miedo nos atrae aún más rápido hacia vosotros».
—Hora de hacer callar a esos cañones —rugió Ironhelm, corriendo a grandes zancadas hacia la base de la torre.
Actuando por puro instinto, saltó a un lado. Un segundo más tarde, el suelo que pisaba desapareció en una explosión de cordita y promethium.
—Nivel seis.
Los lobos corrieron a la base sin dudarlo, a toda velocidad. La entrada tuvo que ser grandiosa en su momento, revestida de acero y cristal y adornada con el emblema del Ojo que estaba pintarrajeado por todo Gangava Prime. Ahora no era más que un cascarón, un agujero con encaje de paneles de vidrio rotos y pilares de plasticemento chamuscados.
Los lobos irrumpieron corriendo entre montones de escombros y desperdicios que seguían en llamas. Ironhelm permanecía en la punta de lanza y se abría paso hacia los pozos de los ascensores que estaban en el centro de la estructura.
—¿Podemos usarlos? —gritó por el canal de misión.
Un guardián del lobo llamado Rangr abrió de golpe un áuspex remoto, le echó un vistazo y negó con la cabeza.
—Cableado para explotar.
—Entonces haznos sitio —ordenó Ironhelm, haciendo un gesto al hermano Aesgrek, que cargaba con un bólter pesado en sus gigantescos puños blindados.
La descomunal arma bramó y lanzó una lluvia de proyectiles a los ascensores que esperaban. Explotaron en una granizada de luces y placas que caían al suelo, chocaban y rebotaban. Aesgrek los destruyó todos. Los seis ascensores cayeron en picado por los huecos, hacia abajo, hacia el olvido. Para cuando hubo terminado, los huecos rectangulares estaban abiertos como heridas, negros y desnudos.
Sin esperar a que las llamas se extinguieran, Ironhelm corrió y se lanzó por el hueco más cercano, se agarró al armazón de metal de la pared opuesta al boquete de entrada y se colgó de él. Las vigas de metal se curvaron al soportar su peso y empezaron a desprenderse de las paredes de rococemento, pero él ya estaba en movimiento, escalando los niveles como un gigantesco insecto acorazado.
El resto de la manada siguió su ejemplo. Se lanzaron a los huecos de los ascensores, agarrándose a otras partes de los puntales y los armazones de acero, empleando los otros cinco huecos para distribuir mejor el peso a lo ancho de la estructura dañada. Como ratas de cloaca, los lobos treparon por las columnas de los ascensores, cerrando sus guanteletes con precisión sobre las asideras de metal, ascendiendo por los tramos despejados con una desdeñosa facilidad.
Al ascender, empezaron a llover disparos desde lo alto. Los defensores, al darse cuenta de la destrucción de los ascensores, no habían hecho nada para ganar tiempo ante el ataque inminente, e intentaban, demasiado tarde, impedir que la manada alcanzase su posición.
Ironhelm se rió sin perder la compostura cuando los primeros rayos láser le dieron en los hombros protegidos por la armadura.
—¡Qué calor tan agradable para los brazos! —cacareó, saltando hacia un saliente de metal y propulsándose aún más alto.
—Se aproximan múltiples señales —comunicó Rangr, y dejó entrever las ganas de matar en su voz—. El siguiente es el nivel seis.
Las ganas del guardián del lobo se contagiaron al resto del escuadrón, que empezó a escalar aún más rápido, haciendo enormes abolladuras en las paredes del hueco del ascensor en su determinación por llegar al matadero los primeros.
Pese a sus años, a su calma forjada en siglos de guerra, el señor lobo llegó en cabeza, saltó al saliente de la plataforma que señalaba el nivel y derribó las puertas del ascensor. De un empujón con el hombro apartó los paneles a un lado y se lanzó directo a un torrente de disparos láser. Los rayos chocaron contra la armadura y se apagaron sin causar el menor daño. El nivel entero de la torre los llamaba, despejado, sin trampas civiles ni lugares donde esconderse.
—¡Sentid la ira de los lobos, traidores! —bramó Ironhelm, lanzando gotas de saliva contra la rejilla de su yelmo, y cargó contra las filas de aterrorizadas tropas que había más allá de los restos de las puertas del ascensor. El eco atronador de su desafío hizo añicos lo que quedaba del vidrio de las ventanas en las esquinas de ese nivel de la torre. Más lobos salieron de los huecos de los ascensores y cargaron hacia la zona de contacto, liberando las armas de energía de sus cierres magnéticos e imbuyéndoles vida.
La lucha fue corta, brutal, aterradora. Había unos pocos cientos de soldados mortales desplegados en el nivel, muchos de ellos con armas pesadas. Algunos eran refugiados de escaramuzas previas que habían sobrevivido y se habían quedado rezagados; otros eran refuerzos procedentes del centro con armaduras relucientes y rifles láser. Contaban con armas pesadas, incluyendo las piezas de artillería que los gangavanos habían empleado para intentar detener el avance de la manada a golpe de francotirador. Estaban ocupados intentando apuntar con ellas hacia el interior del nivel en un intento de poner fin a los horrores que iban a matarlos.
No les sirvió de nada. Ironhelm se lanzó contra ellos, con su espada silbando y riéndose a carcajadas. Amplificado por las unidades de comunicaciones de su armadura, el aterrador sonido reverberó por todo el nivel. Rangr se unió a él, riendo con una risilla extraña que helaba la sangre mientras segaba haces enteros de soldados enemigos.
—¡Plantadme cara, escoria! —rugió Ironhelm, rajando a un hombre en canal con un golpe hacia atrás de su espada mientras con la mano libre le daba un puñetazo en el pecho a otro—. ¡Luchad como los hombres que fuisteis antaño!
En el extremo opuesto del nivel, expuesto a los elementos allá donde antes estaban las ventanas rotas, la dotación de un cañón automático estaba intentando girar el arma para poder apuntar a los lobos que arrasaban con todo. Ironhelm los vio de refilón y rugió de placer.
—¡Bien hecho, muchachos! —bramó, lanzando el cuerpo con la espina dorsal rota de un defensor gangavano contra un pilar y corriendo hacia la dotación del cañón—. ¡Ahora intentad disparar!
Los aterrorizados soldados estuvieron a punto de conseguirlo. El pesado cañón giró tres veces sobre el lento cilindro de la base, se calibró hacia adelante y hacia atrás hasta que tuvo el objetivo a tiro y tiró del cinturón de munición listo para disparar. El cargador entró en la ranura y el indicador de seguridad se apagó. Con una mirada agónica en el rostro, el tirador apretó el gatillo al tiempo que apartaba la vista del señor lobo, que, como un rayo, ya los tenía al alcance de su espada.
Tan rápido como la muerte en el hielo, Ironhelm cayó sobre ellos y arrancó el cañón de la base con una sola mano. Le dio la vuelta como si fuera una porra, con la que lanzó a tres de los operadores limpiamente a través de la ventana sin cristales. Antes de que sus alaridos dejaran de oírse, abrió al resto en canal con su hoja gélida. Entonces, con una patada salvaje, envió la base del cañón automático a volar por el precipicio de la torre, hacia la autopista.
—¡Hjolda! —rugió, alzando los brazos al viento, con la espada en un puño y el autocañón en la otra.
Desde la ventaja de esa posición elevada, justo al borde de la torre, Ironhelm podía ver toda la ciudad. En todas las direcciones se veían incendios que ardían sin control. Vio otras torres tambaleándose sobre sus cimientos, golpeadas por explosiones. El cielo estaba tatuado con las estelas de sus cañoneras. El estruendo de la artillería hacía retumbar el suelo, salpicado del inconfundible gruñido de los Land Raider al avanzar.
La ciudad estaba siendo destruida, manzana a manzana, distrito a distrito. Daba igual cuántas tropas enviaran a la masacre. Quedaba poco para el fin.
Miró el esquema de la misión en la pantalla de su casco. Las metas estaban siendo conseguidas en todos los escenarios. Como un gigantesco par de garras, los lobos se cerraban sobre los objetivos principales. Los generadores del escudo de vacío caerían antes del amanecer y las centrales eléctricas no tardarían en seguirlos.
Sus hermanos se habían superado. Nunca su perfección en la guerra había quedado tan manifiesta. Ironhelm sonrió, y sintió como sus colmillos curvos arañaban el interior del yelmo.
Fue entonces cuando las cortinas de niebla y el humo del combustible quemado se disiparon al oeste, dejando al descubierto los perfiles jorobados de las grandes pirámides en el horizonte. Ahora estaban mucho más cerca, oscuras y titánicas, rodeadas por las mejores defensas que quedaban en la ciudad.
—No podrán ayudaros —gruñó Ironhelm, apuntando su espada gélida hacia la dirección en la que sabía que tenía que viajar—. A los sin fe, nada puede ayudaros ahora. Habéis jugado con fuego con los lobos de Fenris.
Su sonrisa lupina volvió a dibujarse en su rostro. El placer de matar recorría su cuerpo.
—Y ahora os están mordiendo los talones.
* * *
Los catafractos eran máquinas asombrosas, fusión de tecnología cibernética e investigación armamentística de una era más capaz. Las moles, con una vaga forma humanoide pero más anchas y pesadas, trabajaban sin descanso, troceando y excavando las paredes de roca de los túneles, abriéndose camino con sus enormes brazos excavadores sin pausa y sin queja. Sus pesadas piernas segmentadas se aferraban para no retroceder, encogiéndose ante la tormenta de fragmentos de roca y caminando entre las pilas de escombros. Dejaban una estela de cientos de ingenieros de Prospero, que apartaban fragmentos de roca, apuntalaban el túnel con pilares de sujeción y eliminaban los salientes de los muros de roca derribados. Los trabajos progresaban como lo hacía todo en la flota de los Mil Hijos: con calma, eficiencia y experiencia.
No era lo bastante rápido. A Aphael cada vez le costaba más controlar su frustración por el ritmo de la excavación. Ya habían pasado días, días que no podía permitirse perder. Los túneles no sólo estaban llenos de trozos de roca, sino que estaban plagados de detonadores de fusión. A veces, el residuo era tan difícil de excavar como lo habría sido la roca viva. La corteza de Fenris, tal y como era de esperar, era tan dura como el hierro. Para empeorar aún más las cosas, los perros habían colocado minas y bombas de fragmentación sin detonar dentro de la piedra fundida, y muchos catafractos de valor incalculable se habían perdido cuando sus brazos excavadores activaron las trampas residuales.
Los retrasos lo sacaban de quicio. Aphael sabía que Temekh se estaba acercando a su objetivo. Si el Colmillo no se ponía en peligro y sus alas de aversión eran destruidas para cuando él terminara, entonces la posición de Aphael como comandante del ejército se vería amenazada, todos ellos, los hechiceros al mando de la Flota de invasión, sabían lo que estaba en juego.
Desde su posición en el túnel, Aphael observaba como un trío de catafractos excavaban cada vez más cerca del corazón de la montaña. Los globos de luz suspendidos en el aire bañaban los robots en una tenue luz naranja. El techo del túnel llegaba apenas por encima de sus anchos hombros mientras trabajaban. Estaban metidos hasta las rodillas en trozos de roca, y las hileras apresuradas de trabajadores mortales se las veían y se las deseaban para sacar los escombros al mismo ritmo que se generaban.
El cuello de Aphael empezó a picarle otra vez. La sensación era enloquecedora, como si pequeñas garras se hubieran clavado bajo su piel y trataran de salir a arañazos. Cuando giraba la cabeza, notaba los dedos y los raquis de las plumas crujir dentro de su armadura. Algo había estado creciendo en su cara desde hacía tiempo, presionando contra la placa del casco. Pronto, él lo sabía, empezarían a verse las grietas. Su guantelete derecho ya no se cerraba.
Aphael le dio la espalda a la pared de roca y se fue por donde había venido, pasadas las filas de vehículos de transporte, con las puertas de la tolva abiertas y las grúas de carga extendidas. Mientras avanzaba, los hombres en los túneles se apartaban de su camino a toda prisa. Desconfiaban de sus cambios de humor desde que el ataque se había estancado en la arena.
Los ignoró. Al acercarse a la salida del túnel, las marcas de la excavación dieron paso a una carretera rudimentaria y una iluminación permanente.
El techo del túnel y las paredes se habían excavado lo suficientemente anchas para que los Rhino y los Land Raider pudieran pasar; era una de las razones por las que vaciarlo había llevado tanto tiempo. El armamento ligero ya estaba siendo transportado al espacio cerrado. A medida que los catafractos se acercaban a su objetivo, se le sumaría el armamento pesado. Para cuando rompieran los últimos muros, compañías enteras de rubricae estarían esperando para atacar.
Aphael llegó a la entrada del túnel y salió a la luz brillante y dura de la mañana de Fenris. Sus ojos parecían haber perdido su velocidad fotorreactiva de siempre y, por un instante, el resplandor lo dejó medio ciego. La nieve recién caída cubría gran parte de la devastación, pero los pasos elevados seguían sembrados de hombres y material. Había nubes de humo por todas partes, ya fueran de los motores de los vehículos que operaban en el interior o de las hogueras que las tropas encendían para calentarse.
Un capitán de Prospero corrió hacia él. El rostro del hombre estaba oculto tras su máscara medioambiental, pero Aphael podía sentir su miedo. No iban a ser buenas noticias.
—Señor —dijo el hombre, inclinando la cabeza con torpeza.
—Que sea rápido —ordenó con aspereza Aphael, deseando poder rascarse aunque fuera sólo por un instante.
—El capitán Eirreq ha contactado desde la nave insignia.
—Si lord Temekh desea hablar conmigo, puede hacerlo él mismo.
—No es eso. —El hombre tragó saliva—. Es lord Fuerza. Su firma vital ha desaparecido del éter.
Afael sintió que se le paraba el corazón.
—¿Está fuera de alcance?
—No lo creo, señor. Se me ordenó que lo informara de que, por lo que los psíquicos han podido averiguar, está muerto.
Aphael sintió entonces que la presa de su furia acumulada se rompía. La frustración, el enfado, el miedo a aquello en lo que se estaba transformando, todo se le vino encima. Sin pensar, agarró al guerrero por el peto y lo levantó del suelo con una mano.
—¡Muerto! —bramó sin preocuparse de quién lo escuchara. Con el rabillo del ojo podía ver a los soldados que dejaban las armas y se lo quedaban mirando—. ¡Muerto!
«Que miren».
—¡Señor! —suplicó el capitán, intentando en vano zafarse del puño acorazado que lo sujetaba—. Yo…
Nunca tuvo la oportunidad de terminar. Aphael dio una vuelta para coger impulso y estampó el frágil cuerpo contra la pared más cercana de la entrada del túnel. Impacto con un sonido fuerte y denso que provocaba náuseas y luego se deslizó hasta caer sobre la nieve medio derretida. Una vez allí, no se volvió a mover.
Aphael se dio la vuelta para mirar al resto de sus hombres. Había cientos alrededor de él; todos lo miraban. Por un instante, un único y terrible instante, Aphael sintió ganas de abalanzarse también sobre ellos. Sus guanteletes crujieron con las primeras chispas de su fuego de hechicero, el sello mortal de los pyrae.
Despacio, con dificultad, consiguió dominarse.
«¿Qué me está pasando?»
Conocía la respuesta. A todo hechicero en la legión se le enseñaba cómo responder a eso. Llegado el momento, el Señor de la Transformación siempre pagaba el precio de los dones que concedía, y ni siquiera la Rúbrica garantizaba el poder escapar.
«Me estoy convirtiendo en la cosa que odio».
—¡Volved al trabajo! —aulló a los hombres.
Se apresuraron a obedecer. Ninguno hizo un solo movimiento hacia el cuerpo del capitán que yacía boca abajo. Quizá lo harían más tarde, cuando Aphael se hubiera marchado, moviéndose furtivamente y temerosos de que lo que los amos les harían.
Aphael levantó la vista. Lejos, lejos en la distancia difusa, el pináculo del Colmillo se alzaba en el aire gélido. Incluso tras haber quedado ennegrecido por los días de bombardeos seguía siendo magnífico. Se erguía desafiante, tan impasible y gigantesco como la torre de obsidiana del planeta de los hechiceros. Por primera vez, Aphael notó los parecidos entre ambas estructuras. Era una burla más.
—Lo doblegaré —masculló sin importarle si lo estaba diciendo en alto. Apretó el puño de la mano izquierda y lo lanzó con fuerza contra su casco. El dolor del impacto lo ayudó a aliviar el picor incesante.
Así que lo hizo otra vez. Y otra.
Sólo paró cuando notó un hilo tibio de sangre bajándole por el cuello.
Aquella sensación lo calmaba de una forma extraña, como si le hubieran aplicado la medicina rudimentaria de las viejas sanguijuelas para aliviar la presión de su cuerpo torturado.
El respiro fue efímero. Al darle la espalda a la montaña, listo para regresar a la plataforma de mando sobre el paso elevado, sintió que la quemazón empezaba a volver. Nunca lo dejaría en paz. Lo acosaría, lo atormentaría y aguijonearía hasta que consiguiera lo que quería.
—Lo doblegaré —volvió a mascullar, y mantuvo ese pensamiento en su mente mientras se alejaba a trompicones del Colmillo.
Cuando se marchó del frente, los soldados mortales se miraron unos a otros. Entonces, lentamente, regresaron a sus quehaceres, preparándose para el próximo ataque, intentando no pensar demasiado en el comportamiento del guerrero al que se les había enseñado a venerar como a un dios.