CATORCE

CATORCE

El Señorío del Colmillo era un hervidero de actividad. El espacio sagrado estaba lleno de los gritos afónicos de siervos que se apresuraban a cumplir las órdenes de sus amos. Cada vez más cajas de proyectiles perforantes se descargaban de renqueantes transportes y se apilaban con pulcritud detrás de las torreras de bólters pesados y de las baterías de cañones. La barricada que cruzaba el extremo occidental de la gigantesca sala estaba casi terminada.

Morek la miró con gesto sombrío. Había oído los informes del enemigo y tenía una vaga idea de sus poderes. Las barricadas y las líneas de tiro sólo servirían para hacer que fueran más despacio. En el pasado, había confiado en que los Guerreros del Cielo fueran capaces de repeler a cualquier atacante, pero ya los habían masacrado dos veces. Visto lo visto, ya no estaba seguro de nada.

Morek negó con la cabeza, intentando librarse de las emociones deprimentes que lo atenazaban desde el viaje a los creadores de carne. A su alrededor habían organizado un improvisado hospital de campaña. En el extremo este de la sala, bajo la mirada de una colosal estatura de Russ, habían colocado varias filas de camas de metal.

Como los viales de la mesa de Hojadragón.

Las camas estaban reservadas para los mortales; a los marines espaciales los llevaban a los hospitales de arriba, en el jarlheim. Mientras caminaba por los corredores, Morek vio los rostros de los heridos contorsionados de agonía. Siervos creadores de carne trabajaban con rapidez y habilidad, cosían y cauterizaban. Sus métodos eran efectivos, pero hacían pocas concesiones al alivio del dolor. Morek vio a habitantes de Fenris, duros como el hielo, curtidos a base de tribulaciones y privaciones, llorar de dolor cuando las hojas de acero los abrían en canal.

Un hombre estaba a punto de perder una pierna por debajo de la cadera. Si sobrevivía, con el tiempo le implantarían una pierna básica augmética, pero ya no jugaría ningún papel en la batalla. Morek vio al hombre hacer una mueca cuando los bisturís empezaron a cortar. El paciente estaba aturdido por las sustancias sedantes, pero seguía lo bastante consciente para entender lo que estaba pasando. Apretaba la mandíbula con fuerza, con los músculos agotados. Mientras los creadores de carne hacían su trabajo, se agarró a los lados de la cama, temblando y con los nudillos blancos como el hueso.

Morek apartó la vista. Se oían gemidos y, por lo bajo, sollozos por todas partes. Había cientos de hombres preparados para el bisturí, y otros tantos yacían todavía en los pasos elevados, sus cuerpos ya helados. Por primera vez desde que empezó la batalla, Morek se dio cuenta de que se alegraba de que se hubieran llevado a Freija abajo, al Subcolmillo con el sacerdote de hierro, en vez de lanzarla a primera línea en el frente.

Sólo habían hablado una vez desde que ella regresó de los niveles inferiores. Después, el deber los había alejado de nuevo, así que pasaron poco tiempo juntos.

Morek recordó el abrazo que se dieron. La apretó con fuerza, sintiendo su cuerpo seguro de nuevo entre sus brazos. Le costó soltarla.

«¿Me necesitaba ella a mí o la necesitaba yo a ella?»

—¿Estás bien, padre? —le preguntó, mirándolo a los ojos con preocupación.

—Como siempre, hija —le respondió él.

—¿Ha ocurrido algo?

Morek se rió.

—Ha ocurrido la guerra.

Cruzaron unas pocas palabras después de aquello, un puñado antes de que a ella la llamara de nuevo el dreadnought que la seguía.

—Me han asignado a él, padre.

Casi sonó como si la enorgulleciera. Antes nunca se había sentido orgullosa de nada, por lo menos de trabajar para un guerrero del cielo.

—¿Para qué necesita él a un mortal?

Freija negó con la cabeza.

—No lo sé. Pero lo necesita. Son extraños. Hay cosas que las recuerdan como un skjald. Otras las olvidan. Lo ayudo cuando eso ocurre.

Morek miró su rostro dispuesto y redondo. El cabello rubio le caía sobre los ojos, igual que cuando era pequeña. Tuvo que contenerse para no echárselo hacia atrás. Su madre siempre le decía que no lo hiciera. Encontró palabras yendo de un lado a otro, libres, en su mente.

«¡Eres todo lo que tengo! Mi único vínculo con ella, que era tan hermosa y tan fiera. Ten cuidado, hija mía; ten cuidado con lo que dices y con lo que haces. Sobrevive. Que el luego consuma el Aett y todas sus salas, pero tú sobrevive».

Pero no dijo nada de eso. La besó en la frente.

—Llámame cuando puedas por el comunicador.

—Lo haré, padre. Que la Mano de Russ te proteja.

—Que nos proteja a todos nosotros.

Y entonces se fue, trotando detrás de aquel dreadnought, ese al que llamaban Aldr Forkblade.

Morek suspiró y levantó la vista hacia la estatua que se alzaba por encima de él, intentando desterrar el recuerdo.

La gigantesca imagen de Russ seguía allí igual que antes, con los pies en paralelo y el rostro contorsionado, enseñando los dientes. Sus rasgos eran los de un verdadero lobo; la mandíbula distendida, los colmillos pronunciados y las pupilas pequeñas como cabezas de alfiler.

Habían pasado diez días desde que Greyloc se pusiera en pie bajo el poderoso rostro y alzara el Aett en una furia desafiante. Por encima de todo, estuvo Leman Russ, su espíritu velaba por todos.

«¿Sabes? ¿Sabes, señor, lo que les están haciendo aquí a tus hijos? ¿Es capaz tu mirada de penetrar las salas de los sacerdotes? ¿Y tú lo apruebas?»

La piedra no le dio respuesta. No había nada en aquellas facciones impertérritas salvo una mueca de ansia asesina.

Entonces, desde el extremo más lejano del hospital, hubo una conmoción. Un guerrero enorme con placas negras como el carbón había vuelto del frente. Su armadura estaba abollada y agrietada, las pieles se desprendían de ella. Atravesó corriendo las hileras de camas y una bandada de servidores intentó seguirle el paso.

Hojadragón había vuelto. Llevaba la cabeza desnuda y sus ojos dorados brillaban en las cuencas hundidas. Se dirigía a grandes zancadas hacia los huecos de los ascensores, de vuelta a su madriguera en el Valgard, el lugar en el que hacía su trabajo.

Los ojos de Morek lo siguieron. No se atrevió a moverse. No sabía si estaba mirando al guardián de todo lo que amaba o a su destructor.

De repente, Hojadragón pareció sentir algo. Se puso tenso y dejó de andar. Su rostro lúgubre, marcado por la severa nariz aguileña, se volvió.

Los ojos, aquellos ojos de depredador se clavaron en Morek. Por un instante los dos hombres se miraron.

Morek sintió que el corazón se le salía del pecho. No fue capaz de darse la vuelta.

«¡Lo sabe! ¿Cómo lo sabe?»

Entonces, Hojadragón gruñó y siguió su camino. Su séquito corrió tras él.

Morek se sintió mareado y se apoyó en una cama. Miró a su alrededor sintiéndose culpable. Los ordenanzas volvieron a su trabajo como si nada hubiera pasado. Nadie se dio cuenta. ¿Por qué deberían? Él sólo era un kaerl, un mortal prescindible.

Tomó una temblorosa bocanada de aire. Empezaba a estar tan nervioso que saltaba al menor ruido. Morek se apartó de la estructura de metal y retomó su patrulla. Había mucho trabajo por hacer y tenía a todo un riven de kaerls a los que mantener en su sitio. Empezó a andar, intentando ignorar los gritos y los gemidos.

Necesitaba mantenerse ocupado.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba deseando que los invasores rompieran las defensas y llegaran pronto. Al menos eran enemigos a los que sabía cómo combatir.

* * *

Veinticuatro días después de que Ironhelm convocara al consejo de guerra que había autorizado la misión a Gangava, la Cámara del Anillo estaba abierta de nuevo. Era tan fea y sombría como siempre, aunque las antorchas ardían un poco más bajas en sus rejillas esta vez, y el ánimo de los camaradas reunidos era lúgubre en vez de anticipatorio.

Sólo siete personas estaban en pie alrededor del enorme círculo de piedra, con las cabezas desnudas pero con el resto del cuerpo ataviado con la armadura completa. Greyloc estaba allí, así como Sturmhjart, Arfang y Hojadragón. De la Guardia del Lobo estaban presentes Skrieya y Rossek. El guerrero de pelo color del fuego todavía tenía un aspecto medio salvaje y su crin estaba enredada y despeinada.

En la cabeza del círculo, el puesto de honor, estaba Bjorn. Cuando entró en el lugar sagrado una hora antes, permaneció inmóvil mucho tiempo, contemplando en silencio las placas de piedra colocadas en el suelo. Nadie osó molestarlo mientras recordaba el pasado, y nadie ocupó su respectivo puesto hasta que Bjorn volvió a la realidad.

Cuando el consejo prosiguió, Greyloc examinó el monumental exterior del dreadnought. El sarcófago de ceramita estaba decorado con un cuidado extraordinario. Dibujos en pan de oro de cabezas de lobos y bestias gruñendo habían sido tallados en los pesados paneles frontales. Runas grabadas por todas partes, cada una situada en la posición adecuada por un sacerdote rúnico muerto hacía mucho, imbuidas con complejos ritos de protección.

Bjorn era magnífico, más que muchos lobos espaciales vivos y mucho más que la mayoría de los que habían muerto.

«¿Sabes cuánto cuidado se ha derrochado en tu ataúd viviente? ¿Te importa?»

Bjorn se revolvió, como si los pensamientos de Greyloc hubieran, de algún modo, llegado hasta él.

Así que ahora planificamos nuestra supervivencia. Jarl, tu evaluación.

—Todas las entradas accesibles al Aett están llenas de escombros —informó Greyloc—. Los explosivos son una combinación de dispositivos de fusión y de fragmentación. Algunos se han colocado de forma que permanezcan intactos, listos para detonarse cuando se los perturbe. Si el Padre de Todas las Cosas lo quiere, hará que las excavadoras vayan más despacio.

—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó Skrieya.

Greyloc negó con la cabeza.

—Depende de los juguetes que tengan. Una semana. Quizá menos.

Un sonido bajo y chirriante brotó de las entrañas de Bjorn.

Encerrados aquí dentro no es una forma noble de librar una guerra, gruñó.

Greyloc gritó un poco. Había tomado las decisiones que tenía que tomar, enfrentado a un ejército invasor más de veinte veces mayor que sus fuerzas de defensa.

—Tiene razón, señor —admitió Greyloc—. No es noble, pero los augurios están en nuestra contra. Tenemos ochenta y siete hermanos que todavía son capaces de luchar, sin contar con los doce venerables caídos. Tenemos unos pocos miles de kaerls; los suficientes para encargarse de las defensas pero poco más. Necesitamos un tiempo para recuperar fuerzas, las que podamos. Cuando el enemigo vuelva a entrar en el Aett, tendremos que luchar sin descanso hasta el desenlace, dure lo que dure.

Bjorn gruñó otra vez. Incluso el menor de sus gestos producía algún sonido sordo en el interior del milenario cuerpo mecánico.

¿Qué fuerza posee el enemigo?

—Muchos marines traidores. Puede que unos seiscientos, aunque hemos matado a muchos escuadrones durante los primeros aterrizajes y las aproximaciones. Sus tropas mortales son, a todos los efectos, inagotables. Las divisiones acorazadas exceden con mucho cualquier cosa que intentemos ponerles por delante, aunque eso no les servirá de nada en los túneles.

¿Y no hay comunicación más allá de Fenris?

—Ninguna, señor —confirmó Sturmhjart—. Nuestros astrópatas fueron asesinados por medios remotos. Las comunicaciones con el espacio están bloqueadas y los intentos por penetrar la barrera que tenemos encima han fracasado.

¿Qué puede causarlo?

Sturmhjart parecía incómodo.

—Los brujos poseen muchos poderes oscuros, señor —dijo de forma poco convincente—. Sea cual sea la causa, no tenemos poder para vencerla. Necesitaríamos, como mínimo, un flota de combate completa para poder atravesar el bloqueo sobre nuestras cabezas. Estamos solos.

¿Y el Gran Lobo?

—Sus pensamientos se concentraban en Magnus, señor —dijo Hojadragón—. Si se le ocurre contactar, no estará fuera de los poderes de nuestro enemigo el aparentar que aquí todo va bien. Lo atrajeron hasta un lugar lejano a propósito, y habrán considerado todas las formas posibles de mantenerlo lejos de aquí.

Tras esa reflexión, Bjorn se sumió en sus pensamientos. La cámara quedó en silencio, excepto por los sonidos amortiguados y distantes del ajetreo que había mucho más abajo. En el jarlheim, los preparativos para la invasión proseguían sin descanso.

Todas las miradas estaban fijas en el dreadnought. La veneración que le profesaban seguía siendo absoluta y nadie hablaría hasta que lo hiciera él.

Irán a por los reactores —dijo Bjorn al fin—. Debemos posicionar el grueso de las tropas en el Sello de Borek.

—¿Y qué pasa con el Hould? —preguntó Hojadragón.

No se puede defender. Demasiados túneles. Debemos mantener el jarlheim desde el Señorío del Colmillo.

—Eso significa dividir nuestras fuerzas —apuntó Greyloc.

Cierto. Pero no podemos ceder ninguno de esos objetivos. Si toman los reactores, el Aett será destruido. Si penetran en el Señorío del Colmillo, entonces no se podrá defender ninguna otra parte de la ciudadela superior. Son los dos cuellos de botella, los dos lugares en los que un ejército pequeño puede plantarle cara a uno mucho más grande.

—Existen otras consideraciones, señor —intervino Sturmhjart—. Hay runas de protección por todo el lugar. Las más poderosas estaban en las puertas, pero ya no existen. Mientras defendamos hasta las runas menores, el poder de los hechiceros dentro de la montaña será limitado. Si profanan los lugares sagrados, entonces su poder aumentará.

No necesitas darme lecciones sobre su poder —le espetó Bjorn, y había una repentina nota de fervor en los gruñidos de su voz. Su garra tembló como si recordara un dolor muy antiguo—. Protegeremos las runas donde podamos, pero hay que hacer sacrificios. Si intentamos salvarlo todo, lo perderemos todo.

—Se hará como ordenes —dijo Greyloc, haciendo una reverencia—. Haremos de los baluartes un matadero, pero ofreceremos resistencia en los lugares por los que tienen que emerger. No permitiré que sus primeros pasos en el Aett estén libres de sangre.

Bjorn asintió con torpeza en señal de aprobación.

Entonces estamos de acuerdo. Mis hermanos caídos y yo nos situaremos en el Sello de Borek. El combate llegará antes allí, y hace demasiado tiempo que no siento las ganas de matar más que en mis sueños.

El dreadnought inclinó el cuerpo para mirar al dispositivo central del Anillo, un lobo erguido sobre las patas traseras en un campo de estrellas.

Yo estuve en Prospero, hermanos —dijo—. Estuve allí cuando quemamos su herejía de la galaxia. Vi a Leman Russ reducir a escombros sus lugares queridos. Vi a traidores llorar con ojos corrompidos cuando convertimos sus pirámides de cristal en un páramo yermo.

El consejo escuchaba con atención. Los relatos fragmentados que hacía Bjorn del pasado se escuchaban con gran interés siempre que él los ofrecía.

Eso no ocurrirá aquí. El saberse traidores los hizo débiles. A nosotros nos hace fuertes el sabernos fieles. Donde Tizca cayó, el Aett permanecerá.

La voz del dreadnought se iba haciendo más fuerte. A medida que pasaban los días, se recordaba a sí mismo, volvía a ser el dios de la guerra del que los skjalds hablaban en susurros. En medio de toda la desesperación, había razón para la esperanza.

Aunque nos cueste la vida a todos nosotros —gruñó Bjorn, en cuyo interior los generadores vocales hicieron que sus palabras tuvieran la entonación seca de una máquina—, el Aett resistirá.

* * *

Cuando terminó el consejo, Rossek observó a Bjorn caminar con fuertes pisadas por el corredor que había fuera de la Cámara del Anillo, con Greyloc y el resto de los comandantes superiores acompañándolo. Se quedó atrás, entre las sombras, ansioso por evitar todo contacto. No había hablado durante las deliberaciones. De hecho, apenas había cruzado dos palabras con Greyloc desde la retirada de los puntos de aterrizaje. Intentó acercarse a su viejo amigo en varias ocasiones pero el jarl había evitado todo lo que no fueran intercambios de rutina.

Quizá fuera lo mejor. Rossek ni siquiera sabía qué diría si tuviera la ocasión.

¿Que lo sentía? Las disculpas no eran para la Guardia del Lobo.

¿Que veía las caras de los guerreros a los que había matado todas las noches en sus atormentados sueños? Era verdad, pero no cambiaba nada.

La contrición no era fácil para un hijo de Russ. Durante unos pocos momentos de bendición, mientras Rossek había tenido la sangre de sus enemigos fluyendo por sus garras, se había librado de la nube de sopor y había recordado su legado salvaje. Hubiera deseado que el ataque a las puertas hubiese durado mucho, mucho más. Porque mientras luchaba el sentimiento de culpa no era tan agudo.

Pero siempre volvía.

—Guardián del lobo Rossek.

La voz era dura como una piedra, y su tono, sardónico. Rossek sabía quién era sin tener que darse la vuelta. Hojadragón debía de haberse quedado atrás esperando a que los demás se marcharan.

—Lord Hraldir —devolvió el saludo Rossek. Su voz sonaba hosca, incluso para él. Su armadura negra salió de entre la penumbra del ábside y se sumergió en el mar de luz de las antorchas. Los dispositivos de hueso de su peto estaban mellados y tenían marcas de quemaduras de plasma, y las pieles desiguales que antes cubrían la ceramita habían sido arrancadas. Sus ojos dorados todavía brillaban como siempre, encerrados en el viejo rostro disecado, como piedras de ámbar engastadas en cuero.

—No eres el de siempre, Tromm —dijo el sacerdote lobo, torciendo la boca en una amarga sonrisa.

Rossek era mucho más alto que Hojadragón con su armadura de exterminador, pero de algún modo parecía el más insignificante de los dos. Siempre había sido así. Los sacerdotes lobo poseían autoridad sobre todo el capítulo, una autoridad que trascendía los patrones de mando normales.

—Anhelo el combate —respondió Rossek, cosa que era cierta.

—Como todos nosotros —dijo Hojadragón—. No hay un solo garra sangrienta en el Aett que no lo anhele. ¿Qué hace que tu estado de ánimo sea especial, guardián del lobo?

Rossek achinó los ojos. ¿Lo estaba pinchando el viejo? ¿Estaba intentando provocar una reacción furibunda?

—No demando ningún privilegio especial. Sólo deseo hacer aquello para lo que se me crió.

Hojadragón asintió.

—Contigo siempre ha sido así. Recuerdo cuando te saqué del hielo. Entonces eras un monstruo, el portador de un hombre. Te fichamos por tu grandeza desde el principio.

Rossek escuchaba con recelo. No estaba de humor para una homilía ensayada. Odiaba cuando alguien hacía la menor referencia a su potencial, a su destino en el capítulo. Había ambicionado el puesto de señor lobo durante años, por más que intentó no hacerlo, y nunca perdonó que el ascenso de Greyloc fuera a su costa, pero ahora la prueba de su ineptitud había quedado dolorosamente manifiesta.

—Bueno, quizá os equivocarais —dijo con despreocupación.

—¿Lo que oigo es autocompasión? Eso es cosa de mortales. Sea cuál sea la culpa con la que cargas, olvídala. No puedes traer de vuelta a tus hermanos, pero sí puedes recordar cómo se lucha.

Rossek había empezado a responder, así que no vio venir el gancho.

Tan agudo como una mandíbula al desencajarse, Hojadragón había dejado volar su puño izquierdo, golpeó limpiamente y derribó al guardián del lobo. Un instante más tarde, el sacerdote lobo lo tenía inmovilizado en el suelo, con el guantelete cerrado sobre la piel desnuda del cuello de Rossek y los colmillos curvos al aire.

—Quería que te disciplinaran por lo que has hecho —bufó Hojadragón, con la cara a pocos centímetros de la de Rossek—. Greyloc lo impidió. Dice que vamos a necesitar de tus espadas. Por la sangre de Russ, más te vale demostrar que está en lo cierto.

Por instinto, Rossek se reprimió de zafarse del sacerdote. Era capaz de hacerlo. Su armadura era como mínimo dos veces más fuerte que la de Hojadragón, y el sacerdote era ya viejo.

Sin embargo, no podía hacerlo. El poder sagrado del sacerdocio era demasiado fuerte. La cara de Hojadragón fue la primera que Rossek había visto al entrar en el Aett cuando sólo era un aspirante amilanado. Posiblemente también sería la última cara que vería antes de partir hacia las Salas de Morkai.

—¿Y qué quiere, señor? —gruñó Rossek; tenía el sabor de su propia sangre en la boca—. ¿Que luche contra usted? No le gustaría el resultado.

—Quiero despertar tu espíritu, muchacho —musitó—. Recordarte el fuego que te corría por las venas desde que llegaste aquí. Quizá llegue demasiado tarde. Quizá hayas permitido que el fracaso lo extinguiera.

Rossek se puso en pie, sintiendo cómo se quejaban los servos forzados de su dañada armadura.

—Esa melancolía te hacer perder toda utilidad —continuó Hojadragón—. ¿Crees que eres el primer guardián del lobo que conduce un escuadrón a la derrota?

—Me voy haciendo a la idea.

—Pues no se nota.

—Quizá deba mirar mejor.

—¿A qué?

—A los guerreros que salvé —espetó Rossek, que notaba como la ira surgía al fin—. A los garras sangrientas a los que libré de ser los siguientes cuando acabaron con Brakk. A los traidores que maté a continuación. Al cachorro que fue tomado por el lobo y al que yo saqué del abismo.

Hojadragón dudó un instante y lo miró con atención.

—¿Lo hiciste? ¿Sin un sacerdote?

—Sí. Y ahora que Brakk ya no está, lideraré lo que queda de su manada. Necesitan guía. —La mirada torturada volvió brevemente a sus ojos—. De alguien que ha aprendido una lección sobre autoridad.

Hojadragón seguía sin apartar la mirada del rostro de Rossek.

—Hazlo, pues —dijo al fin. Su voz había perdido el tono de desaprobación—. Pero sal ya de la melancolía. Cuando todo esto haya terminado, conseguiré que el veredicto de Greyloc sobre ti se haya cumplido.

Rossek gruñó, deseando dejar atrás de un empujón al sacerdote lobo y que terminara la lección. Las jaulas de entrenamiento lo llamaban y tenía frustraciones de las que librarse en ellas.

—Una última cosa —dijo Hojadragón, agarrando con su guantelete el peto de Rossek para evitar que se marchara—. El cazador que yace en mis aposentos, Aunir Erar, vivirá.

A su pesar, Rossek sintió que una oleada de alivio le recorría e! cuerpo al oírlo, y tuvo que esforzarse para disimularlo.

—Gracias por decírmelo.

—Pero tú no lo llevaste a los creadores de carne.

Rossek negó con la cabeza.

— Lo llevó un maestro de riven.

—Eso tenía entendido. ¿Cómo se llamaba?

Rossek lo recordó al instante. El mortal del Señorío del Colmillo, el del rostro sincero y cansado.

—Morek. Morek Karekborn. ¿Por qué desea saberlo?

Hojadragón se mostró evasivo.

—Por cerrar el círculo —dijo el sacerdote lobo, y dejó caer la mano para que Rossek pudiera pasar—. No es nada importante. Ahora vete. Recuerda mis palabras. Que la Mano de Russ esté contigo, Tromm.

—Y con todos nosotros —respondió Rossek antes de desaparecer lentamente entre las sombras, de vuelta al jarlheim, de vuelta a donde los lobos se preparaban para la guerra.

* * *

Las bestias se movían sin descanso de un lado a otro en la cada vez menor oscuridad del Sello de Borek, refugiándose en las pequeñas áreas en penumbra tras los anchos pilares. Caminaban con sigilo sobre densas almohadillas y mantenían bajos sus hocicos distorsionados. Sólo cuando deseaban anunciar su presencia salían al descubierto, con un repentino destello de grandes ojos líquidos o un gruñido grave procedente de sus enormes cajas torácicas.

Era imposible saber cuántos había. A veces parecía que sólo una docena había salido del Subcolmillo; otras, daban la impresión de ser cientos. Algo los había atraído a las secciones vivas del Aett y, fuera lo que fuese, seguía ejerciendo su magia. Desde que el mismo Bjorn emergió del Hammerhold con el séquito de horrores que gruñían y enseñaban los colmillos, nadie podía negar que tenían algún tipo de extraño derecho a estar ahí. Pero eso no significaba que a los kaerls les gustara verlos o que no hicieran la señal de la lanza cuando no tenían más remedio que acercarse a ellos.

Así que las tropas mortales se quedaban lo más lejos posible, pasaban todo el tiempo que podían en el extremo iluminado por las antorchas de la cámara cavernosa. Las escaleras y los ascensores de subida y de bajada estaban en el extremo oriental, así que fue allí donde se construyeron las defensas, iluminadas por hogueras crepitantes. En el Señorío del Colmillo se habían trazado las líneas de artillería y se habían erigido barricadas en los puntos de acceso. Más munición, suministros de construcción y armaduras se repartían cada hora; algunos, recién forjados en las inagotables profundidades carmesí del Hammerhold, todavía estaban calientes al tacto.

Freija hizo su parte cargando y almacenando, aunque pasó la mayor parte del tiempo con Aldr. Como muchos dreadnoughts, lo habían ubicado en el Sello de Borek y ahora esperaba de mal humor que empezara la acción. Cuando el enemigo llegara, se encontraría sus cañones por delante para enviarlos de nuevo al infierno de la mano de los de sus hermanos de batalla.

El dreadnought se volvía menos raro a medida que el recuerdo de su encierro se borraba. Las expresiones sensibleras de incomodidad y de pérdida habían sido sustituidas por una seguridad mucho más tranquilizadora. Freija podía notar que esperaba con ganas el combate. El haber sido despertado de la Larga Oscuridad para pasar días de preparativos y espera se le hacía muy difícil; él hubiera preferido haber salido de la cámara para meterse directamente en un bombardeo. En vez de eso, había tenido que esperar pacientemente mientras los servidores-esclavos armaban revuelo a su alrededor, realizaban ritos incomprensibles y preparaban su sarcófago de adamantio para la guerra.

—¿Cómo es? —le preguntó Freija, masticando un trozo duro de carne seca durante un período de descanso.

¿Cómo es el qué?

—Que te fusionen la armadura —dijo ella—. ¿Puedes sentir cuando te tocan, como si fuera piel?

Freija podía notar cuándo lo había molestado. No sabía cómo, pues no lo revelaba en su rostro, pero la sensación que ella tenía solía ser acertada.

Esa curiosidad. Esa falta de respeto. ¿De dónde proviene?

Freija sonrió ante la irritabilidad del dreadnought. No sentía ningún aura de intimidación en Aldr. A pesar de su inimaginable potencial mortífero, que sobrepasaba con mucho el de los jarls, sus estados de ánimo eran curiosamente inmaduros, y ella sentía curiosidad por él, un tipo de curiosidad que nunca habría sentido por un garra sangrienta vivo.

—De mi madre. Ella vino del hielo y heredé sus hoscos modales.

Al hablar, Freija recordó su cara. Robusta, como la suya, el cabello rubio y los rizos alborotados, con la boca apretada que rara vez sonreía, los rasgos endurecidos por el trabajo sin descanso y por las vicisitudes. Pero los ojos, aquellos ojos oscuros y vivos, mostraban un gran intelecto, un alma inquisitiva y rebelde a la que nunca domaron del todo. Ni siquiera al final, cuando las excesivas demandas de castigo de los Guerreros del Cielo exacerbaron la enfermedad que la mataría, habían dejado aquellos ojos de mostrarse vivos e inquisitivos.

Deberías aprender a controlarlos.

—Lo sé —asintió con cautela—. Conduce a la perdición.

En efecto. Así es.

Freija meneó la cabeza con resignación y dejó de hablar. La obsesión de los lobos con los rituales, la tradición, las sagas y el secretismo era algo que no entendería nunca. Era como si el mundo en el que vivían estuviera congelado en un momento medio olvidado, cuando todas las fuerzas del progreso y la ilustración se apagaron de repente de un soplo y fueron reemplazadas por un ensayo adormecido de antiguas y gastadas rutinas.

Un rato después, Aldr se revolvió en su columna central de propulsión.

Es como estar vivo pero sin estarlo. Cuando algo toca mi armadura, lo siento más aún que cuando era un guerrero con vida. Mis ojos ven mejor, mi oído es más fino, mis músculos son más poderosos porque son de plastifibra y ceramita. Todo es más inmediato. Y sin embargo…

Freija miró a la placa facial del dreadnought. La rendija de la armadura estaba oscura, un manantial opaco hacia el cadáver desintegrado en el interior. Aunque no daba pistas visuales y su rostro carecía de expresión, Freija podía sentir su tristeza con tanta fuerza como si estuviera llorando. Por un instante, vio la imagen de un garra sangrienta corriendo por el hielo azotado por el viento, haciendo molinetes con sus espadas, el pelo alborotado, embargado por la alegría salvaje de su instinto.

«Nunca volverá a ser así».

—Lo sien…

Basta de preguntas. Hay mucho por hacer.

Freija se calló. Ya podía ver una nueva entrega de suministros médicos y raciones de campaña en la parte de atrás de un transporte. Había que almacenar todo aquello en alguna parte. Se inclinó ante el dreadnought y fue hacia el huskaerl al mando de la entrega. Mientras caminaba, miró de reojo a la gigantesca mole de Aldr, inmóvil en las sombras.

No lo hizo mucho tiempo. Tenía la impresión de que ya había violado bastante su privacidad. En cualquier caso, no le gustaban las emociones que sus conversaciones estaban engendrando en ella. Durante años, dolida por lo que le había pasado a su familia de sangre bajo el régimen implacable del Aett, había odiado a los Guerreros del Cielo casi tanto como los había temido y respetado. Ahora que la guerra había llegado a Fenris, aquellos sentimientos estaban siendo puestos a prueba en modos que la tenían sorprendida.

Había aprendido a vivir odiándolos. Quizá hubiera podido aprender a vivir amándolos, como hacía Morek, o incluso despreciándolos, como hacían los Mil Hijos. Lo que no podía era resignarse a sentirse como se sentía. Sabía que tenía que librarse de esos sentimientos o pondrían en peligro el papel que debía desempeñar en la lucha que estaba por llegar. Eran sentimientos extraños para ella, no eran propios de Fenris, eran débiles y estúpidos.

No había manera. Por más que lo intentara, no podía evitarlo.

«Ahora veo en sus almas, veo las vidas que llevan, las decisiones que han tomado… A esto he llegado.

»Por la sangre de Russ, me dan lástima».