TRECE

TRECE

Gangava Prime. Un mundo oscuro, alejado de su estrella roja gigante. Mientras el sol abrasador arrasaba el paisaje planetario rojo óxido, el lado nocturno se hundía profundamente en la oscuridad. Había pequeños destellos de luz por todo el hemisferio en sombras pero se concentraban en un racimo cercano a la alta latitud septentrional. Remolinos de azufre amarillo coronaban una ciudad. Una ciudad inmensa e irregular.

Desde el puente del Russvangum, Ironhelm observó las luces titilar abajo, a lo lejos. Los habitantes de aquel lugar sabían que los lobos habían llegado. Tenían detectores, mecanismos sensores y los escudos de vacío activados. Toda la Flota del capítulo, a excepción de las pocas naves escolta que quedaban en Fenris, estaban en órbita estacionaria. La potencia de fuego reunida era inmensa, tan potente como todo lo que se usó en la Gran Purga conjuntamente. Gangava carecía de defensas orbitales, pero habrían sido irrelevantes de todas formas. Cruceros de asalto ligeros y destructores de arcos enrejados merodeaban por el vacío con total impunidad, dispuestos a convertir en un infierno el mundo que tenían debajo.

El Gran Lobo sentía diversas emociones cuando miraba hacia abajo, a la ciudad que estaba a punto de destruir. Había dormido mal durante los veintiún días en la disformidad. Magnus se le había aparecido en sueños con regularidad, retándolo, restregándole su incapacidad para atraparlo a lo largo de las décadas. Ironhelm no había visto entonces el rostro del primarca, ni tampoco lo había visto en las visitas previas de todos aquellos años.

Pero había oído su voz. Era una voz inolvidable. Orgullosa, poderosa, educada pero con un toque de petulancia que no estaba del todo bajo control. A pesar de todas sus cualidades de primarca, se antojaba una presencia empequeñecida, quejumbrosa.

«Mi padre genético te partió la espalda, monstruo».

Magnus se había reído ante tamaña insolencia, pero quedaba un resto de dolor. Real y mortal.

Mientras meditaba ante los visores del espacio real en sus aposentos privados, Ironhelm notó que le picaban los dedos bajo los guanteletes. El viaje había sido demasiado largo. Sólo quedaban horas antes de que las cápsulas de desembarco empezaran a caer, acelerando hasta convertirse en una granizada de semillas negras procedentes del vacío, todas apuntando más allá de la protección de los escudos de la ciudad.

Ironhelm vio las rutas de entrada en el ojo de su mente. Estaban disponibles en todo momento en la pantalla de su casco pero sabía que no debía usarlo. Podía visualizar todos los detalles de la batalla a medida que se desarrollaba. Si cerraba los ojos, el plan táctico seguiría allí, un patrón de líneas hololíticas y runas de despliegue colocadas sobre las calles de la inmensa ciudad.

Muchos en la galaxia creían que los Lobos Espaciales no eran más que unos simples bárbaros salvajes, unos brutos que se lanzaban sin pensar al combate gritando maldiciones incomprensibles. Sólo más tarde, cuando se encontraron con sus rutas de abastecimiento cortadas, las comunicaciones bloqueadas y a sus aliados alzándose en rebeldía a sus espaldas, se dieron cuenta de la inconsistencia de aquella interpretación. La planificación lo era todo, la coordinación de los movimientos de las manadas, el rodear a la presa, el darle una muerte limpia.

Los lobos eran salvajes, pero no estaban en estado salvaje. Gangava sería destruida con rapidez y sin piedad. Primarca o no, Magnus se arrepentiría de haberse establecido a una distancia desde la que Fenris podía atacar.

Se oyó un repiqueteo procedente de la unidad de pared que tenía detrás.

—Entra —dijo Ironhelm sin darse la vuelta.

Oyó los pasos pesados de Kjarlskar junto a los ligeros pasos del sacerdote rúnico Frei. Ambos gigantes acorazados venían a acompañar al Gran Lobo.

—¿Está todo listo? —preguntó Ironhelm, con la mirada todavía tija en el planeta que tenía debajo.

—Tal y como ordenó —dijo Kjarlskar—. Nueve Grandes Compañías están listas para la primera oleada de ataques; las reservas están preparadas para cuando se las necesite.

—¿Noticias de Fenris?

—Se han concertado actualizaciones astropáticas —dijo Frei—. No hay novedades. Creo que se aburren.

Ironhelm se rió con satisfacción.

—Qué pena. Les llevaremos trofeos.

Kjarlskar dio un paso hacia los visores. Sus tropas llevaban veintiocho días en órbita por encima de la ciudad. Ironhelm sabía que el señor lobo había estado desesperado por lanzar un ataque durante aquel tiempo, pero obedeció sus órdenes de mantener el bloqueo. Hasta que toda la flota estuvo reunida, no se disparó ni un solo bólter.

—¿Todavía lo sientes, Frei? —preguntó Kjarlskar.

El sacerdote rúnico asintió.

—Está ahí abajo. Igual que lo ha estado durante semanas.

Kjarlskar frunció el ceño.

—¿Por qué tanta pasividad? Es algo que no entenderé nunca.

—Pasó lo mismo en Prospero —replicó Ironhelm con calma—. Confía en que la hechicería lo protegerá, que nos amedrentarán unos pocos conjuros. Para él es inconcebible que nada, ni siquiera el Rout, pueda ponerlo en peligro en una ciudadela que él mismo ha construido.

—¿Y podemos?

Ironhelm volvió el rostro hacia el jarl de la Cuarta Compañía.

—Parece que tienes dudas, Arvek. No me gusta, no en la víspera de una batalla.

A Kjarlskar no lo intimidaba el tono de Ironhelm. Era demasiado viejo, estaba demasiado curtido en combate para que le importaran ni el prestigio ni la reputación.

—No me crea con miedo, señor, ni desganado; lucharía a su lado más allá de las puertas de infierno, y lo sabe. Sólo hago explícita la pregunta que todos dejamos en el aire. —Devolvió la mirada a su señor con tranquilidad—. ¿Alguna vez los mortales han matado a un primarca en combate? ¿Puede hacerse?

Ironhelm no vaciló en su respuesta.

—No lo sé, amigo mío —respondió—. Aunque antes de que esto termine, de un modo u otro sabremos la respuesta a esa pregunta.

* * *

Amaneció otro día sobre los restos inertes de Asaheim. El exterior del Colmillo tenía un aspecto maltrecho y empequeñecido. La descarga de plasma desde la órbita había cesado; su trabajo estaba hecho. La lluvia de artillería ofensiva también se había detenido, pues no quedaban baterías defensivas en la superficie de la montaña que les ocasionaran problemas.

El humo salía en tétricas columnas de los muros de roca ennegrecidos. Había pasado la tormenta de wyrd y la magnitud de la devastación estaba iluminada por la blanca luz de la mañana.

Los Mil Hijos controlaban ahora ambos pasos elevados. Sus tropas se movían a su voluntad por las amplias extensiones de piedra. Las compañías disgregadas recuperaban la forma. Los suministros se llevaban al frente y se recogía a las bajas. Los tanques se arrastraban por las laderas, libres de la intromisión de las defensas. La montaña se erguía sola, rodeada por una alfombra de invasores, con sus habitantes enterrados en las profundidades de su interior. Salvo por las plataformas de aterrizaje que aún se podían ver en la cumbre, aquél podía ser cualquier otro pico de Asaheim, despoblado y desolado.

El sol ascendía en el cielo, y Aphael se abrió camino hacia una plataforma de observación a un kilómetro de la ciudadela quemada. Empezaba a tener frío. Su constitución debería haberlo hecho inmune, desde el punto de vista funcional, a tales extremos climáticos, especialmente cuando llevaba la armadura, pero aun así estaba temblando.

Sabía por qué. El cambio de tejido estaba cobrando velocidad. Aphael dudaba de que pudiera quitarse el casco aunque quisiera. Los músculos de sus dedos presionaban con tuerza contra el interior de sus guanteletes. Estaba cambiando. La respuesta inicial (no creérselo) había dado paso a una especie de resignación temerosa.

Habría algún propósito para la transformación. Siempre lo había. Simplemente, él no lo sabía aún.

La plataforma estaba rodeada de marines de Rúbrica. Muy pocos habían perecido en el ataque a las puertas, aunque cientos de mortales habían caído. La fiereza de los lobos era algo que esperaban, y Aphael había hecho uso de las numerosas fuerzas a su mando para mermar su inigualable pericia marcial. Un lobo espacial era, sin duda, el mejor exponente del combate cuerpo a cuerpo en la galaxia, pero aun así sólo podía matar a un número finito de enemigos antes de que acabaran con él.

Hett estaba esperándolo en la plataforma. Llevaba la túnica rasgada y chamuscada de cuando su escuadrón de marines de Rúbrica había estado en apuros. Aphael había oído historias sobre algunos de los lobos cayendo en ataques de locura asesina y matando a decenas antes de que pudieran eliminarlo. Si era cierto, mejor que mejor. Tenía tropas de sobra, y los lapsus indicaban el estrés mental bajo el que estaban los perros.

—Te ha cundido la noche, ¿eh, Ramsez?

El raptora inclinó la cabeza para saludar.

—Quizá para ti. Yo he perdido a mis rubricae por culpa de un perro que se ha vuelto loco al morir su mentor.

—Entonces tendrás que responsabilizarte de unos cuantos más, amigo mío.

Aphael miró la montaña humeante. Los acantilados, antaño prístinos, ahora eran marrón sucio. Todavía quedaban fuegos en los pasos elevados por donde el promethium había ardido. Las impresionantes vistas habían sido convertidas en una caldera de devastación.

«Hemos logrado mucho, perros. Ahora mirad cómo profanamos vuestro mundo un poco más».

—Me asombra —musitó Hett, mirando en la misma dirección— la rapidez con la que los perros son capaces de matar. No he visto nunca luchar así. Cualquier otro ejército de la galaxia se habría escondido tras esos muros, esperando que fuéramos a por ellos. Sin embargo, salieron a luchar a campo abierto, luchando como demonios. ¿Qué los mueve? ¿Qué los hace ser como son?

—¿Detecto admiración, hermano? —preguntó—. Porque de ser así, no estás donde corresponde. Fueron creados para hacer el trabajo que ninguna otra legión haría. Son los exterminadores, el control de plagas del Imperio. No pueden cambiar y no pueden mejorar. Igual que nosotros, son prisioneros de la imagen de su primarca.

A la mención de Russ, Hett hizo un gesto protector. Aphael se rió con fuerza.

—No temas, ahora no puede venir a ayudarlos, como bien sabes.

Ambos hechiceros quedaron en silencio. Bajo la plataforma, más vehículos blindados se abrían paso entre las filas. Su diseño era antiguo e incomprensible, aunque un historiador del Ejército Imperial habría sido capaz de detectar el casi invisible emblema de la Legio Cybernetica en los flancos.

—¿Y ahora qué? —preguntó Hett.

—Es como te dije antes, hermano —respondió Aphael, observando los vehículos con distraído interés. Las plumas del cuello le picaban—. Se desplegará a los catafractos. Los perros han decidido esconderse en su madriguera.

Aphael tomó una profunda bocanada de aire, aún exhausto por el combate, y sintió las punzadas del aire incluso a través de los filtros.

—Nosotros hemos decidido excavar y sacarlos.

* * *

Alanegra había retomado su puesto en el trono de mando de la Nauro. Neiman volvía a ejercer de navegante de la nave en sus aposentos aislados y los kaerls que quedaban permanecían en sus puestos. Se había mantenido el curso, todavía a toda velocidad a pesar de que los motores sangraban combustible y refrigerante.

Había pasado un día terrano desde el encuentro con el hechicero de los Mil Hijos y su guardaespaldas mudo. Era un periodo sin importancia, que ni se correspondía con el ciclo diurno de Fenris ni con el ritmo natural de una astronave, pero al que de todas formas se aferraba la tripulación, pensando quizá que reflejaba algo de su humanidad esencial.

Fuera cual fuese la razón, veinticuatro horas no habían sido tiempo suficiente para que la Nauro recobrara el equilibrio. La reputación de la autoridad de Alanegra se había resentido. Todos los kaerls que se había llevado de caza consigo habían muerto y la tripulación era consciente de que el uso fortuito del ojo disforme del navegante era lo único que le había salvado la vida. En el transcurso normal de los acontecimientos, quizá ni siquiera eso habría dañado la posición de Alanegra entre la tripulación, pero todos estaban exhaustos, agotados por las infinitas exigencias a las que estaban sometidos. Así es como empezaron los rumores, lo bastante bajos como para que el que susurraba se sintiera seguro, pero lo suficientemente altos para que el agudo oído animal de Alanegra captara lo que se decía.

Los cotilleos y las quejas no le molestaban. Lo que le molestaba era el hecho de haber sido superado de una forma tan abrumadora por un lanzaconjuros malherido y un solo guerrero en armadura de combate. El encuentro debía haber ido mejor. El estaba en su elemento, acechando en las sombras, como debía hacer un explorador lobo. Debería haber detectado a los intrusos antes, haber preparado una emboscada y haberlos atrapado igual que los habían atrapado a ellos.

El hecho de que hubiera caído en el tiroteo de una forma tan obvia era peor que ser descuidado. Daba vergüenza.

Al menos, gracias al Padre de Todas las Cosas, el asunto no había terminado aún peor para él. El marine de Rúbrica había sido medio destruido por la mirada asesina del navegante. Cuando al hechicero le llegó la hora, lo último que quedaba de su energía vital desapareció y el torpe guerrero se tambaleó hasta quedar inactivo. Los motores consumieron sus restos y convirtieron el metal corrompido y los músculos rotos en combustible para sus calderas hambrientas.

Alanegra había pasado mucho tiempo pensando en los dos polizones desde entonces. El cuerpo del hechicero, a pesar de estar muy dañado por haber sido transportado sin ninguna clase de cuidado, era muy similar al suyo: fisiología expandida, osamenta fuerte y ancha, con una musculatura hiperdesarrollada y órganos modificados. En muchos aspectos, el cuerpo del hechicero se acercaba más al ideal de Adeptus Astartes que el de Alanegra, que era alto, delgado, desgarbado y poseía peculiaridades derivadas de la hélix.

Pero el marine de Rúbrica… Eso sí que había sido raro. Bajo la armadura fragmentada no había nada. Ni carne, ni huesos, sólo un pequeño montón de polvo gris. Alanegra había oído las historias, claro está. Los sacerdotes lobo declamaban las sagas de los restos sin sangre de la legión de Magnus, condenados por la brujería negra de Ahriman, el sin fe, a marchar para siempre con sus almas destruidas, así que no debería haberlo sorprendido. Debería haber sido rutina, otra rareza de la trágica y tortuosa historia de la galaxia.

Pero no se le iba de la cabeza. Por alguna razón, la idea de que los marines espaciales pudieran mutilarse así sólo para evitar un inexorable defecto en su constitución se le antojaba una abominación. Había cosas con las que simplemente había que lidiar. Los hijos de Russ tenían el Wulfen, el espectro oscuro del lobo que los atormentaba a todos por dentro.

Quizá los Mil Hijos sufrían un defecto similar. De ser así, no le habían hecho frente como hombres, sino que se habían convertido en monstruos. Cuanto más lo pensaba, más horrible le parecía.

«Ésa es la diferencia. Todas las antiguas legiones están corruptas, pero los lobos no huyen. Le hacemos frente a diario. Mantenemos el peligro cerca, lo usamos para hacernos fuertes. Hagamos lo que hagamos, eso debemos recordarlo».

—Señor.

Alanegra salió de su introspección. Georyth estaba ante él, en la plataforma de mando. Como todos los mortales a bordo, tenía un aspecto horrible. Llevaba el uniforme arrugado y mostraba unas oscuras ojeras bajo los ojos.

—Habla. —Alanegra arrastró la palabra; se sentía desfallecer. Llevaba días despierto.

—La búsqueda secundaria ha sido completada. No se han detectado más anomalías en ninguna cubierta.

—Bien. ¿Y los motores?

Georyth soltó una larga exhalación.

—Tengo personal trabajando en tres turnos sin cesar. Mantenemos a raya los peores incendios, pero no sé cuánto podremos aguantar.

—Necesitamos seis días.

—Lo sé. Si tuviéramos más hombres… —se calló lo que estaba pensando—. Pero no los tenemos.

¿Era aquello un reproche? ¿Le habría pedido Georyth que pusiera a los kaerls, si no estuvieran muertos, a trabajar en la sala de máquinas? Se le erizó el pelaje del enfado.

—Eso es, maestro —replicó—. No tenemos suficientes hombres. No tenemos suficiente antillamas, no tenemos suficientes piezas para reparar los daños en el conductor de plasma y tenemos un generador Geller sujeto con pinzas. Ya sé todo eso, así que no necesito que me lo repitan. Necesito que me digan lo que no sé. ¿Tienes algo más que decir?

El maestre dejó que le cruzara el rostro una poco frecuente expresión beligerante. En su estado de agotamiento, estaba listo para explotar a la mínima.

—Ya le he dado mi consejo, señor —respondió con frialdad.

Así que todavía defendía la cisterna de vacío. El hecho de que se lo mencionara dos veces era prueba suficiente de que Alanegra estaba perdiendo autoridad.

De repente, Alanegra se dio cuenta de que los servidores que operaban el puente bajo la plataforma de mando estaban escuchando con interés. Georyth estaba hablando por todos ellos. Era algo que habían planeado de antemano.

Le atravesó una sensación fría. Las implicaciones eran serias.

—Sé qué consejo es ése —respondió. Habló con claridad, sabiendo que podían oírlo en todo el puente, y dejó que un gruñido bajo y cortante terminara sus palabras. Fijó sus ojos, con las pupilas del tamaño de la cabeza de un alfiler, en Georyth, y separó los labios llenos de cicatrices para enseñar los colmillos—. Quizá mi instrucción previa sobre el asunto no quedara lo bastante clara. Esta nave tiene un propósito: entregar el mensaje al Gran Lobo Harek Ironhelm en Gangava y pedir que las tropas vuelvan a Fenris. No me importa si lo hace con todos los demonios del infierno correteando por las cañerías, o si tenemos que echar a los sirvientes a la caldera para mantener la velocidad, pero llegaremos, y llegaremos a tiempo.

Alanegra se inclinó hacia adelante en su trono, y alzó una garra con la que señaló directamente a Georyth. La expresión amenazadora de la cara del explorador hizo que el maestre se estremeciera visiblemente.

—Y que te quede claro: soy el señor de esta nave. Existe porque ésa es mi voluntad. Su wyrd está en mis manos, así como el de todos vosotros. Si detecto el más mínimo intento de minar mi voluntad para que la nave se rebele contra el propósito que se le ha ordenado, entonces no dudaré en infligiros el mayor grado de dolor. Mantendremos la velocidad. Mantendremos el programa de reparaciones. No nos caeremos de la deformidad. ¿Ha quedado claro?

El maestre asintió a toda prisa, pálido de miedo. Las medidas que había tomado con timidez para transmitir la insatisfacción de la tripulación se habían vuelto en su contra.

Alanegra sonrió, pero no era un gesto de amabilidad.

—Bien —confirmó en un tono que sólo ellos dos pudieran oír. El gruñido de amenaza todavía reverberaba en su voz, un simple eco de la barbarie que podía desatar si así lo deseaba—. Entre nosotros dos podemos hablar aún más claro. Quizá puedas transmitir ese sentir al resto de la tripulación. El primer mortal al que se le pase por la cabeza la idea de amotinarse en esta nave se topará con una aplastante bienvenida bajo mis garras. Le arrancaré la piel del cuerpo y la usaré para tapar las brechas del casco. No ayudará mucho a nuestra integridad, pero me hará sentir mejor.

Se echó atrás y se reclinó contra el duro acero del trono.

—Ahora márchate —gruñó—, y encuentra el modo de mantenernos con vida durante otros seis días.

* * *

Una figura se había formado sobre el altar. No era enteramente corpórea; Temekh podía ver el extremo de la sala de invocaciones a través de su piel translúcida. Aún era más preocupante que no fuera lo que se esperaba. No era el icono de un ojo en llamas que sus sueños le habían prometido, ni el colosal perfil de un primarca, vestido de rojo y oro y con un altísimo yelmo.

Era un niño. Un chico pelirrojo que llevaba puesta una camisola blanca y tenía un aspecto dolorosamente inmaduro.

—Señor —dijo Temekh, descendiendo por las Enumeraciones con rapidez.

Su trabajo no había terminado, y muchos días difíciles estaban aún por llegar, pero lo más duro había pasado. En ausencia de las interrupciones de Aphael, se habían hecho muchos progresos.

—Hijo mío —contestó el niño.

—No tenéis el aspecto que yo esperaba.

—¿Cómo creías que sería?

Temekh halló consuelo en el dialecto familiar. Había aprendido tiempo atrás que no había que fiarse de las apariencias. La forma de hablar de un hombre, sin embargo, era muy difícil de imitar.

—Más como aparecéis en la Torre. No estoy seguro de que los lobos encuentren este aspecto… amenazador.

El chico sonrió y la piel alrededor de su ojo cerrado se arrugó.

—¿Y qué te hace pensar que mi imagen en el planeta de los hechiceros tenga nada que ver con la realidad? Eres un corvidae, Ahmuz. Sabes que lo que vemos depende, en gran medida, de lo que queremos ver.

—Tal vez. En ese caso, yo quería ver un reflejo de vuestro verdadero poder.

—Mira bien.

Temekh se concentró. Quizá fuera una especie de prueba. Si lo era, no la entendía.

El niño parecía tan humilde como la leche, aunque el único y calmado ojo y la forma de expresión de adulto eran desconcertantes.

—Creo que sois sólo un fragmento, señor —dijo al fin—. Una posibilidad. A pesar de mi trabajo, representáis sólo los primeros pasos de un viaje.

—Muy bien —asintió el niño—. Gran parte de mí sigue en Gangava. Debe ser así, o la ilusión se romperá.

Temekh frunció el ceño.

—No lo entiendo, señor. Lo he intentado, pero los principios se me escapan.

El niño no pareció molesto.

—Ahriman era igual. A pesar de todos sus dones, escogió la solución errónea. No hay honor en permanecer inmóvil, en intentar combatir el poder del océano con hechizos. ¿Qué nos ha aportado? Cascarones vacíos esclavizados a los hechiceros. Hay una verdad superior en nuestra transformación, una verdad que necesitamos aprender a aceptar.

—El estar en todas partes y en ninguna.

—Me alegro de que lo recuerdes.

—Recuerdo los términos que usasteis, aunque sigo sin entenderlos.

El niño se encogió de hombros.

—Hay tiempo para que aprendas. Y también para Hett, Czamine y los demás. En cuanto las distracciones de este episodio hayan terminado, tendremos la oportunidad de volver a empezar.

Temekh hizo una pausa. Un pensamiento indeseable se le vino a la mente.

—No habéis mencionado a Aphael.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Es el mejor de todos nosotros, el más poderoso de aquellos que rechazaron a Ahriman.

—Y se hará aún más poderoso, más de lo que él mismo puede imaginar, pero no he alcanzado tal nivel de emergencia para hablar de su destino.

—No. Ya imaginaba que no.

—He venido a darte ánimos. He invertido mucho en ti, Ahmuz Temekh. La flota y el ejército que hemos reunido se marchitarán pronto; era su único propósito, y después nuestras metas serán distintas.

El niño sonrió. El gesto era simple pero transmitía un conjunto de sutiles emociones.

—No me falles, Ahmuz —dijo Magnus con suavidad— Es muy grave que un hijo le falle a su padre.

—No fallaré, señor —dijo Temekh, a sabiendas de a qué se refería y contestando a toda prisa—. Esa lección, al menos, ha sido bien aprendida.

* * *

A Gangava finalmente le llegó la hora, y las señales fueron enviadas a toda la flota. Sin un fallo, sin más ceremonia, los escudos sobre los portales de lanzamiento de las naves de guerra se apagaron. Oleadas de cápsulas salieron de los tubos de lanzamiento, cayendo en la atmósfera incandescentes como cometas. Varias cañoneras Thunderhawk las siguieron en escuadrones con forma de flecha, descendiendo en espiral a una velocidad formidable, con las proas bajando abruptamente en picado en su salto al aire cada vez más denso. Tras ellas llegaron las cápsulas de desembarco más pesadas, que caían de prisa y maniobraban con la ayuda de propulsores de chorro. Todas lucían el gris de los Lobos Espaciales, con bandas negras y amarillas y el emblema del hocico gruñendo en los flancos.

Había decenas de zonas de despliegue, todas ellas más allá del perímetro de la ciudad protegido por el escudo. Ironhelm tenía un ejército abrumador a sus órdenes y había situado sus tropas en consecuencia. Existían tres objetivos principales. Las instalaciones donde se generaba la electricidad habían sido detectadas en el sector noroeste del desarrollo urbano, y para destruirlas se habían asignado dos Grandes Compañías. Se desplegaron otras dos compañías para atacar los proyectores de escudo de vacío de la ciudad, situados en el suroeste y rodeados de formaciones defensivas pesadas.

El centro de la gigantesca ciudad era, 110 obstante, el premio gordo. Se había construido todo un distrito, de decenas de kilómetros, a imagen y semejanza de Tizca, con pirámides que se alzaban hacia el cielo polvoriento, aunque no eran los brillantes edificios plateados que resplandecían bajo los cielos pálidos de Prospero. En Gangava, la suciedad industrial teñía sus fachadas y tornaba los edificios del mismo rojo sucio que el resto del planeta. Desde el espacio, casi parecían orgánicos, como extrañas montañas geométricas que sobresalían del caótico entramado de bloques de habitáculos y manufactorums a su alrededor.

Magnus estaba en aquellas pirámides. Frei había vuelto a confirmarlo. Todos los sacerdotes rúnicos del capítulo podían sentirlo, podían sentir la horrible presencia acechando bajo las estructuras más grandiosas, contaminando el wyrd como una mancha de petróleo en el agua. Ironhelm lideró el ataque al objetivo central; tomó cinco Grandes Compañías y a la mayoría de los sacerdotes rúnicos del capítulo en una punta de lanza con una potencia de fuego colosal. Su punto de recalada estaba directamente al este de los límites del escudo de vacío, un tramo a cien kilómetros del fuertemente defendido corazón de la ciudad.

El tacticae de la Flota había estimado que cientos de miles de tropas, posiblemente millones si todos los civiles iban armados, estarían esperándolos tras extensas fortificaciones protegidos por emplazamientos de artillería. Los augures habían captado el movimiento de piezas de artillería móvil por las calles en convoyes, tapando cuellos de botella y bloqueando el paso en las autopistas principales. Fueran cuales fuesen las fuerzas que Magnus había reunido era obvio que estaban bien armadas y listas para entrar en acción, a pesar de carecer de cobertura orbital.

Las comunicaciones interceptadas daban una idea de la estrategia defensiva. Las órdenes estaban en clave, pero durante el bloqueo de Kjarlskar habían descifrado gran parte del código y había poco que los comandantes del ataque no supieran. Lo que habían interceptado dejaba claro que los habitantes de Gangava sabían perfectamente la furia que los esperaba. Su única respuesta eran los números. Números enormes. No podían soñar con acabar con los lobos en combate, por lo que planeaban desgastar a los invasores por pura inercia, arrastrándolos a fosos de alquitrán en los que morteros enterrados y cañones láser constituirían, o eso esperaban ellos, zonas de matanza.

Los habitantes de Gangava también hablaban en voz baja, por el miedo y el terror, de lo que había en las pirámides. Una y otra vez, la charla por el comunicador hacía referencia al Azote de los lobos. La primera vez que la oyó, la expresión pintó una sonrisa en el castigado rostro de Ironhelm.

—¿El Azote de los lobos? La vejez lo ha vuelto melodramático.

Se rieron a gusto cuando lo contó en el puente de mando de la Russvangum, rodeado de sus jarls, pero el tiempo de las risas había pasado. Cada guerrero de la primera ola se había entregado a su propósito con una clara y fría atención al detalle. Los ritos de odio se realizaron con sumo cuidado, se puso laca en las crines revoltosas en preparación de los cascos de combate, los bólters se revisaron y guardaron con veneración. No había sonrisas, ni piques escandalosos de los garras sangrientas, ni bromas desenfadas de los colmillos largos. Todos sabían lo que valía esta presa.

Entonces empezaron a caer las cápsulas, cortando en su descenso las turbulencias atmosféricas y el esporádico fuego antiaéreo procedente de los resplandecientes suburbios en tierra.

La cápsula de Ironhelm, bautizada Hekjarr, fue una de las primeras en llegar a la zona de aterrizaje oriental. Proyectó una enorme nube de polvo y suciedad al aterrizar en el planeta; la estructura de adamantio estaba al rojo vivo a causa de la fricción de la atmósfera. Con un leve estallido, los pernos de la escotilla saltaron y los segmentos exteriores del blindaje cayeron con estruendo sobre las paredes del cráter que había formado el impacto.

Los bólters de la parte superior descendieron y empezaron a disparar en cuanto los arneses de seguridad se soltaron y traquetearon de vuelta a su lugar.

Cuando las tiras de metal que sujetaban a Ironhelm se soltaron, el señor lobo corrió rampa abajo, al suelo de Gangava. El cielo nocturno era del color de la sangre vieja, estriado con las estelas negras de los vehículos de su capítulo que caían en picado. A su alrededor había edificios, largas torres negras de hierro que se inclinaban hacia adelante, unidas por puentes y tubos de tránsito de masas. Luces de observatorio serpenteaban en un valiente intento de dar a sus tiradores defensivos algo a lo que apuntar y las sirenas aullaban a lo lejos. El tamborileo entrecortado de las armas de fuego pesadas había empezado a acercarse a su posición, haciendo eco en los flancos de los precipicios que formaban las estructuras que lo rodeaban.

Ironhelm respiró hondo, disfrutando de los sonidos y aromas familiares de la guerra a medida que se filtraban a través de su casco. Las ganas de matar fluían por su sistema, preparándolo para las situaciones extremas y la violencia contenida que estaba al caer.

—Por fin ha llegado la hora, hermanos —gruñó, sopesando su espada gélida y activando el campo de energía con el pulgar—. Que empiece la matanza.