DOCE

DOCE

Freija se sentía como si hubiera caído en un trance inducido por las drogas. Le dolía el cuerpo tras la escaramuza y todavía podía notar la sangre que le chorreaba por las costillas. El haber venido hasta aquí había sido una locura. Tres de sus hombres habían muerto, todo para proteger a un hatajo de mestizos huidizos mientras su maestro hacía lo que tuviera que hacer en aquella cámara acorazada. Hasta la imponente visión de Bjorn, una figura de la que nunca estuvo segura que fuera más que un mito, sólo consiguió disminuir parcialmente la sensación de futilidad.

La Garra Implacable era sólo uno de los dreadnoughts a los que despertó Arfang. Otros habían emergido desde entonces, marchando en una procesión de aplastante y señorial majestuosidad. Pasaron horas en las que fueron despertados más venerables guerreros. Durante todo ese tiempo, la manada de bestias se mantuvo oculta en las sombras, rugiendo y esperando. No estaba claro cuántos eran; quizá un docena, quizá muchos más.

Freija no sabía de quién recelar más, de los horrores deformes del Subcolmillo o de las lúgubres estructuras sepulcrales de los muertos vivientes. Cuando los dreadnoughts atravesaban las puertas hacia la cámara, flexionaban sus puños titánicos y hacían molinetes con los gigantescos cañones automáticos. Incluso para los estándares de un capítulo salvaje, su aspecto era aterrador. Bufaban y resoplaban al moverse, lanzando nubes de humo por los tubos de escape bajo gruesas capas de armadura. Todos llevaban grabadas antiguas runas e iban envueltos en pieles milenarias, ennegrecidas por el tiempo y áridas como la piedra. A medida que cada uno de ellos entraba en la cámara, el aire vibraba un poco más por las rugientes sacudidas de sus motores.

Bien hecho, dijo Bjorn.

Bjorn no había dicho nada desde que llegó, y meditaba melancólico en solitario. De vez en cuando alzaba su enorme garra relámpago y hacia girar las cuchillas, como si se estuviera recordando a sí mismo algo del pasado remoto. Ninguno de los mortales se atrevía a acercarse a él, aunque las bestias, sí. En silencio, con la cabeza gacha, babeando. Se mostraban sumisas ante él, como cachorros de la manada rindiendo homenaje al macho alfa.

Cuando se arrastraron por la escasa luz de las puertas abiertas de la cámara, Freija pudo distinguir mejor sus siluetas. Eran un surtido variopinto de formas bestiales, todas jorobadas y extrañas. Había destellos de metal entre pelo y tendones en movimiento. Uno con forma de lobo carecía por completo de ojos visibles en su rostro liso, otro tenía garras de acero y un tercero mostraba una sonrisa casi humana en sus fauces repletas de dientes. Todos eran titánicos, tan grandes como los lobos de Fenris que acechaban desde los lugares elevados, aunque ninguno poseía su gracia salvaje.

No los mires. Se lo toman como un desafío.

La voz resonó por encima de su hombro, casi tan profunda y mecánica como la de Bjorn. Freija se dio la vuelta y vio la silueta de otro dreadnought en la oscuridad. Por lo que observó, tenía el mismo aspecto que los demás: enorme, anguloso, con un zumbido constante de amenaza inminente. Quizá éste estaba menos cubierto de cicatrices de guerra, un poco más limpio, pero sólo un poco. Pudo distinguir la runa Jner, «Orgullo», en su colosal pierna cubierta por una armadura.

—Gracias, señor —respondió Freija con humildad, sin mostrar la amargura en su voz. Tal vez habría sido mejor que se lo hubieran dicho antes de pedirle que vigilara este lugar. El amor que sentían los lobos por el peligro exuberante era demencial. ¿Por qué, por el amor de todos los infiernos, se toleraban tamaños horrores en el Aett?

El dreadnought caminaba pesadamente junto a ella. Se quedo inmóvil por un instante, inescrutable tras su exterior carente de expresión. Apestaba a combustible y a gases de tubo de escape.

Eres mortal. ¿Por qué no hay guerreros del cielo aquí?

«Buena pregunta».

—Tienen las manos ocupadas, señor. El Aett está bajo ataque.

El dreadnought no respondió de inmediato. Su forma de hablar era lenta y entrecortada.

Bajo asalto, repitió, como si fuera un concepto difícil de entender.

El dreadnought se sumió en sus pensamientos. Una hilera de luces brilló en sus flancos. Quizá fueran algunos sistemas que la edad había hecho más lentos y que por fin se ponían en línea. Cada uno de sus movimientos era pesado, vacilante y tardío.

«Y yo que pensaba que las mañanas no eran lo mío».

Una bestia del Subcolmillo se acercó a ellos en ese momento, doblada por la cintura. Freija se puso tensa y levantó su arma.

Déjalo.

Freija mantuvo la boca de la pistola apuntando al montón de pelo y dientes. Tenía los ojos ámbar pálido y brillaban en la oscuridad. Notó que tensaba la mandíbula.

He dicho que lo dejes.

Despacio, bajo el arma. La bestia no le prestó atención, pero efectuó ante el dreadnought los mismos gestos de humillación que los demás habían hecho ante Bjorn.

—¿Qué son estas cosas? —preguntó Freija, que contemplaba perpleja la singular escena.

Eres curiosa.

Freija se estremeció por dentro.

—Eso me han dicho, señor. Es una debilidad e intentaré corregirla.

Así debe ser.

La bestia lanzó una única e indescifrable mirada a Freija, que retrocedió tímidamente hacia la penumbra. Mientras los pistones que se movían con suavidad cuando la bestia caminaba.

Son armas, mortal. Todos somos armas. Incluso tú, a tu manera, eres un arma. Que eso te baste.

—Sí, señor —asintió Freija con una reverencia. Pudo sentir cómo le ardían las mejillas de enfado ante la evasiva.

«¡Mis hombres han muerto por tus malditos misterios!»

Me llamo Aldr. En vida era un garra sangrienta, aunque el Largo Sueño ha… cambiado eso.

Su sinceridad fue una sorpresa. Freija no sabía qué contestar. El entablar conversación con un dreadnought no formaba parte de su entrenamiento. ¡Russ, ya era bastante duro hablar con los marines espaciales corrientes!

Es mi primer despertar. El proceso es difícil. Cuéntame sobre el mundo de los vivos. Me ayudará.

—¿Qué desea saber, señor?

Hubo una pausa. En las profundidades de la cámara, Arfang seguía ocupado. Freija no tenía ni idea de cuántos de los venerables caídos se guardaban allí abajo, ni cuántos más tenía pensado despertar. El proceso podía estar a punto de terminar o quizá quedaran todavía horas por delante.

Todo, respondió Aldr. Su lenta y pesada voz parecía teñida por una nota de impaciencia. O tal vez fuera desesperación. El intenso anhelo era casi infantil.

Cuéntamelo todo.

* * *

—¡Fenrys hjammar koldt!

Odain Sturmhjart rugió los maleficios hasta que los pulmones se le quedaron en carne viva. Estaba en pie frente a la devastada Puerta del Fuego Sangriento, con el báculo firmemente agarrado con ambas manos, posicionando y reagrupando la furia de la vorágine. El campo de batalla se estaba oscureciendo bajo el sol de Fenris, esa vieja bola de sangre que daba nombre al portal se hundía lentamente en el horizonte serrado. El cielo ya era de un oscuro color rojo vino, salpicado por rastros de humo y la parpadeante iluminación de fuegos de promethium. El granizo golpeaba con fuerza, montado en remolinos letales por la maestría del sacerdote rúnico.

¡Hjolda! —aulló, enseñando los colmillos, sintiendo el apabullante poder de su llamada responder las invocaciones. Rayos blancos como el hielo y resplandecientes de energía espectral embestían en los albores del granizo, atravesando las líneas enemigas y destrozando columnas enteras de hombres y vehículos allá donde caían.

Frente a él, la infantería de los lobos había cargado contra las formaciones invasoras más avanzadas, obligándolas a retroceder desde la brecha. Los Cazadores Grises se abrían paso a mandobles y puñetazos a través de regimientos enteros de tropas mortales de Prospero, con el refuerzo del fuego de largo alcance de los Colmillos Largos y los escuadrones de kaerls con armas pesadas. Los Garras Sangrientas corrieron a la batalla junto a ellos, aullando en un frenesí de ansia asesina destilada, flanqueados por los rugidos de las formaciones de Land Raider y líneas de kaerls. Protegidos y al amparo del control sin igual que Sturmhjart ejercía sobre la tormenta, los lobos tenían espacio para matar y lo hacían con gusto. La magia de los hechiceros de los Mil Hijos había fracasado y no había podido hacer nada para responder al violento ataque del sacerdote rúnico en las horas posteriores a la caída de las puertas, ocupado en defender a sus propias tropas de la furia de los elementos.

Por todo eso, la posición de Fenris era precaria. Los lobos luchaban como los semidioses que eran y arrasaban compañías enteras de mortales, pero había miles y miles de tropas tan sólo en la vanguardia enemiga. Demasiado a menudo, un denso amasijo de rayos láser derribaba a un cazador al instante, o el proyectil de un tanque daba en el blanco con una fuerza que hacía añicos una armadura. Cada vez que un guerrero del cielo caía, una punzada de ira frustrada henchía el pecho de Sturmhjart y el majestuoso remolino de la tormenta se elevaba a un nivel letal superior.

Estaban perdiendo terreno. Perderían más terreno durante la noche, y perderían terreno mientras lucharan hacia el alba. Los marines traidores habían conseguido llegar a las primeras líneas y se habían unido a la batalla. Eran el reflejo opuesto de los Vlka Fenryka, igual de letales pero completamente distintos en el método. Mientras que los lobos luchaban con una habilidad exuberante, llamativa, exultante en su destreza bruta, los Mil Hijos llegaron en silencio al campo de batalla, marchando como extraños fantasmas animados coronados de bronce. Había ya demasiados como para poder contenerlos, decenas más de los que los defensores eran capaces de contrarrestar, y llegaban tropas adicionales a la zona de contacto cada hora.

Con este pronóstico por delante, los guerreros de la Duodécima luchaban con un celo que llenaba de orgullo salvaje el corazón de Sturmhjart. No se daba cuartel, no se pedía ni se contemplaba. Los lobos se lanzaban al combate sin tener en cuenta nada más que el dolor que podían infligir a un enemigo al que odiaban más que palabras había para expresarlo. Cuando el sol finalmente se hundió en el horizonte, Sturmhjart vio a un cazador gris solitario embestir contra un escuadrón entero de marines de Rúbrica, su hacha de energía brilló en la oscuridad antes de desaparecer en un bosque de armaduras zafiro. La maniobra le costó la vida, pero le dio a una compañía de kaerls tiempo para retirarse a una zona elevada y establecer nuevas posiciones de tiro.

Fue amargo, tan amargo como la hiel, perder hermanos guerreros en una causa como aquélla. La retirada completa llegaría en su momento, y entonces el terreno se cedería al enemigo.

Pero todos conocían el marcador. Iban a pelear por cada metro de piedra, cada roca, cada trozo de hielo ennegrecido, hasta que por ellos corrieran ríos de sangre enemiga. Era el modo de Fenris, como lo había sido desde los albores del Imperio, y como lo sería siempre.

Sturmhjart echó un vistazo rápido por encima de su hombro, hacia atrás, a las devastadoras ruinas de las puertas. Los orgullosos arcos habían quedado reducidos a escombros, salpicados de gigantescos dinteles caídos, como megalitos. A la luz de los disparos pudo ver escuadrones de kaerls que se apresuraban al frente, muchos de ellos cargaban cajas con munición de repuesto. Algunas contenían proyectiles para bólters. Esos porteadores arriesgarían sus vidas con tal de llevar su carga a los lobos en la línea del frente.

Sturmhjart vio la mirada de fiera determinación en sus ojos mortales.

«Sin miedo. ¡Por la sangre de Russ!, no tienen miedo».

Más atrás, bajo el arco caído de la Puerta del Fuego Sangriento, más kaerls estaban trabajando en las salas que había tras él. Sturmhjart sabía lo que estaban haciendo y se le heló la sangre en las venas.

Valía la pena. Los sacrificios valían la pena. Éstas eran las hogueras en las que se forjaba la fe.

Volvió a centrar su atención en el campo de batalla. Hasta donde alcanzaba la vista, el vasto plano estaba plagado de enemigos. Su campo visual estaba lleno de líneas de infantería, salpicadas de robustas formaciones de acorazados móviles.

De forma inexorable, inevitable, el enemigo los estaba llevando de vuelta a las puertas.

—Aún no habéis llegado, bastardos sin fe —gruñó Sturmhjart, haciendo girar su báculo y extrayendo más poder de la tormenta. Los rayos se arquearon en el cielo, destrozaron una columna de lentos porteadores y lanzaron los vehículos por los aires, al viento castigado por el granizo.

Por primera vez desde la guerra orbital, Sturmhjart volvió a sentirse él mismo. Durante demasiado tiempo se había revolcado en la culpa y en la necesidad de expiarla. Su fracaso para predecir el ataque supuso un duro golpe para él, lo que llevó a su pletórico espíritu lobo al desconocido reino de la duda.

«Basta. Mi alma vive para esto».

El ejercicio de poder fue catártico. Cuando gobernaba los elementos por la causa de una muerte justa, la sangre le corría tan caliente como el mjod.

Sintió el avatar de la hélix, las bestias de flancos grises que merodeaban por los corredores de su mente, sus garras curvadas de placer salvaje.

Miró hacia arriba. Una formación de tanques enemigos estaba descendiendo de la noche oscura, con los motores en marcha y preparando las armas para abrir fuego. Habían fracasado en sus intentos por acabar con él mediante la hechicería y ahora empleaban armas más convencionales.

—Adelante —gruñó Sturmhjart, invocando el infierno que borraría al escuadrón del cielo. De su báculo manó fuego wyrd a chorros, poseído por el poder de tamaña ferocidad en estado puro; el mero hecho de sentirla le hizo sonreír.

Para cuando los tanques estaban en posición de tiro, Odain Sturmhjart, gran sacerdote rúnico del capítulo de los Lobos Espaciales estaba riéndose con todo su antiguo poderío forjado en combate.

Doce dreadnoughts habían emergido para cuando Arfang terminó sus ritos. Acechaban en las sombras con los motores retumbando. Los servidores iban de aquí para allá a su alrededor, ajustando rodamientos y engrasando piezas de metal expuestas al aire. Las enormes máquinas esperaban pacientemente, como bestias gigantes de las llanuras tolerando las atenciones de los parásitos limpiadores.

—No puedo hacer más, señor —anunció Arfang, inclinándose hacia el perfil más poderoso de todos—. Han atravesado ambas puertas y están bajo ataque. El jarl Greyloc requiere de nuevo de mi presencia en la superficie.

Lento y torpe, Bjorn giró el torso para mirar frente a frente al sacerdote de hierro.

¿Greyloc? ¿Vuestro Gran Lobo?

—El jarl de la Duodécima. Tan sólo una compañía permanece en el Aett. El capítulo ha sido llamado a Gangava, donde se ha localizado a Magnus el Rojo.

Un largo gruñido brotó de Bjorn al escuchar aquel nombre, un estruendo mecánico que emanaba del interior de su núcleo.

Infórmame mientras ascendemos. Tus nuevas me enfurecen, sacerdote de hierro. Se me debió haber consultado antes de hacer esto.

La voz del venerable dreadnought había perdido su lentitud subyacente. De forma gradual, dolorosa, la inteligencia milenaria que albergaba estaba despertando a su estado de plena consciencia. Había algo poco familiar en el acento que empleaba, incluso a pesar de estar filtrado por capas de generadores de voz. Cada sílaba que Bjorn pronunciaba resultaba antigua en cierto sentido, la encarnación de una era que ya había pasado.

Freija se encontró maravillada ante esa forma de hablar. Se le erizaba la piel de anticipación. Era irascible y severa, tan dura como las raíces de granito de la montaña, pero había otra cosa: la misma cualidad que tenía la voz de Aldr.

«Los paraliza la culpa. La oscuridad, el frío. Ha entrado en sus almas».

Arfang se inclinó ante Bjorn a modo de disculpa y volvió a su báculo. Se oyó un pequeño clic cuando algo en los mecanismos de su coraza comunicó una señal a los servidores. Se pusieron en fila. Todos aquellos horrores medio humanos habían sobrevivido intactos.

No como los soldados de Freija. Tres de ellos yacerían en la oscuridad al menos hasta que la batalla en la superficie hubiera cesado, sin incinerar y sin que se pronunciaran los ritos.

Arfang lanzó entonces una mirada a Freija.

—Es hora de volver, huskaerl —dijo. Su voz era tan metálica y cortante como siempre, pero denotaba un cansancio que no podía ocultar. Lo que hubiera estado haciendo en aquella cámara lo había llevado al límite—. Has venido a través de la oscuridad profunda. Mis servidores están intactos.

Freija sintió una punzada de amargura ante esa afirmación tan osada. Estaba rodeada de monstruos deformados y fantasmas del pasado, todos ellos indiferentes a cualquier cosa que no fueran sus propias preocupaciones misteriosas. Mientras buscaba las palabras adecuadas estuvo a punto de responder con demasiada sequedad, cosa que habría sido un gran error.

Afortunadamente para ella, las siguientes palabras de Arfang contuvieron su respuesta. Fijó en ella la mirada, aunque lo que pasara por aquel casco de metal cubierto de cicatrices era, como siempre, indescifrable.

—Gracias —respondió con aspereza.

Entonces se dio la vuelta y se encaminó por la antecámara hacia los túneles. En su despertar, la procesión de dreadnoughts se estremeció sobre sus servos y se puso en marcha. Con un chirrido de motores que habían estado sin funcionar durante mucho tiempo, los gigantescos cascos acorazados se pusieron en fila. Las bestias del Subcolmillo, todavía amedrentadas por su presencia, permanecieron en las sombras, contemplando la desgarbada procesión de las máquinas de guerra.

Uno de los hombres de Freija se le acercó.

—¿Y ahora, huskaerl? —susurró por el canal de la misión.

Por un instante, Freija no supo qué contestar. Entonces se sacudió de encima la sorpresa ante la breve concesión a la cortesía de Arfang y puso a sus skjoldtar en posición.

—Manteneos cerca, kaerl —dijo—. No os acerquéis a las bestias, pero tampoco las incomodéis si os siguen.

Freija hizo una mueca al recordar de lo que eran capaces. La situación en general era una locura tan grande que no había palabras, pero no se podía hacer más que sobrellevarla. Por encima de todo, su escuadrón todavía necesitaba liderazgo.

—Marcharán igual que todos —dijo, mirando la silueta angular de Aldr ponerse en fila entre los otros dreadnoughts—. A la guerra.

* * *

Los Garras Sangrientas volvieron al ataque, saltaron por encima de cantos rodados y atravesaron el terreno escabroso. Brakk iba en la vanguardia, con el cuerpo bajo, zigzagueando entre cañonazos. Aunque el alba se acercaba, todavía estaba oscuro, y las cuestas que conducían a la Puerta del Amanecer tan sólo estaban iluminadas por los fuegos de plasma que todavía ardían por las laderas del Colmillo.

—¿Cansado, hermano? —preguntó Puñoinfernal, que entró en zona de contacto y de un golpe envió a un soldado de Prospero tres metros más atrás, de vuelta con sus aterrorizados camaradas.

—De ti, sí —respondió Rojapiel, dándose la vuelta para disparar a una línea de mortales antes de accionar su espada sierra—. Por lo demás, estupendo.

Puñoinfernal se rió, y se sumergió entre las ondulantes filas con su atronador puño de combate.

—Me echarías de menos —dijo, atrapando a un soldado en retirada y aplastándolo contra el suelo con tal ímpetu que le rompió la espina dorsal—, si no estuviera aquí.

Aunque ninguno lo admitiría nunca, estaban nerviosos. La batalla ya llevaba horas, una carnicería en la que los lobos habían ido perdiendo terreno de forma constante, obligados a retroceder hacia sus propias puertas en ruinas con una inevitabilidad deprimente. A pesar de que los garras habían lanzado carga tras carga y habían roto las filas enemigas con cada embestida, no había sido posible mantener el terreno. Había demasiadas columnas de artillería disparando aplastantes cortinas de fuego, demasiadas tropas listas para llenar los huecos.

Y demasiados marines de Rúbrica. Incluso cuando la manada de Brakk superó su oposición mortal, más gigantes de color zafiro surgieron de la oscuridad para plantarles cara, con sus armas de energía brillando entre las sombras.

—¡Escoria traidora! —bramó Puñoinfernal, corriendo hacia ellos en cuanto vio la silueta con armadura que tanto odiaba. Su voz estaba bañada en el desprecio.

Rojapiel estuvo junto a él en un instante, y los dos guerreros se abalanzaron sobre el marine de Rúbrica juntos, golpeándolo y haciéndole perder el equilibrio. Hubo un murmullo de choques y golpes secos cuando más garras sangrientas se lanzaron al combate, bramando su furia con un maremoto de fervor.

Y entonces Brakk apareció entre ellos, blandiendo su espada en enormes arcos mortales. El guardián del lobo había permanecido tan silencioso como siempre en el canal de comunicación, pero su presencia se hizo notar. Se plantó frente a un marine de Rúbrica y sus hojas chocaron con un retumbante golpe atronador. Las cuchillas gemelas de metal bailaron, casi borrosas a causa de la velocidad, atacando y defendiendo con un control y una fuerza que dejaba boquiabierto.

Puñoinfernal y Rojapiel mantuvieron su propio ataque e hicieron retroceder al marine de Rúbrica un paso más. Rojapiel lanzó una estocada baja al tiempo que Puñoinfernal atacó por arriba con su campo disruptor. Si su adversario hubiera sido humano, habría muerto al instante. Pero el traidor bajó su espada y rechazó la atronadora hoja mecánica antes de esquivar con pericia el fuerte puñetazo de Puñoinfernal. Enderezándose, el marine de Rúbrica disparó una ráfaga de fuego bólter a Rojapiel que derribó de espaldas al garra sangrienta y lo dejó fuera de combate.

De repente, Puñoinfernal estaba solo. Durante una décima de segundo vio la cara de su enemigo iluminada por la tormenta. El yelmo-máscara era muy antiguo. Una luz fantasmal verde pálido sangraba de sus lentes.

El guerrero que había en su interior había luchado durante siglos, igual de desapasionado, con la misma habilidad. Había algo espeluznante en aquel rostro mudo; la irreversible corrupción de lo que antaño había sido la apoteosis de la humanidad.

Por un instante, Puñoinfernal se quedó petrificado, impresionado por la visión de aquello en lo que los Adeptus Astartes podían convertirse. Su propio reflejo era visible en aquellas horribles lentes.

—¡Maleficarum! —bramó una voz cercana, apremiante y desesperada.

Una nueva figura se lanzó contra el marine de Rúbrica, y lo hizo retroceder. Puñoinfernal negó con la cabeza mientras se recobraba, ardiendo de vergüenza.

«Me habría matado».

Volvió a ponerse en acción. Brakk era el que lo había salvado. Aislado y fuera de posición, el guardián del lobo se llevó por delante tres marines de Rúbrica él solo, incluyendo al que había tumbado a Puñoinfernal. El viejo guerrero luchaba como una fiera de las de antes, armado con la temible espada Dausvjer, sus pieles ennegrecidas al viento. Su puño libre dio un puñetazo que hizo añicos la máscara de serpiente de un traidor al tiempo que su espada se hundía profundamente en la armadura de otro.

—¡Por la sangre de Russ! —gritó Puñoinfernal, corriendo en su ayuda, sintiendo como la fuerza en su puño de combate explosionaba de vuelta a la vida con un rugido.

Llegó a tiempo de ver a Brakk partido en dos. La placa del yelmo explotó en pedazos por el fuego bólter a bocajarro mientras el tercer marine de Rúbrica le clavaba su hoja bajo la placa del pecho. Más traidores se apilaron sin hacer ruido, cortando y despedazando como carniceros, tan impasibles en la victoria como en la derrota.

—¡Morkai!

Puñoinfernal saltó entre ellos, sobrecogido por un alud de horror y de culpa. El lobo de su interior aulló, con las fauces abiertas de par en par y los ojos en blanco. La sangre le hervía en las venas, veía estrellas negras de afiladas aristas. Olvidó su adiestramiento, olvidó la técnica, lo olvidó todo salvo la ira. Sólo sentía sus miembros moverse, golpeando con una velocidad terrorífica y antinatural. Vio a los marines de Rúbrica desperdigados bajo sus mandobles, convertidos en cáscaras vacías bajo sus golpes devastadores.

En algún lugar, muy adentro, sus labios se apartaban dejando al descubierto los dientes amarillos.

—¡Kyr!

Podrían haber pasado segundos, podrían haber pasado minutos. El combate lo reclamaba, lo transformaba en una enloquecida máquina de matar. Mataba y mataba y mataba.

—¡Kyr!

Los sonidos de la batalla desaparecieron en un solo rugido de locura, un continuo de rabia animal. El era el lobo. El lobo era él. La barrera había caído.

—¡Kyr!

Un nuevo adversario apareció frente a él, grande como una montaña, con los ojos rojos. Puñoinfernal se tensó para saltar, listo para arrancar la garganta del monstruo con sus dientes, para bañarse en sangre caliente, para bebérsela y aliviar el dolor acuciante…

Un enorme guantelete se enroscó en su brazo y lo detuvo. Durante un segundo. Puñoinfernal siguió empujando hacia adelante, consumido por la rabia asesina, perdido en el frenesí del derramamiento de sangre.

—Kyr, hermano. Vuelve.

La voz era firme, implacable.

La visión de Puñoinfernal se aclaró. Lo había inmovilizado un descomunal guardián del lobo con armadura de exterminador gris cañón: Tromm Rossek. Sus lentes rojas como la sangre del corazón, su puño sierra listo para acabar con él. Estaban rodeados por los restos destrozados de los marines de Rúbrica. Las placas de sus armaduras estaban esparcidas como si un huracán hubiera hecho picadillo el escuadrón.

La sangre de Puñoinfernal seguía bombeando en sus venas. El horror seguía fresco. El lobo todavía lo llamaba, todavía lo invitaba a abrazar la dulce locura.

—Se ha ido, garra sangrienta. Ahora nos retiramos. No dejaré que más guerreros mueran en balde ante mis ojos.

Su voz estaba cargada de pesar. No admitía discusión.

¿Cuánto tiempo había permanecido en aquel estado de locura? Puñoinfernal miró la pantalla de su casco. Su escuadrón estaba mermado. Incluso ahora, más señales enemigas se estaban acercando a su posición, atraídas por la carnicería.

—Si te quedas, el lobo se adueñará de ti.

Puñoinfernal sabía que era cierto. Nunca había estado tan cerca. Rojapiel se había reído antes de los Wulfen; hacía chistes malos sobre los aulladores locos cuando los sacerdotes no podían oírlo.

Ahora lo había visto. Ahora había visto en qué podía convertirse.

Puñoinfernal desactivó el campo disruptor del puño y la energía se apagó. El cuerpo de Brakk yacía, en pedazos, bajo sus pies. Se había subido a él, perdido en sus ganas de matar. El frenesí había terminado y se sentía exhausto.

Mareado.

Se agachó y recogió a Dausvjer de las manos rígidas del guardián del lobo. No tenía ni una mancha de sangre, sólo había sido usada contra los cascarones vacíos de los marines traidores. Al menos recuperaría esto.

Rossek asintió en señal de aprobación. Luego se marchó, de vuelta a las puertas. A su alrededor, los lobos retrocedían. Los pasos elevados se habían perdido.

Temblando, su alma se retorcía a causa del estupor y el sufrimiento. Puñoinfernal dio media vuelta para seguir a los guardianes del lobo. Al hacerlo, acribillado renqueó hasta él. El peto del garra sangrienta estaba abierto de par en par y estampado de agujeros de bólter. Su respiración era húmeda y crepitante, como si todavía le saliera sangre por la boca.

Apoyó torpemente su guantelete en el hombro de Puñoinfernal.

—Hermano —dijo.

En el pasado, tras una batalla, los dos garras sangrientas siempre le habían quitado hierro a lo que hubieran visto. Era su estilo, su forma de rendir homenaje a la energía vital que corría por sus venas genéticamente modificadas.

Esta vez no. Cuando Rojapiel habló, la única emoción era el respeto; un respeto horrorizado y cauteloso.

* * *

La retirada había sido bien planificada y no cundió el pánico cuando se produjo. Los kaerls se disgregaron primero, de vuelta a los refugios precarios y a las puertas devastadas, acosados por los disparos que los perseguían. Los lobos llegaron después, enfrentándose al enemigo, disparando a la altura de la cintura y listos para castigar la menor intentona de meterles prisa. Los sacerdotes lobo de Hojadragón, tan sólo cuatro incluyendo al mismísimo perro viejo, fueron los que más aguantaron, y recogieron toda la semilla genética que pudieron antes de empezar a retroceder. Los escuadrones de colmillos largos aumentaron la cobertura de artillería, pero era a todas luces insuficiente. Los emplazamientos en los acantilados alrededor de las puertas habían desaparecido en su mayor parte, aniquilados por el volumen de proyectiles y rayos láser de la artillería enemiga.

Aunque la vanguardia de los Mil Hijos había salido malparada por la ferocidad de las problemáticas tropas defensoras, estaba claro que por presión numérica mantenía su cohesión. Cuando las vías de acceso a las descomunales puertas fueron finalmente tomadas, vehículos de transporte aseguraron su camino hasta el frente, descargando aún más compañías de soldados mortales en la zona de combate. Entre ellas estaban los marines de Rúbrica, ahora cerca de la centena, a los que guiaban los hechiceros protegidos a sus espaldas. Con la retirada de Sturmhjart y Rompenubes, el terreno estaba de nuevo despejado para ellos, y centelleantes escudos cinéticos encapsulaban a los rangos de la avanzadilla. La tormenta que tanto daño había causado comenzó a amainar y soplar sin fuerza.

Greyloc observaba cómo sus últimos ejércitos cubrían la Puerta del Amanecer y desaparecían en el Colmillo. Estaba sobre un afloramiento de piedras apiladas justo bajo la zona resguardada de la brecha. Sus garras todavía vibraban de energía. Los dos corazones le latían con fuerza y tenía el aliento entrecortado. Había peleado duro, quizá más que cualquiera de sus guerreros. Como siempre, la tentación había sido ceder a la alegría inherente, olvidar las demandas estratégicas de la batalla y de la gloria por la emoción inmediata de la caza.

«Soy un jarl. Debería estar por encima de estas cosas».

Quizá lo sobrecompensaba. Conocía la reputación que tenía entre los Garras Sangrientas, y era posible que se esforzara demasiado por corregir la imagen de frialdad. De ser así, tampoco valía la pena.

En cualquier caso, al final había dado la orden. Los pasos elevados habían sido evacuados y enjambres enemigos se dirigían a las puertas abiertas del Colmillo. Los más cercanos estaban a tan sólo unos pocos metros de distancia. Les habían hecho pagar por el ataque a la cuesta, pero sólo el destino diría si habían pagado suficiente.

—¿Cómo está Fuego Sangriento? —pronunció Greyloc con calma, mirando las filas de la avanzadilla enemiga acercarse hacia él.

—Despejada, jarl —fue la respuesta de Skrieya desde el extremo más alejado de la montaña.

—Bien. Estás al mando allí.

Con un último gesto desafiante, se retiró al fin de su posición y bajó hacia la enorme garganta de las puertas.

De nuevo a cubierto, se movió con rapidez, corriendo desde las zonas devastadas a los espacios acorazados de los vestíbulos de la entrada. Pasó junto a enormes estatuas en la oscuridad intermitente, guerreros de antaño de rostro imperturbable decoraban el pasaje al interior de la montaña. Runas de intimidación y destrucción habían sido grabadas en roca viva sobre sus cabezas. Nunca ningún enemigo vivo había visto aquellas estatuas ni había puesto los pies en los portales sagrados. Aunque en unos instantes cientos de enemigos pasarían en tropel junto a las tallas, corriendo para terminar lo que habían empezado en los pasos elevados.

No encontrarían oposición. Las salas estaban vacías. No se habían construido barricadas, no se habían excavado fosos, no se habían preparado emplazamientos para la artillería. A medida que Greyloc se apresuraba hacia el corazón de la montaña, sólo sus pesados pasos resonaban en el suelo irregular.

Un kilómetro después, el túnel terminó y Greyloc salió a una cámara acorazada alta iluminada por crepitantes hogueras. Era el lugar en que se dividían los caminos, donde la única ruta de entrada al Colmillo se ramificaba en otros corredores y en huecos de ascensor. El gran sello de Russ colgaba de una gigantesca cadena en el centro.

Aquí esperaban los defensores. Estaban Rossek y Rompenubes, Rojk y Hojadragón. Todos se erguían desafiantes, esperando la llegada de su señor. Los lobos supervivientes también estaban allí, recargando armas y reparando a toda prisa sus armaduras. Más atrás, tropas mortales iban de un lado para otro, haciendo lo posible por estar a la altura de las expectativas de los implacables huskaerls. Entre ellos estaban los camilleros, que apartaban a los heridos del frente y los llevaban hacia el corazón de la ciudadela. Las cureñas de artillería rotaban en posición de disparo, con los cañones apuntando fijamente al arco por el que Greyloc acababa de entrar.

Ninguna de esas cosas llamó la atención de Greyloc al entrar en la cámara. Una sola figura alta dominaba el amplio espacio, reduciendo incluso a los guerreros con armadura de exterminador a sombras pálidas e infantiles. En el centro de la sala, justo bajo el sello de Russ, estaba la leyenda.

En cuanto miró a Bjorn, Greyloc sintió que la esperanza renacía de nuevo en su corazón.

Sin pensar en el honor o en los derechos, cayó de rodillas.

—Ha respondido a la llamada, señor —dijo, y había alegría en aquella voz cansada.

El dreadnought bajó su garra y lentamente le hizo un gesto para que se levantara.

¿Eres el jarl Greyloc?

—Lo soy —respondió el señor lobo, poniéndose en pie.

¿Y es aquí donde planeas resistir?

Tras pronunciar Bjorn aquellas palabras, los primeros sonidos de persecución empezaron a llegar por el corredor a la espalda de Greyloc. Se oían miles de pisadas a lo lejos, un crescendo de gritos de guerra enfervorecidos procedentes de tropas que intentaban retomar la masacre que la retirada de los lobos les había negado.

—No.

Bjorn no dijo nada, pero inclinó el torso en un gesto inquisitivo, casi humano. Greyloc sonrió y asintió hacia Hojadragón.

—Ahora, Thar —dijo.

El sacerdote lobo cogió un detonador y presionó la runa de control.

Las explosiones se produjeron al instante. Descomunales bolas de fuego manaron por los túneles de un kilómetro, rompiendo las rocas que los rodeaban y derrumbándose sobre ellos. El fuerte y seco estampido de la detonación fue rápidamente reemplazado por el inmenso rugido de los pesados techos al caer y enterrar a los invasores que habían logrado entrar.

Una marea de escombros voló al interior de la Cámara del Sello y trajo consigo los últimos gritos de aquellos que habían quedado sepultados. Fuera del Colmillo, enormes columnas de polvo negro se elevaron desde las puertas del Fuego Sangriento y del Amanecer. Rocas sueltas de la entrada rodaron por las laderas y causaron estragos entre las compañías de soldados que se preparaban para seguir a sus camaradas al interior.

Los flancos de la montaña temblaron. Siguieron los últimos estertores de las explosiones del interior. Luego, las nubes de polvo se perdieron en la noche, deshilachadas por el viento moribundo de la tormenta.

El Colmillo estaba sellado.

Bjorn miró a Greyloc. El señor lobo le devolvió la mirada.