ONCE

ONCE

Aphael miró hacia arriba. La furia de tormenta martilleaba contra el escudo cinético. La barrera translúcida se estiraba como si fuera de tela bajo los repetidos impactos. El poder de los sacerdotes de los perros era impresionante, pero aquél era su mundo y quién sabe qué primitivos poderes existían aquí, listos para que los salvajes los sacaran a rastras con sus rituales mal comprendidos. El remolino podía causar algún daño en los límites exteriores de su ejército pero sólo conseguiría enlentecer el avance hacia las puertas.

Una nueva ola de granizo ardiente chocó contra el escudo poniendo a prueba la hechicería protectora. Aphael echó un vistazo a los localizadores de posición de la pantalla de su casco. Sus hechiceros estaban esparcidos uniformemente por la hueste, alimentando con su poder las protecciones de todo el ejército. Hett, el más poderoso de los raptora, estaba cerca, trabajando con calma experta, manteniendo las cúpulas de las protecciones mágicas que salvaguardaban a los grupos de mando de las tropas mientras se acercaban al enemigo.

Aphael prestó atención a la situación táctica. Estaba en medio de las filas de su legión, rodeado de su séquito de exterminadores. A ambos lados tenía sendos Land Raider, cada uno con un complemento de rubricae, que avanzaban como apisonadoras un poco más de prisa que si fueran andando. Por delante de los Land Raider estaban los transportes Chimera de tropas, tambaleándose por los impactos de los proyectiles de los perros que penetraban por las partes más débiles de la barrera y explotaban entre su formación. Después estaban las piezas de artillería móvil, todavía acercándose a la montaña. Había unidades más grandes apostadas en filas estáticas tras ellos, fijando brazos de sujeción para ampliar su alcance y colocando sus gigantescos cañones en ángulo de tiro.

Delante, el pináculo del Colmillo ocupaba todo su campo de visión. Tras otro día de artillería pesada y demoledora, el alto cono estaba completamente cubierto por el fuego, desgarrado en hojas rizadas de plasma por el azote de los vientos. La descarga defensiva de artillería aguantó firme, más de lo que él había esperado, enviando muerte en columnas con forma de rastrillo desde cien emplazamientos de cañones alrededor de las altísimas puertas, pero ahora, por fin, el torrente se hacía menos caudaloso a medida que los emplazamientos eran destruidos.

El resto caería, uno a uno. El daño que habían causado se había tenido en cuenta; los corvidae lo estimaron meses atrás y lo pusieron en los libros de contabilidad de la batalla. Se quemarían tanques y morirían mortales pero el avance no se detendría. En unas horas, los rompepuertas tendrían sus objetivos a tiro, aquellos pedazos sin gracia de piedra y hielo serían franqueados.

Entonces comenzaría el trabajo de verdad.

¿Qué avances hay, hermano?

Hubo una larga pausa antes de la respuesta.

Acabas de entorpecerlos. No puedo seguir en comunicación contigo, no en este estado.

Mis disculpas, pero debes saber que el ataque a las puertas es esta noche.

¿Para qué? No significará nada hasta que se eliminen las protecciones.

Aphael se sintió dolido por el tono de Temekh. El corvidae estaba a salvo de todo peligro, rodeado de las amplias comodidades que contenía la Herumon. A la intemperie, en el hielo, las cosas no eran tan cómodas.

Caerán en breve. Necesito saber que tu trabajo progresa a la misma velocidad que el mío.

Avisaré cuando esté listo. Hasta entonces, no vuelvas a establecer contacto.

El enlace entre los hechiceros se rompió. La ruptura fue casi dolorosa y a Aphael le lloraron los ojos.

«¿Por qué está tan hostil?»

Sintió una punzada de enfado, y luego un estremecimiento de frustración por los aires de superioridad del corvidae. Al hacerlo, el cuello empezó a picarle de nuevo.

Se tensó e hizo una pausa en la marcha hacia las puertas. Sin hacer un solo ruido, sus exterminadores imitaron su paso.

El contagio se extendía.

«Lo sabe».

La irritación dejó paso al frío vicio de la inquietud. Desde la Rúbrica de Ahriman, la amenaza de mutación se había convertido en el mayor de los estigmas, el gran tabú. En una legión que lo había sacrificado todo para huir de las garras del Señor de la Transformación, cualquier signo de que las artes mágicas habían sido menos que un éxito rotundo estaba a la par con la herejía.

—Más de prisa —ordenó por el canal de la misión.

A ambos lados, los Land Raider apretaron el acelerador y lo alcanzaron. Más piezas de artillería llegaron a la posición de tiro y fueron fijadas en la roca dura como el acero.

«¿Por qué ahora? ¿Por qué vuelve este cambio de la carne cuando se acerca el momento de mi victoria?»

Alzó la vista hacia las puertas y recorrió con la mirada la piedra ardiendo. Había sellos grabados en ella, símbolos de protección diseñados para rechazar el poder mutante de la hechicería. Aquéllas eran las cosas que tenía que destruir para allanar el camino del poder superior que estaba por venir.

«¿Por qué razón estoy condenado a esto?»

Aphael miraba las poderosas runas grabadas en los altos precipicios frente a él y su humor iba a peor. Los diseños místicos simplemente le recordaban lo que él ya sabía: que no había forma de escapar de la trama del destino. Si existía la salvación para él, no estaba en la fortaleza de los perros del Emperador.

«Sea. Lo aceptaré y convertiré esta corrupción en fortaleza».

Retomó la marcha, sin apenas notar a los exterminadores que seguían sus pasos. Podía sentir que la mutación se aceleraba en su interior, cómo hervía bajo la piel como una nube de insectos atrapados. La armadura escondería sus efectos un poco más.

Sobre su cabeza, nuevas explosiones de plasma formaban olas contra los escudos cinéticos. Un transporte de tropas quedó despanzurrado bajo una lluvia de proyectiles, y el casco al rojo vivo se vino abajo por el viento de la tormenta. Los hombres morían a cada instante, cientos de ellos eran combustible para un fuego que llevaba siglos ardiendo. A él sus destinos le importaban poco, y mucho menos ahora que su futuro se extinguía.

—Señor, los rompepuertas están en posición en ambos objetivos —dijo un guardián de la torre por el comunicador—. Esperan sus órdenes.

Aphael notó que se le curvaba el labio, aunque el movimiento no fue voluntario. La infección había llegado a la cara.

—Diles que abran fuego en cuanto estén listos —respondió, haciendo un duro esfuerzo para mantener su voz habitual por el comunicador. El sudor empezó a manar de su piel temblorosa—. Métenos ahí dentro rápido, capitán. Esta ociosidad no me sienta bien y estoy sediento de derramar sangre.

* * *

Alanegra avanzaba a grandes zancadas por el corredor con dos docenas de kaerls totalmente armados detrás de él. Llevaba su armadura caparazón y empuñaba una pistola bólter. Sus hombres caminaban recelosos, con las armas listas para disparar y los ojos bien abiertos tras las placas faciales. Incluso después de tantas horas de búsqueda, Alanegra todavía seguía alerta. Ahora que la tarea había pasado de mantenimiento del motor a misión de cacería, el cansancio lo había abandonado.

Neiman había examinado el cadáver del miembro de la tripulación en la cámara del consejo y dijo a los demás lo que ya sabían. El hombre era un espía modificado para mimetizarse con el entorno, y había estado enviando información con sus ojos antinaturales a quien o lo que fuera que lo estuviera controlando. Desde entonces, Alanegra había peinado toda la nave, una cubierta tras otra, con una eficiencia implacable. Habían encontrado otros espías durante el registro, todos con los mismos globos oculares trasplantados. Ahora estaban todos muertos y sus cuerpos arrojados a los fuegos de la sala de máquinas.

Alanegra buscaba a su alrededor con cuidado. Estaban muy abajo en la nave, atravesando zonas con poca iluminación y a las que pocos miembros de la tripulación tenían razones para ir. El lugar perfecto para esconderse.

El explorador lobo sabía lo vulnerable que era. La inteligencia que había controlado aquellas marionetas era un maestro de la hechicería. Alanegra carecía de armas con las que combatir semejantes poderes, y sus hombres eran aún menos capaces de defenderse. Aunque consiguiera encontrar el lugar en el que se escondía el polizón, todo indicaba que tendría que enfrentarse a algo que no tenía posibilidad de matar.

La perspectiva no le daba miedo pero lo fastidiaba bastante. Como mínimo, había esperado vivir lo suficiente para incluir su maniobra sobre Fenris en las sagas. La idea de que todo aquello hubiera sido para nada lo incomodaba.

Por supuesto, también estaba el tema de la supervivencia del Colmillo. Eso también era importante.

—¿Dónde demonios estamos? —dijo por el comunicador, mirando con asco los túneles sucios y oscuros que tenía delante.

—Bajo los tanques de combustible de popa, señor —se oyó la voz de Raekborn, el huskaerl. Su voz sonaba tensa. Tampoco estaba asustado pero sí tenso. A Alanegra a veces se le olvidaba que los humanos necesitaban unas pocas horas de sueño en cada ciclo. Si no daban pronto con la aguja del pajar, tendría que decirles que descansaran un rato.

Tan débiles. Débiles hasta el aburrimiento.

Miró la pantalla de su casco. Los exploradores pocas veces llevaban yelmos en combate, una costumbre que Alanegra no entendió nunca. El arriesgarse a perder la cabeza por un rayo láser perdido no parecía una cuestión de fanfarronería sino simple y llana estupidez. Su unidad de visor transparente tenía una pantalla táctica que le mostraba toda señal de vida a treinta metros de distancia y lo informaba del estatus de su unidad. No era tan exhaustivo como el yelmo MK-VII que llevaba cuando era cazador, pero casi.

Todas las runas que aparecían en el visor eran llamadas irrespetuosas de Neiman solicitándole que volviera al puente. El navegador lo quería de vuelta en el puente desde hacía seis horas para que firmara los vectores de rumbo antes de retirarse a su cámara de observación.

Alanegra sonrió. Era imposible que le hiciera abandonar la búsqueda por un asunto tan mundano como ése. Incluso aunque la necesidad por descubrir al infiltrado no hubiera sido tan apremiante, disfrutaba haciendo rabiar al mutante de tres ojos haciéndolo esperar.

—¿Tenéis algo por ahí abajo? —preguntó a su escuadrón con la vana esperanza de que su equipo hubiera detectado una señal que se le hubiera escapado al otro.

—Negativo.

Alanegra dejó que sus lentes fotorreactivas hicieran el trabajo visual por él. Como todos los de su clase, poseía una increíble sensibilidad al movimiento incluso en la casi total oscuridad. Sus fosas nasales podían distinguir el más sutil de los aromas que flotaban en el aire viciado de aceite de motor y suciedad. Su sentido del tacto podía detectar movimiento en el suelo a cientos de metros, y su oído era capaz de oír la tos de un kaerl en el puente de mando.

Pero nada.

—Vamos —gruñó, moviéndose hacia adelante. El túnel se estrechaba, rodeando un mamparo cubierto de cables. Las luces parpadeaban a intervalos irregulares a lo lejos, e iluminaban durante unos instantes el perfil de las barreras de malla metálica.

Alanegra zigzagueó alrededor del mamparo. Los pasos de las tropas eran sigilosos para ser de mortales, pero aun así anunciaban su presencia a quien supiera escuchar. El escuadrón avanzó unos veinte metros antes de llegar a un cruce de tres túneles. El pasillo que iba de derecha a izquierda estaba en mal estado. Haces de cables colgaban del techo como matas de hierba silvestre, crepitantes iluminados por el brillo de las chispas. Había grietas en el suelo, donde algo había desencajado las riostras, y no era lo bastante alto para poder estar de pie. Hasta los kaerls tenían que agacharse, y Alanegra avanzaba encorvado en una posición muy incómoda. La única luz que quedaba estaba a nivel del suelo. Parecía iluminar sólo a un cuarto de su intensidad.

—¿Izquierda o derecha? —musitó Alanegra, apuntando con su pistola a las sombras y moviéndola de un lado a otro. Al hacerlo notó una leve comezón en las palmas. Una sensación indefinible de expectación se apoderó de él.

Pocos metros más adelante, en el corredor de la izquierda, había una escotilla de servicio abierta, con la compuerta colgando perezosamente de una sola bisagra.

A veces, los sentidos sobrenaturales proporcionados por la Canis Helix superaban cualquier tecnología. Alanegra miró el agujero y sintió que sus músculos se tensaban por su propia voluntad.

—A mi señal —dijo, preparándose para avanzar— Quedaos…

Fue la última palabra que consiguió pronunciar antes de que la pared explotara. Una figura titánica con armadura y casco de guerra de color zafiro emergió de los desgarrones arremolinados de metal, apuntándolos con el bólter y disparando.

Alanegra se tiró al suelo, sintiendo los proyectiles silbar sobre su espalda y detonando en sus hombres. Detrás de él, el corredor se llenó de gritos salpicados de descargas que pasaban echando chispas por encima de su armadura.

Alanegra giró y se tumbó sobre la espalda ignorando los proyectiles, intentando apuntar a la vez que esquivaba las ráfagas de proyectiles. Fue entonces cuando vio a la segunda figura salir de entre las sombras, caminando con dificultad bajo una cresta como la capucha de una cobra y resollando como un fuelle.

—Eso no es nada bueno —gruñó, maldiciendo su estupidez y arrastrándose hacia atrás—. Pero que nada bueno.

* * *

El estallido de las detonaciones recorrió el suelo y sacudió las raíces de la montaña, venas de roca que se extendían varios kilómetros hacia abajo. Los rompepuertas, enormes máquinas de destrucción, estaban dispuestos en formación de fuego. Con un solo cañón, montados en gigantescas orugas blindadas de doscientos metros de largo, oscuras como las sombras del Subcolmillo y cubiertas por la pátina humeante de la guerra, los habían colocado en posición de combate bajo la barrera de fuego de artillería.

Cada motor era una pieza de tecnología hechicera, una fusión de componentes prohibidos y mecanismos proscritos procedentes de una docena de mundos perdidos. Extrañas energías zigzagueaban como el mercurio por la superficie de los cañones, brillando con una luz medio invisible y fantasmal. Un aullido grave salió de las fauces de tiro cavernosas, un sonido sombrío que retumbó como los sollozos entrecortados de grandes multitudes sin nombre. Las bocas de los cañones estaban enmarcadas con las formas esotéricas de bronce que tanto apreciaban sus creadores, todas distintas, aprovechando cualidades olvidadas hacía mucho por la cada vez más oscura galaxia mortal.

Aquellos monstruos tenían nombres. Cuando los ensamblaron a lo largo de los siglos en fundiciones asoladas por los demonios en las profundidades del Ojo del Terror, los Mil Hijos insistieron en eso. Ahí estaban Pakhet, Talamemnom y Maahex, y el dañado Gnosis, al que había tumbado el fuego pesado de las baterías enemigas. Este último echaba mucho humo, soltaba columnas de hollín negro como la muerte y temblaba a causa de los impactos.

Dispararon. Todos siguieron disparando. Las detonaciones eran tremendas, dispersaban las filas de tropas a su alrededor, embarrullaban las lecturas de los áuspex, sobrecargaban los canales auditivos, y cuando descomunales rayos amarillos cortaban el aire en dirección a sus objetivos, incluso éste quedaba reducido a átomos. Las explosiones de los impactos eran como tsunamis; enormes, atronadores muros de llamas ondulantes que se escurrían por los castigados flancos del Colmillo.

Los rompepuertas liberaron su poder una y otra vez, ahogando los sonidos de todo lo demás, bloqueando la incesante lluvia de plasma del bombardeo orbital, tapando los gritos de los moribundos y de los heridos en los accesos a las puertas.

No eran armas sutiles. Dependían de que un elevado número de tropas de apoyo las protegiera, consumían enormes depósitos de promethium en cuestión de segundos, y las operaban cientos de mortales encadenados, muchos de ellos conectados por cable al chasis en una grotesca fusión de hombre y arma.

Su único propósito era destrozar las puertas del Colmillo, desintegrar la protección de la fortaleza de Russ y reducirlas a las tierras yermas brutalmente purgadas de Prospero. Miles habían muerto para crearlas; y sus almas fueron soldadas a las estructuras para unir sus poderes infernales. La legión se había dejado la piel en ellas, había puesto a su disposición todos los recursos que le quedaban, pues sabían que sólo las utilizarían una vez.

Aquellas máquinas eran una declaración de intenciones.

«Nos condenaremos, nos mataremos de hambre, mutilaremos nuestra viabilidad futura y quedaremos desamparados, todo con tal de poder destruir las puertas que guardan vuestra ciudadela».

Así que volvieron a disparar, vomitando rayos de esencia destructora como fragmentos de una supernova, descargando el odio que había bullido durante más de mil años y concentrándolo en las puertas.

Y aquellos gigantescos arcos, cada uno tallado en la fría roca por máquinas milenarias no menos poderosas, empezaron a ponerse al rojo vivo por los impactos, temblando en el brillo incandescente. Kaerls desesperados reforzaron los escudos de vacío, los alimentaron con más energía de las inagotables fuentes que había bajo el Colmillo hasta que las barreras invisibles chirriaron. La piedra se resquebrajó y se combó, sacudida por el torrente de fuego y de energía.

Sobre el dintel de la Puerta del Amanecer estaba grabada la runa Gmorl. Significaba «Desafío».

Cuando al fin quedó abierta, un vasto suspiro recorrió la piedra. Se produjo un chasquido en el aire y una ola de fuerza en forma de arco brotó a toda velocidad de la ciudadela. Pilares de granito y adamantio se colapsaron y rompieron la simetría de los arbotantes. Bajo las puertas se abrieron grietas que corrían por el suelo como riachuelos de lava.

Los escudos de vacío que quedaban se colapsaron y los que estaban a nivel del suelo se apagaron. Una ráfaga de fuego se precipitó por las brechas y alcanzó la montaña. Los rompepuertas recalibraron y apuntaron al punto más débil. Sus enormes cañones lanzaron columnas de inmolación y Amanecer desapareció tras un muro de plasma.

Cuando las bolas de fuego clarearon, las poderosas puertas estaban destruidas, balanceándose colgadas de goznes del tamaño de cañoneras Thunderhawk, con el único sostén de las explosiones que seguían produciéndose a su alrededor. Por un momento, nadie se movió. Como si de repente estuviera horrorizada por lo que habían hecho, la hueste entera de los Mil Hijos se echó atrás, contemplando el agujero en la ladera de la montaña. El aullido del viento azotaba el campo de batalla, las notas de furia habían sido reemplazadas por un lamento de angustia.

Entonces, la parálisis pasó. Los hombres echaron a correr hacia adelante, flanqueados por hileras de tanques y transportes de tropas. La artillería reanudó su aplastante acometida. La horda de guerreros de vanguardia, formada por miles, una fila tras otra, corrió hacia las puertas, henchidos de repente con la esperanza de la victoria.

Tras las máscaras respiradoras todos habían empezado a darse cuenta de lo que habían hecho, aquello que nadie había conseguido antes. Ante ese hecho, incluso el miedo que tenían a los lobos disminuyó un poco.

Cada soldado, desde el servidor de artillería más insignificante al hechicero más poderoso, sabía la verdad, una verdad que nunca se borraría de los anales de la historia galáctica.

Habían ido a la ciudadela de Russ, la fortaleza humana más poderosa fuera de Terra, y la habían doblegado.

* * *

Alanegra se agachó y corrió, serpenteando entre los proyectiles de bólter que abrían boquetes en las paredes del túnel. Los cables eléctricos quedaban expuestos y tormentas de chispas salpicaban el suelo. Sus hombres estaban muertos o corriendo delante de él por el corredor. Era un desastre.

Alanegra dobló por el cruce y se acuclilló contra la pared más cercana, dando la espalda a sus perseguidores. El cuerpo de uno de sus kaerls cruzó volando su campo de visión, con las extremidades girando como las aspas de un molino, antes de que apareciera un marine de Rúbrica a la carrera.

Alanegra abrió fuego, disparando una docena de balas a quemarropa antes de ponerse en pie de un salto y salir zumbando por el corredor. Podía oír los chasquidos de los impactos de sus proyectiles por encima del hombro y se arriesgó a mirar atrás.

El marine traidor se tambaleaba y su armadura estaba abollada y humeaba, pero ya estaba recuperando el equilibrio. Su bólter rugió y Alanegra se puso a cubierto tras un mamparo roto. Seis proyectiles se empotraron con un ruido sordo contra la estructura y explotaron, destrozándola, obligando a Alanegra a seguir huyendo bajo una lluvia de fragmentos de metal.

Sólo uno de vosotros —dijo una voz en su mente. Era vacilante, como si el que hablaba estuviera sufriendo lo indecible—. No me lo podía creer hasta ahora.

Alanegra no tenía forma de responder y se concentró en mantenerse vivo unos momentos más. Esquivaba y saltaba, confiando en su agilidad modificada genéticamente, consiguió huir precipitadamente del marine de Rúbrica, disparando hacia atrás a ciegas mientras corría.

El corredor daba a una cámara más grande, una por la que había patrullado momentos antes. Sus hombres habían levantado una defensa allí, una trinchera hecha con mesas tumbadas de costado y cajas. Abrieron fuego en cuanto Alanegra entró corriendo en la habitación, apañándoselas a duras penas para no dispararle a él en vez de al leviatán que llevaba pegado a los talones.

Alanegra saltó detrás de una de las mesas. Desenvainó su espada de energía, una hoja corta para apuñalar, y activó el disruptor de campo. En un abrir y cerrar de ojos tenía al marine de Rúbrica detrás.

Ignoraba los disparos de skjoldtar como si fueran una lluvia de piedrecillas. El marine traidor se movía a una velocidad increíble para su gigantesco tamaño, lanzando barricadas contra la pared y disparando proyectiles de bólter a las tropas sin protección antes de darse media vuelta para seguir apartando más endebles objetos de cobertura.

«Y no es más que un simple explorador. Parece que estoy de suerte».

Alanegra apartó su barricada de un empellón y lanzó un torrente de proyectiles directamente contra el marine de Rúbrica. Esquivó algunos con una agilidad asombrosa. El resto dio en el blanco, explotaron contra la armadura e hicieron añicos los adornos del yelmo y de las hombreras.

Entonces Alanegra atacó, blandiendo su hoja en la zona de contacto y dirigiéndola a los cables del cuello. La armadura MK-IV del traidor sólo tenía unos pocos puntos débiles, pero aquél era uno de ellos. La hoja silbó hacia su destino.

Nunca lo alcanzó. El traidor esquivó la acometida haciéndose a un lado, echó atrás el brazo y asestó un puñetazo. Alanegra apartó la cabeza, pero aun así el guantelete lo golpeó con fuerza bajo la mandíbula y lo lanzó por los aires.

No hay punto de comparación, ¿verdad?

Alanegra giró a mitad del vuelo y cayó con la cara contra el suelo. Su visor se hizo añicos por el impacto y su visión se convirtió en un caleidoscopio de lentes angulares fracturadas.

«Por eso no llevan casco».

Aturdido, se puso en pie con esfuerzo. Oyó el fuego esporádico del ataque desesperado que habían lanzado los kaerls que quedaban contra el marine de Rúbrica.

Al fondo, cojeando por el corredor, llegaba el hechicero.

Cuando estés muerto, perro —resolló la figura con la máscara de cobra—, llevaremos esta nave justo al centro de tu flota.

Alanegra se despejó la cabeza, curvó los dedos alrededor de la empuñadura de su espada y calculó la distancia. El último de sus kaerls fue despachado con desdén y el marine de Rúbrica se dirigió hacia él.

Luego detonaré el conductor de vacío. ¿Qué opinas de eso?

Alanegra se puso de pie. Moviéndose con toda la fuerza que pudo reunir, disparó al marine traidor con su pistola a la vez que lanzaba su espada de energía contra el hechicero. Lanzaba destellos durante la trayectoria, con la punta afilada apuntando directamente hacia su objetivo.

Era la maniobra más perfecta que Alanegra había ejecutado nunca, un impresionante ataque a dos manos a una velocidad imparable. Apuntó a la perfección. Sus proyectiles de bólter dieron en el blanco y se hundieron con un sonido sordo en la armadura del marine de Rúbrica, desgarrando las placas.

La hoja también giraba como una rueda hacia su objetivo, lanzando destellos de energías cortantes de ceramita al hacerlo. Incluso en mitad de todo aquello, preparado para saltar sobre el hechicero para rematar la faena, Alanegra se llenó de orgullo. No muchos de sus hermanos de batalla podrían haber hecho lo que él acababa de hacer. Era magnífico.

Entonces, la hoja chocó contra el escudo cinético del hechicero y se hizo pedazos. El marine de Rúbrica se tambaleó, su brazo derecho salió despedido y dejó un agujero en el hombro. Luego se enderezó y siguió avanzando.

En aquel punto, Alanegra supo que estaba muerto. No había nada más que él pudiera hacerles.

«Aunque os dejaré cicatrices, desgraciados».

¡Fenrys! —rugió, cargando contra el hechicero, vaciando el cargador a la silueta jorobada, sintiendo el retroceso del arma contra la palma al descargar sus contenidos reactivos a la masa.

Una explosión salvaje de luces de colores que se retorcían estalló desde el interior del hechicero, seguida del estruendo ensordecedor de algo terrible al abrirse a la fuerza. Brotó el hedor del immaterium y Alanegra salió despedido de espaldas una vez más. Aterrizó con violencia entre cadáveres y restos de barricada. Algo pesado le golpeó la cabeza abriendo más el maltrecho visor. El mundo empezó a dar vueltas, expulsado de su eje por la liberación de la energía impura del vacío.

Por un momento se quedó tumbado en el suelo, anonadado. Hubo más estruendos, más explosiones de energía del vacío que hacían llorar los ojos. Luego cesaron.

Entonces, muy despacio, le vino algo a la cabeza.

«No estoy muerto».

Levantó la cabeza con mucho dolor, sintiendo la compresión en el cuello. El marine de Rúbrica estaba de pie a tres metros, inmóvil, helado a mitad de la zancada hacia delante. El hechicero estaba encogido en el suelo, con la túnica envuelta en llamas y la armadura arrancada. La carne del interior era… horrible.

—No mires aún —dijo una voz familiar.

Alanegra ignoró el consejo y volvió la cabeza para ver de dónde procedía.

Neiman estaba allí, vinculando de nuevo su ojo disforme. El navegante parecía tembloroso y estaba pálido.

—Venía a buscarte —espetó furibundo—. Y da gracias al maldito Emperador de que lo haya hecho, estúpido bastardo.

* * *

Greyloc corrió hacia la brecha, con su séquito un paso por detrás de él, las garras gemelas brillando en la oscuridad por los campos disruptores.

Tenía delante las puertas hechas pedazos, todavía ardiendo a causa de las explosiones que las habían destruido. Más allá de los pilares aplastados, parcialmente ocultos por las cortinas de humo y el granizo, estaba el enemigo. Las primeras líneas de invasores se cerraban ya sobre la abertura, envalentonadas por el devastador poder de los rompepuertas. El casco de Greyloc parpadeaba con indicadores y el espíritu máquina de su armadura entendió rápidamente las miles de señales vitales y las convirtió en runas objetivo por orden de prioridad.

Salió al exterior rugiendo desafiante, ignorando las trayectorias de los rayos láser enemigos, regocijándose una vez más con el aire frío y lacerante de Fenris. Aunque contaminado por el aceite de motor y el acre olor penetrante de los explosivos, seguía siendo mejor que estar confinado tras los muros.

«Somos depredadores. Este es nuestro sitio».

Iba a la carga junto con su escuadrón, sus enormes armaduras de exterminador avanzando a través de montones de metal humeante y restos de manipostería. Ráfagas de fuego capaces de perforar una armadura volaron por encima de sus cabezas, las disparaban los Colmillos Largos, todavía en las sombras de la montaña. Llevaba kaerls detrás, mortales con armadura de caparazón que disparaban proyectiles con sus armas pesadas en andanadas controladas. Les costaba mantener el paso de los lobos en la vanguardia, pero Greyloc sabía que tenían las mismas ganas que ellos por hacer contacto. Muchos murieron bajo la lluvia de rayos láser que caía en la tierra azotada por la tormenta, pero otros muchos llegaron a sus puestos y se apresuraron a asegurar el terreno antes de que lo tomara la horda que se aproximaba.

Apoyado por la feroz tormenta de Sturmhjart, que se arremolinaba a su alrededor, Greyloc arremetió contra las primeras filas de invasores. Eran mortales, engalanados como sus kaerls, con trajes ambientales y láseres al hombro. Ya había matado a cientos de guerreros como ésos desde que las naves de desembarco profanaron por primera vez su mundo. Estaba entre ellos antes de que pudieran dispararle al unísono, abriéndose paso entre las filas.

—¡Matadlos! —rugió, sintiendo que la intensidad de las ganas de acabar con ellos le distorsionaba la voz—. ¡Matadlos a todos!

Apenas oyó el sonido sordo y el choque del impacto cuando su séquito se arrojó a la batalla a su lado, cada uno bramando su juramento de combate, cada cual abriendo un canal en la vanguardia de los Mil Hijos. Los cuerpos volaban por los aires, se cortaban extremidades, se arrancaban armaduras…

Los Land Raider grises avanzaron a trompicones desde las puertas devastadas, y así, rechinando sobre el terreno pulverizado, disparando fuego pesado de bólter y lanzando rayos de cañón láser, penetró la arrolladora marea de hombres y vehículos. Más lobos daban zancadas junto a ellos, cazadores grises y garras sangrientas, de cuyas corazas colgaban horripilantes tótems de muerte y de venganza. Ante el ataque inminente, la carga de los Mil Hijos contra las puertas flaqueó.

Greyloc permanecía en la punta de la lanza. Al lobo que había en él se le hacía la boca agua, hambriento de más muerte; disfrutaba de placer con los hombres que caían bajo sus pies. Siguió bramando juramentos de odio y maldiciones mientras mataba, cada sílaba amplificada por su armadura en un crescendo de euforia salvaje.

Los rugidos de desafío y furia no eran porque sí. Formaban parte de la estrategia de intimidación, una muralla de sonido que enloquecía de miedo a hombres inferiores a él. Cada golpe apuntaba a una perfección dolorosa, cada mandoble se ponderaba con exactitud, cada disparo de bólter se hacía con precisión exacta. Estos lobos cazaban como sus jarls les habían enseñado a hacerlo; de forma rápida, letal y eficiente. A la cabeza, el Lobo Blanco se abrió camino a través de muros de carne viva, con las garras empapadas en la sangre de sus presas, energía que manaba de sus garras y despedía chispas de fría furia.

«Debemos hacerles pagar por el paso de las puertas».

Greyloc apartó a un guerrero de un puñetazo que lo partió en dos antes de lanzarse contra el flanco de un transporte de tropas que intentaba virar en el revoltijo de nieve medio derretida y gravilla. Estaba en constante movimiento, rodeaba y desgarraba como una manada entera de depredadores combinada en una única y terrible amalgama. Sintió las poderosas guardias de Sturmhjart protegiéndolo mientras avanzaba, una barrera contra los intermitentes conjuros de los hechiceros. Conocía el valor de esa protección: durante ese breve espacio de tiempo era libre de matar sin impedimentos, de bañarse en la sangre de aquellos que se habían adentrado en sus dominios para traer la muerte.

Aprovecharía bien ese tiempo.

Bajo las sombras de las puertas, los dos ejércitos se apretujaron, uno colosal, lento y poderoso; el otro, rápido y fiero. Mientras el Colmillo ardía, torturado por las implacables descargas de largo alcance, en sus laderas resonaba al fin el eco del combate cuerpo a cuerpo, y mientras los hombres morían y los vehículos ardían, mientras las cañoneras escaseaban para nuevas rondas de ataque, entre la carnicería y el asalto por tierra, todos los guerreros en el campo de batalla conocían la fría realidad de la situación.

El nudo se había cerrado y estaba empezando a apretarse.