DIEZ
Alanegra se reclinó desganado frente a la mesa metálica de la sala de reuniones, haciendo caso omiso a la docena de figuras que estaban a su alrededor y pasándose la mano por el pelo enmarañado. Ignoraba las luces que no dejaban de parpadear, ignoraba el grupo de kaerls que permanecían en posición de firmes con los uniformes ennegrecidos e ignoraba los chirridos agonizantes de los motores.
Se sentía atado, sucio, fuera de lugar. Cada día desde que habían escapado de Fenris había sido una sucesión de emergencias y reparaciones improvisadas, todo para evitar que la Nauro se viniera abajo en medio del vacío.
Era un trabajo degradante. Quizá fuera idóneo para los mortales, pero no para él. Él había sido instruido para tareas más elevadas, para asesinar entre las sombras, para alcanzar la gloria luchando en el vacío. Tener que escuchar los consejos de los trabajadores del enginarium y las predicciones nefastas de los tácticos lo aburría soberanamente.
La situación no era buena. Sabía lo suficiente de mecánica espacial para reconocer que la nave estaba a punto de hacerse pedazos. Francamente, ya debería haberlo hecho, aún estaban a doce días de distancia de Gangava, y esa planificación sólo era posible porque él no había cesado de exprimir los motores a pesar de las protestas del capitán de la nave. Hacía varios días había cometido el error de preguntar al enginarius de la Nauro, un mortal con amplia experiencia entre los tecnoadeptos del Adeptus Mechanicus, cómo se estaba comportando el espíritu máquina.
—No para de gritar, señor —respondió con tono brusco—. Grita como un ungur degollado.
En aquel momento, Alanegra se sintió agradecido por no dar importancia a esa clase de cosas.
De hecho, había muchas cosas a las que no daba importancia. Nunca había congeniado con sus hermanos de batalla, ni había cultivado los lazos de amistad que abundaban en todas las escuadras. Despreciaba a sus oficiales y no soportaba la disciplina. Incluso en el capítulo de los Lobos Espaciales, famoso en todo el Imperio por su actitud relajada respecto al Codex Astartes, la disciplina era muy severa.
Alanegra siempre había sido diferente, movido por una personalidad oscura y un exceso de confianza que rozaba lo maníaco y que resultaba muy peligroso. Los exploradores eran perfectos para él, le permitían profundizar en el arte del asesinato en solitario lejos de los muros del Aett. Era en aquella soledad donde encontraba una mayor satisfacción.
Ahora, sin embargo, empezaba a preguntarse si había tomado la decisión acertada. Ninguno de los mortales a bordo de la Nauro era capaz de llevar a cabo las decisiones que él mismo tomaba, decisiones difíciles de las que dependían sus vidas. Quizá habría sido preferible tener un hermano guerrero a quien consultar, alguien con quien compartir aquella carga de vez en cuando.
Aunque ninguno de sus hermanos de batalla habría accedido a acompañarlo en una misión. Alanegra había creado a su alrededor un aura de soledad casi perfecta, haciendo que incluso aquellos que no sentían ningún rencor previo hacia los exploradores se alejaran de él.
Ése era el camino que había elegido, y hasta entonces se había sentido muy a gusto con él. No todos los hijos de Russ tenían que ser unos chalados estruendosos.
—¿Señor?
Era la voz del capitán de la nave, un hombre de pelo gris llamado Georyth. Alanegra levantó la vista. Incluso sin la armadura, la presencia del marine espacial dominaba toda la estancia. Cuando sus ojos amarillentos, hundidos en las cuencas oculares, se posaron sobre el mortal, Georyth no pudo evitar estremecerse.
—¿Quería escuchar el informe sobre el estado de los incendios?
—Sí, capitán. Póngame al corriente de las buenas noticias.
—No tengo ninguna buena noticia. Hay tres niveles a los que no se puede acceder, ni siquiera los servidores. El fuego se ha extendido a las cámaras de propulsión. A medida que los suministros comiencen a agotarse nuestra capacidad para controlarlo disminuirá.
—¿Y qué sugiere que hagamos?
Georyth tomó aire.
—Mi opinión sigue siendo la misma, señor.
—Cree que debemos salir de la disformidad, exponer los niveles incendiados al vacío y efectuar reparaciones.
—Así es.
—Y suponiendo que se cumplieran los plazos, ¿cuánto se tardaría en llevar a cabo esa maniobra?
—Una semana, señor. Quizá menos.
Alanegra le dirigió una sonrisa de superioridad. Fue un gesto desprovisto de humor, simplemente una muestra de desdén.
—Demasiado.
—Señor, si los conductos de promethium…
Alanegra suspiró y se reclinó aún más sobre el respaldo.
—¿Si explotan? Moriremos, capitán. Incluso un belicoso ignorante como yo sabe eso.
Volvió a fijar su mirada sobre el hombre.
—Pero piense en esto —le dijo—. Sin la ayuda del señor lobo el Aett caerá irremediablemente. La flota de Ironhelm aún debe de estar en la disformidad. Si continuamos avanzando a este ritmo, sin pausas ni retrasos, llegaremos a Gangava muchos días después que ellos. Y entonces, si consigo transmitir el mensaje de lord Greyloc y persuadir a Ironhelm para que regrese a Fenris, necesitaremos otros veinte días para ello. Lo que significa que Greyloc, a quien sé que este capítulo no tiene en muy alta estima, deberá defender la ciudadela con una única Gran Compañía durante al menos cuarenta días. Usted mismo ha visto la flota orbital del enemigo, capitán. Ha visto como han aniquilado nuestras defensas. Ahora dígame, sinceramente, si de verdad cree que ese ejército podría contenerse durante cuarenta días.
El rostro del capitán se volvió adusto.
—Si la voluntad de Russ… —comenzó a decir con un tono diligente, aunque su voz había perdido todo convencimiento y se apagó progresivamente.
—Exacto. Quizá ahora comprenda mi insistencia en llegar a Gangava cuanto antes. Ya hemos esquivado a Morkai a lo largo de este viaje, y tendremos que seguir engañándolo. Considérese afortunado por contar con la ayuda de un explorador, capitán. Eso es precisamente lo que hacemos: engañar.
El capitán no respondió y se reclinó sobre el respaldo con el semblante apagado. Alanegra pudo sentir como su mente se había puesto en funcionamiento, tratando de averiguar el modo de evitar que el fuego alcanzara cualquier sustancia explosiva. No parecía demasiado confiado.
Alanegra se volvió hacia los demás comandantes, ninguno de ellos había hablado aún.
—¿Algo más que comentar? —preguntó con tono seco.
El táctico no dijo nada. El hombre había sido puesto bajo mucha presión, y tenía los ojos rojizos a causa de la fatiga. El enginarius ya había informado sobre las reparaciones que debían llevarse a cabo, y el armero estaba muerto, abrasado por una explosión que se produjo pocas horas después de la traslación desde Fenris.
Neiman, el navegante, era el único que parecía tranquilo. También era el único no fenrisiano de toda la tripulación, era un belisario de Terra, y su complexión delgada y fría contrastaba con el aspecto vigoroso de sus compañeros de tripulación. Le resultaba muy poco común abandonar su puesto guiando la nave entre los peligros del immaterium. Cuando estaba en presencia de no-mutantes, su ojo permanecía cubierto por un parche de seda sobre un óvalo de acero.
No había hablado. Miraba fijamente hacia el otro extremo de la mesa, a los kaerls que permanecían en posición de firmes junto a la pared. Sus ojos naturales no se movían.
Alanegra encontró aquella actitud muy molesta. No había reclamado la presencia de aquel hombre para que permaneciera en silencio durante toda le reunión.
—¿Hay algo que quiera compartir con nosotros, navegante? —le preguntó.
Neiman no se inmutó.
—¿Quién es ese hombre? —dijo por fin. Su mirada permanecía fija sobre un kaerl particularmente desaliñado. Alanegra miró al hombre en cuestión. Era más bajo que los demás y un poco más encorvado, tenía el pelo grasiento y la piel amoratada alrededor de los ojos. También estaba mucho más sucio que el resto de kaerls, aunque lo cierto era que las exigencias de aquel viaje estaban cobrando un alto precio a todos los miembros de la tripulación. Sin embargo, resultaba extraño; no parecía un soldado.
Para nada.
—¿Qué importancia puede tener esto? —preguntó Georyth visiblemente irritado—. Tenemos otros asuntos más apremiantes que resolver.
El hombre no respondió. Continuó con la mirada perdida y una expresión totalmente vacía. A su alrededor, los demás kaerls parecieron darse cuenta de su presencia súbitamente. Uno de ellos miró alarmado al sargento, como si el hombre hubiera permanecido invisible hasta aquel momento.
Alanegra sintió que el vello se le erizaba. Su humor pasó súbitamente del aburrimiento a un estado de alerta. ¿Por qué no se había percatado antes de la presencia de aquel hombre? ¿Qué era lo que había sentido el navegante?
—Deténganlo —dijo, poniéndose en pie.
Los kaerls cogieron al hombre por los hombros. Como si alguien hubiera accionado un interruptor, el hombre del rostro inexpresivo pareció volverse loco. Se deshizo del kaerl que tenía a su izquierda lanzándolo contra el muro, acto seguido agarró al otro por el cuello y le dio un golpe con la cabeza. Sin pronunciar una sola palabra, el hombre se dio la vuelta y comenzó a correr hacia la puerta, empujando a otro kaerl que intentó cerrarle el paso.
Sus movimientos eran terriblemente rápidos. Pero a pesar de eso, no dejaba de ser un simple mortal. Alanegra fue más rápido. Saltó por encima de la mesa y cayó sobre él antes de que alcanzara la puerta. Ambos rodaron por el suelo de metal. Alanegra lo agarró del pelo y golpeó el rostro del hombre contra la pared dejándolo aturdido. Acto seguido se levantó y lo obligó a ponerse en pie.
—Tenga cuidado, señor —le advirtió Neiman—. Puedo sentir…
El hombre volvió su rostro ensangrentado hacia Alanegra. De pronto, sus ojos se iluminaron con un resplandor verdoso.
Alanegra sintió la presencia del maleficarum. Con un único movimiento lo lanzó por los aires haciendo que se estrellara contra la pared del otro extremo de la cámara. Antes de que tocara el suelo, Alanegra desenfundó la pistola bólter y efectuó un único disparo. El proyectil impactó en la cabeza del hombre esparciendo una nube de sangre y materia gris por toda la estancia.
El cuerpo sin vida cayó al suelo produciendo un sonido sordo. Se retorció durante un instante y después quedó inmóvil.
—¡Por la sangre de Russ! —exclamó Georyth, apuntando su arma hacia el cadáver—. ¿Qué demonios…?
—Sabía muy bien cómo permanecer oculto —dijo Neiman, mirando a Alanegra con expresión de alarma—. Brujería. La hemos tenido justo delante de nuestros ojos.
Alanegra se agachó para recoger algo a sus pies: una esfera del tamaño de un globo ocular que había salido rodando por el suelo. Refulgía con un resplandor verdoso e irradiaba una luminosidad fantasmagórica.
Se puso en pie sin dejar de mirar la esfera ensangrentada que tenía en la palma de la mano. Mientras la contemplaba, un dolor apagado se dejó notar detrás de sus ojos.
Alanegra la aplastó entre los dedos.
—Parece que tenemos otro problema —dijo con tono grave mientras se volvía hacia los tripulantes, que lo miraban sorprendidos—. Hay algo más en esta nave. Algo que quiere hacernos daño. Y sea lo que sea, ahora sabe lo débiles que somos.
* * *
El sacerdote de hierro se había ido. Sin su presencia, la oscuridad parecía incluso más fría, más impenetrable. Resultaba difícil evocar la idea de la luz del sol tanto como el concepto del paso del tiempo. Freija era incapaz de hacer ambas cosas. Quizá el asalto ya hubiera empezado, o quizá los Guerreros del Cielo aún hostigaban al enemigo en las montañas. Si la batalla se había desatado sobre el Aett, ¿llegaría algún indicio de ello hasta allí abajo?
Pasó la mirada por toda la cámara. Era un lugar enorme, aunque no sabía hasta qué punto; incluso con el sistema de visión nocturna era imposible atisbar los límites. Uno de los muros, junto al que estaba su escuadra, estaba repleto de tallas. Tenía unas puertas enormes justo en el centro, también decoradas con los dos rostros de Morkai. El espacio junto a ellas estaba repleto de maquinaria, tubos de refrigeración, transformadores de energía tan grandes como estatuas, carcasas de acero que ocultaban una maquinaria extraña… Por increíble que pudiera parecer, a pesar del intenso frío, los motores de las máquinas parecían funcionar sin problemas.
Resultaba evidente que los servidores sabían qué hacer con ellas. En cuanto su maestro hubo atravesado las puertas, se pusieron a trabajar, conectándose a los puertos de entrada y comenzando una serie interminable de protocolos. Fuera lo que fuese lo que estaban haciendo, resultaba una tarea ruidosa y repetitiva. De vez en cuando, las luces de las máquinas parpadeaban, iluminando lo que, por otro lado, era una oscuridad perfecta. Los servidores que no se habían conectado a las máquinas habían comenzado a efectuar una serie de ritos frente a los nódulos principales; ungiendo con aceite las partes móviles y leyendo listas interminables de bendiciones con voces secas y metálicas, inclinados ante las carcasas de hierro y acero como si fueran altares dedicados a dioses inertes.
Trabajaban de forma mecánica y repetitiva. No había ninguna comunicación entre ellos y el sacerdote de hierro que estaba al otro lado. Arfang estaba solo, en un lugar al que supuestamente sólo los Guerreros del Cielo tenían acceso. No había nada que pudiera indicar durante cuánto tiempo se prolongaría su trabajo, ni cuál era el estado de éste.
Freija debía luchar contra el peso del aburrimiento. La oscuridad, combinada con las entonaciones monótonas de los servidores, hacía que le resultara difícil mantener la concentración.
—No os distraigáis —dijo a través del comunicador, tanto para ella como para sus tropas.
Cuatro de los seis kaerls que componían la escuadra estaban a su lado, de espaldas al muro y con los rifles apuntando hacia la oscuridad. Los otros dos estaban descansando, tratando de dormir entre sus camaradas y los ritos de los servidores mitad humanos mitad máquinas.
Entonces volvió a oír el ruido. En un instante el aburrimiento desapareció y sintió como sus manos empezaban a sudar debajo de los guantes.
Los demás kaerls también lo oyeron y se pusieron alerta. Los dos que estaban descansando se levantaron y cogieron las armas en medio de la oscuridad.
Fue un gruñido grave, húmedo y gutural que retumbó sobre el suelo de piedra.
—Mantened la posición —susurró a través del comunicador, tratando de distinguir algo a través del visor nocturno.
Los servidores continuaron trabajando detrás de ella. Las armas de los kaerls apuntaban hacia el otro extremo de la cámara, moviéndose lentas y temblorosas. Podía notar la tensión en todos sus movimientos.
De pronto, el bramido inconfundible de un skjoldtar pareció salir de la nada. El destello de los disparos iluminó la oscuridad. Freija también estuvo a punto de apretar el gatillo en un acto reflejo.
—¡Alto el fuego! —gritó, tratando de ver algo entre las sombras. El escáner de proximidad no indicaba nada aparte de las seis figuras que tenía tras ella.
Los ecos de los disparos tardaron lo que pareció una eternidad en extinguirse. El culpable, probablemente Lyr, aunque no estaba segura, inclinó la cabeza. El corazón de Freija latía a toda velocidad. Había algo ahí fuera, algo que no podía ver, algo que emitía un sonido y un presentimiento aterradores.
—Mantened la posición —repitió con un nudo en el estómago.
«Tranquilízate, mujer. Eres una hija de Russ, una hija de la tormenta».
—No vamos a poder ver nada con los visores —dijo—. Voy a separarme.
Ningún soldado respondió. Permanecieron inmóviles formando un semicírculo alrededor de los servidores.
Freija dio un profundo suspiro y empezó a caminar. Avanzó despacio, sintiendo su propia respiración entrecortada. Lo único que veía era una oscuridad impenetrable.
Entonces sonó de nuevo, en esta ocasión más cerca. Un ruido imponente y aterrador. No provenía de ninguno de los túneles. Estaba en la cámara, entre ellos, observándolos. En algún lugar.
Freija avanzó diez metros antes de detenerse. Miró por encima del hombro para comprobar la posición de su escuadra. Seguían allí, rodeando a los servidores y protegiendo las puertas.
Miró hacia adelante.
A menos de un metro de ella, un par de ojos acuosos y enormes la miraban fijamente.
Freija se quedó helada.
«Skítja».
* * *
La potencia de fuego desatada sobre el Aett era aterradora, vaporizaba el hielo y la nieve y hacía saltar la roca por los aires, destrozando los afloramientos de granito y convirtiéndolos en nubes de guijarros. La artillería pesada del enemigo había conseguido aproximarse, y ahora el Colmillo se estremecía bajo la cortina de fuego. Las laderas de la montaña se habían cubierto de humo mientras la nieve se deshacía y los nidos de artillería eran destruidos uno tras otro. Todo el pico estaba envuelto en llamas, como si el magma del núcleo planetario hubiera sido liberado y estuviera derritiendo el permafrost de las cimas de Asaheim.
Los defensores esperaban detrás de los muros; dejarían que las baterías defensivas hicieran su trabajo durante tanto tiempo como fuera posible. Los emplazamientos de las baterías fijas se estremecían cada vez que hacían una descarga de fuego letal, consumiendo enormes cantidades de munición en pocos instantes y causando estragos en el avance del ejército enemigo. Las escuadras de kaerls trabajaban sin descanso para mantener las baterías operativas.
Aquello no duraría eternamente. Los Mil Hijos continuaban con su avance inexorable, ganando cada metro de tierra a base de sangre y fuego. Los lobos entrarían en acción inmediatamente después de que traspasaran las puertas, recibiendo a los invasores con el abrazo de Morkai.
Hasta entonces, había otras fuerzas que entrarían en juego.
Odain Sturmhjart estaba enfadado. Su bravuconería habitual había desaparecido, resquebrajada por su incapacidad para predecir el ataque de los Mil Hijos y aplastada por su fracaso a la hora de descubrir al engaño de los traidores. Ya no sonreía con júbilo ante la inminencia de la batalla; sus ojos centelleaban bajo el ceño fruncido desde el interior de su capucha psíquica y ancestral. Para empeorar aún más las cosas, no había conseguido vigilar a Hojadragón tal y como le habían ordenado, y sabía que la Furia seguía su curso al otro lado de las puertas. Había fracasado en todo lo que importaba, y la confianza que el Gran Lobo había depositado en él no se había visto recompensada.
Hasta el momento.
Sturmhjart había trabajado incansablemente desde que comprendió su fracaso, exprimiéndose más allá de sus límites. Había reforzado las runas de protección de todo el Aett. Había trabajado hasta que las manos se le cubrieron de llagas, bañando las figuras de piedra con su propia sangre y transmitiéndoles toda la fuerza del espíritu de su mundo. Ahora que el enemigo estaba allí, el tiempo para las preparaciones había terminado.
Estaba enfundado en su armadura rúnica, en la cámara de observación del Colmillo, contemplando como los escudos de vacío repelían la lluvia de fuego. Ningún misil sobrevivía a aquella cortina protectora, aunque había otras armas a su disposición.
Sturmhjart golpeó el suelo con el báculo, y la empuñadura de acero retumbó con el impacto. El alma de la tormenta empezó a concentrarse a su alrededor. Sintió como el aire comenzaba a moverse, como se volvía más frío. La rabia que sentía contra sí mismo no hizo sino alimentar la tempestad. Podría usar esa rabia y convertirla en algo de una potencia indescriptible.
Los vientos comenzaron a enfurecerse alrededor de la montaña, haciendo silbar el aire empapado de plasma que azotaba las rocas carbonizadas. El cielo, que antes había sido azul y límpido, empezó a cubrirse de nubes. Un murmullo grave comenzó a soplar entre las cimas.
«Sentid esto. Sentid el despertar del alma de este mundo. Éste es un poder que ningún brujo podrá dominar».
Sturmhjart cerró los ojos y aferró con fuerza la empuñadura del báculo. Su segundo corazón comenzó a latir a un ritmo acelerado. La invocación era dolorosa. Se regodeó en el dolor, que como el hierro candente cauterizaba el sufrimiento que sentía en su interior.
Más y más nubes fueron tomando forma, cubriendo las cimas de las montañas de la cara norte y asolando las laderas con sus relámpagos. Bajo ellas se desató el granizo, un muro de destrucción que se precipitaba hacia el suelo.
«Levantad los ojos hacia el cielo, traidores».
Pudo ver a los hechiceros entre las líneas enemigas, refulgiendo como estrellas; sus poderes físicos destacaban incluso en medio de la confusión. Eran muy poderosos, envueltos en sus halos de energía impía. Pudo percibir su arrogancia, su confianza. Y uno de ellos, la estrella más brillante de todas, caminaba hacia su perdición.
«Vosotros sois muchos, nosotros muy pocos. Pero éste es nuestro mundo, y nosotros ostentamos su poder».
La tormenta se extendió, sobrevolando las cimas y acercándose al Colmillo impulsada por los vientos huracanados. El cielo se oscureció, haciendo que las explosiones de la batalla parecieran las brasas de una hoguera. El granizo comenzó a caer con más fuerza, resquebrajando la superficie de las rocas.
«Pensabais que habíais venido a luchar contra mortales, como vosotros».
El viento ganó fuerza progresivamente, desatando un crescendo de destrucción. Los remolinos giraban más y más rápido avivados por el poder de la tormenta. Los tanques comenzaron a volcar azotados por la fuerza del viento. Columnas enteras del ejército invasor eran arrastradas hasta los precipicios y enviadas a una muerte segura.
«Pensabais que sucumbiríamos ante la hechicería, como vosotros».
Sturmhjart podía sentir el sabor de la sangre que le llenaba la boca y le goteaba por la barba. No le prestó atención. El dolor se perdió en el remolino de fuerza psíquica que se había apoderado de todo su cuerpo. El no era más que un conducto, una vía por la que discurría la furia de la tormenta. El aullido del viento se convirtió en un rugido incesante. Los fuegos que rodeaban el Colmillo fueron apagados por la fuerza implacable del huracán.
«Pero os equivocáis».
Los hechiceros respondieron, protegiendo tantos vehículos como les era posible y proyectando escudos centelleantes para resguardar a sus tropas de la tormenta. Eran muy poderosos, y había docenas de ellos. Mientras luchaban contra los elementos, el asalto pareció amainar. Las cañoneras fueron lanzadas contra el suelo como si fueran cometas, destrozadas por el poder eléctrico del cielo. Los gritos aterrorizados de los soldados se mezclaron con el estruendo de la tempestad.
Sturmhjart se regodeó en su sufrimiento. Dejó que alimentara su poder, el poder del planeta. Los invasores habían traído el maleficarum con ellos, y aquel castigo era la justa consecuencia.
Incluso mientras trataban de ponerse a cubierto, los brujos estaban aprendiendo una lección; la misma lección que todo sacerdote rúnico había aprendido desde que el Padre de Todas las Cosas abrió los caminos de lo oscuro al mundo helado de la muerte.
Sturmhjart la conocía. La conocía desde hacía siglos, y disfrutó haciendo que aquellos que habían osado desafiarlo también la vieran tan clara como el hielo.
«Nosotros no defendemos Fenris. Fenris nos defiende a nosotros. El mundo, su gente, son uno solo. Compartimos un alma, un alma henchida de odio, y ahora ese odio cae sobre vosotros en las alas de la tormenta.
»Aprendedla bien, pues pronto esta verdad acabará con vosotros».
* * *
La sombra que se movía en la oscuridad se desplazó y sus ojos amenazantes desaparecieron. Freija retrocedió, levantando el rifle con torpeza y lanzando una ráfaga que iluminó las tinieblas. Los proyectiles skjoldtar podían hacer más daño que los de las armas automáticas de la Guardia Imperial cuando se disparaban con decisión, y un alarido inhumano se extendió por toda la cámara.
—¡Huskaerl! —dijo una voz a su izquierda.
Varios disparos sonaron desde aquel flanco; sus hombres habían abierto fuego hacia la zona donde estaba el mismo… animal que hacía un instante estaba delante de ella.
—¡Retroceded! —gritó, dejando de disparar y tratando de interpretar las señales de su visor. El escáner de proximidad no había detectado nada. Nada.
Los hombres se retiraron y se colocaron junto a ella. Estaban disparando a ciegas, movidos por el miedo.
«Por la sangre de Russ, ¿dónde está nuestro valor?»
—¡Mantened la calma! —gritó, zarandeando al soldado que tenía más cerca—. ¡No abráis fuego si no tenéis un objetivo!
El hombre continuó disparando, su dedo no se separaba del gatillo. Bajo la máscara, Freija pudo ver unos ojos dominados por el miedo.
—¡Ya viene! —gritó—. ¡Viene a por nosotros!
Entonces, Freija lo vio, una silueta enorme que emergió de entre las sombras como una pesadilla. Las armas no dejaron de disparar, iluminando aquel perfil encorvado con una ráfaga de destellos blanquecinos. Freija únicamente veía chispazos; unos ojos amarillentos, unos hombros descomunales, unas mandíbulas ensangrentadas; y entonces apretó el gatillo, retrocediendo hasta sentir el tacto metálico de los servidores que tenía a la espalda.
Había más formas terribles moviéndose entre las sombras, deslizándose por el suelo y merodeando a su alrededor. Todas eran diferentes pero igualmente horribles, como si los sueños de los creadores de carne se hubieran convertido en aberraciones caninas.
—¡Mantengan la posición! —gritó mientras vaciaba un cargador y extendía la mano para coger uno de repuesto—. ¡Impidan que cierren el cerco!
Pudo ver como uno de los monstruos se retiraba asediado por un torrente de fuego, encogiéndose atenazado por el dolor. Lanzó un aullido de rabia y dolor, y acto seguido se abalanzó de nuevo.
«Por la sangre de Russ, es imposible abatirlos».
Entonces, otra bestia apareció en su campo de visión, emergiendo de entre una nube de disparos que parecían incapaces de hacerle el menor daño. Era una bestia gigantesca y musculosa recubierta de pelo. Caminaba a cuatro patas, pero conforme avanzaba se irguió sobre sus cuartos traseros como queriendo imitar a un hombre.
Freija terminó de recargar y abrió fuego.
El arma se encasquilló.
Maldiciendo, se retiró hacia las sombras para intentar arreglarla, escuchando los gritos de sus hombres al ver como la bestia caía sobre ellos. La criatura cogió a uno y lo lanzó por los aires. El hombre impactó contra el muro con un sonido sordo y se deslizó hasta el suelo. Inmediatamente, otras criaturas cayeron sobre él chillando y gritando.
Freija se agachó mientras trataba de introducir un nuevo cargador, aventurándose a lanzar una mirada fugaz hacia los servidores. Continuaban trabajando con sus reverencias y sus rituales como si no ocurriera nada. Las puertas de la cámara permanecían cerradas.
«Maldita sea».
Entonces volvió a ponerse en pie y disparó frenéticamente. Oyó como otro de sus hombres era arrastrado hacia la oscuridad, y su miedo se disolvió en un rostro de rabia e impotencia.
—¡Malditos seáis! —exclamó sin presionar el gatillo, lanzando su insulto tanto a las criaturas del Subcolmillo como al sacerdote de hierro que los había arrastrado a la muerte.
«Vamos a morir para nada. Podría haber luchado junto a mi padre».
Uno de los monstruos, una aberración que parecía un cruce de lobo y oso, se irguió lanzando un alarido desafiante. El hedor del aliento del animal llegó hasta ella a través del respirador.
Freija retrocedió, más por instinto que por cualquier otra cosa, tratando de coger el cuchillo que llevaba en una de las botas.
«Mírala a los ojos».
Haciendo acopio de valor levantó la mirada, y sostuvo el cuchillo con una mano temblorosa mientras la criatura se abalanzaba sobre ella.
«Mírala a los ojos».
Pero el impacto nunca se produjo. Entonces se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados. Los abrió.
La criatura colgaba de una especie de gancho que tenía clavado en el cuello. Los disparos cesaron, sumiendo la cámara en la oscuridad absoluta.
Entonces, lentamente, una luz roja comenzó a refulgir. La luz regresó a la cámara. Aún podía oír gruñidos y aullidos. Las criaturas aún estaban allí, pero no atacaban.
Freija levantó la vista hacia la criatura que colgaba delante de ella, siguiendo el contorno de su caja torácica hasta llegar al cuello. Una enorme garra sostenía a la bestia con dedos metálicos. Aunque pareciera increíble, algo aún más poderoso que aquel ser acababa de irrumpir en la cámara. Se dio cuenta de que las puertas estaban abiertas. Los seres que Arfang había acudido a despertar acababan de cruzar el umbral.
¿Te atreves a interrumpir mi sueño para esto, sacerdote de hierro?
La voz retumbó con un tono grave. Resonó en los muros de roca y reverberó por la espina dorsal de Freija hasta hacer que el vello se le erizara. Era mucho más grave que la del jarl Greyloc, más grave que la de Ironhelm. Una dignidad ancestral dominaba aquellas palabras, una seguridad dominante, una profunda melancolía teñida de una amargura eterna. Incluso a través de la maquinaria de la unidad vocal, era la voz más poderosa e imponente que Freija había escuchado jamás.
—Has tardado mucho en despertar, mi señor —respondió Arfang. Resultó extraño escuchar un tono de disculpa en sus palabras.
Lentamente, movida por la curiosidad que siempre había sido su perdición, Freija se volvió para contemplar lo que acababa de atravesar el umbral.
Mucho, es cierto, sonó de nuevo la voz de Bjorn, aquel a quien los skjalds llamaban Garra Implacable cuando relataban las sagas, el último miembro del capítulo que caminó junto a Russ sobre el hielo, el más poderoso de todos los lobos, un eslabón vivo de la era de las leyendas.
Los muertos habían despertado.
Bjorn apartó a la criatura hacia un lado como si fuera un cachorro, y la masa de piel y colmillos se perdió gimiendo entre las sombras. Envuelto en el zumbido de los servos y de los sistemas neumáticos, la enorme silueta metálica dio un paso y accedió a la cámara. Freija no pudo evitar que su mandíbula se abriera de par en par y tuvo que cerrarla súbitamente.
Pero ahora que se me ha restablecido, recuerdo cuál es mi propósito.
El venerable dreadnought pasó junto a ella sin ni siquiera percatarse de su presencia. Las bestias se retiraron al ver la figura descomunal, inclinando la cabeza en actitud sumisa. Incluso Arfang parecía poco más que un cachorro al lado de aquella figura legendaria.
Estoy aquí para matar. Llévame ante el enemigo.