NUEVE

NUEVE

El amanecer cayó sobre Asaheim, iluminando las montañas con rayos de luz tenue y haciendo refulgir kilómetros y kilómetros de nieve virgen con un brillo blanquecino. La luz se extendió por las faldas del Colmillo hasta caer directamente sobre las laderas del monte Friemiaki.

La luz del día iluminó un paisaje de devastación. El cerco de los Mil Hijos se había cerrado, un anillo de acero alrededor del pico solitario. La lluvia de plasma lanzada desde la flota orbital continuaba cayendo sin descanso, asolando los escudos de vacío y precipitándose por el aire. Todos los pasos de entrada y salida del Colmillo estaban cerrados, bloqueados por columnas de infantería y unidades mecanizadas. Las baterías de artillería pesada habían sido desplegadas en los acantilados que miraban hacia la fortaleza, y todos los cañones apuntaban directamente hacia el bastión de los lobos. Las falanges continuaban moviéndose, flanqueadas por columnas de tanques y protegidas por escuadrones de cañoneras que volaban a baja altura. Todas las piezas de artillería estaban en estado operativo, y los proyectiles no dejaban de silbar a través del cielo helado en su camino hacia las paredes de roca y hielo de la ciudadela de Russ.

Desde una plataforma de observación que se alzaba sobre la Puerta del Amanecer, Greyloc, Sturmhjart y Hojadragón contemplaban el despliegue del enemigo. El sonido de los taladros y los martillos llegaba hasta ellos mezclado con los destellos de los soldadores y los quemadores. Las baterías que rodeaban las puertas estaban siendo reforzadas con piezas antiinfantería sacadas de las armerías. La puerta, suficientemente ancha como para que un centenar de hombres la atravesaran sin problemas, había sido santificada por los sacerdotes rúnicos y pintada con símbolos de aversión. La estructura descomunal de adamantio, granito y ceramita estaba erizada de torretas con bólters, lanzamisiles y cañones de plasma. La potencia de fuego acumulada allí era más propia de un crucero de asalto que de una ciudadela terrestre. Al otro lado de la puerta esperaban los defensores, ataviados con servoarmaduras o protegidos en el interior de los Land Raider, aguardando el momento idóneo para salir de su parapeto. Los escudos se extendían por toda la estructura, brillando bajo la luz oblicua del amanecer manchada por las nubes de aceite de motor quemado.

Greyloc aumentó el zoom del visor para escudriñar las posiciones enemigas, calculando el número de tropas, las distancias y la potencia de fuego.

«Deben pagar por transgredir estas puertas».

Estaba tranquilo, alerta, preparado. Los ataques sobre las plataformas de aterrizaje habían saciado la sed de sangre de sus guerreros y retrasado la ofensiva del grueso principal de tropas enemigas. Habían sufrido pérdidas, pero no eran nada en comparación con las bajas del enemigo.

—¿Cómo han conseguido reunir semejante ejército? —preguntó Sturmhjart, impresionado—. Las sagas dicen que los diezmamos.

—Más enemigos a los que matar —respondió Hojadragón con un tono seco—. Puedes estar agradecido.

—Han estado planeando esto durante siglos, sacerdote rúnico —declaró Greyloc—. Ironhelm debería haberlo visto venir. Todos deberíamos haberlo hecho.

Sturmhjart frunció el ceño debajo del casco. Durante los últimos días había trabajado con ahínco para reforzar las runas de protección del Colmillo, y aún seguía recriminándose por su incapacidad para leer los símbolos.

Al percatarse de esto, Greyloc se volvió hacia él.

—No te culpo de nada, hermano. Su capacidad para corromper el wyrd es lo que constituye su infamia.

—Ellos no corrompen el wyrd —insistió Sturmhjart.

Hojadragón rió con severidad.

—¿Sabes qué, hermano? Lo cierto es que no me importa de dónde provenga esa hechicería. Ellos también pueden arder en las llamas del infierno como cualquier mortal, eso es lo único que importa.

Sturmhjart miró fijamente al sacerdote lobo, como si no supiera si eso era una burla o un halago.

—Arderán —dijo, girando su yelmo repleto de runas para contemplar al enemigo—. Claro que arderán.

Por detrás de ellos se oyó el sonido de un puño golpeando sobre el pecho de una armadura; Hamnr Shrieya se había colocado a su lado en la plataforma de observación. Al igual que todos los guardias del lobo, su armadura mostraba los signos del combate reciente; el puño de energía estaba repleto de quemaduras y las pieles que decoraban la armadura de exterminador habían quedado reducidas a andrajos.

—Skrieya —dijo Greyloc—. ¿Se ha completado la retirada?

—Así es, jarl.

—¿A cuánto asciende la cuenta de sangre?

—Les hemos hecho mucho daño, jarl. Nuestro número de bajas es mínimo, aunque… no insignificante. Hemos perdido una manada entera.

Greyloc levantó una ceja. La orden de retirada se había transmitido antes de que la aparición de los hechiceros convirtiera el campo de batalla en un terreno mortal para las escuadras.

—¿Una manada? ¿La de quién?

Skrieya dudó durante un instante.

—La de Tromm Rossek, jarl.

Greyloc sintió como si Skrieya le hubiera dado una patada en el estómago.

«Rossek. De todos mis soldados de élite, Rossek…»

—Él ha sido rescatado, pero su manada ha caído.

Greyloc tuvo que reprimir el conflicto de emociones que sintió al escuchar la noticia. Incluso bajo la armadura, el estado de sus feromonas se hizo patente ante los demás.

«El auténtico Hijo de Russ, el guerrero implacable, el imparable. Hermano, ésa es la razón por la que jamás podrás convertirte en jarl».

—Deberá ser castigado —dijo Hojadragón con frialdad—. Su manada tendría que haber luchado a nuestro lado.

—Ahora no es el momento —respondió Greyloc—. Necesitaremos sus armas.

Por un momento pareció que Hojadragón iba a protestar, aunque finalmente inclinó la cabeza.

—Como desees, jarl.

Se produjo un silencio gélido. En la distancia, el despliegue de las tropas enemigas seguía su curso. A cada momento que pasaba, los valles que desembocaban en las entradas iban siendo ocupados por la vanguardia de los traidores. El enemigo desataría su ira antes de que el sol alcanzara su cénit.

Greyloc extendió la vista por lo que pronto sería el campo de batalla. Bajo el casco, su rostro pálido se vio inundado por una expresión de amargura.

—Lo único que deseo es que la batalla dé comienzo —gruñó mientras el vello de todo su cuerpo se erizaba—. Por la sangre de Russ, que vengan a mí, les enseñaré el significado de la palabra «agonía».

* * *

Arfang había tardado en reclamarla más de lo que esperaba. Por un instante, Freija comenzó a pensar que habría encontrado a alguien más que se ocupara de proteger sus preciados servidores, y se había concentrado únicamente en las tareas propias de una huskaerl. Había tenido mucho trabajo, incluyendo simulacros de combate con su escuadra, y había descubierto que muchos de sus soldados no estaban tan preparados como ella esperaba.

Pero el sacerdote de hierro no se había olvidado, y mientras el ejército de los Mil Hijos comenzaba a cerrar el cerco sobre el Aett, estableciendo posiciones avanzadas en los picos que se alzaban a su alrededor, reclamó su presencia.

—Ha llegado el momento —dijo, y eso fue todo. Así que Freija abandonó el Valgard junto con su escuadra, sin hacer ninguna pregunta y preparada para acudir allí donde Arfang le ordenara. Pronto su destino se hizo evidente: se dirigían hacia abajo, hacia las entrañas del Aett.

Los mortales como Freija, a pesar del estoicismo innato a los nativos de Fenris, no eran capaces de precipitarse sin ningún tipo de ayuda por los pozos que unían los diferentes niveles del Colmillo. Incluso aunque ella misma pudiera haberlo hecho, a buen seguro los servidores no serían capaces. El trayecto que los conduciría desde el Valgard, en la cima del Aett, hasta los niveles inferiores del Hould, llevó mucho tiempo. La compañía tuvo que tomar más de una docena de turboelevadores, descender por varias escaleras circulares talladas en la roca y marchar a través de innumerables cámaras iluminadas por viejas hogueras. A cada nivel que atravesaban, la decoración de la roca se volvía más exigua, los globos de luz menos frecuentes y las voces menos discretas.

Atravesaron rápidamente el Señorío del Colmillo, repleto de sirvientes. Freija sabía que su padre había sido destinado a defenderlo, pero cuando ella y Arfang llegaron allí, no encontró ni rastro de él entre la multitud. Las escuadras de mortales estaban muy ocupadas instalando torretas de artillería en los extremos de la cámara, y el suelo estaba cubierto por marañas de cables tan gruesos como la cintura de un hombre. Aquella visión hizo que se le helara la sangre. El Señorío del Colmillo era una cámara sagrada, y si el jarl esperaba entablar combate allí, seguramente la carnicería que estaba a punto de desatarse sería más cruel que cualquier otra de las muchas batallas de las que Fenris había sido testigo.

Freija se preguntó si los guerreros del cielo sentirían el más mínimo atisbo de inquietud. Si no lo hicieran, no serían humanos.

Aunque por supuesto, no lo eran. No se trataba de una clase de seres diferentes, sino más bien de una especie distinta.

«Especie. Es como si estuviera clasificando a una bestia».

Tras atravesar el Señorío del Colmillo continuaron el descenso, adentrándose aún más en los niveles inferiores del Aett. El Hould, el laberinto de túneles donde Freija había nacido y pasado la infancia, no era el lugar escandaloso y efervescente que recordaba. Los grupos de sirvientes caminaban con miradas de expectación; todos llevaban armas y avanzaban guiados por kaerls. Se habían levantado barricadas en puntos estratégicos de la red de túneles y había baterías en todos los cruces. Las runas de protección, los ojos de aversión que dominaban cada una de las intersecciones, estaban siendo santificadas de nuevo por los sacerdotes rúnicos y por sus sirvientes, enfundados en máscaras de cuero. Las cajas de munición se apilaban unas sobre otras, siempre bajo la mirada vigilante de los huskaerls.

De vez en cuando, algún guerrero del cielo pasaba junto a ellos apresuradamente, manchado de sangre y con la armadura ennegrecida. Ninguno de ellos parecía percatarse de la presencia de Freija, aunque todos hacían una reverencia ante Arfang antes de volver a perderse entre las sombras. Podía percibir la tensión en sus gestos; habían estado luchando durante días, y esperaban con nerviosismo la batalla que se avecinaba. Sus ojos dorados centelleaban en la oscuridad, lo que los convertía en una visión más lacónica e inescrutable que nunca.

En la base del Hould, bajo varios kilómetros de roca, estaba el Sello de Borek, la más grande de todas las cámaras del Colmillo. Era incluso más grande que el Señorío, un espacio cavernoso sumido en las tinieblas. Del mismo modo que la Sala de los Señores guardaba el paso del Hould al jarlheim, el Sello de Borek protegía el paso a los niveles inferiores, el Hammerhold y el Subcolmillo, una zona casi inexplorada. Era una estancia colosal, casi del tamaño de una fragata de combate, y estaba totalmente desprovista de decoración, sin las pieles, los huesos y las tallas que embellecían las demás estancias del Aett. La roca desnuda de los muros no estaba pulida, como si fuera un recuerdo de la naturaleza primigenia y ancestral de los lobos. Unas pocas hogueras ardían en varias fosas circulares, pero la débil luz que proyectaban era incapaz de contrarrestar el frío que dominaba la cámara.

Mientras marchaba por aquel espacio cavernoso seguida por el convoy de servidores, Freija contempló las columnas descomunales que se elevaban hacia el techo. Cada una de ellas tenía el diámetro del chasis de un Rhino, enormes pilares que temblaban bajo la luz rojiza de las hogueras.

Nunca se había adentrado tanto en el Aett. Nadie que ella conociera lo había hecho. Estaban por debajo del nivel de las puertas, más allá del límite de las patrullas de los kaerls, donde sólo los sacerdotes de hierro podían llegar.

—¿Asustada, huskaerl? —preguntó Arfang. Los golpes de su báculo retumbaban sobre el suelo.

En Fenris, la palabra «miedo» era poco más que un insulto genérico y abstracto.

—Estoy alerta, mi señor —respondió Freija con un tono tan seco como el respeto le permitió.

Arfang se rió entre dientes.

—Perfecto. Lo último que necesito es que un cachorro me acompañe hasta aquí abajo.

Freija contempló disimuladamente al sacerdote de hierro. En la oscuridad, su armadura se veía negra como una losa de metal abrasado iluminado por las hogueras.

—Disculpe, señor —se aventuró a decir—, esto resulta un tanto inusual, los kaerls no suelen adentrarse hasta el Hammerhold.

—No —respondió Arfang.

Ambos siguieron caminando. El sacerdote de hierro consideró que no era necesario hacer ninguna aclaración más.

—Puedo preguntarle…

—¿Quiere saber por qué la he llamado, de qué utilidad podría serme un mortal aquí abajo?

—No consigo imaginar por qué razón necesita mi ayuda.

Arfang dejó de caminar y se dio la vuelta. Detrás de ellos, los servidores también se detuvieron.

—¿Cree que las forjas no albergan ningún peligro?

—Estamos en el Aett, mi señor.

—Estamos en Fenris, huskaerl. No hemos erradicado el peligro de este mundo, aunque habríamos podido hacerlo. Lo mantenemos cerca de nosotros, hemos aprendido a convivir con él, hace que nos mantengamos alerta. El Subcolmillo alberga muchos peligros. Algunos de ellos son desconocidos incluso para el señor lobo.

—Pero nosotros no nos dirigimos al…

—Estamos en tiempo de peligro, y el wyrd también puede llegar hasta el Hammerhold. De haber tenido elección habría bajado hasta aquí con una manada de cazadores. Pero todos han sido reclamados para otras tareas, de modo que he tenido que recurrir a los mortales.

Se inclinó hacia adelante; sus ojos refulgían como estrellas ancestrales.

—Despertar a los muertos es una tarea difícil. —Su voz sonó grave y opaca—. Ocupará toda mi atención durante muchas horas. Mientras esté ocupado, mis sirvientes necesitarán vigilancia. ¿Podrá encargarse de ello, huskaerl? ¿O acaso teme a la oscuridad?

Freija le devolvió la mirada, herida por lo que implicaban aquellas palabras. Sintió un destello de rebeldía dentro del pecho, la necesidad permanente de rebelarse contra la arrogancia de aquellos semidioses con armadura que gobernaban todas las facetas de su vida. La única razón por la que no experimentaban miedo era porque la hélix lo había erradicado de su consciencia. Aunque todos ellos habían aprendido a despreciar una emoción tan mortal, la esencia misma de la humanidad que debían proteger.

—Yo no temo a nada, mi señor —dijo, tratando de disimular la irritación de su voz.

La máscara del yelmo del sacerdote de hierro permaneció inalterada, aunque una ligera inclinación de cabeza indicó a Freija que, en algún lugar bajo aquel semblante de metal, Arfang estaba sonriendo.

—Eso ya lo veremos, huskaerl —replicó mientras reanudaba la marcha—. Ya lo veremos.

* * *

Morek caminaba por el Señorío del Colmillo, abriéndose paso entre las columnas de heridos que comenzaban a regresar a la cámara. La mayoría de los guerreros estaban regresando en las Thunderhawk que aterrizaban en el Valgard, pero algunos llegaban por tierra. La enorme sala estaba dominada por el sonido y los movimientos de los kaerls, que se afanaban en instalar más plataformas de artillería mientras las columnas de guerreros pasaban junto a ellos en dirección a sus puntos de destino.

Entre ellos estaban los Guerreros del Cielo. Algunos caminaban erguidos, reflejando la luz de la victoria en sus ojos dorados y abriéndose paso entre los mortales como semidioses. Otras manadas habían sufrido bajas, y sus guerreros avanzaban cabizbajos y avergonzados, con un deseo evidente de volver a sumergirse en el fragor del combarte. Todos caminaban unidos, pero los que más habían sufrido evidenciaban una voluntad oscura de venganza. Morek los conocía lo suficiente como para saber que debía evitar el contacto visual. Cuando la bestia despertaba en su interior, en ocasiones tenían problemas para distinguir quién era el enemigo.

—¡Maestro de riven! —llamó una voz gutural y acelerada.

Morek se dio la vuelta y sintió que su corazón se venía abajo.

Un guardián del lobo caminaba hacia él. La enorme figura estaba enfundada en una armadura de exterminador e iluminada por la luz tenue de las hogueras. La armadura estaba chamuscada y llena de marcas, y el guerrero que la portaba parecía estar en el mismo estado. Se había quitado el casco, revelando un rostro tatuado y una melena rojiza. Varias tachuelas le atravesaban las sienes, y sus ojos dejaban ver una pesadumbre oscura y salvaje.

Junto a él había una plataforma gravítica con el cuerpo de un cazador gris anclado a una camilla y completamente inmóvil. Tenía la armadura destrozada y unas enormes manchas de sangre cubrían la placa pectoral. Las luces de la plataforma parpadeaban constantemente e iluminaban los sellos tallados en la ceramita. Morek no era un apotecario, pero era capaz de reconocer la Runa del Final tan bien como cualquier otro fenrisiano.

—A su servicio, señor —dijo, haciendo una reverencia.

—Lleva a este guerrero ante lord Hojadragón —gruñó el guardián del lobo—. Y hazlo ahora mismo.

Morek dudó sólo por un instante. Tenía orden de supervisar los trabajos para la defensa del Señorío del Colmillo. Había infinidad de sirvientes que podrían encargarse de escoltar a un guerrero del cielo herido hasta los sacerdotes lobo.

Podría haber protestado. Habría sido inútil. El guardián del lobo que tenía frente a él estaba herido, y resultaba evidente que estaba luchando por contener una explosión de ira y frustración.

—En seguida, señor —dijo, tratando de no pensar en las muchas cosas que dejarían de hacerse durante su ausencia.

El guardián del lobo emitió un nuevo gruñido y empujó la plataforma hacia él. En cuanto la tocó, ésta se hundió ligeramente. Morek pudo comprobar la gravedad de su estado, las heridas de las espadas y la sangre helada. Parecía que aquel cazador estaba sumido en lo que los de su clase conocían como el Sueño Rojo, el proceso de regeneración que sólo un enfrentamiento cara a cara con Morkai podía poner en marcha.

—Rápido, mortal —dijo el guardián del lobo mientras se daba la vuelta para marcharse por donde había venido. Entonces se detuvo, dubitativo—. ¿Cómo se llama?

Morek lo miró a los ojos. Su experiencia le había enseñado que al hablar siempre había que mirarlos a los ojos.

—Morek Karekborn, señor.

—Cuídelo bien, Morek Karekborn, y cuando todo esto haya terminado, no me olvidaré de usted. Su nombre es Anuir Frar, es uno de los cazadores grises de mi propia manada. Ahora su vida y la suya son una sola. Recuérdelo.

Morek no apartó la mirada, aunque le resultó muy difícil. Los iris ámbar del guardián del lobo parecían desenfocados, como si algún terrible ataque hubiera dañado seriamente algo dentro de él. Aunque no cabía duda del tono apremiante de sus palabras.

—Entiendo —respondió Morek, que ya estaba pensando en la ruta para ascender a la morada de los creadores de carne. Hasta aquel momento, haberse aventurado a ir a aquel lugar habría significado la muerte—. Su vida es la mía.

* * *

Al octavo día desde la llegada de los Mil Hijos a la órbita de Fenris, el asalto sobre las puertas del Colmillo dio comienzo.

A pesar de que los dos accesos por tierra, la Puerta del Fuego Sangriento y la del Amanecer, estaban muy por encima de las faldas de la montaña, ambos se alzaban sobre dos enormes crestas que se extendían entre los picos contiguos, permitiendo el acceso hasta ellas a través de una serie de mesetas. Las crestas ascendían hasta las puertas de la ciudadela como dos gigantescas calzadas talladas en la roca, cada una tenía varios kilómetros de ancho y su superficie había sido allanada tras cientos de años de verse asolada por vientos huracanados. En los milenios olvidados, el Padre de Todas las Cosas y Leman Russ habían caminado sobre aquellas mismas rocas, planeando juntos la construcción del Aett y previendo como el paisaje tortuoso de Asaheim podría convertirse en la fortaleza más grandiosa de todas las que no estaban en Terra. Russ había decidido que las dos puertas se elevaran sobre accesos totalmente yermos, haciendo posible que cualquier avance de tropas enemigas fuera recibido con una carnicería.

Mientras Greyloc contemplaba el avance de las tropas comandadas por los Mil Hijos, dio gracias en silencio por aquella idea. El ejército invasor, iluminado bajo la luz del mediodía, era más grande que cualquier hueste que jamás hubiera caminado bajo el estandarte de los traidores. La Gran Purga había hecho mella en la legiones, y las tropas de Magnus habían quedado diezmadas tras el infierno desatado en Prospero. Aunque parecía que durante los siglos siguientes habían estado muy ocupados.

El ejército estaba dividido en dos falanges, una para cada puerta. En la vanguardia avanzaba la artillería pesada, con morteros, vehículos con cañones de demolición y baterías de plasma que se movían sobre unos transportes descomunales. Más atrás venían los vehículos pesados, oscilando de lado a lado como borrachos. Había lanzaderas móviles con los misiles colocados en posición de disparo, y tanques de asalto ultrapesados con cañones descomunales que emergían amenazantes de sus torretas redondeadas.

Entre ellos avanzaban los transportes de tropas, Chimeras cargados con soldados mortales, junto a los Rhino y los Land Raider de los marines traidores. Había cientos de los primeros y sólo un puñado de los segundos. Pero aun así la primera línea del ejército enemigo disponía de más efectivos que los que Greyloc tenía en todo el Aett, y sabía que aún quedaban muchos miles más en la retaguardia.

Por encima de las falanges volaban las cañoneras dispuestas en formación cerrada. También había transportes atmosféricos mucho más grandes y situados a más altura. Estaban armados hasta los dientes y preparados para desatar la destrucción sobre el campo de batalla.

En algún lugar en medio de aquella masa de hombres y vehículos estaban los hechiceros, los marines espaciales corruptos que dirigían todo el asalto. Ellos eran la clave, el puñado de brujos que atesoraban toda la fuerza de la disformidad en sus guanteletes.

Era una visión imponente, lo único que quedaba de las Legiones de la Muerte del Emperador, un ejército capaz de hacer que cualquier mundo se postrara a sus pies.

Pero Fenris no era un mundo cualquiera, y sus habitantes no se intimidaban ante nada.

—Fuego —ordenó Greyloc.

A la señal del señor lobo, las baterías del Colmillo hicieron erupción.

Los proyectiles de plasma y los disparos láser cruzaron el cielo, desatando una energía terrible a medida que impactaban sobre sus objetivos. Los bólters pesados abrieron fuego desde cientos de nidos horadados en las laderas, lanzando proyectiles reactivos a grandes distancias. Los cañones automáticos escupieron toda su carga directamente sobre el corazón de las columnas enemigas. Los misiles surcaron el cielo gélido antes de caer sobre las tropas invasoras.

Los tanques enemigos respondieron tan pronto como alcanzaron su rango de alcance, y una oleada de fuego se abalanzó sobre la montaña, desatando un infierno de promethium y proyectiles reactivos. Aquel infierno no hizo sino sumarse a la lluvia de plasma que caía desde los transportes orbitales, una columna de energía que había hecho que la montaña se estremeciera durante días, y que con el nuevo ataque se había intensificado hasta ahogar la cima del Colmillo con una cortina de fuego.

Greyloc permaneció en la plataforma, inmóvil, contemplando como los escudos que se alzaban sobre él repelían la furia de las baterías enemigas. Un misil emergió de entre la nube de destrucción para explotar a sólo unos pocos metros de él, generando una onda expansiva que hizo que la barrera de vacío se estremeciera. Continuó sin moverse, concentrado en la tempestad que se había desatado, buscando cualquier desequilibrio o signo de debilidad.

El avance de los Mil Hijos no era apresurado ni estaba desprotegido. Mientras los lobos daban rienda suelta a su furia sobre el ejército invasor, los proyectiles no cesaban de impactar sobre los escudos protectores. Algo, alguna clase de hechicería, estaba protegiendo el avance de los tanques. La barrera no era perfecta; había columnas enteras de transportes que ya habían sido reducidas a cenizas; pero era suficiente como para asegurar el avance de las primeras líneas. Por detrás de ellas, los transportes de tropas estaban cada vez más cerca.

En medio de la nube de explosiones y plasma ardiente, el espacio que separaba a los Mil Hijos de las puertas se fue reduciendo. Cada andanada de fuego destruía una pieza de artillería pesada, pero por cada tanque que destruían otro nuevo ocupaba su lugar avanzando sobre los restos de metal carbonizado. Poco a poco, el terreno se fue cubriendo de siluetas metálicas, desplegando toda su potencia de fuego sobre los cañones que los hostigaban desde arriba y ganando metros en un avance lento pero inexorable.

Entonces comenzó el ataque aéreo. Las alas de bombarderos comenzaron a sobrevolar el Colmillo, asolando los nidos de artillería y maniobrando entre los proyectiles de las baterías antiaéreas. A cada nueva pasada varias naves eran abatidas, precipitándose hacia el suelo envueltas en espirales de humo y extendiendo la devastación entre las filas de los invasores. Pero también a cada nueva pasada, otra batería defensiva era destruida u otro escudo de vacío era exprimido hasta el límite de su capacidad.

El aire comenzó a llenarse de columnas de humo negro. La visibilidad en las puertas fue disminuyendo progresivamente. El panorama pasó de ser un ambiente helado y claro a una visión de negrura y desolación. Las cortinas de humo bloquearon la luz del sol, sumiendo las montañas en una oscuridad creciente.

Greyloc comprobó el monitor del casco, verificando las posiciones de los guardias del lobo y de los sacerdotes rúnicos y revisando el estado de los elementos clave de un sistema defensivo que él mismo había planificado y desarrollado.

«La prueba se avecina. Que la mano de Russ nos proteja».

En ese momento, el señor lobo se volvió, sus garras habían cobrado vida y resplandecían bajo el campo de energía. Comenzó el descenso hacia el nivel de las puertas, preparado para recibir la oleada de furia.

* * *

El ruido de los martillos estaba por todas partes. Se extendía por todas las cámaras, resonaba sobre la piedra y su eco se perdía en las paredes de las criptas. A pesar de los compensadores auditivos que llevaba en el casco, Freija encontraba aquel sonido repetitivo muy desorientador.

—Ahora comprendo de dónde viene el nombre de este lugar —dijo con gravedad.

El sacerdote de hierro asintió.

—Es algo glorioso. —Esta vez la unidad vocal no transmitió ni un atisbo de sarcasmo.

Estaban en el borde de un precipicio, en el corazón mismo del Hammerhold. Frente a ellos se extendía un puente de roca que se elevaba sobre el abismo. Tenía unos seis metros de ancho y estaba desprovisto de barandillas. El camino se perdía en las sombras de la distancia. Cientos de metros más abajo, en la enorme caverna que atravesaba aquella plataforma, pudo contemplar una visión del mismísimo infierno. Infinidad de chimeneas gigantescas, cada una del tamaño de un titán Warlord y el doble de ancha, dejaban salir nubes del color de la sangre. Había canales de roca ennegrecida por los que discurrían ríos de fuego rodeados de pistones y enormes ruedas de acero. Hileras de servidores caminaban con la espalda encorvada entre las piezas de aquella maquinaria colosal, comprobando las lecturas de los monitores y trabajando en los bancos de cogitadores. Todo aquel gigantesco espacio estaba dominado por una actividad incesante. En las cintas transportadoras que se movían entre las forjas Freija pudo distinguir las formas embrionarias de vehículos, cañones de artillería y piezas de armadura.

Y luego estaban los martillos. Los accionaban filas y filas de servidores sin rostro y con la musculatura implementada, encadenados a los yunques de adamantio por marañas de cables y conductos nerviosos, que trabajaban sin cesar. Había infinidad de ellos, más máquinas que seres humanos, convertidos en criaturas sin conciencia por las artes insondables de los creadores de carne. Eran los trabajadores perfectos: incansables, sumisos, fuertes y diseñados para martillear continuamente hasta que la muerte los liberara de aquellos pozos de fuego.

No resultaba una vida envidiable.

—Estamos perdiendo demasiado tiempo —dijo Arfang, empujando a su servidores personales para que aceleraran el paso. El sacerdote de hierro avanzó detrás de ellos, obligando a Freija y a los kaerls a caminar más rápidamente.

—¿Quién se encarga de supervisarlos? —preguntó Freija, incapaz de apartar la vista de las legiones de servidores que trabajaban entre el fuego.

—No necesitan supervisión —respondió Arfang en un tono seco—. Sólo conocen una manera de servir. No los desprecie por ello, huskaerl; sin ellos, nuestros guerreros acudirían a la batalla con las manos vacías.

—No los desprecio, señor. Pero no tenía ni idea de que eran… tantos.

—¿Acaso eso la incomoda?

Lo hacía. La incomodaba más de lo que jamás admitiría. La incomodaba que aquellas legiones de esclavos mecanizados y medio muertos hubieran estado bajo sus pies durante toda su vida. La incomodaba no saber de dónde venían, y por qué ella había terminado siendo huskaerl y ellos encadenados a las forjas. La incomodaba saber tan poco sobre todo aquello. La incomodaba que los designios del Aett fueran tan arbitrarios y estuvieran envueltos en una niebla tan espesa y ancestral que sólo los Guerreros del Cielo podían ver a través de ella.

—Simplemente siento curiosidad —dijo.

—Un instinto muy peligroso. Debe tener cuidado con él.

Les llevó casi diez minutos de caminata a paso ligero atravesar las forjas. Arfang imprimió un paso vivo que los servidores luchaban por mantener. Conforme se acercaban al otro extremo, incluso Freija sintió que sus músculos empezaban a resentirse.

El puente terminaba en un acantilado de roca desnuda. Una puerta recubierta de acero había sido horadada en el centro, decorada con el símbolo del lobo de dos cabezas de Morkai, el guardián de los muertos. Aquella imagen parecía más vieja que cualquier otra cosa que pudiera haber en el Aett, y su contorno había sido erosionado por el aire caliente de la forja. La puerta estaba abierta y no había ningún guardia. Una única luz verdosa refulgía en la base del marco.

Un campo disruptor.

Arfang chasqueó los dedos y la luz pasó a ser de color rojo. Atravesó el umbral. El túnel que había al otro lado estaba completamente a oscuras, no había antorchas, globos de luz ni hogueras.

Freija activó el sistema de visión nocturna y los muros aparecieron ante sus ojos iluminados por un resplandor verdoso. Aunque estaba acostumbrada al frío y a la oscuridad no pudo evitar estremecerse al atravesar la entrada. Allí dentro el frío parecía aún más profundo, más invasivo. A medida que avanzaban, el ruido de los martillos fue disminuyendo, sustituido por un silencio gélido y mortal.

Continuaron descendiendo. Freija vio que había huecos horadados en las paredes del túnel; corredores secundarios por los que el aire ululaba en suspiros helados. Pronto, continuar en línea recta pasó a ser una más de las muchas opciones, y el camino comenzó a retorcerse serpenteando entre las raíces de la montaña. La altura del túnel no variaba, y un transporte Rhino podría haber avanzado por él sin problemas.

Comenzó a perder la noción del tiempo y ya no sabía cuánto habían caminado. La oscuridad y el frío, que había calado hasta lo más profundo de sus huesos, le hacía sentir una extraña sensación de abandono en aquel lugar olvidado. Resultaba fácil pensar que el resto de la galaxia simplemente había dejado de existir más allá de aquella oscuridad impenetrable y primigenia.

Cuando oyó el ruido, su corazón dio un salto y no pudo evitar aferrar la empuñadura del skjoldtar. Fue un gruñido grave y sobrenatural que ascendió por su espina dorsal como el mercurio de un termómetro. Vio que los kaerls también se tensaban, apuntando las armas hacia los muros del túnel.

—¿Qué ha sido eso? —susurró.

El sacerdote de hierro continuó caminando, impasible.

—Ya se lo he dicho, huskaerl. —Su voz grave resonó entre los muros—. Hay peligros que acechan en la oscuridad. Mantengan sus armas preparadas y no permitan que les ocurra nada a mis servidores.

Freija tuvo que tragarse su respuesta. El sacerdote de hierro comenzaba a ser más molesto que nunca.

—No se preocupe, señor —replicó, tratando de mantener la compostura—. Estamos aquí para servirlo.

—Me alegro de que piense así.

Freija lanzó una mirada rápida por encima del hombro. En la distancia, en lo alto del túnel, pudo ver dos puntos de luz. Parpadeó un instante e inmediatamente después habían desaparecido. El frío que le atenazaba los huesos se intensificó.

«¿Qué hay aquí abajo?»

Empezaron a caminar de nuevo, adentrándose más en la oscuridad, como una isla de calor humano en un océano de vacuidad absoluta.

* * *

Morek se abrió paso entre los niveles del jarlheim manteniendo la cabeza baja en todo momento. La mayoría de figuras con las que se cruzaba avanzaban en dirección opuesta, apresurándose a la batalla. Las pocas que iban en la misma dirección eran unidades de artillería que acudían a relevar a las que estaban operando las baterías antiaéreas.

Las vibraciones de los disparos orbitales hacían que todo el elevador se estremeciera.

«¿Cómo es posible? Estamos a cientos de metros bajo la superficie de la montaña. ¿Qué clase de fuerzas se han desatado?»

La plataforma gravítica estaba junto a él, con el cuerpo inmóvil del cazador gris. Aunque le parecía una falta de respeto, Morek no pudo resistir la tentación de mirar al guerrero del cielo.

El rostro de Aunir Frar había quedado expuesto cuando los colmillos largos le quitaron el yelmo en el Land Raider. Era un semblante orgulloso, severo y afilado. Los colmillos brillaban en el interior de la boca abierta, y la mandíbula indicaba que se trataba de un guerrero veterano. Quizá estuviera a punto de ser ascendido a guardián del lobo. El Sueño Rojo aún lo mantenía inerte, y su respiración era tenue, casi inexistente. También habían retirado una parte de la armadura, sacando a la luz más de una docena de heridas de arma blanca, entre las que se incluía un corte muy profundo alrededor del cuello. De haber sido mortal, a Frar ya no le quedaría ningún atisbo de vida que salvar.

El elevador se detuvo. Morek abrió las puertas y salió empujando la plataforma. Frente a él se extendían las cámaras de los creadores de carne. Había símbolos de aversión tallados en los dinteles de roca. Un olor cáustico y antiséptico penetró en sus orificios nasales. Delante de él, la luz tenue y rojiza del Aett había sido sustituida por el resplandor blanquecino de los globos de luz. Los muros estaban recubiertos de baldosas y había infinidad de mesas con instrumentos quirúrgicos. A diferencia de las demás cámaras de la guarida de los lobos, decoradas con tótems y cráneos de animales, las salas de los sacerdotes lobo eran prístinas, frías y sencillas.

Morek entró, entornando los ojos ante la luz brillante y manteniendo la plataforma muy cerca de él. Podía oír ruidos en la distancia, pero no había nadie en aquella sala. Siguió caminando, pasando junto a las mesas de metal y atravesando estancias repletas de equipamiento cuya utilidad no conseguía adivinar. Junto a aquella maquinaria había hileras de cogitadores de aspecto antiguo, enmarcados en carcasas de bronce y resonando con un sonido grave.

Los ruidos sonaban más cercanos ahora. Se acercaba al centro de la actividad. Tras girar una esquina, accedió a una cámara de mayor tamaño con el techo abovedado y donde la luz brillaba con más fuerza. Allí también había varias mesas de gran tamaño, algunas de las cuales estaban ocupadas. Dos guerreros del cielo yacían sobre ellas, ambos conscientes, que estaban siendo operados por varios equipos de sirvientes con máscaras de cuero. Los mortales trabajaban con rapidez y precisión, cortando la carne, remendando músculos y tratando las heridas con agujas y analgésicos. Todos tenían visores de acero con las lentes de color verdoso, cada uno de ellos proyectaba varios haces de luz.

—Mortal —dijo una voz grave. Morek se volvió hacia ella. Un sacerdote lobo que por su aspecto parecía uno de los acólitos de Hojadragón caminaba hacia él enfundado en una armadura negra como la noche, tenía las manos descubiertas y llenas de sangre—. ¿Qué haces aquí?

Morek hizo una reverencia.

—He recibido órdenes de traer a este guerrero, Aunir Frar, para que sea tratado por Hojadragón.

El sacerdote lobo profirió un gruñido.

—¿Acaso crees que está aquí? ¿Con el Aett en pleno asedio? —Movió la cabeza—. Nos ocuparemos de él. Regresa a tu puesto, maestro de riven.

Mientras hablaba, los sirvientes cogieron la plataforma y la llevaron hasta una de las mesas. Le insertaron varias sondas metálicas en el cuerpo y colocaron escanogramas sobre las heridas. El maestro de riven se volvió hacia el nuevo paciente y comenzó a dirigir la operación.

Morek hizo otra reverencia, se dio la vuelta y se retiró caminando por las cámaras vacías de los creadores de carne tan rápido como le fue posible. Había algo en aquel lugar que lo incomodaba. Los aromas eran extraños, muy diferentes del olor a cerrado y a fuego al que estaba acostumbrado.

Había demasiada luz.

Atravesó una nueva habitación, giró a la izquierda y cruzó las puertas corredizas. Dio varios pasos más antes de darse cuente de que se había equivocado de dirección. La cámara en la que acababa de entrar era más pequeña que las demás, aunque también estaba recubierta de baldosas blanquecinas. En el centro había tres enormes tanques, todos llenos de un líquido translúcido. Eran recipientes cilíndricos de apenas un metro de diámetro, pero eran tan altos como la propia cámara. La maquinaria que había a sus pies vibraba y zumbaba rítmicamente.

Sabía que debía apartar la mirada, pero el contenido de aquellos tanques acaparó toda su atención. Había cuerpos flotando en el interior, siluetas oscuras suspendidas en el líquido. Enormes cajas torácicas, brazos musculosos, cuellos corpulentos. Parecían marines espaciales, fuertes y voluminosos. No se movían, simplemente flotaban oscilando ligeramente. Morek pudo ver los tubos de los sistemas de respiración acoplados a la parte inferior de los tres rostros.

Se dio la vuelta. Sabía que había llegado demasiado lejos y tenía que contener su curiosidad.

«Una mente curiosa abre la puerta de la condenación».

Al darse la vuelta vio la mesa de metal, a su izquierda, lejos del resplandor de los globos de luz. Sus ojos se quedaron clavados en lo que había sobre ella.

Poco a poco, casi de forma inconsciente, Morek sintió que sus pies se dirigían hacia la mesa. Pasó junto a los tanques sin prestar atención a lo que contenían. No podía apartar la mirada, no podía darse la vuelta.

Sobre la superficie de metal había un cuerpo, o quizá un cadáver. Sus enormes pulmones no contenían aire, o al menos eso era lo que parecía. Estaba en la misma posición que los demás, desnudo, postrado de espaldas y con los brazos pegados al cuerpo.

Inmediatamente, Morek se dio cuenta de que algo no encajaba. En un principio no supo qué era exactamente. Había visto muchos cadáveres antes, pero entonces se fijó con más atención.

Los antebrazos eran suaves, sin vello. Las uñas no eran más largas que las suyas. La mandíbula era cuadrada y yerma, no había ni rastro de colmillos. En aquella boca no había sitio para ellos, sólo para una dentadura mortal.

Morek se acercó más, sintiendo como el pulso se le aceleraba. El cadáver tenía los ojos abiertos y la mirada perdida.

Eran grises como los suyos, con unas pupilas como las de un mortal.

El rostro no estaba cubierto de vello facial ni tenía el arco supraorbital más desarrollado de lo normal. Tenía una musculatura muy desarrollada dispuesta alrededor de una estructura ósea enorme, pero carecía de toda expresión.

Fuera lo que fuese, aquel ser no era un lobo espacial. Era una farsa, un simulacro, una caricatura.

Morek sintió que una oleada de náuseas le ascendía por la garganta. Para él, los Guerreros del Cielo eran sagrados, tan sagrados como el alma de su mundo, como los espíritus del hielo, como la vida de su hija. Aquello era una abominación, una alteración espantosa del orden de las cosas.

Dio un paso atrás. A su espalda, en la sala de operaciones, pudo oír las voces de los sirvientes que luchaban por salvar la vida de Aunir Frar.

«Esto está prohibido. No debería estar aquí».

Pronto el miedo sustituyó a las nauseas. Había visto la mirada que se ocultaba tras las máscaras de los sirvientes, y conocía bien la reputación de los creadores de carne. No toleraban las intrusiones.

Morek se dio la vuelta y se marchó por donde había entrado, apartando la mirada de las figuras que flotaban en los tanques, ignorando el equipamiento que tenían a sus pies y dejando de lado las hileras de frascos que refulgían bajo las luces.

Oyó unos pasos detrás de él, y el corazón se le aceleró. Siguió caminando sin levantar la cabeza, con la esperanza de que aquellas pisadas se dirigieran a algún otro lugar. La disposición de las cámaras resultaba confusa, y aquel sonido podía provenir de cualquier parte.

Las pisadas se alejaron. Morek había regresado a las cámaras exteriores, las que contenían las mesas de metal vacías. Tenía la salida justo delante, con el corredor que llevaba hasta la puerta del elevador.

Su corazón latía con fuerza.

«Una mente curiosa abre la puerta de la condenación».

Se miró las manos. Estaban agrietadas, llenas de callosidades y endurecidas por una vida al servicio de los Guerreros del Cielo. Estaban temblando. Entonces se detuvo, sin preocuparse de si los sirvientes lo habían visto.

«¿Qué era aquel ser?»

Permaneció inmóvil unos instantes, indeciso ante lo que acababa de contemplar. Los sacerdotes lobo eran los guardianes del Aett, los defensores de las tradiciones de los Vlka Fenryka. Si aquella cosa estaba allí, es que debía ser algo permitido.

Era una abominación.

Miró hacia atrás por encima del hombro. Las cámaras blanquecinas se extendían a su espalda, cada una de ellas dando paso a la siguiente, todas dominadas por el olor aséptico y el acre aroma de la sangre. Sintió que las náuseas volvían apoderarse de él, ascendiendo hasta la garganta.

En el Señorío del Colmillo se había sentido imbuido de fidelidad hacia los Guerreros del Cielo, la personificación del salvajismo sagrado de Fenris. Por más que lo intentaba, ahora no conseguía convocar aquel mismo espíritu.

Tembloroso, olvidando el propósito que lo había llevado hasta aquel lugar, se dirigió hacia el elevador. Cualquier certidumbre que pudiera haber iluminado su rostro fiel había desaparecido.

En su lugar, por primera vez en toda su vida, había duda.