OCHO

OCHO

—¡Por Russ!

Rossek vio como el visor de su casco se llenaba de saliva cuando hundió la hoja del puño sierra y desgarró el peto de la armadura del marine traidor. Por un instante vio que sus hermanos también se sumaban a la carga, habían desactivado los bólters para desenfundar las armas de combate cuerpo a cuerpo. Los pocos supervivientes del ejército mortal ahora eran irrelevantes. Lo único que importaba eran los traidores: dieciocho marines de Rúbrica contra una manada de once lobos espaciales con sus puños dominados por la ira.

Pocas posibilidades.

El marine de Rúbrica que Rossek tenía delante se movía con tanta agilidad como él. Aunque los gigantes de color zafiro marchaban con parsimonia, tan pronto como entraban en combate sus cuerpos parecían cobrar vida. Sus movimientos eran como los de las Legiones Astartes, rápidos y certeros, movidos por la maestría de la semilla genética y por un entrenamiento riguroso.

Ceramita contra ceramita, gris contra bronce y zafiro. La manada de lobos se sumió en el fragor del combate con sus amuletos óseos ondeando al viento y sus brazos cubiertos de pieles lanzando golpes con una precisión y una fuerza aterradoras.

Los traidores respondieron en silencio, repeliendo cada ataque con una nueva embestida. Se movían con la misma agilidad, lanzaban estocadas con igual precisión, respondían a cada carga con un nuevo golpe de sus espadas de energía.

Rossek era más alto que todos ellos, sobresalía en su armadura de exterminador ennegrecida por los disparos láser. Se había abierto paso entre el grupo de traidores aprovechando la fuerza de la carga y dibujando arcos en el aire con la hoja del puño sierra.

El marine trató de recuperar el equilibrio, luchando estoicamente contra la tormenta que se le venía encima, pero retrocediendo paso a paso mientras la furia de la hoja de Rossek hacía saltar esquirlas de su armadura. En ningún momento emitió ni un susurro.

—¡Muerte a los traidores! —gritó Rossek, sintiendo como la adrenalina se apoderaba de todo su cuerpo. Su lobo interior luchaba con la boca llena de espuma, aullando y dando dentelladas. El silencio del enemigo no hizo sino avivar su furia, haciendo que la carga se volviera aún más salvaje.

El marine de Rúbrica se tambaleó y perdió el equilibrio. Rossek se abalanzó sobre él, aprovechando aquel breve instante para descargar una ráfaga de disparos bólter. Los proyectiles destrozaron la armadura del marine traidor y abrasaron los ornamentos del yelmo y de las hombreras.

—¡Ésta es la ira de Fenris! —gritó Rossek, sumándose a los alaridos y gritos de guerra de sus hermanos.

Aquélla era su vida. Era la perfección misma; desatar el combate sobre el enemigo, luchar sobre el hielo tal y como el Padre de Todas las Cosas les había enseñado. Entre toda la rabia, la furia ciega y el ardor de la muerte también estaba eso.

Placer.

Rossek rió bajo el peso del casco, sin apenas percatarse de las runas que le mostraban las posiciones de la manada y sus signos vitales. El marine de Rúbrica sólo pudo postrarse ante la ira del guardián del lobo, incapaz de contrarrestar la carga. Su corta existencia estaba a punto de terminar.

Entonces, todo se detuvo.

Rossek vio que Mandibulacortada corría hacia las rocas que tenía a su derecha, dispuesto a abalanzarse sobre dos marines de Rúbrica mientras las pieles que cubrían su armadura ondeaban al viento. Pero el cazador gris se detuvo, paralizado en mitad de una carga incompleta.

El resto de la manada también se frenó, ralentizando sus movimientos, como si avanzaran sobre una capa de aceite, hasta detenerse completamente.

Rossek consiguió darse la vuelta antes de sentir como la misma pesadez se apoderaba de sus miembros.

—¡Luchad, hermanos! —gritó, viendo como la mancha del maleficarum se apoderaba de él y el hedor de la hechicería lo paralizaba completamente. Las runas de su armadura comenzaron a emitir destellos rojizos, desafiando aquella oleada de corrupción repentina. Su visión se volvió borrosa, como si la niebla se hubiera extendido por los límites del valle a una velocidad sobrenatural—. ¡Luchad!

Los marines de Rúbrica no sufrieron ninguno de esos efectos. Recuperaron la compostura con una eficiencia despiadada y comenzaron a hundir las hojas en los cuerpos de los lobos con una frialdad impasible, desgarrando las armaduras, destrozando la carne blanquecina de los guerreros e ignorando sus alaridos agonizantes.

Rossek aún podía moverse, aunque muy despacio. Cada movimiento suponía un esfuerzo insoportable.

«Demasiado lento para salvarlos».

Dejó salir un alarido, obligando a sus músculos a seguir luchando movidos por su propia fuerza de voluntad. El sudor comenzó a correr por su frente tatuada, empapándole las mejillas. Tratar de mantener los puños en el aire ya constituía un esfuerzo tremendo, y mucho más intentar luchar con ellos.

Los marines de Rúbrica se dirigieron hacia él. El que había estado a punto de aniquilar también estaba entre ellos; a pesar del estado de su armadura, su avance no parecía vengativo. Tras desenfundar la espada, avanzó hacia él preparando la estocada final.

En medio de aquella agonía, Rossek pudo ver como las runas de su casco se apagaban una tras otra. Los guerreros que él mismo había llevado a la batalla estaban siendo masacrados como ganado.

Aferró con fuerza el puño sierra, apretó los colmillos y trató de rebelarse. Sentía que sus corazones estaban a punto de explotar y que sus huesos iban a desgarrarle los músculos, pero de algún modo consiguió colocar el arma en posición.

Entonces, por primera vez, vio el origen de la hechicería. A pocos metros de distancia, la silueta difusa de un mago de los Mil Hijos emergió de su escondite. Rossek pudo olerlo, sintió como el olor dulce de la corrupción se introducía por sus fosas nasales. Debajo de aquellos hábitos había un ser de carne y hueso, un corazón palpitante y una mente imbuida de malicia.

El hechicero portaba un báculo dorado, y un halo de destellos blanquecinos rodeaba su cabeza cubierta de sellos.

Mientras mueres, guerrero, quiero que sepas esto.

Una voz tenue y distorsionada por el odio comenzó a resonar en su mente. El hechicero lo señaló con el báculo.

Os haremos esto a todos y cada uno de vosotros.

Entonces, el mundo de Rossek se llenó de luz y de dolor. Una fuerza descomunal lo levantó del suelo. Sintió que todo su cuerpo se estremecía por la explosión a pesar de la protección de la armadura. Cuando golpeó el suelo, el impacto le produjo un dolor sordo e insoportable. Sintió el sabor a sangre que le inundaba la boca, seguido por el fuerte olor de la explosión de un proyectil perforante.

Levantó la cabeza, tenía la vista borrosa y luchaba por no perder la consciencia.

¿Un proyectil perforante?

—Jarl, no te muevas.

Era la voz de Rojk sonando por el comunicador. La visión de Rossek comenzó a aclararse justo a tiempo para ver como los proyectiles de artillería caían sobre la escuadra de los Mil Hijos. Los marines traidores comenzaron a batirse en retirada tal y como habían hecho sus predecesores mortales. Enormes bolas de fuego sobrevolaban los afloramientos rocosos, mezcladas con los misiles perforantes y los proyectiles de bólter que estaban asolando a los marines de Rúbrica. Vio como varios traidores se abrasaban en aquel infierno, con sus armaduras reducidas a esquirlas por el fuego de las detonaciones. Los supervivientes se retiraban, huyendo de aquella tormenta de fuego en una formación disciplinada.

Unos instantes después, Rossek sintió como unas manos lo agarraban por la armadura, arrastrándolo sobre el terreno irregular.

—Mi… mi manada —acertó a murmurar; aún tenía la vista nublada y se sentía aturdido.

El movimiento se detuvo. La silueta de un casco que le resultaba familiar apareció delante de él. Un yelmo blanquecino y tallado con la forma de un cráneo de oso. Parecía más un sacerdote lobo que un colmillo largo.

—Únicamente hay otro signo vital —dijo Torgrim Rojk. Había un cierto tono acusador en la voz del viejo guerrero—. Los tenemos a los dos y vamos a sacarlos de aquí.

En algún punto cercano, Rossek pudo oír el sonido de los motores de un Land Raider. Los veteranos comenzaron a retirarse sin dejar de abrir fuego. Llevaban a rastras el cuerpo de Aunir Frar, inmóvil y cubierto de sangre.

—Si nos quedamos aquí nos aplastarán —dijo Rojk con serenidad—. Véalo usted mismo.

Rossek se volvió, aunque casi perdió el equilibrio. A varios cientos de metros de distancia, al otro lado de la zona en la que los miembros de su manada yacían muertos sobre la roca, pudo ver como los marines de Rúbrica comenzaban a reagruparse. Tras ellos, en la entrada del valle, habían aparecido más tropas, tanto mortales como traidores. Y perdidas en la distancia asomaron varias columnas de tanques, mucho más grandes que los que habían destruido, avanzando sobre las rocas con sus enormes cadenas.

La avanzadilla había recibido el apoyo de los batallones principales. El avance de los Mil Hijos seguía su curso. Había intentado llegar demasiado lejos. El hedor insoportable del maleficarum continuaba inundándole las fosas nasales. No podían luchar contra aquella hechicería.

Torpemente, dejó que lo ayudaran a subir al transporte. El humo comenzó a emanar de los escapes cuando los motores se prepararon para la retirada. Los bólters del Land Raider no cesaban de abrir fuego para cubrir la huida.

Rossek apenas pudo sentir como lo arrastraban hasta el suelo de metal en medio del temblor de los motores que comenzaron a propulsar el transporte sobre el suelo irregular del fondo del valle. El velo de la corrupción le atenazaba la mente, nublando sus pensamientos y confundiendo su instinto.

El Land Raider abandonó el valle y ganó velocidad. Rossek consiguió ponerse de rodillas, su cuerpo magullado tuvo que luchar contra los servos inmóviles de la armadura. Sólo entonces la claridad regresó, la conciencia de lo que había ocurrido.

«Yo los he matado».

El lobo que habitaba en su interior lanzó un aullido, no fue un grito de guerra ni de gloria, sino de dolor.

* * *

Al tripulante Reri Urfangborn le gustaba el vacío. Incluso cuando la nave atravesaba ese extraño lapso que eran los viajes por la disformidad, con todos sus mareos y sus náuseas. Ser un miembro de la tripulación de un navío de los Adeptus Astartes era mucho más interesante que la vida media de un mortal del Imperio. Lo sabía porque había visto otros mundos y contemplado de primera mano los horrores y las maravillas de la galaxia. Había visto ciudades colmena que se perdían en atmósferas ácidas, enormes mundos agrícolas atestados de plagas, mundos forja repletos de manufactorums tan grandes como continentes, asfixiados por el humo y asediados por la contaminación y las enfermedades.

Después de todo, pasarse la vida en el enginarium de la Nauro no era una mala carrera. Era un lugar oscuro y frío, pero Fenris también. Olía muy mal, aunque después de unos cuantos años uno dejaba de percibirlo. Los kaerls eran muy malhablados y no se lo pensaban dos veces antes de reprender a los trabajadores con la culata de su rifle, pero aparte de eso eran humanos. Después de escapar del bloqueo orbital, el capitán había ordenado distribuir semimjod, un sucedáneo alcohólico del estimulante sagrado de batalla que bebían los guerreros espaciales. Eso había estado bien. Hizo que todo el mundo estuviera un poco más feliz, a pesar de los accidentes que se produjeron.

Desde que escaparon de Fenris, el volumen de trabajo había aumentado considerablemente. Resultaba difícil saber cuánto tiempo había transcurrido; los cronos internos no eran demasiado fiables en la disformidad, y sólo el navegante sabía realmente cuánto tiempo había pasado desde que alcanzaron el punto de salto y activaron los motores de disformidad. Era evidente que varios días; al menos el cuerpo de Reri podía calcularlo. Aquel tiempo había transcurrido con más trabajo de lo habitual; no podía dormir más de un par de horas cada ciclo antes de que lo despertaran con la siguiente tarea. Algo estaba obligando al comandante a imprimir a la nave más velocidad de lo normal, exprimiendo hasta el último átomo de energía a pesar de los enormes daños que habían sufrido sobre Fenris.

Como tripulante de las cubiertas inferiores, Reri no tenía información sobre el proceso de reparación de la nave, pero conocía bien los motores, y sabía que aún estaban muy dañados. Había fugas por todas partes: tres de los cuatro conductos principales que llevaban el combustible hasta los motores estaban inutilizados. Siete cubiertas habían sido totalmente selladas, lo que hacía que moverse entre los distintos niveles fuera difícil y laborioso. Además de esto, los rostros de los tripulantes de mayor rango habían pasado de mostrar ansiedad a mostrarse sombríos. Morkai seguía pisándoles los talones, aunque quizá ya no estuviera tan cerca como lo había estado en Fenris.

Eso era una buena noticia para Reri Urfangborn. Le gustaba vivir, y le gustaba aún más desde que Anija, del departamento de intendencia, había dejado de mostrarse tan indiferente y parecía dispuesta a pasar algún tiempo con él. Sin embargo, no se engañaba, sabía que ella no sentía por él demasiado afecto; su silueta encorvada y su piel grisácea, producto de una vida de trabajo, no lo convertían precisamente en un parangón de virilidad; pero era increíble lo que una experiencia cercana a la muerte podía hacer para suavizar la resistencia de una mujer.

Avanzó por los túneles de mantenimiento con paso firme, con la confianza propia de alguien que llevaba años moviéndose por las entrañas de la Nauro. La luz era más tenue de lo habitual. Secciones enteras de la nave podían verse sumidas en la oscuridad sin previo aviso si los motores reclamaban una inyección extra de energía, por eso había colocado dos linternas a ambos lados de su casco. Conforme avanzaba podía oír su propia respiración, pesada y nerviosa. Había pasado mucho tiempo, y tenía las palmas de las manos grasientas de deseo y lubricante para motores.

Giró una esquina y se introdujo en un corredor aún más angosto, con mucho cuidado para no tocar la maraña de cables desnudos. Los paneles de metal a su alrededor vibraban de manera constante, azotados por los latidos de los motores descomunales de más arriba.

Justo cuando llegó a su destino, un almacén perdido en el laberinto de túneles de mantenimiento, las luces se apagaron por completo.

Reri esbozó una sonrisa mientras encendía las linternas. Los dos rayos proyectaban una luz acuosa y tenue, pero resultaban suficientes para iluminar lo que tenía delante. Salió del corredor y se introdujo en el almacén después de apartar una caja llena de piezas viejas. Miró a su alrededor y los rayos de luz se movieron por la pila de cajas que se amontonaban sobre el suelo metálico.

Anija ya estaba allí, apoyada sobre un montón de piezas oxidadas, esperándolo en medio de la oscuridad y con la cabeza inclinada. Reri vio refulgir su melena roja y sintió que una ola de excitación se extendía por todo su cuerpo.

—Veo que has venido —dijo con un tono de voz anhelante mientras se acercaba a ella.

Anija no respondió, Reri se detuvo durante un instante. ¿Estaría enferma? ¿Habría cambiado de opinión? Se acurrucó frente a ella y extendió la mano huesuda para acariciarle el pelo. Entonces dudó, le temblaban los dedos. Estaba en una postura extraña.

—¿Anija?

Le apartó la melena para ver su rostro pálido. Sus ojos se habían convertido en dos orificios negros de los que salía un reguero de sangre.

Reri comenzó a gritar y saltó hacia el muro que tenía detrás.

Pero no era un muro. Era un gigante de metal, un monstruo con una servoarmadura y un yelmo crestado. La bestia extendió el brazo y lo cogió por el hombro, apretando con fuerza hasta que comenzó a sangrar.

Reri continuó gritando mientras otra figura emergía de las sombras. El segundo monstruo llevaba una túnica que cubría una armadura ornamentada de forma similar a la del primero, aunque se movía como si estuviera herido. Su casco tenía forma de cabeza de cobra, y estaba coronado por una capucha dorada. El monstruo de la túnica hizo un gesto y Reri se dio cuenta de que ya no podía gritar. Tenía la boca abierta pero no conseguía emitir ningún sonido, aunque en su mente continuaba gritando. Luchó, más por instinto que por cualquier otra cosa. Empezaba a reconocer a aquellas figuras como lo que eran: una especie de marines espaciales envilecidos. Aquello le indicó todo lo que necesitaba saber respecto a sus expectativas de supervivencia.

La figura de la túnica se acercó a él. Las linternas de Reri iluminaron la cabeza de cobra haciendo refulgir las joyas incrustadas en el metal. Como si de una pesadilla se tratara, sus labios seguían siendo incapaces de emitir ningún sonido. Poco a poco, los músculos de su rostro se relajaron, hasta que una expresión de apatía se apoderó de él.

La segunda figura le dijo algo a la otra, aunque no era un idioma que Reri conociera. Entonces el del yelmo dorado se volvió hacia él.

—Me alegro de que hayas venido —dijo la máscara, que en esta ocasión habló con un extraño acento de Fenris. Su voz era suave, incluso amable—. Tu amiga no ha sobrevivido a este proceso, espero que tú seas más fuerte.

Levantó los dos guanteletes. Uno de ellos sostenía un escalpelo; el otro, dos orbes que destellaban con una luz verdosa e impía. Aparte del brillo de la hechicería, parecían dos ojos.

Reri continuó gritando. Continuó gritando mientras las linternas se apagaban, continuó gritando mientras el maestro Fuerza se ponía a trabajar y continuó gritando hasta que el hechicero de los Mil Hijos hubo terminado. De hecho, aunque sus rasgos permanecieron inmóviles y desprovistos de toda emoción gracias a una magia más poderosa de lo que jamás llegaría a comprender, había una parte de Reri Urfangborn que jamás dejaría de gritar.

* * *

Puñoinfernal se elevó en el aire, la luz del atardecer se reflejaba en su armadura y su cuerpo dejaba tras de sí estelas de nieve.

—¡Los lobos están entre vosotros! —gritó, rompiendo por fin el silencio tenso.

Cinco metros por debajo de él, la columna de tropas mortales rompió la formación, y comenzaron a correr movidos por un terror casi cómico. Había sido muy estúpido por su parte avanzar tan cerca del borde del precipicio, caminando por el fondo de una garganta donde se habían convertido en presa fácil para una emboscada.

A dos metros a la derecha de Puñoinfernal, Rojapiel emergió de entre la nieve con un alarido salvaje. El resto de la manada cargó junto a él, liderados por la figura rugiente de Sigrd Brakk, una pesadilla de estocadas y golpes desatada bajo la luz del crepúsculo. Los lobos atacaron al unísono como una avalancha, aplastando a las tropas que avanzaban bajo sus pies.

Los disparos láser comenzaron a centellear mientras los mortales se batían en retirada, volando entre las sombras de la garganta e iluminando el paisaje abrupto. Muchos de ellos se movían a trompicones, rompiéndose los tobillos entre las rocas afiladas. Debía de haber al menos cien de ellos, todos ellos muy bien armados… para ser mortales.

Puñoinfernal se posó sobre el suelo, aplastando la espina dorsal de un soldado con el puño de combate, que había comenzado a crepitar envuelto en su campo de energía. Giró lanzando una estocada contra otros dos guerreros, resquebrajando las máscaras y dejando que se asfixiaran en la atmósfera exigua de Fenris. Con la mano que tenía libre, lanzó una ráfaga de disparos bólter que abrieron un corredor de sangre entre la falange enemiga; acto seguido se adentró en él.

—¡Por la ira de Russ! —gritó Puñoinfernal mientras seleccionaba sus objetivos entre la masa de figuras aterrorizadas.

Por entonces, Rojapiel y el resto de la manada ya se habían metido de lleno en pleno combate, lanzando golpes, dando estocadas y disparando los bólters con precisión. Los campos de energía y los destellos de los disparos iluminaron la luz del anochecer, sumándose al resplandor de los láseres del enemigo, que poco más podía hacer aparte de perecer bajo aquella emboscada.

—¡Enfrentaos a mi hoja, escoria traidora! —gritó Rojapiel, avanzando sobre las rocas con el paso firme propio de un lobo—. Plantadle cara a mi…

Un disparo láser perdido impactó directamente en el peto de su armadura, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera de espaldas.

Los garras sangrientas se rieron al pasar a su lado, mientras masacraban a los mortales que huían ante ellos con un abandono casi displicente.

—¿Que se enfrenten a qué, hermano? —se burló Puñoinfernal mientras abatía a un soldado con la pistola bólter justo antes de masacrar a otro con el puño de combate.

Dienterroto profirió una carcajada mientras hundía la espada sierra en un grupo de mortales aterrorizados. Los filos monomoleculares desgarraban las armaduras como si fueran de tela.

Rojapiel se puso en pie. Desprendía ira y vergüenza. Una pequeña columna de humo emanaba del disparo que había recibido en la armadura.

—¿Quién demonios ha sido? —gruñó mientras se sumaba al avance de sus compañeros; su voz grave se elevó sobre los gritos y los sollozos de los mortales. Encadenó una ráfaga de disparos bólter tras otra, abatiendo a los enemigos por docenas—. ¡Intentadlo de nuevo! ¡Intentadlo!

Puñoinfernal esbozó una sonrisa mientras destrozaba el visor de un soldado y lo remataba con la pistola.

—Ojalá alguno de ellos se atreva —dijo a través del comunicador—. Nos estamos quedando sin enemigos a los que matar.

Era cierto. Brakk había bloqueado la vía de escape del enemigo, aplastando a los mortales con una habilidad y una precisión superiores incluso a las de los garras sangrientas. Como siempre, el guardián del lobo había permanecido en silencio durante toda la masacre, dejando que sus soldados dieran rienda suelta a su ira y asegurándose de que ningún enemigo consiguiera escapar. Cuando por fin se aproximó a la posición de Puñoinfernal, el terreno ya estaba cubierto de cadáveres congelados. El último de los enemigos fue abatido con desdén.

—Ya basta —dijo Brakk una vez que el frenesí de muerte se hubo calmado. Introdujo un cargador nuevo en la pistola—. Hemos terminado. Regresamos al Aett.

Rojapiel aún estaba rabioso.

—¿Por qué? —protestó mientras su espada sierra continuaba chirriando—. Podríamos seguir luchando durante toda la noche.

Brakk soltó un bufido. A diferencia de los demás líderes de manada, había decidido luchar ataviado con la servoarmadura en lugar de enfundarse la armadura de exterminador, aunque de algún modo aún destacaba sobre los soldados que había a su alrededor.

—No vamos a quedarnos aquí hasta que tengáis que volver a saltar de una nave —replicó con un tono seco— Debemos recibir órdenes del Aett. Vamos a regresar.

Puñoinfernal opinaba lo mismo que Rojapiel. Su cuerpo aún estaba inundado de endorfinas. El baño de sangre había sido considerable, aunque todas sus presas habían sido menores. Aún tenían mucho trabajo que hacer, y verse arrastrado de nuevo a su guarida le parecía un insulto.

—Deberíamos quedarnos —dijo casi involuntariamente.

Toda la manada permaneció en silencio. Lentamente, Brakk se volvió hacia él.

—¿Sí? ¿Y qué clase de genialidad táctica te ha permitido llegar a semejante conclusión?

El sarcasmo cayó como una losa sobre Puñoinfernal. Infinidad de posibles respuestas comenzaron a correr por su mente, sentimientos que deseaba expresar desde hacía meses.

«Nuestro señor lobo es demasiado precavido. Su sangre no es tan caliente como la de los demás. Nos está privando de la gloria que nos merecemos, y nos ha convertido en los cachorros del capítulo. Rossek debería haber sido el elegido. Él nos permitiría abalanzarnos sobre el enemigo, descargar toda la ira de nuestras garras y disfrutar del placer de la muerte».

Pero no pronunció ni una palabra. Brakk era un guardián del lobo experimentado, tan duro como el adamando y curtido en mil batallas. Era el depredador alfa, el señor indiscutible de la manada. Un garra sangrienta podía mofarse de sus superiores dejándose llevar por su juventud y su pasión, pero jamás podía desafiarlos.

Puñoinfernal hizo una reverencia, sintiendo como sus mejillas comenzaban a arder de rabia.

—Ahora hay brujos entre los traidores —explicó Brakk, dirigiéndose a toda la manada—. Y a pesar de las runas de Sturmhjart somos vulnerables. Debemos retirarnos a un emplazamiento donde podamos luchar en mejores condiciones. El jarl sabe muy bien lo que hace.

La manada enfundó las armas y se preparó para regresar al Aett. Uno por uno, manteniendo la formación, comenzaron a avanzar por la garganta bajo las últimas luces del crepúsculo.

Mientras Puñoinfernal caminaba a solas, Brakk se acercó a él y posó el guantelete sobre el hombro del garra sangrienta. No fue un gesto nada amable.

—Sé como te sientes —le dijo a través de un canal cerrado—. Tu fuego te delata, Kyr Aesvai. Habrá más muerte, y encontrarás la gloria que tanto deseas.

Lo agarró con más fuerza.

—Pero vuelve a cuestionar una orden —gruñó—, y te degollaré con mis propias manos.

* * *

Ahmuz Temekh contempló la cámara. Estaba en el corazón del Herumon, protegido del vacío por los kilómetros de metal que formaban el casco de la nave. La estancia tenía nueve metros de diámetro y su planta era un círculo perfecto, los muros estaban pulidos como la superficie de un espejo. Ni siquiera los ojos de Temekh, acostumbrados a detectar la imperfección en todas sus formas, eran capaces de encontrar el más mínimo fallo en la superficie. Aquél era el resultado de varias décadas de trabajo por parte de sus neófitos, que habían comenzado a trabajar antes incluso de ser informados sobre el plan de Fenris. El suelo estaba igual de pulido y reflejaba la luz como un espejo. El techo, a unos veinte metros de altura, estaba muy ornamentado. Las figuras zodiacales y los cinco sólidos platónicos estaban tallados con líneas de oro y amatista, y dispuestos alrededor del Ojo.

«El Ojo. ¿Cuándo se convirtió en nuestro símbolo? ¿Alguno de nosotros se ha parado a pensar en lo que quiere decir, en lo que significa?»

Temekh contempló el techo con el poder de su mente, analizando el diseño. Aquellas imágenes, a pesar de ser muy hermosas, no sólo eran elementos decorativos; habían sido colocadas en puntos muy concretos en relación al centro de la cámara, puntos determinados por la armonía que generaban dentro de lo etéreo y por las resonancias que producían.

En ocasiones, los practicae y otros neófitos daban por sentado que el materium y el immaterium no guardaban ninguna relación concreta, y que lo que ocurría en uno sólo era reflejado de forma imperfecta en el otro. A pesar de lo difusas que pudieran parecer esas relaciones, aquello no tenía nada de cierto. Las relaciones causales eran más constantes y más concretas que cualquier cosa que existiera únicamente en el reino de lo físico, aunque se necesitara toda una vida de estudio para comprender como los elementos infinitos de los universos escindidos entraban en armonía unos con otros. Incluso los maestros hechiceros necesitaban símbolos para comprender esos significados; aquellas imágenes eran parte de ello, igual que los nombres. Por eso la cámara estaba decorada con nombres inscritos en las paredes, tallados en líneas perfectas con maquinaria olvidada y prohibida en el Imperio.

En sí mismos, aquellos nombres significaban muy poco. Pero colocados en el orden correcto y tratados con la reverencia que merecían, su significado podía ser aterrador. Todo dependía de las relaciones, de las conexiones, de la causa y el efecto.

En el centro de la cámara había un altar, tallado en bronce y decorado con más elementos esotéricos. Temekh permanecía frente a él, tal y como había hecho durante las últimas doce horas, con los dedos entrelazados, la cabeza inclinada y una actitud de contemplación silenciosa. Había avanzado mucho con las Enumeraciones, y podía acercarse tanto a la incorporeidad como se atreviera, consciente de los peligros tanto como de las oportunidades.

Sobre el altar, algo comenzaba a cobrar forma. A pesar de tener cerrados sus ojos violeta, Temekh podía ver cómo iba creciendo. Por el momento apenas podía verse nada. Un resplandor aquí, un destello allí. De vez en cuando el aire se movía, como si se produjera un cambio de temperatura.

La tarea a la que se enfrentaba era ardua, a pesar de los preparativos, de las investigaciones y de los sacrificios. Cuando se alcanzaban ciertos estados, y cuando se llegaba a un cierto grado de renuncia de lo físico, recuperarlo resultaba un proceso muy duro. A lo largo de los milenios, el universo había aprendido a resistir las imposiciones de la esencia puramente física. El materium tenía su propia alma; algo que tampoco era sabido por muchos; una habilidad generalizada para postergar las incursiones desde el otro lado del velo. De no haberla tenido, el poder demoníaco habría desatado la devastación por toda la galaxia de los mortales hacía mucho tiempo.

Para poder cumplir el deseo de su maestro, ese poder debía ser neutralizado, aplacado con suavidad. Ahriman lo definió una vez como adormecer al universo. Era una descripción muy acertada.

Al recordar a su viejo amigo, Temekh sintió como su corazón se ralentizaba, haciendo que su pulso se redujera a poco más de un latido por hora. Aquel recuerdo lo había ayudado. El proceso funcionaba.

Durante un breve instante, una pupila se materializó sobre el altar, tan profunda como los pozos del vacío y rodeada de un halo rojizo. En seguida desapareció, quedando como un eco perdido entre las figuras doradas.

«Te buscan en Gangava, mi señor —pensó Temekh, dejando que una parte de su mente se regodeara en la ironía—. Como si aún estuvieras encadenado a la geometría de lo físico. No saben lo poderoso, y lo débil, que eres».

Justo en ese momento el aire pareció moverse, fue como el residuo de algo parecido a la ira, como la entonación trivial de un ser enorme y autoritario, algo que aún era capaz de sentirse ofendido, de sentir que su orgullo estaba siendo herido.

Temekh tuvo que poner freno a sus pensamientos. Debía concentrarse.

Y aún tendría que permanecer concentrado durante muchos días. Cada átomo de la cámara presentaría resistencia, cada ley física lucharía y se revelaría al ser transgredida. El materium podía sentir la atrocidad que deseaba perpetrar, y se resistía con furia.

«Tranquilo —ordenó Temekh, ejerciendo su poder de manera sutil y silenciosa por toda la cámara—. En este lugar mi voz es la ley. Mi voluntad es la norma. Estoy aquí para cumplir el deseo de mi maestro. Estoy aquí para adormecerte».