SIETE
Auries Fuerza, de la disciplina del culto pavoni, se reclinó sobre la mampara tratando de desentumecer sus miembros doloridos. Había contemplado la muerte muy de cerca, había sentido el abrazo final del cambio definitivo, y había sido aterrador. Incluso ahora, que por fin se había librado de los horrores del delirio de la disformidad, sentía que sus dos corazones trabajaban afanosamente, resonando bajo la caja torácica como bestias tratando de escapar. ¿Cuánto tiempo había estado ahí fuera? ¿Minutos? ¿Horas? ¿Días? En la disformidad siempre era difícil saberlo.
Transportarse entre las corrientes malignas de lo etéreo siempre era físicamente muy duro, pero efectuar un salto con tan poco tiempo de antelación y en las condiciones en las que lo había hecho era tan doloroso como peligroso. Cuando vio la nave de los perros abalanzándose sobre su navío herido, sólo dispuso de unos pocos segundos para tomar la decisión. Por suerte, las preparaciones para evacuar la nave ya habían comenzado debido a los terribles daños que había sufrido el Ilusión de Certidumbre. Pero a pesar de todo, calcular nuevos vectores de disformidad en medio de una batalla en el vacío no había sido tarea fácil.
Fuerza podía sentirse aliviado de no haberse transportado directamente a la propia estructura de la nave. El hecho de que estuviera respirando aire en lugar de metal le dio una prueba más de que el universo tenía un plan establecido, y ese plan lo incluía a él.
Aunque sólo fuera de soslayo. La piel de las manos le había sido arrancada a tiras, y ahora éstas brillaban como dos pedazos de carne en la oscuridad. Respiraba entrecortadamente y podía sentir bajo la máscara el daño que había sufrido en el rostro.
Había cuatro rubricae junto a él en la burbuja de vacío, pero sólo uno de ellos había conseguido sobrevivir. Dos se perdieron en el salto, destrozados por las corrientes caprichosas del océano. El tercero se había materializado directamente sobre una viga de adamantio, y los remaches metálicos empalaron irremediablemente a la criatura sin alma. Pequeños destellos residuales de disformidad aún centelleaban sobre su armadura, tratando inútilmente de devolverle la forma al cuerpo del guerrero de los Mil Hijos.
Era inútil. Los rubricae eran probablemente las estructuras más móviles de la galaxia, inmunes al dolor y al desánimo y capaces de operar tras sufrir graves daños estructurales, aunque el hecho de verse incrustado en el casco de un interceptador había conseguido destruir completamente la armadura del marine traidor. Mientras Fuerza lo contemplaba, demasiado débil para intervenir, la luz tenue del visor del casco del rubricae comenzó a parpadear y finalmente se extinguió. El espíritu del guerrero había fracasado.
Fuerza sintió una profunda tristeza, un eco de dolor psíquico que se mezcló con su agonía física.
Tan pocos. Y ahora uno menos.
Lentamente, y luchando contra los espasmos que le atenazaban la columna, se volvió para mirar al superviviente. Permanecía impasible, inmóvil. No mostraba el más mínimo interés en el destino de sus camaradas. No era la primera vez que Fuerza se preguntaba qué clase de existencia tenían los rubricae. ¿Acaso veían las runas en los visores de sus cascos tal y como hacía él? ¿Acaso las palabras calaban en sus oídos como ocurría con los mortales?
Era imposible saberlo. Ahriman, maldito fuera aquel nombre, los había hecho tan fríos e insensibles como las imágenes talladas de Neiumas Tertius.
Por esa razón, el rubricae permanecía inmóvil e impasible, ataviado con su armadura color zafiro y bronce y con el bólter que había portado en Prospero como un marine espacial más. El peto de su armadura estaba tallado con imágenes de serpientes, dragones, constelaciones y símbolos astrológicos; cada uno de aquellos sellos y glifos ancestrales era una pieza maestra de orfebrería.
Las imágenes cambiaban. Fuerza no sabía cómo, y apenas se daba cuenta cuando lo hacían pero nunca permanecían inmutables durante mucho tiempo. Lo único que se mantenía inmóvil era el Ojo, el símbolo que lo dominaba todo.
—Está bien, hermano —dijo Fuerza con dificultad, mirando a su alrededor y sintiendo como la sangre le goteaba por la barbilla y por el pecho—. Veamos qué podemos averiguar de este lugar.
Se habían rematerializado en un corredor oscuro que se perdía entre las sombras en ambas direcciones. Fuerza se había reclinado sobre uno de los muros, y el rubricae permanecía inmóvil. Las paredes estaban cubiertas de tuberías, desprovistas de todo ornamento. El suelo era una plataforma de metal, el techo una maraña de cables, de tubos de refrigeración y de módulos de soporte vital. La oscuridad era casi total y la temperatura resultaba heladora.
Fuerza supuso que se encontraban en los niveles inferiores, ya que el murmullo de los propulsores sonaba muy cerca. El ruido de los motores de disformidad parecía correcto, aunque incluso en su débil estado podía percibir que el espíritu máquina de la nave había sufrido mucho. Los gritos y los golpes llegaban hasta ellos desde los niveles superiores. La tripulación estaba haciendo todo lo que podía para que la nave no se viniera abajo.
—Estamos en la disformidad —murmuró Fuerza, secándose los labios agrietados—. Hasta donde sabemos, ésta es la única nave que ha conseguido romper el bloqueo de Aphael.
Contempló el casco del rubricae, viendo como la ceramita pulida reflejaba la luz tenue del corredor y la convertía en una expresión de belleza.
—Es una nave de los lobos —continuó, tratando de crear una imagen mental de cómo estaría estructurada—. La tripulación podría ser muy numerosa.
Sonrió, deteniendo el torrente de sangre que le inundaba la boca, y colocó una mano sobre el avambrazo del rubricae.
—No importa, hermano —dijo—. Puedo reponerme de las heridas, y tú serás mi protector durante los próximos días. Cuando esta nave salga de los brazos del Océano, seremos las dos únicas almas que sigan con vida.
* * *
Los aterrizajes en las montañas de Asaheim continuaron durante tres días.
Y durante tres días, las manadas de cazadores los desafiaron lanzando un ataque detrás de otro. Durante tres días arrasaron puntos de desembarco evitando que el enemigo estableciera asentamientos estables, liberando las mesetas de la mancha de los invasores. Muchos de los transportes fueron destruidos por las escuadras de colmillos largos antes de aterrizar, otros fueron aniquilados inmediatamente después por las manadas enfurecidas.
A pesar de todo, los invasores consiguieron establecer posiciones avanzadas. El tiempo pasaba, y los lobos se enfrentaban a un enemigo cada vez más numeroso. No podían estar en todas partes al mismo tiempo, y los combates se volvieron cada vez más feroces y prolongados. Los Mil Hijos consiguieron establecer posiciones en nueve puntos diferentes a lo largo de las montañas que rodeaban el Colmillo, permitiendo el desembarco de más hombres y más material, y erigiendo gradualmente una plaza fuerte desde la que se lanzaría el asalto.
Cuando la luz del amanecer del cuarto día comenzó a iluminar el Colmillo, la fortaleza quedó rodeada de fuego. Enormes columnas negruzcas generadas por los vertidos de promethium formaron un círculo de varios kilómetros de diámetro alrededor de la cadena montañosa. El cerco comenzaba a cerrarse, forjado por el sacrificio de miles de soldados invasores. Cada nueva muerte dejaba sitio para un aterrizaje más, para otro cañón láser, para otro tanque que descendía rugiendo por la rampa de su transporte.
La Thunderhawk de Greyloc, la Vragnek, aterrizó en el Valgard bajo el paraguas de los escudos de vacío que protegían la fortaleza de los bombardeos orbitales. En cuanto se hubo posado, las compuertas se abrieron y el señor lobo descendió hasta el suelo de piedra del hangar, seguido por los miembros de su escuadra, todos ellos ataviados con armaduras de exterminador. Hojadragón lo estaba esperando.
La armadura de Greyloc estaba ennegrecida y cubierta de sangre reseca. Le faltaba un trozo de la hombrera derecha, por lo que la runa de Trysk había quedado incompleta. Las garras de lobo aún refulgían con energía residual, y la capa de sangre que le cubría las muñecas indicaba que habían sido utilizadas incansablemente.
—¿Buena caza? —preguntó Hojadragón, contemplando las marcas de la batalla con aprobación.
Greyloc se quitó el casco, produciendo un chirrido sordo, y se lo puso bajo el brazo. Sus ojos blancos ardían impasibles.
—Son demasiados —murmuró, pasando junto a Hojadragón y obligando al sacerdote lobo a apartarse de su camino—. Hemos teñido la nieve de rojo, pero siguen desembarcando.
Hojadragón asintió.
—La primera oleada de desembarcos fue una jugada para mantenernos ocupados. Los cargueros pesados han aterrizado más lejos. Ahora hay escuadras de marines traidores marchando junto a los mortales.
Greyloc lanzó un escupitajo ensangrentado y negó con la cabeza.
—Por los huesos de Russ, Thar —susurró—. Lo único que quería era seguir luchando. Podía haber permanecido ahí fuera hasta que mis garras se convirtieran en huesos fríos y desnudos.
Miró al sacerdote lobo a los ojos y vio que su rostro delgado estaba lleno de ira.
—Era lo único que quería. ¿Lo entiendes?
Hojadragón le devolvió la mirada, buscando las señales que le proporcionaran información. Mantuvo la mirada durante un buen rato, prestando especial atención a los iris blancos.
—Tu rabia es justa, hermano —dijo por fin, dándole una palmada en el hombro—. Tal y como debería ser.
Greyloc emitió un gruñido, tratando de disimular su alivio, y se apartó del sacerdote lobo.
—Háblame.
—Estamos rodeados —dijo Hojadragón. Hablaba con un tono franco y directo—. El nido ha sido cerrado. Si dejas que las manadas sigan ahí fuera, pronto acabarán con ellas. El enemigo cuenta con hechiceros entre sus filas, y no tenemos a los sacerdotes rúnicos para contrarrestarlos.
—No será fácil hacer que regresen.
—Entonces morirán ahí fuera. Puedo mostrarte las lecturas de los áuspex.
Greyloc permaneció en silencio, sopesando las opciones.
—Somos cazadores, Thar —dijo por fin. El tono rudo había abandonado su voz, el ardor de la muerte se había calmado—. Estamos hechos para cazar. Nos tienen rodeados. Este tipo de combate no es para los garras.
Hojadragón sonrió y su boca se abrió como una enorme cicatriz sobre su rostro arrugado.
—Entonces tendremos que aprender a luchar de nuevo. ¿No es eso lo que siempre has dicho?
—He tenido una visión. La Furia es…
—Aprenderán. Y tú los liderarás.
Greyloc miró a Hojadragón con una mirada fría. Sus pensamientos podían verse con claridad sobre su rostro de lobo, y no se preocupó por disimularlos.
«No confían en mí. Soy el lobo blanco, el fantasma, el guerrero sin sangre. Pueden sentir lo que quiero hacer, saben que quiero transformarnos a todos».
—Llama a todas las manadas —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro con cierto recelo y estirando unos músculos que habían permanecido en tensión durante varios días de combates—. Repeleremos el ataque aquí. El paso de las Puertas será donde los desangremos.
* * *
El cielo estaba dibujado con las estelas de los proyectiles. El enemigo había conseguido establecer posiciones de disparo a varios kilómetros al este de la escuadra de Rossek, y las avanzadillas empezaban a acercarse a ellos.
—¡Rojk! —gritó a través del comunicador—. ¿Dónde está ese maldito apoyo pesado?
Una onda de ruido estático sonó al otro lado de la línea. O las comunicaciones de corto alcance habían sido cortadas o la escuadra de colmillos largos de Torgrim Rojk había sido liquidada. En cualquier caso, las cosas comenzaban a ponerse difíciles.
La escuadra de Rossek había asaltado seis puntos de desembarco durante la noche, aniquilando completamente cada uno de ellos antes de seguir adelante. En cuatro días, sus cazadores grises no habían sufrido una sola baja a pesar del número creciente de enemigos. Sin embargo, poco a poco la verdad había salido a la luz. La primera oleada del desembarco había estado integrada por tropas mal entrenadas y poco equipadas, enviadas para absorber la furia de los lobos mientras los verdaderos soldados desembarcaban en zonas más alejadas. Ahora las montañas estaban salpicadas de escuadras enemigas. Cientos de ellas.
Como la que tenían frente a ellos.
—Frar, Mandibulacortada —dijo a través del comunicador—. Desplegaos.
Los dos cazadores grises reaccionaron inmediatamente, abandonando la formación y ascendiendo por una de las colinas que delimitaban el valle.
La manada de Rossek se había escondido en una garganta que se abría entre las montañas, aprovechando los salientes de los acantilados para encubrir su avance. Los afloramientos rocosos, algunos del tamaño de un transporte Rhino, proporcionaban una defensa inmejorable. Al otro extremo del valle, el enemigo avanzaba a sólo unos pocos cientos de metros de distancia.
Dos tanques se aproximaban hacia la posición de Rossek, protegiendo una falange de infantería. El fuego que estaban desplegando era muy preciso, haciendo saltar por los aires los afloramientos que tenían delante y llenando el aire de fragmentos rocosos. Los vehículos tenían un diseño poco común. Parecían chasis Leman Russ equipados con cañones automáticos y bólters pesados. Eran como los exterminadores del capítulo. Vehículos diseñados para hostigar a las tropas de infantería.
—Eriksson, Vre —susurró Rossek.
Los dos cazadores grises se desplegaron por el flanco izquierdo avanzando entre los afloramientos, mientras los siete miembros restantes de la manada permanecieron a cubierto en el fondo del valle.
Una enorme roca explotó a varios metros a la derecha de Rossek, destrozada por el fuego de mortero. Los disparos bólter de los tanques volaban por el cielo del valle, acercándose cada vez más a la posición de los lobos.
Rossek comprobó el localizador de su casco, y vio como sus tropas adoptaban posiciones elevadas.
—Ahora —dijo.
Los cazadores grises que se habían desplegado por los flancos salieron de sus escondites y corrieron hacia las filas enemigas, avanzando sobre el terreno como konungurs en estampida. Se movían con velocidad y paso firme sobre el terreno traicionero. Los bólter comenzaron a abrir fuego, haciendo explosión en los laterales de los tanques y sobre las primeras líneas de infantería.
Rossek vio como los bólters pesados de los tanques giraron para apuntar hacia los asaltantes. Esperó unos segundos para que el grueso de la escuadra enemiga estuviera dentro de su alcance, entonces cerró el puño con fuerza.
—¡Hjolda! —gritó mientras salía de su parapeto.
Los demás cazadores saltaron con él, lanzando gritos desafiantes y haciendo hondear al viento las pieles que cubrían sus armaduras. La hora de actuar a escondidas había terminado, había llegado el momento de moverse con velocidad.
Los disparos de bólter volaban junto a Rossek mientras se dirigía hacia su destino. Su sentido animal le permitía ir siempre un paso por delante de las reacciones de los mortales. Comenzó a abrir fuego con el bólter de asalto que llevaba en la mano izquierda. Conforme se aproximaba a la primera línea de infantería, su espada sierra cobró vida y comenzó a chirriar.
Los vehículos enemigos eran potentes pero demasiado lentos, y avanzaban con dificultad sobre el terreno escarpado. Los lobos continuaban aproximándose al enemigo. A pesar de ir enfundados en sus servoarmaduras se movían con gran agilidad, con movimientos rápidos y fluidos.
Rossek llegó hasta el primero de los tanques y saltó sobre él ayudado por los servos de su armadura. La torreta comenzó a girar, pero el guerrero hundió la espada sierra en el metal, desgarrando la cubierta del tanque y levantando un chorro de chispas.
Dos cazadores más saltaron sobre el otro vehículo mientras el resto de la escuadra pasaba de lado y caía sobre la infantería. El estruendo de los disparos bólter pronto ahogó los silbidos de los láser.
En un solo movimiento, Rossek enganchó el bólter en el cinturón, cogió una granada perforante y la lanzó a través del orificio que había abierto en el blindaje de la torreta. Acto seguido saltó envuelto en una nube de fuego enemigo. Los bólters del tanque trataron de seguirlo, pero pronto fueron silenciados por la explosión de la granada. El tanque se bamboleó y las placas del blindaje se combaron a causa de la explosión interna.
En ese momento, los depósitos de combustible del segundo tanque también explotaron. Ambos vehículos se convirtieron en columnas de humo negro que emergían de sus cascos carbonizados.
Los mortales rompieron la formación y comenzaron a retirarse sobre el mismo terreno sobre el que antes habían caminado con tanta confianza, algunos de ellos incluso tiraron las armas al suelo. Rossek rugió con desdén, desenfundando el bólter y preparándose para continuar con la venganza.
Entonces, el escáner de proximidad detectó nuevas señales que habían permanecido encubiertas por el avance de la infantería. En el otro extremo del valle, una línea de figuras ataviadas de color zafiro y bronce avanzaban lenta pero inexorablemente. Rossek se puso a cubierto y efectuó un recuento. Dieciocho. Casi el doble que ellos.
—Hemos recibido una comunicación del Aett, jarl —informó Frar, respirando entrecortadamente y agachándose junto a él sobre la roca. Su voz estaba impregnada del frenesí de la caza—. Tenemos orden de retirarnos.
Rossek no se movió, ampliando el campo de visión de su casco y contemplando el avance de los marines traidores entre las líneas de mortales que se batían en retirada. No hacían nada para ocultar su presencia, no intentaban encubrir su avance. Se movían en silencio, con una actitud arrogante, como si ya hubieran conquistado el mundo sobre el que caminaban.
—Traidores —murmuró, sintiendo como su necesidad de matar iba en aumento. Los mortales no eran más que carne de cañón; aquél era el verdadero enemigo.
—¿Jarl? —preguntó Frar—. ¿No vamos a responder?
Rossek encontró irritante aquella pregunta. Acaban de toparse con los únicos guerreros que no huirían como ganado a la primera embestida. De pronto se encontró dejando escapar un aullido agudo y colocando el dedo sobre el gatillo del bólter.
—No, hermano —dijo, sintiendo como los demás miembros de la manada se ponían a cubierto a su alrededor mientras calculaba la distancia que los separaba de los marines traidores—. No responderemos. No responderíamos ni aunque fuera una orden directa del mismísimo Padre de Todas las Cosas.
Se volvió hacia los cazadores grises, percibiendo el ardor de la muerte que se había apoderado de todos ellos. La manada había estado luchando durante horas, y el olor de la muerte había calado muy hondo en ellos.
—Corta las comunicaciones —ordenó—. Vamos a atacar. A mi señal, desatad toda la furia de Russ sobre aquellos que han osado mancillar nuestros dominios.
Los cazadores se prepararon para recibir la orden, asiendo con fuerza los bólters y las espadas sierra.
—Por la ira de Russ, jarl —respondió Frar. Mientras hablaba, un entusiasmo gutural se apoderó de sus palabras.
* * *
Ramsez Hett caminaba sobre la nieve fangosa; tenía la ropa empapada. Su armadura dorada lo protegía de las bajas temperaturas, aunque aquel frío era capaz de atravesar incluso la capa de aislamiento térmico.
La plataforma de desembarco de Heq’el Mahadi había pasado de ser un espacio de unos pocos cientos de metros cuadrados a ocupar más de un kilómetro, una pequeña ciudad excavada en la meseta helada. Había baterías antiaéreas, generadores de escudos de vacío, muros prefabricados y varias hileras de trincheras dispuestas por todo el perímetro. Ya habían desembarcado más de dos mil guardianes de la torre, y el número seguía aumentando con nuevos desembarcos cada hora. Entre ellos también había escuadras de rubricae, cada una de ellas acompañada por un hechicero y rodeada por cien soldados mortales. Los tanques y la artillería móvil de Prospero iban ocupando posiciones en la nieve; los motores, trabajando bajo aquellas condiciones extremas, emitían enormes columnas de humo negro. Heq’el Mahadi albergaba un ejército formidable, y sólo era uno de los nueve puntos de desembarco. La magnitud de la ambición de Aphael jamás había sido tan evidente.
«Nunca podremos repetir nada semejante. Todo depende de este ataque».
* * *
El señor hechicero raptora llegó hasta su destino. Un comandante de la Guardia de la Torre se acercó hasta él y lo saludó. Iba ataviado con una armadura completa, máscara y casco de combate, un equipamiento del que no habían disfrutado las primeras tropas en desembarcar.
—¿Llegará a tiempo, comandante? —preguntó Hett; su voz sonaba tan áspera como siempre. Ramsez Hett no había permanecido completamente inalterado por la Rúbrica, y sus cuerdas vocales se habían tensado más allá del límite de los mortales. Si el comandante percibió el efecto, al menos no mostró ningún indicio de ello.
—Sí, señor —respondió, mirando hacia el cielo.
Ambos estaban en el extremo de una enorme plataforma de aterrizaje, despejada con rifles de fusión y allanada con plasticemento. Varios rubricae permanecían en guardia en todo el perímetro, tan inmóviles como los afloramientos rocosos que los rodeaban.
Hett miró hacia donde señalaban los ojos del comandante, y vio cómo la nave de Aphael efectuaba el descenso hacia su posición. Era una Stormbird, una de las muchas que la legión operaba desde hacía tiempo, pintada con tonos dorados y decorada con imágenes de bestias míticas. La cabina se perdía en una maraña excesivamente barroca de símbolos y dibujos geométricos. Y por encima de todos ellos destacaba el Ojo, mirando desde un fondo granate y gris berilio.
Mientras contemplaba el descenso de la nave, Hett se preguntó si Temekh tendría razón sobre la pérdida de gusto de la legión. Aquel transporte era demasiado llamativo. Demasiado grande. Era vulgar.
«Si perdemos nuestra capacidad de juicio, nuestra habilidad para discernir, lo perdemos todo».
La rampa del transporte descendió hasta posarse lentamente sobre el suelo. Lord Aphael bajó por ella caminando con una actitud desenfadada y rodeado por seis rubricae ataviados con armaduras de exterminador. La expresión de su casco de bronce, perforado con una rejilla vocal más grande de lo habitual, mostraba una expresión de satisfacción. Todos los movimientos del comandante eran petulantes, presumidos, estudiados.
—Felicidades, hermano —dijo Aphael cuando llegó hasta Hett—. Nos ha proporcionado la plataforma que necesitamos.
Hett hizo una reverencia.
—Hemos perdido muchos hombres, mi señor. Más de los que deberíamos. Los perros han atacado sin demora.
Aphael se encogió de hombros.
—Éste es su mundo. Nosotros defenderíamos el nuestro con la misma presteza.
—Sin embargo —replicó Hett, volviéndose hacia Aphael—, los mortales no son rival para los marines espaciales. Ha habido numerosas carnicerías.
Hett pudo percibir un destello de irritación en Aphael. A pesar de la ecuanimidad que intentaba trasmitir el comandante, algo se ocultaba en su interior, algo frágil. De haber pertenecido al culto de los Athanean, Hett habría podido saber de qué se trataba.
No era miedo, aunque posiblemente era algo parecido.
—Ésa es la razón por la que los rubricae acuden a la guerra —respondió Aphael—. Gracias al engaño de nuestro señor no puede quedar más de un centenar de perros en su guarida. Hemos traído a más de seiscientos de nuestros hermanos silenciosos. Y tenemos dos millones de tropas mortales para enfrentarse a unos pocos miles. ¿Acaso esa proporción no te tranquiliza, hermano?
Hett sintió el apremio en las palabras del comandante.
«¿Es que teme fracasar? ¿Es eso? No. El desasosiego que siente es más sutil. Es algo diferente, algo dentro de él».
—No quería dar a lo interrumpió que…
—Sí, si querías —dijo Aphael con un suspiro cansado—. Y estás en tu derecho. Tú también eres comandante, como yo.
Se detuvo y contempló la explanada, repleta de escuadras de infantería y dominada por el rumor de los motores de los tanques. Un ala de cañoneras volaba a poca altura, algunas mostraban las cicatrices de combates recientes. Era una visión imponente, una demostración de fuerza que muy pocos adversarios en toda la galaxia tendrían capacidad para repeler.
—Si no estuviéramos en Fenris ya tendríamos todo lo que necesitamos —dijo Aphael—. Pero en este planeta el conformismo puede matarnos a todos.
Se volvió y miró hacia la Stormbird, cuyas compuertas laterales también se habían abierto. Algo comenzaba a descender por la rampa. Algo enorme.
—Como puedes ver, Ramsez, hemos tomado todas las precauciones que podían tomarse. Acudiremos a la batalla con todas las armas que la legión tiene a su alcance.
Una estructura descomunal emergió de entre las sombras de la bodega de carga. Era el doble de alta que los rubricae que la flanqueaban, una montaña móvil de metal combado. La cabeza estaba justo en el centro de su torso, rodeada por una serie de figuras geométricas talladas en bronce. Uno de sus brazos sostenía un cañón y el otro un taladro gigantesco. Avanzaba a pasos agigantados, buscando el equilibrio con agilidad sobre la superficie inclinada de la rampa. El monstruo dorado desprendía un fuerte olor a aceite y a líquido refrigerante, pero eso era todo. No tenía alma. Incluso los rubricae tenían más presencia en la disformidad.
Hett lo contempló sorprendido.
—Catafractos —dijo, viendo como una segunda criatura emergía de la bodega—. Creí que habían sido…
—¿Destruidos? No todos. Éstos son los últimos.
Hett vio como los enormes robots de combate, productos de una tecno-hechicería ancestral, llegaban al límite de la plataforma de aterrizaje y se detenían. Eran una visión formidable, inconfundible. Otras criaturas siguieron los pasos de las dos primeras; toda una escuadra de máquinas de muerte.
—Por supuesto, hemos introducido algunas modificaciones —explicó Aphael, señalando los taladros que tenían por brazos—. Si es preciso desenterrar a los perros, así lo haremos.
—¿Cree que será preciso llegar a eso?
—No lo sé —respondió Aphael, el odio de sus palabras se volvió inconfundible. Durante un momento, su voz se pareció a la de Hett—. Si nos reciben sobre el hielo, iremos a por ellos. Si se esconden en sus túneles, iremos a por ellos. Los encontraremos, los arrastraremos hasta el combate y los aplastaremos hasta que su sangre manche este lugar tan profundamente que no se recupere jamás.