SEIS
Doce horas después de la destrucción de las defensas orbitales, el fuego cayó sobre Asaheim.
Dos naves de los Mil Hijos, la Alexandretta y la Phosis T’Kar, tomaron posiciones orbitales geoestacionarias a más de cien kilómetros por encima del Colmillo y se prepararon para lanzar su carga. Ambas tenían una tripulación poco numerosa —menos de doscientos tripulantes cada una—; y ninguna clase de armamento operativo en vacío. Durante la batalla habían estado protegidas por una docena de fragatas, que las mantuvieron alejadas de las naves más aptas para el combate. Estaban formadas por dos enormes cilindros dispuestos en posición vertical que rodeaban una superestructura similar a la de las naves convencionales. Todo lo que había a bordo de aquellos dos navíos estaba diseñado para abastecer esos cilindros gigantescos, para suministrar las grandes cantidades de promethium y otros derivados del plasma pesado que necesitaban para operar. Los cuatro cañones apuntaban hacia la superficie del planeta, listos para desatar la energía que bullía en el interior de sus muros bruñidos.
Aphael los llamaba los «purgadores de planetas». Podían destruir ciudades y arrasar continentes, y ahora no quedaba nada en el espacio local que pudiera impedir que entraran en acción.
Cuando la orden se transmitió a toda la flota, los cuatro artefactos descomunales fueron activados. En los angostos corredores que atravesaban ambas naves, los chirridos dieron paso a un zumbido sordo. Las luces que había entre los cilindros se encendieron, haciendo resplandecer el adamantio e iluminando el vacío. Los generadores fueron activados, inyectando energía en los conversores y canalizándola hasta aquellos motores de destrucción.
Las escoltas se retiraron, dejando un espacio libre de varios cientos de kilómetros. Toda la flota se distanció como una manada de presas atemorizadas ante la presencia del cazador.
Desde la célula de observación a bordo del Herumon, Temekh contempló como las fuerzas titánicas se iban acumulando. Aquella concentración de energía era algo embriagador, y casi pudo sentir el pulso del tormento que se almacenaba en las armas a medida que iban alcanzando su máxima capacidad.
—Señor, sus aposentos están listos.
El sirviente del guardián de la torre le hizo perder la concentración, y éste tuvo que contener el deseo de golpearlo. Cerró los ojos durante un instante y trató de seguir con las Enumeraciones. Resultaba complicado desprenderse de los viejos hábitos.
—Gracias —respondió—. Contemplaré el espectáculo antes de marcharme.
Antes de que terminara de hablar, los purgadores de planetas alcanzaron su máxima capacidad.
Unas descomunales columnas de energía dorada y plateada se precipitaron hacia el planeta, retorciéndose y centelleando mientras atravesaban la atmósfera y caían sobre la plataforma continental. El torrente de fuerza se mantuvo impasible, una lluvia implacable de millones y millones de proyectiles de plasma canalizados a través de dos pilares de energía abrasadora cayendo directamente sobre los picos de las montañas que había más abajo.
—¡Por el Rey Carmesí! —exclamó el sirviente en un murmullo, dejándose llevar mientras contemplaba la indescriptible concentración de energía liberada.
Temekh sonrió.
—¿Acaso crees que estos fuegos de artificio infligirán algún daño a los perros? No te dejes engañar; esto es sólo un truco para mantenerlos ocupados mientras lord Aphael supervisa el desembarco.
Acto seguido se dio la vuelta y apagó los monitores con una orden mental.
—Hay otras maneras de arrancarles la piel —continuó mientras atravesaba la cámara y se dirigía hacia los aposentos que habían sido preparados con tanto ahínco. El sirviente caminó tras él—. Y ha llegado el momento de ponerlas en funcionamiento.
* * *
Freija Morekborn oyó el impacto antes incluso de que pudiera verlo.
—¡Mantengan las posiciones! —ordenó a la escuadra de seis kaerls mientras trataba de disimular la sorpresa en su voz.
Se encontraban en los niveles superiores del Valgard. Habían sido destinados a los hangares para ayudar a preparar los Land Raider y los Rhino. Su tarea consistía básicamente en montar guardia mientras los adeptos llevaban a cabo los interminables rituales del Mechanicus con los que despertarían a los espíritus máquina, y el hecho de tener que permanecer allí mientras las demás escuadras habían sido enviadas a los puestos de combate resultaba frustrante.
Entonces llegó el fuego. Estaban en el hangar destinado a las Thunderhawk, que se abría directamente hacia la atmósfera de Fenris. Unos escudos descomunales cubrían la plataforma de lanzamiento, tanto para protegerla de los bombardeos como para mantener una atmósfera respirable. En un instante, el cielo se tiñó del azul oscuro propio del anochecer fenrisiano, y al siguiente fue iluminado por un caleidoscopio de colores furibundos, resultado del torrente de plasma hiperergizado que cayó directamente sobre los escudos de vacío.
El hangar, que hasta aquel momento había estado inundado de golpes y chirridos metálicos, de pronto se vio dominado por el zumbido de los escudos al estremecerse bajo tal demostración de energía. Las alarmas comenzaron a sonar de nuevo, rompiendo la concentración de los tecnosacerdotes que estaban inclinados sobre sus recipientes de incienso y de aceites sagrados.
—¿Qué es eso? —preguntó un kaerl muy joven, un recluta de pelo rubio llamado Lyr, mientras llevaba instintivamente la mano hacia la empuñadura de su rifle. Era un guerrero valeroso en los combates a escala humana, pero la enorme cantidad de energía que estaba cayendo a unos pocos cientos de metros por encima de sus cabezas era demasiado para él.
—Es un protocolo de bombardeo estándar —dijo Freija, que no tenía ni idea de qué clase de tecnología prohibida acababa de presenciar—. Permanezca en su puesto, soldado. No nos moveremos hasta que recibamos orden de retirarnos.
—Bien dicho, huskaerl —dijo una voz distendida y metálica.
Freija se volvió y se vio frente a la silueta gigantesca de Garjek Arfang, el sacerdote de hierro de la Duodécima. Tragó saliva e inmediatamente se reprendió a sí misma por dar semejante muestra de debilidad.
«¿Cómo lo hacen? ¿Cómo son capaces de proyectar esa aura de intimidación?»
—Señor —saludó Freija con una reverencia.
— Toda esa energía no podrá hacernos ningún daño —continuó el sacerdote, hablando desde detrás de la rejilla de su unidad vocal. Como todos los de su clase, tenía un servobrazo conectado a la espalda de su armadura, que estaba decorada con una serie de motivos góticos muy extraños. En lugar de portar amuletos y trofeos, la ceramita estaba marcada con el símbolo del cráneo y la rueda del Adeptus Mechanicus entrelazado con las runas cardenalicias fenrisianas. Toda su indumentaria estaba ennegrecida por el uso y por los combates, y parecía que no se había desprendido de ella desde hacía bastante tiempo. Freija jamás había visto a ningún sacerdote de hierro sin su coraza, y no le resultaba difícil creer los rumores que aseguraban que lo poco que quedaba de sus cuerpos mortales estaba indisolublemente unido a la tecnología arcana que ocultaban bajo las placas de ceramita. El sacerdote portaba un báculo como símbolo de su rango, coronado con la cabeza de un martillo de adamantio con forma de cañón.
—Lo hacen para evitar que respondamos con fuego.
Pasó junto a ella y se detuvo para mirar las plataformas de lanzamiento, contemplando la lluvia de plasma que no dejaba de caer sobre los escudos de vacío.
—Los reactores térmicos que alimentan los escudos están enterrados a cientos de kilómetros bajo la superficie —dijo, como si hablara consigo mismo—. Toda esta energía sólo conseguirá ponerlos a prueba, aunque no podremos efectuar ningún disparo.
Se dio la vuelta para mirar a Freija.
—Lo cual supone un verdadero inconveniente, ¿no cree?
Se produjo un chirrido metálico en algún punto debajo de su coraza.
«¿Un gruñido? ¿Una carcajada? ¿Se habrá aclarado la garganta?»
—Muy instructivo, mi señor —respondió ella—. En ese caso, podremos continuar con nuestra tarea.
—Sin el más mínimo problema, huskaerl. Por el momento.
El sacerdote de hierro miró a todos los kaerls uno por uno, evaluando si la escuadra de Freija era la adecuada. Tenía unos modales extraños y entrecortados, y sus movimientos parecían demasiado forzados para tratarse de un guerrero del cielo.
«Cabezas metálicas… Aún más tocados por el vacío…»
—La he elegido a usted —anunció Arfang—, porque necesitaré una escolta para mis sirvientes, y todos mis tecnosacerdotes están ocupados.
—A sus órdenes, mi señor —dijo Freija con un ligero tono de inseguridad. Cualquier cosa sería mejor que seguir matando el tiempo en los hangares, aunque aún no le había dicho qué quería exactamente.
El sacerdote de hierro asintió satisfecho. Apoyó el báculo en el suelo, justo delante de él, y varias figuras encorvadas emergieron de entre la sombra proyectada por una Thunderhawk cercana. Eran sirvientes-servidores, mitad hombres y mitad máquinas, encargados de los trabajos menores de las armerías. Algunos de aquellos seres aún conservaban sus rostros humanos, deformados bajo una expresión vacía y lobotomizada. Otros tenían placas de metal y sus manos habían sido reemplazadas por taladros, tornos, llaves o pinzas. Algunos de ellos tenían músculos de plastek generados artificialmente a lo largo de toda su anatomía deforme, sustentados mediante remaches y controlados por marañas de cables entrelazados. Constituían una colección de engendros de lo más variopinta, el resultado de una oscura unión entre el Dios Máquina y el salvajismo estético propio de Fenris.
—Debemos efectuar ciertas preparaciones. Nos llevarán varios días. Cuando reclame su presencia, acuda sin el más mínimo retraso.
—Disculpe, señor, ¿acudir adonde?
El sacerdote de hierro giró el yelmo para mirar a Freija. El visor refulgía con un color rojo profundo, como si en su interior ardieran varias brasas de carbón.
—¿Dónde si no, huskaerl? ¿Acaso no ha escuchado el consejo de los videntes de la guerra? El resultado de esta batalla nos será adverso. Nos enfrentamos a un peligro mortal.
Eso, al menos para él, parecía responder a la pregunta de Freija. El sacerdote comenzó a caminar, apoyando el báculo sobre el suelo a cada paso que daba. Entonces se detuvo, como considerando la posibilidad de que quizá no se hubiera expresado con claridad.
Se dio la vuelta, y Freija creyó percibir algo parecido al interés en su voz llana y metálica.
—El jarl Greyloc ha dado la orden, huskaerl. Vamos a despertar a los muertos.
* * *
El Colmillo era el más grande de los muchos picos que se apiñaban en el centro de Asaheim. Alrededor de la Espina del Mundo había muchas otras cimas que perforaban el aire gélido de Fenris, desgarrando la atmósfera conforme ésta se volvía cada vez menos densa en su camino hacia el vacío espacial. Estaban apilados unos sobre los hombros de otros, invadiendo mutuamente el espacio de los demás, luchando por escalar hacia la luz como los pinos ekka que poblaban los valles. Todo en Fenris estaba en conflicto, incluso la propia tierra.
Las cimas más cercanas al Colmillo también habían entrado en las leyendas de los Vlka Fenryka, instalándose en la conciencia común desde que el Padre de Todas las Cosas llevó a sus guerreros hasta allí en el amanecer de su fundación. Hacia el sur estaba Asfryk, teñido de blanco y con la cima roma, el Desgarrador de Nubes. Al este se alzaban Friemiaki y Torr, los hermanos del trueno, y hacia el norte Broddja y Ammagrimgul, guardianes de la Puerta de los Cazadores, la entrada que todos los aspirantes debían atravesar como parte de los ritos de iniciación.
Los pasos entre los diferentes picos eran traicioneros, y únicamente aquellos que los habían atravesado como aspirantes los conocían. Estaban rodeados de precipicios abismales y de grietas insondables. Algunos de aquellos pasos habían sido tallados sobre la roca desnuda, mientras que otros eran puentes de hielo que amenazaban con derrumbarse bajo el más mínimo peso. Algunos eran verdaderos, y llevaban al cazador desde las grietas que poblaban las sombras hasta las llanuras donde habitaban las presas; otros no llevaban más que a las tinieblas, a las cavernas que horadaban las entrañas de aquel paisaje ancestral, donde no había nada más que desesperación y huesos helados.
A pesar de su horror y su majestuosidad, aquellos paisajes también estaban salpicados de islotes de estabilidad, lugares en los que las gigantescas afloraciones rocosas formaban mesetas diseminadas entre los precipicios. Ésos eran los lugares a los que acudían los lobos en busca de la comunión con el alma salvaje del territorio de las montañas. En los Veranos de Fuego, cuando el hierro se derretía por todo el planeta y las tribus entraban en guerra, aquellas mesetas se llenaban de grandes hogueras y los skjalds declamaban las sagas. Entonces, durante un breve período, los guerreros de Russ dejaban de lado las exigencias de la batalla y recordaban a aquellos que habían caído en la Guerra Eterna, mientras los sacerdotes rúnicos profundizaban aún más en los misterios del wyrd, tratando de iluminar el camino del capítulo por el paisaje desconocido del futuro.
Fue en una de esas reuniones donde un joven Ironhelm anunció la primera de las muchas cacerías que se emprenderían en busca de Magnus. Y aún mucho más atrás en el tiempo, aquel mismo lugar fue testigo de la decisión de crear a los Hermanos del Lobo, el capítulo que pretendía suceder a los Lobos Espaciales, ahora desaparecido y convertido en fuente de vergüenza.
Para los Mil Hijos, a quienes no les importaba nada de esto, aquellas mesetas no eran más que zonas de aterrizaje, lugares en los que las tropas y vehículos saldrían de las lanzaderas y se prepararían para el ataque que se avecinaba. De modo que, cuarenta y ocho horas después de la destrucción total de las plataformas orbitales, varias columnas de transportes descendieron sobre ellas oscureciendo el cielo con su presencia. Infinidad de naves de desembarco emergieron de las bodegas de los transportes de tropas que permanecían en órbita y se dirigieron hacia los puntos de aterrizaje, protegidas por cañoneras y vigiladas de cerca por las baterías vacío-superficie. Uno detrás de otro, los transportes color bronce y zafiro fueron atravesando la atmósfera, dejando tras de sí enormes estelas de fuego.
Al caer la noche, docenas de aquellos transportes ya habían aterrizado, aunque eso no era más que una avanzadilla de lo que aún estaba por llegar. El guardián del lobo Sigrd Brakk contempló las luces parpadeantes de la última cápsula de desembarco en tomar tierra, justo a la sombra del Karkgard. Sus labios se abrieron dejando ver la hilera de colmillos. Como todos los miembros de su manada, estaba hundido en la nieve hasta la altura de los hombros, oculto en un saliente de la montaña y esperando el momento en que la meseta estuviera repleta de tropas enemigas.
—Ahí la tenemos, chicos —susurró satisfecho sin dejar de mirar la nave—. La primera presa de la noche.
* * *
El capitán Skyt Hemloq sostenía el rifle láser con las manos sudorosas. Estaba ataviado con su armadura y con un traje de aislamiento térmico. El aire era terriblemente frío, aunque eso no impedía que sudara. Sus pies estaban hundidos en la nieve, iluminados por el lumen del casco, mientras trataba de escudriñar la superficie blanquecina y azulada. Su escuadra, treinta hombres armados y equipados para soportar los rigores del clima, avanzaba detrás de él.
«De modo que esto es Fenris», pensó, contemplando con asombro los picos que se elevaban sobre él. El más cercano de ellos era más grande que cualquier montaña que hubiera visto en su mundo natal de Qavelon, y eso que era un planeta conocido por sus numerosas montañas.
Había algo en el aire. No sólo era el frío, había algo afilado y salvaje. Aunque su respirador lo estaba filtrando para mezclarlo con oxígeno, podía sentir que era demasiado fino y cáustico. O quizá fueran los medicamentos contra el mal de altura que aún corrían por su torrente sanguíneo.
Todo estaba tranquilo. El único sonido provenía de los motores de la nave de desembarco. El transporte, de más de veinte metros de alto y con una envergadura enorme, había derretido la nieve que cubría la roca sobre la que había aterrizado y estaba dejando salir toda su carga de armas y fuerzas de combate. Más de un centenar de guardianes de la torre ya habían salido de su interior cavernoso y marchaban con un ímpetu falso sobre un mundo que deseaba acabar con ellos, y que parecía perfectamente capaz de poder hacerlo. Ellos eran los primeros, la primera línea de combate, los encargados de establecer la posición avanzada.
Y aun así no habían encontrado resistencia. Ningún movimiento. Los sensores no habían detectado nada.
El silencio.
—Mantengan posición cerrada —dijo Hemloq a través del comunicados volviendo a contemplar la escena que tenía frente a él.
La meseta tenía unos ochocientos metros de largo. Tres de sus lados terminaban en precipicios; en el cuarto, la roca se elevaba de forma abrupta formando una serie de terrazas. Sería un ascenso posible, aunque muy complicado.
Tragó saliva, tratando de evitar que se le nublara la vista por culpa de la miríada de puntos de luz que iluminaban la meseta. Diversos lumen habían sido encendidos por toda la zona de aterrizaje y las tropas portaban luces en los cascos. El efecto resultaba más confuso que útil, pues la noche estaba iluminada por cientos de estrellas creando un resplandor que confundía la vista.
La nave de desembarco permanecía en el centro de la meseta, columnas de humo y de vapor emergían de los escapes, y las luces de posición del casco perfilaban su silueta. Hemloq sabía que los pilotos estaban deseando despegar de nuevo. A pesar de las cañoneras que patrullaban los puntos de desembarco, sabían que mientras estuvieran en tierra serían un blanco vulnerable, como un ave de presa acurrucada en su nido.
Mientras miraba, otra compañía efectuó el desembarco; estaban equipados con armamento más pesado. Pudo ver como una escuadra de doce hombres estaba instalando un cañón láser junto a uno de los precipicios. Dentro de poco, los escudos de vacío y las defensas antiaéreas estarían en estado operativo. Cuando eso ocurriera, la meseta sería un lugar ligeramente más seguro. Pero hasta entonces serían vulnerables, y todos lo sabían.
—Reconocimiento completo —dijo una voz a través del comunicador.
—¿Han encontrado algo? —preguntó Hemloq, hablando con un tono más apremiante de lo que habría deseado.
«Maldita sea. Trata de mantener la calma delante de tus hombres».
—Nada, señor.
—Entonces mantengan las posiciones. Hasta que instalemos los escáneres nuestros ojos serán lo único que tenemos.
El canal del comunicador comenzó a crepitar. Hemloq trató de establecer una nueva conexión, pero no hubo respuesta.
—Mantengan la posición —dijo una vez más. Aquel tono militar empezaba a parecerle un tanto ridículo. El silbido del viento entre los picos, la falta de respuesta por parte de los defensores, el frío insoportable… habrían sacado de sus casillas a cualquier hombre más preparado para el combate que Skyt Hemloq.
—Confía en los maestros —murmuró.
Al otro lado de la meseta, uno de los lumen se apagó.
Hemloq se puso rígido.
—Manténganse alerta —dijo, y comprobó la pantalla de su visor para ver quién estaba al cargo de aquella sección del perímetro.
Otra de las luces se apagó.
«Mierda».
—¡Ya vienen! —gritó, olvidándose de intentar mantener la calma—. ¡Fuego a discreción!
Hemloq se colocó la culata del rifle láser en el hombro, girando sobre los talones para tratar de escudriñar las sombras. Por un instante sintió que los demás hombres estaban haciendo lo mismo. Su perímetro de proximidad estaba en silencio, ni un ruido, ni una señal.
«Están tan aterrorizados como yo».
Justo entonces, desde su flanco izquierdo, unos destellos láser refulgieron en la oscuridad seguidos por el silbido de los proyectiles. Fueron unos disparos llenos de odio. Fugazmente, en el límite de su campo de visión, Hemloq pudo ver una silueta enorme deslizándose sobre la nieve.
Se volvió para plantarle cara, disparando su arma láser hacia la nada. Oyó varios gritos mientras más y más destellos iluminaban las sombras, algunos de ellos impactando en el casco de la nave de desembarco.
Hemloq se agachó aterrorizado. Sentía que el corazón estaba a punto de salírsele del pecho.
«Esto es una farsa. No podemos hacer más que disparar a las sombras».
Entonces, en algún lugar que jamás habría pensado que existía, Hemloq encontró una fuente de fuerza. Había que organizar la defensa, establecer una estructura fija. Los lobos tenían una reputación temible, pero sólo eran hombres, eso era lo que maestros le habían asegurado.
—¡A mí! —gritó, poniéndose en pie. Un nuevo tono de determinación se había apoderado de su voz—. Formen cuadros, y acaben con esos…
Un rostro centelleó dentro de su campo de visión, unos rasgos salidos de una pesadilla. Vio dos puntos rojizos y centelleantes, un casco grisáceo salpicado de dientes y dos hombreras ensangrentadas.
—Shhhh —oyó un susurro grave, más como el gruñido de un leopardo que como la voz de un ser humano.
Un instante antes de que el puño de Ogrim Rojapiel arrancara las cuerdas vocales de Hemloq, el capitán novato tuvo tiempo para darse cuenta de algo que le habría resultado de mucha ayuda de haberlo comprendido antes.
«No son hombres».
* * *
Puñoinfernal avanzó por la meseta, esquivando los disparos láser con más agilidad de la que podría esperarse al ver la enorme masa de su armadura.
Pocas armas del arsenal de aquellos mortales podrían hacerle daño, pero continuó avanzando a escondidas y manteniendo su bólter inactivo. Era una cuestión de orgullo; una muerte rápida, nada de alboroto. El sistema de visión nocturna de su casco le permitía ver la escena nítidamente. Por la confusión reinante en el enemigo era evidente que los invasores no tenían esa tecnología.
Un lumen se activó junto a él, dejando ver su silueta durante un instante.
Las runas le indicaron que había seis enemigos cerca de su posición, e inmediatamente comenzó a correr hacia ellos.
Seis mortales, veinte metros de distancia, todos ellos ataviados con una armadura de camuflaje de color gris, enmascarados y con armas láser.
—Sois carne de cañón —gruñó Puñoinfernal, corriendo hacia ellos, animado por la sangre que ya manchaba su armadura y preparando el puño de combate para colocarlo en posición de ataque.
Uno de los enemigos, invadido por el pánico, huyó antes de que pudiera caer sobre ellos. Puñoinfernal hundió el guantelete en el rostro de otro de los guerreros, lanzándolo al abismo de la noche. Antes de caer aplastó el pecho del soldado que iba detrás de él.
Acto seguido giró apoyándose sobre la pierna izquierda para golpear con la culata de su arma el casco de otro de los mortales. El aire atravesó el visor y el hombre cayó de rodillas, llevándose las manos a la mandíbula destrozada.
Los demás rompieron la formación tratando de escapar.
—Escoria —gruñó Puñoinfernal, agarrando al que tenía más cerca y rompiéndole la columna vertebral con un solo movimiento de su puño de energía.
El visor del casco le indicó que sus hermanos de batalla estaban abriéndose paso hacia la nave de desembarco. Había fuego láser por todas partes, centelleando en medio de una tormenta de miedo. Los soldados mortales habían tomado posiciones por toda la meseta, tratando de organizar la defensa y convertirla en algo que pudiera detener a los lobos. Aunque no les serviría de mucho. Puñoinfernal vio las señales de las cañoneras que se aproximaban y sintió como los cañones láser comenzaban a acumular energía, aunque aquello no cambiaría mucho la situación.
Era patético. Sólo consiguió que su rabia se encendiera aún más.
—Ven aquí —espetó, decapitando a otro mortal con un golpe seco—. ¿Cómo osáis desafiar este lugar? —Ni siquiera había activado el campo de energía—. ¿Cómo os atrevéis? —Aplastaba cuerpos, desgarraba armaduras, arrancaba miembros—. Vuestra debilidad es un insulto. —Resquebrajaba cráneos, machacaba rostros, despedazaba espinas dorsales, se regodeaba en la sangre del enemigo—. Estáis consiguiendo hacerme enfadar.
Una silueta pasó junto a él moviéndose por su flanco izquierdo. Rojapiel había conseguido llegar al transporte. Puñoinfernal acabó con la vida del hombre en un suspiro, lo echó a un lado y se unió a su hermano de batalla.
El espíritu lobo que habitaba en su interior, el afán de la muerte, había despertado y tenía las garras preparadas.
—¿Has utilizado tu bólter? —le preguntó Rojapiel a través del comunicador mientras daba una estocada con la espada sierra y dibujaba un arco sangriento sobre los mortales que se habían interpuesto en su camino.
—No me ha hecho falta —respondió Puñoinfernal con indignación, abalanzándose sobre una oleada de fuego láser y cayendo directamente sobre los francotiradores.
Rojapiel profirió una carcajada y hundió la culata de su pistola bólter en el torso de su siguiente víctima. El hombre se desplomó sumido en su propia agonía, con el estómago destrozado y la sangre cayendo a borbotones sobre la nieve.
—No pretendía empezar una discusión, hermano.
Cuando llegaron a las compuertas de la nave de desembarco, la suela de sus botas ya estaba teñida de rojo. Dienterroto avanzaba detrás de ellos. Se había detenido a inutilizar una batería de cañones láser. Más atrás, Barkk continuaba desatando la muerte en silencio. Mantenía el canal de su comunicador apagado desde que la manada comenzó el ataque sobre la meseta, contento de dejar que los garras se ocuparan del objetivo principal mientras él hacía estragos en la infantería.
Con la mitad de la carga aún dentro de la nave, los pilotos estaban tratando de despegar. Las tropas enemigas intentaban regresar a la seguridad ficticia del transporte, cegados por el terror que les inspiraban las sombras descomunales que se movían entre ellos.
—Me ponen enfermo —continuó Puñoinfernal, saltando directamente a la bodega de carga y abalanzándose sobre un grupo de hombres aterrorizados.
Rojapiel fue tras él, deteniéndose sólo para limpiar la sangre de la espada sierra antes de activarla de nuevo.
—¡Los lobos están entre vosotros! —gritó en gótico, riéndose a carcajadas e imbuido por el placer de la muerte.
Diezmados y aterrorizados, los enemigos caían como el trigo bajo el efecto de la guadaña, tropezando unos con otros y paralizados por el terror. Algunos intentaron escapar y pasar entre los garras sangrientas para regresar al exterior, pero ninguno de ellos pudo esquivar la hoja de Rojapiel. Los demás se retiraron al interior de la bodega, retrasando su muerte durante unos instantes y disparando sus armas láser cegados por el pánico.
Entonces se produjo una detonación. El suelo de la bodega comenzó a vibrar. La nave había conseguido despegar.
—A la cabina —dijo Puñoinfernal.
Rojapiel avanzaba delante de él, abriéndose paso por la bodega y ascendiendo por la primera escalerilla que encontró. Las enormes hombreras de su armadura rozaron contra los bordes de la escotilla haciendo saltar esquirlas de metal.
Con un parpadeo, Puñoinfernal activó una de las runas del visor de su casco y el campo de energía de su puño de combate cobró vida, iluminando el interior de la nave con un resplandor azulado. Hundió un guantelete en el suelo y arrancó una placa de metal dejando expuestas las entrañas de la nave. Con un alarido salvaje la lanzó contra un grupo de soldados que intentaba ponerse a cubierto. Después se agachó y arrancó una maraña de cables. Cortando todas las conexiones como si desgarrara las entrañas de una bestia herida.
De pronto, todas las luces de la bodega de carga se apagaron, sumiendo el lugar en una oscuridad absoluta. Los gritos de terror se apoderaron de las tropas, que se convirtieron en una espiral de sombras y destellos aterrorizados.
—Corred mientras podáis, hombrecillos —gritó el garra sangrienta, enfundando la pistola y avanzando en medio de la oscuridad entre los destellos de energía disruptiva del puño de combate—. El infierno os pisa los talones.
Rojapiel irrumpió en el nivel superior. Sus botas destrozaron las escalerillas de metal haciendo saltar esquirlas a cada paso. En la plataforma superior había varios guardias armados, y uno de ellos abrió fuego sobre la hombrera de su armadura en cuanto atravesó la escotilla.
—Muy valiente —dijo, irguiéndose y destrozando su cuerpo con la espada sierra—. Pero también insensato.
Se abalanzó sobre los demás guardias blandiendo la espada. Sus movimientos parecían salvajes, pero nada más lejos de la realidad; un entrenamiento incansable había otorgado a sus estocadas una precisión engañosa.
Los guardias trataron de repeler el ataque hasta que la muerte fue a su encuentro. Mientras acababa con el último de ellos, Rojapiel pudo ver a través del monitor de su casco que Puñoinfernal estaba consiguiendo abrirse paso por el nivel inferior. El estruendo que reinaba en el interior de la nave hacía evidente que ésta había despegado y estaba ganando altura.
En el otro extremo de la plataforma había una puerta sellada. Rojapiel corrió hacia ella efectuando tres ráfagas de disparos mientras avanzaba. Los proyectiles bólter hicieron explosión destrozando la puerta y lanzando el panel de metal por los aires.
En el interior había cuatro hombres, todos sentados en sus consolas. Las ventanas de la cabina estaban al fondo, y a través de ellas podían verse los destellos de los disparos láser mientras la nave trataba de ganar altura con las compuertas aún abiertas.
Rojapiel profirió una risa triunfal, y aquel sonido terrible inundó el angosto espacio de la cabina. Tres de los cuatro tripulantes se pusieron en pie y trataron de escapar de la carnicería. Pero no tenían ningún sitio adonde ir. La espada sierra de Rojapiel chirrió pesadamente. Dos estocadas y los tres mortales fueron abatidos y sus vísceras quedaron esparcidas sobre los asientos de metal. Rojapiel cogió al piloto con una sola mano y lo arrancó de los anclajes. La espina dorsal del hombre se partió en dos y su cuerpo quedó inmóvil y, colgando del guantelete del guerrero.
Con una sonrisa de desdén, el garra sangrienta lo arrojó al suelo. La palanca de mando se movía sin control, y la nave comenzó a dar sacudidas violentas.
—Puño —dijo a través del comunicador—. Es hora de irse.
Cogió una de las granadas que tenía en el cinturón, pero entonces vio que varias runas comenzaban a parpadear en la lente de su casco. Rojapiel levantó la vista justo a tiempo para ver una escuadra de cañoneras de los Mil Hijos que se abalanzaba sobre la meseta a varios cientos de metros de altura.
Interesante.
Le colocó el seguro a la granada y cogió la palanca de mando. Era como un puño gigante aferrándose al juguete de un niño, pero inmediatamente la nave recobró la estabilidad. En lugar de dejar que se estrellara contra el suelo, Rojapiel detuvo el descenso y aplicó la máxima potencia a los motores. Con un chirrido de protesta, los propulsores atmosféricos volvieron a trabajar a pleno rendimiento.
Las cañoneras, con sus pilotos buscando posibles objetivos en el suelo, no vieron el peligro hasta que fue demasiado tarde. La nave de desembarco ganó altura hasta interponerse en su trayectoria.
Rojapiel sonrió y rompió la ventanilla que había a su lado con la empuñadura de la espada sierra. Soltó los controles, cogió impulso y saltó por el hueco, desgarrando el marco de metal y emergiendo al cielo nocturno justo cuando las cañoneras maniobraban para intentar esquivar la masa de metal y promethium que se abalanzaba sobre ellas.
Sólo entonces se dio cuenta de que estaba a demasiada altura. La meseta estaba a unos doscientos metros por debajo de sus pies, aún salpicada de destellos láser.
—Skítja —exclamó—. Esto va a…
Se precipitó al vacío como una roca, sin apenas percatarse de la explosión que se produjo cuando dos lanzaderas colisionaron con la nave de desembarco y el cielo se iluminó con una bola de combustible ardiendo.
—… doler.
Cayó sobre el hielo y comenzó a rodar. Sintió una punzada de dolor en ambas rodillas, a pesar de estar protegidas por la servoarmadura, y notó un golpe seco en la columna vertebral.
Permaneció inmóvil durante un instante, aturdido por el impacto. Entonces su visión se fue aclarando. Con una mueca de dolor, Rojapiel se puso en pie y vio como las runas de advertencia comenzaban a parpadear, indicándole que había sufrido daños musculares y tenía una tibia fracturada.
Aunque se sentía aturdido, comprendió que debía prestar atención a algo más.
—¡Corre, maldito bastardo! —gritó Puñoinfernal a través del comunicador.
En ese momento se dio cuenta de qué se trataba. Comenzó a correr en un sprint agónico mientras la bola de fuego que caía del cielo se abalanzaba sobre su posición. La nave de desembarco, sin control, y destrozada tras la colisión con las cañoneras, se precipitaba sobre la tierra como un cometa envuelto en llamas.
Corrió. Corrió como un skeiskre desbocado, exprimiendo sus miembros entumecidos y sintiendo como las endorfinas se apoderaban de todo su torrente sanguíneo.
«Por Russ, sí que eres lento».
Se produjo un estruendo que hizo temblar toda la tierra cuando el casco de metal impactó sobre la roca que acababa de dejar atrás, terminando con la vida de cualquier superviviente que pudiera quedar y lanzando fragmentos de metal al rojo vivo por todo el campo de batalla. La nave continuó rodando como si fuera una bestia abatida en plena carrera, sufriendo más y más explosiones internas hasta que finalmente se detuvo.
Sólo en ese momento Rojapiel dejó de correr y se dio la vuelta, contemplando la devastación que había ocasionado y consciente de que su segundo corazón estaba bombeando a pleno rendimiento. Los analgésicos comenzaban a hacer efecto mientras sus huesos empezaban el proceso de autosoldadura, aunque el sentimiento más fuerte era el del lobo que habitaba en su interior, lleno de ira y de rabia. Sentía que la urgencia de la caza se había apoderado de él, una mezcla genética de adrenalina y furia.
—¡Fenrys! —gritó, levantando la espada sierra y haciéndola girar sobre su cabeza, regodeándose en el triunfo—. ¡Hjolda!
Entonces sintió una presencia a su lado. Puñoinfernal le dio una palmada en la espalda, riéndose con sonoridad.
—Por Morkai, eres tan bruto como un ungur —le dijo, dejando salir toda la rabia del lobo que habitaba dentro de él. A pesar de que también portaba la armadura completa, Rojapiel pudo sentir las feromonas que flotaban en el ambiente—. Y casi tan duro.
Entonces apareció Brakk junto con el resto de la manada, saliendo de detrás del casco humeante de la nave. El fuego láser había cesado. Ninguno de los guardianes de la torre había sobrevivido lo suficiente como para ver el accidente, y las lanzaderas se habían retirado para preparar un nuevo ataque.
—La próxima vez usa las granadas —dijo el guardián del lobo con tono de irritación—. Nuestro siguiente objetivo está al norte. El enemigo ha conseguido establecer una avanzadilla. Moveos.
La manada comenzó a correr inmediatamente, deslizándose sobre la roca ennegrecida como uno solo y dejándola atrás como una sombra gris perdiéndose en las tinieblas. Los puños de combate fueron desactivados y las espadas sierra enfundadas. Una vez más, los garras se sumieron en el sigilo previo al combate.
Cuando las cañoneras regresaron, volando a poca altura sobre la zona de desembarco, lo único que encontraron fueron los restos humeantes, el metal retorcido y los cadáveres congelados de aquellos que habían osado desatar la guerra en el mundo de los lobos.