CINCO
Alanegra había perdido la cuenta de los daños sufridos por la nave. Cuando todas las runas de la consola se volvieron rojas comenzó a hacerse difícil diferenciarlas. Aunque estaba claro que las perspectivas no eran buenas. La Nauro nunca había sufrido tantos daños. Incluso aunque ninguno de los proyectiles, disparos láser y torpedos que les lanzaran encontraran su objetivo, la nave ya estaba probablemente condenada debido a los enormes daños que había sufrido.
Aun así, el mensaje del Valgard había animado un poco las cosas. A diferencia de sus hermanos, de sangre mucho más caliente, Alanegra nunca había sido partidario de los finales heroicos. El era un lobo oscuro, un merodeador de las sombras, y tenía un profundo sentido de supervivencia. Ésa era la razón por la que las garras y los cazadores no sentían demasiado aprecio por él, y por la que él tampoco lo sentía por ellos. La semilla de Russ era copiosa y podía dar lugar a una gran variedad de asesinos; después de todo, el destello de su cuchillo en la oscuridad podía resultar tan mortífero como una pistola bólter a plena luz del día.
El destructor que perseguían podía verse a través de los monitores ventrales. Había recibido el impacto de una plataforma de artillería y también estaba muy dañado. Aquellos trastos tenían mucha energía, y cuando recibías el impacto de uno de ellos era difícil no darse cuenta. Aparte de los daños estructurales, parecía que la nave enemiga también había perdido el control de los motores, pues había entrado en barrena y se precipitaba hacia la atmósfera del planeta. Una estela de plasma rojizo emanaba del casco en la zona de estribor. Alanegra vio los pequeños destellos de luz que indicaban que estaban intentando activar las baterías laterales, aunque parecía que les llevaría mucho tiempo tenerlas preparadas.
—¿Tenemos potencia de disparo? —preguntó, haciendo girar la nave para que las baterías de estribor encararan la escuadra de cañoneras que se aproximaba.
—Afirmativo —respondió el kaerl desde el puesto de artillería. Su voz transmitía mayor confianza que antes.
—Entonces fijen el objetivo y abran fuego —ordenó Alanegra, contemplando con irritación como perdían potencia en el generador de escudo de babor. Algo se había roto ahí fuera, y no podrían hacer nada para repararlo.
—Veinte segundos.
En ese momento, Alanegra vio como la muerte se acercaba. Un ala de fragatas de los Mil Hijos se había separado de la ofensiva sobre el Skraemar y sus escoltas y se disponía a aniquilar lo poco que quedaba de la flota de los lobos. Avanzaban muy rápido. Demasiado rápido. Al menos tres de ellas tendrían la Nauro a tiro antes de que pudiera llegar a espacio abierto. Las cañoneras eran una cosa; las fragatas otra muy diferente.
—Señor, tenemos…
—Sí, gracias, tengo ojos. Fijen la trayectoria hacia el objetivo e impriman velocidad de asalto.
En aquel instante, todos los kaerls lo miraron, incluso los que estaban demasiado ocupados tratando de apagar las llamas de sus consolas.
Alanegra les devolvió una mirada fría.
—¿O prefieren que les corte la garganta uno por uno? —preguntó, desenfundando la pistola bólter.
La tripulación se apresuró a regresar a sus tareas. La Nauro profirió un lamento cuando los motores fueron exprimidos aún más y los vectores de ataque fueron sustituidos por el rumbo de interceptación. El destructor se veía cada vez más grande. Se acercaba cada vez más de prisa.
—Diez segundos.
—Lo necesito antes —dijo Alanegra, aferrándose con fuerza a la silla y contemplando como el objetivo se aproximaba más y más. Vio las llamas que se extendían por el casco, ennegreciendo los tonos dorados que decoraban las cubiertas. El capitán de la nave estaba intentando sacarla de allí, pero con los motores dañados sería tan inútil como intentar controlar un trineo sobre una placa de hielo. El espacio que separaba a ambos navíos se reducía a pasos agigantados.
—Cinco.
Las fragatas tenían la Nauro a tiro, y los sensores de la consola de Alanegra le indicaron que las lanzas habían sido activadas.
—¡Skttja, necesitamos más velocidad!
Por entonces, Alanegra ya podía ver la decoración de proa del destructor. Se llamaba Ilusión de Certidumbre.
Muy apropiado.
—¡Fuego!
La Nauro se estremeció cuando su última lanza frontal cobró vida, lanzando un rayo de energía blanca y resplandeciente contra el destructor. Ésta impactó directamente en la parte central del casco, desgarrando el escudo y hundiéndose en lo más profundo de su estructura. Una bola de fuego y metal hizo explosión en el interior, partiendo el casco en dos mitades.
—¡Vamos a chocar contra ellos! —gritó un kaerl.
La Nauro se adentró directamente en aquel infierno. Avanzaba a demasiada velocidad como para evitar sumergirse en el corazón de la estructura llameante.
—¡Impacto inminente! —gritó otro kaerl mientras desviaba la poca potencia que quedaba hacia los escudos frontales.
—¡Mantengan la calma! —gritó Alanegra, intentando controlar la nave en medio de la nube de adamantio. Una sección entera del casco del destructor, casi tan grande como la propia Nauro, se abalanzó sobre ellos. Alanegra hizo que la nave entrara en picado sólo para levantar el morro inmediatamente después y esquivar una maraña de fragmentos ardiendo que pasaron justo a babor. Había escombros por todas partes, interponiéndose en su camino y chocando contra los escudos de vacío como las garras de un demonio sobre el campo Geller. Algo enorme y muy pesado golpeó la parte inferior del casco, haciendo que la nave se estremeciera antes de sumergirse en otra nube de residuos.
—¡Estamos fuera! —gritó, e hizo que la Nauro dibujara un ascenso vertical exprimiendo la poca fuerza que quedaba en los motores. Varias estelas de plasma emergieron de la nave a medida que salía de entre la nube de devastación, retorciéndose tras ella como si fueran látigos.
Abandonar la zona al otro lado del destructor caído les hizo ganar unos segundos muy valiosos. Las fragatas darían por sentado que la Nauro había sido destruida, y cuando se dieran cuenta de su error, la nube de plasma obstruiría los cogitadores durante unos instantes más.
Eso era todo lo que necesitaba una nave tan rápida como aquélla. Estaba justo en los límites de la batalla orbital, y el espacio abierto se extendía ante ella.
—¡Más velocidad! —gritó, tratando de evaluar los daños sufridos al atravesar aquel infierno. Parecía que habían perdido casi todos los escudos y había una brecha en el enginarium dorsal—. ¡Maldita sea! ¡Dadle más velocidad si no queréis que os degüelle!
El espíritu máquina de la Nauro profirió un alarido de protesta, amenazando con desactivar todos los sistemas de soporte vital. Alanegra lo ignoró, exprimiendo hasta la última gota de potencia y apurando hasta el último átomo de plasma para ganar velocidad.
—¿Cuál es el estado de la Sleikre y la Ogmar —gritó, mientras esperaba una última salva de las fragatas que haría que todo aquel esfuerzo hubiera sido en vano.
—Destruidas. —La voz del kaerl, aunque aliviada, sugirió otro mensaje implícito: «Y nosotros también deberíamos estarlo.»—. Estamos solos.
Alanegra esbozó una sonrisa. Su naturaleza oscura encontraba un cierto deleite en el hecho de engañar a la muerte a costa de la vida de otros.
—Mantengan rumbo y velocidad actuales —dijo. No había nada que indicase que las fragatas habían comenzado una persecución, aunque en cualquier caso resultarían demasiado lentas. Miró el hololito y vio como el enjambre de naves se alejaba cada vez más. Contra todo pronóstico, habían conseguido salir de allí—. Calculen los vectores de traslación a Gangava y pongan rumbo hacia el punto de salto.
Entonces se volvió hacia la hilera de runas que había ignorado durante los últimos diez minutos. Todas eran de color rojo. Técnicamente, eso significaba que la nave estaba condenada. Si no se rompía en pedazos en el espacio real, probablemente la disformidad acabaría con ella. Sin escudos, sin armas, con una atmósfera exigua y con nueve cubiertas incendiadas. No eran unas condicione muy halagüeñas.
—Lo conseguiremos —dijo Alanegra en voz alta, incapaz de disimular su sonrisa—. Por la sangre de Russ, lo conseguiremos.
El Skraemar era un navío antiguo y poderoso, forjado durante las décadas de la Gran Purga, y lucía las cicatrices de mil conflictos. Algunas de sus batallas habían llegado a ser famosas en todo el sector: en el Cinturón de Aemon consiguió mantener a raya a todo un escuadrón del archienemigo durante dos semanas hasta que llegaron refuerzos; había abatido naves mucho más grandes, como el Or-Iladril, el buque insignia de los corsarios eldar, y lideró el ataque sobre Pielos V encabezando la vanguardia de la Flota Imperial. Su espíritu máquina era anciano y sabio como las propias estrellas, y su sacerdote de hierro, Beorth Rig, conocía cada centímetro de su maquinaria. Era una nave rápida y fuertemente armada, y no fue fácil acabar con ella.
De modo que cuando murió, aislada en la órbita alta de Fenris y rodeada de enemigos, su agonía no fue rápida. Su núcleo de disformidad no explotó, los tanques de promethium no se incendiaron. Fue deshecha en mil pedazos, horadada por un millón de puñaladas láser, devastada por infinidad de salvas de torpedos y teñida de negro por las nubes de plasma ardiente. Las naves enemigas no cesaron de caer sobre ella, oleadas y más oleadas de cañoneras volando entre las columnas de energía disparadas desde los cruceros más grandes.
El Skraemar nunca dejó de disparar, ni siquiera al final. Con el casco resquebrajado y dejando salir sangre y fuego, se vio sumido en una nube de proyectiles mientras trataba de maniobrar con sus motores heridos para abrir luego contra el enjambre de naves de los Mil Hijos que había a su alrededor. Cuando todas las fragatas de su escolta fueron destruidas y las plataformas orbitales reducidas a nubes de fragmentos, el navío se quedó solo, como una isla de metal gris en medio de un océano azul y dorado.
Las baterías frontales del Skraemar aullaron una última vez, enviando una salva de odio incandescente sobre un destructor herido, el Báculo de Khomek. Toda la potencia que le quedaba a la nave fue puesta en esa última salva, que destrozó el navío enemigo de proa a popa, perforando sus escudos de vacío con una energía pura e incontenible.
El Báculo de Khomek fue una baja menor que se sumó al Achaeonical, al Numerator y y al Fulcrumesque. El Skraemar había cobrado un alto peaje al enemigo, aunque su fin estaba cerca. Flotando sobre la marea de residuos como un depredador en el océano, la silueta descomunal del Herumon emergió de entre las sombras y se colocó en posición de disparo.
El Skraemar viró, increíblemente y sin dejar de soltar oxígeno, que se perdía en el vacío en enormes columnas de humo, el crucero de asalto previo el peligro y consiguió preparar una respuesta. En todas sus cubiertas, los pocos kaerls que quedaban se aferraron a la supervivencia, llevando a cabo innumerables actos de heroísmo sólo para evitar que los motores de plasma explotaran e hicieran implosionar las placas del casco.
Njan Anjeborn, conocido como Sienesgrises y único superviviente que quedaba entre los restos del puente de mando, seguía pilotando el crucero herido y preparando el último disparo. Sabía que en aquella ocasión no haría blanco, pero estaba decidido a exprimir hasta su última gota de sangre.
Suave e inexorablemente, el Herumon mantuvo el rumbo. Decidido a no correr ningún riesgo, el navío de los Mil Hijos activó sus baterías con fría precisión, dispuesto a aprovechar sus opciones con un único disparo implacable.
Se colocó en posición, abrió fuego, y el vacío se iluminó.
Cuando el resplandor se atenuó, el Skraemar, herido de muerte, comenzó su agonía glacial. Los últimos escudos que le quedaban desaparecieron. Una serie de explosiones se apoderaron de todo el flanco de babor, retorciéndose en el vacío como serpientes. Otras naves enemigas comenzaron a aproximarse, seguras de que la nave insignia de los Lobos Espaciales ya no podría ni arañarles la pintura del casco.
En el puente de mando, Anjeborn se puso en pie en medio de la maraña de acero que lo rodeaba y regresó al puesto de control. Los monitores se habían apagado. Los sistemas vitales se habían desconectado, condenando a los supervivientes a la asfixia o a la congelación. Miró a su alrededor buscando un último gesto antes de que las lanzas de energía acabaran con los pocos supervivientes que tenía bajo su mando.
No había nada. El espíritu máquina estaba frío y no respondía. Anjeborn levantó la vista y contempló el espacio a través de los visores de plexiglás. Lo último que vio fue el gigantesco casco del Herumon deslizándose por su campo de visión en medio de la destrucción flotante. Pudo ver las hileras de cápsulas de desembarco, las lanzaderas, los inmoladores vacío-superficie y las bocas de color bronce de los tubos de los torpedos, todos ellos aún sin utilizar.
Las armas que desatarían en infierno en Fenris.
A medida que las explosiones de los niveles inferiores se abrían paso hacia su posición, destrozando lo poco que quedaba en pie y enviando desechos hacia el vacío, Anejborn vio como la muerte llegaba a por él. Poniéndose en pie, la recibió erguido, mostrándole los colmillos y adoptando una actitud desafiante.
—Seréis conocidos por vuestras acciones —dijo al son del último estallido que desató el vacío en el puente—. Impíos. Traidores. Cobardes.
* * *
La Guardia del Lobo había partido. Rossek, Skrieya y toda la élite de la Duodécima habían partido, cada uno a la cabeza de su propia manada. Sólo tres lobos permanecieron en la Cámara de la Guardia, y no estarían allí durante mucho tiempo.
—Las defensas orbitales han sido destruidas —dijo Greyloc con un tono grave mientras se volvía para quedar de espalda a las pruebas—. ¿Algún consejo?
Hojadragón se rascó la piel curtida del cuello, y su rostro de nariz afilada adoptó una expresión adusta mientras analizaba las diferentes opciones. Los monitores mostraban mucho movimiento alrededor de Fenris.
—Los transportes aterrizarán lejos del alcance de nuestros cañones. El asalto se producirá por tierra.
Sturmhjart le dirigió una mirada inquisitiva.
—Ahora controlan el espacio, ¿por qué no bombardear desde allí?
Hojadragón le dirigió una sonrisa torcida.
—Dedícate a tus hechizos, sacerdote. Los escudos del Aett fueron diseñados para resistir el ataque de una flota cuatro veces más poderosa que ésta. El enemigo no tiene tanta potencia de fuego, no desde Prospero.
—En cualquier caso —repuso Greyloc con un tono más tranquilo—, no han venido hasta aquí para mantener las distancias. Su intención es apoderarse de este lugar, no profanarlo.
—No percibo nada —murmuró Sturmhjart. Miró a Hojadragón y a Greyloc; la duda se había apoderado de su rostro—. No puedo percibir nada.
El sacerdote lobo se encogió de hombros.
—Son maestros del wyrd.
—¡No saben nada del wyrd! —protestó el sacerdote rúnico.
—Y aun así han conseguido cegarte, a ti y a todos tus acólitos. Algo muy poderoso los protege.
Ninguno de los presentes pronunció el nombre en voz alta.
—Pero tenemos defensas —apuntó Hojadragón con una expresión adusta—. El Aett tiene runas talladas en piedra, cientos de ellas. Signos de aversión horadados en la roca e imbuidos con el espíritu de este mundo. Ninguno de sus hechiceros puede entrar aquí, ni siquiera los más poderosos.
Greyloc asintió.
—Tus hermanos se han ocupado de ellos con un cuidado excepcional. Pero debemos seguir preservándolos. ¿Cuántos sacerdotes rúnicos nos quedan?
—Seis, pero cuatro de ellos son acólitos y aún no han probado sus poderes. Si algún hechicero de los Mil Hijos consigue llegar hasta la entrada, sólo yo y Lauf Rompenubes tenemos poder para plantarles cara.
Greyloc no pudo evitar maldecir a Ironhelm una vez más, aunque supo ocultar sus sentimientos.
«Te lo advirtieron, señor lobo. Los signos estaban ahí. Magnus te ha engañado, y yo debería haber sido más fuerte».
—En ese caso tendrán que aprender a usarlos rápidamente. Debemos asegurarnos de que las runas sean santificadas y que la Guardia del Aett conozca bien su significado. Ése debe ser el punto fuerte de nuestra defensa.
Sturmhjart hizo una reverencia.
—Así se hará —dijo, y se dio la vuelta para abandonar la sala. Mientras se marchaba, sus andares parecieron menos arrogantes de lo habitual.
—Puede percibir su propio fracaso —comentó Greyloc cuando el sacerdote rúnico se hubo marchado.
—No debería —respondió Hojadragón con un tono adusto—. Sabemos quién está dirigiendo esto, y el que nos ha dejado desprotegidos no se encuentra en Fenris.
—Conseguiremos salir adelante. ¿Sabemos si alguna de nuestras naves ha conseguido salir del bloqueo?
—La última, la de Alanegra, también ha sido destruida por el enemigo. Estamos completamente solos.
Greyloc dejó escapar un suspiro prolongado. Levantó su guantelete y lo contempló durante un instante. El metal que le protegía el puño estaba repleto de cicatrices y arañazos, todos ellos producidos por los cuerpos de sus enemigos durante infinidad de combates. Se quedó mirándolo durante un tiempo, como tratando de conjurar algún poder oculto entre sus dedos.
—Las manadas deben obstaculizar el desembarco. No podemos permitir que tomen tierra sin encontrar ninguna oposición. Cuando llegue el momento, lucharemos aquí, y entonces te necesitaré, sacerdote. Te necesitaré para mantener la fuerza y la moral de los mortales.
Hojadragón asintió.
—No fallaré. Pero la Furia…
—Lo sé. No permitas que eso enturbie tu juicio. Todo el Aett necesitará de tu fuego.
Por un instante pareció que Hojadragón iba a decir algo más, pero el sacerdote se retractó. Sus ojos se volvieron aún más oscuros cuando hizo una reverencia.
—Así será, jarl. Cuando lleguen aquí, conocerán la fuerza del fuego.
Greyloc asintió.
—Así será, sacerdote —dijo—. Cuento con ello.
* * *
El espacio que rodeaba Fenris había sido conquistado. Aphael sentía una satisfacción cálida correrle por el cuerpo. No se había sentido tan bien desde… bueno, había habido muchas sensaciones extrañas durante las últimas décadas, y algunas eran más recientes que otras.
Estaba sentado en el trono de mando del puente del Herumon, se había quitado el casco crestado y ahora éste descansaba sobre su regazo mientras contemplaba como los restos de la flota de los lobos se dirigían hacia la atmósfera para ser destruidos en la reentrada. Había perdido más naves de las que tenía planeado, pero los transportes de tropas estaban intactos. Reflexionó brevemente sobre el contenido de aquellas naves, pensando en cuántos eran y en lo que eran capaces de hacer, y sintió otro destello de satisfacción.
—Señor, hemos traspasado el bloqueo —dijo una voz desde debajo del puente de mando.
Un capitán de la Guardia de la Torre permanecía en posición de firme sobre los escalones dorados que llevaban al púlpito de control. Aphael lo miró con ojos divertidos. Hacía semanas que no se sentía tan bien.
—¿Sabe por qué se los conoce como la Guardia de la Torre, capitán?
—¿Señor?
—Responda.
El hombre parecía confuso.
—Es nuestra designación.
Aphael profirió una carcajada.
—¿Es que no siente curiosidad? Mi amigo Temekh se sentiría muy decepcionado. Aceptar ciegamente lo que nos es dado no forma parte de nuestra forma de ser, sino de la de aquellos a quienes castigamos.
Durante un instante, el hombre lo miró con miedo, tragando saliva bajo la protección de su casco dorado.
—Una vez hubo un lugar —continuó Aphael, dejando que su mente comenzara a volar— en el que había auténticas torres, vigiladas por miles de hombres como usted. Cientos de miles.
Aphael miró al capitán. El hombre no era como los verdaderos guerreros de Prospero. Era pequeño, hirsuto y de piel gruesa y pálida. Todos sus camaradas eran iguales. Habían sido reclutados en mundos gélidos y estaban preparados para soportar temperaturas extremas; cuando entraran en combate irían ataviados con una armadura completa, máscaras y respiradores, nada de petos azules y dorados. Fenris no era un lugar propicio para acudir a la batalla con elegancia.
—Discúlpeme. Eso no fue hace tanto, incluso yo pude verlo.
El capitán esperaba pacientemente. Todos aquellos nuevos mortales lo hacían. Miles de cultos, en cientos de mundos del Imperio profundo, se habían unido para crear la Ultima Hueste, los portadores de venganza. Habían sido educados en la creencia de que los sacerdotes de los Mil Hijos eran dioses, heraldos de un nuevo amanecer que iluminaría las tinieblas de la ignorancia y de la fe ciega.
«Hubo un tiempo en que todos lo fuimos. Lo fuimos de verdad».
—Preparaos para el desembarco —dijo Aphael, centrándose en cuestiones más prosaicas—. Posicionad los transportes sobre el sector Ph’i y seguid las órdenes de Hett. ¿Están las flotillas de desembarco en posición?
—Sí, señor.
—Bien. Que comiencen cuando estén preparadas. ¿Y qué hay del interceptador, el que ha conseguido romper el bloqueo?
El capitán hizo patente su remordimiento con una sombra de duda.
—Consiguió llegar al punto de salto antes de que le diéramos alcance, señor. Pero será destruido antes de que llegue a Gangava; el destino no tendrá piedad.
Aphael levantó una ceja inquisitivamente.
—El Ilusión de Certidumbre llevaba una escuadra de rubrica a bordo, encabezada por lord Fuerza.
—¿Y qué importancia tiene eso?
—Los escudos del navío enemigo estaban desconectados cuando atravesó los restos de nuestra nave. Según he sido informado, durante un microsegundo se registró actividad de transposición.
—¿Está seguro de ello?
—No, señor. Los registros de los augures están incompletos. Pero lord Fuerza es un maestro de la tecnología muy experimentado.
—Sí que lo es. Regrese y averigüe más detalles; puede que nuestra suerte dependa de ello.
El capitán hizo una reverencia y descendió por los escalones. A lo largo del descomunal espacio que ocupaba el puente, los miembros de la tripulación se afanaban en sus tareas silenciosa y diligentemente. Las pisadas de los ordenanzas, llevando y trayendo placas de datos a los guardianes de la torre, resonaban sobre el suelo de mármol. Unos descomunales marcos de bronce rodeaban las ventanas de observación talladas a partir de cristales de yyemina. El rumor de los motores del Herumon era un sonido grave y monótono que se mezclaba con los ecos de la actividad que dominaba toda la nave.
Aphael contempló la escena, repasando el itinerario que debía seguir antes de reunirse con sus tropas en Fenris. La curvatura del planeta podía verse a través de las ventanas de observación, ignorante de la carnicería que se había producido en la atmósfera alta.
Entonces lo sintió de nuevo, aquel picor insoportable. La piel de su cuello se tensó cuando movió la cabeza hacia atrás. Todo su cuerpo comenzó a sudar, envuelto en el hábito de seda y la armadura azul zafiro.
Miró a su alrededor para comprobar si alguien más lo había visto. La tripulación continuaba con sus tareas.
Despacio, moviendo los dedos con mucho cuidado, se colocó la mano sobre la nuca, sintiendo el tacto suave de la carne en el punto en el que el cuello entraba en contacto con la gorguera de la armadura.
Estaba empeorando. Pudo notar las espinas y las primeras protuberancias de una materia suave.
«Plumas. Por Magnus, son plumas».
Apartó las manos y se colocó la gorguera. Podía luchar contra eso. La Rúbrica los había hecho inmunes, y él era uno de sus guerreros, un pyrae con un cuerpo fuerte y menos expuesto a la urdimbre del Gran Océano.
«Temekh no debe verlo. Pase lo que pase, Temekh no debe verlo».
De todos modos había llegado el momento de volver a ponerse el yelmo. La hora del combate estaba cerca, y el casco no haría sino aumentar la distancia que existía entre él y los mortales.
—Te odio —susurró de pronto, frunciendo el ceño y mirando hacia la superficie de Fenris, fría e inmaculada—. Nos has obligado a convertirnos en esto. Esto es lo que nos has hecho.
Se levantó del trono, aferrando el casco entre sus manos e ignorando a la tripulación. Sus ojos azules se habían entornado. Su humor parecía cambiar constantemente.
—Intentarás purgar tu propia corrupción, y fracasarás —continuó—. Nosotros lo evitaremos. Te mutilaremos, como estamos nosotros. Y cuando llegue el fin de los tiempos, te verás débil e indefenso ante el rostro del Aniquilador.
Justo en aquel momento inclinó la cabeza, preguntándose por un instante contra quién iba dirigida aquella furia.
—Como nosotros —susurró débilmente.
* * *
El Señorío del Colmillo era la cámara que unía el Hould y el jarlheim. Había sido horadada en el mismo corazón de la montaña, justo por debajo de las plataformas de aterrizaje del Valgard. Era uno de los varios baluartes defensivos del Aett, y la única ruta posible entre un nivel y el siguiente. Si el enemigo conseguía atravesar las puertas del Aett, tendría que pasar por el Señorío del Colmillo para acceder a las galerías superiores.
Dentro de una fortaleza ya de por sí imponente, el Señorío del Colmillo tenía el poder de intimidar a cualquiera. Sus muros se elevaban cientos de metros hasta perderse en la oscuridad, curvándose ligeramente hasta encontrarse en un techo oculto entre las tinieblas. Toda la población del Hould, cientos de miles de almas, se reuniría en aquel espacio cavernoso, inundando aquella cámara gélida con el aliento cálido de la humanidad. Entraron por la puerta este, ascendiendo por la descomunal Escalinata de Ogvai, decorada con imágenes de héroes ancestrales talladas en la roca desnuda e iluminadas con antorchas parpadeantes.
Los muros de la cámara mostraban varias imágenes de Fenris, cada una de más de cincuenta metros de alto y decorada por las hábiles manos de los maestros cinceladores. Había símbolos de las Grandes Compañías de antaño, cabezas de lobo, lunas crecientes, garras, hachas y cráneos blanquecinos. Imágenes descomunales de las fuerzas elementales de Fenris; el espíritu de la tormenta, el hacedor de hielo y el corazón del trueno estaban iluminados por la luz temblorosa de las antorchas y parecían moverse al son de las llamas y de las sombras parpadeantes. Sobre todas ellas estaban las runas, los sellos sagrados que canalizaban el alma del mundo de la muerte hacia la esfera de los vivos y la protegían del maleficarum.
Los sirvientes acudieron silenciosos a la llamada, conociendo el poder oscuro que reinaba en aquel lugar. Las bromas de mal gusto que normalmente se escuchaban por los pasillos del Hould se habían silenciado, al igual que las risas obscenas y guturales. El Lobo de la Guardia, el jarl de la Duodécima Compañía, había convocado allí a todos aquellos que no habían sido llamados a las armas. Jamás había ocurrido nada semejante, ni siquiera en la época de las sagas o en las leyendas que pasaban de generación en generación, y aquel silencio mortífero estaba teñido de ansiedad.
Las hileras de hombres y mujeres ataviados de gris marchaban entre las estatuas de granito de Freki y Geri que guardaban la puerta oriental, cada una de diez metros de alto. Frente a ellos, la cámara se perdía en la distancia, más grande que cualquier catedral e iluminada únicamente por el resplandor rojizo de los braseros de acero. Justo en el otro extremo se alzaba la más majestuosa de todas las estatuas, la imagen colosal de Leman Russ. Con el tamaño de un titán Warhound, el primarca de granito contemplaba el espacio vacío con sus rasgos pétreos. Tenía su espada Mjalnar en una mano; la otra era un puño cerrado. Otros primarcas habrían sido representados en una pose más contemplativa, pero no Russ. Los maestros cinceladores lo habían tallado tal y como fue en vida: un mecanismo de guerra, un dios viviente, una caldera ardiente y violenta repleta de energía asesina.
Morek Karekborn esperaba en primera línea, a menos de cien pasos de la estatua, sintiendo el peso tranquilizador de su skjoldtar. Su destacamento, de menos de quinientos kaerls, estaba diseminado a lo largo de toda la cámara para mantener el orden entre los mortales.
Su corazón aún latía con fuerza. Había visto partir a los lobos, había visto como emergían del Colmillo como sombras grisáceas. Había visto como despegaban en las Thunderhawk o se desplegaban por todo el Aett con sus vehículos pesados. Habían actuado con precisión.
Como siempre, podía sentir las deficiencias de su condición mortal. Sintió que su espíritu se hundía al recibir la orden de vigilar el Señorío del Colmillo, aunque no se había rebelado.
«No habrá ninguna batalla aquí, no habrá muerte. No podré servir a los maestros dentro del Aett».
Decidió no plantear su queja, ya que habría resultado inútil. Los Guerreros del Cielo sabían interpretar el wyrd, y lo hacían de un modo que a él le resultaba insondable.
Un tambor resonó frente a él, inundando aquel espacio descomunal y reverberando a lo largo de los muros. Después sonó otro igual en el extremo opuesto de la cámara, y la roca que había bajo sus pies comenzó a vibrar.
Las pocas voces que aún se oían se silenciaron al instante. Vaer Greyloc, jarl de la Duodécima, apareció en la plataforma que había a los pies de Russ enfundado en su armadura descomunal. Cualquier mortal se habría sentido abrumado por la figura del primarca que se alzaba sobre él, pero la voluntad del señor lobo no se acobardaba ante nada. En las pocas horas que habían transcurrido desde el primer consejo de guerra, Greyloc se había enfundado su armadura de exterminador y ahora portaba garras de lobo en ambas manos, cada una de ellas brillando en el interior de su campo de energía. No llevaba yelmo, y sus ojos blancos resplandecían a la luz de las antorchas.
Como un espectro de Morkai. Nieve sobre nieve.
—¡Guerreros de Fenris! —gritó Greyloc, alzando la voz sobre el sonido agonizante de los tambores. Ya fueran amplificadas por algún efecto sonoro o simplemente proyectadas muy por encima de lo que cualquier voz mortal podría resonar, sus palabras retumbaron por toda la cámara.
—El archienemigo está aquí. Aterrizará en este mundo muy pronto, y en un número que jamás se ha contemplado ni en un millón de años. Vienen, según creen, a apoderarse de este lugar, a arrasarlo, a mancillar la morada de vuestros padres. Desde los días en los que el Padre de Todas las Cosas caminaba sobre las planicies heladas, ningún enemigo ha llegado hasta Fenris con poder suficiente como para hacer estremecer los cimientos de estas salas. No voy a mentiros. Ese día ha llegado de nuevo.
Los sirvientes no respondieron, permanecían con la mirada fija, escuchando impasibles. Morek había estado en muchos mundos durante infinidad de campañas, y sabía cómo se comportaban otros mortales. Había lugares en los que semejante discurso habría desatado el pánico, o provocado protestas y llantos incontenibles.
Pero no en Fenris. Los hijos de Fenris aceptaban el wyrd, y lo soportaban.
—Sois los hijos del hielo eterno. No os diré que no tengáis miedo porque sé que no lo tendréis. Defenderéis vuestra morada con toda la fuerza de vuestros puños y vuestros huesos. Y no lucharéis solos. Mientras os hablo, los Guerreros del Cielo han partido del Aett en busca de los traidores para asolar su planeta y extender la muerte entre ellos. Y cuando más los necesitemos, cuando la batalla atraviese los muros del Aett, ellos estarán entre vosotros. Desataremos la tormenta, podéis estar seguros de ello, y cuando llegue el momento estarán junto a vosotros.
Morek sintió que el corazón se le aceleraba. Aquéllas eran las palabras que deseaba oír.
«Estarán entre nosotros. Los Guerreros del Cielo luchan con nosotros. Éste es el honor que anhelo».
—Todos vosotros recibiréis armas —continuó Greyloc—. En este momento, los kaerls las están sacando de las armerías. Ellos os enseñarán a usarlas. Blandidlas como sabéis blandir vuestras hachas. Todos vosotros habéis sido llamados a la batalla. Ha llegado la hora de la verdad.
«Y yo la recibo con agrado. Disfruto de ella. Juntos demostraremos nuestra valía».
—Falta muy poco para que se desate la tormenta. Usadlas con sabiduría. Recordad vuestro odio. Recordad el fuego que arde en vuestro interior. Los traidores os han desafiado en vuestra propia morada. El enemigo es numeroso, pero no sabe nada de la ira de Fenris. Nosotros se la mostraremos.
Las palabras de Greyloc fueron aumentando de volumen gradualmente. Conforme hablaba sus puños se cerraban con más y más fuerza, envueltos en el halo de energía que los rodeaba.
—No me decepcionéis —gruñó, haciendo que la amenaza de su ira se extendiera por toda la cámara como un viento gélido—. No desdeñéis la ira y la determinación que habitan en vuestro espíritu. Los intrusos deben ser devueltos al vacío sin importar el sacrificio que debamos soportar. Y vosotros seréis parte de ello. ¡Vosotros seréis los artífices!
Las garras se alzaron al unísono.
—¡Lo haréis por el Padre de Todas las Cosas!
La multitud comenzó a enardecerse. Su sangre empezaba a hervir.
—¡Lo haréis por Russ!
Los primeros murmullos de aclamación comenzaron a desatarse.
—¡Lo haréis por Fenris!
El rumor de aceptación fue ganando volumen.
—¡Lo haréis porque sois el alma y la fuerza del Mundo de la Muerte! —gritó Greyloc, haciendo que sus garras se iluminaran como si hubieran cobrado vida. Fue como si el ambiente gélido que dominaba la cámara desapareciera, dejando en su lugar una intensidad feroz e incandescente.
Como un único guerrero, toda la multitud se golpeó el pecho con el puño. Aquel sonido sordo se apoderó de la cámara como un trueno que resonara en un pico distante.
—¡Fenrys! —gritó Greyloc, avivando aún más la oleada de rabia.
—¡Fenrys hjolda! —respondió la multitud. El sonido fue ensordecedor.
Los tambores comenzaron a repicar por toda la sala, y su ritmo se apoderó de la multitud enfervorizada.
—¡Hjolda! —gritó Morek al mismo tiempo que todos los demás, sintiendo como su corazón latía más y más fuerte. Su alma asesina había despertado, el espíritu animal de la gente de Fenris. Era una visión maravillosa y aterradora. Ningún mundo humano era capaz de hacer nada semejante; la emoción de la caza comenzó a correr por sus venas.
Morek contempló al guerrero del cielo mientras pronunciaba aquellas palabras desafiantes. Aquel leviatán ataviado con su armadura de exterminador representaba todo lo que él veneraba y adoraba.
Un dios entre los hombres.
—¡Fenrys! —retumbó el clamor que se extendió por toda la cámara. Las hogueras explotaron en una llamarada roja y furiosa, iluminando la roca y el acero y haciendo que cobraran vida.
—¡Fenrys hjolda! —repitió Morek al unísono con todos los demás, levantando el arma y pronunciando aquellas palabras con toda su alma.
«Ellos lucharán entre nosotros».
Mientras la cámara se veía inundada por aquella oleada desafiante y la sombra de la guerra descendía sobre el Colmillo, Morek Karekborn contempló la imagen del Rey Lobo y sintió que su fe se elevaba como un cometa sobre el cielo claro.
«Esto es lo que jamás podrán entender —comprendió cuando pensó en los infieles que intentarían saquear el Aett cegados por la ignorancia y la locura—. Estamos dispuestos a morir por los Guerreros del Cielo, pues ellos nos han mostrado lo que podemos llegar a ser. No hay nada que puedan hacer contra esta certidumbre. Nada».
Esbozó una sonrisa en medio de aquel griterío, sintiendo un enronquecimiento en la garganta y recibiéndolo como si fuera la insignia de su fe.
«Por el Padre de Todas las Cosas. Por Russ. Por Fenris».