CUATRO
El explorador Haakon Gylfasson, conocido como Alanegra, estaba sentado en el trono de mando de la Nauro mientras contemplaba la escena que tenía ante él con aire de suficiencia. Las plataformas de lanzamiento estaban ya muy lejos, y en los visores se perfilaba la negrura estrellada del espacio. La curvatura blanquecina de Fenris se alejaba a medida que la nave ganaba más altura, con los motores luchando a pleno rendimiento contra la fuerza de atracción del planeta. Les había llevado varios días preparar la nave para efectuar una patrulla por el sistema, pero por fin la espera había terminado y la Nauro estaba donde debía estar.
En los puestos de los servidores, una docena de autómatas cubiertos de cables trabajaban en sus consolas. Sobre ellos, los seis kaerls permanecerían anclados a sus arneses hasta que la nave abandonara totalmente la atmósfera y los generadores de gravedad pudieran entrar en funcionamiento.
—Capitán, informe —ordenó Alanegra con un tono distendido, disfrutando de la sensación de atravesar a toda velocidad la órbita baja. El suelo de metal se estremeció ligeramente bajo sus pies. Aquella nave era como un sabueso de caza: nerviosa, esbelta y fibrosa.
—La está exprimiendo demasiado —crepitó la voz desde el comunicador. El capitán de la nave tenía mucha experiencia trabajando junto a Alanegra, y su voz mortal transmitió el convencimiento de que aquella advertencia no sería escuchada.
Alanegra disfrutaba haciendo que se sintiera incómodo. Disfrutaba haciendo sentir incómodo a todo el mundo. Eso era lo bueno de pilotar un interceptador con una tripulación compuesta íntegramente por mortales; el poder absoluto, la certidumbre de que podría exprimir aquel trasto tanto como quisiera. Era una nave hermosa, una purasangre, y no había razón para no disfrutar exprimiéndola hasta sus límites.
—Debemos tratarla mal, capitán —respondió—. Así es como a ella le gusta.
Pudo oír un improperio al otro lado de la línea antes de que la comunicación se cortara. La pantalla táctica cobró vida frente a él, una esfera giratoria que representaba el espacio a su alrededor.
—Estableceremos contacto con la red mientras continuamos el ascenso —ordenó al tácticus, calculando mentalmente la trayectoria que los llevaría directamente a pocos kilómetros de la primera plataforma orbital—. Le dará algo de interés a sus insulsas vidas.
—No puedo establecer contacto —respondió el tácticus, ataviado con su traje gris y sentado en una consola justo debajo del puesto de Alanegra.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que no puedo establecer contacto.
Alanegra frunció el ceño y activó el comunicador. Estaba inundado de ruido de estática.
—¿Nuestro sistema de comunicaciones está operativo? —preguntó.
—Está en perfecto estado —respondió el tácticus mientras sus dedos se deslizaban sobre un panel de control que parecía un órgano—. El problema son ellos.
Los ojos de Alanegra se fijaron en el hololito. La primera plataforma estaba dentro de su rango de alcance, una única runa flotando sobre la esfera esmeralda.
—¿Qué problema tienen? —preguntó.
El tácticus levantó la vista de su puesto y se encogió de hombros.
—Un fallo del sistema —sugirió—. Eso, o han sido interceptados.
Alanegra soltó una carcajada.
—Sí, como si eso…
Su espíritu lobo se estremeció en lo más profundo de su ser, como si despertara de un letargo. Sintió como el vello de los antebrazos se le erizaba debajo de la armadura.
—Siga intentándolo —ordenó mientras ampliaba el alcance del monitor táctico. Las figuras que había dentro de la esfera se convirtieron en una serie de puntos diminutos. Las demás plataformas orbitales aparecieron en el campo de visión.
—¿Podemos establecer contacto con el Skraemar? —preguntó. No le gustaba lo que estaba viendo.
—No responden.
La esfera continuó expandiéndose mientras los sensores cubrían más y más sectores del espacio local. Entonces, justo en el límite de su campo de alcance aparecieron más runas. Infinidad de ellas. Pero ninguna era fenrisiana.
—¿Cuál es el estado de nuestros escudos? —preguntó Alanegra, asiendo los reposabrazos de su puesto con más fuerza.
—Bueno.
—Manténgalos así. Active los bancos de plasma auxiliares.
El tácticus se volvió hacia él, mirándolo como si hubiera perdido la cabeza.
—Pero aún estamos dentro del campo de gravedad…
Alanegra le dirigió una mirada fulminante.
—Quiero que imprima velocidad de ataque inmediatamente. Póngase en contacto con el Valgard y dígales que envíen aquí arriba todo lo que tengan. Después rece todo lo que sepa.
Alanegra se volvió hacia la pantalla táctica y hundió los dedos en los controles del puesto de mando. Imprimió máxima potencia y sintió como el espíritu máquina aullaba como protesta.
—Acostúmbrate —gruñó, apretando con fuerza los controles metálicos—. La situación está a punto de ponerse mucho peor.
* * *
Algo se estremeció en la mente de Greyloc antes incluso de que las runas de advertencia comenzaran a parpadear. Estaba en el corazón del Colmillo, afilando la hoja de su hacha, Frengir, lo único que aún conservaba de su antigua vida. A los sacerdotes lobo no les gustaba que se mantuvieran nexos con el pasado, pero una hoja era algo sagrado, y ahora que era jarl, los sacerdotes ya no tenían poder para convertir ese disgusto en sanción.
Había estado afilando el arma con una mola, deslizándola con delicadeza para mantener el filo en buen estado. La hoja era de acero, mucho más blanda que la de cualquier hacha empleada por los marines espaciales, y resultaría inútil en combate. Pero aun así la había mantenido en perfecto estado a lo largo de los años, impidiendo que se oxidara o se degradara. Pequeñas virutas de metal cubrían el suelo de roca desnuda, caídas a sus pies conforme trabajaba.
Entonces, las runas cobraron vida, iluminándose en lo alto de los muros de la forja. Al mismo tiempo, unos símbolos rojos se activaron en la gorguera de su armadura, versiones más pequeñas de los sellos que habría visto en el yelmo de haberlo llevado puesto.
Greyloc dejó el hacha.
—Jarl —dijo una voz a través del auricular—. Nos están atacando. Se aproximan múltiples objetivos, la red defensiva está bajo fuego enemigo. Las torres de transmisión están en peligro. Se están produciendo bajas.
El cambio fue inmediato. Greyloc cogió el yelmo y salió de la celda para dirigirse al corredor.
—Todos los líderes de manada a la Cámara de la Guardia —ordenó a través del comunicador—. Incluyendo a Hojadragón. ¿Cuál es el número de enemigos?
—Más de cuarenta objetivos, y acercándose. —Era la voz de Skrieya, el guardián del lobo que él mismo había destinado a la cámara—. Posiblemente más.
—¿Cuarenta? ¿De dónde provienen?
Hubo un momento de duda.
—Procedencia desconocida, jarl.
—Asegúrese de que Sturmhjart se presente allí —dijo Greyloc al tiempo que comenzaba a correr. Todos los músculos de su cuerpo se habían tensado—. Por el Martillo de Russ, tiene que haber una razón para que no los hayamos visto venir.
* * *
El maestro de riven Gregr Kjolborn, de la plataforma orbital Reike Og, se apresuraba por el corredor de plastiacero en dirección al módulo de mando, ensordecido por las alarmas que se habían disparado por todas partes. En aquel momento se produjo una tremenda explosión y todo su mundo se inclinó varios grados.
Se golpeó contra los muros del corredor y dejó escapar una maldición.
—¿De dónde demonios han salido? —murmuró mientras se ponía en pie. Las compuertas de módulo de mando se habían abierto y pudo ver el caos reinante antes de atravesarlas.
—¿Cuál es nuestra situación? —gritó mientras ocupaba su puesto en la tarima frontal.
El módulo de mando de la plataforma de artillería era un espacio circular de siete metros de diámetro. Los visores de observación dominaban el techo. Normalmente, a través de ellos no se habría visto más que el espacio vacío, pero ahora los paneles de plexiglás dejaban ver un infierno. Toda la estructura, varios miles de toneladas de plastiacero y adamando, se estaba escorando peligrosamente. Por toda la superficie del módulo, kaerls y servidores trabajaban en medio de una maraña de cables y consolas, todos ellos iluminados por runas de advertencia. Mucho más abajo, la superficie curvada del hemisferio norte de Fenris brillaba blanquecina en el vacío.
—Fallo del escudo primario inminente —respondió su huskaerl, Emme Vreborn. Su voz era sosegada, algo que resultaba tranquilizador teniendo en cuenta que la consola que tenía delante empezaba a desaparecer bajo una nube de chispas—. Potencia a diez por ciento por encima del mínimo. Nos quedan pocos minutos.
Kjolborn asintió, sintiendo como la sangre le corría a borbotones por todo el sistema circulatorio.
—¿Armas?
—Estado crítico —respondió otro kaerl.
—Estupendo.
Kjolborn trató de analizar la situación. Hacía siete minutos, los escáneres de largo alcance empezaron a recibir señales. Dos minutos después esas señales se habían convertido en cruceros de asalto. O había un problema grave con los augures o aquella flota había salido de la disformidad peligrosamente cerca de Fenris. No se había producido ninguna advertencia, no se había detectado ninguna alteración en la disformidad, y no había tiempo para hacer nada aparte de activar las baterías y prepararse para contraatacar. Y la respuesta estaba resultando insuficiente.
Un enjambre de naves se dirigía hacia ellos a máxima velocidad, enviando arcos de energía que estaban desgarrando la red de plataformas orbitales. Varias baterías fueron inutilizadas casi inmediatamente, superadas por una potencia de fuego descomunal; sus escudos de vacío se sobrecargaron y se resquebrajaron en medio de una explosión de energía.
El contraataque no fue más que una serie de reacciones esporádicas, los defensores no tuvieron tiempo para coordinar una respuesta sólida. Al comenzar el primer ataque, los cazas enemigos emergieron de las sombras de las naves más grandes y acabaron con lo poco que quedaba de la red defensiva. Todo había ocurrido demasiado rápido. Ahora, todas las plataformas del cinturón exterior estaban en llamas y se precipitaban sobre la atmósfera exterior, las pocas que quedaban no harían sino ralentizar brevemente el avance de la flota enemiga.
—¿Alguien ha avisado al Aett? —preguntó Kjolborn, contemplando la masacre que se desarrollaba a su alrededor. Su mente estaba abrumada.
—Sí, están al corriente —respondió Vreborn.
—Bien, mejor para ellos.
Durante un instante, Kjolborn pensó en las cápsulas de escape que había en la parte inferior de la plataforma. De no haber nacido en Fenris, quizá habría contemplado la posibilidad de intentar llegar hasta ellas.
—Desvíen toda la potencia de los escudos y concéntrenla en las baterías principales —ordenó mientras contemplaba la maraña de símbolos que inundaban las pantallas tácticas.
—¿Señor?
Se produjo otra explosión cuando algo golpeó la plataforma. Todas las luces se apagaron, y no quedó más que el resplandor rojizo de los sistemas de emergencia. Los ocupantes del módulo de mando se convirtieron en sombras que parecían salidas del inframundo.
—Ya me ha oído. Debemos efectuar un último disparo antes de que acaben con nosotros.
Los kaerls acataron la orden sin más preguntas. Kjolborn no pudo evitar estremecerse cuando miró por la ventana de observación y vio como los escudos de vacío de la plataforma desaparecían, dejando tras de sí una estela ondulante. Después, la oscuridad gélida del vacío.
—Apunten hacia la flota enemiga. Coordenadas 2-2-3. Abran fuego en cuanto haya algún objetivo a tiro.
Los kaerls se apresuraron a acatar la orden. En la distancia, Kjolborn pudo ver como explotaba otra plataforma en medio de una bola de plasma ardiendo, y como la señal de la pantalla táctica comenzaba a parpadear. Entre el enjambre de naves que se acercaban, una fragata que ya había sido alcanzada por un disparo anterior comenzó a virar para enfocar sus baterías hacia el planeta. A medida que lo hacía, la proa blindada reflejó la luz blanquecina de Fenris y sus placas de color zafiro refulgieron durante un instante.
—Ya te tenemos —dijo Kjolborn con tono grave, sin prestar atención a los disparos del escuadrón de cazas que se aproximaba hacia ellos.
—Objetivo fijado —informó otro kaerl, tratando de mantener el equilibrio ante las embestidas de los disparos.
—Acaben con ella.
Un rayo fluorescente surcó el vacío y fue a impactar directamente contra la fragata, destrozando totalmente el escudo de la nave que se encontraba a más de cien kilómetros de distancia. Una serie de explosiones silenciosas comenzaron a extenderse por el flanco a medida que la energía iba destrozando las placas del casco. La fragata se escoró y entró en barrena, precipitándose al vacío en una espiral mortífera. Las explosiones se multiplicaron cuando algo en el interior de la estructura fue alcanzado e inició una reacción en cadena.
Kjolborn contempló la agonía de aquella nave con una satisfacción gélida. Más y más cazas continuaban aproximándose hacia la silueta oscura de la plataforma, destrozando el blindaje con un fuego cada vez más intenso.
—¿Qué potencia de fuego nos queda? —preguntó, tambaleándose con cada nueva sacudida.
Vreborn sonrió irónicamente en medio de la oscuridad.
—Ninguna —informó—. Ha sido nuestro último disparo.
Kjolborn dejó escapar una carcajada salvaje viendo como las naves enemigas se abalanzaban sobre su posición. Algunas de las pocas plataformas que quedaban operativas estaban consiguiendo aumentar la frecuencia de fuego, pero el número de objetivos que destruían continuaba siendo muy reducido. Lo único que se veía a través de todos los visores era un vacío en llamas salpicado con las siluetas oscuras de los cascos dentados y el resplandor de desechos ardientes que se precipitaban hacia la atmósfera.
—En ese caso ha merecido la pena —dijo para sí mismo, contemplando como las señales se aproximaban cada vez más y preparándose para recibir nuevos impactos. Un escuadrón completo iba hacia su posición, abriéndose paso entre la falange principal para adoptar posiciones de disparo.
De pronto, Vreborn se volvió para mirar a Kjolborn; algo lo había animado.
—Las cápsulas de salvamento —dijo.
—No hay tiempo para llegar hasta ellas, huskaerl.
De haber habido más luz, Kjolborn habría podido ver la expresión de desdén en su rostro.
—Son proyectiles.
Entonces, Kjolborn comprendió lo que había querido decirle, y respondió encogiéndose de hombros.
—Si aún queda algo de energía, adelante.
Las cañoneras, Thunderhawk con el morro de color zafiro, se colocaron en posición y prepararon las baterías. Kjolborn las contempló, deseando haber tenido tiempo para poder emborracharse antes de ocupar su puesto. El hecho de que no temiera a la muerte no significaba que le gustara la idea.
«Y ni siquiera sé quién nos está atacando».
Vreborn trabajaba furiosamente intentando equilibrar la plataforma. Los estabilizadores habían sido reducidos a cenizas y el disco blanquecino de Fenris sólo se movió tímidamente. Conforme maniobraba, Kjolborn oyó un sonido metálico que provenía de la parte inferior: los anclajes de las cápsulas de salvamento se habían abierto.
Entonces se puso en pie, contemplando como la muerte se abalanzaba sobre ellos desde las estrellas.
—Éste no es el modo en el que esperaba marcharme —anunció a todos los presentes en el módulo—. Aunque confieso que no han sido ustedes una tripulación mediocre. Mis palabras son sinceras, y sólo hay dos personas junto a las que me hubiera gustado recibir a la muerte, una de ellas…
Ésas fueron las últimas palabras que se oyeron en la plataforma de artillería Reike Og antes de que las Thunderhawk de los Mil Hijos desplegaran toda su potencia de fuego sobre aquel objetivo desprotegido. Sin escudo, la plataforma fue destruida casi inmediatamente, y los fragmentos de metal, plastiacero y hueso que no fueron vaporizados inmediatamente se precipitaron a la atmósfera de Fenris, comenzando a arder y quedando reducidos a la nada.
Y aunque la huskaerl Vreborn nunca llegó a saberlo, de las siete cápsulas vacías que fueron lanzadas pocos milisegundos antes de la explosión, cuatro cayeron a la superficie de Fenris y dos fueron destruidas por la onda expansiva de otra plataforma, pero una, contra todo pronóstico, consiguió alcanzar su objetivo. La Thunderhwak que atravesaba a máxima velocidad los restos de la plataforma que acababa de destruir no pudo hacer nada para esquivar el puño de adamantio lanzado en el último segundo. El impacto se produjo en la cabina, la nave perdió el control, entró en barrena y se hundió en la atmósfera a una velocidad letal.
* * *
Greyloc irrumpió en la Cámara de la Guardia pocos segundos después de Rossek y de Hojadragón. El sacerdote rúnico Sturmhjart ya estaba allí, igual que seis de los guardias del lobo de Greyloc. Uno de ellos, Leofr, aún estaba poniéndose la armadura con la ayuda de una docena de sirvientes, y el sonido de las brocas retumbaba por toda la estancia.
—Ponedme al corriente —exigió el jarl conforme ocupaba su puesto bajo la columna de luz. Desde aquella posición privilegiada podía ver todos los monitores que flanqueaban la cámara.
Greyloc dejó que su mente trabajara frenéticamente, evaluando las posibilidades y analizando toda la información. No había miedo, sólo un proceso mecánico de valoración. A su alrededor, la Guardia estaba lista y expectante.
—La seguridad de la flota está comprometida, jarl —informó Hamnr Skrieya, volviéndose hacia él y dando la espalda a los monitores. Aquel enorme guardián del lobo tenía una cicatriz en el rostro, lo que hacía que sus palabras sonaran salvajes y entrecortadas—. El Skraemar ha sufrido muchos daños, pero mantiene la posición. Su capacidad ha caído hasta el veinte por ciento.
—¿Quién nos está haciendo esto?
Skrieya no pudo evitar que un destello de odio marcara su rostro durante un instante.
—El archienemigo, jarl. Los Hijos.
Greyloc se quedó helado por un segundo.
«¡Los Mil Hijos! Ironhelm, ¿qué es lo que has hecho? Has sido la presa que ha caído en la trampa».
Sacudió la cabeza para intentar despejarla y miró a las pantallas tácticas. Por un instante, aquel veterano curtido en cien batallas en el vacío también se sintió abrumado. La flota enemiga era descomunal. Junto a los cincuenta y cuatro puntos de luz que identificaban los cruceros principales había cientos de señales más pequeñas que se movían de un lado a otro.
Las luces rojas señalaban las plataformas defensivas que estaban comprometidas. Mientras miraba, tres de ellas se apagaron definitivamente.
—¿Cómo han conseguido acercarse tanto? —preguntó, sintiendo como la rabia y la frustración crecían en su interior—. ¿Qué ha sido de los sistemas de advertencia?
Un estruendo se extendió por toda la cámara cuando las baterías del Colmillo abrieron fuego, lanzando una andanada de misiles en dirección al vacío.
—Hemos estado ciegos —dijo Sturmhjart. Igual que Skrieya, su rostro estaba marcado por la vergüenza—. Yo no he visto nada, y los augures tampoco.
—¡Condenado Ironhelm! —gritó Greyloc. Sentía la necesidad de dar rienda suelta a toda su rabia y destrozar los monitores que estaban mostrando aquella carnicería—. ¿Podemos establecer contacto con la flota?
—No —respondió sin rodeos Skrieya—. No podemos. Todos los astrópatas han muerto y los sistemas están bloqueados.
—Tenemos que sumarnos la batalla —insistió Rossek, dándole la espalda a los monitores y preparándose para salir—. Aún hay algunas Thunderhawk en los hangares.
—No.
Greyloc dio un suspiro profundo y entrecortado. Los monitores no dejaban lugar a dudas. A pesar de que se había desencadenado hacía poco más de una hora, la batalla que se estaba librando sobre sus cabezas ya estaba perdida.
—Preparad al Rout para defender el Aett. Es demasiado tarde para impedir que aterricen.
—Jarl… —protestó Rossek.
—Quiero una comunicación directa con el Skraemar —ordenó Greyloc.
Poco después los comunicadores comenzaron a crepitar. Los golpes y las explosiones inundaron el ruido de fondo. El crucero de batalla estaba sufriendo muchos daños.
—¡Jarl! —gritó un marine espacial desde el otro lado de la línea. Era una voz espesa, como si la sangre hubiera inundado la garganta del guerrero.
—Njan —respondió Greyloc. Su voz era tranquila—. ¿Cuánto tiempo podréis retenerlos?
Se produjo una risa desgarradora.
—A estas alturas ya deberíamos estar muertos.
—En ese caso tratad de burlar a la muerte un poco más. Necesitamos más tiempo.
Una explosión distorsionó la respuesta, seguida por lo que parecía ser el crepitar de un incendio.
—Eso es precisamente lo que tenía en mente. Disfrute de la batalla cuando le llegue el momento.
—Lo haré. Hasta el próximo invierno, Njan.
La comunicación quedó cortada, interrumpiendo así los informes sobre la matanza. Lo único que quedó como testigo de la batalla orbital fueron los puntos anodinos de luz en los monitores tácticos.
Greyloc se volvió hacia sus comandantes. Sus ojos blancos parecían estar en llamas.
—Ya discutiremos más tarde sobre cómo ha podido ocurrir —dijo—. Por ahora, debemos prepararnos para la lucha. Que las garras y los cazadores se preparen. En cuanto lleguen aquí, les desgarraremos la garganta.
Se produjo otro estruendo cuando las descomunales baterías defensivas del Colmillo enviaron una nueva salva de muerte hacia el espacio. Greyloc dejó que el lobo que habitaba en su interior saliera a la superficie y miró fijamente a la Guardia del Lobo con una expresión de odio animal en estado puro.
—Éste es nuestro hogar, hermanos —gruñó—. Les enseñaremos a tenerle miedo.
* * *
La Nauro avanzaba a toda máquina entre las nubes de fuego carmesí que inundaban el espacio local de Fenris, abriéndose paso entre restos de naves agonizantes y tratando de evitar la lluvia de fuego láser. En medio del silencio reinante en el vacío, aquella maniobra tenía una especie de hermosura cruel; era una exhibición de maestría.
En el interior de la nave la actividad era frenética. Los miembros de la tripulación se apresuraban de un lado a otro intentando controlar los fuegos que se extendían por las cubiertas inferiores, mientras los kaerls trataban de evitar que los escudos de vacío se desactivaran completamente. Los motores de plasma comenzaban a sobrecalentarse, mientras que los augures ventrales estaban prácticamente inutilizados. Otro impacto directo y se convertirían en chatarra flotante.
—¡Reparad esas lanzas inmediatamente! —bramó Alanegra, escorando la nave para esquivar una nueva salva de proyectiles de plasma.
Las dos lanzas de energía, las únicas armas poderosas que tenía la nave, habían quedado inutilizadas tras una colisión con un pedazo gigantesco del escudo de proa de alguna nave. La Nauro ya estaba en una situación muy comprometida, y la imposibilidad de responder a los ataques no hacía sino empeorar las cosas.
—¡No podemos salvar las dos! —gritó uno de los tripulantes desde los puestos que había debajo; Alanegra apenas podía ver nada aparte de las luces parpadeantes del monitor. Pilotar una nave avanzando en tres dimensiones a través de una tormenta de plasma y fuego láser era una pesadilla, incluso para un piloto con una habilidad y un entrenamiento superlativos.
—¡Entonces recuperad sólo una! —gritó, enfilando la proa justo a tiempo para evitar colisionar con el casco humeante de una fragata de los Lobos Espaciales abocada a una destrucción inminente—. ¡Sólo una! ¡Por la barba de Morkai, no creo que esté pidiendo demasiado!
Consiguió encauzar la Nauro hacia un corredor de espacio libre y trató de evaluar la situación. La trayectoria de lanzamiento desde el Valgard los había enviado directamente hacia la batalla orbital. Los lobos, sorprendidos y claramente superados en número, estaban siendo masacrados. La primera línea de plataformas defensivas había sido destruida, y ahora no era más que una maraña de metal negro y retorcido. La segunda estaba consiguiendo aguantar, aunque soportaba una dura ofensiva. Cada impacto conseguido por los defensores se veía contrarrestado por un huracán de fuego enemigo. Las naves de los Mil Hijos se estaban apoderando del espacio local con total impunidad, allanando el camino para que las naves de mayor tamaño tomaran posiciones y se sumaran a la acción.
La llegada del Skraemar y de sus escoltas había conseguido detener la carnicería durante unos momentos, pero la flota defensiva se estaba viendo claramente superada. Sólo unas pocas fragatas de los Lobos Espaciales continuaban operativas, y cuando esa barrera defensiva fuera anulada, el Skraemar debería soportar todo el peso del combate.
—¡Lanza de estribor semioperativa, señor! —dijo una voz con tono triunfante desde debajo del trono de mando.
—¡¿Semi?! —rugió Alanegra, tratando de esquivar una escuadra de cazas enemigos y virando para exponer el flanco de babor, que estaba menos dañado. El traqueteo que podía percibirse a lo largo de todo el casco le indicó que aún quedaban algunas baterías intactas, lo cual suponía un ligero alivio—. ¿Cómo que «semi»? ¿Qué significa eso?
—Que tenemos un disparo, puede que dos.
—Otra baja, eso es lo único que pido.
Sabía que iban a morir. Quizá ocurriera dentro de un segundo, o dentro de un minuto, pero no se retrasaría mucho más. La defensa de Fenris se había convertido en una tentativa desesperada de abatir tantas naves enemigas como fuera posible antes de convertirse en una nube de polvo flotando en el espacio. Pero a pesar de eso, ni una sola de las naves de la Duodécima había huido. Ni una sola.
«Bastardos obstinados —pensó Alanegra, contemplando con desinterés la nube de runas parpadeantes de su consola—. Bastardos obstinados y admirables».
—Señor, tenemos una comunicación de Fenris —informó el kaerl que se ocupaba del sistema de transmisiones—. Creo que debería escucharla.
Alanegra asintió, y sin desviar su atención del infierno en medio del que intentaba pilotar la nave, abrió el canal del comunicador.
—Nauro, Sleikre, Ogmar —dijo la voz seca y entrecortada que llegó a través de los sistemas internos de la nave. ¿Cuánto tiempo llevarían tratando de comunicarse con ellos?—. Todas las comunicaciones astropáticas han sido cortadas. Repito: todas las comunicaciones astropáticas han sido cortadas. Rompan el bloqueo y efectúen traslación hacia el Sistema Gangava. Contacten con los Lobos Espaciales e inicien retirada inmediata. Repito: retirada inmediata.
Alanegra profirió una maldición en voz baja.
—Pensarán que estamos huyendo de ellos —murmuró mientras comenzaba a buscar posibles vectores de salida. La Nauro se encontraba en medio de un remolino de naves, sin ninguna táctica de escape obvia. Más allá de la primera línea de ataque, los cruceros más grandes estaban aproximándose velozmente. Los nudos de aquella red ofensiva eran demasiados.
Frente a él, muy cerca del límite del enjambre de naves que los rodeaba, pudo ver un destructor enemigo que se escoraba tras recibir un impacto. Era una buena señal, al menos las pocas plataformas que quedaban estaban haciendo su trabajo.
—Fijad ese blanco —dijo Alanegra mientras planeaba la táctica de ataque—. Prepararemos la nave para la traslación, pero no nos iremos de aquí sin acabar con ese destructor.
* * *
Las alarmas sonaban en el interior de los muros descomunales del Colmillo, resonando por los corredores de roca y agitando los trofeos óseos que los decoraban como si éstos hubieran cobrado vida. Los gritos provenían de los niveles inferiores, gritos de hombres mortales mezclados con los bramidos de sus maestros sobrehumanos. La Guardia del Aett, el cuerpo de kaerls destinado a defender la fortaleza de Russ, había sido movilizada. Cientos de botas repiqueteaban sobre el suelo conforme las guarniciones atravesaban el Hould, dirigiéndose a las armerías para recoger los cinturones de munición y los cascos.
El Hould era el corazón del Aett. Los miles de guerreros mortales, artesanos, técnicos y trabajadores que mantenían viva aquella ciudadela descomunal pasaban allí toda su vida. Nunca abandonaban El Colmillo a no ser que fuera en las bodegas de los transportes de tropas: a semejante altitud el aire era demasiado escaso incluso para los nativos. Su piel era pálida como el hielo que cubría las planicies, y todos ellos eran nacidos en Fenris. Pertenecían a la estirpe que poblaba las llanuras de hielo de Asaheim y en la que los Guerreros del Cielo reclutaban a sus luchadores. Los de su raza habían sido llevados al Aett cuando las primeras cámaras de la fortaleza fueron horadadas, y todos podían trazar su linaje al menos durante treinta generaciones. Sólo unos pocos; los kaerls; portaban armas en todo momento, aunque todos sabían cómo blandir una espada y disparar con un skjoldtar, el arma reglamentaria de la Guardia del Aett. Eran hijos del mundo de la muerte, y todos, desde el más joven al más anciano, conocían el arte de matar.
Más arriba, sobre el descomunal baluarte ocupado por los mortales, se encontraba el jarlheim, la morada de los Guerreros del Cielo. Ningún mortal accedía a aquel nivel sin el consentimiento de sus maestros, pues era donde se alojaban las Grandes Compañías. Los corredores y cámaras de los lobos solían estar casi desiertas, pues siempre se encontraban efectuando campañas en algún rincón de su protectorado galáctico. Sin embargo, al menos una Gran Compañía debía permanecer allí en todo momento, para avivar las llamas sagradas y reverenciar las runas que mantenían el maleficarum lejos del Colmillo. En el jarlheim se encontraban los mausoleos de los guerreros caídos, los tótems recogidos por los sacerdotes rúnicos en mundos lejanos y las armerías que albergaban las armas sagradas. En los lugares bendecidos, los estandartes ajados de campañas luchadas en el pasado descansaban sobre hileras de cráneos cubiertos de polvo, piezas de armaduras y otros tesoros.
Las alarmas continuaban resonando por todo el acuartelamiento de la Duodécima Compañía, los angostos corredores estaban iluminados por el fuego salvaje de las antorchas. Los maestros de la montaña habían sido llamados, y era como si la propia tierra hubiera cobrado vida. La roca reverberaba con un murmullo grave mientras los espíritus lobo despertaban. Las armaduras comenzaban a colocarse en su sitio, placas de ceramita cubiertas con pieles de bestias, runas pintadas sobre las hombreras con sangre animal, hechizos colgando de las gorgueras y atados alrededor de las muñecas.
En lo más profundo de aquella maraña de pozos, galerías y túneles, comenzó a sonar el gran tambor. Hizo que todos los demás sonidos empequeñecieran, como un corazón latiendo al ritmo de un salvajismo disonante. Pronto comenzaron a repiquetear más tambores, envolviendo la nota principal en una cacofonía feroz. Las vibraciones lo invadieron todo, haciendo que el descomunal laberinto resonara en un crescendo de odio y energía.
Había pocas cosas en toda la galaxia más imponentes que una Gran Compañía de Lobos Espaciales entonando el ritual de la muerte. Uno por uno, con las armaduras santificadas por los sacerdotes rúnicos de Sturmhjart, los Cazadores Grises avanzaban amenazantes e irradiando una energía letal. Se movían al unísono como el batallón de infantería que eran, con las lentes rojizas de sus yelmos perforando la oscuridad. Tras ellos avanzaban las escuadras de Colmillos Largos, aún más voluminosos, con sus rostros dilatados como las fauces de una bestia y blandiendo sus armas descomunales como si no pesaran más que una simple hacha.
Tras ellos, el último grupo de infantería en emerger de las armerías fueron las Garras Sangrientas, los reclutas más recientes. Profiriendo maldiciones contra el enemigo con el que se disponían a enfrentarse, aquellos gigantes ataviados de rojo y dorado avanzaban empujándose unos a otros mientras se encaminaban a su destino. Eran los más humanos de todos los ángeles de la muerte, y apenas habían sido modificados por el poder de la semilla genética de la hélix, aunque sus ojos ardían de excitación ante el estallido de violencia que se avecinaba. Vivían por el placer de la caza, por ganarse el prestigio de las armas, por el deleite del olor de la sangre y el miedo de aquellos a los que debían aniquilar.
Entre ellos, en la manada de Sigrd Brakk, también se encontraban Puñoinfernal y Rojapiel. Hacía ya tiempo que las heridas de su duelo habían cicatrizado, como las de todos los que habían participado en aquellos días de entrenamiento constante. La manada, compuesta por doce guerreros incluyendo al guardián del lobo, avanzaba con paso firme por un túnel semicircular al son de los tambores que repiqueteaban en sus oídos, apartando a los kaerls y sirvientes que se interponían en su camino.
—Por Morkai —gruñó Brakk. Su voz sonó distorsionada a través de la rejilla del yelmo—, quitaos de en medio, escoria. —Movió la cabeza y los huesos sagrados que le colgaban de la armadura repiquetearon sobre su peto—. Morid rápido y no nos entretengáis.
Puñoinfernal esbozó una sonrisa.
—De lo contrario os arrancaremos la piel a tiras —remachó con una risa salvaje, al tiempo que alzaba la garra de combate. Como todos los miembros de la manada, él también llevaba el yelmo, la atmósfera que rodeaba el Colmillo era demasiado escasa para los combates a rostro descubierto que tanto le gustaban.
—Sólo si pensamos que podremos obtener algo a cambio —añadió Rojapiel, levantando su pistola bólter y comprobando el cargador. Sus hombreras estaban pintadas de color rojo sangre y su casco estaba decorado con una hilera de dientes ensangrentados.
—¿Adonde nos está llevando el viejo? —preguntó Puñoinfernal. Una crin de caballo le colgaba del casco, y tenía las dos Runas del Final, Ymir y Gann, talladas en el peto.
—A la Puerta del Amanecer —gruñó el líder de la manada—. El único lugar de todo el planeta que es más duro que vuestros cráneos.
—¿Eso es un chiste, hermano? —preguntó Puñoinfernal.
—Más bien un insulto —respondió Rojapiel.
Brakk se detuvo en seco justo en el punto en el que el techo del túnel desaparecía en la nada. Frente a ellos, el corredor se convertía en una plataforma que se abría sobre un enorme pozo. La oquedad se perdía entre las sombras y estaba iluminada únicamente por algunos globos de luz aleatoriamente diseminados. El sonido de los tambores llegaba hasta ellos desde el fondo, grave y amenazante.
—¿Es que no tenemos a la Guardia del Aett para que se encargue de proteger las puertas? —preguntó otro garra sangrienta, Fyer Dienterroto. Su voz estaba imbuida del espíritu del lobo y sonaba gutural y agresiva.
—¿Acaso creéis que vamos a esperar a que esos desgraciados lleguen hasta las puertas? —manifestó Brakk, mirando a la manada y volviéndose de nuevo para contemplar el pozo—. Por las trenzas de Russ, chico, crece un poco… y usa el cerebro.
Acto seguido desapareció precipitándose por el pozo y descendiendo cientos de metros en cuestión de segundos, volando desde los niveles del jarlheim hasta los del Hould.
Puñoinfernal miró a Dienterroto.
—Yo habría hecho la misma pregunta.
Dienterroto ignoró a su compañero y siguió al líder de la manada. Las señales del yelmo de Puñoinfernal indicaron que ambos estaban descendiendo hacia los niveles inferiores.
—Intenta seguirnos, hermano —le dijo a Rojapiel, reuniéndose con el resto de la manada y acercándose al borde del precipicio.
—Tú trata de impedírmelo —respondió éste, colocándose en la última posición y abriendo los brazos para controlar el descenso.
Precipitándose en el vacío como las rocas de una avalancha, los Garras Sangrientas volaron hacia la zona de combate. Los tambores continuaban repicando por encima y por debajo de ellos. En cada nivel, en cada corredor, las figuras tomaban posiciones. Todos los bólter esperaban en posición de fuego, los motores de los Land Raider comenzaron a rugir y por todo el Aett las manadas de guerreros grises corrieron hacia sus posiciones.
Los lobos habían sido desafiados en su propia guarida, y como fantasmas deslizándose sobre el hielo, acudían a responder la llamada.